I
MADRID, CALLE DE ALMAGRO
—Esta noche van a picarme.
Lo dice en tono apagado, sin levantar la voz ni poner un énfasis especial en las palabras. No me sorprende oírle y apenas si vuelvo ligeramente la cabeza para mirarle. Dadas las circunstancias, el anuncio de su próxima muerte tiene que parecerme enteramente lógico. Más que compadecerle, habrá que envidiarle por terminar de una vez.
Fidel Losa Petit ha estado varias horas tumbado sin sentido en el centro de la habitación. Le trajeron a primera hora de la mañana arrastrándole entre cuatro, con la ropa en jirones, la boca partida, un ojo amoratado y varios chirlos y descalabraduras. Apenas se cerró la puerta, Navarro, Molina y yo hicimos por él lo poco que podíamos hacer; lo poco que, cambiadas las personas, pueden hacer los demás por nosotros: lavarle un poco la cara para limpiarle la sangre y ponerle su propia manta debajo de la cabeza. Más tarde, mucho más tarde, cuando empieza a volver en sí y a quejarse, darle unos sorbos de agua y ayudarle a sentarse en el suelo recostado contra la pared.
No le prestamos demasiada atención. En realidad, ni lo ocurrido tiene nada de asombroso ni nos han sobrado el tiempo y las ganas. La jornada ha sido movida, agitada y dramática. La tarde no se diferencia de la mañana ni de la noche precedentes. Iguales exactamente a cualquiera de los diez interminables días que llevamos aquí, durante los cuales escenas semejantes se repiten una y otra vez hasta convertirse para todos en una obsesión enloquecedora.
Cada poco rato, de día y de noche, sin aviso previo, tregua ni descanso, vienen a buscar a cualquiera de nosotros. Cuarenta o cincuenta minutos después le traen de nuevo, desfigurado y sangrante, generalmente a rastras porque los golpes recibidos le han sumido en una profunda inconsciencia. Le tiran al interior desde la puerta abierta de par en par mientras reclaman a gritos:
—¡Venga, Cayetano! ¡Te ha tocado el premio…!
Cuando no llaman a Cayetano, lo hacen a José, Manuel, Antonio, Avelino o Germán. A veces escucho mi nombre sin el menor agrado. Al ponerse en pie y avanzar vacilante hacia la salida, ninguno de los llamados se hace ilusiones. Teme lo peor y acierta en el 99 por 100 de las ocasiones. Oficialmente va a ser interrogado respecto a su actuación durante la guerra, aunque casi nunca se molestan en preguntarle nada. O los golpes se anticipan de tal modo a las cuestiones que cuando formulan alguna pregunta el interesado no está ya en condiciones de pronunciar una sola palabra.
—Me molieron a palos y se rieron mucho; pero ni siquiera me preguntaron como me llamo.
Es algo tan extraño que al principio no acertamos a explicárnoslo. Al cabo de semana y media seguimos sin comprenderlo, pero ya no nos extraña ni sorprende. Cuando un hecho anormal se repite durante doscientas veces en sólo diez días, acaba por parecer normal, hasta obligado, incluso a quienes lo padecen. Constituye indudablemente una forma sádica de diversión que supera con mucho nuestra capacidad de comprensión, pero resulta evidente, juzgando por sus carcajadas y exclamaciones, que esta crueldad inútil les proporciona un agudo placer. Algunas veces, por entre las tinieblas que invaden nuestros cerebros, creemos escuchar posibles explicaciones:
—¡Así irás haciendo memoria para cantar de carrerilla cuando te preguntemos…!
—¡Pero si estoy dispuesto a contestar ahora mismo a todas las preguntas…!
—¿Tienes prisa, cabroncete? Pues a nosotros nos sobra el tiempo y queremos divertirnos un poco antes de que la espiches…
Sin embargo, con algunos han terminado ya, prácticamente antes de haber comenzado. Quizá no fuera ese su propósito, pero se les fue un poco la mano y, que sepamos, tres de los nuestros han fallecido en estos días. Dos estrellados contra las losas del patio, luego de atravesar una ventana, el tercero destrozado materialmente a patadas. Cabe temer que a los demás nos ocurra lo mismo en cualquier instante. A Fidel Losa parece haberle llegado el turno.
—Al amanecer me llevaron al cementerio y me pusieron contra una tapia —añade con un susurro—. Dijeron que iban a matarme y empezaron a disparar, pero las balas no me rozaron siquiera. Lo hacían por reírse un poco de mí y para que me sirviera de advertencia. Esta noche, en cambio…
Tirarán a dar. Furiosos por su obstinación en no despegar los labios han decidido liquidarle al anochecer. Losa, que al parecer les conoce mucho mejor que cualquiera de los demás, tiene la plena seguridad de que lo harán, y no tengo razones para contradecirle. No sé qué responderle, convencido de que una mentira piadosa ni le engañaría ni serviría absolutamente de nada. Callo, y él sigue hablando, sin levantar la voz ni poner dramatismo en las palabras. Pretenden que diga lo que sabe y lo que no sabe; que acuse a antiguos policías, compañeros suyos, de todos los crímenes habidos y por haber, aunque no haya en sus acusaciones una sola palabra de verdad.
—Nos ayudarás a fusilarles a todos, naturalmente. Pero de todas formas, hables o no hables, acabarán en el paredón. Tu verás lo que te interesa y conviene.
—¡Yo no soy un chivato!
—¡Bah, tampoco lo era el hijo de puta de Sandoval y ya sabes lo que le pasó! De cualquier manera, serás el primero en palmar. En cuanto anochezca volveremos por ti…
Losa se detiene cada tres o cuatro frases, mirando receloso hacia la puerta, como si temiera que los guardias que constantemente vigilan tras ella pudieran oírle y entrar. Antes de abrir la boca siquiera ha tenido buen cuidado de comprobar que Amor Buitrago no está presente. Como todas las tardes y no pocas mañanas —unos dicen que como premio a habernos señalado en Alicante y Albatera, otros que para utilizarle como cebo, paseándole por las calles en aparente libertad para cazar a cualquiera que se acerque a hablarle— le han sacado del calabozo. Volverá, como de costumbre también, al cabo de unas horas, corrido al ver nuestras miradas acusadoras fijas en su rostro; dolido porque nadie —ni su propio padre que figura entre sus víctimas— le dirige la palabra y todos le volvemos la espalda si nos dice algo, y pidiendo auxilio a gritos para que acudan en su socorro los guardias de la puerta cuando se imagina que cualquiera de nosotros está a punto de aplastarle como una sabandija.
—Desde luego, me matarán antes del amanecer…
—¿Crees que podemos hacer algo por impedirlo? —pregunto angustiado, desesperado por mi absoluta impotencia.
Mueve la cabeza en gesto negativo. De sobra sabe que ni yo ni cuantos estamos en el calabozo podemos hacer nada por mejorar su triste suerte; que todos, en situación semejante a la suya, tenemos muy escasas posibilidades de salvar la propia piel. Losa no sueña despierto ni pide imposibles, y está resignado a lo que considera de todo punto inevitable. Al hablar como lo hace, pretende algo muy distinto:
—Tengo una mujer enferma y unos chicos pequeños. Deseo únicamente que si llegas a salvarte, si consigues hablar con algunos compañeros que se libren del paredón, o del paseo, les digas cómo y por qué he muerto. No quiero nada para mí, pero si unos u otros pudieseis hacer algo por mis hijos el día de mañana, yo…
El hilillo de voz se le quiebra en un contenido sollozo que le estremece de pies a cabeza. Me impresionan sus palabras, aunque parezca imposible que luego de lo pasado en los últimos meses pueda impresionarme nada. Quiero decirle algo, pero no acierto a pronunciar palabra porque tengo un nudo en la garganta. Le miro y veo en sus ojos un brillo de lágrimas. Me tiende la mano en silencio y yo se la estrecho con fuerza.
Transcurren con lentitud las últimas horas de la tarde y las primeras de la noche. Cada vez que se abre la puerta miro a Losa, que ahora está recostado contra la pared al otro lado del calabozo y advierto su instintiva y dolorosa crispación; pero vienen a buscar a otros. Al cabo del tiempo empiezo a acariciar la idea de que cuanto me ha relatado sea una simple amenaza de nuestros guardianes; un intento de asustarle sin el menor propósito serio de llevar a la práctica lo anunciado. Aunque no cruzamos una sola palabra, tengo la impresión de que el interesado empieza a pensarlo también, y en su pecho se abre paso una remota esperanza. De pronto:
—¡Sal de prisa, Fidel! Si tenemos que volver a llamarte, o nos haces perder medio minuto…
Deben ser las dos de la madrugada y el ruido de la puerta al abrirse de golpe y los gritos de llamada me arrancan del sueño inquieto ay azaroso que, pasada ya la medianoche, me ha forzado a cerrar los ojos. Al abrirlos veo que dos individuos, cuyas caras he visto en diversas ocasiones, acucian a Losa para que se incorpore y salga. Ya de pie, Fidel vacila un instante, mirando indeciso la manta en que un momento antes estaba tumbado. Uno de los que están en la puerta le apremia impaciente:
—¡Llévatela si quieres…! ¡Para lo que va a servirte…!
El interesado recoge la manta como quien se agarra a un clavo ardiendo, como si el simple hecho de llevarla consigo le garantizase que le dejarán volver a dormir. Cuando sale, uno de los que han ido en su busca, le empuja violentamente por el pasillo, mientras vocifera amenazador:
—¿Creías que no vendríamos por ti esta noche? ¡Pues hemos venido y antes de una hora tu…!
El ruido de la puerta al cerrarse de golpe me impide oír el final de la frase. Me lo imagino sin la menor dificultad y supongo que a los demás les ocurre lo mismo. Sentado en el suelo, paseo la mirada pensativo en torno mío. Aunque las voces han despertado a todos los encerrados en el calabozo, ninguno hace el menor comentario. Varios han seguido tumbados, fingiendo dormir. Los que como yo se incorporan un momento, vuelven a tumbarse con gesto de resignación e impotencia. Les imito y, cerrados los ojos, hago esfuerzos desesperados por no pensar en nada. Lo consigo a medias y vuelvo a dormitar con uno de los brazos tapándome la cara. La luz sigue encendida, naturalmente, para que a través de la mirilla de la entrada puedan ver lo que hacemos quienes desde el otro lado de la puerta nos vigilan constantemente.
