Cañonazos en la mar

Circulamos deprisa. A la derecha de la carretera brillan escuálidas lomas que sirven de zócalo al Teide, lomas de piedras grises como lagartijas entre las que corren perenquenes y chicharras, lomas de clavículas peladas donde únicamente abundan tunerales, matas de lentisco y de retama y algún raquítico azufaifo cuya raíces son garras que se aferran a la tierra dura y superficial. Es una zona donde sólo son felices los lagartos y las moscas, inhóspita, pobre, de significativa toponimia: Cueva del Barranco, El Escobonal, Zarza, La Degollada, Ensenada del Pedregal, Lomo de Arico. Hasta el Teide parece darle la espalda, despreciarla, siempre mirando hacia el drago de Icod, milenario, magnético y ritual, y a las fértiles plataneras de Orotava. A la izquierda, lejos de la carretera, quedan las playas de arena gorda y negra arrojada como un desperdicio hace miles de años por las furias telúricas que un día descorcharon el volcán, arena torrefacta en el horno geológico, arena que hace daño en los pies desnudos y en las espaldas que se atreven a tumbarse en ella para adorar al sol.

—Queda un poco lejos de casa para que nadie venga a buscarla —le digo.

—Nunca la encontraría nadie. Enseguida nos desviaremos hacia la casa de Armando, ya te hablé de él.

—¿Tu padrino?

—Sí, el único familiar que me queda, aunque él ni siquiera es un familiar. Era el mejor amigo de mi padre. Vive en una casa apartada de todo, tiene bastante dinero y un buen puñado de acciones en una urbanización de Los Gigantes. No hay nadie que conozca como él todas estas playas, desde las islas a las costas de África. Algunas veces vamos juntos a pescar y parece que huele los peces, que los adivina. Es su mayor placer, después de una vida en la que ha catado todos los placeres. Cuando era más joven estudió con los maristas. En el tercer curso de Teología colgó el misticismo y la sotana y se fue a África. Allí se hizo contrabandista. Como tú —dice riéndose—. Luego también llevó gente a Venezuela, cuando de aquí querían emigrar todos. Lo recuerdo siempre con un regalo exótico —un loro, una bitácora, un juego extraño— cada vez que volvía a vernos. Ahora vive casi retirado, alguna visita a la oficina y mucho tiempo libre dedicado a la pesca, a Paola y a la curiosidad por la antropología. De vez en cuando escribe artículos en revistas sobre las civilizaciones del mundo, las costumbres y cosas de esas.

—¿Y Paola?

—Paola apareció un día en un yate que recaló frente a la casa. Parece que era amante de un millonario ocioso que estaba dando la vuelta al mundo con otras dos o tres parejas, habrás oído algo de esas tournées marítimas.

—Algo. Aunque allí dentro no se habla mucho del mar.

—Pues bien, Paola conoció a Armando y se quedó con él, a pesar de ser veinte o veinticinco años más joven. Es maja, ya la verás. Ahora están pasando un mal momento, con la vieja agonizando en casa. Ayer le traje la morfina.

—¿Armando sabe algo de lo tuyo?

—No lo sé. Yo le digo siempre que trabajo como mensajero. Es la mejor tapadera que he encontrado para justificar esta libertad de horarios y de movimientos, pero a él es difícil engañarlo. Tienes que contestar lo mismo si te pregunta. Y no diremos tampoco nada de la pelea de anoche.

—Descuida.

Poco después nos salimos del asfalto para tomar un camino de tierra que sale hacia la izquierda, hacia el mar, del que nos hemos separado un poco. A unos cinco, quilómetros, tras unas áreas de terreno cultivado donde crecen hortalizas y algunas palmeras, se ve una casa grande y blanca, rodeada de césped muy verde y de cuidados parterres. El mar queda a doscientos metros. En la arena descansan dos barcas: un pequeño bote de remos y una brillante fiberglass.

Al pasar la puerta de la valla metálica, sale de una casa más pequeña, antes de la principal, un hombre de unos cuarenta años, fuerte y vestido con un mono azul, atraído por el ruido del motor. Ve a Siro y lo saluda con un gesto antes de volver al interior.

—Es Félix, el guarda.

