β)

LA REALIZACIÓN DE LA AUTOCONCIENCIA RACIONAL POR SÍ MISMA

28.

Espíritu del pueblo e individualidad. Posición del individuo respecto del mundo ético y su historicidad. La fortuna. El triple «camino hacia la determinabilidad»

La enseñanza de Hegel sobre la razón en la Fenomenología del espíritu tiene tres partes. Hemos tratado de meditar la primera parte y al hacerlo hemos seguido el camino que recorre la razón a través del reino de la naturaleza. Esto es algo completamente diferente de una contemplación edificante o incluso científica de «la razón en la naturaleza». Este tipo de contemplaciones operan con la distinción fija entre razón subjetiva y objetiva. Se dice que la razón nos es conocida a nosotros, los hombres, como la facultad espiritual más elevada que poseemos. Existimos como seres racionales, la mayor parte de las veces solo según la posibilidad, cuando en realidad caemos en el conocimiento corto de miras de la sensibilidad y tenemos aquello que se aparece a los ojos y lo apresable por las manos ya por ente. La meditación, la reflexión, nos lleva a activar la razón, a agudizar el pensar, a elevarnos por encima de la apariencia sensible del mundo y a ganar un conocimiento más verdadero de lo que es. La razón abre el ente de modo más valioso y esencial que el captar ligado a los sentidos. O bien se distingue entre la razón «teórica» y la «práctica», se ve en la última una forma elevada de la comprensión espiritual de la vida, que libera a los hombres, como seres de voluntad, de la influencia, que de otra manera resulta determinante, de las pulsiones, deseos e impulsos vitales, y que posibilita que se lleve una vida determinada por el espíritu. La razón del hombre encuentra lo racional en el mundo, encuentra la estructura matemática de los movimientos de los astros, descubre las leyes estructurales del universo, el encaje racional de la coseidad. Encuentra, en el tumulto aparente de la vida vegetal y animal que prolifera, un «sentido racional». Es apremiada a hablar de la naturaleza como de un ser que persigue fines, que tiene planes llenos de sentido con sus creaciones. O bien, en definitiva, es impulsada a ver la naturaleza, en su totalidad, como obra de un creador racional. Se habla, entonces, de una razón objetiva en aquellas cosas (Sachen) y tales estados de cosas que en sí mismos no son espíritus racionales. El parecer racional del mundo es una toma de postura humana que tiene sus fundamentos y confirmaciones. Es una afirmación básica de un ser espiritual subjetivo-racional acerca de estados de cosas objetivo-racionales y condiciones en el cosmos, en los ámbitos intramundanos de lo inerte y de lo orgánico, así como en el espacio de lo humano con sus instituciones.

La enseñanza de Hegel sobre la razón no es ninguna opinión acerca de cómo (y en qué medida) existe ante los ojos lo racional en el mundo y sus regiones. Lo que pretende es iluminar el camino de la razón, el camino por el que la razón, en un caminar fatigoso, llega a sí misma a través de la naturaleza. La naturaleza, en cuanto la variedad de estaciones de una razón que pugna por liberarse de ella, es el verdadero objeto de la «razón observante». Ésta no observa algo que está ahí presente y subsistente. Se observa a sí misma, observa el modo como se mueve en su comportamiento respecto de la masa inmensa de lo que está ahí presente y subsistente, respecto de la naturaleza; y como pone en movimiento sus pensamientos acerca del ser, el subsistir, el ser universal, el ser singular, el ser-en-sí y el ser-para-sí, es decir, su propia comprensión del ser. Si consideramos retrospectivamente el camino de la razón observante, podemos, en un primer momento, valorar negativamente el resultado. No se ha logrado encontrar leyes efectivas y válidas en la relación de naturaleza y razón, ni en el campo de lo inorgánico ni en el orgánico. Los aspectos naturales, que la razón misma tiene en sí en virtud de que parece presentarse en el hombre en cuanto criatura natural, los ha «liquidado» Hegel en su acerada crítica de la fisiognomía y la frenología. Lo que el capítulo sobre la «razón observante», incapaz de encontrar leyes, trae de positivo, estriba en que la razón se ha encontrado a sí misma como la verdad en todas las cosas, se ha concebido como la esencia de la naturaleza, se ha experimentado como concepto vivo, un concepto que en la naturaleza es la esencia y cuya manifestación objetiva es solo la masa de lo subsistente, que, habitualmente, parece imponente merced a su preponderancia y omnipotencia. En la medida en que buscó leyes racionales y no las encontró, se ha encontrado a sí misma como el minucioso pensar dialéctico de la comprensión del ser referida a la naturaleza.

La segunda sección, que viene a continuación, prosigue el movimiento del pensar de la razón. Pareciera como si Hegel pasase a un nuevo tema, al mundo socio-histórico, a la relación entre individuo y polis. Hegel retoma ahora un motivo que ya había abordado, de un modo preliminar, antes de la discusión de la corporalidad viva del hombre. Como se recuerda, el epígrafe del curso del pensar que viene a continuación es «La realización de la autoconciencia racional por sí misma». El texto es difícil por su forma y su contenido. Significa el tránsito de la filosofía especulativa de la naturaleza a la dialéctica del mundo ético, un paso que lleva a cabo la razón y no uno que se le haya ocurrido solo al autor del libro. Si se leyera el texto sin estar preparado, éste podría muy bien presentarse como una historia fantástica del pensamiento, como una Odisea intelectual, para la que siempre podrían encontrarse nuevas aventuras, siempre habría nuevas supuestas llegadas a las orillas de Ítaca y siempre nuevas decepciones. La autoconciencia se realiza como «racional» dentro de inseguridades siempre nuevas acerca de lo que sea la «realidad efectiva».

Cuando, empero, se oye habitualmente la expresión «realización» (Verwirklichung), se está pretendiendo saber lo que se quiere decir. Un plan se realiza, una intención es llevada a término, una promesa es cumplida. Algo que primero está como pensamiento es luego transformado en hechos y obras. O también un joven, que tiene abierto el futuro y sus muchas posibilidades, elige y decide, trayendo así a su existencia (Dasein) una determinabilidad precisa; elige profesión, pareja, traba relaciones con las circunstancias fácticas, realiza sus planes haciendo concesiones a lo dado, sale del mundo de ensueño de las vagas esperanzas vitales y pasa a la luz del día de la dura realidad efectiva y se realiza a sí mismo. Realizar tiene el doble sentido de llevar lo interno a lo externo, de transformar los pensamientos en subsistencia; o bien, de buscar el encaje en algo dado, en la dura lucha por la vida, en la realidad económica, en la miseria universal de las debilidades humanas, esto es, en el sentido de adaptarse a las normas del impulso social, en colaborar a la perpetuación de las convenciones, etcétera. La «realización» puede transcurrir de una manera productiva y receptiva.

También en Hegel desempeña un papel el doble sentido de realización que se ha esbozado. Lo único es que, en él, la realización no está presupuesta, sin más, que una vez el pensamiento preceda a la obra y otra sea el pensamiento el que vaya después de lo subsistente. La realización es en Hegel un concepto dialéctico. Al comienzo de esta nueva sección, el filósofo aprehende el camino del pensar recorrido por la razón en el siguiente resultado, a saber, que para la razón lo inmediato ha perdido el carácter de hecho, el carácter de lo fáctico y de lo existente ante los ojos (y esto se refiere a lo inmediato de la naturaleza dada como piedra, planta, animal y hombre en cuanto criatura natural, así como a lo inmediato de su mera certeza de ser toda realidad [Realität]). La razón no queda ya contrariada y paralizada por el factum brutum de que hay algo ahí presente que le es enteramente ajeno e inconcebible. El bloque «naturaleza» no le bloquea ya el camino a la razón. Lo ha atravesado y en ello ha tenido la experiencia de cuán erróneamente buscaba «racionalizar» la naturaleza con su búsqueda de leyes y de cómo llegó, finalmente, a reconocer que lo racional en la naturaleza se da en cuanto concepto y ha de plantearse como concepto vivo. Lo «inmediato» ha retenido en su principio la forma de lo «superado y anulado», de lo aniquilado y conservado al mismo tiempo, aniquilado en su pretensión de ser y conservado como imagen fenoménica. Hegel lo formula con concisión: «… lo inmediato en general tiene [para la autoconciencia] la forma de algo superado, de tal modo que su objetividad solamente vale como la superficie cuyo interior y esencia es la autoconciencia misma» (255, 208). En la medida, pues, en que la autoconciencia se contrapone a la naturaleza, se contrapone a sí misma, el espíritu abierto se contrapone al que aún está sumergido, el que es cabe sí al que está fuera de sí.

Puesto que la verdad resultante de la razón observante dio como resultado una relación antagónica de dos autoconciencias, Hegel puede dirigirse ahora a la esfera de la vida social, donde se presentan referencias antagónicas de múltiples tipos en las conciencias. Ofrece una vista preliminar del curso del pensar que está por venir y de las estaciones de ese camino. Caracteriza la senda como repetición estructural, como repetición de la repetición. ¿En qué sentido? La Fenomenología del espíritu recorrió, en su exposición, los estadios de la certeza sensible, de la percepción y del entendimiento. La razón en cuanto observante repitió, en un nivel superior, el movimiento del pensar. En el mero describir los fenómenos naturales, la razón era, en cierto modo, «sensible»; en el intento de encontrar leyes era «perceptora» y en la dialéctica de lo interno y lo externo era «intelectiva». Y ahora se vislumbra de nuevo una línea. La razón activa, esto es, la que se produce y se realiza a sí misma, es primero consciente de sí misma como individuo, luego como razón universal y, finalmente, como relación en tensión del espíritu individual y el universal. Con ello, se abre para Hegel el «reino de la eticidad».

Seríamos estrechos de miras si pretendiéramos suponer que aquí se trata de problemas éticos, de discusiones acerca de cómo haya de ser el hombre, el individuo y la sociedad. Antes bien, se trata de una ontología dialéctica acerca de cómo es la vida en común movida por la ética. No se trata de cómo el deber determina el ser, sino de cómo el ser determina el deber. El reino de la eticidad es mantenido inquieto en una tensión o en una pluralidad de tensiones. «Esta sustancia ética en la abstracción de la universalidad es solamente la ley pensada, pero es también, de un modo no menos inmediato, autoconciencia real, o es el hábito ético. Y, a la inversa, la conciencia singular es solamente este uno que es, en cuanto que es consciente de la conciencia universal en su singularidad como su propio ser, en cuanto que su obrar y su existencia son el hábito ético universal» (256, 209). Universalidad y singularidad, lo uno y lo múltiple, estas relaciones de tensión que nos son conocidas no determinan ahora cosas naturales o momentos naturales en la autoconciencia, sino la autoconciencia misma, determinan la razón en su ser-activa, en su libertad.

La autorrealización de la razón autoconsciente acontece en la vida de un pueblo. El «pueblo» aparece así en Hegel como un concepto especulativo. Es más que un hecho étnico accidental, más que un grupo biológico de una comunidad de descendencia; es un mundo ético, una «figura mundial de la conciencia». «La razón se halla presente como la sustancia universal fluida, como la coseidad simple inmutable, que irradia en muchas esencias totalmente independientes como la luz irradia en las estrellas como innumerables puntos luminosos para sí…» (257, 209). ¿De qué modo está presente el individuo en el pueblo y de qué modo está el pueblo, el espíritu del pueblo, presente en todos los individuos? Esta pregunta central no es respondida por Hegel, sin embargo, mediante un análisis estático de los complejos sistemas de referencia de pueblo y hombre individual, sino explicada como un movimiento, como un acontecer histórico con peripecias dramáticas. A primera vista, su exposición parece como si hablara a partir de una reflexión filosófica, que no tuviera ella misma un emplazamiento en el tiempo histórico, o al menos no lo indicara. Solo tras un período de tiempo hace aparición la concreta referencia temporal.

Lo universal en forma de pueblo de la sustancia ética reúne en sí a los individuos, pero de tal manera que estos mismos se abren a lo universal y que, en su obrar e impulsar, efectúan lo que la ética universal es. Los individuos están en el pueblo, no al modo de las piedras en un montón o al de las abejas en un enjambre, sino que obran el impulso universal con conciencia y reconociendo la ética. Viven en la medida en que se «universalizan». Los individuos se saben como tales porque están abiertos al todo del pueblo y a su mundo espiritual. Y por otro lado, el mundo de un pueblo es la obra confluyente de todos los individuos. Lo universal, el pueblo, tiene su reflejo en el individuo, en cuanto éste piensa y obra en términos de pueblo y eticidad. El momento de la singularidad de todos le proporciona al pueblo el carácter de acto (Tat), no es ningún estado de hechos (Tatbestand), es una acción-hecho (Tathandlung). Mientras que lo universal, por ejemplo, el carácter específico del ser-árbol, ciertamente determina y acuña todos los árboles singulares, los cuales, sin embargo, no se comportan con respecto a lo universal, el individuo en el seno del pueblo, por el contrario, no está meramente determinado mediante el carácter universal de la pertenencia a un pueblo, sino que, en su vida individual, comparte la vida universal del pueblo. El pueblo es el sujeto vital, a partir del cual los individuos se elevan a su singularidad, así como el medio vital que los gobierna y atraviesa a todos. Lo universal no es aquí ninguna cosa abstracta del pensamiento; tiene, él mismo, la forma concreta de la vida común. Hegel caracteriza la relación entre individuo y pueblo como un estar mutuamente entretejido el uno con el otro. El individuo lleva a cabo su praxis vital en la medida en que, ante todo, satisface sus necesidades vitales como ser natural. Necesita alimento, vestido, hogar. Las necesidades y su satisfacción se tienen de antemano dentro de un sistema universal de necesidades, su «médium universal que sostiene al individuo», dice Hegel, es el «poder del [sic] todo el pueblo» (257, 210). En virtud de que hay un estilo público de acuerdo con el cual son producidos los medios de vida es como el individuo puede producir para mantenerse. El producto singular no es invención suya, salvo en casos excepcionales y extremos. El individuo se comporta ya de modo universal cuando se busca a sí mismo y su beneficio. En un sentido más esencial, sin embargo, es el individuo, en su obrar, popular-universal (volkshaft-allgemein). «Lo que el individuo hace es la capacidad y el hábito ético universales de todos. Este contenido, en cuanto que se singulariza totalmente, está, en su realidad, circunscrito dentro del actuar de todos» (257, 210).

