19

«¿Queréis que mi padre cometa traición?»

Se hallaban junto a un altar lateral. Cósima se apresuró a cubrirse la cara con el velo. Vio que Segismundo se inclinaba para hablar con Durgan, luego la puerta se cerró, volviéndose invisible.

Los feligreses abandonaban la iglesia después de las completas, en grupos y por separado. Segismundo congregó a su grupo en torno a sí. Se mantuvieron en las sombras, pues allí él y Leandro no podían cubrirse la cabeza. Segismundo hizo que Leandro rodeara a Cósima con el brazo y le dijo que inclinase el rostro hacia ella mientras caminaban detrás de él. Comenzó a andar despacio con la capucha echada hacia atrás, pero alta alrededor del cuello.

—¿No podríamos darnos prisa? —preguntó Cósima.

—Sí, si queréis que la gente nos mire —musitó Ángelo a su espalda.

En el exterior (¿alguna vez se había sentido Cósima más agradecida por la oscuridad reinante?) los hombres volvieron a subirse las capuchas. El perfil aterrador del cadalso se recortaba contra el cielo a un lado; luego quedó detrás de ellos. Segismundo apresuró el paso. Entraron en las calles estrechas después de la plaza abierta; Ángelo permitió que una rendija de luz iluminara sus pies. Cósima sentía frío y temblaba. Nadie habló. Se detuvieron delante de una puerta a cuyo umbral le faltaba un peldaño y quedaba al nivel de la rodilla. Segismundo dio unos suaves golpes con una determinada cadencia. La puerta se abrió. Segismundo giró sobre sus talones, cogió a Cósima por las caderas sin ceremonias y la depositó en la entrada. Allí la sujetó alguien desconocido, pero por el olor Cósima enseguida se dio cuenta que se trataba de Benno, que la apartó de la puerta, pues también los otros entraban.

El interior se iluminó. Subieron por una pequeña escalera. Cósima tuvo que detenerse para echarse el velo hacia atrás y ver dónde ponía los pies. Un descansillo cubierto de yeso desprendido los condujo a una sala iluminada por gruesas velas donde un hombre corpulento se levantó de una silla colocada junto a un brasero. Cósima vio la incredulidad pintada en su rostro al dar un paso vacilante. Leandro corrió hacia él.

Los dos hombres se abrazaron, prorrumpieron en exclamaciones, se miraron a los ojos y se besaron. Por fin consiguieron recordar que no estaban solos.

—¡Ah, padre, aquí está mi bella salvadora! —Leandro se acercó a Cósima y la cogió de la mano con una libertad que, de repente, en aquel ambiente doméstico y social, resultaba muy poco adecuada, a pesar de que sus manos se habían unido sin miramientos durante la aventura compartida. La condujo hasta su padre—. ¡Una dama muy valiente! Ha representado su papel a la perfección. Lo que le hayáis pagado no es bastante para recompensarla.

Cósima se detuvo en seco, haciendo que él se volviera, se soltó de su mano y con la palabra «pagado» resonando aún en sus oídos, lo abofeteó con toda la fuerza de que fue capaz. Leandro se tambaleó con los ojos desorbitados por el asombro y la mejilla cada vez más roja. Bandini y Ángelo quisieron hablar al mismo tiempo, pero ella se anticipó.

—¡Soy una Di Torre!

El sobresalto que habían tenido antes padre e hijo no fue nada comparado con el que sufrieron ahora. Ugo Bandini dejó escapar un sonido áspero al tomar aire, y su hijo se convirtió por un momento en la caricatura de un joven apuesto y sorprendido como sacado del libro de fisionomías del padre de la muchacha.

—Soy Cósima di Torre —dijo ella acrecentando aún más la sorpresa—. Si he obrado así ha sido porque a mí me habían rescatado y a vos no. Si creéis por un instante que yo, o cualquiera de mi familia, aceptaría dinero por prestar un servicio de cualquier índole…

—Señora Cósima —la voz de Ugo Bandini, por ser masculina y fuerte, se hizo oír injustamente por encima de la de ella—, podéis estar segura de que mi hijo hablaba por ignorancia…

—No sabía nada. —Leandro se acarició la mejilla y luego abrió los brazos—. Señora, mi muy admirada y digna señora, he sido rescatado gracias a vos y con vuestra valiente ayuda. Os suplico que me perdonéis. No comprendo nada. El agente del duque… —se volvió hacia Segismundo, pero no lo encontró. Sólo Ángelo permanecía dócil y vigilante detrás de Cósima—. El agente del duque me ha rescatado y el secretario de mi padre, en quien confiaba, ha intentado impedir mi huida.