Por el camino que marcan entre el césped dos cuidadas hileras de adoquines llegamos frente a la casa. Enseguida sale al porche un hombre de alrededor de cincuenta y cinco años, aunque puede aparentar diez menos. No oculta las arrugas, las asimila como una prueba más de la fuerza aún pujante para encajar impertérrito, como un boxeador negro los golpes, los estragos del tiempo. Conserva todo el pelo, en el que las canas luchan por la supremacía de la cabeza. Tiene muy bronceado el rostro y unos ojos muy azules que intentan parecer alegres, pero en su fondo brilla una especie de cansancio o desasosiego. Es delgado y nervioso, como si acumulara una energía impropia de su edad. No es el viejo marinero made in Hemingway luchando contra la vida por una espina de pez que las palabras de Siro en algún momento podían haber hecho evocar.

Tras él aparece una mujer a la que le dobla la edad. No es hermosa ni deslumbrante. Tiene un poco larga la nariz, pero su cara, la cara grata y apacible de los que no han dado nunca cobijo a la acrimonia, acepta bien la sonrisa y gusta mirarla a los ojos, rasgados en una perfecta simetría. Su pelo es rubio, no muy rubio, y liso, partido por una raya a la derecha. Cuando se mueve, la media melena le cae sobre la cara y ella la retira con suavidad, como si apartara un echarpe de blonda.

Armando se acerca a nosotros.

—Éste es Ricardo —nos presenta Siro—. Armando y Paola. Nos saludamos con un apretón de manos y un beso.

—¿Cómo está hoy?

—Calmada, pero mal. ¿Qué te ha pasado en el ojo?

—No es nada —contesta tocándose con suavidad la orla corinto—. Me peleé con una puerta del mueble de la cocina.

Miente con la aplastante seguridad de quien se sintiera creído.

—Tienes que cuidarte más.

—Ya lo hago, padrino, ya lo hago.

—Pasad dentro. Ayer tu visita fue muy rápida. Hoy no voy a dejar que os marchéis tan fácilmente.

El salón es confortable, con espacios vacíos en las paredes, con mucha claridad. El estudio de Armando, sin embargo, está abigarrado de hileras de libros, de figuras de artesanía de todas las partes del mundo y de instrumentos de navegación y motivos marinos: distintos tipos de brújulas, magistrales, sextantes, bitácoras, goniómetros y un astrolabio, protegido en una caja de cristal, con una inscripción: 1617. Una gruesa piel de manatí alfombra el suelo. Dos puertas correderas de cristal abren un lateral del estudio a una terraza con piscina desde donde se ve el mar. Abajo, tras la esquina de la Punta de la Rasca, asoma Hierro su nariz afilada y la Gomera silba. Al frente, muy lejos, queda África.

—¿Queréis subir? Ella se alegrará de verte —dice Paola a Siro.

—Sí.

Subimos al piso de arriba y entramos en una habitación en penumbra. Paola abre un poco la persiana y un chorro de luz se cuela por el hueco. Un espeso olor a alcanfor extiende sus brazos desde la cama por toda la alcoba. La anciana está acostada con los ojos muy abiertos, sin que la luz repentina la moleste. Siro se acerca y la besa.

—¿Qué tal estás?

—Male, male —dice débilmente, esforzándose en vano por hacer aflorar una sonrisa narcótica.

Paola, mientras tanto, rompe una ampolla y llena la jeringuilla. Descubre la sábana y gira a la anciana. Al ver la aguja, la avidez por su contenido se convierte en el gesto más poderoso de su cara. Paola inyecta en una nalga escuálida que acepta el pinchazo sin contraerse. Ahora, girada hacia Siro y hacia mí, puedo ver mejor su cara, todavía el limo del dolor velándole los ojos abiertos, los huesos de las clavículas sostenidos por la camisa del pijama, los párpados de plomo sostenidos por el miedo a que se cierren y no se puedan abrir más, el aliento sostenido sólo por la morfina que Candela suministra.

Adesso voglio che tu dorma un po —dice Paola.

Su respiración se va haciendo más tranquila, sale despacio de su boca el hilo de aire que le va devanando el corazón.

Paola baja de nuevo la persiana y volvemos al salón. Armando nos mira de arriba a abajo.

—Voy a buscar dos bañadores. Porque no dejaré que os vayáis hasta que le hayamos robado unos peces al viejo testarudo —dice al tiempo que sale a buscar la ropa y los útiles de pesca.

—Salir a pescar es un rito que no perdona, de modo que, en la barca, no hagas esfuerzos con el brazo. Yo voy a guardar aquello —añade en voz baja—. A una cala a medio quilómetro, son sólo unos minutos. Dile a Armando cualquier cosa hasta que yo llegue.

