IX
FINAL DE UNA PESADILLA Y COMIENZO DE OTRA
Durante dos horas voy de un lado para otro, entro y salgo en los distintos pabellones, corro, subo y bajo recorriendo diez veces la cárcel en todas las direcciones. Hablo con veinte personas distintas y no ando con rodeos con ninguna. Tengo que fugarme y el tiempo apremia. Si no me fusilan esta misma noche, lo harán mañana o pasado. La única salvación posible es largarme cuanto antes.
Todos comprende lo desesperado de mi situación y parecen dispuestos a ayudarme. El problema estriba en cómo intentar la fuga con alguna posibilidad de éxito por remota que sea. Aquí tropiezo con dificultades insuperables. Nuestro proyecto de utilizar las alcantarillas es irrealizable de momento. Aun pudiendo descender hasta ellas, no podría forzar la reja que resguarda la desembocadura de las atarjeas en pleno campo. Tampoco es posible huir pasando del tejado del edificio central a los de unas casas cercanas, porque han condenado con barrotes de hierro las salidas al tejado.
—Saltar la tapia por la parte del frontón es prácticamente imposible porque habría que hacerlo en pleno día y ante las narices de los centinelas.
Tras descartar por irrealizables varios caminos de posible huida, quedan como problemáticas y arriesgadas —pero no imposibles— tres opciones, y las tres exigen traspasar la alambrada del patio sin sembrar la alarma. Las dos primeras consisten en salir por la mañana mezclado con los destinos de paquetes, comunicaciones y peculio a la parte de la antigua huerta y esperar allí o una distracción de los centinelas, para saltar la tapia y caer al jardín de un convento cercano o la misma calle, o procurar escabullirme en un descuido del funcionario de servicio en la puerta hasta mezclarme con los familiares que entran a comunicar y salir confundido entre ellos. Ambos son un tanto aleatorias y exigen la complicidad de la mayoría de los destinos.
—Yo estoy dispuesto —dice el avisador de las comunicaciones—, pero no me fío de los otros.
La tercera posibilidad de fuga consiste en resucitar algo que tenemos pensado de antiguo, pero que hemos desechado por difícil y comprometido: salir de noche con Martínez cuando vaya a arreglar el motor del pozo y salvar los muros en las cercanías del estanque. El interesado está decidido a prestarme toda su ayuda. Pero…
—Ni esta noche ni mañana tenemos nada qué hacer. Sólo pasado y si le toca a quién tú sabes.
El funcionario a que se refiere es un hombre mayor que trabaja simultáneamente en tres o cuatro empleos, tiene que madrugar por las mañanas y procura dormir todo lo posible durante el servicio nocturno. Mientras otros van con Martínez por las noches hasta el estanque y se quedan con él todo el tiempo que necesite para arreglar la avería, éste le deja ir solo, convencido de que no se fugará.
—Dentro de dos noches entrará de guardia y podremos intentarlo.
—Lo más probable —replico— es que pasado mañana me hayan fusilado ya.
No obstante, por si viviera hasta entonces y no tuviera éxito con los destinos de paquetes y comunicaciones, ultimamos todos los detalles. Tendré que pasar el recuento de la tarde en mi celda y entre el momento de terminar éste y el toque de silencio, bajar sin que me vean hasta la planta baja para meterme en el cuchitril que Martínez comparte con otros dos compañeros. Ni éstos ni los demás ocupantes de mi celda dirán una sola palabra. Nadie me echará en falta hasta el recuento de la mañana, doce horas después. Si aun estando abajo no pudiera marcharme, podría volver al segundo piso cuando lleven la malta del desayuno. Por si acaso grabo bien en la memoria los nombres y las señas de cuatro personas distintas —una en el mismo Carabanchel y las tres restantes en Madrid—, donde podré hallar refugio al escapar de Santa Rita.
—No me queda más remedio que esperar aquí dos o tres días —digo a los compañeros de la celda 14, cuando he de subir a ella para el recuento de la tarde—. Veremos si hay suerte y me dejan vivir hasta entonces.
Cuando tres horas más tarde se produce una nueva saca, tengo la absoluta seguridad de que vienen por mí. Sigo con mayor interés y emoción que nunca el ruido de pasos en el pasillo, el encender y apagarse las luces, la apertura de puertas y las voces que llegan confusamente hasta nosotros. Fermín, que aupado nuevamente sobre los hombros de su hermano, atisba por la rendija del montante lo que ocurre, nos lo va comunicando escuetamente:
—Han abierto la veintitrés. Ahora vienen para acá.
—No, no. ¡Creo que se van!
Todo dura cinco minutos escasos, aunque yo creo envejecer en ellos cinco años. He sufrido mucho en las sacas anteriores, en todas las cuales temía que vinieran por mí. En esta ocasión sufro más porque ahora tengo la clara sensación de la rata atrapada en una trampa sin escapatoria posible.
—Bueno —dice Ferreiro— ya me parece que podemos dormir esta noche.
No experimento esta vez la salvaje alegría de otras semejantes, ni siquiera el hambre voraz que a todos nos produce el peligro inminente superado. Continúo sentado en el petate sin intervenir en la charla general.
—Enhorabuena —dice Reglero, que se da cuenta de mi estado de ánimo—. Por lo menos tienes dos días más de vida porque mañana es sábado.
En el azoramiento y premura de las horas precedentes ni siquiera he pensado en ello. En efecto, el 19 de mayo es domingo y los domingos no fusilan a nadie. En otras semanas he recibido con el mismo alborozo que los demás condenados la llegada del sábado; en ésta, no. Gano poco con que no me maten el domingo por la mañana, si han de hacerlo el lunes o el martes.
—De todas formas, me fusilarán lo mismo, si no encuentro manera de largarme.
Sábado y domingo son los días más largos de mi vida. También los de mayor desolación y desesperanza. Me muevo mucho, procuro no desaprovechar un solo minuto, hablo con cien personas distintas, inició dos tentativas distintas y no consigo nada. En la mañana del sábado logro llegar hasta la entrada del patio de comunicaciones e incluso trasponerla porque está entreabierta. Pero sólo consigo darme de bruces con el funcionario que vigila al otro lado y que me cierra el paso, preguntando receloso dónde voy.
—A comunicar con mi familia —respondo, fingiéndome totalmente despistado—. ¿No se va por aquí al locutorio?
—¿Eres nuevo aquí?
—Iba al locutorio —contesto, eludiendo responder directamente a su pregunta.
—Pues vuelve ahí —me dice, obligándome a retomar al patio grande— y espera que te llamen.
El domingo, después de la misa y de la formación en el patio, realizo otro intento, pero un oficial me sorprende junto a la alambrada y no puedo seguir adelante. Antes de subir a cenar, me pongo de acuerdo con Martínez.
—Procura bajar después del recuento.
No sin grandes dificultades y merced a la ayuda de varios compañeros consigo abandonar la segunda planta antes de que cierren las puertas al toque de silencio. He de esperar un rato en la primera para pasar sin ser visto ante la jefatura de servicios y llego al cuartucho de Martínez cuando ya suena la corneta en el patio.
—Manolo no está. Le llamaron hace quince minutos y dijo que esperases.
Le espero impaciente, tumbado en un rincón, tapada la cabeza con una manta por si alguien asomara por allí. Tarda una hora en volver y lo hace del peor humor imaginable. Trae para mi malas noticias. No es sólo que el funcionario en que tanto habíamos confiado no ha entrado de servicio por hallarse enfermo, sino que no podremos ir hasta el estanque de ninguna manera. El motor tuvo la mala ocurrencia de averiarse con una hora de anticipación y ha tenido que arreglarlo ya, vigilado por uno de los oficiales.
—Lo peor es que parece que se ha olido algo y ha dicho a los soldados que vigilen aquella parte y si ven aparecer a alguien, aunque sea yo, disparen a matar.
Como comprobará, al día siguiente no se trata de ninguna argucia o pretexto para eludir su compromiso conmigo. Las cosas suceden en la forma que me las cuenta. Incluso se da el caso anómalo que media hora más tarde el mismo funcionario corre el cerrojo del cuchitril, dejándonos encerrados.
—Si se les ocurre contar los que hay aquí o en tu celda armarán un buen escándalo.
Por fortuna no se les ocurre realizar un recuento extraordinario. Tenemos la suerte además de que esta noche no haya saca. En cualquier caso no logro conciliar el sueño un solo minuto. Pienso mucho, y en las circunstancias en que me encuentro no me hace ningún bien.
Durante el reparto del desayuno matutino consigo volver a mi piso y a mi celda. Los compañeros de la 14 me ven aparecer con encontrados sentimientos. Si por un lado confiaban en que hubiese podido escapar, por otro temían que me hubiesen matado en el intento.
—No hubo ni siquiera intento —confieso cariacontecido— y voy perdiendo incluso la esperanza de que lo haya nunca.
He perdido ya dos días y tres noches y cada vez veo el panorama con tintes más sombríos. En la mañana del lunes tampoco consigo nada práctico, excepto un nuevo acuerdo con Martínez para probar suerte a la noche siguiente. A la una de la tarde, cuando esperamos de un momento a otro el toque de fajina, me llaman para comunicar. Me sorprende la llamada porque las comunicaciones de la mañana han debido terminar ya.
—Y han terminado —dice el preso que vocea los nombres—. Se trata de una comunicación extraordinaria para los suscriptores de Redención.
Redención es una luminosa idea no sé si del director general de Prisiones, el general auditor don Máximo Cuervo, o de algunos de sus colaboradores. Se trata de un periódico para los presos y sus familiares, en el que pueden colaborar los propios reclusos, incluso cobrando muy módicas cantidades por hacerlo. En Redención se hacen grandes elogios del sistema penitenciario español, de la generosidad con que somos tratados los detenidos y de lo bien que se vive en las cárceles, pero no se dice una sola palabra de hambres, condenas y fusilamientos. No goza, como es natural, de las simpatías de aquellos a quien va destinado y no alcanza mucha difusión, pese a ser el único periódico autorizado en las prisiones con suscripción obligatoria para los que tienen destino y ofrecer como incentivos una comunicación y una carta más cada determinado tiempo.
—Suscribirme —dirá mi madre unos minutos después— fue la única manera de que pudiese comunicar hoy contigo.
Mucho más que los medios de que se haya valido para lograr la comunicación me interesa lo que tenga que decirme. Temo bastante, como es lógico, que sea una confirmación amplia y detallada de lo que he creído entender del recado dejado tres días antes por mi hermano.
—¡Buenas noticias, hijo! —empieza por decirme antes de que pueda preguntarla nada—. Las mejores que podías esperar.
Cuando en el curso de la comunicación me explica en qué consisten veo que son excelentes, en efecto, dentro de lo que cabe. Pero distan un abismo de lo mejor que podía esperar y desear.
No se trata, claro está, de que vayan a ponerme en libertad, ni que me hayan indultado. Ni siquiera tienen esperanzas de que puedan indultarme en fecha más o menos próxima. De conseguir algún día la conmutación de la pena de muerte que pesa sobre mí habrán de transcurrir en el mejor de los casos dos o tres meses. Sin embargo, lo que mi madre me comunica despeja un tanto —al menos de momento— las negruras del horizonte.
