Capítulo XXII

PARECE CLARO

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Cicatrizo rápido, dicen los médicos, y pienso que más me vale que las heridas se conviertan en marcas inmediatamente, las del cuerpo y las de la mente; aún no me han dicho cuándo puedo volver a casa, pero una vez allí no pienso permanecer atada a la cama: estos días interminables, sólo mi cabeza, yo y alguna visita, han sido suficientes para descubrir que no me soporto. Y que el modo más efectivo de no pensarme, de no prestarme atención, es trabajar.

Ya no le guardo rencor a Pareja por avisar a mi familia, a quien yo había ocultado celosamente la paliza y sus consecuencias. De hecho, pude convencer a mis padres para que no vinieran a verme, Pareja exageraba, dije, qué pensarían mis compañeros si a la mínima tenía a mis papás a la puerta llorando por mí. Como siempre, el qué dirán los retuvo, me desearon suerte, remedios caseros, te llamaremos pronto. Pareja me interrogó de soslayo, con el modo suave que tiene de enterarse de cosas sin que la víctima se entere de su curiosidad, pero me cerré en banda. Nunca he hablado de mi familia, no voy a romper ahora mi código de silencio.

Cuando el dolor al respirar se hizo más llevadero, pedí que me trajeran mi ordenador y que me permitieran ordenar datos sueltos, trazar tablas, el trabajo de oficina que hasta entonces, entre paseos e interrogatorios, habíamos hecho tarde y mal. En realidad, que Pareja casi no había hecho, y que yo había postergado todo lo posible. No han quedado mal mis tablas, frías, profesionales. Cualquiera que las viera no podría deducir que tras ellas están los datos y las coartadas de los sospechosos de matar a una diosa consentida y malcriada: novios gitanos, novios músicos, novios skins, novios pijos, tanto novio tonto.

Hace tiempo que mi incursión particular en el caso no me llama; ahora me arrepiento de haber sido tan cortante con él. Me hubiera gustado que entre las flores, pocas, hubiera alguna más personal, la confirmación de que no soy una desconocida en Madrid, de que los años que llevo aquí han dejado alguna huella. Quizás otra vez.

La enfermera del turno de tarde, antipática y guapa, se sienta a mi lado durante horas con la excusa de hacerme compañía. En realidad, no soporta a los otros enfermos, heridos, viejos, y se queda con los que menos molestamos, una señora mayor con la cadera rota y yo, con mi ordenador y mis pinchazos soportados con estoicismo. Conecta la televisión, y la mira embelesada, debates sobre la silicona de alguna famosa, cotilleos filtrados, noticias sangrientas con primeros planos de las víctimas. Poco a poco yo también me intereso, dejo el ordenador, fascinada por la otra pantalla que me cerca.

Han matado a otras muchachas desde que encontramos a Noelia Roma, algunas más jóvenes, algunas de manera tan violenta como nuestra muerta. Pienso en los colegas que trabajarán en esos casos, que han resuelto ya la mayoría, y comienza a dolerme el costado nuevamente.

Algunos son claros, aparecen huellas de neumáticos, o un novio que escapa, o muestras inequívocas de ADN. Incluso con las noticias turbias que ofrece la televisión hubiera encontrado al culpable.

Fantaseo con proponerle a Ángel Pareja un cambio de aires; que otro agente retome mis datos y mis pasos y se acerque a las fotos de la diosa del pubis azul. Yo, a cambio, me entregaría a alguna de estas muchachitas desaparecidas en Levante, otros nombres y otros sospechosos.

Me han dicho que la bestia que me apaleó fue una mujer. Nunca me había imaginado ese tipo de fuerza femenina. Ni esa rabia, ni esa brutalidad. Es cierto, fue un error, nunca contemplé en serio que una mujer pudiera asesinar por la fuerza. Estranguladoras, envenenadoras, asesinas en defensa propia, sí. Novias fascinadas por un psicópata manipulador, amantes que rematan a las víctimas, o que las atraen, también.

Ahora, en cambio, me he pasado al otro extremo y veo en los ojos de las mujeres que me rodean, la enfermera de tarde que se escaquea de cuidar a los más débiles, la de mañana, obesa y holgazana, la auxiliar, de la que no hay nada que decir, otra luz, una chispa que de incendiarse podría ser perversa, terrible. He comenzado a sopesar en serio a la compañera de piso de Noelia, incluso a su madre, a la que ayer vi de refilón en la tele, en una boda de campanillas.

Pareja me dice que es normal, y que ya se me pasará, y con su ironía particular me ha regalado un libro de mujeres asesinas en serie. Mi preferida, Dorothea Puente, una ancianita californiana que asesinaba a los viejos a los que atraía con sus encantos a su pensión. Nueve cadáveres fueron encontrados en su jardín. Por dinero, por arramblar con sus cartillas de ahorros. De quién fiarse ya.

Al menos, he perdido el miedo al dolor físico, ahora que sé que cicatrizo tan bien, y que los dientes, y también los huesos, son muy difíciles de romper. Hasta he recuperado, o adquirido, un sentido del humor que antes no tenía.

Los primeros días tras el ataque lloraba por cualquier cosa, en parte por el shock, en parte porque los calmantes me volvían porosa y blandita. Me sentía súbitamente inútil, la confirmación definitiva de que ni este caso ni este trabajo me estaban destinados.

Ahora no, charlo casi todos los días con Pareja, que procura acercarse por la tarde (mira con ojos tiernos a la enfermera, creo que ella accedería de puro aburrimiento) y me entretiene con hipótesis y sospechosos, mucho más entretenidos que los cotilleos de la televisión.

—El público se ha olvidado de Noelia, pero el Gallego no, periquita. Me piden en los pasillos la cabeza de Santi, el nazi. Y parece todo tan claro que me dan picores.

—Nos encanta complicarnos la vida, Pareja. Cuando todo parece tan claro, posiblemente lo sea.

—Nada es nunca tan claro como parece, Ana. No seas simple.

Lo dice el hombre que me pidió que le aclarara a la enfermera que yo no era su hija, sino su compañera de trabajo. Y yo pienso, duermo, tecleo en mi portátil y sigo cicatrizando.