La noche no se diferencia poco ni mucho de las precedentes. Todavía llaman a Félix España y Cayetano Continente, y los traen una hora después maltrechos y ensangrentados. Amanece pronto porque estamos a finales de junio y los días son largos. Pero la luz del sol no cambia en absoluto nuestro panorama. Guardias y policías se relevan cada no sé cuántas horas; nosotros, no. Desde la madrugada del 16 de junio participamos en una sesión ininterrumpida de día y de noche con una monotonía desesperante. Siempre son otros los que insultan, pegan o matan, y nosotros los que aguantamos insultos y sufrimientos o morimos. A veces, las tres cosas a un tiempo.
—¡Venga ya! ¡Los que tengan ganas de cagar que lo digan…!
Es el número de todas las mañanas. Antes de relevar los guardias que vigilan en la puerta y el pasillo, permiten que evacuemos nuestras necesidades. Los que estamos en condiciones de andar salimos de uno en uno y vamos hacia el retrete que se halla al otro lado del pasillo. Nos acompaña un guardia, que no nos pierde de vista un solo segundo. Aunque hace días que condenaron con unos fuertes tablones la ventana que da al patio, la puerta ha de estar abierta de par en par.
—Es por bien vuestro, hijitos. Nadie está libre de una mala tentación y debemos hacer lo posible por protegeros.
Se lo hemos oído varias veces a un caballero menudo de cuerpo, que debe rondar el medio siglo, impecablemente vestido de negro, que al decirlo nos mira con aires de paternal y bondadosa protección, pero cuyo rostro no se inmuta cuando asiste a la pateadura de cualquiera de nosotros por sus numerosos subordinados. Guardias, milicianos y policías suelen ser menos comedidos en sus expresiones. Si uno tarda arriba de dos minutos tiene que escuchar una advertencia amenazadora.
—¡Acaba ya, cabrón, o entro para hacerte comer tu misma mierda…!
En ocasiones la amenaza se cumple al pie de la letra. Sea, porque el interpelado responde a la advertencia o simplemente porque algunos quieren divertirse a nuestra costa, el guardia penetra en el «water» y, con la ayuda voluntaria y complacida de varios compañeros, cogen al infeliz de turno y meten a viva fuerza la cabeza del preso en la taza. La primera víctima de broma tan ingeniosa y delicada es Antonio Prieto, que una mañana, cuatro días después de nuestra llegada, vuelve al calabozo con la cara llena de excrementos y vomitando hasta las tripas.
Por las mañanas podemos desayunar también si tenemos con qué hacerlo porque hayamos reservado una parte del paquete traído en días anteriores por el familiar de alguno. Cuando no lo tenemos, ayunamos todos. Oficialmente recibimos un cacito de un líquido negruzco que llaman café; la mayor parte de los días se les olvida traérnoslo y no lo lamentamos demasiado porque sabe mal y sienta peor. Avanzada ya la mañana vienen en busca de Amor Buitrago. Aprovechando su ausencia, José Rodríguez Vega pregunta algo que a todos inquieta, aunque hasta este momento no hayamos hablado de ello.
—¿Cuándo traerán a Losa?
—No creo que volvamos a verle —respondo.
—¿Por qué lo dices?
Relato en breves palabras cuanto Fidel me dijo la tarde anterior y termino diciendo lo que pienso:
—A estas horas probablemente estará ya muerto y enterrado.
Todos asienten con leves inclinaciones de cabeza. Tras una breve pausa, Navarro Ballesteros comenta pensativo:
—Acaso sea lo mejor para él. Dada nuestra situación, lo único que pueden inspirarnos los muertos es envidia.
* * *
Me estremezco al oírle. Con distintas palabras, Navarro repite una frase escuchada tres meses antes y que durante doce interminables semanas de dolores y angustias ha resonado una y otra vez en el fondo de mi cerebro. Recuerdo perfectamente el momento, el escenario y las circunstancias. Fue en la mañana del 1 de abril de 1939, cuando abandonábamos los muelles de Alicante donde habíamos pasados varios días esperando unos barcos de evacuación que nunca llegaron. La tarde anterior varios millares de antifascistas hubieron de entregarse al enemigo. Debimos salir todos, pero la salida fue interrumpida al caer la noche. Allí, en el puerto, cercados por tierra y por mar, sin la menor esperanza de huida, quedaron varios centenares de personas que en esta forma pasamos las postreras horas de libertad. Hubo en el transcurso de aquellas horas quienes discutieron seriamente si convenía suicidarse o no. Al amanecer, los partidarios del suicidio se quitaron la vida y el resto, formando una pequeña columna, fuimos apresados. Cuando pasábamos delante de los cadáveres de dos compañeros y amigos que acababan de, morir voluntariamente para no caer prisioneros, alguien que caminaba a mi lado, exclamó:
—¡Pronto envidiaremos a los muertos…!
Mentalmente le di la razón entonces y mentalmente no he dejado de dársela un solo momento en los ochenta y siete días transcurridos desde entonces. Porque estos ochenta y siete días han constituido para nosotros una espantosa pesadilla, una terrible odisea, cuyos sufrimientos han sobrepasado con creces cuanto los más pesimistas pudieran imaginar por anticipado. Nuestro calvario se inicia en la marcha desde el puerto de Alicante a lo que muy pronto conoceríamos con el nombre de Campo de los Almendros, durante la cual vemos asesinar a uno de los que caminan cuatro filas delante de nosotros y contemplamos a un lado y a otro de la carretera numerosos cadáveres de quienes oficialmente quisieron fugarse.
En el Campo de los Almendros pasamos seis días dramáticos. Cuarenta y cinco mil hombres, guardados por fusiles y ametralladoras, padecemos jornadas enteras de absoluto ayuno. Sin comer ni beber durmiendo a la intemperie, soportando la lluvia y el frío, muchos enferman y algunos mueren. Impulsados por la necesidad nos comemos primero los almendrucos verdes, después las hojas tiernas y al final la hierbas y las raíces que podemos encontrar. Si no hay agua para beber, menos la hay para lavarse, y los piojos se multiplican con asombrosa rapidez. La única distracción consiste en la visita de las comisiones de los pueblos de la región que vienen —como los famosos cazadores de hombres del oeste americano— a buscar sus víctimas entre los vecinos de su localidad respectiva que han caído prisioneros.
Entre la tarde del Jueves y la mañana del Viernes Santo se desaloja por completo el Campo de los Almendros. Catorce o quince mil prisioneros son conducidos a pie y formando largas columnas a la plaza de toros de Alicante y a los castillos de San Fernando y Santa Bárbara. Al resto —que no cabemos ya en el coso taurino ni en las fortalezas— nos trasladan al campo de concentración de Albatera. Hacemos el viaje desde Alicante hacinados, apilados unos encima de otros, en trenes renqueantes que nos llevan hasta la estación de Catral. Son tales las condiciones de la conducción que algunos mueren en el camino. Los supervivientes —alrededor de treinta mil— son metidos a viva fuerza en un recinto cercado por alambradas donde no caben ni de pie.
Albatera es un infierno sin comida, agua, cobijos, espacio para moverse ni lugar para poder dormir con las piernas estiradas. Pasan semanas enteras de completo ayuno; llueve sin descanso durante quince días y el campo se convierte en un terrible barrizal, la falta de alimentación determina un estreñimiento general que convierte en verdaderos partos las escasas deposiciones. La suciedad determinada por el amontonamiento y la falta de higiene, incuba plagas de parásitos, y pulgas, piojos, chinches y mosquitos atormentan a los prisioneros. El tifus y la disentería multiplican los enfermos. Fallecen muchos y los más fuertes y jóvenes parecen fantasmales espectros, vestidos con ropas que les sobran por todas partes.
La vida en el campo resulta tan dramática e insoportable que tenemos motivos sobrados para envidiar a los muertos y desear estarlo nosotros. ¿Por qué no nos suicidamos? Me lo pregunto muchas veces sin acertar con la respuesta. Acaso la razón estribe en que el instinto animal de conservación aumenta en la misma proporción que disminuyen las reservas vitales del individuo. En épocas normales son pocos los viejos que se quitan la vida porque todos se aferran con ansias desesperadas a la poca que les queda. Algo semejante nos ocurre a nosotros en Albatera, envejecidos, debilitados, enflaquecidos hasta extremos increíbles por la falta absoluta de alimentación. En cualquier caso, muchos que en el puerto, cuando aún conservan todo su vigor, tienen que hacer esfuerzos desesperados para dominar la tentación de volarse la tapa de los sesos, no se sienten impulsados a la misma determinación unas semanas o unos meses después.
Quizá en su actitud influya, más que la remota esperanza de conseguir salvarse, la completa desesperanza de poder lograrlo. Si tenemos la completa seguridad de que moriremos sin gran tardanza, ¿por qué ahorrar trabajos a nuestros enemigos, facilitándoles su labor y liberando su conciencia del menguado peso que puede significar nuestra muerte? Manuel Amil dice en los muelles la noche en que discutimos seriamente la conveniencia de un suicidio colectivo unas frases que muchos repiten semanas después en Albatera:
—Si me quieren muerto, tendrán que matarme. Yo no les ahorro crímenes.
Pero las muertes abundan en Albatera. Aparte de las ocasionadas por el hambre, la sed y las enfermedades las hay —de los tipos más variados—. Están en primer lugar las más espectaculares —pero no las más numerosas— de los fusilamientos oficiales que los prisioneros han de presenciar formados en el campo y mantenidos inmóviles por unas ametralladoras cuyos fuegos cruzados pueden acabar con todos en contados minutos. Millares de hombres contemplan como al otro lado de las alambradas acaban con la vida de compañeros suyos a los que se acusa de haber intentado fugarse. ¿Lo intentan realmente? Es posible porque ningún preso está a gusto en su encierro; pero también es posible que influyan otros motivos. Por ejemplo, que a los moros que nos custodian se les den veinte duros por haber frustrado una fuga y algunos se los ganan acusando a voces y manteniendo inmóvil bajo la amenaza de sus armas a quienes inadvertidamente se han acercado a las alambradas. La ejemplaridad de las ejecuciones se refuerza, haciendo desfilar de cuatro en cuatro a los prisioneros por delante de los cadáveres todavía calientes de los fusilados.