Desde la ventana lo veo sacando el bolso del coche y corriendo hacia la derecha. Vuelve veinte minutos más tarde, cuando ya lo esperamos montando los anzuelos. Armando no pregunta nada.

Ya ataviados a propósito —ellos en bañador, yo, con la excusa de la piel aún blanca y el temor a las quemaduras, mantengo la camisa— bajamos a la orilla, empujamos la fiberglass, una Shetland 503 de dos motores, y arrancamos. Penetramos una milla en el mar. El sol se derrama en abundancia sobre el agua. Diminutos barcos a lo lejos parecen maquetas en el escaparate de una tienda de artículos de pesca. En la estampa es tan suave el oleaje que las plumas de espuma que brillan en las olas parecen pedir palomas en lugar de petreles y agrias gaviotas.

Armando nos pasa las cañas y en los anzuelos ponemos los pececillos que ha traído como cebo. Lanzamos, gozando la dosis de suspense que siempre tiene la pesca con sedal y que la hace similar a las novelas de misterio: los leves indicios, la trampa que se tiende, el acecho y la espera, la espiral desconfiada del pez antes de morder el anzuelo, el final sangriento. Siempre me había parecido ridícula la fanfarronería del pescador —del mismo modo que es ridícula la fanfarronería violenta del mal detective— a quien atrapar un pez le parece una hazaña, sentado en la orilla, ignorando que a la misteriosa inmensidad de los abismos donde no llega la luz él tampoco podrá llegar nunca, vanagloria inútil de la araña que caza mosquitos en un estercolero plagado de grandes moscas.

Pero ahora, sin vanagloria, me siento satisfecho al notar el primer tirón.

—La suerte de los novatos —se ríe Siro.

Recojo el sedal con rapidez. El pez brinca sobre la superficie, intentando desesperadamente soltarse del garfio que le está rajando la garganta.

—No recojas tan deprisa —dice Armando—. Esto es el mar y aquí no tiene donde esconderse.

Ralentizo el movimiento y cuando al fin lo tengo cerca, apoyo el pie en la regala y de un tirón seco lo saco a la superficie de la barca. Mide casi cincuenta centímetros y debe pesar cerca de dos quilos.

—Estupendo —dice Armando observándolo—, es un róbalo. Apetecible en la comida y en la cena. Se suele pescar con atarraya, es muy difícil atraparlo con caña.

Mientras lo sujeta con la mano izquierda para quitarle el anzuelo, el pez se debate con ruido de abanico. Ha mordido con ansia y hay que romperle un labio para desprendérselo. Saltan unas gotas de sangre.

Con el esfuerzo se me debe haber abierto la herida del antebrazo y también a mí me corre una gota por la muñeca. Intento ocultarla, pero Armando la puede haber visto. Aprieto la venda como puedo, de espaldas a ellos dos, y vuelvo a montar el anzuelo y a lanzar con precaución de movimientos.

Pronto pican más peces, pero todos son dobladas pequeñas o alevines que devolvemos al agua. Luego, Armando siente un fuerte tirón.

—Éste es mucho pez.

Tiene una caña más resistente que las nuestras, con sedal de diez quilos, y por eso no se ha roto. Los nuestros seguramente se hubieran partido ante la fuerte tensión a que lo somete el pez desde el agua. Comienza a soltar carrete. Aquí, con profundidad, es imposible que pueda engancharse entre las rocas del fondo, adonde intentará dirigirse para protegerse en el primer impulso. Cuando Armando siente que la tensión del sedal afloja, recoge hilo. Luego vuelve a soltar, aunque siempre recuperando metros, un paso atrás y dos adelante.

—Vamos a cansarlo bien. Coged los remos, sin encender el motor.

Soltamos las cañas y remamos lentamente hacia donde el pez nos marca, siguiéndolo. Poco a poco la tensión va cediendo. El pez, que no ha salido todavía a la superficie, gira algunas veces alrededor de la barca, pero luego mantiene la dirección anterior, siempre hacia alta mar. Todavía se producen algunos tirones desesperados, pero cada vez son más cortos y con menos brío, como si comenzara a ser consciente de su fin.

—Ya va cansado —dice Armando recogiendo carrete.

