III
EN LA CALLE DE ALCALÁ
Termina un mes y comienza otro. Aunque para nosotros los días sean tan iguales que difícilmente acertamos a decidir en cuál vivimos, llevamos aquí más de dos semanas. Dos semanas de pesadilla en las que han muerto por lo menos tres de nosotros. Cuatro, si las sospechas de Cabrejas careciesen de fundamento con respecto a Fidel Losa. Como llegamos a Madrid en la madrugada del 16 de junio, ya hemos entrado en julio.
—Debemos quedar veintiséis o veintisiete de los treinta que seleccionaron el primer día. ¿Cuántos seguiremos vivos al finalizar este mes?
Es una pregunta que nos formulamos con frecuencia, acaso porque cada vez se nos antojan más problemáticas las perspectivas de supervivencia. Pero no podemos mejorar las condiciones en que vivimos —si a lo que hacemos puede llamársele vivir—, y menos calcular con alguna probabilidad de acierto cuál será el destino inmediato de cada uno de los componentes del grupo.
—En treinta y un día pueden y tienen que pasar muchas cosas; pero ninguna que sea agradable para nosotros.
Dormimos poco porque las noches suelen ser agitadas, pero no soñamos despiertos. Lo que sucede a nuestro alrededor, lo que nos ocurre a nosotros mismos, no permite acariciar ilusiones de ninguna clase. Ni siquiera Ariño, con todo su inconsciente primitivismo, confía ya que su famosa marquesa pueda sacarle del angustioso trance en que se encuentra.
—La cosa está muy negra —dice moviendo la cabeza de un lado para otro—. Cuando no me ha sacado con toda su influencia.
Los demás no tenemos influencia ni conocemos marquesas que se preocupen por nosotros. Probablemente no nos servirían de nada, pero no las tenemos. Luchamos en defensa de una causa y, aun derrotados, no nos arrepentimos de haberlo hecho con todas sus consecuencias. Hubo muchos cucos que jugaron habilidosamente con dos o tres barajas a un tiempo; yo no estuve entre ellos. Jugué sólo con una, perdí y estoy pagando. Creo que lo mismo pueden decir la mayoría de los muchos miles que en este momento se hallan en situación parecida a la mía. Los más habilidosos se las arreglaron para cruzar la frontera con una misión u otra mucho antes de que finalizase la guerra. De los que ahora penamos en este calabozo, varios —Puerta, Navarro, Vega, Ortega, Molina o yo mismo— pudimos conseguir a tiempo que se nos encomendaran gestiones al norte de los Pirineos, y estaríamos en París, Londres, Buenos Aires o México; pero aguantamos en nuestros puestos hasta el último segundo y estamos aquí.
—La cosa no puede ser ni más clara ni resultar más sencilla.
—¿Qué es lo que no puede estar más claro ni resultar más sencillo? —pregunta curioso Ariño que me oye.
—Que ni Lebrero, con su ayuda a la Quinta Columna; ni tú, con tu enamorada marquesa; ni nosotros, que ni auxiliamos a la Quinta Columna ni amparamos títulos con la esperanza de que nos echaran una mano, escaparemos de ésta ni con alas —replico con sinceridad y crudeza.
—¡Bah! De otras peores escapé.
Fanfarronea, más que por la fuerza de la costumbre, por darse ánimo a sí mismo. Habla con demasiada frecuencia de su vida agitada y azarosa, de sus avatares en Francia, de su fantástica huida de la Guayana y de sus aventuras en el Caribe y Norteamérica para que podamos interpretarlo de otra manera. Y lo mismo ocurre con sus alardes de valor, resistencia física y fuerzas excepcionales.
—En el fondo —dice Continente— está más asustado y desesperanzado que ninguno.
Cayetano Continente es moral y físicamente el polo opuesto de Ariño. La corpulencia de éste contrasta con la pequeña estatura de aquél. El primero calla todo lo que el segundo habla de más. Si uno mezcla en su charla palabras catalanas, francesas e inglesas, el otro se expresa en rotundo castellano. Antonio adopta aires cosmopolitas de aventurero internacional; Cayetano tiene aspecto de lo que realmente es y no trata de disimular en ningún momento: un campesino aragonés recio, duro y estoico. Mientras el catalán alardea jactancioso de sus hazañas, el maño de Tauste silencia modestamente las suyas.
