Capítulo XXV
EL POLVO DEL GALLO
Los flamencos no cenan y no madrugan porque no se acuestan nunca, así que Paquetito viene al careo de mala leche.
—Colgao te ves, Chaquetón, me has buscado la ruina porque le eché a una paya el polvo del cacarelo.
—¿Qué es el polvo del cacarelo, Pareja? —me pregunta discretamente Ana Izarra.
—Como su nombre indica, el polvo del cacarelo es el polvo del gallo.
Hablo con el bailaor para desviar la tensión que provoca en todos nosotros la majestuosa Vanesa, con la cara limpia y abrigo de aviador. «De Ungaro —me apunta Ana Izarra—, perteneció a Noelia. Ya te conté que se cambiaban la lencería.»
Ya he conocido casos de personas que se travestían para cometer un delito, en una coartada íntima para escapar de su identidad. Se usan máscaras y disfraces para adquirir otro yo, para intentar liberarse del peso de la culpa. Algo de eso aprendí en aquellos cursillos con policías de bata.
Hemos montado una especie de careo en el que están presentes Paquetito, Santi el nazi y Vanesa. Paquetito llega fardón, pantalones de cañón ancho, cazadora de cuero negra, cabello largo embrillantinado. A Ana Izarra, capaz de coquetear con una farola, no le van los chabolatas, pero se queda con el gitano; y eso que nunca lo ha oído tocar como los arcángeles. El rey de las bragas no le da bola ni a la maderita ni a Vanesa porque sabe cuánto le odiaba por su relación con la compañera de piso. El nazi, con corbata y bien maqueado, ya no quiere que le relacionen con su tribu de moteros; ha cambiado de look, dice la maderita.
Le sigo la corriente a Paquetito, al que he hecho madrugar.
—Te desdices —le provoco—. No me des ojaneta ni chachunó, que no estamos en la barra de Casa Patas, recuerda que soy de la pestañí.
—No de la pestañí, eso son los iguales. Eres chaposo.
—Me engañaste, Paquete.
—¿Por qué?
—Sólo me hablaste de un beso, no de un polvo.
—Es un decir, primo. Yo no recuerdo muy bien hasta dónde llegué con la moreneta.
Santi el nazi me da las gracias por haberle sacado del talego. Vanesa mira el escenario de Gaztambide con escalofriante serenidad, aunque, al subir por las escaleras, sintió vértigo.
—Eso es acrofobia —me dice al oído Ana Izarra.
—¿Qué es acrofobia?
—Se relaciona con el complejo de inferioridad.
Cada día me sorprende más esta Ana Izarra, que domina el caso y el escenario absolutamente.
Un viento gélido y lluvioso atraviesa la habitación donde descubrimos a la Bella Durmiente, desnuda, macilenta, con un bermellón de sangre en los labios. Recuerdo como si fuera hoy a Noelia Roma con la boina negra tapando el pubis añil, entre cristales de Dom Pérignon, al lado de la lámpara de terciopelo; tan bella era que la mataron. La sesión aporta pocas novedades. Los testigos confirman sus palabras anteriores. Vanesa no se inmuta cuando le lanzo las primeras insinuaciones de su culpabilidad.
Ana Izarra ha estado, antes de esta reunión de tanteo, muchas horas con Vanesa y ha averiguado que coge la taza del té con la mano izquierda. La periquita se queda con todas las coplas y recuerda todo cuanto le dije de la zurdería, de las fosetas occipitales. «Ella pisoteó la boina de Noelia. La odiaba. Sentía celos.»
Me explica que Vanesa es hija de un terrateniente. «Se educó en un colegio de monjas», añade con malicia. Le dije, antes del careo, que pocas veces la mujer mata con cuchillo. «He investigado más de cien crímenes. La mujer suele utilizar el veneno. Cuando dan tantas cuchilladas es que hay una pasión fuerte.»
Me cuenta que Vanesa vive obsesionada con la limpieza y con el orden y, basándose en esta segunda cualidad, ve muy lógico que fuera ella la que volvió al apartamento, ya precintado, cuando colocó los frascos de perfume. Santi el nazi, antes de reunimos, la ha descrito como una mujer celosa, posesiva, egoísta. Pero ella, en Gaztambide, se comporta con empaque de viuda negra.
«Eran Ruth y Noemí en cohabitación», apunta Santi, que como buen nazi conoce la Biblia. «¿Bollera?», le pregunté. «No, no, eso no, señor Pareja. Muy femenina, siempre estaba dándole toques a los visillos, siempre obsesionada con la limpieza. Le reprochaba a Noelia su descuido.»
La sospechosa nos acompaña en el coche patrulla, en un Madrid de muchas sirenas, que aún no se ha quitado de encima la angustia del 11-M. Se sientan atrás las dos. Le digo a Vanesa desde el espejo:
—Sólo una persona de las que tenían la llave del piso de la calle Gaztambide entró aquella madrugada, después de que Paquetito se diera la paliza con Noelia en el portal. Sólo una persona llegó con los borceguíes de Noelia Roma, la cruz céltica, las botellas de Dom Pérignon, entró después y pisó la gorra no con los borceguíes sino con las botas Doc Martens de Santi.
»Sólo una persona fue dejando pistas falsas como Pulgarcito, una sola persona sentía celos de Paquetito el rey de las bragas por su encoñamiento con Noelia, sólo una persona se ponía los botines de la víctima porque las víctimas no andan después de muertas, sólo una persona protegía de esa manera obsesiva a su compañera de piso. Pero de tanto protegerla, la mató, acuchillándola y rematándola con el puño americano, mientras le decía: «No vayas con esos hijos de puta, esos macarras poco recomendables.» Sólo una persona amaba apasionadamente a Noelia Roma. Y esa persona es usted.
Vanesa apenas ha movido los párpados, sólo unos hilillos violeta le han oscurecido las ojeras.
—¿Entonces, por qué no me detiene? Aquí tiene mis muñecas, señor inspector.
Dejamos en su casa a Vanesa y Ana Izarra me invita a una cerveza en la Cruz Blanca de la calle Goya. Le digo que hay algo que no entiendo del jeroglífico.
—¿Por qué el semen era del nazi? Esa prueba nos desbarata toda la investigación. No podemos dar otro patinazo ante ese juez que sabe muy bien dónde le aprieta la sotana. Ana Izarra me mira con pedantería y dice:
—Te lo explicaré en el próximo informe.