Hegel se refiere ahora al trabajo, que es un fenómeno clave de la coexistencia humana. El trabajo no es solo una relación activa con la naturaleza, a la que arrebata el lugar para el asentamiento, las piedras para construir la casa, la madera para los muebles, el hierro para los utensilios, los frutos y la carne para la alimentación. El trabajo es una relación comunicativa, es trabajo compartido como sistema de intercambio de actividades y productos intercambiables. «El trabajo del individuo para satisfacer sus necesidades es tanto una satisfacción de las necesidades de los otros como de las suyas propias, y solo alcanza la satisfacción de sus propias necesidades por el trabajo de los otros» (257, 210). Lo que en la esfera del trabajo acontece, en cierto modo, de una forma carente de conciencia (esto es, la universalidad de la supuesta acción exclusivamente singular), acontece más abiertamente en el comportamiento ético, en cuanto en él los individuos se «sacrifican», se conforman a las costumbres. La estructura equilibrada de la relación entre polis y ciudadano, de pueblo e individuo, es un equilibrio entre espíritu comunitario y persona. O dicho con mayor precisión: hay una identificación de todos con el pueblo y de cada individuo con cada individuo en cuanto son miembros iguales del mismo cuerpo del pueblo. «Por tanto, solamente en el espíritu universal tiene cada uno la certeza de sí mismo, o sea la certeza de no encontrar en la realidad que es más que a sí mismo; está tan cierto de los otros como de sí» (258, 210).

Lo que tiene Hegel en mente es una imagen más o menos idealizada de la antigua polis. Se trata, en todo caso, de la imagen de una «sociedad cerrada», cerrada en su concepción sobre lo verdadero y lo esencial, en el culto de los dioses y los muertos, cerrada en un «mundo rodeado de mitos» (Nietzsche[80]). Cerrada en un sistema de los valores, en una jerarquía de estados y clases. Cada cual conoce su lugar, su sitio en el orden de rango, ejerce lo suyo y lo ejerce para todos, del mismo modo que todos los demás se refieren al todo y llevan consigo a cada uno de los miembros del pueblo. En una polis como ésta la razón está claramente «realizada»; está en ella, como dice Hegel, en cuanto «… espíritu vivo presente, en que el individuo no solo encuentra expresado su destino (Bestimmung), es decir, su esencia universal y singular, y la encuentra presente como coseidad, sino que él mismo es esta esencia y ha alcanzado también su destino. De ahí que los hombres más sabios de la antigüedad hayan formulado la máxima de que la sabiduría y la virtud consisten en vivir de acuerdo con las costumbres de su pueblo» (258, 210 s.). El que esta imagen de la polis no se refiere a idilio alguno, no a la paz ciudadana hacia el interior y al amor patrio dispuesto a sacrificar la vida hacia el exterior, sino que se trata de un modelo, lo demuestra la caracterización conceptual de Hegel: el individuo tiene en el pueblo y su Estado la realidad efectiva de la vida universal que a él se le aparece objetivamente. En el pueblo, el espíritu colectivo existe ante los ojos como una cosa, está ante el individuo como un objeto, como una masa inmensa, casi como una especie de segunda naturaleza. Por otro lado, el individuo está abrazado por el espíritu colectivo, está atravesado por él como si éste fuera su alma, y rodeado y portado aun en las más extremas de las contraposiciones de tal forma que lo universal se singulariza continuamente y lo singularizado e individual se universaliza sin cesar. La sustancia ética del pueblo tiene para el individuo la apariencia, por un lado, de no estar «hecha», de presentarse como una pura preponderancia que se ha adelantado de antemano a todo su obrar y actuar individuales, y, por otro, de precisar de la vivificación en los actos y obras de los hombres singulares —quienes, en cierto modo, copian e imitan lo que no cabe ser hecho— y de actualizar la sustancia ética a través de actos éticos.

Hegel aprehende el modelo de la tensión en equilibrio entre sustancia del pueblo e individualidad de tal modo que aquélla puede significar tanto el principio como el final de la historia. ¿Apunta con ello a un estado originario en una edad de oro legendaria en la que no solo vivían en paz el león y el cordero, sino que, además, el hombre era individuo autónomo a la par que adaptado apropiadamente a las costumbres de la patria? ¿O está pensando Hegel por anticipado escatológicamente en un Estado que vaya a ser construido mediante los sacrificios de los individuos, mediante la elevación de éstos al koinon? Ni una cosa ni la otra. Y es que el modelo de la tensión en equilibrio únicamente ofrece la base para la historia en movimiento de la lucha entre los espíritus individual y sustancial-social. La razón se realizó o se habrá realizado, cuando la inquietud del realizar aún no haya comenzado o cuando algún día esté terminada. Para el tiempo intermedio, el tiempo de la historia humana, que es el tiempo de historia del pueblo y del mundo, el movimiento racional del auto-realizarse ha de ser enfocado ahora.

Hegel afirma que la razón ha de salir de la felicidad en la que una vez estuvo, o en la que quizás estará alguna vez en un lejano futuro al final de los tiempos; o mejor dicho, no debe haber alcanzado ya la felicidad. La eticidad real (real) de un pueblo es el modo como la unidad de lo universal y lo singular es únicamente en sí, pero aún no ha alcanzado la forma del ser-para-sí. Y el proceso mediante el cual es llevado a cabo el devenir-para-sí de la sustancialidad ética, que es en-sí, es su historia, pero ahora no en cuanto historia en el sentido habitual de la historiografía, sino como la historia de los pensamientos de la libertad, que es también la historia del pensamiento libre. El individuo, que vive integrado, tenido y sostenido en la ética del pueblo, existe como una «confianza firme», por emplear la expresión hegeliana, como «… una confianza firme, en la que el espíritu no se ha resuelto en sus momentos abstractos y que, por tanto, no se sabe tampoco como ser para sí como pura singularidad» (259, 212). La confianza firme no puede continuar como tal tan pronto como empieza a actuar el principio del ser-para-sí. El individuo es perturbado por el pensamiento de ser un yo, un uno, un ser singular, para el cual todo en el mundo, todas las cosas entre el cielo y la tierra, la naturaleza y el reino de la eticidad, devienen «objetos». La individualidad se convierte en punto de referencia de todas las cosas así como también de sí misma para sí. Se considera a sí misma como la esencia y no ya al espíritu universal. El solitario se posiciona frente al pueblo y todos sus huestes. Esta oposición acontece en el pueblo y sobre el terreno del espíritu del pueblo; allí es primeramente una magnitud minúscula, se asemeja al encrespamiento de una ola en el mar. La independencia singular de las «olas» es transitoria y fugaz, se pierde rápidamente en la fluidez universal del elemento. El individuo que se sostiene a sí mismo se tiene, al mismo tiempo, frente al espíritu del pueblo del que vive y ofrece el espectáculo de una terquedad efímera. Osadamente, niega lo subsistente, la naturaleza y el mundo ético dado, cuyas leyes considera como meras convenciones, como «… un pensamiento sin esencialidad absoluta, una teoría abstracta sin realidad» (259, 211 s.). Solo el individuo es para el individuo lo efectiva y verdaderamente libre, activo y que se pone a sí mismo. Esta situación de la relación entre pueblo e individuo queda dominada y marcada mediante el salir a escena y destacarse del individuo a partir del fundamento vital acogedor y protector del pueblo y su ética.

La imagen opuesta a ello es el anhelo del hombre singular por escapar de su soledad, de esconder la contingencia de su suponer y obrar en el fondo más sustancial del espíritu del pueblo, de albergar su voluntad en la voluntad universal de todos de «… devenir consciente de esta unidad de su realidad con la esencia objetiva» (259, 212). El yo anhela la armonía con el mundo ético existente, quiere asemejarse a él, entrar en él, exponer la verdad de lo universal en su particular manera. También para esta anhelada unidad de espíritu individual y colectivo emplea Hegel el vocablo «dicha» (Glück). «Y, como esta unidad se llama dicha, este individuo será enviado, así, por su espíritu al mundo a la búsqueda de su dicha» (259 s., 212).

Hegel plantea dos posibilidades por las que pueden transcurrir los caminos históricos. Por un lado, desde la sustancia ética hacia el riesgo de la libertad individual; por otro, desde la individualidad, que se ha tornado aislada y sin suelo hacia la comunidad gubernamental —aún por conseguir, por efectuar— de una coexistencia bien desarrollada en todos los aspectos. El primer camino lleva fuera del mundo ideal de una polis antigua; el segundo, fuera de la anarquía atomizada de los individuos desvinculados y lleva al Estado totalitario. Es característico del modo sutil y dialéctico de pensar de Hegel el que exponga el problema de la realización de la autoconciencia racional en un movimiento doble y antagónico. El acento histórico queda puesto, casi de paso, por la observación de que «de nuestros tiempos» (261, 213) se halla más cerca el punto de partida que arranca de la pérdida de la eticidad real (real), que a nosotros antes bien nos compite esforzarnos por escapar de la situación de las libertades singulares aisladas, por buscar cobijo como mismos (Selbste) en una sustancia. Esto no puede darse a modo de un salto, sino que, más bien, la conciencia ha de recorrer un camino de trabajo espiritual consigo misma. La autoconciencia pisa una senda de múltiples experiencias, experiencias que ella misma hace y en las que se le desaparece la seguridad de la confianza en sí.

Primero, la autoconciencia está segura de sí misma, en cuanto esta conciencia singular está cierta de ser la «esencia» misma. Por ello cree que solo puede «realizarse» cuando se desenvuelve, cuando todo lo demás que es lo aprovecha solo como una ocasión, un escenario, un material cualquiera. En su desenfrenada voluntad en pos de su propia singularidad, de su propio ser-para-sí, el yo, en su autoposición referida al yo, niega lo otro que lo rodea, que existe ante los ojos, pero que, para el yo, no tiene el significado de un ente en sí. Esto no vale solo para la naturaleza circundante, sino también para el mundo ético que lo rodea. En lo ahí dado el yo busca la negación, y lo hace con una desenvuelta radicalidad. Quiere «superar y anular» todo lo que se le presenta y confronta, pretende apartarlo dándole el carácter de la impropiedad. Solo se tiene a sí mismo como lo verdaderamente ente; todo lo demás es nada. Pero no habría consumado la negación si permaneciera siquiera un resto, una mísera sombra, una ruina de ser; ha de explicar, por tanto, lo dado y ahí presente como sombra e imagen de sí mismo. Ha de proclamarse como la esencia de todas las cosas. Dice Hegel: «… la conciencia se manifiesta escindida en esta realidad encontrada y en el fin que cumple mediante la superación de dicha realidad y que convierte en realidad en vez de aquélla» (261, 213). Las leyes del mundo ético —en el que un individuo se eleva y dirige su fuerza de negación contra todo lo que él mismo no es— estas leyes resultan disputadas, negadas, destronadas. El individuo es su propia ley, proclama ésta como ley del corazón, de la interioridad, de la conciencia moral subjetiva; pero lo hace empleando el lenguaje, ese elemento universal, él mismo simultáneamente universal. El individuo vive así una perturbadora contradicción, puesto que no puede actuar cuando quiere solo a sí mismo y nada más. Hegel expone de forma anticipatoria y con unas pocas frases el camino por el que la autoconciencia busca su realización racional. Esto no significa que se siga el camino de un modo siempre racional. Más bien la conciencia vive experiencias de una penetrante sinrazón y de tergiversaciones tales que se encuentra totalmente desconcertada y que la imagen de la razón amenaza con perdérsele.

La sección acerca de la realización de la autoconciencia racional se divide en tres partes y éstas llevan unos títulos peculiares que no resultan de inmediato comprensibles: a) El placer y la necesidad; b) La ley del corazón y el desvarío de la infatuación; c) La virtud y el curso del mundo. Estos títulos solo se vuelven comprensibles a partir del contexto en que se hallan. La autoconciencia, que ha salido de un mundo ético abarcante y se pone sobre sí misma, es la realidad (Realität), la verdadera realidad efectiva (Wirklichkeit), rodeada solo por sombras. Aunque lo circundante no tiene el mismo rango que el yo, sea inferior en ser y fuerza, el yo sí es irritado por ese mundo espectral. Insiste para «hacer a este otro sí mismo» (262, 214), busca anularlo, aniquilarlo, darle otra explicación. La autoposición del yo lleva esto a cabo contra la ética y contra la teoría. ¿Cómo ha de entenderse? La ética sobrepasa, en su carácter vinculante universal, al obrar irrestricto y arbitrario del yo. La teoría, por su parte, no pertenece a ningún individuo, sino que está, de entrada, en el medio de lo universal. Así, cuando la individualidad se quiere radicalmente solo a sí misma, no puede reconocer el carácter vinculante de la ética ni la objetividad de la teoría y las ciencias, hasta se volverá expresamente en contra de ellas. Refiriéndose de forma velada al Fausto de Goethe, dice Hegel: «No ha penetrado en ello [la autoconciencia] el espíritu que parece celestial de la universalidad del saber y el obrar, en el que enmudecen la sensación y el goce de la singularidad, sino el espíritu terrenal, para el que solo vale como la verdadera realidad el ser que es la realidad de la conciencia singular» (262, 214). Una posibilidad existencial, un bios (que parece estar cerca del aristotélico bios apolaustikos, del vivir en el goce, pero que se mueve aun así dentro de otro horizonte de problemas) es ahora presentado por Hegel en sus rasgos fundamentales como el primer modo como la autoconciencia intenta su realización. El pathos contenido que resuena en sus afirmaciones, unas veces breves y otras vibrantes, se corresponde con una tensión que puede venir desencadenada por un pensar especulativo, por un pensar en la historia del concepto de ser, a partir de los escenarios bélicos de la historia de su tiempo, a partir de la Revolución francesa o del emperador, de quien Hegel más tarde dirá: «He visto al Emperador —esa alma del mundo— salir de la ciudad para pasar revista a sus tropas…»[81].

βα)

El placer y la necesidad

29.

El primer camino: la separación del individuo del mundo ético (goce, apetencia, goce del placer, las «esencialidades vacías», necesidad inerte (abstracta); poder de la universalidad)

Es un don único de Hegel el que tiene para llenar de vida pensamientos abstractos y exponer el acontecer vivo en la más elevada forma reflexiva de los principios del pensamiento, para dar un significado espiritual a las transformaciones históricas que pasaron por la escena del teatro del mundo en forma de la «Ilustración», la «Revolución francesa» o del gran individuo corso. La realización de la autoconciencia racional tiene lugar en el espacio de la historia y concierne la relación de la razón que obra y actúa respecto de lo que encuentra como condiciones pre-dadas de tipo natural e histórico. El impulso fundamental de la razón pugna, única y exclusivamente, por encontrase en el seno de lo subsistente de antemano, en la polis, en la forma comunitaria del Estado. Pugna por concebirse como la esencia de lo que es y acontece. Y lo que ha acontecido y envuelve en cuanto situación a la razón en el mundo moderno es la pérdida de una relación feliz y afortunada entre polis e individuo singular. En la «Ilustración» se sostiene el hombre basándose en su propia y finita capacidad cognoscitiva. En la Revolución francesa es proclamada la soberanía del pueblo. Napoleón, por su lado, representa el individuo histórico-universal.