Más calladas, pero también más abundantes, son las determinadas por las constantes visitas de las comisiones de vigilancia de cualquier pueblo levantino, manchego, andaluz o aragonés. Es raro el día que no hay que formar para que cuatro o cinco grupos distintos nos pasen revista, miren escrutadores a las caras de los prisioneros y acaben llevándose a los que conocen o creen conocer. ¿Cuántos de ellos llegan a sus puntos de destino? Lo ignoramos, naturalmente. Pero por Albatera circula con insistencia el rumor de que muchos de los presos no han ido muy lejos.
Por otro lado, todos los días se llena el barracón que hace las veces de calabozo y todas las mañanas se vacía porque los recluidos en él —identificados por alguna carta familiar, por la delación de cualquier chivato o reclamados por quien sea— son trasladados a Orihuela. Aunque Orihuela está a menos de veinte kilómetros, en el campo existe una total ignorancia de lo que sucede en la capital de la vega baja del Segura. Aunque cabe la remota posibilidad de que los detenidos se encuentren allí en mejores condiciones que en Albatera, todos se ponen en lo peor y nadie tiene deseos de que le trasladen. Yo, que por causas ignoradas permanezco en el calabozo durante más de un mes en unión del diputado socialista Amós Acero y de seis o siete más, no experimento la menor prisa porque me lleven, pese al hacinamiento y la falta absoluta de higiene del barracón en que nos tienen metidos.
Nos sacan del calabozo y del campo de Albatera en la mañana del jueves 15 de junio de 1939. Recordando los sufrimientos y las carencias padecidas allí debiéramos celebrarlo. No nos alegramos, escarmentados por recientes y trágicas experiencias. Si en el Campo de los Almendros estuvimos mal, en Albatera lo pasamos peor. ¿Quién puede garantizamos que estaremos mejor donde nos lleven? No es, como dice la copla popular, que el preso tome cariño a las rejas de su prisión, sino que tiene el resquemor de que cualquier cambio de encierro empeorará su situación.
A los treinta que sacan de Albatera se suman otros setenta procedentes de Alicante y Orihuela para formar la expedición de un centenar de presos que vamos destinados a Madrid. Lo hacemos en cuatro camiones vigilados por guardias, esposadas las muñecas y atados con cuerdas los pies. Conozco a muchos de los ciento uno seleccionados por los policías madrileños que han ido a Levante en busca nuestra. Están entre ellos elementos destacados de las organizaciones sindicales y de los distintos partidos políticos. Republicanos, socialistas, comunistas y libertarios vamos en busca de un destino desconocido, que en ningún caso puede tener nada de agradable.
—¿Cuántos crees que seguiremos vivos a final de año?
—Me figuro que muy pocos, si es que todavía alienta alguno.
El viaje dura veinte horas y no hay en ellas un solo instante placentero. Sentados en unos tablones, chocamos unos contra otros en el constante traqueteo de los camiones; las esposas se nos clavan en las muñecas, las cuerdas en los pies y la forzada inmovilidad hace que se nos duerman las extremidades. Hacemos repetidos altos en los pueblos del trayecto sin que nos consientan apearnos para desentumecer las piernas o ponernos de pie un instante.
—¡Más carne para el matadero…! —anuncia a voces un individuo en La Roda al contemplar los presos amarrados y entre fusiles.
Allí y en otros lugares, los policías que nos custodian avisan a sus amigos y nos exhiben como monstruos:
—¡Mirad, mirad, lo que llevamos…!
David Antona, secretario del comité nacional de la CNT el 18 de julio; José Rodríguez Vega, que ocupa el mismo cargo en la Unión General de Trabajadores; Ricardo Zabalza, diputado socialista, Navarro Ballesteros y yo, somos presentados a voces a los grupos alborozados que rodean los camiones en las plazas de los pueblos, y sobre nosotros llueven insultos, burlas y amenazas.
—¡Esto no es nada, rojillos! ¡Ya veréis cuando lleguemos a Madrid…!
Lo vemos, en efecto, apenas llegados a la ciudad de la que salimos difícilmente el 28 de marzo anterior. El recibimiento que tenemos en un segundo piso de la calle de Almagro, no puede ser más demostrativo y contundente. Tanto que, cuando una hora después nos reúnen en el sótano del hotelito que se alza en la confluencia de las calles Zurbano y Zurbarán, algunos muestran en el rostro y en el cuerpo señales inequívocas del trato recibido. Las perspectivas no pueden ser más desoladoras y todos, molidos por el viaje interminable, maltrechos por los golpes, vejados por las burlas e insultos, vemos acentuarse la negrura de las tintas del cuadro. Empieza a amanecer cuando la puerta del sótano se abre y llaman a gritos a Antonio Trigo Mairal, antiguo gobernador de Madrid.
Lo traen a la media hora, pero resulta difícil reconocerle. Está sin sentido, destrozado materialmente, con la ropa hecha trizas y el rostro ensangrentado. Cuando recobra el conocimiento, se sienta en el suelo y cuenta, mientras acometido por unas terribles náuseas vomita una y otra vez, lo que han hecho con él. El relato es impresionante porque tiene en su aspecto la más elocuente confirmación de sus palabras.
—¡Mataros…! —clama angustiado entre sollozos y bascas—. ¡Mataros, si os llaman, antes de subir…! Lo que han hecho conmigo, lo que harán con vosotros es algo espantoso… ¡Mataros si os llaman…!
Acaba de decirlo cuando la puerta del sótano se abre de nuevo. Unos hombres aparecen fusil en mano en la entrada, ordenando a voces:
—¡El director de Castilla Libre y el del Mundo Obrero que salgan inmediatamente! ¡Si tenemos que entrar por ellos…!
Manuel Navarro Ballesteros, director de Mundo Obrero, y yo nos incorporamos lentamente. Vacilamos un segundo antes de echar a andar. Los que nos llaman se impacientan:
—¡Salís de una vez u os sacamos a tiros…!
Con un gesto de resignación nos dirigimos a la salida. Cuatro individuos, armados con fusiles, cierran la puerta apenas salimos.
—¿Quién es el comunista?
—Yo.
—¡Toma, para que aprendas, cabrón…!
El puñetazo en la boca hace retroceder tambaleante a Navarro. Yo que contemplo impresionado la escena, recibo un culatazo en los riñones que me tira de bruces contra los escalones de cemento que conducen al jardín. Simultáneamente oigo decir como explicación a quien me ha pegado:
—¡Para que no te rías…!
—¿Los traéis ya, o qué? —les apremia otro individuo que se ha quedado en lo alto de la escalera del sótano.
Subimos sintiendo en la espalda la presión de los fusiles que empuñan quienes han bajado en nuestra busca. Al terminar la ascensión nos damos de cara con un individuo hosco y malencarado que ríe divertido al advertir nuestro aspecto.
—Ahora, hijos de puta, vais a saber lo que es bueno. ¡Ya veréis la fiesta que os preparan arriba…!
La fiesta se inicia apenas penetramos en el espacioso vestíbulo del segundo piso de una casa de la misma calle. Esperando nuestra llegada se han reunido quince o veinte individuos vestidos de paisano, casi todos jóvenes, muchos de ellos en mangas de camisa, que acogen nuestra entrada con gritos y algazara:
—¡Aquí están ya…!
—¡Duro con ellos…!
Diez o doce se abalanzan sobre nosotros, pegándonos puñetazos, patadas y vergajazos. Recibo un culatazo entre los dos omóplatos y caigo hacia adelante, al tiempo que un puño se estrella contra mi nariz y las gafas que llevo puestas salen lanzadas. Instintivamente alargo los brazos en un vano intento de mantener separados a los agresores. El gesto sólo sirve para centuplicar su furor y ruedo por el suelo al recibir una patada en la ingle izquierda. En tierra ya, un puntapié en el costado me corta la respiración y otro en el vientre me hace perder un instante el conocimiento. Confusamente creo escuchar unos gritos sorprendentes:
—¡Quietos, quietos, que lo vais a estropear todo…!
—¡Basta ya! Si os los cargáis se acaba la diversión…
—¡Y tendremos un disgusto! ¡Quietos, repito!
Disminuyen los golpes y cesan por completo cuando dos o tres individuos apartan a viva fuerza a sus compañeros. Puedo sentarme en el suelo, mientras Navarro, tan maltrecho como yo, hace esfuerzos por incorporarse. Alguien nos apremia:
—¡Menos cuento y en pie! Esto es sólo el aperitivo…
Al incorporarme miro en torno mío buscando las gafas. Están a dos pasos de distancia, en apariencia intactas. Alargo la mano para recogerlas, y un tipo pálido y delgaducho me pisa violentamente la muñeca. Sin poderme contener lanzo un quejido que suscita una carcajada general.
—¡Pues no sois delicados ni naa! —comenta uno sin dejar de reírse.
—¡Mira lo que hago con tus gafas! —dice, satisfecho, el sujeto que me pisó la mano, haciendo lo mismo con los lentes.
—¡No te preocupes! —me anima, burlón, otro—. Para lo que vas a vivir, de poco podían servirte…
Acabo de incorporarme y alguien me empuja hacia el centro de la estancia al lado de mi compañero de infortunio. A nuestros costados y detrás se sitúan los milicianos armados de fusiles que bajaron al sótano. Desde la meseta de la escalera y de la entrada de uno de los pasillos varios guardias contemplan silenciosos la escena, sin intervenir en ella ni hacer nada para protegernos.