—Hice lo que pude —dice como máximo— y creo haber cumplido con mi deber.
Si hay un abismo entre ambos, todas las ventajas están de parte de Continente. Ni ahora ni en ningún momento desde que conocí su existencia he tenido la menor amistad ni sentido ninguna simpatía por Ariño. Él lo sabe de sobra porque nuestro primer encuentro fue violento en extremo, y no he recatado nunca la opinión que me merece. Sin embargo, me hace un gran favor en las dramáticas circunstancias que vivimos en el calabozo a primeros de julio.
—Los perros tenían mucho interés en que les hablase de ti —dice una tarde al regresar al calabozo luego de ser interrogado con los procedimientos habituales.
No me sorprende oírlo. Es lógico que la policía pregunte a cualquiera de nosotros por el resto de los que estamos en el calabozo, y especialmente que lo hagan con Ariño, del que probablemente esperan sacar más que de ninguno. En definitiva, lo que importan no son las preguntas, sino las contestaciones.
—Les dije la veritat y res mes que la veritat.
—¿Qué verdad les dijiste?
—¡La fetén! Que debí picarte el día que publicaste que le había dado gusto al dedo en un pueblo donde no había puesto los pies. ¿O vas a negarlo?
No lo niego porque es verdad y lo recuerdo perfectamente. En un suelto publicado en la primavera de 1937 pidiendo enérgica y rigurosa justicia contra un grupo de indeseables que había perpetrado una larga serie de desmanes en un pueblo de la provincia de Madrid, se hablaba de un sujeto cuyas señas físicas coincidían con las suyas. Se dio por aludido, fue a buscarme en actitud airada, y tuvimos un choque violento que no acabó a tiros por verdadera casualidad.
—¿Es todo lo que les dijiste?
Niega con la cabeza al mismo tiempo que con las palabras. Ha dicho bastante más, siempre en tono despectivo para mí, bien adobado con una sarta de insultos de su especial vocabulario. En su opinión soy un tipo finolis y cursi que abomina de la violencia y tiene horror a la sangre; un vegetariano empapado en legalismos trasnochados que condenaba el que cualquiera se tomase la justicia por su mano, se encrespaba contra los paseos y demandaba los más duros castigos para cuantos cometían atropellos y tropelías.
—De haber hecho caso a ese sonabitch —concluyó diciéndoles— me habrían colgado hace dos años. Si ahora le ahorcan a él, yo…
Escucho con interés su relato, pasando por alto los insultos que no pueden herirme, ni siquiera molestarme, dado el momento y la ocasión en que fueron proferidos. Hay mucho de verdad en lo que dice. En público y en privado he sostenido siempre —y en las columnas de Castilla Libre queda clara constancia— que las barbaridades cometidas con cobarde impunidad eran un obstáculo tanto para ganar la guerra en que estábamos empeñados como para realizar la revolución justiciera soñada. Quienes las perpetraban eran enemigos, cualesquiera que fuesen el pretexto o el carnet con que pretendieran ampararse, y como tales debían ser tratados.
—¿Tienes algo que decir? —pregunta Ariño con aire de aparente desafío cuando termina.
—Darte las gracias únicamente —respondo.
Parece asombrarse de mi reacción, pero tengo la impresión de que la comprende perfectamente. Sabe de sobra que al hablar como lo ha hecho con los policías, a más de decir la verdad me ha hecho un favor. Probablemente no me servirá de nada, porque con haber dirigido un diario confederal en Madrid durante casi toda la guerra tengan de sobra para condenarme. Lo haya hecho de manera consciente o inconsciente —y me inclino por lo primero, aunque quiera dar la impresión de lo segundo— debo agradecérselo, y se lo agradezco.
* * *
—¡De prisa, rojos! Preparados con todo, porque vais a largaros.
—¿A la calle? —pregunta Rodríguez Vega, con ingenuidad perfectamente simulada.
—¡A la mierda…! —responde colérico el guardia—. ¡Y da gracias que no te rompo la cara por la bromita…!
No es mucho lo que tenemos que hacer para el traslado que se avecina. Ponernos la camisa o la chaqueta, los que no la tienen puesta, y recoger la manta, el plato y la cantimplora los que la tienen.