—Tu expediente había desaparecido de donde estaba y temimos lo peor. Por eso, cumpliendo la promesa que te habíamos hecho, vino Mariano a decírtelo. Como no pudo comunicar se las ingenió para que el de la ventanilla de peculio te diese un recado que bastaría para que comprendieras que las cosas iban muy mal.
Afortunadamente, en los tres días transcurridos desde el viernes, algunos amigos de mi hermano habían conseguido localizar el sumario. Contra lo que temieron en un principio no había pasado a Ejecutorias, sino a otro departamento, para evacuar o cumplimentar no sabía qué trámites. Parecía que mientras estuviese allí no me fusilarían.
—Incluso han prometido retener el expediente hasta que se presente alguna ocasión favorable.
Dudo mucho que las cosas sean tan sencillas como mi madre me las presenta. Es probable que acentúe las seguridades para tranquilizarme, aparte de lo que mi hermano por su parte las haya mejorado para tranquilizarla a ella. Al finalizar la comunicación y tras repetir que estarán al tanto de la marcha del sumario y que en caso de torcerse las cosas me avisarán como sea, suplica:
—No hagas nada, hijo mío. Yo confío en que todo pueda arreglarse aún. Ten si quieres preparadas las cosas. Pero no intentes nada a la desesperada mientras no vengamos a decirte que está todo perdido.
* * *
Todo vuelve a estar para mí como una semana antes. Expuesto a que la noche más inesperada sea conducido a Porlier para pasar en capilla los últimos momentos de mi vida; pero sin que se hayan cerrado todas las puertas, recaído una decisión definitiva en mi asunto ni tenga la seguridad de que voy a morir inevitablemente mañana o pasado.
Mi situación el lunes no es mejor ni peor que el viernes. Tan dramática como para volver loco a quien se encuentra metido en ella, pero tan acostumbrado ya como para llevar cuatro meses en tan angustiosa zozobra y seguir razonando normalmente. Sólo advierto una diferencia sensible: que mi familia parece saber dónde se encuentra mi expediente y que no vacilará en avisarme si ve mal las cosas para que haga lo poco o mucho que pueda hacer.
—Por si acaso —decido— habrá que preparar las cosas con calma para no sufrir de nuevo la sensación de absoluta impotencia de estos días.
Reanudo mi vida normal, dentro de la terrible anormalidad del ambiente que me rodea. En la última decena de mayo y las dos primeras de junio de 1940, la atmósfera de Santa Rita alcanza un grado extremo de pesimismo y desolación. Cada día ingresan nuevos detenidos que amenazan reventar pabellones, galerías y celdas, incapaces de contener un número sin cesar creciente de presos. Cada tarde son más los conducidos a las Salesas, que retornan a las veinticuatro horas con una carga impresionante de penas de muerte. Casi cada noche hay alguna saca y los supervivientes nos enteramos cada mañana de los nombres de amigos y conocidos perecidos de madrugada. Por otro lado, para hacer más sombrío el cuadro, cada vez la comida es más escasa y peor y, pese al sacrificio de nuestros deudos en libertad, los paquetes que recibimos son más pequeños y raquíticos.
—No saben lo que nos ha costado —oímos en las comunicaciones y leemos en las cartas— lo poco que he podido traerte.
Nos figuramos sin gran esfuerzo lo que no sabemos, y figurarnos las hambres y sacrificios de madres, esposas, hermanas o hijas no sirve precisamente para aumentar nuestro contento. Muchos dentro de las cárceles se sacrifican a su vez por aliviar un poco las dificultades de sus familiares en la calle.
En muchos discursos oficiales, en frecuentes artículos periodísticos, en todos los números de Redención e incluso en los sermones que durante las misas que se celebran en la totalidad de las prisiones de España nos dirigen capellanes, párrocos o misioneros, se hacen grandes elogios de «una obra genial y generosa del sabio jesuita padre Pérez del Pulgar». Se trata de la redención de pena por el trabajo, merced a la cual sobre acortar considerablemente sus condenas quienes han sido sentenciados a penas de prisión —los condenados a muerte quedan totalmente excluidos, aunque con posterioridad sean indultados—, los presos pueden contribuir al sostenimiento de sus familiares.
No son altos ni generosos los salarios que se ofrecen, que en ningún caso llegan ni a la tercera parte de lo que cobran los trabajadores libres. En general, por una jornada de trabajo en las minas, en los túneles que se abren para el ferrocarril Madrid-Burgos, en Cuelgamuros o en otros destacamentos se les ofrecen tres pesetas diarias. Claro que ni los trabajadores presos ni sus familiares recibirán las tres pesetas, que se distribuyen cuidadosamente en diferentes conceptos. Una peseta sirve oficial y nominalmente para mejorar el rancho del recluso; otra peseta será remitida a la mujer o los hijos, y la tercera, aparte de algunas pequeñas deducciones, será ingresada en una cuenta de ahorro para que el interesado, cuando recobre su libertad dentro de catorce o quince años, disponga de un fondo de reserva para vivir mientras encuentra —si la encuentra— ocupación en la calle.
Aunque la pequeñez del salario no entusiasma a nadie, no faltan mineros, picadores, albañiles, picapedreros y simples peones que aceptan «redimirse» merced un duro laborar. Ninguno tiene muy en cuenta que por cada jornada de trabajo le rebajarán unas horas su condena de veinte o treinta años de presidio. Todos solicitan trabajar para ser trasladados a un lugar más cercano a su residencia familiar y, esencialmente, para contribuir en lo poco posible a que sus hijos no continúen pasando tanta hambre.
En el mismo Santa Rita hay ya una treintena de hombres —que pronto serán veinte veces más— que se «redimen» trabajando muchas horas diarias en la explanación de los terrenos donde ha de levantarse la futura cárcel de Madrid. También se piensa convertir Santa Rita en prisión central de trabajadores donde se concentren no sólo los que trabajen en la nueva Cárcel Modelo de Carabanchel, sino los que vayan a Cuelgamuros, Chamartín, Buitrago y todos los destacamentos de trabajo en cien kilómetros a la redonda. Se trabaja tan duro en estos sitios, en tan precarias condiciones de higiene, con una debilidad creciente de los obreros presos por la falta de alimentación, que en 1942 y 1943 veremos regresar a Santa Rita, destrozados por el bacilo de Koch y la silicosis a hombres que no son ni sombra de lo que fueran unos meses antes cuando partieron hacia los destacamentos. Un periodista madrileño —Valentín Gutiérrez de Miguel— puede comentar un día entre mordaz y angustiado:
—Vamos progresando indudablemente, recorriendo todos los colores del iris. Primero fue la trata de negros, más tarde la trata de blancas y ahora la trata de rojos. Con la enorme diferencia que mientras la trata de blancas constituía un horrendo pecado, la de rojos está patrocinada y bendecida por nuestra Santa Madre la Iglesia.
Sin «redimir pena» trabajando por cuenta propia y superando todo género de dificultades hay otros que se las ingenian para ayudar dentro de sus escasas posibilidades a la mujer o los hijos que están en libertad. Algunos descubren pronto que las tallas de madera, esencialmente cuando se trata de raíz de olivo, se pueden vender en determinadas tiendas y comercios. Son forzosamente pocos en número porque, aparte de ciertos conocimientos profesionales y dotes artísticas, se precisan herramientas que difícilmente se toleran en la cárcel, excepción hecha de los que tienen destinos como carpinteros.
Mucho más abundantes son los que fabrican muñecos de trapo. Los materiales son baratos: retales de lona o trozos de ropas en desuso, unos kilos de serrín, unas agujas y unos palos para apretar el contenido. Con un patrón se recortan las diversas partes del muñeco que una vez cosidas se llenan de serrín muy apretado. Otros patrones sirven para confeccionar ropa para vestirlo y, por último uno, más hábil o mejor dotado que los demás, le pinta la cara.
Al principio no se fabrica más que un tipo de muñeco. Es la figura de un payaso —al que todos llamamos Thedy— único del que existe, traído no se sabe de dónde ni por quién, los patrones de la figura en sí y de las ropas: zapatones de madera, pantalones holgados, jersey, chaleco, reloj, bastón o paraguas. Más tarde surgen diez o doce muñecos más, en diferentes tamaños y posturas. Representa a Caperucita, al Lobo, a los tres cerditos, a Pinocho, al Gato con Botas e incluso a Lolín y Bobito. La mayoría de los dibujos originales y de los patrones se deben a un pintor preso —Clavo—, que de esta manera presta un valioso y eficaz servicio a sus compañeros de reclusión.
Todos probamos suerte con los muñecos. Incluso se llega a una distribución especializada del trabajo. Unos se dan mucha maña para rellenar de serrín las figuras; otros para confeccionar las ropas; algunos para hacer los zapatos o los relojes de madera, unos pocos confeccionan con facilidad pelucas y bigotes. Hay momentos en que Santa Rita parece una fábrica de muñecos y en que todos los paquetes que reciben los familiares llevan una cigarra, una Caperucita o uno de los cerditos músicos.
A nuestra celda, como a todas, llega la manía de los muñecos. No he sido nunca mañoso y lo demuestro cumplidamente en esta ocasión. Intento diez muñecos distintos, trabajo con entusiasmo en todos y sólo consigo terminar —y eso gracias a la ayuda de los demás— un Thedy que sólo a mi madre pudo parecer precioso. Soy una verdadera calamidad y pronto los demás rechazan incluso mi desinteresada ayuda porque varias veces estropeo lo que llevan bastante adelantado.
Carlos Rubiera, en cambio, es un verdadero artista. Aprende con rapidez, trabaja con entusiasmo, le cunde más que a ninguno y algunos de sus muñecos son pequeñas obras maestras de artesanía. Labora sin descanso y todas las semanas, al comunicar con la familia, puede entregarlos un par de muñecos. (Sólo más tarde, después de que Carlos haya sido fusilado, sabremos que estos muñecos constituyeron una buena ayuda para sus deudos, que se morían materialmente de hambre. Porque Rubiera —diputado socialista, subsecretario de Gobernación, presidente de la Diputación y otros varios cargos elevados— no tenía un solo céntimo al terminar la guerra).
Si la fabricación carcelaria de muñecos alivia un poco el hambre de los familiares de algunos presos, la tarea de confeccionarlos nos sirve a todos —incluso a los que, como yo, no hacen nada a derechas— de entretenimiento para no pensar más de la cuenta en lo desesperado de nuestra situación.
Otros —muy pocos— periodistas, dibujantes y escritores o aspirantes a serlo, consiguen a veces unas pesetas o «redimen» sus penas con un trabajo que el resto de la población reclusa mira con malos ojos. Son los colaboradores del periódico Redención, destinado especialmente a los presos y sus familiares. A los colaboradores asiduos, a aquellos cuyos nombres aparecen cuatro o cinco veces en las columnas del semanario, la gente les trata con prevención e incluso les niega el saludo. Ignoro si a cualquiera de ellos los artículos que publica le benefician en algo, aparte de las cuatro o cinco pesetas que le pagan. En cambio, en las cárceles primero y en la calle después se habla mucho de uno en cuyo triste final influye al parecer decisivamente un dibujo aparecido con su firma en las páginas de Redención.
