9
«Os libero de vuestra tarea»
Segismundo no pudo informar duque, dado que éste se hallaba reunido con su Consejo, y decidió pedir audiencia a otro miembro de la familia.
Era evidente que la señora Violante opinaba que el luto de la corte sólo afectaba a las clases más bajas. Cuando anunciaron a Segismundo, se hallaba en el centro de un grupo de damas que reían. Todas iban de negro, pero el vestido de la hija del duque tenía tantas perlas que parecía más bien imitar el resplandor de la luna que una noche oscura. Violante despidió a sus damas con empujones tan bruscos que a punto estuvo de derribar a una de ellas.
—¡Fuera! ¡Fuera! Quiero hablar a solas con este hombre.
Las damas hicieron reverencias y salieron, intercambiando miradas y examinando a Segismundo por encima del hombro con sonrisas disimuladas. La puerta se cerró tras ellas y sus chismorreos.
—Os agradezco la bondad de recibirme, señora. —La voz de Segismundo, en su registro más suave, era como la miel o el terciopelo. La joven reaccionó ante ella como una flor ante el sol.
La hija del duque hizo una seña a Segismundo de que se acercara y paseó su mirada por los anchos hombros y la extraña cabeza afeitada como si de repente hubiera hallado el objeto de interés que necesitaba. Sus ojos tenían muchas cosas en común con los del duque: eran de un azul intenso y en su caso tenían un brillo peligroso, como los de una chiquilla traviesa que aún no hubiera decidido qué travesura hacer a continuación. Al igual que su padre, era alta y esbelta, y también tenía los cabellos rubios, que llevaba recogidos en una trenza entrelazada con perlas y cintas negras, mientras que el rostro estaba enmarcado por unos rizos cuidadosamente dispuestos para parecer naturales. A pesar de la necesaria formalidad de su vestido y su peinado, había en ella un aire salvaje, la sugerencia de que podía hacer cualquier cosa en cualquier momento sin siquiera haberlo previsto, y que eso le gustaba. Llevaba un armiño en los brazos, con una fina cadena de oro que colgaba de un collar enjoyado. Cuando Segismundo se acercó a la joven, el armiño volvió su delgada cabeza y lo miró con el mismo aire de ferocidad impredecible y dichosa.
—¿Por qué habéis pedido verme en privado? —La joven acarició al animal, se lo acercó al mentón y miró a Segismundo con la cabeza baja, como si esperara que éste admitiera un motivo amoroso.
—He pensado que vos podríais ayudarme en el asunto de la muerte de la duquesa.
¿Era el armiño el que se agitaba, o lo había oprimido ella con las manos? Violante enarcó las cejas.
—¿Cómo?
—Vos visteis a la duquesa poco después de que la mataran.
El armiño se soltó de los brazos de la dama, corrió rápidamente hasta llegar al final de la cadena y volvió para esconderse bajo un escabel de terciopelo. Violante miró fijamente a Segismundo con sus ojos azules, inexpresivos. Dejó caer lentamente las manos a los costados. No dijo nada.
—Vos estuvisteis a solas con la duquesa antes de que se descubriera su muerte —insistió él—. ¿Visteis algo que pudiera ayudarnos a encontrar a su asesino? ¿Visteis salir a alguien del dormitorio antes de entrar en él?
La vida volvió a la dama sonámbula. Se volvió y se acercó al fuego como si de repente tuviera frío. Alargó las manos y sus anillos de perlas y diamantes lanzaron destellos.
—No estuve allí —respondió sin volverse.
Segismundo dejó escapar un levísimo murmullo. La dama giró de nuevo en redondo, abrió un pequeño estuche de oro que llevaba colgado del cinturón, extrajo un dulce, se lo llevó a la boca y siguió mirando a Segismundo sin perder el aplomo.
—La primera vez que vi a la duquesa después de su muerte, se hallaba en la capilla. ¿Quién dice que la vi antes?
La energía de su voz y la fiereza de su porte causaban la impresión de que esa persona se habría quedado pronto sin habla si llegaba a ponerle las manos encima.
Segismundo sacudió la cabeza con pesar.
—No me está permitido decíroslo, señora.
—¿Quién no lo permite? Mi padre es el único que tiene ese poder aquí.
—Siempre que vuestro padre siga siendo duque de Rocca.
La mirada azul se volvió abrasadora.
—¿Cómo puede dudarse de que seguirá siendo duque de Rocca? —dijo la dama poniendo la mano sobre la empuñadura de la daga que también llevaba colgada de su cinturón—. ¿Osáis insinuar…?