—Salid al pasillo a medida que os nombre —dice un policía que acude con una lista en la mano.
—¿Vamos todos?
—Escucha y lo sabrás. ¡Oído, y no perdamos tiempo!
Me nombran en cuarto lugar y salgo al pasillo, donde me esposan con Antonio Molina. Mientras nos empujan hacia el vestíbulo del piso siguen sonando nombres a mi espalda. La primera impresión es que vamos todos. Sólo más tarde echo en falta a Mulsa y Amor. Celebro la ausencia de este último, pero la alegría sólo nos durará unas horas antes de tener que volver a soportar su presencia.
—Vais ganando, bandidos —nos dice un policía en el vestíbulo—. Os llevan a un sitio en que estaréis más calentitos.
No es calor lo que nos falta precisamente en un día soleado de julio. Pienso que el lugar calentito que nos reservan bien puede ser el infierno, pero no pierdo el tiempo preguntándolo. En el mejor de los casos no se molestarían en contestarme. En el peor, recibiría la respuesta en forma demasiado contundente.
—¡Andando! Hace una hora que os esperan y si tardáis mucho en llegar acabarán impacientándose.
Parado junto a la acera hay un coche celular con la puerta abierta, junto a la cual vigilan unos guardias. Nos obligan a entrar de prisa. Dentro hay ya otras seis personas, totalmente desconocidas para mí. Ignoro si las han detenido ahora, las traen de alguna otra comisaría o llevaban como nosotros varias semanas en Almagro. Apenas cierran la puerta el coche se pone en marcha.
—¿Tenéis idea de dónde vamos?
Ninguno lo sabe, pero cuatro aventuran otras tantas hipótesis. El más optimista piensa que nos conducen a una de las muchas cárceles de Madrid, el más pesimista que el viaje que emprendemos no tiene regreso posible. Los otros dos opinantes —y yo coincido con ellos— que nos llevan a una comisaría, cuartelillo o centro falangista semejante a Almagro para ser interrogados.
—Hemos cruzado Colón y subimos por Goya —dice uno que por el movimiento del coche parece reconocer el camino.
El viaje no es muy largo, ya que no dura arriba de diez minutos. El coche se para, un policía abre la puerta y una voz enérgica nos apremia.
—¡Bajad de dos en dos, de prisa…!
Como he sido de los primeros en entrar, soy de los últimos en salir. Antes de hacerlo puedo mirar a través de la puerta abierta y me parece reconocer el lugar. Aunque no alcanzo a ver más que un trozo de la calzada, tengo la impresión de que estamos en plena calle de Alcalá, pasado el Retiro y cerca ya de Pardiñas. Lo confirmo al abandonar el coche.
Hemos parado en la esquina de Alcalá y Menéndez Pelayo, delante precisamente del café Pelayo. Ignoro que por allí funcione ninguna cárcel o comisaría, pero desconozco las que puedan existir en Madrid en estos momentos.
—Cruzad la acera y meteros en el portal.
Los que van delante inician la marcha y nosotros les seguimos. El portal señalado corresponde a un edificio alto y moderno, en cuyos bajos está instalado el café. Tanto en la acera como en el portal, guardias y policías forman una especie de pasillo. Avanzamos por entre las dos filas. Antes de meterme en el portal miro con curiosidad a un lado y a otro, e incluso vuelvo un instante la cabeza. Por el centro de la calle, en dirección a Ventas avanza chirriante un tranvía repleto de público que incluso llena los estribos. Desde la entrada del café una pareja y dos camareros nos contemplan con aire de absoluta indiferencia.
—Seguid hasta la escalera.
En contraste con la luminosidad hiriente de la calle, el portal parece envuelto en penumbras. Sigo a los que van delante y llegamos a la escalera de mármol. Ascendemos por ella hasta el entresuelo, cuyas puertas están abiertas para dejamos pasar. En el vestíbulo, aguardándonos, están varios agentes de los que fueron a buscarnos a Alicante y Albatera. Uno nos recibe sonriente y burlón:
—¡Bien venidos a nuestra casa, rojillos! Espero que ahora podamos conocernos un poco mejor.