Se trata de un buen dibujante y excelente persona, Carlos Gómez, «Bluff», cuyas caricaturas en La Libertad le granjean una amplia popularidad en los años que preceden al estallido de la guerra. Preso al terminar ésta y movido por la necesidad, tiene la malaventurada idea de enviar a Redención una historieta publicada algún tiempo atrás en un semanario humorístico. En cuatro viñetas repite el conocido cuento de los pescadores con caña que pescan un pez, cuya posesión se disputan a golpes porque se han enredado los correspondientes sedales. Cuando la historieta se publica hay quien le atribuye una intención política actual que no tiene. Quieren ver en ella una clara alusión a la rivalidad entre falangistas y requetés disputándose nada menos que el poder.
Aunque la interpretación es tan absurda como disparatada, máxime habiéndose publicado por primera vez mucho antes del Movimiento, lo efectivo es que el autor es juzgado a los pocos días en un consejo de guerra sumarísimo de urgencia. La primera noticia que nos llega del resultado es el fusilamiento del pobre Carlos Gómez, «Bluff».
* * *
La guerra mundial en la que tantas esperanzas habían puesto algunos discurre en forma catastrófica. Todo sucede en forma diametralmente opuesta a lo que esperábamos y deseábamos. A la rendición del ejército holandés sigue la del belga con el rey Leopoldo a la cabeza. Derrotados británicos y franceses, los primeros tienen que reembarcar en Dunkerque y los segundos sustituir a Gamelín por Weygand y a Reynaud por Pétain. El viejo mariscal, embajador francés en Madrid hasta el comienzo de la ofensiva hitleriana, firma la rendición de su patria. Italia interviene entonces en una guerra que considera ganada y, España cambia su neutralidad por la «no beligerancia».
Los periódicos españoles celebran como si fueran propias las victorias hitlerianas y el hundimiento que parece definitivo de las democracias decadentes y masónicas. Las fuerzas españolas ocupan Tánger y grandes manifestaciones recorren las calles de Madrid y otras ciudades al grito de «¡Gibraltar español, Tánger ya lo es!». Los alemanes llegan a la frontera pirenaica luego de ocupar la mayor parte de Francia. Los regímenes totalitarios se imponen en Europa. Hitler pregona a los cuatro vientos su seguridad en el triunfo final de su Reich Milenario.
Cada noticia que nos llega es un nuevo mazazo. Estábamos firmemente convencidos de que la democracia aplastada en España triunfaría sobre el nazismo alemán y el fascismo italiano en los campos de Europa, y sucede todo lo contrario. Si Inglaterra, tambaleante, se derrumba también como los periódicos dan como seguro en un plazo de días o semanas, ¿qué esperanzas puede haber para las organizaciones obreras y los partidos izquierdistas? Los comunistas siguen hablando de la Unión Soviética. Pero ¿podrá resistir mucho cuando la máquina militar hitleriana, liquidada la guerra en el oeste del continente, se vuelva hacia el Este, rompiendo la sorprendente alianza firmada por Molotov y Ribbentrop?
—Temo mucho que estemos en los comienzos de una nueva Edad Media; de una época de oscuridad y terror que durará mucho más que nuestras pobres vidas.
Estamos hundidos, desmoralizados, sin ganas siquiera de hablar y discutir. Lo vemos todo negro sin que asome por parte alguna la esperanza de una aurora. Cuando esperábamos que la noche quedase atrás encontramos que está comenzando. Empiezo a pensar que García Peña tenía en su acendrado pesimismo más razón de la que suponíamos.
Porque si las noticias de la guerra son desalentadoras, no resultan más optimistas las que nos llegan de la calle. La dureza de la vida, especialmente para nuestros familiares, se acentúa de día en día. Cada vez son más los artículos racionados y más amplio el abismo existente entre los salarios y los precios. No es el rancho lo único que disminuye y empeora, sino las raciones de pan o legumbres. Nuestros deudos se mantienen a base de zanahorias, boniatos, guijas y el famoso «Puré de San Antonio». De estraperlo se puede comprar de todo; pero falta el dinero para pagarlo. Aun estando a siete kilómetros de la Puerta del Sol, mi madre, con cerca de setenta años a cuestas, viene andando la mayoría de las veces porque no tiene para el tranvía.
Dentro de la prisión continuamos igual, aunque con más hambre, sobresaltos y piojos. Dormimos amontonados, comemos poco y mal, salimos menos al patio y permanecemos más horas encerrados. Siguen los consejos y las condenas. También las sacas. Casi todas las noches oímos pasos en el pasillo y esperamos con el corazón galopando desesperadamente que se abra la puerta de nuestra celda. Morimos un poco cada noche de este para nosotros interminable mes de junio. Y mientras esperamos, angustiados, empapados en sudor que quienes andan por el pasillo no se detengan ante nuestra puerta, por la ventana abierta nos llega la música de la verbena instalada en la plaza del pueblo. No falta quien con los puños apretados comenta.
—Hubiera sido preferible morir todos el mismo 28 de marzo.
* * *
En julio de 1940 la prisión de Santa Rita experimenta considerables cambios. Cuando comienza el mes somos más de tres mil los presos recluidos en ella que difícilmente cabemos en los tres edificios que la integran. No hay sitio para nada y el espacio ocupado por la enfermería, el economato, las diversas oficinas, las duchas e incluso la cocina han sido reducidos al mínimo. Aunque las sacas continúan con el mismo ritmo y de vez en cuando salen algunos en libertad, son siempre más los que ingresan.
—Van a trasladar a muchos —nos dicen los destinados en Régimen y Jefatura— para dejar sitio a los trabajadores de la cárcel y los que vengan en tránsito destinados a otros destacamentos.
Durante varios días especulamos con los posibles traslados. No nos sorprende que nos lleven de un lado para otro porque hace meses que está en pleno auge lo que sarcásticamente llamamos «Turismo penitenciario», consistente en cambiarnos de cárcel cuando no estamos condenados y de penal cuando lo estamos. Por regla general, a los andaluces les mandan a Galicia; a los vascos, a Andalucía; a los asturianos, a Valencia o Alicante; a los valencianos, al Dueso, y a los catalanes, a Cartagena o al Puerto de Santa María. Casi todos los viajes se realizan por ferrocarril con la terrible lentitud de los trenes de la posguerra. Se tardan cinco o seis días en recorrer cuatrocientos kilómetros con largas paradas en los sitios más inverosímiles y representan una terrible paliza para los presos.
—Tres traslados —se dice en las cárceles— equivalen a una pena de muerte; cuatro a una ejecución sin derramamiento de sangre.
Por mal que se encuentre en cualquier prisión, nadie desea que le trasladen a otra. No sólo porque puede ser peor, sino por miedo al viajecito entre ambas. Los cambios anunciados en Santa Rita provocan la inquietud de los afectados, que podemos ser todos.
—Quieren concentrar todos los reclusos en el edificio principal, dejando vacíos los otros dos.
Un ligero cálculo nos indica que tendrán que cambiar de forzada residencia alrededor de un millar de presos. ¿Quiénes serán y hacia dónde? Damos por descontado que entre ellos figurarán todos los que están condenados a penas superiores a seis años y un día. Como su número no debe pasar de trescientos o cuatrocientos, el resto deben ser los que no han sido juzgados aún.
—Lo que no comprendo es dónde diablos los pueden meter cuando en todas las cárceles de Madrid sigue sobrando gente.
Esta última duda no tarda en ser aclarada. Alrededor de medio millar de procesados serán conducidos al Príncipe de Asturias, en el mismo Carabanchel, donde han habilitado un nuevo pabellón o edificio. Incluso circulan noticias halagüeñas sobre las condiciones que prevalecen en ella.
—Tiene un patio mayor que Santa Rita y una espléndida huerta. Además, el régimen interno es menos severo que aquí.
Pero antes que se ultimen los preparativos para Príncipe de Asturias salen dos expediciones de condenados con más de veinte años de sentencia. La primera, que parte en la primera decena de julio, va destinada al penal de Burgos. La segunda —en la que va Mariano Aldabe, indultado unos días antes—, Valdenoceda. No sabemos dónde está ni qué es Valdenoceda, preguntamos bastante hasta que nos dicen que se trata de un punto del norte de la provincia de Burgos que no tiene ferrocarril, y más concretamente de una vieja fábrica de harinas a orillas del Ebro transformada en penal.
Estas expediciones no alteran poco ni mucho la vida de la prisión. Continúan acudiendo a las Salesas para ser juzgados un puñado de presos cada día y con frecuencia tienen lugar las consabidas sacas. Una, más numerosa que las precedentes, se efectúa en la noche del 18 de julio. La fecha queda grabada con fuerza en mi memoria por dos razones. La primera, porque guardias y funcionarios permanecen un par de minutos parados ante la celda en que me encuentro, con el consiguiente susto para los tres condenados que nos hallamos en ella. La otra, porque este día se cumplen los seis meses justos de mi condena.
—Sería mucha casualidad que me matasen al cumplirse el medio año de la sentencia.
Los rumores que circulan sobre Príncipe de Asturias animan a muchos a desear ser incluidos en el traslado. Por un lado está muy cerca, en el mismo Carabanchel, y andando no se tardará más de media hora en llegar. Por otro aseguran que allí se está muy bien. Hay todavía algo más, de lo que no suele hablarse en voz alta, pero que para no pocos constituye una razón de peso.
—Príncipe de Asturias era un colegio normal, no un correccional como Santa Rita. Las tapias no tienen cuatro metros como aquí, sino la mitad escasa. Si además están mal vigiladas.
Al final hay más voluntarios para ser trasladados al Príncipe de los que tenían pensado que fueran. Se los llevan en la última decena del mes en dos largas columnas, custodiadas por guardias, que salen una por la mañana y otra por la tarde. Entre los varios centenares de trasladados se encuentra una mayoría de compañeros, amigos y conocidos. Con ellos van muchos de los que conmigo vinieron de Yeserías el 7 de marzo: Girón, Ascanio, Bares, Calvo y Mesón.
Los traslados no acaban con los realizados a Príncipe de Asturias. A los pocos días parte una nueva expedición de condenados para El Dueso. Más tarde, otra destinada a Palencia. En esta última van, con cadena perpetua, los socialistas Toro y Henche. Todas las expediciones producen una sensación general de tristeza. En todas van personas que han compartido con nosotros horas dramáticas, con las que hemos entablado fuertes lazos de amistad y a las que abrazamos con la triste corazonada de que lo hacemos por última vez. La vida en los penales tiene poco de saludable para ninguno de los condenados. Aunque todavía lo resulte menos aún tener pendiente sobre la cabeza una sentencia de muerte.
—Será difícil que ellos o yo vivamos lo necesario para volver a vernos.
Aunque todo este trasiego de procesados o condenados hace disminuir considerablemente el número de presos en Santa Rita, apenas se nota en el piso segundo del edificio principal. Las celdas continúan tan llenas como antes; siguen ingresando en ellas los que regresan de Consejo, con la más grave petición fiscal y continúan las sacas con el ritmo habitual. Todas las tardes circula el rumor de que unas horas después habrá acontecimientos lamentables, y los temores se confirman en el setenta y cinco por ciento de las ocasiones.
De pronto, ya en los primeros días de agosto, sin anuncio previo de ninguna clase, se produce el más inesperado —y al mismo tiempo el más amenazador— de los traslados. Se trata del envío masivo a Porlier de todos los que tienen anotado en su expediente una petición fiscal de última pena. Los propios jefes de servicios, así como los jefes de la fuerza pública encargados de custodiar el traslado, hacen una declaración tranquilizadora para los condenados: no se trata de una saca.