—Soy un hombre del duque, de eso podéis estar segura, pero también tiene enemigos. No creía que vos fuerais uno de ellos.
Estas palabras provocaron la inmediata reacción de la señora Violante, que se arrojó sobre él, siseando como un gato, con la cara distorsionada y empuñando la daga desnuda.
—¡Osáis decir que yo soy enemiga suya! —Empuñaba la daga con un extraordinario estilo masculino, apuntándola hacia el pecho de Segismundo. Éste la cogió por la muñeca y habló con inesperada firmeza.
—Señora, vuestro padre puede dejar de ser duque si sus enemigos logran manchar su nombre, como ya han empezado a hacer. Dicen que él mismo mató a su esposa. Lo dicen hoy en Rocca, y llegará a las ciudades de Hipólito mañana. Hipólito ayudará a los enemigos de vuestro padre a expulsarlo. Y a matarlo.
—Leandro Bandini será ejecutado por ese crimen.
—Es probable que sea inocente. ¿Permitiréis que muera un joven inocente?
—¿Cómo puede ser inocente? Lo hallaron al lado del cadáver.
Segismundo soltó la muñeca de la dama, que lentamente volvió a envainar la daga sin apartar los ojos de él.
—Su Excelencia el duque no está satisfecho.
Un perro, invisible hasta entonces por encontrarse medio enterrado en una pila de cojines, gruñó en sueños y estiró las cuatro patas con un estremecimiento. Violante se volvió al oírlo y regresó junto a la chimenea, frotándose la muñeca por donde Segismundo la había cogido. El borde de pieles de su falda hizo un leve sonido sobre la madera pulida del suelo, parecido al del fuego.
La voz profunda de Segismundo la siguió, implacable.
—Leandro Bandini afirma que vos le pedisteis que acudiera al banquete.
La dama giró en redondo.
—¡Que yo… le pedí a Leandro Bandini que acudiera! —Su gruesa trenza voló al girar y cayó por encima de su hombro. Su rostro adquirió el rubor de la indignación y su tono era el de una santa acusada de haber convocado a unos diablos menores.
—Esto es lo que él cuenta. Un mensajero se presentó ante él de vuestra parte para traerlo secretamente a palacio. Cuando llegó aquí, vos le enviasteis un hombre con una copa de vino y un disfraz para permitirle que llegara hasta vos sin ser reconocido.
—Si eso afirma, merece morir —dijo ella con los ojos echando chispas—. Todo es mentira. ¿Y por ese estúpido cuento, creéis vos que es inocente? —De repente se interrumpió y dio una palmada, haciendo que entrara un paje, al que, sin embargo, despidió con un autoritario ademán—. ¿Es que no lo comprendéis? Si no fue Leandro Bandini, si él es inocente, entonces es cierto lo que dicen mis estúpidas damas, que Jacopo di Torre envió el mensaje que trajo al joven Bandini hasta aquí. Ellas lo creen inocente porque es joven y atractivo. Dicen que Ugo Bandini raptó a la hija de Di Torre, así que éste se ha asegurado de que el hijo de Bandini muera por ello. Es un plan muy inteligente.
—¿Creéis que Di Torre llevaría su venganza hasta el punto de hacer matar a la duquesa?
—Una buena venganza no se detiene ante nada. Ya lo sabéis. —Paseó por la estancia con las manos unidas sobre el regazo—. Tal vez todo lo que pretendía era que descubrieran al joven Bandini en el dormitorio de la duquesa, quizá mi padre. Tal vez la matara otra persona.
—¿Visteis vos a Leandro?
—Debía de estar oculto. No vi a nadie.
Se hizo el silencio. Violante se volvió para mirar a Segismundo, con las manos sobre los perlados pliegues de su falda. Luego volvió a unirlas y cerró la boca con determinación.
El silencio se prolongaba. La dama se retorcía las manos con un mohín de disgusto. Segismundo dejó escapar un levísimo sonido burlón. La dama pateó el suelo y se acercó a él con la soltura de una joven que se sabe invulnerable en cualquier caso.
—Fui a buscar mi joya. La cruz que mi…, que la duquesa María me había prometido. Tenía que ser para mí. Yo no estaba aquí cuando ella murió, pero llevé luto por una madre cuando me enteré. Y esta duquesa no quería la cruz para ella, pero tampoco quiso dármela. Sabía dónde estaba y fui a buscarla.
—¿Por qué entonces, señora? ¿Por qué no antes?
—Nunca antes había despedido a todas sus camareras y guardias, o si lo hacía, siempre se quedaba con Cecilia. Así que la vigilé hasta que la vi marcharse, eso pensaba yo, bajando por la escalera.