Transcrito a principios, todo esto significa que la autoconciencia, en la dimensión de la verdad histórica, se muestra primero como un individuo singular que no está ya integrado en un mundo ético, que no está ya anclado en una sustancia omniabarcadora. Antes bien, ha caído de todo lugar de cobijo, no está ya portado por la evidencia de la ética, no está ya bajo la protección de las grandes autoridades que explican la vida. El individuo se halla expuesto: a la aventura de la libre autorrealización. La autoconciencia se ha zafado de las ataduras anteriores que, en forma de leyes, proposiciones fundamentales y ciencia, habían restringido antes sus decisiones. Se impone con su posibilidad de poder determinarse a todo lo que en cada momento quiere y de no estar impedido por nada; se tiene a sí mismo por soberano. Pero no solo en cuanto libre frente a los vínculos de la ética tradicional. Antes, bien se tiene a sí mismo por el poder que quiere y decide; un poder que ahora, en forma autoconsciente, es lo mismo que antes le venía al encuentro como una autoridad ajena y soberana en forma de ética. El individuo se entiende a sí mismo no solo como «independiente» de la ética existente en la polis, sino que se presenta con la pretensión de ser él mismo el poder que pone. A partir de esta doble «libertad de» y «libertad para» resultan contradicciones y complicaciones para la incipiente y entusiasta autoconciencia. Se perfila así un camino que repite, en el nivel de la historia y de la libertad, la dialéctica que anteriormente había recorrido la conciencia desde la certeza sensible, pasando por la percepción, hasta el entendimiento.

El primer tramo de camino de esta dialéctica lo expone Hegel en la sección «El placer y la necesidad». En esta parte del texto no encontramos ningún análisis detallado de la posición hedonista ante la vida, ninguna explicación diferenciadora que hable de impulsos, apetencias, goce o placer; no hay ninguna escala de placeres y apetitos, ninguna descripción de los momentos voluptuosos, de la sexualidad hasta los arrobamientos sublimes del espíritu; no hay ninguna descripción vívida de la felicidad epicúrea en relación con los jardines. El tema de Hegel no es el placer como tal, no es su carácter agotable, ni su autoconsumación y su disolución en la saciedad, como tampoco lo es aquel juego, conocido pero a la vez imposible de aprender, de ilusionismo y desabrida decepción.

La autoconciencia, que se entiende primero como la individualidad del individuo libremente puesto, busca la realización de sí misma como goce (Genuß). La ética de la procedencia siempre ha limitado ya el goce, lo ha permitido solo en determinadas condiciones. El hombre es una criatura natural con necesidades naturales, cuya satisfacción brinda una satisfacción mediocre; pero el hombre también es libertad y puede no solo deleitarse lujosamente en lo susceptible de ser gozado, sino también en el gozar mismo. Una autoconciencia a la cual la ética no diga ya, de modo vinculante e imperativo, qué es lo que ha de ser gozado conveniente y rectamente, disfruta de la ausencia de vínculos dentro de un goce sin restricciones. «Se precipita, pues, hacia la vida», dice Hegel, «y lleva hacia su cumplimiento la pura individualidad» (262, 214). Aquello en lo que puede manifestar desenfrenadamente su arbitrariedad soltada es el campo del goce sensible. La libertad del individuo cree erróneamente acreditarse en el gozar de lo susceptible de ser gozado. Decae en lo sensible. La vida es cogida como una fruta madura y sabrosa. Sin embargo, con ello el individuo está tensado en el tráfago universal, su aparente soberanía la pone en acto de maneras en modo alguno originales. El goce sensible desbocado se le aparece como efectuación de la libertad. Liberado de las leyes y su dirección normativa, cae víctima de un poder natural que atraviesa también a todo animal. Solo que puede ser más animal que cualquier animal, gracias a su libertad. Lo sensible como dimensión no es ningún campo producido por la libertad individual, sino más bien algo ya dado con la disposición natural de la vida humana. La autocomprensión de la libertad humana individual permanece pobre y sin desarrollar cuando se entiende únicamente como un ilimitado poder gozar. Nada es producido, solo es tomado y gozado aquello que se muestra como susceptible de ser gozado. Una libertad de este tipo, en el fondo, depende de encontrar objetos de goce. Permanece afincada en el círculo de las cosas presentes que se prestan a ser gozadas. Sin embargo, en la medida en que este obrar es una acción de la libertad y de la autoconciencia racionales, no acontece dentro del mero gozar. El gozar caracterizado por la apetencia tiene la tendencia intrínseca a consumir, en el goce, la cosa (Sache) susceptible de ser gozada; tiende, como dice Hegel, a «aniquilarla».

Apetencia y goce son modos de un comportamiento negativo respecto de otro ente. La caída en lo sensible es solo un momento de la libertad ilimitada del individuo, no constreñida por la ética y sus leyes. Otro momento igual de importante es la aspiración de la autoconciencia racional a encontrarse a sí misma en la ética, que se le aparece como ajena y que niega mediante su impulso carente de ética. La ética que se halla enfrente de ella (o, mejor dicho, que la autoconciencia misma se ha puesto en contraposición suya) es, en primer término, otra autoconciencia, la de un pueblo. Frente a ella, pues, la libertad individual quiere encontrarse y reconocerse en la medida en que es racional. La contraposición a la ética toma a ésta justo como escenario para demostrar una independencia de la ética… ante la ética. Y en ello la libertad desbocada del goce sensible ansía quitar al gozar su rasgo fenoménico de aniquilación de un objeto de goce y avanzar hacia el encontrarse a sí mismo en lo que aparentemente es otro y ajeno; ansía descubrir las cosas (Sachen und Dinge) que parecían ser botín para el goce como una autoconciencia con la que puede llegarse a una identificación. Hegel lo formula brevemente, la autoconciencia «… llega, pues, al goce del placer, a la conciencia de su realización, en una conciencia que se manifiesta como independiente, o llega a la intuición de la unidad de ambas autoconciencias independientes» (263, 215). Con ello se presenta una inversión total de la intención original del individuo ebrio de libertad. Éste quería realizar su individualidad más extrema e ilimitada en el goce sin restricciones. Pero al llevar a cabo este proyecto, tiene la experiencia de que no puede permanecer este individuo fijo cuando se descubre y encuentra finalmente a sí mismo en el objeto que quiere gozar. «Se concibe como esta esencia singular que es para sí, pero la realización de este fin es, a su vez, la superación de él; pues la autoconciencia no se convierte para sí misma en objeto como esta autoconciencia singular, sino más bien como unidad de sí misma y de la otra autoconciencia y, de este modo, como singular superado o como universal» (263, 215).

No resulta fácil seguir aquí comprensivamente la inversión dialéctica que viene dada en la libertad ilimitada para el placer, en el programa de una autorrealización hedonista del individuo. Se realiza a sí mismo en la medida en que simultáneamente se supera y anula. Practica la libertad en la medida en que cae en lo sensible, afirma la independencia en la medida en que se entrega. Como libertad decadente y que se entrega, que quiere tomar la realidad efectiva de todos los fenómenos (Erscheinungen) susceptibles de ser gozados, la autoconciencia ha de vivir la experiencia de que ella misma es aquello en lo que quería enriquecerse y de lo que buscaba llenarse. Se experimenta a sí misma como la unidad inmediata de ser-para-sí y ser-en-sí. Es para sí en cuanto este individuo singular y es al mismo tiempo todo aquello que parece contraponérsele como materia y material de posible goce. El yo se deviene a sí mismo contenido en una pluralidad de referencias, en la medida en que es al mismo tiempo singular y universal. Hegel lo formula de este modo: «La realización alcanzada por esta individualidad solo consiste, por consiguiente, en que haya hecho salir este círculo de abstracciones del confinamiento de la autoconciencia simple al elemento del ser para ella o del despliegue objetivo» (264, 216).

Cuando se nos quiere hacer aparecer que un individuo se realiza en grado sumo en su singularidad solitaria, cuando «se precipita hacia la vida»[82], cuando vive al día y se entrega totalmente al placer del goce, entonces no tiene otro contenido —afirma Hegel— que la estructura vacía y enteramente universal de la subjetividad. Solo tiene el concepto de razón como contenido, el encaje de los conceptos «unidad, diferencia y relación» (264, 216), con los cuales y en los cuales determina su relación consigo mismo y con las cosas. El yo, que quiere ser independiente del modo más original, llega a la comprensión estructural de la independencia y su superación y anulación. Gozando, el yo permanece racional de un modo poco desarrollado. Ocurre igual a cuando Hegel, al comienzo de la Fenomenología del espíritu, al discutir la «certeza sensible», había señalado que el conocimiento sensible parece ser el más rico, en cuanto ofrece muchas y variadas impresiones, pero que en verdad es el «más pobre», porque solo emplea primitivamente la comprensión del ser, porque solo puede decir de su objeto que es y nada más. De igual modo, el obrar de la autoconciencia tiene su ejecución más lozana y opulenta de entrada en el gozar sin límites; en verdad, sin embargo, esta opulencia es una pobreza, puesto que en ella la autoconciencia de la razón activa permanece anclada en los conceptos abstractos. «Por tanto, la individualidad solamente singular que solo empieza teniendo por contenido el concepto puro de la razón, en vez de haberse precipitado de la teoría muerta a la vida, lo que ha hecho más bien ha sido precipitarse solamente a la conciencia de la propia carencia de vida y solo participa de sí como la necesidad vacía y extraña, como la realidad muerta… el individuo experimenta el doble sentido que lleva implícito lo que obra, a saber, el haber tomado su vida; tomaba la vida, pero asía más bien con ello la muerte» (265, 216 s.).

De una manera extremadamente difícil de entender, Hegel reflexiona sobre el resultado del tercer paso de una autorrealización racional del individuo, que no pertenece ya al mundo ético, que recibe y brinda cobijo, de un pueblo. La experiencia que se tiene con ello puede caracterizarse del siguiente modo: la conciencia de ser un individuo queda trastrocada e invertida, el que goza es alguien que actúa de un modo vacío y formal. Es una libertad que no se mueve de otro modo que no sea el del sujeto como tal y de manera universal. Es ya solo en el sentir y no en el pensar como el yo que goza es singular. Se produce una tensión entre sentirse a sí mismo y pensarse a sí mismo. El individuo se ha convertido en un enigma para sí mismo, por cuanto sus primeras opiniones acerca de sí mismo y su gozar han ido desde la apariencia de ser libre hasta la verdad del universal ser sí mismo. Dice Hegel: «La necesidad abstracta vale, pues, como la potencia solamente negativa y no concebida de la universalidad, contra la que se estrella la individualidad» (266, 218).

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La ley del corazón y el desvarío de la infatuación

El segundo camino: ley del corazón frente a mundo ético. (Contradicción de la ley universal y de la individualidad; el «bien de la humanidad» como principio de la ley del corazón; la realización de la ley del corazón; enajenación de sí mismo; «la demencialidad de la conciencia»)

Una nueva figura de la autoconciencia, en cierto modo una nueva estación en el camino de la «realización», se presenta cuando el individuo libremente activo deja de querer concebirse y realizarse (sich realisieren) a partir de una contraposición frente a lo universal. Anteriormente, se había contrapuesto como individuo singular frente al mundo, se había deshecho de la ética existente como de una pesada coacción y no sabía hacer consigo mismo sino entregarse a los agotables encantos de lo sensible. Lo que había querido dejar ver apartado de sí y alejado, esto es, lo universal, lo descubrió entonces como la estructura de necesidad (unidad, diferencia, relación) dentro de él mismo. Si el yo aislado es desenmascarado como algo universal, en la medida en que hay estructuras generales en su autocomprensión que se vuelven determinantes, entonces este yo experimenta, perturbadoramente, que es distinto a lo que creía ser.

En la segunda figura que Hegel quiere demostrar ha de pensarse otra relación entre el ser universal y el ser individual. La autoconciencia asume intencionadamente, y por libre voluntad, lo universal en sí, se proclama como la ley. En verdad, todavía no como la ley para los otros, pero sí como ley para sí mismo; contrapone una «ley interna» frente a una «ley externa» ajena. La tradición en la que el individuo despierta a sí mismo está ya bajo el señorío de la ley de la ética. El individuo puede buscar su realización al no efectuar su vida de forma desenfrenada como hace quien goza sensiblemente, sino viviendo su vida bajo las riendas de una ley que, empero, no es, en modo alguno, una ley ajena. Frente a la ley que está fuera, en la polis, en los códigos legales y en las cortes de justicia, el individuo contrapone una ley interna, que encuentra en sí. La ley externa vale para todos los miembros de una comunidad legal, de una ciudad, de un Estado, está codificada, puesta por escrito e interpretada; es aplicada a casos legales de todo tipo y practicada dentro de una jurisprudencia. La ley interna no tiene el carácter de las normas de conducta públicas e intersubjetivas, que es común a la tradición ética y a las reglas jurídicas que la forman. El individuo es universal en cuanto es ley interna. Y la ley interna es individual y singular en cuanto solo está en la conciencia y solo es para el individuo. Hegel la llama la «ley del corazón». No es ésta ninguna designación sentimental, no se trata de contraponer los sentimientos frente a la razón, sino la interioridad del sujeto individual frente a la intersubjetividad. Mientras el hombre individual, en toda pregunta referida a qué es correcto, pueda remitirse a su fuero interno que le dice qué es lo correcto, tenemos que porta en sí mismo la instancia que decide sobre los problemas éticos referidos a cómo dirigir la vida. El individuo es, en sí mismo, una «corte de justicia» a partir de su propia soberanía. Con el término «ley del corazón» se está refiriendo Hegel, con toda claridad, a pensamientos y modos de hablar de Rousseau, por ejemplo a su concepto de una religion du cœur. En la «ley del corazón», el individuo, que niega el carácter vinculante de la ética y se pone solo a sí mismo como fin (Zweck) mayor, está determinado y llevado por un universal que se halla entro de él, «… [él es] un corazón, pero que tiene en él una ley…» (266, 218). El obrar del individuo se sabe en contraposición con las prescripciones, reglas y las órdenes de contenido universal de la ley pública y confronta a ésta la certeza interna del Derecho. El hombre individual se sabe en una mala relación con el mundo ético que lo rodea, el cual ha venido dado a partir de una larga historia. Ya puede este mundo ético ser el resultado de la confluencia de diversas fuentes, arraigada en parte en la acción libre de unos pocos, en parte en la rutina de la costumbre de los muchos; en cualquier caso, este mundo ético se presenta dentro del espacio público de la vida social humana en cuanto «orden del mundo violento», y ejerce un señorío sobre una «humanidad que padece» (267, 218). El individuo que protesta no se limita a sustraerse del ámbito de poder de la ley pública, sino que contrapone su eticidad a la ética de la procedencia y la tradición. No huye hacia lo que parece carecer de ley (como hace quien goza), sino que se opone a la ley ajena apelando a la propia, contradiciendo, con la pasión de la interioridad, toda coacción externa. El giro hacia dentro, hacia la ley del corazón, es, al mismo tiempo, un rechazo de la ley pública, así como la negación de la historia, de la tradición, de la ética que ha venido dada y que ha ido formándose.