—Por órdenes de la superioridad van a ser concentrados en la Prisión Provincial aquellas personas para las que el ministerio fiscal ha solicitado determinada pena. Se hace por conveniencia del servicio y razones de seguridad. Pero sin que eso excluya que la mayoría pueda ser indultados. Incluso que la sentencia de muchos sea inferior a la pedida o que, por decisión legal del auditor, haya sido anulado el primer juicio y tenga que verse por segunda vez.
Tenemos la seguridad de que es verdad lo que dicen. Con todo, ser enviado a Porlier tiene mucho de penoso y amenazante. Si en una, dos o tres galerías de la Prisión Provincial se reúnen todos los condenados a muerte que existen en las veintitantas cárceles madrileñas, lo normal, incluso lo obligado, es que haya sacas casi todos los días de la semana, con el consiguiente sobresalto para la totalidad de los sentenciados al abrirse las puertas y asistir a la lectura de las listas de los que van a ser ejecutados.
A ninguno le agrada el traslado y todos tuercen el gesto al ser nombrados y tener que echarse al hombro los petates que ya tienen preparados. Los bajan por grupos, no sin esposarles antes, hasta la puerta de la calle donde esperan los correspondientes coches celulares. Cuando uno se llena emprende la marcha, mientras otro se va llenando. La operación se prolonga durante casi toda la mañana.
En las listas de traslado no aparecemos los que, como Fermín o yo, no hemos declarado al volver de Consejo que regresábamos condenados a muerte, sino con una petición fiscal de cadena perpetua. Oficialmente, en la cárcel no saben más que lo manifestado por nosotros y no lo sabrán hasta tanto que desde Auditoría, Ejecutorias o cualquier juzgado remitan el correspondientes testimonio de condena o dispongan el traslado para la ejecución del reo, caso de haberse denegado el indulto.
No sorprende, por lo tanto, que ni siquiera nos nombren. Pero sí extraña que cuando la fuerza pública se marcha a la hora de la comida y se sirve el rancho en toda la prisión queden en Santa Rita una decena de hombres, que no han ocultado la petición fiscal de que fueron objeto al ser juzgados y que como condenados a muerte figuraban en la cárcel. Se les ha reunido en una celda del segundo piso —la 13 concretamente—, y allí continúan por la tarde. Son todos bastante conocidos, entre otras razones por llevar mucho tiempo sentenciados. Aparte de Ferreiro, el taxista, aparecen entre ellos un buen dibujante y escenógrafo llamado Tomás Gayo; Pablo del Valle, militante socialista; un tal Segundo, portero de un Ministerio y un sastre apellidado Cuadrado, que ha enseñado a la mitad de la cárcel a confeccionar las ropas para los muñecos.
Cuando llega la noche y continúan en la misma celda —inmediata a la que ocupo yo en unión de Rubiera, Egido, Reglero y varios más— por Santa Rita circulan distintas explicaciones del hecho, sin que los interesados sepan cuál puede ser la verdadera. Sostienen unos que no se les ha trasladado a Porlier porque en la Prisión Provincial no caben ya materialmente los que hoy han llevado de las diferentes cárceles. Afirman otros que los han dejado allí porque todos ellos fueron juzgados antes de que finalizara 1939 y, dado los meses transcurridos desde entonces, cabe la posibilidad de que sus juicios hayan sido anulados. Los más se inclinan por una posibilidad diferente: que se haya hecho tarde para trasladarlos hoy y que se los llevarán a la mañana siguiente.
Esta última hipótesis queda desvanecida cuando pasan tres días y continúan allí. También parece desvanecerse la de que, dado el tiempo transcurrido desde que los juzgaron, no estén realmente condenados a muerte, porque, a diferencia de lo que ha sucedido hasta ahora, los reclusos de la celda 13 son objeto de una vigilancia especial; cerrada con llave la puerta, sólo salen al patio una hora al día, precisamente cuando los demás presos estamos dentro de los edificios, vigilados por dos funcionarios y reforzando los centinelas de la huerta y las alambradas.
—Parece que los diez están condenados a muerte de verdad, pese a lo que se haya rumoreado en Santa Rita —digo convencido—. Pero acaso esté en mucha peor situación que ninguno al que haga el número once en la celda número trece.
* * *
Ocho días más tarde, soy yo quien hace ese número. Una mañana de mediados de agosto comunico con mi madre con absoluta normalidad. Recibo, como de costumbre, las buenas impresiones de mis familiares, que parecen totalmente convencidos de que mi expediente continúa en el mismo departamento donde ingresó hace ya tres meses y que, de momento al menos, puede estar relativamente tranquilo. Apenas salgo de la comunicación vocean mi nombre en el patio y un oficial me conduce a Jefatura. El jefe de servicios, un hombre cincuentón, alto, delgado, de gesto adusto y cara de pocos amigos, me dice en tono autoritario que recoja mis cosas en la celda 14, porque van a encerrarme inmediatamente en la 13.
—¿Por qué?
—Aunque lo sabe mejor que yo —responde—, le diré que está condenado a muerte y no a treinta años. En Dirección se ha recibido una comunicación de Auditoría, haciéndolo constar así.
Diez minutos después he recogido mi petate en la celda que he ocupado hasta ahora para trasladarlo a la inmediata bajo la atenta mirada de un oficial que vigila mis menores movimientos. Aunque tanto Reglero como Rubiera tratan de quitar importancia a la comunicación de Auditoría, tengo la impresión de que piensan lo mismo que yo.
—Seguro que me fusilan esta noche.
Los ocupantes de la celda 13, que me reciben con los brazos abiertos, tratan inútilmente de despejar los sombríos pensamientos suscitados por el cambio de encierro. Incluso mediada la tarde sube uno de los destinos de la oficina de Régimen para negar importancia a la notificación de mi pena de muerte. De creerlo, no se trata de una comunicación espontánea por parte de Auditoría, sino que han dicho por teléfono que estaba condenado, respondiendo a una pregunta hecha por el jefe de servicios.
—Alguien le dijo que tú, como director de un periódico, debías estar con la «Pepa» y quiso salir de dudas telefoneando.
Desearía creerle, pero no puedo. La explicación me parece demasiado rebuscada. Es mucho más lógico que se trate de un aviso para que esté localizado cuando vengan a buscarme, una vez que se ha puesto el enterado a la sentencia. Aunque todos se esfuerzan por convencerme de que estoy equivocado, lo hacen con mayor entusiasmo que convicción. En el fondo piensan exactamente igual que yo.
Paso buena parte de la tarde escribiendo unas cartas de despedida. Cuando tocan silencio y apagan la luz de la celda, me tumbo a descansar como los demás, pero no consigo dormir en toda la noche. Con los ojos cerrados escucho con atención los menores ruidos. En tres ocasiones distintas creo oír detenerse un camión en la puerta de la cárcel; en varias más me sobresaltan los pasos que suben por la escalera. Por suerte, la noche transcurre íntegra sin que se produzca la menor novedad.
Por la mañana estoy cansado, muerto de sueño, pero contento. Empiezo a pensar que se trata de una falsa alarma como cuando recibí el recado a través del encargado de peculio o cuando me sacaron de Yeserías a las doce de la noche. En días sucesivos, en los que tampoco sucede nada, va aumentando esa impresión, que se amplía y ratifica una semana más tarde al hablar con mi madre y hermana, ya a la hora y en la comunicación reservada a los condenados a muerte.
—Nos asustamos anteayer cuando supimos que te habían cambiado de celda, pero después hemos comprobado que el expediente continúa en el mismo sitio y que tu situación no ha experimentado el menor cambio.
No estamos mal en la celda número 13. Permanecemos encerrados todo el día, excepción hecha de una hora que bajamos al patio, otra que invertimos en recoger el rancho y lavar los platos y una más por las mañanas para asearnos y evacuar nuestras necesidades, mientras los demás reclusos del piso pasean por el patio. El oficial de servicio en la planta tiene la llave de la celda y cuando autoriza que se abra la puerta está siempre presente, vigilando lo que hacemos o decimos. Pero esta vigilancia y las órdenes rigurosas van poco a poco debilitándose. Diez días más tarde, ya la llave de la celda está en manos de un ordenanza preso y a mediados de septiembre la puerta sólo permanece cerrada de verdad durante la noche o cuando el director o alguno de los jefes de servicios se da una vuelta por la planta.
En adelante persiste la orden que nos prohíbe salir del piso segundo, salvo los minutos que vigilados descendemos al patio, pero gozamos de cierta tolerancia para ir de una celda a otra o para que entren en la nuestra con bastante libertad compañeros y amigos. Aunque en las cuatro plantas del edifico central de Santa Rita aún quedan siete u ochocientos hombres sin juzgar, la asistencia diaria a las Salesas ha quedado reducida a menos de la mitad, dándose la sorprendente circunstancia de que a los condenados a muerte les lleven desde el lugar del Consejo a Porlier, sin volver a pasar por Santa Rita. Como consecuencia transcurre un mes entero sin que se produzca ninguna nueva saca.
El edificio aislado en medio del patio ha quedado reservado para los trabajadores. Son varios centenares los que en estas semanas ingresan procedentes de otras cárceles. Vienen a trabajar en las obras de la nueva prisión, aunque el número de los que salen a trabajar va aumentando con lentitud y la mayoría de los traídos tienen que conformarse con pasear por el patio. El restante edificio de Santa Rita tiene unos inquilinos mucho menos recomendables, con los cuales nuestro contacto es prácticamente nulo. Son alrededor de quinientos presos comunes, juzgados unos pocos —aunque por tribunales totalmente distintos a los que nos juzgan a nosotros, disfrutando de mayores facilidades para la defensa y recibiendo condenas ridículas comparadas con las que sufrimos los demás— y procesados o simplemente gubernativos los restantes. Su llegada perjudica a todos, porque salen al patio una hora por la mañana y otra por la tarde y son dos horas más que tienen que permanecer en sus pabellones, galerías y celdas los presos políticos.
Los once recluidos en la celda número 13 —mal número si fuéramos supersticiosos para unos condenados a muerte— empezamos a disfrutar de una ventaja cuya importancia sólo más tarde calibraremos en sus verdaderas dimensiones: un pequeño aumento en nuestras raciones de rancho. Comienza todo una noche en que uno de los gaveteros anuncia:
—Los que quieran pueden repetir. Hay reenganche para todos.
—¿Y eso por qué?
—Es un regalo de los cocineros.
El reenganche consiste en recibir medio cazo adicional del caldo con algún trocito más de zanahoria o boniato y alguna raspa de corvina. Parece cosa baladí; no lo es, cuando todos pasamos hambre. En adelante se repite el hecho dos veces por día. Con reenganche o sin él, siempre nos sirven un poco más de comida. Lo agradecemos profundamente porque lo necesitamos, pero a los pocos días comprendemos que tenemos que rechazarlo con harto dolor de nuestro corazón. Es injusto que nosotros, porque estemos condenados a muerte, comamos algo más, quitándoselo a la ración de los demás. Se lo decimos a los gaveteros primero, a los cocineros después, a la mayoría de los presos del piso y no conseguimos acortar las raciones.
—Ya que estáis encerrados todo el día y hechos la puñeta con las «Pepas», por lo menos que no os muráis de hambre.