El verbo conocer tiene en castellano muy varios significados y me figuro que nuestro interlocutor estará pensando en las acepciones menos gratas para nosotros. Mientras que nos quitan las esposas, apartan a un lado a los seis que venían en el coche celular sin formar parte de nuestro grupo.
—Para vosotros tenemos preparado un rinconcito en que os encontraréis contentos y a gusto. Nosotros también porque estaremos muy próximos, a fin de que todos colaboraremos con los mejores resultados. ¡Venid por aquí!
Como no tardamos en comprobar, la planta entresuelo de la casa de Alcalá resulta más espaciosa de lo que parece desde la calle. Aparte del vestíbulo, un salón y unos despachos cuyos balcones se asoman a la calle por encima de la marquesina del café, hay una serie de habitaciones que dan a los patios o a la avenida Menéndez Pelayo. Nos figuramos, sin riesgo de equivocarnos, que la mayoría de ellas serán utilizadas como otros tantos calabozos.
—De momento vais a quedaros aquí, espero y deseo que por poco tiempo.
«Aquí» es una habitación al fondo de un estrecho pasillo de dimensiones parecidas a la de Almagro, pero con una ventana queda al patio interior de la casa. Es una mejora considerable; tendremos luz natural, algo de aire y estaremos un poco más anchos, porque siendo el espacio semejante somos menos a compartirlo, si bien el policía nos advierte antes de marcharse:
—Dejad libre algún hueco porque no tardaremos en traeros compañía.
De los catorce que compartíamos el mismo calabozo en Almagro faltan aquí Mulsa, que ocupó el lugar que Losa dejó vacío; Amor Buitrago, que no sabemos donde andará, aunque su padre sigue con nosotros; Antonio Prieto, Félix España y Victoriano Negro. Pero si podemos estar más anchos y cómodos, difícilmente nos conservaremos más limpios. La habitación en que nos meten está muy sucia, con montones de basura en los rincones y verdaderas plagas de chinches en el entarimado del suelo, el empapelado de las paredes, el techo y el zócalo o rodapiés de la parte inferior de los muros.
—No podremos quejarnos de aburrimiento, porque tendremos que pasarnos el día entero rascándonos.
Pedimos una escoba y un cubo con agua para limpiar el suelo y las paredes; los dos guardias que vigilan en la puerta que da al pasillo nos proporcionan la primera, no sin largo rato de espera, pero no el segundo. No se si no tienen un cubo, como aseguran, o prefieren no entregárnoslo recelosos de lo que podamos hacer con él.
—Con sacar los montones de basura al pasillo y dejarlos ahí, asunto resuelto.
Lo hacemos así porque no tenemos otro remedio, no por considerar que con un simple barrido la habitación-calabozo queda en condiciones mínimas de limpieza e higiene. Tendremos más suciedad y chinches que en Almagro, y el calabozo de allí estaba lo suficientemente sucio para revolver el estómago a una persona medianamente delicada.
—Podréis tener la ventana abierta —indica uno de los policías—, pero no intentéis ninguna tontería. Ni podríais escapar por ella, porque hay un guardia en el patio a todas horas, ni suicidaros. Está demasiado baja, y en vez de mataros sólo conseguiríais partiros un cuerno.
Aunque pensamos que los cuernos sólo podría partírselos su padre, no le falta razón en el resto. Lo comprobamos cuando al asomarnos un segundo, el guardia que desde el patio no pierde de vista la ventana, amenaza meternos un balazo en la cabeza de no retirarnos en el acto. Por otro lado, el suelo no debe estar más que cuatro o cinco metros más bajo y sería muy difícil matarse, aun tirándose de cabeza.
—Para cagar, el guardia de la puerta os llevará al retrete. Tiene malas pulgas, y si le jodéis más de la cuenta no tendréis tiempo de arrepentiros.
El régimen a que nos someten en Alcalá no difiere gran cosa del de Almagro. La diferencia estriba en que estamos un poco más sucios, pero también más anchos, al menos de momento; también en que hay una ventana en el calabozo. Por desgracia, está orientada al mediodía, por las tardes da el sol de lleno y en la habitación el calor es insoportable. Pero cosas peores tenemos que soportar.
—¿Qué os parece este ajedrez?