—¿Por qué creísteis que era ella?
—Iba con capa y capucha. Pensé que ella llevaba capa. Todo el mundo se la había puesto para ir a ver los fuegos artificiales.
—¿No había nadie más?
—Estuve escuchando. Si hubiera oído a alguien habría aguardado más. —Se acarició un rizo, retorciéndolo con los dedos y mirando a Segismundo con la cabeza baja—. Si Leandro Bandini no la mató, ¿fue la persona a la que vi marcharse?
—Posiblemente, señora.
La dama adquirió una expresión pensativa mientras estiraba el rizo y lo examinaba como si quisiera comprobar su calidad.
—Ella se había asegurado de que nadie viese a su visitante.
—¿Conocíais vos a algún admirador de Su Excelencia que pudiera disfrutar de semejante privilegio?
—Sois muy comedido en vuestras palabras —dijo ella con tono crítico—. ¿Queréis saber si conocía a sus amantes? —Dejó que el rizo volviera a su lugar, riendo y mirando a Segismundo directamente a los ojos—. No. Tenía amantes. Cecilia lo sabía. Supongo que algunas de sus damas también, pero nada hará que confiesen, ni siquiera vos.
Segismundo sabía sin la menor sombra de duda que se podía hacer hablar a cualquiera, pero se limitó a preguntar:
—¿Lo sabía el duque?
—Nunca lo mencionó, ni la acusó, si es que lo sospechaba. Ni siquiera cuando se peleaban. —Violante sonrió al recordarlo—. Tuvieron una horrible discusión hace unos días, cuando ella descubrió que mi padre le había regalado una de sus villas a Caterina Albruzzo. Qué celos tan estúpidos. La duquesa María nunca fue celosa. No sintió celos de mi madre, o al menos nunca fue lo bastante idiota como para demostrarlos. Cuando mi madre murió, mandó traerme a palacio y me trató como a su propia hija. Mi padre la amó por eso.
Se oyó un crujido en la puerta. Entró un paje tras retirar la cortina y se inclinó ante Violante.
—Señora, el Consejo de Su Excelencia ha concluido y vuestro padre desea veros.
Violante extendió una mano hacia Segismundo.
—Acompañadme.
Segismundo tomó la mano que le tendía y se inclinó. Ella permaneció inmóvil.
—¿Pensáis contarle a mi padre que estuve… allí?
—Si no me lo pregunta, no tengo ningún motivo para contárselo.
Con los dedos de la otra mano posados sobre los labios de Segismundo, la dama se inclinó un poco hacia él.
—Silencio, pues.
Tras esto, con la mano reposando sobre la de Segismundo, permitió que éste la acompañara ante la presencia del duque.
Les abrían paso el paje del duque y el de su hija, que caminaban delante, uno al lado del otro. El palacio parecía lleno de solemnes hombres de edad, que hablaban excitadamente o discutían, pero que callaban bruscamente al verlos acercarse y se inclinaban ante ellos. El debate se reanudaba cuando ellos ya habían pasado. El efecto general, ahora que se había decretado el luto oficialmente, era el de un montón de cuervos graznándose unos a otros. También lanzaban miradas hostiles al hombre que sin duda debería haber caminado tras de la dama, y no a su lado.
Las puertas de la cámara del Consejo se abrieron para la pareja y se cerraron tras ella. El duque se hallaba sentado, sumido en sus pensamientos, en su gran sillón tallado, a la cabecera de la mesa, con un brazo sobre el tapete turco de oscuros tonos azules y rojos. Su secretario enrollaba pergaminos y ordenaba documentos. Después tuvo algunas dificultades para atarse el tintero de asta al cinturón. Ante el duque había una copa de vino intacta.
Apoyado en el muro, junto a la ventana, mirando a su hermano con expresión preocupada, se hallaba el señor Paolo. A su lado, en el asiento de la ventana lleno de cojines, se encontraba su hijo Tebaldo, que no dejaba de moverse, ora para prevenir un dolor, ora otro. Vistos así, eran evidentes las similitudes y diferencias entre ambos. Tebaldo había heredado el melancólico pliegue del párpado superior, pero su rostro expresaba la peculiar tristeza de quien a menudo está enfermo. El señor Paolo abrió los ojos con sorpresa al ver quién acompañaba a su sobrina.
La ensoñación del duque no duró más allá del tiempo que tardó en darse cuenta de que había entrado su hija. De inmediato se puso de pie y se acercó a ella para abrazarla. Tebaldo miró fijamente a Segismundo, a quien no habían anunciado y era para él un desconocido.