Parece un acuerdo tácito de todos los presos del piso y aun del edificio. Constituye una muestra admirable de solidaridad hacia nosotros. Es difícil renunciar voluntariamente a un poco de caldo, un puñadito de almortas o una raspa cuando uno se muere de hambre. Hay, sin embargo, quien lo hace en la prisión. Quitando al hecho, además, toda importancia.
—Repartido entre mil, no tocaríamos a nada. A vosotros once puede serviros de algo.
A fines de septiembre hay un nuevo ingreso en la celda. Un oficial de prisiones, que ha prestado servicios en Madrid durante toda la guerra, llega destinado a Santa Rita y reconoce en el patio a Fermín García Allende. Sabe que es un militante de las Juventudes Libertarias que hizo guardias en la Modelo, y se resiste a creer que le hayan pedido sólo treinta años. Hace averiguaciones y no le cuesta trabajo enterarse de su verdadera condena.
—No pararé hasta que te fusilen —dice a Fermín cuando le trasladan a nuestra celda—. ¡Y espero que sea muy pronto!
Cuatro días más tarde aparece por la celda 13, aunque no está de servicio en el piso. Rebosante de satisfacción anuncia desde la puerta entreabierta, mientras con la mano derecha oprime la culata de su pistola:
—¡Ya puedes ir rezando lo que sepas! Esta misma tarde te llevarán a Porlier y mañana al amanecer… ¡RIP!
Cinco horas más tarde un oficial de prisiones, tristemente famoso en las cárceles madrileñas por la índole especial de su cometido, se presenta en Santa Rita con una furgoneta y cuatro guardias como protección y escolta. Irrumpen en la celda a media tarde y, por sorpresa, se lanzan sobre Fermín y le esposan las manos a la espalda, mientras nos contienen a los demás con la amenaza de las armas que empuñan. No quieren ni siquiera que el reo se lleve sus ropas. Rechazan con aire desdeñoso el ofrecimiento de varios para bajar hasta el rastrillo el petate del condenado.
—No dormirá mucho esta noche y mañana no le hará ya ninguna falta.
La intervención del funcionario de Santa Rita, que presencia la escena, consigue, no sin ciertas dificultades, que el propio hermano de Fermín recoja sus cosas y las lleve hasta cerca de la furgoneta. Cuando sube de nuevo, García Allende, que ha pasado toda la guerra en los frentes, no quiere hablar con nadie. Sentado en su petate, abismado en su meditaciones, permanece en silencio, con los puños crispados y un brillo de rabia impotente en las pupilas.
* * *
Encerrados veintitrés horas diarias en una celda angosta, viendo y haciendo siempre las mismas cosas, diciendo y escuchando parecidas palabras, el tiempo adquiere una elasticidad tan curiosa como desconcertante. Mientras los segundos se alargan desmesuradamente y los días no parecen acabarse nunca, los meses transcurren con asombrosa rapidez. Es un fenómeno difícil de comprender porque el tiempo que se estira en los minutos se acorta en las semanas. Tratamos de explicarnos lo que nos sucede y no lo conseguimos por entero. Quizá sea, sencillamente, que al ser los días tan iguales que no acertamos a diferenciar hoy de ayer o de mañana, cuando volvemos la vista atrás no hallamos en el recuerdo puntos concretos que nos sirvan de referencia para medir el camino recorrido. Sea como fuere, me doy cuenta de pronto que estamos ya en octubre; que llevo dos meses en la celda número 13 y hace nueve que me condenaron a muerte.
Examinando con toda la posible objetividad un problema que tan apasionadamente me interesa, me asombra continuar vivo y no encuentro razones válidas que justifiquen la prolongación indefinida de esta situación agónica. Muchos de los que juzgaron cuando a mí están fusilados; otros tantos fueron indultados hace ya medio año; Miguel Hernández, por ejemplo, condenado en el mismo consejo que yo, lleva varios meses indultado en Palencia. Todos, en una u otra forma, han resuelto su trágico dilema. ¿Por qué yo no? ¿Qué explicación puede tener esta excepción conmigo?
—¿Olvidas que nosotros estamos en la misma situación? —pregunta Tomás Gayo.
Tiene razón, desde luego, porque a él, como a Ferreiro, a Cuadrado, Valle o Segundo les condenaron antes que a mí. Cabe, sin embargo, que nuestra situación no sea la misma; que su sentencia haya sido anulada y tengan que volver de nuevo a juicio, mientras yo continúo todo esto tiempo sentenciado a morir fusilado. Procuro animarles y animarme con un razonamiento tan elemental como falso:
—Si todo lo que vive está condenado fatalmente a morir, ¿qué puede importamos una segunda condena que no modifica ni agrava la primera?
Algunos replican que esta segunda condena puede anticipar el cumplimiento de la primera y que cualquier niño tiene unas perspectivas de vida cien veces superiores a las nuestras; trato de negarlo con un viejo sofisma.
—Desde el día en que nacemos —afirmo— somos ya lo bastante viejos como para morimos. La muerte puede llegar en el momento más inesperado. Que es ni más ni menos que lo que nos sucede ahora a todos nosotros.
Pero por encima de los juegos de palabras, cada uno conoce perfectamente la realidad. Podrá tranquilizarnos el hecho de que pasen semanas enteras sin que se produzca una nueva saca. Sin embargo, y como demuestra el caso de Fermín, la amenaza pende constantemente sobre nuestras cabezas.
En estos días un nuevo condenado ocupa el puesto que Fermín ocupaba durante tan pocos días en la celda 13. Es un hombre que ronda el medio siglo, republicano conservador, industrial o comerciante del mismo Carabanchel, concejal elegido el 12 de abril de 1931 y primer teniente alcalde del suburbio madrileño. A Gálvez le juzgaron hace varios meses, pero no quiso que le separasen de su hijo, preso en la misma cárcel, y calló la gravedad de la petición fiscal. Parece que alguien se extraña de que no esté condenado a muerte y descubre que realmente lo está. Igual que yo, ingresa en la celda convencido de que van a fusilarle a las pocas horas. Una semana después tiene que admitir que está equivocado.
—Mi familia asegura que me indultarán en las próximas semanas.
El ambiente de la cárcel va evolucionando durante el otoño de 1940. Si aumentan los presos comunes, que entran y salen en libertad con sorprendente facilidad, aumentan también los condenados políticos destinados a redimir sus penas trabajando en las obras de la nueva prisión de Madrid o en los destacamentos de la Sierra. Aunque una mayoría son madrileños, no faltan los procedentes de Levante y Andalucía e incluso los que vienen de penales como Ocaña, Burgos y Chinchilla. Por ellos sabemos de muchos amigos y conocidos; también de la dureza que impera en los presidios y el hambre espantosa que se padece en ellos.
Entre los que llegan a Santa Rita en esta época está Valentín Gutiérrez de Miguel. Procede de Jaén, donde le sorprende el final de la guerra al mando de una división de carabineros. Condenado a muerte e indultado tras varios meses de inquietudes y zozobras, viene reclamado por el Juzgado de Prensa. Celebra que le hayan traído a Madrid, donde tiene a la familia y nada le preocupa la reclamación pendiente porque ha sido condenado ya según aparece en el correspondiente testimonio de sentencia, aparte de por el mando militar ejercido, por su labor periodística en El Sol, La Voz y El Socialista.
—Por terrible que sea todo esto —dice sincero—, no tiene comparación posible con lo que sucede en Andalucía.
En apoyo de sus palabras refiere multitud de hechos con nombre, apellidos, lugares y fechas que no dejan lugar a la menor duda. Aunque otra cosa podamos pensar quienes estamos en ellas, las cárceles madrileñas son probablemente las mejores de España en estos momentos.
A partir del mes de septiembre cada día son más frecuentes los grupos de extranjeros que pasan por Santa Rita. Por regla general proceden de Andalucía o Extremadura y permanecen aquí siete u ocho días antes de ser conducidos a su punto de destino. En su casi totalidad son franceses huidos de la ocupación alemana o jóvenes que tratan de ganar el norte de África o llegar a Gibraltar para enrolarse entre los llamados franceses libres, que responden al llamamiento del general De Gaulle. No están muy seguros de a dónde les llevan y nosotros no podemos informarles. Por Madrid, y no sólo por las prisiones, circulan dos versiones distintas. Una afirma que serán entregados a las autoridades de Vichy que preside el mariscal Pétain. Otra que les mandan a un gran campo de concentración que funciona en la provincia de Álava. Concretamente en un pueblo llamado Nanclares de la Oca. En cualquier caso, todos van en contra de su voluntad y su estancia en Santa Rita no suele prolongarse arriba de una semana.
Hay un extranjero, sin embargo, que permanece varios meses en el mismo piso en que nos encontramos nosotros y con el que llegamos a tener cierta relación. Es un hombre alto, fuerte, de cabeza cuadrada, que se expresa difícilmente en español y que tiene una afición desmedida por el ajedrez. Aunque por su aspecto podría tomársele por un alemán puro, es un conde húngaro enemigo del nazismo. Afirma ser monárquico, partidario del imperio austrohúngaro como lo fueron sus antepasados y haber huido de su país ante el creciente dominio ejercido por Hitler sobre el almirante Horthy. Tiene un apellido enrevesado que suena algo así como Von Neurtweizgen. Va constantemente con un tablero de ajedrez debajo del brazo y se pasa horas y horas jugando con todo el que quiere. Juega desde luego mejor que la mayoría de nosotros; sin embargo, pierde con frecuencia, especialmente cuando desde el comienzo de la partida se le obliga al intercambio de piezas. Cuando esto sucede, se levanta muy serio, recoge el tablero y las piezas con aire malhumorado, se cuadra con un taconazo, hace una reverencia con la cabeza y estalla:
—Usteg no sabe jugar al ajedrez.
—No, pero le gano.
* * *
A comienzos de diciembre vinieron a buscarle unos individuos que hablaban en alemán y no volvimos a saber del conde Von Neurtweizgen una sola palabra.
Pronto sabemos que si es posible que algunos de los extranjeros que pasan por Santa Rita sean llevados a Francia, Italia o Alemania y entregados a las autoridades de dichos países, la Francia de Vichy y la Alemania de Hitler están entregando a buen número de españoles exiliados al final de nuestra guerra más allá de los Pirineos. Es algo que en las cárceles damos por descontado desde que se produce el colapso francés y las huestes hitlerianas llegan hasta la frontera española. A mediados de octubre sabemos concretamente que un grupo de políticos izquierdistas, detenidos en Francia, han ingresado en la cárcel de Porlier. Incluso conocemos sus nombres. Se trata del presidente de la Generalidad de Cataluña, Luis Companys, de los exministros Juan Peiró y Julián Zugazagoitia, del diputado socialista Teodomiro Menéndez, del escritor Cipriano Rivas Cherif y del periodista Cruz Salido.
—Es una primera expedición a la que no tardarán en seguir otras. Esperan tener pronto aquí a Azaña, Largo Caballero, Martínez Barrio y Negrín.
No sabemos si conseguirán traerlos o no; en el primer caso, no ofrece grandes dudas la suerte que correrían. Que es la misma que tememos que corran los políticos entregados por Hitler a Pétain. Un día, al subir de comunicar Gutiérrez de Miguel me da la noticia:
—Han fusilado a Julián Zugazagoitia y a Cruz Salido.