—¿Giulio? ¿Ha intentado impedirlo?

—Sí, señor, no hay error posible. Me habría atrapado para impedir que huyera. —Se llevó el dorso de la mano ensangrentada a la frente. Rápidamente su padre le cogió ambas manos, horrorizado, y empezó a tirar de sus ropas manchadas de sangre buscando las heridas que acababa de imaginar—. No estoy herido, señor. Esta sangre es de Giulio. Él intentó detenerme, hubiera llamado a la guardia, pero ella lo mató. —Señaló con la cabeza a Ángelo, quien, al volverse Ugo Bandini para mirarlo, hizo una cortés reverencia. Cósima se dejó caer en un banco, preguntándose que les había ocurrido a sus rodillas, y pensó que los Bandini, padre e hijo, habían recibido más sorpresas de las que podían asimilar por el momento.

Aparentemente el Destino no estaba de acuerdo, pues la puerta se abrió y Cósima recibió su ración, introducida por Segismundo. Su padre entró echándose la capucha de pieles hacia atrás y se quedó con la boca abierta, mirando atónito a su hija y a Ugo Bandini, que lo miraba con asombro parejo.

Cósima se puso de pie al ver a su padre, dispuesta a hacer su filial reverencia y con una sonrisa automática de bienvenida, mientras aguardaba el alegre reconocimiento de su padre y un abrazo como el que Bandini había dado a su hijo. Jacopo di Torre siguió mirando y la sonrisa de Cósima se desvaneció. El viejo avanzó hacia Bandini con el puño en alto.

—¡Traidor! ¡Asesino! ¿Es esta vuestra venganza, demonios del infierno? ¿Traerme aquí para mostrarme a mi hija deshonrada? —Giró en redondo hacia Segismundo, que seguía detrás de él contemplando con atenta gravedad cuanto ocurría—. Os llamáis emisario del duque, pero ahora veo que es cierto lo que cuentan, trabajáis para el duque Francisco. ¡Ahorradme vuestras excusas! —exclamó, aunque Segismundo no había hecho ademán alguno de estar dispuesto a presentarlas—. ¡La prueba está aquí! —exclamó señalando a Leandro—. Sólo un traidor liberaría a un asesino. —Se golpeó la frente con ambos puños y a punto estuvo de tirar el gorro de pieles que llevaba—. ¡Pero habéis fracasado! ¡La repudio! —Con un gesto de su brazo, Jacopo borró a Cósima de su vida—. Ya no es hija mía. ¡La habéis deshonrado y ya no es una Di Torre! ¡Haced lo que queráis, dadle muerte por su vergüenza, ya no es mía! —Lloraba mientras gritaba y Cósima, atónita y furiosa, pensó: «Tal vez me quiera después de todo». Y simultáneamente: «No me había dado cuenta de que era tan viejo».

—Desde que vuestra hija, señor, fue raptada por los hombres del duque Francisco, estuvo a cargo, primero de las monjas de un convento de Castelnuova, y luego de la señora Donati, en casa de cuya hermana nos hallamos ahora. En todo momento ha estado convenientemente acompañada y su honor sigue sin mácula.

—¿Monjas? —El tono firme de Segismundo resultaba convincente, y Cósima vio que la esperanza renacía en el rostro de su padre. Los Bandini se habían abstenido de refutar sus acusaciones y contemplaban la escena como si fuera una obra de teatro cuyo argumento no hubieran comprendido.

—Monjas. —Jacopo volvió a mirar a su hija—. Unas monjas me trajeron sus cabellos.

—Me los cortaron —se oyó decir Cósima, tocándose la cabeza con las manos para tantear la forma aún desacostumbrada de sus cabellos cortos bajo los pliegues de linón—. Me tenían prisionera. —«¡Qué patético suena!», pensó. Leandro la miraba con expresión compasiva.