La pregunta parte de Molina, que afirma haber encontrado un ajedrez entre el montón de papeles sucios y pringosos sacados al pasillo. El ajedrez consiste en un pliego de papel de barba, en que uno de los anteriores ocupantes del calabozo ha dibujado, sin demasiadas perfecciones, las sesenta y cuatro casillas de un tablero. Las piezas son trocitos de papel en los que se ha escrito el nombre de cada una: rey, reina, caballo, alfil, torres y peones. Las negras se distinguen de las blancas en que encima del nombre aparece una manchita oscura.
—No es ninguna maravilla, pero puede ayudarnos a matar el tiempo.
—Lo malo es si nos matan antes de que nosotros podamos hacerlo con el tiempo.
* * *
Como consecuencia del traslado, los paquetes que dos de nosotros debíamos recibir hoy brillan por su ausencia, y los nueve que estamos en el nuevo calabozo ayunamos una vez más. Pero si nuestros jugos gástricos descansan bien en contra de nuestra voluntad, también en contra de ella los policías de Alcalá se muestran tan activos como los de Almagro, y Continente, Ortega, Ariño, Paulet y Cabrejas pagan las consecuencias. Los métodos de interrogatorio son muy semejantes.
—Quizá sean éstos menos violentos —dice Ortega al volver—, pero más hábiles y peligrosos.
Continente y Paulet opinan lo mismo. Ariño vuelve obsesionado con Losa. Enfrentándose conmigo al regresar al calabozo me grita agresivo:
—Avelino tiene razón, digas tú lo que quieras.
—¿En qué?
—En que el maldito hipócrita de Losa tiene que seguir vivo.
No es mucho lo que podemos hablar porque han traído a Amor Buitrago al anochecer, y aunque no se atreve a mirarnos, está pendiente de lo que hablamos. Han metido a dos tipos desconocidos para nosotros y a un muchacho de las Juventudes llamado Villarroel, a quien basta verle para comprender que no le han tratado con ninguna clase de miramientos.
La noche transcurre con cierta normalidad, con los acostumbrados sobresaltos por las irrupciones bruscas de algún policía que abre la puerta con estrépito, las llamadas a cualquiera de los detenidos y el regreso de los mismos, casi nunca por su pie. A los dos desconocidos que meten por la tarde en el calabozo les pegan de tal manera que están más muertos que vivos al regresar.
—¡He firmado lo que han querido! —dice uno por la mañana ya, al volver en sí—. Resistí hasta no poder más, y ahora…
Está destrozado en lo físico y hundido en lo moral. ¿De qué le acusan? Con aire desolado replica:
—¿De qué van a acusarme si soy de Vallecas? ¡Del tren de la muerte como a todos…!
—¿Y a ti? —pregunta Molina al otro.
—Del asesinato de López Ochoa. Cuando le mataron estaba yo en Guadalajara, pero como vivía en Carabanchel…
Los sacan del calabozo a primera hora de la mañana para trasladarlos a la cárcel. Ninguno de los dos se hace ilusiones respecto a su porvenir. Por si acariciasen alguna remota esperanza, el individuo que viene a buscarles se encarga de desvanecerla.
—Con lo que habéis firmado, vais derecho al paredón.
Antes del relevo de los guardias que vigilan en los pasillos, en la puerta del piso, en la escalera y el patio, se nos permite como de costumbre que vayamos a evacuar nuestras necesidades y lavarnos un poco las manos y la cara. Cuando vuelvo de hacerlo, en lo que no he empleado arriba de cinco minutos, advierto que han metido un nuevo detenido en nuestro calabozo. Es Manteca, aunque me cuesta trabajo reconocerle. Podemos hablar un rato, porque afortunadamente Amor Buitrago está fuera.
—La única suerte —dice Manteca— es que me hayan traído aquí, dejando a mi suegro en Almagro. Eso puede significar que la parte más insoportable de mis torturas haya terminado.
Un poco de mala gana, forzado por nuestras preguntas, cuenta algo que podíamos imaginamos por anticipado sin demasiado esfuerzo por lo visto en Almagro, pero que no suponíamos que hubiese alcanzado tales extremos de barbarie: que día tras día hubiesen forzado a suegro y yerno a destrozarse mutuamente a palos.