Le afecta mucho la ejecución de ambos, compañeros suyos en la redacción de El Socialista y buenos amigos siempre. Yo pienso que son dos periodistas más, cuyos nombre se han de sumar a tantos otros muertos después de la guerra frente a los piquetes de ejecución. ¿Qué ha sido de los que trajeron con ellos?
—A Companys le han llevado a Barcelona y a Peiró a Valencia. Teodomiro y Rivas Cherif siguen en Porlier, condenados a muerte.
(Antes de finalizar el año sabremos que Luis Companys ha muerto fusilado en los fosos de Montjuich. En cuanto a Juan Peiró vivirá largo tiempo condenado a la última pena para ser ejecutado en 1942).
En el segundo semestre del año la faz de la guerra ha cambiado bastante. Si en julio parecía totalmente decidida a favor de Alemania, en diciembre la seguridad es mucho menor. Hitler continúa dominando el occidente europeo, pero no ha conseguido desembarcar en Inglaterra y cada semana es más problemático que lo consiga nunca. En África, los británicos han conquistado Etiopía e infringido serios reveses a las columnas italianas que pretendían llegar al delta del Nilo. Por otro lado, los ataques contra Grecia de las fuerzas de Mussolini no han abierto al Duce el camino de Atenas; lejos de ello, son los griegos quienes avanzan por las tierras quebradas de Albania. Y por encima de todas las cosas Norteamérica, que ha proporcionado gran cantidad de aviones y tanques a Londres, parece dispuesta a impedir a cualquier precio el hundimiento inglés.
Seguimos con interés el desarrollo de la guerra, celebrando como propia la resistencia británica o la griega. El pesimismo imperante a fines de junio ha desaparecido para dejar paso a la esperanza de que las democracias podrán alzarse en definitiva con la victoria, especialmente si Alemania y Rusia acaban chocando, bien porque Hitler ataque a la Unión al no poder invadir Inglaterra o porque Moscú quiere poner freno al intento italo-germano de adueñarse de los Balcanes. Aunque metidos casi siempre en la celda 13 estamos todo lo informados que se puede estar en la cárcel. Todos los días nos pasan algún periódico y no pocas tardes leemos O Século, diario portugués cuyas informaciones son más amplias y menos parciales que las que publica la prensa española.
Cuando se acerca la Navidad estamos relativamente contentos, entre otras razones porque sabemos que Fermín continúa condenado a muerte, pero vivo, cuando le creíamos muerto hacía mes y medio. Comunicamos los miércoles a primera hora de la tarde; lo hacemos durante veinte minutos largos y como somos menos que en las comunicaciones ordinarias, nos entendemos mejor. La última comunicación antes de las fiestas de fin de año la sostenemos el día 18 de diciembre y a todos nos dan las mejores impresiones, especialmente a Gálvez, que al terminar la comunicación parece feliz y contento.
—Dice que ya está firmado mi indulto y que me lo comunicarán oficialmente uno de estos días para que la familia y yo podamos celebrar con toda alegría la Navidad de 1940.
El lunes día 23 de diciembre vienen a buscar a Gálvez porque se ha presentado un juez que quiere hacerle una notificación importante. Todos, convencidos de lo que se trata, felicitamos efusivamente al interesado. Aunque hasta ahora no sepamos de ningún juez que se haya molestado en venir hasta Carabanchel para comunicar su indulto a uno solo de los condenados, encontramos lógico y natural que en este caso concreto venga la víspera de Nochebuena a dar a nuestro compañero de celda la mejor de las noticias.
Cuando regresa diez minutos después acompañado del mismo oficial que vino a buscarle, nos basta ver su gesto para comprender que las cosas no han ido tan bien como todos, empezando por él, pensábamos.
—¿Qué pasa con el indulto?
—Que no me indultan.
—¿Pero la visita del juez?
—Vino a leerme la sentencia y anunciar que seré fusilado al amanecer.
Pese a la seriedad con que habla nos resistimos a creerlo. Tiene que tratarse de una broma de mal gusto, y se lo decimos así. Gálvez niega, contraídos sus labios en una sonrisa triste. Con un gesto nos indica al funcionario de prisiones que se ha quedado a la puerta de la celda.
—Preguntadle a él y saldréis de dudas. Estaba presente cuando el juez me comunicó que me quedan menos de veinte horas de vida.
Media hora después, luego de una escena dramática al acudir el hijo a verle, enterado de lo que sucede, Gálvez ingresa en capilla en la misma prisión de Santa Rita. La capilla es una celda de la misma planta, desalojada a toda prisa donde han metido una mesa de madera y colocado un crucifijo sobre un paño negro en una de las paredes. Allí llevan al condenado para que pase unas horas, nadie sabe si las últimas porque posiblemente antes de conducirle al cementerio le hagan pasar por Porlier.
Pedimos pasar con él sus horas postreras, y se nos concede a tres de nosotros y a su hijo. Cuando entramos en la celda habilitada como capilla, a cuya puerta vigila un centinela, para que nadie se acerque, le encontramos tranquilo y sereno. Acaba de comer y acepta con entereza la proximidad de su fin. Parece que desde la cárcel han avisado al párroco del pueblo, pero que el reo, que le conoce de antiguo, no ha querido verle.
—Si aparece por aquí —afirma— no se si podría contenerme. Es preferible que no venga. En cualquier caso, no le necesito para morir como un hombre.
Pasamos toda la tarde y parte de la noche en su compañía. Gálvez parece el menos afectado de todos. Fumamos bastante porque son muchos los presos que, enterados de lo que sucede, nos mandan tabaco. Hablamos bastante y jugamos varias partidas de dominó. Ninguno de nosotros puede evitar ponerse más nervioso a medida que avanzan las horas y va oscureciendo. Solo Gálvez mantiene su absoluta tranquilidad.
Se lo llevan avanzada la noche, esposado con las manos a la espalda y entre varios guardias. Al despedirse de nosotros, dice con firmeza pero con un gesto de profunda tristeza.
—¡Qué tengáis mejor suerte que yo, compañeros!
Le fusilan en la Nochebuena de 1940. Su muerte causa y profunda impresión en Santa Rita, tanto por la fecha de su ejecución como por el hecho de haber permanecido en capilla en la misma prisión durante todo un día. ¿Porqué viene el juez a Carabanchel la mañana de la víspera en lugar de esperar a la noche como de costumbre? No acertamos a comprenderlo, hasta que alguien, que habló con él en Régimen, nos da la explicación.
—Quería marcharse a su pueblo a celebrar la Nochebuena con su familia y prefirió hacer el viaje de día.
Su cristianísimo deseo hizo que Gálvez pasase doce horas más en capilla. Y que la Nochebuena de 1940 no tuviese la menor alegría para los miles de hombres recluidos en la prisión de Santa Rita.
* * *
El invierno 1940-1941 es difícil y duro en España. Aunque hace veintitantos meses que terminó nuestra guerra, la situación es más angustiosa que nunca. En la calle todo está racionado, y sólo de estraperlo se puede conseguir lo imprescindible para no morirse de hambre. El racionamiento es inferior al del último año de contienda en la zona republicana, y el pan ha desaparecido, sustituido por unas bolas amarillentas fabricadas, según parece, con mondas de patata y cáscaras de naranja.
En las cárceles la simple supervivencia es un problema que cada día presenta mayores dificultades. Abundan las enfermedades carenciales, y son muchos los que permanecen sentados o tumbados constantemente, tratando de economizar unas energías que a todos nos faltan. Muchos mueren estos meses en Santa Rita. Los fallecimientos se deben a las más diversas enfermedades.
—En el fondo —dice el doctor San Miguel, que al frente de la enfermería hace lo imposible por salvar vidas de compañeros presos— todos padecen una misma e incurable enfermedad: hambre.
Aun siendo los más afortunados —porque seguimos recibiendo medio cacillo más de rancho—, los condenados a muerte no conseguimos nunca saciar el apetito. Nuestras familias hacen lo que pueden, pero pueden muy poco; la mayoría pasan todavía mayores necesidades que nosotros. Como en los días dolorosos de Albatera, el hambre sigue siendo la obsesión de millares y millares de presos. Con una diferencia sensible: que entonces, recién terminada la guerra, teníamos reservas fisiológicas, que han desaparecido en los muchos meses transcurridos. Y otra, acaso más importante: que la falta de comida, en el campo de concentración duró seis o siete semanas, y aquí se prolonga meses y años sin esperanzas de mejoría.
Junto al hambre está el frío. Pasamos semanas enteras sin conseguir entrar en calor. Sobre no ajustar puertas ni ventanas, faltan todos los cristales. Tratamos de sustituirlos con papeles y cartones, que unas veces se rompen a la menor racha de viento y otras nos obligan a quitar los funcionarios porque así lo ordena el director en previsión de cualquier visita. Cuando bajamos al patio procuramos entrar en calor corriendo como desesperados. Por desgracia, nos cansamos antes de librarnos del frío, y hemos de permanecer en la celda durante veintitrés horas al día. Como nos faltan las calorías de una alimentación suficiente, aunque estamos arropados con las mantas damos muchas veces diente con diente.
Aunque en las últimas semanas no se haya producido la menor saca, no podemos dormir con entera tranquilidad. No pasamos por los sustos y sobresaltos de unos meses atrás, por la sencilla y poderosa razón de que somos once en lugar de doscientos los condenados a muerte. Pero, como demuestra con terrible elocuencia el caso de Gálvez, seguimos en el mismo peligro, y en cualquier momento pueden venir a buscarnos para que terminemos en el paredón. Cierto es que todos llevamos largo tiempo en la misma situación. Yo mismo cumplo el 18 de enero de 1941 mi primer año de sentenciado a la última pena. Desgraciadamente, esto no constituye la menor garantía de que no vayan a fusilarnos.
—Me indultaron en Burgos cuando llevaba veintitrés meses y unos días condenado a muerte. El mismo día fusilaron a otros cuatro que habían sido sentenciados en el mismo Consejo que yo.
Nos lo dice Benito Areso Albizu, arquitecto vasco que viene a Santa Rita a trabajar en las obras de la nueva prisión de Madrid. Es católico fervoroso y militante; ayuda a misa todos los domingos y comulga todas las semanas.
—Lo hago en los años que llevo preso, igual que lo hacía antes en la calle. Incluso no dejé de comulgar en los frentes los trece meses que pasé en ellos combatiendo al fascismo.
Nacionalista vasco, comandante de ingenieros en Vizcaya, intervino en la construcción del llamado Cinturón de Hierro. Se retira luego combatiendo con su batallón hacia Santander, y depone sus armas en Santoña, luego de un acuerdo con el mando italiano, que asegura la evacuación de todos.
—Nos engañaron, faltando descaradamente a la palabra empeñada, en cuanto estuvimos desarmados. Hacen todavía algo más indigno. Mandar a todos los oficiales al penal de Burgos, encadenados de pies y manos, junto con un telegrama que asegura que somos «doscientos peligrosos criminales del Norte».
Como criminales son tratados en el penal. Reciben un trato más duro que los asesinos que antes de la guerra cumplían condena en el mismo presidio. Muchos de ellos acaban fusilados. Pero antes conocen la dureza del llamado «período»; pasan meses enteros aislados, a veces en celdas individuales, sometidos a un régimen de pan y agua, sin contacto alguno con el resto de los detenidos, privados de paquetes, comunicaciones y cartas.