Frente a nosotros, divertidos y contentos, quedan ahora tanto quienes nos golpearon como los que con sus gritos y órdenes lograron que cesase de momento la paliza que estábamos recibiendo.
—Silencio, por favor —dice el que parece mandarles, un hombre de alrededor de treinta años, corpulento, en mangas de camisa y con un pistolón a la cintura—. Voy a decir algo a estos rojillos, para que sepan que no podrán engañarnos. ¿O esperáis todavía equivocarnos?
La pregunta va dirigida a nosotros, que no nos molestamos en contestarle. No se nos pasa siquiera por la imaginación la posibilidad de engañar a nadie, ni creemos que pudiera servirnos de nada. En vista de nuestro silencio, el sujeto continúa hablando:
—Os conozco perfectamente y sé todo lo que habéis escrito. Estuve toda la guerra en Madrid, enchufado en el CRIM, gracias a un carnet del partido comunista, y os leía a diario.
Y yo —salta el jovenzuelo que pisó mis gafas—, que estuve como practicante en un hospital de la CNT.
—Yo tuve menos suerte, y pasé año y medio en una Embajada.
—A mí los socialistas me metieron en el Ayuntamiento…
—A mí los republicanos en Intendencia.
—Pues yo servía de enlace entre la Quinta Columna y el cuartel general. ¡Claro que tenía avales para parar un tren!
Quitándose unos a otros la palabra, todos alardean de haber engañado a los partidos y organizaciones antifascistas. De creerlos, estaban en todas partes, trabajando abiertamente por los nacionales en nuestras propias narices.
—No tenía mucho mérito, porque erais tan brutos que cualquiera que supiera leer y escribir hacía con vosotros lo que le daba la gana.
Les oímos sin excesiva sorpresa. Es posible que sea cierto lo que dicen, pero también que formen entre los muchos que corren en el último minuto a subirse a la trasera de todas las carrozas triunfales. Probablemente, de haber llegado a triunfar nosotros, estarían ahora a nuestro lado.
—¡Menuda carrera llevabais! —exclama el que parece mandar el grupo—. ¡A vuestros años y directores de periódicos en Madrid! Si dura un poco más la guerra, habríais llegado a ministros. ¿Me equivoco?
Me encojo de hombros, desdeñoso. ¿De qué serviría contestarle? Dijera lo que dijese, cualquier palabra que pronunciara tendría como inmediata consecuencia que volvieran a llover los palos. Continúo mirándole en silencio, mientras habla. Por lo que dice y donde se encuentran deduzco que son policías. Posiblemente no lo fueran antes del 28 de marzo ni lo sigan siendo durante, mucho tiempo; pero ahora lo son. Les miro con atención y me sorprende no ver entre ellos a ninguno de los que fueron a buscarnos a Levante y nos acompañaron durante el traslado a Madrid. Como si adivinase lo que pienso, uno de ellos comenta:
—Los camaradas que os trajeron se fueron a dormir; pero nos encargaron que amenizásemos vuestra estancia en esta casa. ¡Lástima que haya de ser tan breve!
Aunque de sobra nos imaginamos lo que quiere decir; lo explica para que no pueda cabernos la menor duda. Parece que los periodistas rojos son considerados como los máximos culpables. Si hubo muchos criminales en nuestra zona, sobre nuestras cabezas recae la responsabilidad de no haber evitado sus tropelías.
—Ninguno escapa del paredón. ¿Lo dudáis? Pues voy a daros un dato para que no abriguéis la más remota esperanza. ¿Conocíais a Federico la Morena?
Le conocíamos, en efecto. Federico la Morena era el redactor taurino del Heraldo, que jamás escribió de política, que le tenía totalmente sin cuidado. Ni pertenecía a ningún partido, ni se metió nunca en nada.
—Pues le juzgamos ayer y esta misma mañana le hemos cepillado. ¡Imagínate lo que vais a vivir vosotros…!
Lamento que le hayan fusilado, porque era una buena persona; pero su triste final no destruye ninguna de mis esperanzas, porque ya hace tiempo que dije adiós a todas. A Navarro le sucede lo mismo. Tanto él como yo sabíamos de sobra la suerte que nos esperaba de perder la guerra, y hemos perdido. Pero hay algo que no acabo de comprender. ¿Nos han llevado allí únicamente para decirnos que han ejecutado al redactor taurino del Heraldo?
—Ni pensarlo. ¡Queremos ver cómo os pegáis!
—¿Nosotros? —pregunta Navarro, creyendo haber oído mal—. ¿Pegarnos Guzmán y yo?
—¡Naturalmente! ¿No os habéis llevado siempre como el perro y el gato? ¿No os combatíais mutuamente en vuestros respectivos periódicos? ¡Pues ha llegado el momento de demostrar quién es el más fuerte de los dos!
Haciendo un esfuerzo por dominar la indignación que siento, midiendo con cuidado las palabras, digo lo que ambos pensamos. Políticamente podíamos discrepar en determinados puntos, reflejarlo así en artículos doctrinales en que exponíamos la opinión de las organizaciones a que pertenecíamos; pero ni yo tenía nada contra él, ni creo que él tenga personalmente nada contra mí.
—Somos amigos hace años, y no hemos dejado de serlo en ningún momento, pese a que defendamos diferentes posturas políticas.
—¿Quieres decir que no vais a pegaros ahora? —pregunta el individuo que lleva la voz cantante, en el límite del asombro.
—Lo ha dicho Guzmán y lo repito yo —interviene Navarro—. No tenemos por qué peleamos, y menos para serviros de diversión. Aunque sólo fuera por eso, yo…
—¡Tú te vas a comer los dientes, cabrón! —le interrumpe uno de los milicianos, propinándole un violento puñetazo.
Luego, volviéndose hacia mí, ordena:
—¡Pégale ya!
Muevo la cabeza en gesto negativo, mientras me cruzo de brazos. Furioso, el individuo que afirma haber estado enchufado en el CRIM durante toda la guerra chilla, iracundo:
—¡Sacúdele ya, para que aprenda…!
No ha terminado de hablar cuando recibo un patadón en el bajo vientre que me hace doblarme dolorido mientras mi cara debe cambiar de color. Volviéndose a Navarro, el sujeto de antes vocifera:
—¡Pégale tú también!
—Prefiero que me peguéis a mí —responde, firme, Navarro.
—¿Y tú?
—Lo mismo.
—¡Pues vamos a daros gusto…! ¡Pegad sin miedo, muchachos…!
Los «muchachos» caen de nuevo sobre nosotros como una jauría de perros rabiosos. Pegan en los puntos más sensibles de nuestra anatomía, aunque parecen tener cierto cuidado de no darnos en la cara, quizá para no dejar huellas demasiado visibles. De cualquier forma, al minuto rodamos por el suelo y no tardamos en perder el conocimiento.
Unos cubos de agua echados sobre la cabeza me ayudan a volver en mí. Cuando, dolorido, empiezo a levantarme, veo que a Navarro le están propinando también una ducha. Respiro al advertir que casi todos se han apartado del sitio en que estamos tendidos, dándose quizá por satisfechos.
—Levantaos sin miedo —indica, sonriente, el que parece mandarles—. Ha terminado la primera parte de la función.
—¿La primera?
—¡Seguro! ¿Acaso nos crees tan mal educados como para no invitaros a desayunar?
—¿Desayunar nosotros? —inquiero, receloso y escéptico.
—Si no cenasteis anoche, ¿puede haber algo más natural que os demos algo de comer por la mañana?
—No arruguéis la jeta, rojillos; no queremos mataros de hambre.
Parecen hablar perfectamente en serio. Han dejado de reírse y nos miran con cierta conmiseración. No obstante, y digan lo que quieran, continuamos desconfiando de que vayan a darnos nada de comer. Pero a ellos les tiene totalmente sin cuidado lo que podamos pensar.
—¡Venga, vosotros! Llevarlos para el pasillo a fin de que se convenzan que les vamos a alimentar.
Marcha delante y tenemos que seguirle, empujados por quienes nos rodean. Andamos con cierta dificultad como consecuencia lógica de los porrazos recibidos, y algunos nos ayudan con violentos empellones y tal o cual puñetazo asestado en la espalda. A mitad del largo pasillo, el individuo que estuvo en el CRIM se mete en una habitación de la derecha.
—Asomaros para ver el banquete que os tenemos preparado.
Los que están delante de nosotros se echan a un lado para dejarnos pasar. Empujados, penetramos en una habitación de regulares dimensiones con una mesa y unas sillas que han arrinconado contra la pared del fondo para dejar más espacio libre. El jefe del grupo nos pregunta, sonriente:
—¿Qué os apetece comer? La mesa está bien surtida y podréis elegir libremente. ¿Qué decidís?
En un principio no entiendo nada. Estoy aún mareado por los golpes y no se me ocurre más que mirar encima de la mesa, sobre la que no veo nada que pueda ser comestible.
—¡Cegato! Tienes la comida delante de las narices y no la ves.
Señala el suelo con la mano derecha extendida, y miro en esta dirección. Incluso entonces no acabo de comprender su intención. Extendidas por el suelo hay doce o catorce láminas en colores con retratos de distintas figuras del movimiento obrero mundial, y esencialmente del español.
—No sabes elegir ¿eh? Tendré que adivinaros los gustos y elegir yo por vosotros.
Se agacha un momento y se levanta al siguiente tras coger dos de las láminas. Una me la entrega a mí, y la otra a mi compañero.
Ya sé que te gustaría más la puta de La Pasionaria —dice a Navarro—, pero se nos agotaron las existencias, y tendrás que conformarte con la puta de Lina Odena. Para ti —añade, dirigiéndose a mí— no hay dudas posibles: Durruti.
Maquinalmente cogemos las láminas entre la algazara y las risas de cuantos nos rodean. El individuo de antes sigue hablando en el mismo tono burlón.
—¡Sin cumplidos, rojillos! De sobra sé que estáis muertos de hambre. ¡Adelante, y que aproveche…!
Con un ligero estremecimiento comprendo lo que pretenden. Desean que nos comamos las láminas, pero no estamos dispuestos a complacerles.