El espíritu del hombre individual eleva su contradicción contra el espíritu de la humanidad, en cuanto este último afirma haber hablado ya y proclamado su decálogo. Pero la ley del corazón no es solo individual. Vive en el individuo, pero como el fuego del entusiasmo por lo elevado y bello. Le da alas el ansia de convertirse en la ley de todos los corazones, de poner, en el lugar de la letra muerta de la sujeción al Derecho, la voz viva de la conciencia moral que comprende el sentido. Con ello, ha entrado en escena una figura que no conoce la imprudencia del que goza, sino que ostenta una alta seriedad en su propósito de realizarse efectivamente como ley (esto es, en el caso del individuo como ley del corazón y, finalmente, como ley de todos los corazones). Lo que parece presentarse como una forma más elevada de la existencia (Dasein) y que es la protesta, la rebeldía, del individuo libre y activo contra el mundo ético que se le contrapone no puede realizarse efectivamente en un espacio libre y todavía no ocupado, como si en ninguna parte hubiera determinaciones firmes, costumbres, usos, valoraciones y órdenes sociales con sus correspondientes instituciones.

Inevitablemente, ha de llegarse al conflicto entre la ley con validez pública y la ley del corazón, que desea cambiar y mejorar el mundo, que quiere fomentar el bien (Wohl) de la humanidad. La ley del corazón se convierte en legitimación de la subversión y revolución. No queda como reflexión y convicción en las almas de los individuos, sino que pugna a su vez por la publicidad y el reconocimiento general. En la crítica del orden vigente y de sus leyes, la ley del corazón misma es exteriorizada. Con ello, experimenta una peculiar inversión. De entrada, está segura de sí misma en la inmediatez de su sentimiento de lo correcto y de las acciones necesarias derivadas de dicho sentimiento. El individuo ve su determinación en que ha de seguir la ley de su corazón y mantenerse libre de leyes que tienen el carácter de lo que subsiste de antemano, está ya introducido y tiene validez pública, de leyes que han sido entronizadas como poderes dominantes y que exigen la subordinación del individuo a ellas. A esta pretensión ajena, la autoconciencia individual contrapone su voluntad, sus máximas, su sentimiento de lo adecuado y lo bueno. No se deja doblegar, se rebela contra el sometimiento en la manifestación de un derecho puesto por una instancia ajena. El individuo quiere, en su libertad, ser también «origen» y posición positiva.

Mientras proteste y se rebele, al individuo se le presentan contrapuestas de forma intransigente dos leyes, a saber, la tradicional-pública y la interior del corazón. La primera eleva la pretensión de valer para todo el mundo, la segunda vale en cada caso para mí. Al individuo, la ley de la ciudad y del Estado ha de aparecérsele como una vinculación que él mismo no ha efectuado, que no ha hecho, esto es, como un conjunto de reglas no-obradas y no autorrealizadas efectivamente para el propio realizar efectivo y para el propio obrar. Y cuando se dirige a su propio interior, encuentra allí, inmediatamente, una ley impronunciada, no escrita y carente de códigos. Con ello, viene al encuentro del mundo ético que lo rodea para negarlo de manera autocrática, pero no para hacer registro en busca de un posible botín para el goce, sino, más bien, para realizar efectivamente la autoconciencia racional que porta en sí una ley interior. Se muestra una contradicción interna en el seno del ser humano en cuanto y en la medida en que a éste se le presentan exigencias de dos modos diferentes, ya sea obedeciendo la ley con validez externa, ya sea alzándose contra ella. En ocasiones, puede ocurrir que la ley ética tradicional da prescripciones e indicaciones que puedan coincidir con las de la ley del corazón. Pero eso es entonces algo contingente. La ley externa, puesto que es externa, no tiene para el individuo el significado de ser expresión de sí mismo, sino que se le contrapone como una prescripción ajena. La ley ajena no tiene el momento del individual ser-para-sí, el carácter de lo cordial.

La contradicción se alberga a más profundidad y es más que la protesta o rebelión del individuo frente a los poderes dominantes y establecidos de la comunidad gubernamental (Gemeinwesen[83]). Una contradicción irrumpe por el hecho de que el individuo, por sí mismo espiritualizado y entusiasmado, desea «exteriorizar» lo interior de su corazón e insta a que aquello que para él es ley sea ley para todos, si solo se logra alumbrar la soberanía creativa en todos sus congéneres. No se trata, a partir de ahora, de una subyugación de los conciudadanos, sino más bien de una igualdad en el ser libre de todos, de la égalité en la liberté y de la fraternité que en ello se anuncia. Las palabras con las que la Ilustración y la Revolución francesa empezaron a entrar a trote contra la sociedad estamental, se convierten, con el triunfo del principio de la igual libertad, en contradicciones.

La contradicción principal consiste, sin embargo, en que una realización efectiva de la ley del corazón destruye a ésta. La ley del corazón solo puede realizarse efectivamente mediante su superación y anulación. ¿Cómo es eso? Cuando el individuo quiere «hacer» universal lo que en él, individualmente, «es» en cuanto ley, esto es, en cuanto universal, cuando establece la ley interna como una exigencia públicamente planteada y cuando apela a la interioridad de los otros, de los congéneres y conciudadanos, para que den vida, con el espíritu de su corazón, a las leyes del ser comunitario, en ese momento se invierte, en su obrar, su propia intención. No solo no sabe lo que está haciendo, sino que además lo hace en contra de sí mismo, en contra de su propio obrar. La libertad del individuo, en la medida en que la ley del corazón ha de llegar a autorrealizarse, se da de bruces consigo misma. «La ley del corazón deja de ser ley del corazón precisamente al realizarse. En efecto, cobra en esta realización la forma del ser y es ahora una potencia universal para la que este corazón es indiferente, por donde el individuo, por el hecho de establecer su propio orden, deja de encontrarlo como el orden suyo» (268, 219). El individuo que se eleva a lo universal, no al modo como éste se presentaba antes como orden del Estado, sino más bien, en cuanto quiere universalizar la ley del corazón, se mete en contradicciones entre su obrar y su obra, entre «su» ley y la ley pública, hasta ahora reconocida y ahora rechazada aunque todavía no destronada, y, además, en contradicciones con sus congéneres. Y es que éstos también pueden, o podrían querer elevar su propia interioridad, el sentimiento y la convicción acerca de su rectitud a principio universal y hacer de la ley de sus respectivos corazones la ley para todos.

Con estas consideraciones, Hegel realiza una crítica velada del principio de soberanía de Rousseau y de la volonté générale. La exigencia de que aquello que es para una autoconciencia individual la unidad de la individualidad y de lo universal, de corazón y ley, deba y ha de ser reconocido por todo corazón, es utópica. Y lo es porque los hombres, ciertamente, son más o menos iguales en sus impulsos y necesidades, y también en la estructura de su subjetividad, pero no en los proyectos de su libertad, no en el poder productivo de sus «corazones». «De ahí que los demás no encuentren plasmada en este contenido la ley de su corazón, sino más bien la de otro; y precisamente con arreglo a la ley universal según la cual todos deben encontrar su corazón en lo que es ley, se vuelven contra la realidad efectiva que este individuo propone, lo mismo que se volvían contra la suya propia» (269, 220). El individuo queda devuelto a sí mismo por la oposición de los otros, quienes insisten en la pretensión de universalidad de su subjetividad individual, lo mismo que el yo, que desea elevar la interioridad de su corazón a ley para todos. Esto significa, como indica Hegel, que el individuo no conoce la naturaleza de la realización efectiva, querría sostener y conservar la individualidad singular y la universalidad. Ambas van unidas en la esfera de la interioridad. La exteriorización de la libertad, que quiere hacer de la ley del corazón ley estatal de la polis efectivamente real, no es capaz de mantener unidos la individualidad que obra y su ley, y ha de vivir la experiencia de que la exteriorización siempre pone al individuo en la árida zona de la realidad efectiva pública, donde la cálida y guarecida soledad del espíritu individual «naufraga». El naufragio de la individualidad acontece como su realización efectiva. Lo universal, que es el Estado y la polis —y que, como dimensión ajena, se contrapone o parece contraponerse a la interioridad del sujeto yoico—, es en verdad una dimensión de la individualidad misma, si bien se trata de la dimensión de su enajenación y su naufragio, que le es atribuida como potencialidad.

Con la caracterización de la exteriorización de la libertad como enajenación de la individualidad, que lleva a cabo una obra y se somete a ella, toca Hegel un motivo central de su pensamiento, un motivo que, según él, «ha hecho época» desde el punto de vista de la historia universal. La discusión detallada y más a fondo del problema de la enajenación se encuentra solo en la doctrina acerca del espíritu, en la segunda sección «El espíritu extrañado de sí mismo: la cultura». Rousseau, por su lado, ve en la aliénation el pecado original del género humano propiamente dicho y quiere mantener la libertad de los individuos, aun cuando construyen un Estado y se unen para establecer un contrato de Estado, de tal manera que todos renuncian a la misma cantidad de su arbitrariedad y se quedan con un resto de libertad de igual tamaño. Hegel, en cambio, no considera, en modo alguno, la enajenación como un mal inevitable, una situación penosa, una merma de la libertad individual. Él ve en lo universal lo propio de los pensamientos y de la razón en la libertad humana, la cual no logra reunir su obrar singular y la forma de sentido universal y espiritual de éste. La conciencia del yo queda perturbada por la contradicción de ser, al mismo tiempo, algo individual y algo universal, que tiene validez universal, por la contradicción de que en la realización efectiva de la ley del corazón «naufrague» ella misma y «se sumerja» en el espíritu comunitario.

Dos concepciones sobre la esencia y sobre lo efectivamente real entran en conflicto. En primer lugar, el individuo es esencial y efectivamente real consigo mismo cuando insiste en su singularidad, cuando permanece en la esfera de la interioridad, si bien ahí no puede exteriorizar su ley. Pero cuando es llevado a proclamar la ley interior como pública, entonces lo «universal» de la esfera estatal, a la que se lanza y sobre la que se proyecta, es considerado como la esencia más propia y lo más verdaderamente real, por más que, con ello, se abandone a sí mismo en su individualidad única y se pierda a sí mismo. No es solo la razón «teórica» la que resulta desconcertante en una contradicción entre dos concepciones imposibles de reunir y compatibilizar, dos concepciones contrarias acerca de la «esencia» y la «realidad efectiva». También, y en no menor medida, resulta desconcertante la razón activa, la que actúa con libertad, la que aspira a realizarse efectivamente. ¿Qué ha de significar la realización efectiva, cuando los conceptos se han tornado oscuros y opacos, polisémicamente ambiguos y carentes de contorno, los conceptos con los que la autoconciencia quiere aprehender su obrar y su consumar, así como el carácter de acontecimiento de la libertad? Hegel aprehende la situación embarazosa que aquí es recrudecida hasta constituir una inseguridad de la razón de si puede actuar en la siguiente afirmación condensada: «Por cuanto que la conciencia de sí expresa este momento de su decadencia consciente y en él el resultado de su experiencia, se muestra como esta inversión interior de sí misma, como la demencialidad de la conciencia, para la que su esencia es de un modo inmediato no-esencia y su realidad de un modo inmediato no realidad» (271, 221). Las antinomias de la libertad humana, en la medida en que ésta se empeña en ser una libertad racional, no son menos inquietantes y desconcertantes que los problemas dialécticos de la comprensión teórica del ser. Es más, posiblemente son más oscuros e insondables todavía. Cuando la «Ilustración» osó contradecir la autoridad de las leyes de la tradición y postuló la voluntad viva de los individuos como fundamento de la ley estatal universal, o cuando la gran revolución intentó establecer la igualdad de los ciudadanos, en el primer caso, el vacío inerte de la volonté générale permaneció como un resultado negativo y, en el segundo, la igualdad de todos quedó demostrada ilustrativamente por la guillotina.

30.

El desvarío de la infatuación. Disponibilidad del orden universal para ser trastrocado. El curso del mundo

El problema de la enajenación, ciertamente, es visto por Hegel desde una perspectiva histórica, también en la forma provisoria del texto que nos ocupa, pero no es considerado como una dificultad fáctica evitable, no es abarcado como si fuera una injusticia o una desventura que pudiera quitarse de en medio mediante buena voluntad o una revolución victoriosa. La enajenación acontece esencialmente cuando el interno querer político se realiza en efecto en acciones y obras, cuando la ley del corazón, que pertenece en primer término a la individualidad singular, trata de transponerse en relaciones objetivas y válidas, cuando las ideas de los ilustrados filántropos y los planes de los revolucionarios se exteriorizan en la dura escena de la política. Hegel ha descrito como horizonte de este problema la realización efectiva de la autoconciencia racional, y lo ha hecho a partir del enfoque de que en el mundo moderno el hombre singular no se encuentra ya en un orden de conjunto ideal y que le porta, que en él no subsiste ya un equilibrio entre polis e individuo y que no existe ya la «dicha» de la pura conciliación, sino que, más bien, se busca la «dicha», ya sea que el individuo se sitúe en contra de la ética y el orden tradicional y, liberado de ellos, quiera acreditar su sí mismo en el goce sensible, ya sea que quiera exteriorizar su interioridad espiritual como protesta o rebelión. La esfera del espíritu ya devenido objetivo, el ámbito del poder y del orden legal establecido, es ahora el medio en el que la razón de la individualidad singularizada busca su realización efectiva. No en la naturaleza como materia y organismo, sino en la historia como efectiva realidad política es donde la razón actuante busca realizarse (sich realisieren). Aquello que se presenta en el campo histórico tiene, en cuanto subsistente frente al individuo, una preponderancia y se le aparece como un poder soberano que exige sumisión. El Estado como ética, jerarquía y encaje institucional de un pueblo es vida vivida de una larga y venerable procedencia. Puede parecer una osadía el que el individuo se sustraiga a este poder o se atreva incluso a contradecirlo. ¿En virtud de qué es posible una osadía así? Únicamente mediante el pensamiento de que fue una razón activa, obradora y creadora la que produjo al Estado, aunque no se trate de la razón de individuos segregados, y de que se trata de la misma fuerza la que da lugar a la polis y la que la niega, que la pone en cuestión, que rompe con ella o que irrumpe en ella con una vehemente voluntad de renovación. Esta misma fuerza, unas veces convertida en objetiva en cuanto monumento de bronce, otras entendida como un plasma puro, aún sin consumir, que busca su materia, que proyecta su obra en el sueño de los pensamientos y que se alza contra la Bastilla de lo subsistente. El individuo mide la realidad efectiva externa según la ley de su corazón, que para él es lo esencial, y desde ahí dicta presurosamente acerca de lo subsistente la sentencia de que merece ser derrumbado.