El pez sigue tirando hacia dentro, buscando la muerte lo más lejos posible de la costa. Ya no remamos. Enseguida lo vemos asomar a la superficie como un reo se asoma desde el ventanuco de su celda a contemplar el patíbulo que están levantando para él. Mira hacia nosotros recogiendo en su retina una última imagen: la de sus verdugos. Tiene el lomo grande y pesado, las escamas brillando como la niebla de un televisor.

Armando recoge casi todo el sedal. El pez, definitivamente vencido, queda aleteando a tres metros. No quiere acercarlo más, porque podría apoyarse en la cubierta para adquirir con las últimas fuerzas un impulso fuerte que podría romper el hilo.

—Que no salte.

Tira fuerte de él y lo levanta hacia la barca. El pez, aterrado ante la ausencia del agua, como un ahorcado que sintiera abrirse el vacío bajo sus pies, reúne todas sus fuerzas y se retuerce en el aire con un tirón rabioso y desesperado. Logra romper el sedal, pero ya es tarde: ya cae al suelo de la barca mientras Armando lo sujeta con un pequeño bichero. Luego le clava la navaja detrás de la cabeza, descabellándolo como a un novillo.

—¿Lo reconoces? —le pregunta a Siro.

—Sí, es una merluza.

—Una merluza enorme. Hoy estamos de suerte, porque es muy difícil atraparla tan cerca de la costa. Por eso tiraba tanto hacia dentro. Su curiosidad la ha matado, porque es el pez más goloso del mar, lo muerde todo, y en eso encuentra su perdición.

—Ya tenemos comida para hoy —dice Siro.

—Para varios días. Ya podemos volver.

Recogemos cañas y sedales, clavamos los anzuelos en los corchos y regresamos. Nos hemos alejado bastante de la costa. Miro el reloj: la una y media.

—¿Habrá hecho Paola otra comida?

—No, nunca la hace cuando salgo de pesca —bromea Armando parodiando la fanfarronería del gremio.

Quince minutos después llegamos a casa. Paola no está. Ha dejado una nota diciendo que la abuela estaba profundamente dormida y que iba a hacer algunas compras urgentes. En la cocina, Armando descorcha un Malvasía, un vino limpio de cepas limpias en las que nunca jamás medró la filoxera, y nos sirve un vaso. Sube arriba a comprobar si la anciana sigue durmiendo. Regresa enseguida y comienza a limpiar la merluza. No me ofrezco a ayudar porque podría abrirse de nuevo la herida y no quiero exponerme a su curiosidad.

Corta las aletas, roza las escamas grises y le abre el vientre claro y suavísimo con unas fuertes tijeras de despiece. Introduce los dedos y arranca la vejiga y las tripas. Va a arrojarlas a la basura cuando nota algo.

—¿Qué es esto?

Palpa los intestinos del pez con curiosidad.

—Hay algo duro dentro. Y es redondo.

—Será un doblón de oro de un naufragio —bromea Siro.

Armando corta la tripa y saca algo. Cuando lo lava bajo el grifo vemos un extraño objeto, como un medallón, con un pequeño orificio para ser colgado al cuello. Pero evidentemente no es de oro. Lo acerca a la luz del Atlántico en la ventana y observamos sus detalles: es de madera negra, tal vez ébano, como la de esas estatuillas que venden los africanos en sus tenderetes. A pesar de sus trazos algo toscos e hinchados por el agua, se aprecia claramente su iconografía: en una de las caras hay dos elefantes frente a frente, con sus trompas enlazadas por varias vueltas. En la otra, la imagen estilizada de un rostro femenino con una especie de corona, tal vez una diosa.

Armando va al estudio y trae una lupa con la que lo examina detenidamente.

—Es un medallón guineano, ya lo había visto antes. Lo llevan unas tribus, los Abelam, que habitan en el interior del país, subiendo el río Mbini. Los elefantes con esas largas trompas enlazadas son el símbolo del grupo, de la cohesión de la tribu y de la fidelidad en la memoria a la tradición de su pueblo y a la muerte serena, porque los Abelam entierran a sus muertos siempre en el mismo lugar, bajo la tierra, en cuevas con resonancias de hipogeos griegos.

Lo escucho con asombro.

—¿Y cómo ha podido llegar hasta el estómago del pez?

—No lo sé.

Nos servimos más vino. Armando cuelga el medallón al sol para que se seque y va preparando la merluza: la corta en rodajas y comienza a cocinarla. Estamos eufóricos por el resultado de la pesca, como si en realidad hubiéramos atrapado a la ballena llevando a Jonás en el vientre. Los tres echamos continuas miradas al medallón negro que cuelga al sol en el cristal trasparente de la ventana.

