Capítulo XIX

A CHAQUETÓN SE LE HA PARADO EL RELOJ

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Cuando voy con Ana Izarra en el coche patrulla por las calles de Madrid me siento como si trotara junto a ella por un campo, a caballo, y soporto con una paciencia ajena a mi carácter sus depresiones y pedantería. Me va la pequeña fiera de ojeras de alabastro, le corro la mano, le tomo el pelo y no le oculto información como ella sospecha.

En otros tiempos la hubiera invitado a esqueletear porque su cintura incita al bolero, al compás pausado, con la pierna adelantada hasta donde aconseje la prudencia, la presión razonable, progresivamente más fuerte acercándose a la pepitilla, dejándose llevar por el lamento del saxo y las maracas.

Ahora me gusta la idea de trabajar a su lado. Aunque ella nació tarde y trabaja en la madera, la prefiero como compañera a todos esos mendrugos ambiciosos y soplones que me ha ido enviando el Gallego. Ella es lista, detesta a los asesinos de mujeres, respira en la tierra, es muy sensible, no se deja llevar por fantasías, se atiene a los hechos, no empuja, no va de competitiva, ni de vanidosa y, aunque le he tenido que soportar episodios de histeria y piensa de mí que soy un homínido despreciable que no entiende a las mujeres, ha sido de mucha utilidad en el caso Noelia Roma.

Tiene una idea desdichada de mí. No sabe que leo revistas del corazón y lloro con los culebrones; ignora que sólo veo a la gente en el fútbol, que me basta con mi perro para habitar aquí, que sé que las mujeres salvan el mundo con sus ideas concretas y su capacidad de sufrimiento.

Ella me mira como a un culpable de todas las desdichas que le ocurren. No intento convencerla de nada, lo único que me interesa es que llegue a ser una buena poli. La niña sufre una moderada bulimia de consumo. Se muere por las marcas pero, insisto, es mejor que los chapas que me ha ido soltando el Gallego para vigilarme. Se muestra más madura, más lógica, se ciñe a los datos. Pero esta mañana, por fin, me ha sacado de quicio. Llegó elegantísima, como para ir a una boda, traía un perfume de pija y unos zapatos de tacón.

—Estalló la bomba, Pareja. El ADN ha cantado.

—¿Quién es?

—El nazi.

—Lo sabía.

—¿Qué sabías?

—Que ibais a picar y le ibais a cargar la culpa al boche.

—¿Quién?

—Tú, el Gallego, los cabezas de huevo de la Científica.

—Eres insoportable.

—He tenido contigo mucha paciencia pero ya me estás tocando los cojones.

—No te consiento un insulto más.

—Bueno, dame razones.

—La prueba del ADN es concluyente. El semen, la sangre que se descubrió en el cuerpo y en el borceguí son de Santi.

—Paso de vuestros tubos de ensayo.

—Pero Pareja, eso es como negar el Principio de Arquímedes.

—No pienso pedir orden de detención.

—Se te ha parado el reloj, Pareja, perdona que te lo diga.

—Hay algún error, alguna pista falsa.

—El ADN puede detectar huellas de sangre de un homínido en un hacha de sílex de hace casi dos millones de años y tú dudas de la sangre y el semen de hace unos meses.

—Hay cosas que no cuadran, Ana.

—¿Por ejemplo, Pareja?

—Que el sospechoso se haya sometido voluntariamente a la prueba.

—Eso es, efectivamente, inexplicable.

—Mata a la chica con la zurda, pero no es zurdo, la viola, pero es un eyaculador precoz, se pone sus borceguíes con gamuza azul con cuatro ganchos de aluminio marca High Tech, que no le valen, porque calza un 44, pisa la cinta amarilla del ropón y, luego, va y se somete voluntariamente a la prueba del ADN.

—Pero la prueba es infalible.

—Algo no se ha hecho bien.

—La prueba del ADN se acepta como una confesión.

—No quiero presumir de Kalikatres…

—Me llamo Ana Izarra, insisto en que me respetes o cojo un taxi y me voy.

—No quiero presumir de Kalikatres, Ana Izarra, pero lo que ha ocurrido es de chiste. El sospechoso era aficionado al Dom Pérignon rosado y se encontró una botella rota de ese champán. El chico era nazi y se dejó junto a la víctima una cruz gamada y una cruz céltica.

—Y un puño americano, y unas botas Doc Martens, pero en su piso, no en el que alquilaba.

—Hemos hurgado en su pasado; ignoramos todo de su presente.

—Su perfil político me trae sin cuidado. Lo que vale, su huella genética, aclara su culpabilidad.

—Estáis equivocados, el hurón y tú. No lo veo de espadista.

—Nadie duda en la comandancia.

—Santi ha sido un nazi despreciable, que se ha pasado la vida pisando sudacas, hinchas del equipo visitante y travelos. El rapado que en los años ochenta se paseaba por Madrid en bugata descubierto como un coronel de la guerra relámpago, dando palizas por la Zona Nacional. Se apuntó a todas las movidas fachas: guerrilleros, batallones, comandos, círculos, frentes, vanguardias, skins, legionarios de San Miguel Arcángel y la madre que lo parió.

»Pero los llaveros y las cruces, las botellas y las pisadas los ha puesto alguien para que se los comiera el nazi, alguien que sabía que era un chollo como sospechoso. Tengo claro que cambiaron los frascos del perfume. Sé que alguien pisó sobre la cinta amarilla.

—¿Y las huellas orgánicas?

—Os han puesto un lazo y habéis metido el cuello.

—De acuerdo. Pero el Gallego, nuestro jefe, ha decidido que detengamos a Santi.

—Pide una orden y entalégalo.

Se pone el abrigo y hace ademán de irse.

Tal vez me equivoque y el señorito frustrado, al que Noelia dominaba, fue el que dejó semen y cabellos en el cuerpo de su colega; tal vez estoy en orsay. Tengo un retrato completo de ese gachó. Fracasó como rejoneador, con sus apellidos ingleses, fue dando tumbos, siempre al lado de Noelia, hasta el punto de que la iba a acompañar en su viaje a Estados Unidos donde ella iba a investigar sobre el Jerez californiano. Estaban unidos desde que eran jóvenes y aprendieron a aderezar cócteles molotov. Nunca se abandonaron, había entre ellos una relación tan fuerte como la del amor. Al Gallego le interesa entregar la caspa de un pelado y ha fingido creer lo del ADN.

Oigo en la lejanía a Ana Izarra, con su delicada antipatía, decir:

—ADN nuclear. 99,999% de garantía.