—¡Basta de remilgos, amiguitos! Veréis qué bien sabe la carne de vuestros jefes. Pero ¿no queréis comer?
—No.
—¿Que no? Pues vais a comerlas aunque sea por los ojos. ¡Ayudadles un poco, camaradas…!
Los «camaradas» no necesitan que repita la indicación. Incluso podría decir que se anticipan a ella. Antes de que su jefe termine de hablar ya están de nuevo encima de nosotros. Uno, el mismo tipo enclenque y pálido que me pisó las gafas, me arranca la lámina de las manos y la agita ante mis narices, ordenando:
—¡Abre la boca, cerdo, o tendré que abrírtela yo…!
A las palabras acompaña un puñetazo en la boca. Pretende asestarme otro a continuación, y en movimiento instintivo alargo el brazo derecho. Tropieza con mi puño, y el tropezón basta para hacerle retroceder tambaleante en medio de las risas y burlas de los demás.
—¡Todavía con ínfulas, canalla! Voy a dejarte la cara que…
Aunque estoy debilitado por las hambres pasadas y los golpes sufridos, tengo la completa seguridad de vencerle sin la menor dificultad de pelearnos a solas y en igualdad de condiciones. Pero ni estamos en igualdad de condiciones, ni hay lucha posible. Dos individuos me sujetan de los brazos, y otro me echa las manos al cuello, saltando sobre mi espalda. Sólo me quedan libres los pies, y consigo asestar un puntapié al de las gafas, que aúlla rabioso:
—¡Me las pagaras…! ¡Vaya si me las pagarás…!
Se las pago con réditos usurarios. Sujeto de brazos y piernas, el individuo puede pegarme a gusto con absoluta impunidad. No contento con propinarme seis o siete puñetazos en la cara, la emprende luego a patadas. Encuentra quien le secunde con el mejor entusiasmo. Un minuto después de nuevo estoy en el suelo, y un golpe en la cabeza me deja medio atontado.
—¡Abridle de una vez la boca…!
Para obligarme a abrir la boca utilizan un procedimiento expeditivo. Como no les basta con taparme la nariz, empiezan a apretarme la garganta. Pugno desesperadamente por librarme de las manos que me oprimen el cuello, pero sólo consigo que me propinen una nueva ración de golpes. Estoy tirado en el suelo; varios individuos me inmovilizan brazos y piernas, mientras otro ha ido a sentarse encima de mi pecho.
—¡Ya abre la boca…! ¡Ahora…!
La abro con ansia buscando el aire que ya me falta en los pulmones. El individuo de antes aprovecha el momento para meterme en la boca parte de la lámina convertida en una pelota de cartulina. Como difícilmente me cabe, empuja con fuerza y oigo el chasquido de uno de los dientes. Pero no es esto lo peor, sino que el papel obstruye por completo la garganta, y no puedo respirar.
—¡Mira qué colorado se pone…! ¡Ni que le diera vergüenza…!
Todos ríen divertidos comentando el cambio de color de mi cara. Alguno advierte entonces que a Navarro, en situación idéntica a la mía, le sucede lo mismo.
—¡Este parece que va a estallar en cualquier momento…!
—¡Cuidado, camaradas! —grita de pronto el tipo que lleva la voz cantante—. ¡Aflojad un poco, porque están palmando…!
—¿Tú crees?
—¡Y tú si te fijas! ¿No veis que no respiran…?
No respiramos, en efecto, y se asustan un poco. Temen haberse pasado de la raya y habernos matado. Dejan de apretarme el cuello, se levanta el sujeto sentado sobre mi pecho y llegan hasta el extremo de sacarme la pelota de cartulina que me han metido a viva fuerza en la boca.
—¡Mojadles un poco la cara para que se les pase el susto!
Nos echan agua por la cabeza para que nos recuperemos un poco, e incluso nos permiten luego sentarnos un momento en el suelo para respirar con ansias. Desgraciadamente, nuestro descanso dura poco.
—¡Ya está bien de pamplinas! ¡Que se los coman de una vez…!
Nos hacen incorporar, pero ya de pie nos tienen sujetas las manos y los pies. Incluso uno nos echa las manos al cuello. No aprieta tanto como antes, pero sí lo suficiente para que tengamos que abrir la boca.
—¡Meterles en la boca los retratos, pero poco a poco!
—¿Y si no quieren tragarlos?
—Apretáis bien el cuello, y sanseacabó.
Acabamos comiéndonos las láminas. A viva fuerza, con varios sujetos inmovilizándonos, tapándonos las narices o apretándonos la garganta cuando no abrimos la boca con la rapidez que desean. Metiéndonos trozo tras trozo de cartulina en la boca y forzándonos a masticarlos primero y a tragarlos después. Recibimos no pocos golpes y tardamos un buen rato. Incluso, decididos a complacerles, ya que no podemos resistir más, lo vamos haciendo lentamente.
—Echándole mucha saliva pasa mejor.
Es verdad, pero no tenemos la suficiente saliva. Los trozos de cartulina forman una especie de estropajo que sólo con grandes trabajos cruzan la garganta en dirección al estómago. El papel sabe mal, y las tintas de la impresión, mucho peor. Sentimos algunas bascas que hemos de dominar con un esfuerzo ante una clara amenaza:
—Si vomitáis, tendréis que volver a comerlo —nos advierten.
No vomitamos, afortunadamente. Pero tenemos reseca la boca y un nudo en la garganta cuando terminamos de ingerir lo que siguen llamando entre carcajadas nuestro «desayuno».
—¿Agua? ¡Toda la que queráis… y un poco más!
En volandas —difícilmente nos sostenemos en pie— nos llevan hasta el cuarto de baño. A mi memoria acude lo que hicieron una hora antes con Trigo Mairal, y me estremezco pensando que nos deparen la misma suerte. Sin embargo, introducen una sensible modificación. No nos meten la cabeza en la taza del water y tiran de la cadena. Se conforman con forzarnos a viva fuerza a introducirla en la bañera llena de agua y sujetarnos fuertemente para que no podamos sacarla durante un par de minutos.
Contener la respiración durante dos minutos es relativamente fácil, en circunstancias normales cualquier experto nadador bucea por debajo del agua más tiempo. Pero ni las circunstancias son normales para nosotros, ni Navarro ni yo presumimos de nadadores precisamente. Sobre todo cuando la resistencia física de los dos, harto quebrantada por las hambres de los últimos meses, ha quedado totalmente agotada por las recientes pateaduras.
La prolongada inmersión constituye una prueba dura, pesada, insoportable. Intento, sin conseguirlo, sacar la cabeza, siento que el agua entra no sólo por la boca, sino por las narices y los oídos; me falta oxígeno en los pulmones y tengo la clara sensación de que van a estallarme, y el martirio se prolonga.
—¡Bah, ni siquiera dos minutos! —dice, desdeñoso, uno que está consultando su reloj cuando por último cesa la tortura.
Es probable que tenga razón y sean sólo dos minutos; pero a Navarro y a mí se nos antojan dos siglos. Cuando nos sueltan, nos dejamos caer al suelo, con el brazo derecho apoyado en el borde de la bañera, tosiendo y respirando con ansias desesperadas, mientras sentimos el cuerpo empapado en sudor y notamos en la garganta un sabor de sangre.
—¡Bueno, ya no falta más que el epílogo del divertido espectáculo!
El epílogo programado guarda estrechas semejanzas con el prólogo. Como al principio, quieren divertirse haciendo que nos peguemos. Como al principio, nos negamos en redondo, y, como al principio, vuelven a llover sobre nosotros patadas, vergajazos y golpes de todas clases. Rodamos varias veces por el suelo y nos obligan a levantar a fuerza de palos. Y todo, todo, en medio de una algarabía de gritos, de risas, de insultos y carcajadas. Cuando al cabo se cansan de pegarnos o temen que de continuar la paliza fallezcamos, estropeándoles la diversión, deciden hacer un alto.
—Ya podéis bajarlos —dicen a los milicianos que fueron a buscarnos al sótano y que han participado activamente en el alegre espectáculo—. Por ahora tienen suficiente.
Cogiéndonos de los brazos, los milicianos nos ayudan a incorporar y se disponen a sacarnos a la escalera. Antes de que le perdamos de vista, el individuo que según él estuvo toda la guerra enchufado en el Centro de Reclutamiento e Instrucción Militar de Madrid nos advierte:
—Continuaremos mañana a esta misma hora. Si para entonces seguís vivos, sentiréis que no os matásemos hoy.
* * *
Con gran dificultad, porque cada paso nos produce intensos dolores, volvemos al sótano del hotelito que hace esquina a las calles de Zurbano y Zurbarán. Sigue allí el centenar de prisioneros que con nosotros llegó desde Alicante, y la atmósfera del lugar es más sombría aún que en la madrugada anterior. Tropezando con algunos que están tumbados en el suelo, y ayudados por otros que se dan cuenta de nuestro estado, regresamos a los sitios que ocupábamos hace dos horas. Algunos nos preguntan:
—¿Qué tal?
Contestamos con un gesto expresivo. No creemos que sean precisas muchas palabras para responder. Nuestros semblantes desencajados, las heridas y moraduras claramente visibles, la ropa sucia de revolcarnos por el suelo y el gesto desolado y hosco resultan más elocuentes que todas las frases. Secamente replico:
—Mal, muy mal.
Me dejo caer al suelo. Sin hablar, Manuel Amil me tiende un cigarrillo encendido. Se lo agradezco. Recostado contra la pared, fumo, hundido en pensamientos que nada tienen de agradables. A quince o veinte pasos de distancia, Navarro, sentado sobre su maleta, con los codos apoyados en las rodillas y la cara oculta entre las manos, debe estar pensando algo parecido; probablemente, recordando como yo las dolorosas escenas que acabamos de padecer.
Con doler mucho, son los golpes lo que menos duele. Más que las patadas y los puñetazos duelen los insultos. Y cien veces más aún las burlas, la chacota y el cachondeo cobarde con quienes no pueden ni replicar ni defenderse. A un hombre se le puede matar en el fragor de la lucha e incluso cuando, terminada la contienda, se le sigue considerando un peligro. Pero lo que no se puede —no se debe al menos— es humillarle, ofender su hombría, herir su dignidad, reírse de sus dolores y convertir los sufrimientos que gratuitamente se les infringen en fuente sádica de diversión y placer.