Pronto llega Paola. Le enseñamos el hallazgo, pero ella parece más interesada en discutir con Armando el mejor modo de preparar la salsa.

Cuando nos sentamos a la mesa son casi las cuatro. Abrimos otra botella de Malvasía. Llegamos al final de la comida con el estómago lleno de vino, de merluza y de deliciosas támaras almibaradas de postre.

Luego salimos a la terraza, ya el sol buscando la baranda del Teide, a contemplar un mar fosforescente que no está enfermo como el Mediterráneo, un mar donde parece que todavía no se han inventado las motoras. Armando mantiene este rincón inviolado frente a la invasión del turismo nórdico.

—Una o dos veces por semana voy a la oficina, procuro controlar un poco todo aquello y regreso rápidamente. Muchas veces le he ofrecido a Siro un puesto allí, pero no quiere.

—No lo necesito. Me gusta lo que hago.

Por un segundo estoy tentado de pedirle yo ese trabajo, pero opto por imitar el silencio de Siro, que se aplica en servirnos unas copas de coñac.

Armando se levanta y entra en la casa. Vuelve un minuto después con el oscuro medallón en la mano.

—¿Te gusta? —me pregunta.

—Mucho. Es casi inquietante.

—Tómalo. Es tuyo. Se lo daría a Siro si fuera un doblón de oro, pero tratándose de un medallón de madera, lo perdería.

Lo miro negando con la cabeza. Es el primer día que nos conocemos y sé el valor que para él tiene la medalla, tan aficionado a todos estos temas.

—No, no puedo aceptarlo.

—Es tuyo con una condición: que volváis a menudo a pescar conmigo. Los dos juntos traéis suerte. Otro día encontraremos doblones. El mar siempre es un baúl de sorpresas.

En sus ojos azules hay una determinación tan generosa que no admite un rechazo.

—Gracias.

—Consérvalo como recuerdo.

—Seguro. ¿Pero cómo pudo haber llegado a las tripas del pez?

—Se le puede haber caído al agua a algún pasajero —dice Paola.

Pero yo quiero oír a Armando. Él se hace esperar unos segundos mientras carga de picadura una lujosa pipa de palisandro.

—Es poco probable que un abelam pierda tan fácilmente el medallón de su tribu. Quizá era para él lo más valioso que llevaba encima, todas sus creencias se encerraban en esa diosa y en esos dos elefantes con las trompas entrelazadas. Quizá fuera un naufragio —vacila unos segundos antes de continuar— o quizá lo arrojaron al agua.

—¿Al negro?

—Sí, puede haber ocurrido. Sobre todo si el capitán del barco es un blanco.

—¿Pero por qué?

Armando bebe un sorbo de coñac.

—Siro me ha dicho que tú fuiste ocasional contrabandista. ¿Es cierto? —me pregunta con cierto tono de solidaridad gremial.

—Sí, es cierto.

—Yo también lo practiqué algunos años. Por entonces, viajar transportando mercancía prohibida, pero luego de comercio legal en el interior, dejaba más ganancias que ahora. Eran los mismos años en que mucha gente se quería ir al otro lado del mar. En las islas había mucha hambre, porque se vivía sólo de la tierra, escasa y en manos de unos cuantos, y de la pesca. Y al otro lado había petróleo. Fletar un barco hacia Venezuela era todo un negocio.

—¿Y el turismo?

—No había llegado todavía la avalancha de los bárbaros. Y ahora, de todos modos, con o sin turismo, la gente sigue viviendo apretada. Hay demasiada población para unos pocos quilómetros cuadrados. ¿Has comenzado ya a sentir la claustrofobia de los peninsulares?

—No, todavía no.

—Ya la sentirás. A un buen contrabandista siempre le parecerá pequeño su territorio, un buen contrabandista no puede amar los límites ni las fronteras.

—Pero tampoco puede vivir sin ellas. Por eso la estirpe está desapareciendo con todas esas utopías de la unidad europea.

—Dentro del Mercado Común, pero no desde fuera.

—¿Quedan contrabandistas en las islas?