—Podría mentiros, diciendo que, dado el tiempo que lleváis condenados, no tenéis nada que temer. Pero no quiero, ni debo, ni puedo engañaros. He visto fusilar a varios que llevaban dos años sentenciados y a quienes la espantosa angustia de setecientas noches de agonía no libró de acabar frente al piquete de ejecución.
Areso habla con ruda franqueza, dolido por el final de tantos compañeros de armas e ideas, tan incapaz de mentir como de disimular sus sentimientos. Dice escuetamente la verdad, y lo sabemos todos. Por las noticias que nos llegan de otras prisiones comprobamos que no ha disminuido el ritmo de las sacas. Tampoco la severidad en las sentencias impuestas. Ahora va menos gente de Santa Rita a las Salesas, porque los trabajadores de la cárcel y los destacamentos, los delincuentes comunes y los extranjeros en tránsito constituyen ya más de la mitad de la población reclusa, pero proporcionalmente el número de peticiones de última pena no ha experimentado la menor variación.
—Puedes estar tranquilo, porque tu expediente continúa en el mismo sitio, y todo el mundo nos da la seguridad de que no te pasará nada.
En todas las comunicaciones semanales mi madre repite lo mismo. Como de costumbre, me gustaría creerla; pero, aunque nada le diga por no aumentar sus angustias, saco la clara impresión de que no tienen ya ni la más remota idea de por dónde puede andar mi sumario. Me consuelo en parte pensando que peor sería aún que me asegurase que van a indultarme mañana o pasado, porque podría ocurrirme lo que a Gálvez y a tantos otros. Antonio Paulet, por ejemplo, a quien un buen «amigo» anuncia a mediodía que ha sido indultado y al que fusilan quince horas más tarde.
—Voy creyendo que lo más peligroso es que le digan a uno que ya está indultado.
En Santa Rita tenemos pronto una nueva prueba de esto. Luisito es un muchacho de Barrios Bajos que comparte la celda de Barreiro. Tiene cara de niño y un humor excelente. No ha cumplido los veinte años, y como las acusaciones contra él se refieren a los meses iniciales de la guerra, no tenía entonces arriba de quince años. Oficialmente está en la cárcel con una petición de treinta años, aunque en realidad ha sido condenado a muerte. Un buen día de comienzos de primavera sale dando brincos de contento de la comunicación.
—Parece que al fin me he librado de la «Pepa».
Cinco horas después hace acto de presencia en Santa Rita, con la misma furgoneta e idéntico acompañamiento, el funcionario que se llevó a Fermín García Allende. Como el muchacho protesta, le sacan a viva fuerza, esposado de pies y manos.
—¡Ojalá tenga la misma suerte que Fermín! —comento, hablando con Barreiro.
No la tiene, porque dos días después nos llega la noticia de que ha sido fusilado.
* * *
La guerra, un poco aletargada en el invierno, durante el cual los ingleses prosiguen su avance en África y los griegos su ofensiva contra Albania, vuelve a adquirir intensidad al aproximarse la primavera. Los alemanes bombardean numerosas ciudades británicas, y los ingleses responden con incursiones aéreas sobre Hamburgo, Bremen, Hannover y Berlín. El máximo interés se concentra en los Balcanes, donde Churchill anuncia que se desarrollarán las próximas operaciones. Yugoslavia vacila entre sus viejas alianzas y la presión que sobre ella ejercen Hitler y Mussolini. Rusia, por su parte, ha ocupado los países bálticos y la Besarabia rumana, mientras grandes contingentes germanos, tras cruzar Rumanía y Bulgaria, toman posiciones en la frontera griega.
En las cárceles seguimos con la máxima atención el desarrollo de los acontecimientos, firmemente convencidos de que si triunfa el fascismo serán pocos los que logren salir en libertad, y que si, por el contrario, la victoria sonríe a las democracias, volveremos a ser —los que vivan lo suficiente para verlo— hombres libres de nuevo. En la celda número 13, cerrada de nuevo con llave durante la mayor parte del tiempo, recibimos, por un conducto u otro, diversos periódicos. No sólo leemos por las mañanas Ya o ABC, sino que al anochecer nos llegan O Século y, lo que es mucho más arriesgado, el boletín de información de la Embajada inglesa. Quienes los traen hasta la cárcel, los que los meten dentro, los hacen circular o simplemente los leen, corren evidentes peligros. (En mi familia tengo ahora precisamente la mejor prueba de esto. Mi hermano Mariano, detenido una vez más, lleva ya unos meses en el campo de concentración de Nanclares de la Oca sin otra acusación contra él que la de encontrarle encima un boletín británico).
En cualquier caso, estamos mejor informados que nunca, aunque las autoridades carcelarias intensifiquen las medidas para impedirlo. Son más de trescientos los trabajadores presos que salen a diario para laborar en las obras de la nueva prisión. Algunos de ellos ven a sus familiares a mediodía o comen con ellos fuera de los muros de la prisión, y cuando al anochecer vuelven a Santa Rita traen noticias y periódicos que a la media hora circulan por todas las galerías y celdas. Por otro lado, los que llegan a redimir pena aquí o en otros destacamentos vienen con notas, cartas y noticias de los penales o cárceles donde han estado recluidos. Y tampoco dejan de proporcionarnos curiosas e interesantes informaciones los centenares de franceses que constantemente hacen escala en Carabanchel antes de ser devueltos a las autoridades de Vichy o encerrados en algún campo de concentración.
Merced a todo ello, no sólo conocemos la marcha de los acontecimientos bélicos, sino lo que sucede en la mayoría de los presidios. El invierno ha sido espantoso en todas partes, pero muy esencialmente en Chinchilla, Burgos, Palencia y Valdenoceda, que cuentan entre los lugares más fríos de toda la geografía española. En Valdenoceda y Palencia, para donde salieron hace meses dos expediciones con muchos de los que hasta su condena o indulto estuvieron en Santa Rita, han perecido bastantes víctimas del frío y de la escasa alimentación. Las impresiones de quienes han logrado salir con vida de estos verdaderos infiernos no pueden ser más pesimistas:
—Otro invierno como éste y no lo contará ninguno de los que continúan allí.
En Santa Rita mismo la situación se agrava de manera ininterrumpida. Cada vez comemos menos y es mayor el número de enfermos. El frío hace que la gente se eche encima todo lo que tenga y no se lo quite ni para lavarse. Como consecuencia, los piojos vuelven a multiplicarse con increíble rapidez, y las ratas hambrientas abandonan sus refugios de las alcantarillas, corretean por el patio, suben por las paredes y los retretes y nos despertamos muchas veces sintiéndolas andar por encima de nosotros.
—Lo increíble —dice Medina, un médico joven, condenado a veinte años de presidio, que sale a las obras con los trabajadores de la nueva cárcel— es que no haya estallado aún ninguna epidemia.
Pero la epidemia comienza con furia en los comienzos de la primavera de 1941. Es primero un hombre que empieza a tiritar acometido por la fiebre y se queja de intensos dolores; al día siguiente son diez los enfermos, que pasan de cien al terminar la semana. El diagnóstico de los médicos presos —San Miguel, Medina y Merino—, primero, y del doctor oficial de la prisión, después, no puede ser más alarmante.
—Indudablemente es tifus exantemático.
Se trata de una enfermedad muy grave, de problemática curación, ocasionada por un virus transmitido por los piojos. Extraordinariamente contagiosa, produce verdaderos estragos en lugares en que la gente vive hacinada, está mal alimentada o en deficientes condiciones de higiene. Todas las condiciones que se dan en Santa Rita y la casi totalidad de las cárceles y presidios españoles.
—Puede ocasionar aquí una auténtica hecatombe.
Aunque en un principio creemos que la epidemia se ha iniciado allí mismo, no tardamos en saber que se ha señalado ya en cien puntos distintos del país. Pese a que los periódicos guardan durante bastantes días un silencio absoluto sobre la grave amenaza, hace un par de semanas que comienza a ocasionar víctimas en colegios, cuarteles y en todos los sitios en que se aglomeran o reúnen centenares de personas. Pero, como es lógico, en ningún lugar es más peligrosa y difícil de atajar que en las prisiones.
—Sólo con medidas muy enérgicas se puede evitar una catástrofe.
Las medidas que las autoridades carcelarias toman en Santa Rita, siguiendo instrucciones de las sanitarias, son, más que enérgicas, brutales. Traen una autoclave grande que colocan en el centro del patio al que han de salir los presos de los distintos edificios, galerías y celdas llevando todas sus ropas. Tienen que permanecer totalmente desnudos al aire libre, mientras se lavan las paredes y los techos y se inundan los suelos de sus lugares de reclusión con líquidos desinfectantes. Luego, en tanto que la autoclave desinfecta todas sus pertenencias, tienen que guardar cola durante minutos interminables para enjabonarse primero y ducharse después. A renglón seguido tienen que desfilar por delante de unos sanitarios uniformados provistos de grandes hisopos bien empapados en zotal que les restriegan con ellos una y otra vez de la cabeza a los pies por el frente, por los costados y por la espalda. El líquido escuece al meterse por los poros de la piel, y ocasiona insoportables dolores en heridas, raspaduras o simples rasguños. Los gritos de muchos, en ocasiones verdaderos alaridos, retumban en toda la cárcel. Desde las ventanas de nuestras celdas les vemos correr desesperados por el patio; algunos no encuentran mejor medio para librarse del lacerante escozor que tirarse al suelo, desnudos como están, y revolcarse en la tierra.
La desinfección de cada planta dura varias horas, durante las cuales sus ocupantes tienen que permanecer desnudos, sin que les permitan volver a vestirse ni buscar refugio en parte alguna. La autoclave se estropea con frecuencia y quema las ropas o no quedan suficientemente desinfectadas, y hay que volverlas a meter. Como consecuencia, hay gentes que tienen que pasarse cuatro o cinco horas en el patio. Para colmo de males, hace un frío impropio de finales de marzo y comienzos de abril; el segundo día empieza a llover con fuerza, y se pasa una semana lloviendo.
—La mitad de la cárcel está acatarrada o con gripe, hay doscientas bronquitis y un centenar de pulmonías.
A los enfermos de pulmonía se los llevan al hospital o al cementerio si se dan demasiada prisa en morir; los bronquíticos y catarrosos se desgañitan tosiendo. Pero se consigue cortar la epidemia en Santa Rita. Uno de los médicos presos podrá hacer al cabo de unas semanas un balance escueto e impresionante:
—De tifus han muerto seis, y de pulmonía, veinte.
—Vamos —comento yo—, que ha sido peor el remedio que la enfermedad.
Cuando la epidemia de tifus estalla en Santa Rita llevan tres días en ella una veintena de franceses que proceden de Andalucía y van a ser entregados oficialmente a las autoridades de Vichy, que les han reclamado, aunque los interesados creen tener buenas razones para suponer que irán a parar a manos de la Gestapo, omnipotente en la Francia ocupada. Son hombres de profesiones liberales —médicos, abogados, ingenieros y profesores universitarios— y en desahogada posición económica. Vienen bien vestidos, con elegancia que contrasta con nuestros trajes viejos, raídos y deformados. Entre ellos está un abogado y diputado socialista apellidado Blumer que al parecer estuvo en dos ocasiones en Madrid durante la guerra como miembro de un comité de ayuda a los niños españoles.