Desde que hace dos meses y medio caímos prisioneros en el puerto de Alicante hemos pasado muchos trances angustiosos y soportado amarguras y dolores sin cuento. Pero nada, absolutamente nada, se nos antoja tan indigno y bochornoso como lo que acabamos de padecer. Con un exceso de comprensión podríamos encontrar a los terribles hacinamientos de los Almendros y Albatera la disculpa de una falta de organización; el hambre cabía achacarla a la escasez de alimentos luego de treinta y dos meses de guerra; los cazadores de hombres que los pueblos lanzaban a la busca y sacrificio de sus vecinos de izquierda, a la brutalidad cruel y al ansia ciega de venganza de determinados individuos aislados; las ejecuciones de los que se suponía que habían intentado fugarse, al afán de escarmentar al resto de los prisioneros. Pero ¿qué explicación lícita, qué justificación moral podía tener que unos jovencitos —que según propia confesión habían pasado toda la contienda escondidos en nuestras filas— dieran rienda suelta a sus instintos sádicos, vejando y apaleando a quienes por su propia indefensión como prisioneros debieran respetar?
Con los ojos cerrados, pero con el ánimo bien despierto, le doy muchas vueltas en la cabeza sin acabar de comprenderlo. La generosidad de los triunfadores engrandece su victoria tanto como la achica la mezquindad y el rencor. Un jefe pagano y bárbaro como Breno podía lanzar su lapidario y estremecedor «Vae victis!». Pero unos hombres civilizados, que se pregonan cristianos, vencedores en lo que ellos y la Iglesia denominan «cruzada», no debían imitarle. Peor aún, porque no sólo mataban a los derrotados, sino que antes les convertían en espectáculo halagador de su innata morbosidad. Era exactamente lo contrario de lo que los periódicos anunciaban a diario, repitiendo los versos clásicos de que «mientras vive el vencido, venciendo está el vencedor». Porque aquí no sólo morían los vencidos, sino que su muerte iba precedida de torturas y humillaciones, alegremente presenciadas por gentes que en ello encontraban un extraño placer.
Pronto, sin salir de este sótano, compruebo que el caso de Navarro y mío nada tiene de único y excepcional. Lo que han hecho con nosotros no difiere en absoluto de lo que antes hicieron con el antiguo gobernador civil de Madrid Trigo Mairal y el comisario Lebrero, jefe de Policía de Alicante entre el 1 de abril y el 12 o 14 de junio de 1939. Tampoco se diferencia del trato que reciben en horas sucesivas el diputado socialista Ricardo Zabalza, el jefe de división Antonio Molina, el doctor González Recatero y otros varios a los que van llamando en el transcurso de la mañana. Aunque algunos de ellos vuelvan al sótano por su pie, a la mayoría tienen que traerlos a rastras. En cualquier caso, todos muestran al regresar huellas inconfundibles del apaleamiento sufrido. Al comenzar la tarde, resulta evidente que nada tiene de envidiable la suerte de los que tienen que cruzar la calle Almagro y subir al piso segundo de una casa de la acera de enfrente.
—Pegan duro esos condenados —gruñe por todo comentario Cayetano Continente, un campesino aragonés de mediana edad y estatura, cuando una hora después de traerle recobra el conocimiento.
—No podré resistir otra paliza —dice Felipe Sandoval, limpiándose con un pañuelo, luego de arrojar una bocanada de sangre—. Me han roto algo en el pecho y los pulmones…
—Del fascismo no podíamos esperar otra cosa —afirma Juan Ortega, que, pese a sus años y a su débil contextura física, aguanta el dolor con increíble estoicismo.
—¿Incluso las humillaciones y las burlas?
—Eso antes que nada —responde, convencido—. Es la única manera que tienen de demostrarse a sí mismos su superioridad sobre los trabajadores.
Ni hemos cenado la noche anterior, ni nadie se preocupa de darnos de comer este mediodía. Los Almendros y Albatera nos han entrenado para soportar prolongados períodos de ayuno. Sea por esto o por el clima tenso y sombrío que impera en el sótano, ninguno sentimos hambre; por lo menos, ninguno se queja de la falta de alimentación. Cuando la puerta se abre, y lo hace con excesiva frecuencia, no esperamos que nos traigan un poco de pan y un plato de rancho, sino que se lleven a cualquiera para divertirse un rato con él.
Va mediada la tarde, cuando oímos pasos en la escalera que conduce al sótano. Aguardamos expectantes al abrirse la puerta. En el umbral aparece entonces uno de los policías que fue a buscarnos a Alicante, acompañado de varios guardias. Trae unos papeles en la mano y dice, con voz claramente audible en el intenso silencio que repentinamente se ha hecho en la estancia.
—Que vayan saliendo con todo lo que tengan los que vaya nombrando.
Hace una breve pausa, y luego, comprendiendo sin duda lo que la mayoría piensa y teme, agrega con una sonrisa:
—¡No asustarse, muchachos! Los que nombre serán trasladados a la cárcel.
—En las cárceles —murmura alguien a mi lado— no matan a palos a los presos.
Asiento en silencio. En Albatera, basándonos en lo que decían quienes desde Madrid iban a comunicar con sus familiares, sabíamos ya del duro trato de que en comisarías, cuartelillos y otros lugares de interrogatorio se hacía víctima a los detenidos. Lo que nosotros habíamos presenciado y sufrido en las doce horas que llevábamos aquí no se apartaba mucho de lo esperado, aunque lo superase en brutalidad. Pero si esto resultaba cierto, también debía serlo que las palizas y las torturas no se aplicaban en las cárceles. De las cárceles sacaban a diario muchos hombres para fusilarlos; pero no se divertían destrozándoles antes moral y físicamente.
—Salid de prisa los que nombre. Julián Fernández… Secretario de la Federación Local de Sindicatos, delegado de prisiones en 1937 antiguo y entusiasta luchador obrero, Julián Fernández recoge su menguado equipaje y se dirige hacia la salida. Otros le siguen a medida que el policía va nombrándoles. Entre los que se van, contentos por escapar de momento del infierno del sótano, están, entre otros, Trigo Mairal, Ricardo Zabalza y Manuel Amil. Cuando lleva nombrados a treinta y cuatro el policía se guarda los papeles diciendo:
—¡Basta por ahora! Luego volveremos por más.
—¿Vamos a la cárcel? —pregunta al pasar por su lado Amil.
—Sí. A Santa Engracia, que está cerca.
Al cerrase de nuevo la puerta, los sesenta y tantos que quedamos en el sótano nos miramos un instante en silencio. Todos pensamos lo mismo. Envidiamos a los que se han ido y deploramos continuar allí. La salida de nuestros compañeros no significa, ni mucho menos, su liberación; antes o después, volverán para ser interrogados o serán conducidos a otro lugar parecido, y una mayoría de ellos, tras ser juzgados en un consejo de guerra sumarísimo de urgencia, acabarán fusilados. Pero la perspectiva de quedarse aquí es todavía peor. Hay, sin embargo, quienes poniendo a mal tiempo buena cara, sostienen que es igual.
—En definitiva, nos matarán a todos.
—Pero yo prefiero que me fusilen a que me maten a palos.
Según parece, las numerosas prisiones madrileñas están abarrotadas; los presos, amontonados, comidos por la miseria, faltos en absoluto de higiene, y hambrientos, no viven precisamente en una deliciosa Capua. No obstante, peor se está en las comisarías, donde a todas esas circunstancias se unen las burlas y los palos. Desgraciadamente, nuestra opinión no cuenta para nada.
—No podemos elegir, porque son ellos quienes eligen por nosotros.
Aguardamos con impaciencia la nueva lista, un tanto esperanzados en ser incluidos en ella. En el peor de los casos —y aquí no hay ninguno mejor—, la cárcel significa unos días o unas semanas más de vida sin la amenaza constante de una paliza que en cualquier instante puede rompemos todos los huesos. Una hora después de la marcha de los primeros, torna el mismo policía con una segunda lista.
—Salid rápidos los que llame. Cuanto antes acabemos, mejor.
La nueva lista es ligeramente más amplia que la anterior. Comprende un total de treinta y siete nombres. Entre ellos, igual que en la anterior, hay republicanos, socialistas, comunistas y libertarios; muchas personas conocidas personalmente o por los cargos ocupados durante la guerra, y otras que nos son totalmente desconocidas. ¿Qué criterio informa la selección tanto de los que se van como de los que nos quedamos? No acierto a comprenderlo por más vueltas que le doy. Al final llego a la conclusión de que las listas se deben al capricho o al azar, y no a ningún plan cuidadosamente establecido.
Si entre los conducidos a la cárcel hay diputados, gobernadores civiles, alcaldes, dirigentes sindicales y jefes de división y brigada, figuras de parecida significación aparecen entre los que nos quedamos. De la treintena que continuamos en el sótano, la mitad como mínimo no han tenido la más remota relación conmigo en toda la guerra, y de una tercera parte ignoro incluso ahora los nombres, la filiación política y lo que hayan podido ser o hacer durante la contienda. Y exactamente igual que a mí les sucede a Rodríguez Vega, González Recatero, Germán Puerta, José Leiva o Navarro Ballesteros.
—Para que no podáis quejaros, vamos a daros de cenar.
El anuncio que algunos, escarmentados por lo sucedido aquella misma mañana, recibimos con recelo y desconfianza, se cumple cuando la tarde llega a su final y la bombilla pegada al techo no consigue disipar las sombras que invaden el sótano. La cena no es muy abundante ni suculenta. Consiste en la cuarta parte de un chusco y tres sardinas en aceite.
—Con esto ya podéis dormir a pierna suelta.