—Quedan contrabandistas. Aquí siempre los ha habido, porque es un privilegiado lugar de paso. Pero entre ellos ya no hay ningún romántico. Antes los contrabandistas contribuíamos a equilibrar el mundo sin necesidad de permisos ni papeles. Había carencia de algo en un lugar y se llevaba, trayendo luego lo que aquí se necesitaba. Era tanto para dentro como para fuera. Te ibas con paisanos y volvías con mercancías. En África era distinto: cuanto más bajabas la costa, más fácil era vender y más caro se pagaba el contenido de las bodegas, reventando de cualquier cambalache de la civilización del progreso o de armas para las interminables guerrillas. Luego, al subir, nunca faltaba un soborno de cualquier cosa, de animales para los zoos, de marfil, de maderas de bokume o de minerales caros, de brillantes, e incluso, cuando no había nada, las bodegas se cargaban con morenos.

—¿Con negros?

—Sí, aquí los llamamos morenos. Te pagaban todo lo que tenían por subir a bordo, el producto de la venta de un pequeño rebaño o su única piedra preciosa, huyendo de la miseria que los rodeaba, imaginando el paraíso occidental de los blancos, o escapando por cuestiones políticas, otro reguero constante, porque en África la estabilidad de los gobiernos brilla por su ausencia.

—¿Y tú los traías?

—Alguna vez, pero nunca en las condiciones en que lo hicieron otros.

—¿Cómo?

Vuelve a servirse coñac. Parece no querer hablar del tema y a la vez desearlo, como un hombre que cuenta a la mujer que ama aventuras poco agradables de su vida anterior.

—De todas las maneras. Los contrabandistas siempre han tenido más imaginación que la policía…

Enciende la pipa apagada. Paola, Siro y yo lo miramos en silencio, esperando que continúe.

—En el transporte de morenos se han cometido las mayores barbaridades. Es el tráfico de esclavos de este siglo, pero con la diferencia de que ahora son los morenos quienes quieren venir al mundo desarrollado, y éste canda sus puertas amedrentado ante la avalancha negra que se le podría caer encima del jardín bien cuidado.

En el tema hay mucho dinero y relativamente poco riesgo, porque no se le vigila lo suficiente y porque el mar es tan grande que no se puede controlar todo lo que navega por encima. Existe, además, una legislación flexible que potencia el camuflaje, que permite fletar sin apenas control un buque bajo banderas de países no sospechosos de nada, no alineados, ni con ningún conflicto internacional encima. Tal vez no lo recordéis, pero hace tres o cuatro años salió en la prensa la noticia de un barco que había desaparecido misteriosamente en el Atlántico, en una zona del mar en calma chicha, sin dejar el mínimo rastro y sin haber pedido ayuda. Hoy ese barco atraca en los puertos del Mediterráneo y del Golfo Pérsico con algunas modificaciones, bajo otra bandera, con menos impuestos, con otro color y con otros fines comerciales, menos honrados, por supuesto. Y casi con la misma tripulación, porque entre la marinería mercante suelen abundar los hombres sin raíces, esos de los que se dice que tienen una novia en cada puerto y que van repitiendo siempre la misma historia inmortal, y por dinero abundante se prestan a cambiar incluso de tatuajes. Si alguno tenía lazos demasiado fuertes y se negaba al camuflaje, puede que ahora esté bien atado en el fondo del océano.

—¿Todo eso está confirmado?

—Confirmado. Yo mismo vi en Nápoles a uno de los «desaparecidos».

—¿Y qué hace la policía? ¿Nadie lo denuncia?

—¿Para qué? ¿Para favorecer o proteger a quién? En todo caso, es un delito contra el Estado, donde no siempre hay terceros que acusen. Y cuando no hay acusación particular, el Estado sólo se defiende bien cuando se trata de Hacienda. Con el terrorismo lo intenta, pero no siempre lo consigue. ¿Tú crees que merece la pena incomodarse y arriesgarse a una piedra en el cuello por cualquiera de los Estados, de izquierdas, de derechas o de centros que conocemos en este febril y enloquecido siglo XX?

—No, no hay ninguno que valga tanto.

Bebo un trago y miro el medallón que tengo en la mano.

—¿Y los negros? Ibas a decir algo sobre ellos.