Hegel le da al problema una profundidad que va más allá de la ingenua conciencia de los activistas políticos. Éstos solo ven la insuficiencia de la polis, se lanzan contra ella, puede que con corazones que arden por lo elevado y lo bueno. Plantean su sueño idealista contra lo odioso de las relaciones efectivas de poder, quieren cambiar lo subsistente, derribarlo y erigir, sobre sus ruinas, un mundo humano nuevo y mejor. Parten del pensamiento de que lo creado por el hombre puede ser también destruido por éste, para poner en obra un proyecto mejor de comunidad de pueblo y de Estado. Apelan a la identidad de la razón que actúa como acción-hecho (die tathandelnde Vernunft) en la consistencia y el proyecto del Estado. Pero se equivocan, sin embargo, en lo concerniente a la distinción misma entre consistencia y proyecto. Pretenden que solo se trata de eliminar un determinado orden de poder, de relevar un determinado sistema de dominio por otro, de crear sitio para una nueva construcción. No reconocen que la esfera misma en la que quieren actuar tiene una estructura enajenante, que toda realización efectiva también acarrea consecuencias negativas[84]. La interioridad que pasa a lo exterior no puede conservar su pureza y orginariedad. Ha de transformarse y en ello se hace similar a aquello que quería transformar. La victoria de una revolución es, ya de inmediato, la traición de la misma. La ley del corazón que tiene éxito político renuncia a su interioridad cordial. Esto no significa, empero, para Hegel, malaise alguna de la naturaleza humana, ninguna debilidad de la voluntad ni falta alguna de fidelidad frente a los principios proclamados. Aquí no es cuestión de acusación ni de resignación. Una dialéctica del trastrueco determina la relación de lo interno y lo externo también en la dimensión de los intentos políticos de realización efectiva de la autoconciencia individual racional y, al principio, individual. Los pensamientos expresados aquí por Hegel se hallan en un nivel reflexivo que no había sido alcanzado hasta ahora por ninguna teoría sobre la revolución. La individualidad singular y libre que porta en su cabeza el programa de un mundo mejor y lleva en su corazón el ardor por él, vive, al intentar la realización efectiva, la ya conocida experiencia de que todo se le invierte: su propia esencia ha de aparecérsele como no-esencia, su propia realidad efectiva como irrealidad. La polis es razón, ciertamente en la forma de un hecho o, en todo caso, como razón que ha devenido hecho, del mismo modo que el proyecto de Estado del individuo es racional, pero aún no razón llevada a término. En la medida en que la individualidad que quiere autorrealizarse y elevar la ley de su corazón a ley de todos los corazones desea transponerse a sí misma en la dimensión del espíritu colectivo, existe como la desgarradora contradicción de lo universal y la individualidad. Y es que pretende universalizarse y individualizar lo universal subsistente, estatalizar el corazón e interiorizar cordialmente el Estado. En ello, cambia sin cesar de un lado para otro aquello que para el individuo es la esencia y lo efectivamente real. Irreal y nula es para el individuo la polis existente en la medida en que la niega. Lo verdaderamente real es, para él, entonces, la fuerza creadora, la productividad política frente al producto político. Sin embargo, en la medida en que quiere llevar a cabo su proyecto, éste, en cuanto aún no está realizado, es para él lo irreal y la esfera del Estado, en la que está por lanzarse, le es precisamente la esencia y lo efectivamente real, no él mismo.

Cuando se le presenta la situación a una conciencia de que ésta toma algo inesencial como esencial, algo irreal como real y viceversa, se está engañando sobre una cosa (Sache) o estado de cosas, sobre un objeto. Ahora bien, cuando se engaña sobre la mayor parte de las cosas, cuando la conciencia de la realidad está «trastrocada» en ella, ha caído en una ilusión (Wahn), en un mundo ilusorio (Wahnwelt), se encuentra en el desvarío (Wahnsinn). Entonces es únicamente el objeto el que está fuera de sitio para la conciencia, el que ha sido sacado del correcto orden de ser. Otra cosa ocurre cuando la autoconciencia no está en una relación válida, no ya con las cosas (Sachen), sino consigo misma, cuando está en un desasosegante trastrueco; esto es, cuando la autoconciencia, que se universaliza y que, en cuanto universalizada, mantiene firmemente su indiviualidad, se experimenta en esta autocontradicción. «Pero, en el resultado de la experiencia a que aquí se ha llegado, la conciencia, en su ley, se ha hecho consciente a sí misma como de esto real; y, al mismo tiempo, por cuanto que esta misma esencialidad, esta misma realidad se le ha enajenado, se ha hecho consciente, como autoconciencia, como realidad absoluta, de su no realidad, o ambos lados valen para ella, con arreglo a su contradicción de un modo inmediato, como su esencia, que es, por tanto, demencial en lo más íntimo» (271, 222). La autoconciencia, así perturbada en sus intentos de realizarse racionalmente en la política, de transponer la ley interior del corazón a la esfera del Estado —lo cual supone siempre una enajenación—, obra, en primer lugar, lo trastrocado, que es ella misma. «Las palpitaciones del corazón por el bien de la humanidad se truecan, así, en la furia de la infatuación demencial, en el furor de la conciencia de mantenerse contra su destrucción…» (271, 222). Cuando el sueño de mejorar el mundo se invierte al llevarse a cabo, como ocurre inevitablemente y con necesidad dialéctica, entonces el sentimiento filantrópico, que no sabe efectuarse en su pureza, se convierte en odio. Los oradores revolucionarios, que antes de actuar tienen intención de una renovación del mundo humano, se convierten, al actuar, en tiranos, aunque, como Robespierre «el incorruptible», actúen en el nombre de principios puros y elevados.

Hegel le da a esta transformación una significación filosófica de principio. La autoconciencia, en un primer momento, se niega a reconocer la contradicción en sí misma; busca la culpa de ello fuera de sí, en malas circunstancias y situaciones de la comunidad gubernamental. La esfera del Estado, que la autoconciencia quiere renovar, está ya corrompida por la actividad maligna de quienes, hasta ahora, han tenido el poder; los ciudadanos ha crecido sometidos y esclavizados, en el modo de pensar de la criatura humillada. La justificación del propio obrar que falla se carga sobre otros, sobre los enemigos del pueblo, sobre los opresores y explotadores. «[La conciencia] enuncia, por tanto, el orden universal como un trastrueco de la ley del corazón y de su dicha, manejada por sacerdotes fanáticos y orgiásticos déspotas y sus servidores, quienes, humillando y oprimiendo, tratan de resarcirse de su propia humillación, y como sí ellos hubiesen inventado este trastrueco, esgrimiéndolo para la desventura sin nombre de la humanidad defraudada» (271 s., 222). Con esta descarga, que puede llevar a la acusación y persecución de los enemigos del pueblo, ocurre, sin embargo, que es justo la individualidad como tal la que es vista como el principio trastornador, inversor y desconcertante. No, ciertamente, la individualidad propia, sino la de los otros. Quienes son hechos responsables de que no tenga éxito, en toda su pureza, la autorrealización por la acción de la individualidad como exteriorización de la ley del corazón pueden ser malvados, pero son agentes. Y como son también esto último, la razón del fracaso reside más bien en el obrar y actuar haciendo (Tathandeln) que no en un malvado modo de pensar.

Va despuntando la intuición de que, en general, una autorrealización efectiva de la autoconciencia en la esfera de la polis se enfrenta a enormes dificultades. «Pero es el mismo corazón o la singularidad de la conciencia que pretende ser inmediatamente universal el causante de esta inversión y esta locura…» (272, 222), dice Hegel. Refleja con ello un razonamiento que la autoconciencia efectúa. El plan de ésta es el de hacer efectivamente real la ley del corazón, de edificar una nueva comunidad a partir de las ruinas del orden establecido. Es un plan, una idea, que, en el mejor de los casos, precede a la realidad. Lo que es anhelado aún no es, existe primero como algo mentado, como cosa del pensamiento. Y la cosa del pensamiento no ha rendido todavía la realización efectiva, a diferencia del orden de poder del pueblo en vigor. Como dice Hegel, no ha «afrontado la luz del día»[85], no se ha acreditado como resistente a las inclemencias del tiempo en las tormentas de la historia. En la intención del planificador está el que no ha de permanecerse en el mero plan, que éste ha de ser llevado a cabo. Ciertamente, de este modo el Estado fácticamente existente es negado mientras que la esfera de la estatalidad como tal es afirmada. La autoconciencia insta al devenir universal y objetivo y hacerlo en cuanto ley universal de todos los corazones, para devenir la realidad efectiva que afronta la luz del día. «No se trata, pues, de una individualidad contingente y extraña, sino que, en sí, en todos los respectos es precisamente este corazón lo invertido y lo que invierte» (272, 223). Con ello, el fundamento para el fracaso de la autorrealización racional en el campo de lo político parece estar unilateralmente trasladado a la individualidad que perturba la comunidad gubernamental mediante sus exigencias ideales y sus sueños de justicia, igualdad, libertad y fraternidad.

La comunidad gubernamental está vivificada por el espíritu de sus ciudadanos. Ya pueden quejarse contra injusticias y proponer mejoras, no quieren en cambio superar la comunidad, no pretenden destruir la unidad política en cuanto tal, no quieren darle primacía a la anarquía por encima del orden público. En el seno del Estado, se comportan críticamente respecto del Estado, sin querer desistir totalmente de la vida estatal. Los individuos quedarían dispersos en la falta de relación y en el estado salvaje prehumano, si el Estado no ofreciera lugar para su conexión y sus relaciones mutuas. Pero esta ordenación comunitaria de la vida, como ciudadela de todos los ciudadanos, es «lo trastrocado» del mismo modo como la individualidad es lo que trastrueca y lo trastrocado. Y es que el Estado está vivido por sus ciudadanos, por los individuos. Ciertamente, no es una mera adición, no es un cúmulo de yoes, sino que es el sistema de una ordenación objetiva, donde a los individuos les están atribuidos unas obligaciones y unos derechos. En la medida en que, ahora, el individuo eleva contra la comunidad gubernamental el reproche de que es un orden anquilosado y petrificado, que ha de ser vivificado a partir de la ley del corazón, es como otros ciudadanos pueden contradecirle invocando la ley de sus corazones y queriendo realizar su interioridad. De ahí surge una resistencia, y una resistencia múltiple. En la medida en que un individuo plantea un proyecto, está oponiéndose ya a los proyectos de otros. «Lo universal que está presente solo es, por tanto, una resistencia universal y una lucha de todos contra todos, en la que cada cual trata de hacer valer su propia singularidad, pero sin lograrlo, al mismo tiempo, porque experimenta la misma resistencia y porque su singularidad es disuelta por las otras, y a la inversa» (273, 223). La comunidad gubernamental, aunque es una figura racional objetiva, devenida a partir de acciones, de la coexistencia, esto es, aunque sea orden público, es, al mismo tiempo, la lucha, apenas camuflada, de los intereses y las pretensiones vitales individuales. Es, pues, «… este estado de hostilidad universal, en el que cada cual arranca para sí lo que puede, ejerce la justicia sobre la singularidad de los otros y afianza la suya propia, la que, a su vez, desaparece por la acción de las demás. Este orden es el curso del mundo, la apariencia de una marcha permanente, que solo es una universalidad supuesta y cuyo contenido es más bien el juego carente de esencia del afianzamiento de las singularidades y su disolución» (273, 223 s.).

βγ)

La virtud y el curso del mundo

El tercer camino: mediación del curso del mundo y la virtud (el sacrificio; intento de superación del estado de invertido del curso del mundo mediante la lucha contra él; la victoria pasajera del curso del mundo sobre la virtud; la intuición de la necesidad del curso del mundo; mediación del ser-para-sí del curso del mundo y el ser-en-sí de la virtud; la individualidad como fin en sí mismo)

Lo que Hegel denomina aquí «el curso del mundo» se refiere únicamente al transcurso de las cosas humanas, no a la marcha del universo. El «curso del mundo» viene referido como el aspecto realista y sobrio de la actividad humana allí donde cada cual busca solo su ventaja, su provecho, su goce o su gloria. Es el confuso enjambre de los individuos egoístas, que esperan del Estado la protección de su propiedad y la seguridad de sus vidas frente al crimen, pero que están poco dispuestos a dar contraprestaciones o a sacrificarse en modo alguno. El curso del mundo consiste en que los astutos se aprovechan de los necios, en que los débiles son dominados por los fuertes, los pobres explotados por los ricos, los indefensos oprimidos por los armados y los soñadores idealistas son aprovechados por los sobrios hombres de negocios. La lista podría ser largamente continuada, pues en cada época hay formas propias de la misma para oprimir, explotar y esclavizar. Al curso del mundo se le opone en casos excepcionales el individuo, mientras que la regla es que los individuos colaboren en el movimiento general y que, en el juego deshonesto de aprovecharse mutuamente los unos de los otros, aprecien el Estado como un poder protector y se aprovechen de sus estructuras, pero no se abandonen a él. Cuando la conciencia individual no sigue el curso del mundo, sino que se sitúa frente a éste y contempla la comunidad del Estado como una tarea, cuando ve su universalidad como lo sublime a lo que la individualidad puede elevarse, entonces esa autoconciencia se realiza (realisiert sich) como virtud.