Interpretamos la frase como indicación de que habremos de pasar la noche en el sótano, aunque tememos mucho que será poco lo que nos dejen dormir por la frecuencia de las llamadas. Nos equivocarnos de medio a medio, porque cuarenta minutos después la puerta vuelve a abrirse con estrépito, y un policía, al que ahora acompañan varios milicianos fusil en mano, ordena a gritos:
—¡Coged todo lo que tengáis, y andando…!
Torcemos el gesto al escucharle. Es noche cerrada ya, y muchos se ponen en lo peor. Tardamos un poco en incorporamos y recoger nuestras cosas, aunque algunos como yo no tengamos más que lo puesto. Hay varios que no se han recuperado de los golpes recibidos, y apenas pueden andar. El policía que ha ido en nuestra busca se irrita:
—¡O salís de prisa u os sacamos a patadas…!
Tres o cuatro de los milicianos que le acompañan penetran en el sótano y nos apremian amenazando con las culatas de sus armas. Encarándose con el policía, Juan Ortega le pregunta:
—¿Donde nos lleváis?
—Cerca, cabrón. Seguro que no te cansas en el paseo.
El tono despectivo, y sobre todo el subrayado de las últimas palabras aumentan temores y recelos. Pero no nos queda más remedio que obedecer, porque los milicianos que han penetrado en el sótano nos empujan hacia la salida en forma nada amistosa. Al pie de la escalera que conduce hasta el jardín del hotelito, uno de los milicianos que por la mañana acudieron a buscarnos a Navarro y a mí pregunta al policía que aparece a su lado fija la mirada en mí:
—¿Cómo está aquí ése si escribía en Libertad?
—No lo hacía en Libertad —le aclara, sonriente, el otro—, sino en La Libertad, un periódico madrileño republicano y masón, que es muy distinto. Luego dirigió un diario anarquista llamado Castilla Libre. ¿Qué te parece?
—¡Que ahora sí que es libre Castilla!
Les oigo mientras subo los escalones de cemento que conducen a la planta baja y a la salida del hotelito. En el jardín, esperándonos, hay varios policías más y diez o doce guardias.
—Formad de dos en dos, y en marcha.
—¿Hacia dónde?
—Ya lo verás cuando llegues. ¡Si vuelves a abrir la boca…!
Aunque no deben ser más de las nueve de una espléndida noche primaveral, no hay apenas tráfico en la calle de Almagro. Pasan rápidos tres o cuatro coches en ambas direcciones, y algunos curiosos nos miran de lejos sin atreverse a acercar. Cruzamos la calzada, rodeados por guardias, milicianos y policías que ni un solo momento sueltan sus armas, y subimos hacia el paseo del Cisne por la acera de los pares.
No llegamos hasta allá, sin embargo. Ante el amplio portal que tan bien conocemos, torcemos el rumbo y penetramos en el edificio. Subimos hasta el segundo piso. Voy en los últimos lugares, precediendo únicamente a Lebrero, Sandoval, Recatero, Ortega y Continente, que andan con cierta dificultad. Junto a mí va Germán Puerta; delante, Leiva y Navarro; dos filas más allá, Antonio Molina y Rodríguez Vega.
—¡Más de prisa, idiotas! No vamos a pasarnos toda la noche esperándoos…
Guardias y milicianos nos empujan hasta llegar al vestíbulo de entrada del segundo piso. Allí tenemos que hacer un breve alto. Parece que todas las habitaciones que hacen las veces de calabozos están llenas y no saben dónde meternos.
—Los tenemos en los retretes y en los pasillos. ¿Qué diablos quieren que hagamos con éstos?
* * *
A una docena de los que subimos del sótano consiguen, no sé cómo, acoplarles en otras dependencias. El resto nos quedamos aquí. Tenemos que alinearnos de pie junto a las paredes, dejando libres las puertas y la entrada de los pasillos. Incluso tres o cuatro tienen que situarse delante del amplio ventanal que da al patio central del edificio. ¿Que alguno puede intentar fugarse por allí?
—Descuida. Abajo hay vigilancia, y le cazarían antes de llegar al portal. Sólo podrían escapar volando, y no creo que sean angelitos.
—¿Angelitos esta partida de asesinos?
Algunos no pueden sostenerse de pie y se sientan en el suelo. Antes o después todos acabamos imitándoles, pese a las protestas, insultos y golpes de quienes vigilan en la meseta de la escalera o entran y salen en las diferentes habitaciones, cruzando el vestíbulo. Pero si en un momento dado nos obligan a levantarnos, al siguiente tornamos a sentarnos.
—Espero que no hagáis ninguna tontería. No serviría más que para agravar vuestra situación. Ya habréis visto que somos generosos y os tratamos como no merecéis. ¡Ah, que conste que nosotros no damos paseos, y procedemos en todos los casos con serenidad y justicia! ¿Tiene alguno algo que objetar?
Podríamos objetar muchas cosas, pero las callamos, convencidos de que abrir la boca tendría como consecuencia que nos la rompieran antes de pronunciar cuatro palabras. El individuo que nos habla en tono de paternal condescendencia debe ser el jefe del centro en que nos hallamos. Es un hombre mediano de cuerpo, que ronda la cincuentena y viste un traje oscuro de buen corte. No lleva armas a la vista, pero sí las llevan en el cinturón o la sobaquera los cuatro policías en mangas de camisa que le rodean. Sin contar naturalmente, los guardias y falangistas que nos vigilan fusil en mano desde la entrada del piso y los pasillos.
—El que no se haya manchado las manos de sangre —continúa luego de una breve pausa— no tiene nada que temer porque nada habrá de pasarle. Somos respetuosos con las ideas, incluso aquellas que juzgamos equivocadas. Nuestra justicia es rigurosa, en cambio, con ladrones y asesinos. Quienes no lo sean podrán vivir y trabajar en la nueva España con toda clase de respetos y garantías. Es, como no tardaréis en comprobar, todo lo contrario de lo que sucedía en la zona roja.
Jamás he robado nada ni matado a nadie. No creo que ni mis mayores enemigos —políticos e ideológicos, porque personales presumo de no tenerlos— puedan acusarme de crímenes o latrocinios de ninguna clase. Algo semejante podrían decir sin faltar en absoluto a la verdad, no pocos de los que trajeron conmigo desde Levante. Sin embargo, en las diecisiete o dieciocho horas que llevamos en la calle de Almagro, tenemos razones sobradas ara poner en tela de juicio sus afirmaciones. Un segundo me asalta la tentación de decírselo; por fortuna, logro contenerme a tiempo, recordando lo sucedido por la mañana.
—¿Y tú qué piensas, desgraciado? ¿Que eres el mayor cabrón y asesino de esta taifa de criminales?
El tono ha variado por completo. El aire bonachón y paternalista de antes ha dejado plaza a un acento duro, ofensivo, hiriente. Habla ahora mirando con desprecio al comisario Lebrero, al que indudablemente conoce de antiguo. El aspecto del que durante unos meses fue jefe de policía de Alicante no puede ser más lamentable. Recostado contra la pared, con la ropa sucia, la cara llena de cardenales, la nariz aplastada y un profundo corte en la mejilla izquierda, respira con dificultad y se queja sordamente. Pero, lejos de inspirar lástima al otro, parece suscitar en su ánimo una rabia fría y viscosa. Cuando ve que Lebrero no le responde, que ni siquiera se atreve a levantar la cabeza para mirarle, echa a andar, advirtiendo a los policías que le rodean:
—¡Cuidado con ese canalla…! ¡Duro con él sin compasión! Todo, todo lo tiene sobradamente merecido, porque…
* * *
La noche es todo lo movida, azarosa y dramática que podemos prever por anticipado. Aunque la anterior no hemos pegado los ojos, tampoco en ésta nos dejan conciliar el sueño. Constantemente está cruzando gente por el vestíbulo, y ninguno de los que entran o salen piensan en nuestro descanso, y si lo piensan hacen lo posible y lo imposible por perturbarlo. Hablan a voces, abren y cierran con fuerza las puertas, pisan a los que estamos tumbados o los apartan a puntapiés del camino que siguen. Pero hay algo que influye en mayor medida en que el sueño huya de nuestros párpados: las llamadas.
Se pasan buena parte de la noche sacando de sus improvisados calabozos a unos para llevarlos a declarar a otras habitaciones. A la ida y el regreso atraviesan por el lugar que nos encontramos. Impresiona el cambio experimentado en pocos minutos por la mayoría. Impresiona doblemente cuando se trata de una mujer. No podemos hacer nada por ayudarlas, pero sólo verlas nos revuelve el estómago, y muchas veces tenemos que cerrar los ojos.
Por otra parte, estamos toda la noche temiendo que vengan a buscarnos. Lo sucedido por la mañana demuestra con toda claridad lo que podemos esperar si nos llaman. Por si alguna duda remota pudiera cabernos, contemplamos lo que ocurre a varios de los que están con nosotros porque formaron parte de la expedición de los ciento uno traída hace veinticuatro horas de tierras levantinas.
Todos los que llaman reciben un trato duro, cruel, inhumano. Entre ellos están Félix España, Antonio Prieto, Ortega, Cabrejas y Victoriano Buitrago. Pero hay otros tres contra quienes la violencia alcanza su punto álgido: el comisario Lebrero, Felipe Sandoval y el doctor González Recatero. Al primero le traen inconsciente, con la cara llena de sangre y una pierna tan monstruosamente hinchada que parece a punto de reventar la pernera del pantalón.
—Deben haberle fracturado la tibia y el peroné —murmura Rodríguez Vega, que, como yo, le mira de lejos sin posibilidad de acercarse a socorrerle, porque lo impiden quienes nos guardan.
Acaso sea peor todavía el aspecto de Felipe Sandoval. Le han pegado sin compasión, y tiene más cara de muerto que de vivo. Arroja varias bocanadas de sangre que un policía le obliga a limpiar del suelo, aunque cada movimiento le arranca dolorosos quejidos.