El rostro de su padre había cambiado.

—¿El duque Francisco…? —Se volvió de nuevo, esta vez hacia Ugo Bandini—. Entonces, ¿vos no tuvisteis parte en esto?

—Os lo juro por la vida de mi hijo.

Esto, que pareció convencer a Di Torre, dio pie a otras preguntas.

—Vuestro hijo…

Segismundo se adelantó entonces alzando una mano con gesto autoritario.

—Señor mío, esa es otra historia. Baste decir que vuestra hija se ha comportado con todo el valor y el señorío de una Di Torre.

Jacopo se volvió una vez más hacia su hija. Cósima vio una seña de Segismundo e hizo por fin su reverencia. Su padre se abalanzó sobre ella y cuando se levantaba, la apretó contra sus viejas pieles. Jacopo la besó, se secó las lágrimas de la barba y entonces dio un respingo y susurró con tono apremiante:

—¡Vuestro velo, muchacha! Por Dios, ¿habéis olvidado que hay hombres extraños aquí?

Cósima se cubrió el rostro con el velo. Segismundo sonrió brevemente y ella, recordando con cuánta audacia se había echado el velo hacia atrás en la prisión, se ruborizó y sintió el rostro aún más caliente por efecto del velo.

Sin embargo, Segismundo no perdió más tiempo.

—Señores, por el momento vuestros hijos están a salvo aquí pero corréis el mismo peligro que toda Rocca y su duque. Creo que ya lo sabéis. Sabéis que Francisco de Castelnuova está a punto de atacar, que sus mercenarios han cruzado la frontera al mando de Il Lupo y que esta noche acampan en suelo de Rocca.

Ninguno de los dos hombres se mostró escandalizado. Era cierto, lo sabían. Ugo miró a su hijo como si quisiera ocultar la expresión de su rostro. El padre de Cósima, que la había liberado casi inmediatamente de su abrazo, parecía cohibido. Fue Ángelo quien, alisándose el vestido, comentó, atrayendo todas las miradas hacia él:

—Canalla astuto. Bueno, ha escogido bien el momento, ¿no es cierto? —Seguía hablando con voz de falsete—. La ciudad es un hervidero. A la gente no le ha gustado que mataran a su duquesa ni les gustan los hombres de Hipólito que andan pavonéandose por la ciudad con aire despreciativo. No les gustan las peleas callejeras que arruinan sus mercancías. —Inclinó la cabeza hacia Leandro y mostró levemente los dientes torcidos en su encantador rostro—. Se enfadarán cuando no vean el color de vuestras entrañas mañana. Algunos de ellos son auténticos expertos.

Bandini, indignado, envolvió a su hijo una vez más en un abrazo protector. Segismundo se dirigió entonces a Jacopo di Torre.

—Os dieron unas instrucciones, señor; el precio por la vida y la seguridad de vuestra hija.

Di Torre estiró el velo de su hija sobre el hombro como si fuera indispensable arreglarlo en ese preciso instante.

—¿Cuáles fueron esas instrucciones?

Jacopo cogió a su hija por la muñeca para mostrarla a todos y habló con tono chillón y precipitado.

—¿Qué podía hacer? ¿Dejar que muriera mi hija? ¿Mi única heredera? ¿Una Di Torre?

Un objeto, una posesión, una prenda… Esos pensamientos, que Cósima había albergado durante toda su vida volvieron a aflorar a la superficie. Su padre no la miraba nunca como Bandini miraba a su hijo. Leandro era un heredero también, pero además mantendría el apellido de su padre y perpetuaría su linaje. Cósima intentó desasirse y su padre le soltó la muñeca sin mirarla. Ella estaba extenuada y le ardían los pies, pero la práctica de su joven vida la mantenía erguida y con la expresión de complacencia que se esperaba de una doncella.

—Ciertamente, señor, no podíais dejarla morir. La naturaleza y vuestro amor por ella exigían que obedecierais esas órdenes. ¿Cuáles eran? ¿Qué ayuda debíais prestar al duque Francisco mañana?

Di Torre señaló una vez más a Ugo Bandini.

—Que quede bien entendido, señor, que estaba convencido de que esas instrucciones procedían de vos.