Con esta expresión, «virtud» (Tugend), Hegel no se está refiriendo a ninguna efectuación de la vida de acuerdo con el canon ético en cuanto tal, sino a la virtud política de sacrificarse, como individuo, a la comunidad gubernamental, al Estado. En la sección «C. La virtud y el curso del mundo», expone, con su grandioso arte para entrecruzar y arriostrar de posiciones de pensamiento en un rico lineamiento de figuras y contrafiguras, una composición dialéctica. La realización efectiva de la autoconciencia racional no se mueve únicamente en el campo de tensión que hay entre el individuo y el Estado, sino también en la particular manifestación de éstos como virtud y curso del mundo. La virtud se opone, primero, al curso del mundo porque ve en éste un modo indigno y egoísta de vivir la vida. El individuo virtuoso se sacrifica al Estado, se desprende de sí mismo y de su fin propio (seines Selbstzweckes) cuando se confía al Estado, cuando le confía su interior, cuando se exterioriza en lo objetivo e institucional de la comunidad gubernamental.

El Estado, el obrar y dejar hacer, el actuar y trabajar de todos los individuos, está representado para la conciencia virtuosa de dos maneras. Unas veces como totalidad vital depravada, ya sea por el egoísmo o por la mutua hostilidad de los individuos. Otras veces, como el soberano sujeto vital supraindividual (el pueblo del Estado en el Estado del pueblo), a quien el individuo se entrega en sacrificio. Se trata, pues, de llevar la virtud a la comunidad gubernamental y, al mismo tiempo, de superar y anular el individuo agente, activo y virtuoso, de sacrificarlo y de universalizarlo. También de aquí resulta una inversión. La acción merced a la cual el Estado es reforzado incluye la negación de la individualidad que obra y efectúa. En el curso del mundo, que, en un primer momento, parecía ser solo el trajín inesencial de los intereses y egoísmos en competición, se muestra, bajo esta superficie nada bella, la «vida universal» en cuanto tal.

El individuo que se enfrenta al Estado a partir de una convicción basada en la virtud, y que pretende reformarlo o derribarlo, experimenta la firmeza del sistema que agita, queda devuelto a la vacía oquedad de su infatuación o a una lucha en la que no se limita a luchar contra algo ajeno, sino también contra sí mismo, en la medida en que aún no se ha convertido en Estado y también cuando ya lo ha hecho. La virtud (es decir, la voluntad de la individualidad de ser Estado) está dirigida por la intención por «… la superación de la individualidad, del principio de la inversión…» (276, 226) de dar a la comunidad gubernamental, ante todo, la verdadera realidad efectiva. La intención es fácil de enunciar, pero difícil de llevar a cabo. Es cuestión de «… invertir de nuevo el curso invertido del mundo y hacer brotar su esencia verdadera» (276, 226). Cuando el individuo que actúa movido por la virtud actúa con la intención de producir el Estado, o al menos la parte que a él le corresponde, actúa con la meta de suprimir su acción y la acción de las individualidades, de hacer que la libertad activa desaparezca en sus obras. Si el actuar por la virtud llegara a su meta, su obrar quedaría superado y anulado en el ser, más poderoso, del espíritu universal.

Hegel expresa la relación de tensión entre individualidad y espíritu colectivo, entre virtud y curso del mundo, con la metáfora de una lucha, donde las armas de los combatientes son ellos mismos, sus respectivas esencias. La virtud se encuentra, en un primer momento, en la situación de un proyecto. El Estado aún está por hacerse de acuerdo con la imagen que la virtud proyecta sobre él. El buen Estado aún no existe, tiene una preexistencia en los pensamientos de la individualidad. Es un fin puesto en una conciencia. Por otro lado, sin embargo, el buen Estado ha de existir ya, justo debajo de la terrible superficie del curso del mundo, en cuanto el interior verdadero, como la sustancia de la comunidad gubernamental, a la que el individuo que se sacrifica quiere elevarse. El buen Estado, que, en cuanto pensamiento del individuo, aún está fuera de la realidad efectiva y que es, por tanto, una cosa del pensamiento —y que, en cuanto esencia escondida del curso del mundo es, por el momento, solo interioridad que es en-sí—, debe pasar, a través de la «realización», de la materia del pensamiento a la dura materia de la realidad efectiva y del «interno», que solo es en-sí, a su manifestación «externa». Este estado de cosas, empero, puede contemplarse —según Hegel— «… en cuanto que el bien surge en la lucha contra el curso del mundo, se presente así como lo que es para un otro, como algo que no es en y para sí mismo, pues de otro modo no pretendería darse su verdad, ante todo, mediante el sojuzgamiento de su contrario» (276 s., 226). Lo bueno, interpretado como un fin (Zweck) supuesto en una conciencia, o como un interior supuesto del Estado, que aún no ha salido a la luz del día de la realidad efectiva y de la acreditación, es, en ambos casos, una abstracción. A lo bueno le es asignado así el modo de ser correspondiente al dynamei on, a ser algo en potencia, y de requerir de la realización efectiva y de necesitar, para ello, la individualidad. Pero, con ello, lo bueno queda remitido a un elemento ambiguo, a la autoridad hacedora, obradora y actuante del hombre, el cual puede realizar (realisieren) aquello que es en potencia de esta forma u otra.

El hombre actúa positivamente cuando la ley de su corazón es pensada a partir de la virtud, esto es, a partir del anhelo de lo universal, es decir, a partir de la entrega en sacrificio a lo universal. En cambio, actúa negativamente cuando se entrega al curso superficial del mundo. Lo «universal» se convierte, desde esta perspectiva, casi en un fluido neutro, que adopta en cada caso los colores del respectivo agente que se sumerge en él. Un juego antagónico de abstracciones atraviesa la relación de la individualidad con el Estado. Hegel lo formula de este modo: «… es un instrumento pasivo gobernado por la mano de la libre individualidad, indiferente en cuanto al uso que de él se hace y del que puede también abusarse para hacer surgir una realidad que es su destrucción; una materia carente de vida y sin independencia propia, que puede conformarse de este modo o del otro, e incluso para su propia ruina» (277, 227).

Con ello se muestra una complicación dialéctica más. El Estado no solo tiene la doble faz de trastrocar la ley del corazón y de ser, al mismo tiempo, el único lugar de puesta a prueba para la autorrealización de la individualidad racional. No solo es, a la vez, la terrible superficie y el orden válido, la figura de sentido objetiva y supraindividual de la coexistencia a la par que el todo vital animado y puesto en movimiento por los sujetos individuales. El Estado, que ha devenido fijo y firme como orden dominante, lo ha hecho a partir de un material que antes era flexible y formable, más flexible y blando que la arcilla en manos del alfarero. Cuando la virtud se aventura en un combate con el curso del mundo, tiene como estandarte la convicción de la transformabilidad de la comunidad gubernamental existente. Empero, en la medida en que la virtud desea desindividualizar y estatalizar al individuo, el Estado en cuanto tal —y no este Estado determinado al que combate— tiene, a priori, el carácter de lo bueno en sí.

De ahí —como señala Hegel— resulta una nueva ambigüedad. El combate de la virtud contra el curso del mundo no va en serio. No es ninguna lucha a vida o muerte, como cabría esperar. Se trata, ciertamente, de un combate en el que puede haber muchos muertos si la virtud se hace con la victoria y envía al patíbulo a los enemigos del pueblo, si depura el curso del mundo de los malvados que mancillan la esencia sustancial de éste. La virtud se sabe (o cree saberse) en unión con la esencia propia e interna del curso del mundo, se sabe en concordancia con el Estado verdadero cuando ataca su manifestación mala y miserable. Hegel describe, usando imágenes muy vivas, cómo la virtud ha empleado su fe en la identidad de lo que ella quiere y de lo que el Estado en su fundamento esencial es como tal «… como un ardid para caer sobre las espaldas del enemigo en el transcurso de la lucha y llevar en sí a este fin a su consecución, de tal modo que, de hecho, para el caballero de la virtud su propio obrar y su lucha son, en rigor, una finta que él no puede tomar en serio —puesto que pone su verdadera fuerza en el hecho de que el bien es en y para sí mismo, es decir, se cumple por sí mismo—» (277, 227).

Con ello, para la posición de la virtud, el combate, que ella buscaba y que necesitaba para su realización como autocon-ciencia racional, se ha trastrocado en un combate aparente, en un obrar-como-sí. Y también se ha trastrocado para ella el adversario. El enemigo pierde la claridad unívoca de ser un malvado; el curso del mundo, el trajín universal, es, en el fondo, la comunidad gubernamental por la que la virtud está dispuesta a entregarse en sacrificio; únicamente en la actividad cotidiana de las personas es la superficial caza de la pequeña felicidad individual y de la ventaja astutamente aprovechada, o la caída en el goce sensible. En realidad, la esencia sustancial del Estado se abre paso por todas partes y sale a la luz del día en cuanto razón objetiva en medio del trajín carente de razón de los individuos. «Así, pues, allí donde la virtud prende en el curso del mundo hace siempre blanco en aquellos puntos que son la existencia del bien mismo, el cual se halla inseparablemente confundido en todas las manifestaciones del curso del mundo como el en sí de él y tiene también su existencia en la realidad de la misma; el curso del mundo es, por tanto, invulnerable para la virtud» (278, 228). Esto lleva a la situación casi tragicómica de que la virtud, aparentemente en combate, no solo cuida de sus armas, sino que tampoco afecta al adversario mismo y a sus armas, y de que ha de tenerlo por invulnerable. O expresado de otra manera: la virtud, debido a su fe en que lo bueno es realizado efectivamente ya como Estado, queda impedida para combatir radicalmente este Estado determinado, ya sea el Estado estamental, el Estado por gracia de Dios o un poder absoluto.

Diferente al modo quebrado de luchar de la virtud contra el curso del mundo es el combate de éste contra la virtud. El curso del mundo se remite exclusivamente a la individualidad libre y soberana del individuo. Y el individuo examina, pondera, toma o rechaza lo que el orden público le exige respecto de la dirección de la vida conforme a reglas. No admite nada de antemano, ante nada se arredra. La dimensión de la posible autorrealización efectiva, el Estado, no es para él un bien incondicionado. No conoce nada sagrado y válido que esté a salvo de su crítica y libre de la misma. El individuo soberano puede poner y superar, reconocer y rechazar, y no está ligado por nada de antemano. Mediante esta carencia de atadura, es superior al caballero de la virtud. Con el individuo, con el principio de la individualidad, el curso del mundo triunfa sobre la virtud.

Hegel disuelve también esta victoria, la hace ambigua y cuestionable, puesto que la virtud, que está dispuesta a sacrificarse por el bien universal, entiende lo universal como una abstracción, como una cosa del pensamiento, que subsiste, ciertamente, en cuanto esencia oculta, pero no en cuanto algo objetiva y exteriormente real. «Pero [el curso del mundo] no vence sobre algo real (etwas Reales), sino sobre la invención de diferencias que no lo son, sobre esas pomposas frases sobre el bien más alto de la humanidad y lo que atenta contra él, sobre el sacrificarse por el bien y el mal uso que se hace de los dones; —tales esencias y fines ideales se derrumban como palabras vacuas que elevan el corazón y dejan la razón vacía, que son edificantes, pero no edifican nada…» (280, 229). La severidad de las expresiones, que rechazan y desprecian, con las que Hegel caracteriza la autocomprensión de la virtud en el mundo moderno, su mera palabrería, se deriva de la tesis de que el mundo antiguo había tenido aún una ética y eticidad con validez verdaderamente universal, mientras que el hombre de los tiempos modernos, desarraigado, emancipado, ilustrado y dispuesto a la revolución, ya no la tiene. Aun cuando los jacobinos hablan como los antiguos romanos, no versan sobre una virtud que era universal antes de que ellos hablaran, sino de una virtud que justamente ellos quieren hacer y que creen poder hacer mediante altisonantes discursos.

Como resultado de su reflexión dialéctica acerca de la relación entre la virtud y el curso del mundo se dan, para Hegel, las siguientes intuiciones: 1. La autoconciencia que insta a la efectiva realización racional ha de despedirse de la representación según la cual existe un bien en sí sin que éste tenga ya una realidad efectiva histórico-social; 2. El curso del mundo, al que la mirada de la virtud miraba de reojo, no es tan malo como se había dicho al difamarlo como el afanarse egoísta de los individuos singulares; 3. El sacrificio del individuo por el Estado, por la comunidad gubernamental, no es, en modo alguno, un medio adecuado para dar lugar a lo bueno; 4. La individualidad misma es la realización efectiva, en cuanto efectuación por la que meros fines se tornan subsistencias. «Por tanto, el obrar y el afanarse de la individualidad es fin en sí mismo; el empleo de las fuerzas, el juego de sus exteriorizaciones es lo que les infunde vida a ellas, que de otro modo serían el en sí muerto; el en sí no es un universal no desarrollado, carente de existencia y abstracto, sino que él mismo es de un modo inmediato la presencia y la realidad del proceso de la individualidad» (282, 231). Esta proposición contiene, en su formulación suave y carente de patetismo, todo un mundo de pensamientos sobre la enajenación, la Ilustración y la revolución.

γ)

LA INDIVIDUALIDAD QUE ES PARA SÍ [SIC[86]] REAL (REELL) EN Y PARA SÍ MISMA

31.

Penetración y comprensión de lo universal y de la individualidad. Movimiento del obrar en el obrar mismocomo movimiento circular

El movimiento que ha recorrido la razón en el camino hacia sí misma —primero en cuanto razón observante que se buscaba en la materia, en el organismo animal, sin encontrar allí ley alguna; luego en cuanto razón que se autorrealizaba efectivamente y se enredaba en la relación contrapuesta, múltiplemente cambiante, de lo interno y lo externo y, finalmente, en cuanto razón activa, actuante haciendo (tathandelnd), que aspiraba a realizarse (sich realisieren) en el campo de la historia—, este movimiento de la razón desemboca en una autocomprensión que se hace expresa en el título de la tercera parte de la doctrina hegeliana sobre la razón. La razón se concibe como «La individualidad que es para sí real (reell) en y para sí misma». La dimensión del problema es difícil de detallar. Y es que la autocomprensión de la razón queda aquí referida a una situación en la que el individuo humano se da de bruces con el riesgo de la formulación de leyes. La relación entre polis e individuo, entre Estado y hombre singular, fue considerada desde el punto de vista de la época moderna, esto es, de la Ilustración y la revolución. El individuo no está ya resguardado por un mundo ético, solo lo tiene ya como recuerdo de algo pasado. Pero o sabe qué hacer con su libertad vacía. Busca darse «realidad» efectiva aferrándose al placer, buscando hacer de la existencia sensible el sentido de la existencia o sacrificándose, en un noble impulso, al bien general, poniendo la ley del corazón frente a la ley muerta y esclerotizada de la tradición y tomando parte en el combate de la virtud contra el curso del mundo. Sin embargo, en esto vive la experiencia de cómo se trastrocan todas sus buenas intenciones y de cómo se evapora lo bueno mismo en medio de los modos idealistas de hablar. El resultado de esta experiencia estriba en que la contraposición de la individualidad y la universalidad de la polis desaparece en una unidad que engloba a ambos. Esto hace que el camino hegeliano del pensamiento sea tan extraordinariamente difícil y enrevesado, de tal manera que la razón comprensora del ser y la razón comprensora de la existencia, la razón teórica y la práctica, se entrecrucen y se expliquen mutuamente en sus movimientos.