El doctor González Recatero es más joven y fornido que los otros dos. Acaso por ello ha encajado con menor daño aparente la terrible paliza sufrida. Ni siquiera ha perdido el conocimiento cuando le traen, pese a mostrar huellas inconfundibles de la forma en que ha sido tratado. Sentado en el suelo debajo de la ventana, recostado contra la pared, le vemos morderse los labios para contener las exclamaciones de dolor. Permanece serio, cejijunto, pensativo y ensimismado. De vez en cuando un relámpago de ira cruza por sus pupilas, le tiembla ligeramente la barbilla y aprieta con rabia los puños.
Pese a su juventud, Recatero es un médico excelente antes de comenzar la guerra. Iniciada ésta, se pasa los treinta y dos meses que dura curando heridos en los frentes de batalla. Culto, inteligente, cumplidor incansable de su deber, salva muchas vidas con una labor abnegada que desdeña riesgos y acepta voluntaria todos los sacrificios. Dirige la sanidad de un batallón primero; de una brigada, después; de una división, más tarde. Cuando concluye la lucha desempeña la jefatura de sanidad del Ejército de Levante.
Permanece en su puesto hasta el último segundo, y el 29 de marzo va a parar, como todos nosotros, al puerto de Alicante. Posteriormente está en los Almendros y Albatera formando parte del grupo esforzado de médicos que, sin medicinas ni instrumental quirúrgico, muriéndose de hambre como los demás, luchando para que el tifus y la disentería no acaben con los millares de hambrientos hacinados en los inhóspitos campos de concentración. Ahora, luego, de la segunda paliza sufrida, permanece largo rato pensativo y silencioso. Al fin, parece llegar a una decisión que expresa en voz lo suficientemente alta para que podamos oírle varios.
—Conmigo no volverán a divertirse esos cobardes…
* * *
Pomposamente anuncian por la mañana que van a darnos el desayuno. El anuncio hace que Navarro y yo cambiemos una rápida mirada, recordando lo sucedido veinticuatro horas antes y la promesa del emboscado del CRIM de que hoy tendríamos que sentir estar vivos. Por fortuna, el individuo en cuestión no aparece, y se cumple el ofrecimiento de darnos algo. Muy poco alimenticio, desde luego, por cuanto se trata de un simple caldo negruzco, probablemente un poco de malta. Ni que decir tiene que el llamado café no ha visto el azúcar, y que no recibimos ni una migaja de pan para acompañarlo.
—Si no queréis morir de hambre, tendrá que traeros comida la familia. En caso contrario, os quedaréis en los huesos.
Quien nos habla es un sargento de Seguridad que presencia cómo ingerimos con ansias el líquido cuyo calor reconforta un tanto nuestros vacíos estómagos. Está dispuesto a enviar aviso a nuestros deudos de dónde y cómo nos encontramos y la urgencia de mandarnos comida. No lo hace por iniciativa propia ni a espaldas de sus superiores, sino que se limita a cumplir las instrucciones recibidas.
—Aquí tenéis unos trocitos de papel. Cada uno debe escribir con toda claridad su nombre, el de su familiar más cercano, las señas de éste y el número de teléfono, si lo tiene. Antes de mediodía le darán el recado.
Conforme se apresura a añadir ni guardias ni policías piensan tomarse la molestia de visitar a nuestros deudos para informarle de dónde nos encontramos. Pero en esta casa de la calle de Almagro, además de los presos llegados veinticuatro horas antes de Alicante, hay otros muchos detenidos. A varios les traen familiares suyos la comida y la ropa. Serán esos familiares los que se preocupen de telefonear o ir a nuestros domicilios para dar el recado.
—Irían aunque fuese a rastras —añade el sargento—, porque todas las mujeres que vienen son más rojas que vosotros.
Pongo en el trozo de papel que me entrega mi nombre, el de mi madre y sus señas en Madrid. No sé lo que podrá traerme, porque su situación económica es más que crítica; pero al menos sabrá dónde me encuentro. La mayoría hace lo mismo que yo. Sin embargo, algunos devuelven el papelito en blanco.
—No tengo familia ni conocidos en Madrid —dice Cayetano Continente.
—Entonces, que te den de comer los demás, o cierras por defunción —replica, encogiéndose de hombros, el sargento.
Pero por mucha prisa que se den los familiares de los otros detenidos en avisar a los nuestros, resulta más que problemático que podamos comer algo a mediodía. Como es lógico, vienen con sus paquetes a última hora de la mañana o primera de la tarde. Por muy pronto serán las dos o las tres cuando se enteren nuestros deudos, y aunque corran en prepararnos algo y traerlo, serán las cinco o las seis cuando el primer paquete —luego de ser cuidadosamente registrado en el cuerpo de guardia— llegue a nuestras manos.
—¡Qué le vamos a hacer! Con que tengamos algo para cenar…
La mañana es también agitada y dramática. Los policías, milicianos y guardias de la noche anterior se han ido a dormir, pero quienes les sustituyen emplean los mismos procedimientos. Por el vestíbulo cruzan algunos de los individuos que la mañana anterior nos dieron el «desayuno» a Navarro Ballesteros y a mí. Pero aunque cada vez que los vemos nos estremece pensar que vienen en nuestra busca, o han olvidado sus amenazas de veinticuatro horas antes, o no pensaron en ningún momento en llevarlas a la práctica. Quizá todo se deba a que estén demasiado atareados con otros y de momento se olvidan de nosotros.
Quienes difícilmente podrán olvidarlos a ellos son, entre otros muchos, Antonio Prieto, Avelino Cabrejas, Ariño, Villarroel y Barbado, que son interrogados en la forma acostumbrada. Algo parecido, o peor aún, les su cede a Lebrero y Sandoval, que reciben otra nueva y monumental paliza. Por la mañana también ocurre algo cuyas causas no acabamos de comprender que traigan de la cárcel a varios de los que ayer se llevaron y se lleven en cambio algunos de los que dejaron. Entre ellos, a José Leiva, secretario de las Juventudes.
—En Santa Engracia hay más de un millar de presos —dice uno de los recién llegados a Almagro, con el que podemos hablar un momento—. Aunque amontonados materialmente, pueden dormir con cierta tranquilidad. ¡Ah, también se come! Malo y escaso, pero más que aquí.
Ignora por qué se lo llevaron ayer y por qué le han traído hoy, pero no le hace ninguna gracia. Teme lo peor, y nosotros no estamos en condiciones de mentir para animarle.
* * *
La tarde es una continuación, corregida y aumentada, de la mañana. Los policías se muestran más activos y abundan los interrogatorios. Aunque no los presenciamos directamente, el ruido de los golpes, las voces de insulto y los lamentos no autorizan la más ligera duda acerca de lo que sucede en ellos. Son varios a los que vemos cruzar renqueantes por el vestíbulo, y ante los ojos tenemos en todo momento los ejemplos sangrantes de Lebrero y Sandoval. Nuevamente se los llevan por la tarde y los traen al poco rato materialmente deshechos. Sandoval continúa con sus vómitos de sangre y quejándose de grandes dolores en el pecho. Lebrero ni siquiera tiene fuerzas para quejarse. Con los ojos abiertos, pero sumido en una especie de sopor permanece recostado contra la pared y las piernas extendidas. Le han reventado la izquierda, que tenía hinchada anoche, y por la pernera del pantalón se le escapa una mezcla de sangre y pus que forma un charquito en el suelo.
Tiene que encontrarse muy mal. Al anochecer, ya alguno de los guardias avisa, asustado, que se está muriendo. Vienen varios policías a verle, y uno, que debe ser médico, le toma el pulso y le ausculta. Parece que no hay motivos para la alarma. Así debe decírselo al caballero elegantemente vestido, que desempeña la jefatura de esta comisaría o lo que sea, que sonríe despectivo al dirigirse a Lebrero:
—No le eches tanto teatro, bandido. Eso son varices; nada más que varices. ¡Si vuelves a molestarnos con tus cuentos…!
Da media vuelta, seguido por los demás policías, y dejan que continúe desangrándose. La visión del pobre hombre, la de Sandoval, que también parece próximo a morir y los lamentos que nos llegan procedentes de las diferentes dependencias, bastan para amargarnos la digestión de los pocos bocados que comemos de dos paquetes —sólo dos a repartir entre once personas— que consienten pasarnos, porque, dada la hora, rechazan los demás que nuestros familiares nos traen.
Son ya las nueve de la noche cuando sucede lo inesperado. Un policía llama desde el pasillo del fondo al doctor González Recatero. Como el médico tarda en responder a su llamada, amenaza como de costumbre:
—Si tardas medio minuto en salir…
González Recatero se levanta despacio. Mira un momento a Lebrero, que continúa tirado en el suelo, y a Sandoval, que se queja con lamentos entrecortados. Brilla en sus ojos una firme determinación, mientras aprieta con rabia los puños y afirma.
—No iré.
—¿Que no quieres salir? —pregunta el policía, estupefacto.
—No. Ni tú ni esa partida de asesinos volveréis a divertiros conmigo.
—¿No, eh?, —reacciona, violento, el policía, echando mano a la pistola y dando dos pasos hacia adelante—. ¡Voy a enseñarte!
—¡Cobarde! —le escupe, desdeñoso, Recatero, mirándole con fijeza.
El policía se detiene un segundo, intimidado. Luego busca con la mirada a los guardias que nos vigilan fusil en mano que han levantado sus armas apuntándonos a todos. Envalentonado de nuevo, ordena.
—¡Vamos por él…!
Los guardias avanzan para colocarse a su lado. Recatero, que está de pie, junto a la ventana abierta, no duda ni vacila un segundo. Apoya las manos en el pretil y se lanza de cabeza al vacío, gritando:
—¡Viva la libertad…!
Todavía resuena el eco de su grito cuando escuchamos el estrépito de su cuerpo al romper la claraboya del patio primero y estrellarse a renglón seguido contra las losas del sótano. El policía, que se asoma pistola en mano para ver dónde ha caído, exclama satisfecho:
—¡Se ha matado…!
Acuden a la carrera varios policías y guardias más, todos nerviosos y excitados, apuntándonos con fusiles y pistolas para impedirnos realizar el menor movimiento.
El doctor González Recatero es el primero en morir de la expedición de los ciento uno. ¿Cuánto viviremos los demás?