—Estamos a la par en eso, señor. Yo creía que vos erais la mente que había urdido todas estas maquinaciones.

Segismundo emitió un murmullo cordial.

—Así pues, ambos estabais dispuestos a sacrificar a vuestro duque para salvar a vuestros hijos.

—No soy como Bruto, señor, para enviar a mi hijo a la muerte por mi país. —Ugo Bandini alzó la mano para impedir la interrupción de Leandro.

—Tampoco yo tenía otra elección. —Bandini y Di Torre se miraban como si empezaran a considerar que el enemigo tal vez fuese un ser humano.

—Debéis comprender, señores —dijo Segismundo, cuya voz cobró fuerza y delataba una premura que despertó en Cósima la sensación del peligro que seguía amenazándolos por culpa de un enemigo aún no vencido—, que ambos habéis sido engañados por la misma persona. Ambos teníais espías en vuestra casa, la esclava Sascha y el secretario Giulio.

—¡Sascha!

—Vos abandonasteis la ciudad, inconsciente, en una litera. Ella salió con vuestro vestido puesto y cabalgando con uno de los matones; ella dejó que vieran vuestro vestido y él los falsos colores de Bandini que llevaba. Sascha recibió un cruel pago por su traición.

Cósima no atinaba más que a preguntarse qué habría llevado a Sascha a hacer aquello. «¿La trataba mal? ¿Me odiaba sin que yo me diera cuenta?».

—Sin duda no eran los únicos espías. Ahora no hay tiempo para explicar todo lo que necesita ser aclarado, debéis confiar en mí y, por una vez, el uno en el otro. Vuestros hijos están sanos y salvos por el momento, pero sus vidas y las vuestras dependen de los acontecimientos de mañana.

Se acercó a la ventana y miró por una rendija en los postigos como si estuviera sopesando cuánto faltaba para el amanecer. Se volvió por fin y preguntó a Di Torre como sin darle importancia:

—¿Y vuestras instrucciones, señor, eran…?

—Abrir las puertas. —Cósima oyó una constricción en su garganta, un esfuerzo por conservar la dignidad al admitir que era un traidor—. Es decir, como consejero principal del duque debía enviar mensajes con mi sello para que no se diera la voz de alarma ni se impidiera la entrada a las tropas que llegaran, pues debía decir que eran hombres del duque Hipólito que lo ayudarían a disolver los disturbios.

—¿Disturbios? —preguntó Bandini.

—Se procurarán los disturbios necesarios —replicó Segismundo secamente. Cósima, sentada una vez más en el banco tapizado al pie de la cama, vio el rostro de su padre y por primera vez sintió pena por él. Al fin y al cabo ella era el motivo por el que había estado dispuesto a hacer todo aquello, aunque no fuera una persona, sino solamente su hija.

Jacopo alzó la cabeza y preguntó a Bandini:

—¿Qué teníais que hacer vos?

Bandini hizo un gesto resignado y respondió con tono casi conciliatorio.

—Entregar dinero. Para pagar a los mercenarios. Vos teníais que dejar entrar a los mercenarios de Francisco. —Puso una mano sobre el hombro de Leandro—. Y yo debía pagarles si no quería que muriera mi hijo.

—En lugar de eso —señaló Segismundo con una nota de ironía en la voz—, era el duque Ludovico quien moriría. Ahora, si queréis impedirlo, debéis hacer lo que yo os diga.

—Primero —dijo Jacopo al tiempo que hacía chasquear los dedos en dirección a Ángelo—, ocupaos de vuestra señora. Que se acueste. No son horas para que esté levantada.

Ángelo hizo una reverencia y se dispuso a acompañar a Cósima. En ese momento Leandro saltó de su silla como un resorte. Segismundo lo contuvo con un murmullo de intensa desaprobación.

—Ángela, sin duda la señora Donati os aguarda ya. Acompañad a vuestra señora a su habitación.

Di Torre y Ugo Bandini quedaron uno frente al otro a cada lado del gran hogar. Segismundo echó leña al fuego, que despidió un agradable calor en aquella hora anterior al alba.

Bandini tomó el rostro de su hijo entre las manos y le dio un beso en la frente.

—Deberías descansar, hijo. Estás exhausto… y aún tienes las manos ensangrentadas.