La hija del duque miró a su acompañante por encima del hombro, mientras su padre la tomaba entre sus brazos, y dijo:
—Este hombre me ha dicho que Leandro Bandini afirma que lo invité en secreto a venir a palacio.
El duque soltó una exclamación. Su hermano avanzó unos pasos y dijo:
—¡Qué insolencia! —Su súbita ira le hizo parecerse más al duque—. Espero que nadie se haya enterado de esto. La gente empezaría a murmurar cosas estúpidas y peligrosas. ¿Lo sabe alguien más?
—Nadie más que la dama y yo, señor.
—¿Habéis hablado con el joven Bandini?
Segismundo asintió y Paolo, tras una larga mirada escudriñadora, se volvió hacia su sobrina.
—Puede que Di Torre usara vuestro nombre para atraer al joven hasta aquí. No debemos olvidar que la terrible enemistad entre esas dos casas puede ser el origen de todo esto.
—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó el duque de repente—. Les haré pagar por haber roto así nuestra paz. Si se demuestra que lo planeó Di Torre, será su muerte. Sin embargo, me niego a creer que Di Torre fuera capaz de asesinar a su duquesa, aun para destruir a Bandini. ¿Es posible?
Parecía preguntárselo a sí mismo, pero Paolo replicó, sacudiendo la cabeza y con cierta reticencia:
—Los hombres no se detienen ante nada cuando buscan la venganza. No ven más allá de su objetivo. El pasado está lleno de ejemplos. Es como si un hechizo los cegara. Di Torre debe de ser el culpable si el joven Bandini es inocente.
El duque había estado escuchando a su hermano, pero ahora volvió su mirada de halcón hacia Segismundo, quien, a pesar de no moverse ni hablar, hacía notar su presencia.
—¿Habéis hallado al enano?
—Sí, Excelencia, y tengo el dinero para devolvérselo al orfebre.
—¿Fue entonces el enano quien robó el anillo? Creía que el orfebre no lo había reconocido. ¿De quién se trata? ¿Podría haber matado él a la duquesa? —preguntó Paolo, acercándose a su hermano, y ambos, tan parecidos y tan diferentes, miraron a Segismundo con expresión inquisitiva.
—Poggio, señor, el enano al que desterrasteis, se llevó el anillo. Pero por lo que me dijo no creo que matara a la duquesa. La encontró muerta.
Paolo se inclinó hacia él, profundamente interesado.
—Entonces, ¿no vio a nadie? ¿No podría atestiguar quién pudo ser el asesino?
—No vio a nadie. Y no puede atestiguar nada.
—¿No? ¿No lo habéis traído con vos?
—Lo traía, Excelencia, pero nos asaltaron unos ladrones por el camino. Conseguimos librarnos de ellos, pero Poggio murió durante la lucha.
—Pobre desgraciado —dijo Violante—. Siempre me hacía reír. Miró a su padre, apoyándose en su pecho, y él le acarició los cabellos.
—Que ése sea su epitafio. Lo habría castigado por el robo, pero no deseaba que muriera. Que Dios lo acoja en Su seno.
Segismundo se santiguó solemnemente al igual que los demás. Violante cogió la mano de su padre, que había descendido hasta su hombro, y entrelazó los dedos, diciendo con tono meloso:
—No querréis ejecutar a Leandro Bandini, ¿verdad? Si realmente lo engañaron, mataríais a un hombre inocente.
El duque suspiró y alzó los dedos entrelazados para mirarlos.
—Cuando se ha de gobernar una ciudad, los inocentes no siempre salen bien librados. Debo tomar medidas que protejan a Rocca de mis enemigos, tanto próximos como lejanos. El duque Francisco es un ave de presa que no duerme…
Su hermano hizo un movimiento involuntario y el duque lo miró con enfado.
—Este defensor infatigable de la misericordia, vuestro tío, acaba de persuadirme durante el Consejo de que no debo dejarme gobernar por esos miedos, que Rocca no podrá ser tomada si sus ciudadanos son leales. Pero ¿cómo pasar por alto las cosas que han ocurrido? Cuando yo…
—¿La sangre a las puertas de palacio? —Sólo su hija se atrevía a interrumpirlo.
El duque asintió.
—Eso, y otras cosas.
—¿Qué cosas? ¿Qué más se han atrevido a hacer? —insistió ella, convirtiendo las manos unidas en un doble puño.
Su tío intervino para imponer tranquilidad.