—Te decía que esa es otra historia, más terrible porque la vida de un hombre negro sigue valiendo menos que la de un hombre blanco, por muchos Geldof y Simón que vayan cantando por ahí. Hace mucho tiempo conocí a un comandante de Aduanas muy peculiar. Era el tipo más corrupto que he visto en toda mi vida. Y créeme, he visto a muchos. Jefe de Aduanas en un puerto de cuyo nombre no quiero acordarme. Durante años dejó pasar todo tipo de contrabando, mercancías y hombres: hindúes, sudamericanos y muchos de África. Cuando arribaba un barco con contrabando, el capitán le contaba lo que traía: pagaba la correspondiente castillería, y paso libre. Todo el mundo contento y el tipo enriqueciéndose. Para colmo, era un godo, en el sentido en que denominamos a algunos peninsulares, sólo a algunos, a aquéllos que vienen con la tizona en una mano y la caja registradora en la otra. El dinero se lo llevaba a la Península y allí lo invertía. De vez en cuando había algún regalito o prebenda para los cómplices y todo marchaba bien. Así, años y años. Hasta que un día un capitán griego trajo un cargamento de morenos y decidió no pagar. Nuestro hombre, de alguna manera, lo supo. Cuando el barco, muy viejo, para el crematorio, atracó en el muelle, subió a hacer personalmente el registro. Los morenos venían escondidos en enormes toneles llenos de cocos, de varios quintales, cerrados más o menos herméticamente por arriba. Ellos estaban dentro, convenientemente instalados para no sufrir el peso. Respiraban por una pequeña espita. El comandante golpeó por fuera los barriles, revisó las duelas y las tapas y preguntó si no había nada oculto dentro. Nada, dijo el griego. Entonces abrió uno de los cocos de muestra y con la pulpa fue taponando las espitas de respiración, tranquilamente, como jugando. Decretó un embargo preventivo de veinticuatro horas para que nadie pudiera subir a bordo, con la excusa de una nueva inspección que no llegó a realizarse. Murieron asfixiados todos los morenos, sin poder moverse bajo los centenares de quilos de fruta.

—Pero si sabía que iban allí dentro —dice Siro—, ¿por qué no les hizo salir y arrestó al griego?

—Porque el griego podría declarar en un posible juicio que otras veces, anteriormente, había pasado más mercancías ilegales sobornando a nuestro hombre para que hiciera la vista gorda. Y se le acabaría el negocio. Lo que le interesaba era que siguieran llegando mercancías ilegales y él cobrar por dejarlas pasar.

—¿Sigue en activo el comandante?

—No. Su corrupción llegó a ser demasiado evidente: un mercedes, una vivienda de lujo y las inversiones allí arriba. Lo trasladaron a algún lugar en el interior de la Península, a una sinecura de agradecimiento por sus méritos, creo que en la frontera interior con Portugal. Había llegado el momento en que hasta los propios subalternos le perdieron el miedo y le exigían porcentajes en las ganancias.

—¿Y hoy todavía sigue ese tráfico?

—Creo que no. O, al menos, no es tan evidente. Pero nunca se puede estar seguro.

Miro el medallón. Imagino fácilmente el cadáver de un hombre negro en el fondo del océano, esperando inmóvil la vibración de un cañonazo para salir a flote: al mar no le gustan los cadáveres y los devuelve con facilidad. El hombre negro tiene los ojos, los dientes y las palmas de las manos más blancas que nunca, asustando desde su impasibilidad de momia a los alegres delfines que lo observan atónitos desde unos metros: qué es esto, no son los restos de comida que algunos días nos arrojan desde los barcos, es un hombre negro, no, sólo su cadáver, los delfines no podemos comer de él, se acabará nuestra alegría el día que comamos el cadáver de un hombre, y así están, mirándolo hipnotizados hasta que un tiburón se acerca atraído por el olor de la carne y despedaza un brazo de una dentellada. Enseguida llegan más escualos a participar del festín hasta devorarlo por entero. Por fin una gran merluza se acerca a los restos y traga confundido entre los últimos filamentos de carne un oscuro medallón de madera con dos elefantes con las largas trompas enlazadas en una de sus caras.

Debería dolerme el estómago, se me debería indigestar en las tripas la carne de merluza antropófaga, pero sólo siento una agradable sensación de calor y placidez en esta terraza junto al mar, a la sombra del Teide. La pleamar moderada del alcohol en la sangre debe contribuir a ello.

Siro apenas ha hablado en todo este tiempo. Lo miro por ver si muestra prisa o inquietud, porque la noche vendrá rápida, pero parece estar gozando de la tarde tanto como yo. De modo que vuelvo a preguntar a Armando:

—¿Y qué hacen luego los negros aquí dentro?