—¡Y encima se corrían una juerga cuando yo le pegaba a él o él me pegaba a mí…!
Durante más de una semana han estado apaleando mañana, tarde y noche a uno u otro cuando no a los dos juntos, exigiéndoles que se golpeasen mutuamente. Por espacio de muchas horas, Valcárcel y Manteca opusieron una rotunda negativa a sus pretensiones, soportando con resignación los malos tratos.
—¡Vosotros veréis lo que os conviene! Si no accedéis a pegaros un poco, sólo un poco, el suegro al yerno y el yerno al suegro, acabaremos a golpes con los dos. Cuantos antes lo hagáis, mejor para ambos.
Cuatro días antes, destrozado física y más destrozado aún moralmente, Valcárcel incurrió en la debilidad de coger uno de los vergajos que le ofrecían y dejarlo caer sobre los hombros de su yerno. Reaccionó casi en el acto ante las carcajadas de los policías y se negó a seguir golpeándole, tirando el vergajo al suelo.
—Bueno, ahora vas a ser tú quien le devuelva el golpe.
Manteca se resiste, pero los otros encuentran un procedimiento fácil para vencer su resistencia. Sacan un reloj y van contando los segundos. Por cada uno que tarde en pegar a su suegro, recibirá éste un nuevo vergajazo, mucho más fuerte desde luego del que su yerno podía asestarle.
—¡Agradéceselo al marido de tu hija! Además de haberse acostado con ella, quiere ahora, que te matemos a palos.
Consiguen, al final, lo que se proponen. Tras recibir dieciocho o veinte vergajazos, Valcárcel, medio inconsciente ya, pide, suplica a voces:
—¡Pégame…! ¡Pégame ya para que no me maten…!
Con la única variante de que sea uno u otro el que pegue, la vergonzosa escena se repite cuatro o cinco veces en días sucesivos. Cuando el que tiene el palo en la mano se resiste a emplearlo contra su familiar sacuden a éste con redoblada violencia. Al final, acaban siempre por golpearles a los dos en medio del alborozo de quienes asisten al para ellos divertido espectáculo.
—Han llegado hasta la canallada de decir a mi mujer que yo estaba destrozando a palos a su padre.
En tres ocasiones distintas, Manteca había tenido que cargar con el cuerpo inerte de su suegro para llevarle al calabozo en que les tenían metidos. En otras dos se cambiaron las tornas y fue Valcárcel el que hubo de llevar casi a rastras el cuerpo de su yerno. Incluso en las horas que mediaban entre una paliza y otra, aparecían varias veces por el calabozo para burlarse del estado en que ambos se encontraban.
—Cuando vi que me traían aquí, mientras mi suegro se quedaba en Almagro tuve una gran alegría.
—No te alegres más de la cuenta —le aconseja Ortega— porque aquí nos tratan igual que allí. Con el cambio no hemos ganado nada.
Habla de los interrogatorios de la víspera y de lo sucedido con los dos individuos que se llevaron a primera hora de la mañana. Difícil será que ninguno de los que estamos en el calabozo escapemos con vida.
—A otro cualquiera quizá le mintiese para animarle. Pero tú eres un militante consciente y debo decirte la verdad por dura que sea.
—Te creo, pero aun así estoy contento.
—¿Por…?
—No tener que matar a palos a mi suegro ni que él tenga que matarme a mi. Si nos quieren muertos, habrán de ser ellos mismos quienes carguen con tan sucio trabajo.
* * *
Deben ser cerca de las seis, el sol pega de lleno en la ventana y el aire de la habitación resulta asfixiante. Aguijoneados por el calor, los piojos pican con furia, y rascarse con fuerza sirve de menguado alivio. Si por las noches, nos acribillan los chinches, los otros bichitos les sustituyen con ventaja durante el día. Pasamos muchos ratos casi totalmente desnudos, revisando las costuras de camisetas y calzoncillos, quitándonos animalitos del pecho y de las axilas. Matamos centenares y centenares, pero no conseguimos nada, porque su número parece multiplicarse con cien veces mayor rapidez.
—¡Trabajo inútil! —gruñe Molina malhumorado—. Por mucho que nos esforcemos la batalla está perdida.
—¡Y ojalá no tengamos más que piojos y chinches…! —exclama Continente.