—Algún bellaco, quizá un agente del duque Francisco, ha manchado con sangre la estatua de Su Excelencia y ha escrito versos en los muros. Si Su Excelencia se mantiene firme ante semejante provocación, todo Rocca lo apoyará. Los rumores no…
Violante dio una patada contra el suelo, acción que compensaba con su fuerza la falta de sonido.
—No pueden pensar ni por un momento que Vuestra Excelencia… No pueden pensar semejante cosa de vos.
—Dirán que la encontré con otro hombre.
—Pero, aunque así fuera, ¿quién podría decir que no teníais derecho a matarla? Otros, príncipes incluso, lo han hecho antes.
—Olvidáis al duque Hipólito. ¿Aceptará el hecho de que su hermana tenía un amante? Sería un ataque contra su honor; exigiría pruebas.
Violante guardó silencio, balanceando la mano del duque, pensando. Luego la soltó.
—¿Cómo mantendréis entonces la paz con él?
El duque se acercó a la ventana y puso una mano sobre el hombro de Tebaldo, que había hecho un esfuerzo por levantarse al ver a su tío.
—Dentro de una semana alguien debe morir. Tal vez sea Leandro Bandini. Entonces perderé el apoyo de la facción de Bandini para mantener la alianza con Hipólito.
—¿No se podría hallar a alguien más, o inventarse alguna historia que convenciera al duque Hipólito y os hiciera ganar tiempo hasta que descubrierais al culpable, conservando así la lealtad de Bandini?
Paolo alargó una mano hacia Violante para atraerla hacia él.
—Sobrina, os habéis convertido en una estadista, pero meditadlo bien. Tal vez Leandro Bandini no sea inocente. Recordad que le hizo abiertamente la corte a la duquesa durante el banquete, disfrazado de salvaje. Derramó vino sobre su vestido para que se viera obligada a retirarse. Luego la siguió, la forzó, y habría escapado si la duquesa no hubiera tenido el valor de golpearlo. ¿Quién puede jurar que es inocente?
—Segismundo afirma que le administraron una droga en una copa de vino, hermano —apuntó el duque desde la ventana.
Paolo volvió a mirar a Segismundo con gesto pensativo.
—¿Quién se la dio?
—No lo sabe, señor.
Paolo emitió un sonido de incredulidad y sonrió.
—¿Y vos creéis en su palabra? Si tomó algo con el vino, y no cabe duda de que para actuar como lo hizo debió de beber en abundancia, sería algún afrodisíaco. Perdonadme, sobrina, pero los hombres hacen tales cosas.
El duque observó a Segismundo como si esperara una réplica.
—¿Podría ser? ¿Estáis convencido de que fue drogado?
La inclinación de cabeza y el ademán de Segismundo podían significar cualquier cosa. El duque lo tomó por una afirmación. Se aproximó a la mesa, se bebió el vino como si acabara de recordarlo, y continuó con nuevos bríos.
—Se hará justicia. El pueblo lo verá y nosotros olvidaremos todo esto. No busquéis más, Segismundo, os libero de vuestra tarea.
—Con el permiso de Vuestra Excelencia, tal vez haya más cosas por descubrir. —La voz profunda de Segismundo era respetuosa, pero implicaba objeciones, y el duque vacilaba aún cuando terció Paolo:
—Siempre habrá más cosas que descubrir, igual que hay secretos en todas las familias. Lo que desea Su Excelencia es que vuelva a reinar la paz. Ceded vuestra autoridad como Su Excelencia desea.
Segismundo se quitó el anillo ducal y se lo entregó a su dueño. El duque se lo puso en el dedo y extendió la mano para que Segismundo lo besara.
—Seréis recompensado. Hablaremos más tarde. —Era una despedida. Segismundo se retiró. Violante lo siguió con una mirada especulativa. La expresión del señor Paolo sugería que su hermano se mostraba excesivamente generoso con un hombre cuyos servicios se habían limitado a devolver el oro de un mercader y a un enano muerto; a menos que se considerara que una esclava muerta mejoraba su actuación.
Benno mascaba alguna cosa distraídamente cuando Segismundo lo encontró apoyado en una columna fuera de la cámara del Consejo. Dos guardias lo miraban de soslayo, poco habituados a ver en palacio a bobos no oficiales. Benno se alegró de ver a su amo y lo miró con aire de propietario. Mientras se alejaban por los pasillos y corredores, comentó:
—Entonces, ya no tenéis el anillo, ¿verdad? ¿Lo habéis devuelto al duque? Eso significa que ahora podemos ir a buscar a la señora Cósima, ¿no es eso?