—Sobrevivir. Unos venden artesanía; otros se emplean clandestinamente por un mísero sueldo en trabajos eventuales; una buena parte trafica con droga, como camellos callejeros, y son los primeros en caer cuando hay redadas; algunos, con mucha suerte y habilidad, logran casarse con alguna nativa, o pagan por un matrimonio y adquieren así la nacionalidad. Hacen de todo.

—Julio —rompe su silencio Siro—, el dueño del Ditirambo, contó en cierta ocasión que ayudó a reclutar a un grupo de ellos para la guerrilla en no sé qué país africano.

Comienza a oscurecer. Nos levantamos y entramos en la casa. Armando insiste en que volvamos la próxima semana como plazo más largo. Y que también venga Asís. Paola nos entrega el róbalo limpio y envuelto en papel de aluminio.

Cuando salimos, le agradezco de nuevo a Armando el regalo del medallón. Él me retiene un momento y señalando a Siro, que ya está fuera, me dice:

—Cuídalo un poco. Es muy impulsivo y a veces hace algunas tonterías.

—No te preocupes, no hace nada malo —miento.

—Un tipo estupendo tu padrino —le comento, de vuelta a casa.

—No siempre está así, tiene sus épocas malas en las que está como perdido. Ahora se le ve muy bien, gracias a Paola, pero no siempre ha tenido la misma suerte. Hace años estuvo casado con una venezolana, una mujer tan espectacular como zorra. Lo engañaba a menudo con jovencitos de buena presencia. Un día vine a verlos, pero Armando no estaba. Ella, Consuelo, me dijo que lo esperara. Como tardaba y estábamos aburridos, decidimos bajar a la playa y hacer tiempo tomando el sol. Me llevó a una calita desierta y apartada, medio quilómetro más abajo de la casa.

—¿Dónde has ido ahora?

—Sí. Mientras nos bañábamos, comenzó a juguetear conmigo en el agua, ya sabes, haciendo aguadillas como chiquillos. Entre el chapoteo y las risas sentí un par de veces que me tocaba, pero parecía casual. Otra vez, mientras le hundía la cabeza, el gesto fue inconfundible. No me extrañó, porque ya conocía su necesidad de estar cada día con un hombre, pero no quería creerlo. Salimos del agua, yo un poco tenso, pero disimulándolo, porque, a pesar de todo, tal vez fuera una falsa impresión mía. Nos tumbamos al sol a secarnos y María Consuelo se quedó en top less. Era una maravilla de cuerpo, con unos pechos imponentes, grandes, altos y bien formados, todavía muy firmes a pesar de su volumen y de superar ya por entonces los treinta años. Tenía un culo bailón, muy carioca, que no le cabía en el diminuto bikini. Viéndola así, comencé a excitarme y tuve que tumbarme en la arena, boca abajo, para que ella no notara nada. Pero debió notarlo, porque un segundo después oí su comentario de que podía quemarme y sentí su mano aplicándome el bronceador por la espalda. Pero aquella mano no se movía para, aplicar el bronceador. Yo sentía la demora de las caricias, las yemas deslizándose por la columna vertebral buscando el peculiar estremecimiento, los dedos hurgando en el elástico de mi bañador. Tuve que contenerme para no hacerlo allí mismo, porque me había puesto a cien. Pero era la mujer de mi padrino. Ni siquiera se cortó con el ahijado.

—¿Y qué hiciste?

—Me aparté quitándole bruscamente la mano de mi cintura. Ella se puso un poco brava, guerrillera, ofendida en una oferta que nadie tendría fuerzas para rechazarle, diciendo luego que ella era libre para hacer lo que quisiera. La amenacé con decírselo a Armando y la amenaza fue lo único que la aplacó. Vivía demasiado bien con él, o, mejor, de él, para arriesgarse a perderlo. No dije nada cuando volvimos a la casa, pero Armando había regresado ya y debió adivinar algo en mi actitud. Ya sabía lo que ocurría porque todo iba mal entre ellos. Y tal vez aquello fue la gota que hizo rebosar el vaso. Dos semanas después se separaron y un año después llegó el divorcio. Para evitar todo lo desagradable de un proceso, Armando consintió en pagarle una respetable cantidad mensual.

—¿Dónde está ella ahora?

—Anda por Puerto de la Cruz. Tiene un buen hotel y le va bien —termina categórico, como si no quisiera hablar más de ella.

Cuando llegamos a casa Asís está esperando a Siro. Yo llamo a Candela por teléfono. La esperaré en la puerta del hospital.