El resultado que se ha alcanzado con los cursos del pensar recorridos hasta ahora es caracterizado por Hegel como una «… compenetración dotada de movimiento de lo universal con la individualidad» (283, 231). De una compenetración de tales momentos hemos tratado ya una y otra vez. La lábil tensión entre ser individual y ser universal fue siempre de nuevo impulso y estímulo del pensar dialéctico. Aquí, sin embargo, la mutua compenetración es pensada como entera y acabada. Lo universal no va más allá del individuo. Todo lo universal es plenamente individualizado y la individualidad es, sin más y sin que nada quede fuera, universal.

Dicho así a la ligera esto suena absurdo. Parece que con una afirmación como ésta superamos y anulamos el decir en cuanto tal. Así sería si quisiéramos aprehender la equivalencia entre universalidad e individualidad al modo de una proposición ingenua, como una proposición dentro del horizonte de una comprensión del ser fija y estancada. Lo que dice Hegel tiene experiencias «a sus espaldas», es resultado de una larga y movida historia del pensamiento que nosotros hemos «deletreado» con gran esfuerzo. Por lo visto, no es posible entender los conceptos de «lo universal» y «lo singular» sin la remisión al camino del pensar que ha habido hasta este momento. Lo «universal» lo conocemos habitualmente como lo específico y genérico, como estructura del ser-cosa en cuanto tal, como aquellas determinaciones peculiares del ente como tal (ens, unum, verum, bonum), o también como los caracteres del ser-en-cada-caso (el ser-esto en cuanto tal, la haecceitas, etcétera), y finalmente, lo universal como la totalidad, esto es, en cuanto conjunto universal por antonomasia. Con todos estos significados ha operado Hegel. Lo «singular» lo entendemos, por lo general, a partir de la contraposición con lo universal, a saber, como esta cosa concreta, este «cortaplumas» presente ante nosotros, esta «tabaquera» inmediatamente dada y visible, en este lugar y en este tiempo, ante mí, este yo. Lo singular —se entiende habitualmente— es, según su naturaleza, en efecto «real», lo universal, según su naturaleza, «pensado». La seguridad ingenua que, por lo general, ponemos en práctica al distinguir entre lo singular y lo universal se desvanece con la pregunta de si lo universal existe solo en la mente humana, siendo ésta, ciertamente, algo individual y efectivamente real, y de si lo individual precede a lo universal o al revés. La «individualidad» de los individuos es un rasgo universal. Por ello, todo decir sobre individuos está ya sumergido en el medio universal del lenguaje. Solo el señalar, el tocar demostrativo, es individualizante como gesto comunicativo: yo, este yo, señalo este objeto concreto, singular y dado visiblemente. Sin embargo, en la medida en que no lo señalo para mí, sino para mis congéneres, lo entiendo ya como un objeto que no está solo para mí, sino también para muchos otros y, con ello, tiene ya una referencia universal en sí mismo. Con estos conceptos de lo individual que asume rasgos universales en el señalar y en el decir opera Hegel en muchos lugares de su curso del pensar.

En lo que nos ocupa aquí, universalidad e individualidad son entendidas de un modo particular. Ambos conceptos son pensados como únicos. La razón, en la certeza de ser toda realidad (Realität), es lo único universal y es el único individuo. Visto desde fuera, no desde la filosofía hegeliana, se presentan aquí caracteres mundanos en la razón. Ella es única, universal e individual como el cosmos, distinguida de éste, ciertamente, por el momento de tener, en cuanto totalidad, una autoconciencia. La razón de Hegel, en el estadio del camino que tenemos ante nosotros, es la «compenetración dotada de movimiento de lo universal con la individualidad[87]» y es la unidad de ser y autoconciencia, de saber-de-sí interno y realidad efectiva objetiva. Todas las relaciones antagónicas que hasta el momento habían sido registradas y examinadas, como «interno y externo», sí mismo y objeto, se hacen ahora presentes en el interior del individuo-razón, que, en cierto modo, es un mundo. Si antes la razón estaba inquieta por la pregunta de cómo se situaba respecto de la realidad externa o cómo exteriorizaba su fin (Zweck) interno, cómo sacaba a la luz sus pensamientos, ese problema ahora ya no existe. La razón no se comporta de manera ni comprensiva ni actuante haciendo (tat-handelnd) de cara a algo que ella no es. Tiene todo ser en sí, su obrar es ya su realidad efectiva. «Ha ajustado, pues, las cuentas con sus figuras anteriores; éstas yacen en el olvido tras ella y no se enfrentan como el mundo con que se ha encontrado, sino que se desarrollan solamente dentro de ella misma, como momentos transparentes» (284, 232).

La entera comprensión del ser y de la acción de la razón se ha trastrocado, no se refiere ya a una realidad efectiva ajena, en la que busque sus huellas, no se refiere ya de modo planificador a un estado de cosas fuera de sí que haya de establecer. La realidad efectiva, en la que se aventuraba, reside en ella misma; el fin (Zweck) es su propio movimiento; la materia en la que quería actuar efectivamente y, en general, todo lo que supuestamente era externo, es la razón misma, que abarca todo esto. La razón no se comporta ya de cara al mundo, ella es mundo, es el lugar único del mundo y es, al mismo tiempo, el saber de sí como «toda realidad (Realität»). Para ella no existen ya auténticas contrapartes a ella, no hay ya condiciones externas, todo lo que parecía ajeno y diferente recayó de nuevo en la razón, justo por volverse ella verdaderamente sobre sí misma, trastrocar su «trascendencia» y entenderse como «idealismo».

¿Qué sentido tiene entonces hablar del movimiento de la razón cuando ésta ha arribado a sí misma, cuando ha suprimido toda apariencia de estar rodeada y circunvalada por lo ajeno, cuando ya no puede realizar proyectos fuera, en una materia carente de razón? Hegel ofrece la siguiente respuesta: «La conciencia se ha despojado, así de toda oposición y de toda condición de su obrar; sale lozana fuera de sí, y no tiende hacía un otro, sino hacia sí misma… El obrar presenta, por tanto, el aspecto del movimiento de un círculo que por sí mismo se mueve libremente en el vacío, que tan pronto se amplía como se estrecha sin verse entorpecido por nada y que, perfectamente satisfecho, juega solamente en sí mismo y consigo mismo» (284, 232). En estas frases destacan, ante todo, dos palabras cuyo sentido es difícil de captar: círculo y juego. El movimiento de la razón, que no tiene ya nada ajeno ante sí y no puede sacar fin (Zweck) alguno de sí en un campo externo, que está sola con su comprensión del ser y con su libertad, que solo puede referirse a sí misma, queda caracterizada como un movimiento circular. ¿Qué clase de modelo es éste? ¿Se trata de un símil matemático o vegetal o, aún más moderno, del modelo de un circuito de regulación? Los círculos matemáticos no se mueven, los ciclos del crecimiento natural son procesos de intercambio entre los organismos y su entorno. Aunque la razón es vista por Hegel una y otra vez en la imagen de un organismo o, si no, de un proceso orgánico, prescinde precisamente del momento del organismo vegetativo-animal, que reside en el metabolismo, en el intercambio con el entorno, en la asimilación y el desecho de elementos materiales. Pensado con rigor, el círculo de movimiento de la razón, que es todo para sí, no puede estar orientado según los ciclos naturales. Se podría estar tentado de apuntar a la forma móvil del saber y poner de relieve, por ejemplo, un movimiento circular en el saber apriórico, en cuanto, con la intuición expresa de las estructuras aprióricas, lleguemos a conocer únicamente algo que había permanecido ya largamente conocido, si bien de forma inexpresa. Sin embargo, el saber apriórico es solo un momento del saber que posibilita la experiencia, que la acompaña y que se acredita en ella. El experimentar, la empiria, no tiene, empero, ningún carácter de movimiento circular. Antes bien hay que compararla con un movimiento que se prolonga infinitamente, con una progresión lineal. Quizás pueda decirse que Hegel aprehende el movimiento de la razón autárquica, que reúne toda realidad (Realität) en sí, al modo de un autoconocimiento del yo, el cual, en sus muchos e inútiles intentos de conocimiento, ha tenido, ante todo, «experiencias» consigo mismo y sabe ahora limitarse a sí mismo. Lo único es que también esta comparación yerra al hablar de una limitación. Y es que la razón no está «limitada» cuando va en exclusiva a sí misma. En verdad, no hay nada fuera de ella, lo que parece externo está contenido en ella. Su autoconocimiento estaría restringido si dejara algo fuera de sí. En su autorreferencia está verdaderamente carente de restricción y de estrechamiento a causa de algo otro, algo ajeno, algo que fuese fuera-de-ella. El movimiento circular del movimiento de la razón es un atravesar todo lo que es y una vuelta de la razón, que inútilmente buscaba leyes afuera, en sí misma como totalidad.

El movimiento de la razón fue enunciado, en la cita anterior, como juego. Esto es bastante asombroso. La inmensa elaboración espiritual de una realidad efectiva que en apariencia se contrapone a la razón, el combate con los conceptos equívocos de ser-en-sí y ser-para-sí, el amor apasionado por la iluminación de la oscuridad de la noche del mundo que nos acosa a los hombres, el encuentro con la muerte como el modo de ser de lo esclerotizado y desgarrado en distinciones fijas, todo este movimiento, que se muestra como trabajo, lucha, amor y trato con la muerte, es determinado en su carácter total como juego. ¿Qué comprensión del juego está operando aquí? Nos resultará cuestionable que se tenga aquí en mente el juego humano. Y es que el juego en sentido antropológico, ciertamente, se ejecuta en una esfera cerrada, en la apariencia de un mundo del juego, en aquella imaginaria provincia de nuestra fantasía; pero, con todo, requiere del contraste con la realidad simple y masiva. Cuando, sin embargo, la razón omniabarcante juega en su movimiento, esto no significa que se esté presuponiendo una esfera imaginaria al lado de la realidad efectiva, esfera que sería el correspondiente espacio de juego. Con estas consideraciones, no reproducimos los pensamientos hegelianos, sino nuestras anotaciones pequeñas o mezquinas a un gran texto. Para Hegel se plantea también, seguramente, la pregunta de cuál es el tipo de movimiento que la razón efectúa en sí, en cuanto su vida, su ser y su obrar. ¿En qué medida es esto siquiera una pregunta? Nuestra comprensión habitual de movimiento y obrar conoce el automovimiento de los seres vivos y el actuar humano. Los automovimientos de los seres vivos no están rodeados ya solo por el vacío, por la nada. Tienen lugar sobre la tierra o en los medios elementales del agua y el aire. El actuar humano parte de un cuerpo vivido y es obrar de una libertad encarnada también sobre otras cosas externas. En todo rigor, no es posible referir ninguno de los dos al movimiento de esa razón toda solitaria, que es la única en ser universal e individual. Y es que su movimiento no se juega en un medio circundante, tampoco transforma otra cosa; se juega en la razón y únicamente transforma la razón misma. Hegel lo formula del siguiente modo: «… es simplemente la luz del día bajo la cual pretende mostrarse la conciencia. El obrar no altera nada ni va contra nada; es la pura forma de la traducción del no ser visto al ser visto, y el contenido que así sale a la luz y se presenta no es otra cosa que lo que tiene ya en sí este obrar» (284 s., 232). Podríamos decir también que el movimiento de la razón es el aparecer, el phainesthai, precisamente de la «fenomenología del espíritu». Sin embargo, mientras que la expresión «aparecer» significa por lo general «devenir objeto para otro», aquí solo puede pensarse en la aparición de la razón para sí misma.

γα)

El reino animal del espíritu y el engaño, o la cosa misma

(Individualidad como naturaleza originaria; carencia de significado de las categorías empleadas hasta ahora para el automovimiento de la razón; la «obra de la razón»; la cosa misma)

Hegel divide el texto que tiene por tema el aparecer para sí de la razón a un tiempo universal e individual en tres secciones, de las que la primera lleva por título: «El reino animal del espíritu y el engaño, o la cosa misma». El título ha de entenderse a partir del desarrollo del texto. En primer lugar, hemos de dejar claro que el movimiento jugado por la razón no es, ciertamente, un movimiento hacia fuera, hacia una realidad efectiva ajena a la razón. Tiene lugar como autoarticulación interna del modo como la razón entiende el ser desde múltiples puntos de vista, el ser, empero, que está solo y es único, y del modo como la razón se clarifica su propio obrar y efectuar en un pensar minuciosamente el efectuar como un efectuar la obra. El sustrato, en cierto modo, del movimiento, que nosotros llamamos «aparecer» y Hegel «traducción de sí mismo de la noche de la posibilidad al día de la presencia[88]» es la individualidad como naturaleza originaria.

Estamos acostumbrados a distinguir entre una cosa natural y su aparecer, a abrir un foso entre una cosa (Sache) que es y la circunstancia en la que una cosa (Sache) deviene objeto para un observador. Habitualmente, tratamos la diferencia entre subsistir y el automostrarse exponiéndose de manera acostumbrada. Podemos hablar de esto empleando términos contundentes: así, por ejemplo, distinguimos, sin poner reparos y sin pensar, entre la planta que crece por encima de la tierra y florece a la luz del día y sus raíces escondidas bajo tierra. ¿Puede distinguirse, del mismo modo, entre la individualidad racional, su naturaleza, por un lado, y su manifestación producida por haber trabajado en sí mismo, por otro? O preguntando en términos de principios: ¿es posible emplear, para la comprensión del ser y de la acción de la individualidad racional, justamente aquellos conceptos con los que, por lo general, se entienden el ser para la razón, la acción y la obra de la razón en la materia externa del mundo? La experiencia decisiva que hace en ello sobre todo consigo misma la razón que reflexiona dando vueltas es una intuición de la inaplicabilidad de todos los conceptos y modelos de comprensión empleados hasta el momento.