Hablo con él un par de veces antes de que la epidemia incomunique totalmente el edificio del centro del patio en donde están recluidos, con la planta en que nos hallamos la decena de condenados a muerte. Los franceses pasan por la misma y dolorosa experiencia del resto de la población reclusa, pero acaso con menos suerte que la mayoría. Les toca la vez cuando está diluviando, y lo pasan muy mal desnudos bajo la lluvia. Después tienen la desgracia de que su ropa y sus maletas sean parte de las que prácticamente desaparecen al pasar por la autoclave. Como no les queda nada que ponerse al llegar la noche, la dirección de la cárcel, tras largas dilaciones y mucho buscar, les entrega unos monos viejos y unas alpargatas rotas.
A la mañana siguiente viene un camión con fuerza pública en su busca. Tienen que salir inmediatamente para la frontera, porque la orden no admite demoras de ninguna clase. Pese a sus encendidas protestas, se los llevan, desnudos bajo los monos, tiritando de frío y avergonzado del aspecto que presentan.
* * *
El turismo penitenciario no se interrumpe con el paso del tiempo. A los dos años de concluida la guerra continúa con parecida intensidad el trasiego de presos de los campos de concentración o los batallones de trabajo a las cárceles; de éstas, a los penales, y de éstos, a otros presidios diferentes o a los destacamentos de trabajo. A los trece meses de nuestra llegada a Santa Rita son contados los que continúan aquí de los ciento cincuenta que llegamos una madrugada procedentes de Yeserías. Los que no fueron fusilados están en Burgos, Palencia o Valdenoceda o en cualquier otro encierro madrileño en espera de ser juzgados. Girón y Ascanio salieron para Príncipe de Asturias, de donde son llevados posteriormente a Porlier. Los hermanos Sañudo se hallan en Torrijos, luego de pasar por San Antón. Rubiera y otros varios han sido trasladados a Porlier. En cambio, son numerosos los que trasladan aquí procedentes de diversos puntos. A más de Gutiérrez de Miguel, llegado de Jaén, está Melchor Baztán, que ha venido de Toreno, y Gerardo Lacalle, que procede de San Lorenzo.
Gerardo Lacalle es un magnífico abogado, cuya carrera ascendente interrumpe la guerra. Hombre inteligente y cordial, de palabra fácil y criterio acertado, no ha hecho daño a nadie y ha favorecido a muchos antes y durante la guerra. Republicano liberal, ponderado y sensato, enemigo de la violencia y alejado de todo extremismo, ha cumplido con su deber sirviendo dentro de su profesión al Gobierno constituido. No obstante, en el apasionamiento de las primeras semanas que siguen al final de la contienda es condenado a muerte y está a punto de morir fusilado. En Santa Rita se halla destinado en la oficina de Régimen, donde hace lo que puede dentro de sus posibilidades en beneficio de los demás reclusos.
—Tienen el proyecto —dice un día, hablando con nosotros— de convertir Santa Rita en prisión central de trabajadores. Quieren que aquí no queden más que los que salen a las obras de la nueva cárcel o los que vayan destinados a los destacamentos, aparte de los que desempeñen destinos en el interior de la cárcel.
Piensan llevarse de Santa Rita a los que continúan en calidad de procesados o simples detenidos. También a los presos comunes, muchos de ellos vulgares quincenarios —«chorizos», descuideros, maleantes y homosexuales— que pelean con frecuencia entre sí, organizando constantes escándalos.
—¿Qué harán con nosotros?
No parece que preocupemos mucho al director de la cárcel; de un lado, por lo exiguo de nuestro número; de otro, porque al cabo de los meses nos conocen personalmente todos los funcionarios, y la creencia más extendida entre ellos es que nuestras sentencias han debido ser anuladas hace tiempo, aunque por motivos ignorados no se nos haya comunicado así.
—De todas formas, es posible que cualquier día os trasladen a Porlier.
Pero esto es sólo una posibilidad, en ningún caso de inmediata realización. De momento lo único que a la dirección preocupa es librarse cuanto antes de los comunes, cosa nada fácil, porque en ningún sitio los quieren, o de los políticos que continúan sin juzgar que por su número —son todavía alrededor de setecientos cincuenta— es difícil que quepan en las restantes prisiones madrileñas, demasiado abarrotadas ya.
—Si en algo puedo influir yo —termina Gerardo—, haré lo que pueda para que sigáis aquí.
Estamos acostumbrados a Santa Rita, y no nos gustaría cambiar de prisión. Menos que a cualquier otro sitio nos gustaría un traslado a Porlier con el sobresalto y la angustia de las constantes sacas. Pero nuestra opinión no cuenta para nada, desgraciadamente, y tendremos que ir donde quieran llevarnos.
—¡Y ojalá el traslado a Porlier no sea como los de Gálvez y Luisito…!
Mientras damos vueltas y más vueltas al posible cambio de prisión, la guerra vuelve a tomar un cariz casi decisivo en favor de las potencias del Eje. En el mes de abril de 1941 las tropas alemanas invaden Yugoslavia, terminando en pocos días con la resistencia ordenada de su Ejército. Paralelamente avanzan por territorio griego, conquistando Salónica primero y Atenas después. En África un cuerpo de ejército alemán fuerza a los ingleses al abandono de sus conquistas en Libia y les obliga a retroceder hasta las fronteras de Egipto. Por último, ya en el mes de mayo, las tropas germanas, pese a la potencia de la flota británica en el Mediterráneo, van ocupando una tras otra las islas griegas y se disponen al asalto de Creta.
* * *
El miércoles 21 de mayo tenemos nuestra comunicación semanal. No bajo a ella ni optimista ni esperanzado. En la comunicación del día 14 mi madre, a la que encuentro materialmente agotada y consumida por los sufrimientos, tiene que reconocer, ante una serie de insistentes preguntas mías, que las dificultades económicas de la familia aumentan en lugar de disminuir. Lo están pasando francamente mal, aunque continúa esperando que todo pueda solucionarse. No saben cuándo pondrán en libertad a Mariano, que continúa en Nanclares de la Oca. Tampoco saben mucho de mi expediente, si bien confían en que continúe en el mismo sitio. Hoy no espero que me diga nada mejor que hace ocho días.
Entro en el locutorio y voy a situarme, como de costumbre, en un extremo del mismo. Cuando todos hemos ocupado nuestros sitios habituales, dejan entrar en el patio pequeño a nuestros familiares, que, como siempre, se precipitan hacia el lugar en que esperamos y se detienen ante los barrotes y las telas metálicas que les separan de nosotros. Me sorprende descubrir que mi madre no viene sola, sino con dos de sus hijos. Mi hermana se adelanta corriendo a todos los demás, y apenas dentro del locutorio me grita, excitada y nerviosa:
—¡El indulto, Eduardo! ¡Te han indultado…!
Me alegra oírlo, pero, acaso por esperarlo durante tanto tiempo, en un principio me resisto a creerlo. Incluso siento una terrible desconfianza, recordando lo sucedido a tantos que fueron fusilados a las pocas horas de anunciarles sus familiares que habían sido indultados.
—¡Es verdad, Eduardo! —insiste, excitada, mi hermana—. ¡Te juro que es verdad!
—¿Cómo lo sabéis?
—¡Una carta! Mamá recibió una carta cuando salía para acá. ¡Del ministro del Ejército…!
Miro a mi madre, que no ha podido seguir la carrera de su hija y que se acerca agitando una carta en la mano. Explica con voz trémula de emoción.
—¡Te indultaron hace días, hijo…! La carta del ministro tiene fecha del diecisiete, pero no la recibí hasta hace una hora.
Intenta leerme lo que la carta dice, pero no acabo de entender sus palabras, en parte por el nerviosismo que quiebra su voz, en parte también por el alboroto que se arma en el locutorio. Todos los compañeros de celda y condena abandonan un momento la comunicación con sus familiares para venir a abrazarme. Algo parecido hacen sus deudos con los míos.
—Déjame verla —pido a mi madre.
El propio oficial que vigila la comunicación sale al patio pequeño para recoger la carta y traérmela. Su contenido es breve y expresivo. El ministro del Ejército, don José Varela, comunica a mi madre, como contestación a la solicitud de indulto en favor de su hijo Eduardo de Guzmán Espinosa, que «ha sido resuelta favorablemente por S. E. el Generalísimo».
Antes de que termine la comunicación, la noticia ha circulado por toda la cárcel. Al patio pequeño salen varios oficiales con los destinos de Dirección y Régimen, con Gerardo Lacalle a la cabeza. Es Gerardo quien habla con el jefe de servicios para que me permita salir un momento al patinillo para abrazar a mi madre.
Salgo, y mi madre, que hace más de dos años que no puede abrazarme, que ha temido mucho no volver a hacerlo más, me echa los brazos al cuello, llorando de alegría. Cuesta trabajo separarme de ella. Mi hermana también llora, e incluso a mi hermano Antonio están a punto de saltársele las lágrimas. Al despedirme de ellos quiero devolverles la carta de Varela.
—Es conveniente que te la quedes tú. Por lo menos unos cuantos días —indica Gerardo Lacalle.
Comprendo lo que quiere decir y le agradezco la indicación. Me guardo la carta, que pudiera serme de vital utilidad en caso de cualquier posible equivocación. Salgo al patio grande al mismo tiempo que mi madre y mis dos hermanos ganan la calle.
Al otro lado de la alambrada se han reunido más de doscientos compañeros, que esperan con impaciencia para felicitarme con sincero alborozo. Estrujado por los abrazos me llevan casi en volandas hasta el segundo piso. En la celda número 13, que permanece abierta durante toda la tarde, no cesan un minuto los grupos que vienen a darme la enhorabuena. El comentario de todos es unánime:
—¡Ya era hora de que cesara tu interminable pesadilla…!
Estoy conmovido, emocionado y contento. Por el indulto en sí, fundamentalmente; pero también por la demostración de solidaridad y cariño de centenares de compañeros socialistas, republicanos y libertarios. Impresiona comprobar la sincera alegría con que todos, sin distinción de matices ideológicos, acogen mi indulto.
Más tarde, cuando después del toque de silencio me tumbo a descansar, tardo mucho en conciliar el sueño. Por mi cerebro cruzan los más encontrados pensamientos, y no todos son igualmente agradables. Acaba de terminar para mí una pesadilla dantesca que ha durado cuatrocientas ochenta y nueve noches, durante la cual he creído morir cien veces y he visto cómo salían para ser fusilados centenares de compañeros de reclusión. Estoy contento porque haya terminado y por seguir vivo.
Pero en el horizonte empieza a dibujarse otra amenaza menos acuciante y trágica, pero igualmente dolorosa. Tengo treinta y un años, y me quedan veintiocho de condena. Si los cumplo tendré muy cerca de los sesenta cuando recobre la libertad. ¿Podré aguantar hasta entonces? Lo dudo mucho. Dentro de quince días, de un mes o dos, como máximo, saldré para cualquier presidio. Allí, lejos de Madrid, sin la más mínima ayuda familiar, sometido a un régimen durísimo, es difícil que pueda sobrevivir al aislamiento, al hambre y a los sufrimientos.
He sufrido mucho en diecisiete meses y tres días condenado a muerte; en los veintiséis meses transcurridos desde que fui detenido a la salida del puerto de Alicante. ¿Hasta cuándo y dónde podré resistir? ¿Volveré algún día a ser de nuevo un hombre libre?