—Todo está preparado. —Segismundo abrió la puerta y Benno entró inmediatamente cargando con una gran jarra de agua humeante envuelta en paños. Benno la depositó sobre la piedra de la chimenea y fue en busca de una jofaina de loza con un dibujo de delfines. La llenó de agua, salpicando el brasero que siseó como un gato pisoteado, y se apartó. La luz dio entonces sobre su cara y Jacopo di Torre dio un res— pingo.

—¿Qué demonios está haciendo aquí este granuja?

Segismundo había observado anteriormente que la visión de Benno parecía despertar en la gente el deseo de darle de puntapiés o al menos de gritarle. Al encararse con el antiguo criado que lo miraba amigablemente boquiabierto, Di Torre lo sacudió con fuerza.

—¡Responde!

—Arriesgó su vida por devolveros a vuestra hija —dijo Segismundo.

—¿Él? —Di Torre retrocedió—. ¿Él? —Por su expresión parecía que hubiera preferido no recuperarla bajo condiciones tan poco higiénicas.

Segismundo cogió la gran capa que yacía sobre la cama y se la entregó a Ugo Bandini, cuyo hijo estaba quitándose la camisa y se disponía a lavarse, arrodillado junto a la chimenea.

—Señor, debéis volver a casa antes de que se haga de día. En ningún caso demostréis vuestra alegría por lo que habéis visto aquí. Seguid lamentándoos y haced exactamente lo que os pidan. Mi hombre, el que os ha traído hasta aquí, os llevará noticias mías.

Bandini se inclinó una vez más para besar el rostro ahora mojado de su hijo y luego se envolvió en la capa.

—También vos, señor Di Torre, debéis regresar a casa.

—Pero ¿y mi hija? ¿No he venido para llevármela?

—Os equivocáis, señor —replicó Segismundo con amabilidad—. Habéis venido para comprobar que está a salvo. Aún no puede irse con vos. Aún queda un espía al menos en vuestra casa que podría delatar su presencia. Nuestro enemigo no habrá confiado únicamente en una esclava. Sin duda os vigilan. Por eso os han traído hasta aquí con tanto secreto y por el camino más largo. Me han dicho que os habéis quejado de ello, pero no sabéis el peligro que os acecha. Desde que rescatamos a vuestra hija de manos del duque Francisco, habrán estado esperando a que os la devolvieran. Debéis obrar tal como él os instó a hacer.

—¿El duque Francisco? —Di Torre, súbitamente alarmado, se resistió a ser conducido hacia la puerta.

—Haced lo que os pidió y confiad en mí.

—Mi hija…

—Está en su cama, en la habitación de la buena señora que la ha cuidado de forma excelente desde su rescate. —Segismundo resultaba tan convincente con la mentira como con la verdad.

Llegaron a la puerta de la calle. Se oyó un gruñido cuando Bandini se esforzó para bajar del alto umbral, a pesar de que Segismundo lo ayudaba desde arriba. Un joven de modales bruscos envuelto en una capa y encapuchado, totalmente irreconocible como la antigua criada de trenzas, se hallaba abajo para conducir a ambos a sus respectivas casas, pero no quiso ayudar. Bandini casi se echó a reír al ver a su viejo enemigo que, ayudado por Segismundo, se aferraba a la jamba de la puerta y parecía un viejo y tembloroso tejón envuelto en sus pieles. Segismundo cerró la puerta con suavidad, la atrancó y volvió arriba.

Leandro estaba tumbado en la cama. Había apartado la ropa, pero no se había tapado con ella. Segismundo lo hizo por él mientras Benno se encargaba de la jarra de agua y la jofaina. Leandro despertó a medias. Tenía mil preguntas que hacer, las más importantes sobre Cósima, pero la única que se abrió paso en su mente y sobre la que, por así decirlo, pudo poner las manos, fue:

—¿Qué ha de hacer mi padre mañana?

—¿Mañana? Es hoy. —Segismundo corrió las colgaduras de la cama—. También él ha de hacer lo que le ordene el duque Francisco.

—¿Queréis que mi padre cometa traición?

Segismundo sonrió. La mente cansada de Leandro intentó dilucidar de qué lado estaba en realidad Segismundo, pero se durmió.