Esto es practicado por Hegel de principio a fin en una exposición concisa y, al mismo tiempo, sutil. La naturaleza originaria de la individualidad es comparada con el reino animal, no para atribuirla ella misma al reino animal y ganar un aspecto biológico de la razón, sino, más bien, a fin de ofrecer un indicio de ensambladura entre el animal y el entorno. El entorno es el mundo del animal en cada caso, la totalidad del mundo, en la que una especie animal se mueve en su esfera y atmósfera, donde habita y se encuentra. De modo análogo, la individualidad originaria permanece dentro de su «mundo» cuando se lleva a sí misma con esfuerzo al ser objetivamente determinado, a la luz del día del aparecer. Solo que aquí el mundo de la individualidad no es otra cosa que su movimiento, su vida, su obrar, su acción, su obra, su fin y la consecución del mismo; todo en uno. Y es por ello por lo que no funciona la comparación con el reino animal. Se trata de una analogía que resulta solo parcialmente sólida. Hegel establece un paralelismo entre la unidad vital de animal y entorno, por un lado, y la totalidad vital de la individualidad de la razón, por otro. Hace la observación de que la individualidad es un elemento universal y transparente, en el que ésta puede desplegarse libremente y sin impedimentos y donde, con todo, puede permanecer idéntica a sí misma, al igual que ocurre «… con la vida animal indeterminada, que infunde su hálito de vida, digamos, al elemento del agua, del aire o de la tierra y, en ellos, a su vez, a principios más determinados, imbuyendo en ellos todos sus momentos, pero manteniéndolos en su poder a despecho de aquella limitación del elemento y manteniéndose a sí misma en su uno, con lo que sigue siendo, en cuanto que esta organización particular, la misma vida animal universal» (285 s., 233). El reino animal espiritual es aún en mucho mayor medida una unidad que se despliega en un elemento que le es nativo, una unidad que se bifurca en una multiplicidad de diferencias y que siempre vuelve a partir de las mismas y que se reúne de nuevo en el uno abarcador, una unidad del ser y de la autoconciencia.

Es extraordinariamente impresionante el modo como Hegel, en una autoexposición de la individualidad de la razón, rechaza uno tras otro o, cuando menos, trastroca en su sentido y significado, los conceptos con los que ha explicado hasta el momento la conciencia. Si hasta ahora, para todo obrar, ya fuera cognoscente o actuante, quedaba presupuesta una materia, sobre la que el obrar aplicaba sus mejores esfuerzos, ahora es solo ya la individualidad de la razón la que es agente y materia en uno, es el sustrato y el movimiento en sí misma. «Solo que para que sea para la conciencia lo que ello es en sí debe obrar, lo que vale tanto como decir que el obrar es precisamente el devenir del espíritu como conciencia» (287, 235).

Y si hasta el momento podía distinguirse entre el comienzo, el medio y el final de un movimiento (los obreros construyen una casa), para el movimiento de la individualidad no es posible ninguna forma de movimiento del mismo tipo. Ella misma es el comienzo, el medio y el fin (Zweck) de su movimiento en ella misma. No hay para este aspecto circunstancias externas algunas que condicionen un obrar, que lo motiven u obstaculicen, puesto que ya no hay en absoluto ninguna circunstancia fuera de la individualidad. Es más difícil ver el hecho de que y de qué modo también el pensamiento de la obra (Werk) fracasa o ha de ser pensado de otra manera, cuando queda referido al obrar y actuar de la individualidad de la razón. Hegel apunta a las contradicciones encerradas en la representación según la cual la razón es su propia obra, se autorrealiza en la medida en que realiza algo otro. El obrar parece tener el carácter de lo contingente respecto de lo que es hecho y realizado efectivamente. Según parece, la libertad racional puede realizar muchas y muy diversas cosas, ponerlas en obra y experimentarse en ello como poder efectuante. Las obras parecen estar revestidas del carácter de la contingencia, no son previsibles, están sujetas a la arbitrariedad y al gusto voluble. Sin embargo, cuando son realizadas, se separan del obrar, de la subjetividad agente, y se presentan como construcciones fijas ante ellas o, más bien, frente a ellas. Liberadas del poder que las ha producido, perseveran en una obstinada independencia —por un tiempo—. Todas ellas tienen, en sí, el germen de lo perecedero, están destinadas a la decadencia. Y lo que pone en efecto la decadencia de las obras fijas, de los monumentos erigidos por la fuerza creadora, no son solo las fauces corrosivas del tiempo, no la ruina de todas las cosas, sino, especialmente, la obra y el acto de otros sujetos, otros individuos y otros pueblos, que edifican sus reinos y sus monumentos sobre los escombros de las ciudades y Estados vencidos. «La obra es, por tanto, en general, algo perecedero, que es extinguido por el juego contrario de otras fuerzas y otros intereses y que presenta más bien la realidad (Realität) de la individualidad más bien como llamada a desaparecer que como consumada» (292, 238). El modelo de la obra (Werk-Modell) no puede de forma válida ser transpuesto en el obrar (Tun) en el que (y a través del cual) la autoconciencia racional llega a sí, en que lleva a cabo la autoobjetivación. Esta obra de la conciencia en la conciencia no es ni contingente ni se desprende como una cosa terminada del yo productor. La obra de la aparición y automanifestación de la razón tiene un carácter de obra de un tipo muy particular, que no se corresponde con la contingencia y la arbitrariedad subjetiva o con la inestabilidad de una construcción arrojada en el flujo del tiempo, o que quede perturbada y, finalmente, destruida, por las acciones contrapuestas de otros sujetos libres. La obra de la razón es ella misma; como unidad del ser y del obrar es lo que permanece y perdura.

Hegel, a la esencia espiritual que es el obrar de este individuo y el obrar puro en cuanto tal, que es fin (Zweck) y ser en sí, objetividad y sustancia todo en uno, a esta esencia espiritual la llama «la cosa misma» (die Sache selbst). Pero justo en la medida en que la individualidad se relaciona con el concepto de «la cosa misma», vuelve a caer, enseguida, en las distinciones con las que en otras ocasiones había contrapuesto una cosa misma frente a sus accesorios contingentes y variados. Con ello, se enreda en contradicciones sin fin. No puede echar fuera los accesorios y quedarse solo con el núcleo de la cosa (Sache), carente de propiedades. La autoconciencia, en cuanto individualidad racional, es su obrar y afanarse, es, ella misma, lo que viene dado tangencialmente y parece contingente. La razón como la cosa misma (die Sache selbst) no puede, en modo alguno, ser abarcada con el mismo pensamiento acerca de una cosa (Sache) que piensa, otras veces, acerca de cosas (Dinge) con propiedades, acerca de entes en procesos de movimiento y similares. Es un engaño en el que incurre la conciencia, y en el que hace incurrir a otros, el que ésta pretenda que le importa solo la pura cosa (Sache) y no su obrar en la cosa (Sache). Una cosa (Sache), en otras ocasiones, tiene su carácter de cosa (Sachlichkeit) también en el modo inmutable como puede ser vista desde muchos y variados aspectos, como aparece a una multitud de sujetos, esto es, a una intersubjetividad. La cosa (Sache), por lo general, tiene ella misma el plural de los sujetos que la captan fuera de sí, es la misma cosa (Sache) idéntica, aunque muchos declaren y reclamen esta cosa (Sache) como suya. La individualidad de la razón no puede nunca ser una cosa misma que tenga el obrar captador o formador fuera de sí, en un otro; y tampoco puede hallarse, sin más, frente a una pluralidad de sujetos.

Aquí se trata de una cosa (Sache) misma que abarca todo obrar en sí e incluye en sí a todos los sujetos. La cosa de la razón (Vernunftsache) es enteramente distinta a lo que son, por lo general, las cosas que son para la razón del individuo o para una intersubjetividad. «Es también engañarse a sí mismo y engañar a los otros el pretender que se trata solamente de la pura cosa; una conciencia que pone de manifiesto una cosa hace más bien la experiencia de que los otros acuden volando como las moscas a la leche que se acaba de poner sobre la mesa y que quieren saberse ocupados en ello» (300, 245); «… la realización es, por el contrario, una exposición de lo suyo en el elemento universal por medio del cual lo suyo se convierte y debe convertirse en cosa de todos» (299 s., 245). La individualidad es «… una esencia cuyo ser es el obrar del individuo singular y de todos los individuos y cuyo obrar es de un modo inmediato para otros o una cosa, que es cosa solamente como obrar de todos y de cada uno» (300, 245). A través de este curso del pensar, en el que Hegel alcanza el ser-cosa (Sache-sein) misma de la razón de una manera crítica, mediante una cuidadosa meditación y superación parcial del concepto habitual de cosa (Sache), un curso del pensar en el que consigue una unidad del sujeto individual y el universal, si bien no se trata de una unidad quieta, sino más bien de una unidad inquieta y cargada de tensión de la voluntad individual y la voluntad universal, de la volonté individuelle y de la volonté générale; en definitiva, en este curso del pensar ha liberado, por un lado, la comprensión del ser de la razón sobre sí misma y la comprensión activa de su efectuar y de sus obras respecto de toda superposición de las intenciones que suelen ir dirigidas a cosas, y por otro, ha preparado una problemática que puede condensarse en la pregunta de cómo la razón, en su incansable aspiración a hallar leyes, puede devenir instancia legisladora o una que meramente examina leyes, o incluso, si acaso es posible que no sea ni una cosa ni la otra.

γβ)

La razón legisladora (los dos imperativos)

Las dos secciones que siguen llevan por título: «b. La razón legisladora» y «c. La razón que examina leyes». Estas partes podemos tratarlas ya solo de una manera abreviada y meramente alusiva. La individualidad racional, que es unidad de subsistencia y de sí mismo, de lo universal e individuos singulares, comprende en sí toda subjetividad y todos los sujetos singulares. Es «lo verdadero», que no quiere realizar (realisieren) algo en un medio ajeno, sino solo en su esfera propia. Es lo verdaderamente ético, la sustancia ética misma, que se pronuncia en el elemento de las instrucciones y las normas, de las apelaciones y los consejos. Hegel señala con dos ejemplos de imperativos éticos cuán poco legisladora es la razón. El imperativo «Cada cual debe decir la verdad» se trastrueca y torna contingente y sin validez sin más mediante el añadido: «si sabe la verdad» (303, 248). Pues con ello queda a merced de la duda, de la skepsis, del individuo el que éste se declare libre de la segura posesión de la verdad cuando le parezca provechoso saber poco o no saber nada en absoluto. El imperativo no puede ser elevado, sin tergiversar su sentido, a la exigencia de que saber es una obligación ética. Ciertamente, ello es un anhelo fundamental en el hombre, pero resulta cuestionable si, deseosos de saber, llegamos al conocimiento adecuado de lo que es correcto y bueno. La «sana razón», dice Hegel, no está afectada por escrúpulos y dudas, conoce el bien y lo dice sin más. El otro ejemplo es para Hegel el mandato «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (304, 248). También aquí señala una tensión que enseguida se convierte en contradicciones cuando el amor del hombre individual al otro hombre individual queda puesto bajo la condición racional de amar al prójimo con la razón y no con simpatía ciega. El cuidado del bienestar de los congéneres tiene lugar a través del Estado, en mayor medida en que podrían hacerlo individuos aislados. «Ahora bien, el obrar bien de un modo esencial e inteligente es, en su figura más rica y más importante, la acción inteligente universal del Estado…» (304, 249). Ambos imperativos son fundamentalmente solo «mandamientos», pero no «leyes». La sustancia ética proporciona el criterio para el enjuiciamiento de la utilidad de tales mandatos. Con el pensamiento del criterio se presenta el problema de si la razón puede «examinar» leyes y en qué medida.

γγ)

La razón que examina leyes

Como instancia examinadora, la razón no produce leyes, las toma según se presentan en una comunidad, en un pueblo, en una intersubjetividad marcada por un comportamiento grupal conjunto. Con una crítica radical de esta pretensión examinadora, Hegel trata la cuestión de la propiedad. En este sentido, desarrolla —a partir de la estructura de la cosa (Sache) utilizable como una utilidad para cada uno, el momento de que, a través del trabajo de elaboración, la toma de posesión y la adquisición sobre una base contractual, la propiedad privada adquiere un carácter general y universal y la propiedad colectiva encierra en sí una relación necesaria con el ser utilizado por el individuo; a partir de esta estructura desarrolla una dialéctica cuya culminación, aún en nuestro tiempo, con la lucha entre capitalismo y comunismo, queda lejos. La esencia espiritual, que la razón es en sí y para sí, es base única y verdadera de todas las leyes éticas. Éstas no tienen ninguna esencia propia fuera de la individualidad racional. Ellas son; son en la medida en que expresan lo que es y lo que efectúa, la sustancia del mundo ético. «Y es en segundo lugar, una ley eterna, que no tiene su fundamento en la voluntad de este individuo, sino que es en y para sí, la absoluta voluntad pura de todos, que tiene la forma del ser inmediato» (310, 253). Cuando «comienzo a examinar, marcho ya por un camino no ético» (312, 255), afirma Hegel de forma concluyente.

Con ello, el largo movimiento de la razón ha desembocado en la confrontación de la individualidad con las gigantescas «Figuras de mundo de la conciencia», que Hegel alza ante nosotros, partiendo de los antiguos, en la siguiente gran sección de su obra, que lleva por título «El espíritu».

¿Es posible que Hegel haya exacerbado solo un momento del mundo, siguiendo la estela del logos, un momento unilateral del mundo, que ha tenido preponderantemente en vilo a la filosofía europea y el que, por ello, ha experimentado una elaboración diferenciada en la reflexión pensante, una reflexión de dos milenios y medio, mientras que el velado lado nocturno del mundo, por el que se nos van los muertos, el fundamento de todas las figuras, a su vez carente de figura, que precede a toda individuación, y que ha sido, ciertamente, barruntado por la poesía y la religión, apenas haya sido aprehendido por el concepto filosófico??[89]

El reino abierto y descubierto de las cosas singulares (Einzeldinge) y el encaje total que las reúne a todas ellas —y, finalmente, el movimiento del ser que fluye a su través— configuran el campo del pensar occidental desde Parménides hasta Hegel. El fundamento cerrado, precedente a toda iluminación, la tierra, es, sin embargo, lo nuevo que ha de pensarse y a la vez lo más antiguamente experimentado en la filosofía y en el mito. Ésta es la base desde la que, quizás, pueda hacerse posible algún día una confrontación con Hegel, tal vez siguiendo el mandato de Zaratustra: «¡Permaneced fieles a la tierra!»[90].