—¿Qué más podemos tener aquí?
—Sarna, por ejemplo.
La perspectiva tiene poco de agradable, pero menos aún de ilusoria. En la plaza de toros de Alicante y en Albatera, de donde procedemos casi todos los que nos encontramos en el calabozo, había millares de prisioneros desazonados por la sarna, avergonzándose de sí mismos. No parece que la asquerosa infección escasee en las cárceles madrileñas, debido a la falta de higiene y el amontonamiento de presos. Incluso hay sarna, o por lo menos la había no hace más de cuatro días, en este mismo calabozo.
—Cuando la vaciaron para meteros a vosotros —dice Villarroel— llevaron donde yo estaba uno de los que sacaron de aquí. Tenía sama hasta en lo blanco de los ojos.
Todos sabemos que la sarna se propaga con extremada facilidad y rapidez; que la única manera de atajarla es una limpieza extremada del cuerpo y de las ropas; que proporciona molestias muy superiores a los ocasionados por chinches y piojos y que su curación es larga y difícil. Imposible, mejor, en las condiciones en que nos desenvolvemos en el calabozo.
—Si la coge uno cualquiera, pringamos todos.
—Entonces, daros por pringados porque yo creo que ya la he cogido.
Los temores de Rodríguez Vega no parecen tener de momento al menos un fundamento serio. Pero no cabe la menor confianza. Si aquí ha habido algún sarnoso —y no pueden quedarnos grandes dudas de que lo ha habido— más tarde o más temprano, probablemente lo último, estaremos los doce con sarna de los pies a la cabeza.
—Tal vez si hablásemos con los guardias nos dieran unos cubos de agua para limpiar esto.
Lo intentamos sin el menor éxito. Los guardias que vigilan al otro lado de la puerta no saben o no quieren saber dónde hay un par de cubos. Prefieren preguntar a los policías que vienen en busca de Ariño, que se niegan en redondo.
—Unos perros sarnosos como vosotros no pueden esperar sino que la sarna les coma —dice uno de ellos encogiéndose de hombros.
Esto ocurrió ayer por la mañana, y esta tarde todos nos rascamos más que de costumbre, temiendo que la desazón que sentimos no sea obra exclusiva de piojos y chinches, sino que los ácaros hayan hecho su aparición en la piel de cualquiera.
—¡Venga, maricas, basta de exhibicionismo y vestiros rápidos! Vais a tener visita.
No nos agradan las visitas, pero no nos queda más remedio que ponemos las camisas e incluso las chaquetas para estar más presentables. En cualquier caso, nuestro aspecto nada puede tener de atractivo. Quien más, quien menos, llevamos veinte o veintidós días sin afeitar y lavándonos la cara y las manos poco y mal. Tirados constantemente en el suelo, la ropa está arrugada y sucia. La mitad por lo menos aparece un tanto desfigurada por los golpes y estamos materialmente llenos de habones producidos por la picaduras de piojos y chinches.
—Estamos para un concurso de elegancia y belleza, digo irónico y amargado contemplando a los demás e imaginándome mi propio aspecto.
—¡Cuidado, que ahí vienen…!
Son cinco los visitantes, que se quedan en la puerta, sin atreverse a entrar en el calabozo; no por temor a que podamos agredirles, sino por miedo a mancharse con la suciedad de la habitación o a que les endosemos algunos de los millares de animalitos que nos atormentan. Lleva la voz cantante un hombre de alrededor de cuarenta años, mediana estatura, fornido, que viene en mangas de camisa y lleva una sobaquera con una «Astra» del nueve largo. Dos de sus acompañantes lucen camisas azules con correaje y pistola, los otros dos, en los que apenas me fijo, no sólo tienen puesta las chaquetas, sino anudadas las corbatas, pese al calor reinante y al sudor que empapa sus frentes.
—Estos, claro está, son los grandes criminales de que les hablé —dice el individuo de la pistola en la sobaquera—. Son auténticos asesinos, crueles y sanguinarios que tienen bien merecida la horca que les espera. Empezando por ese lado, aquel alto es Antonio Molina, un anarquista de Huelva que llegó a ser comandante de división en el Jarama y que…
Salvo el nombre y el grado militar alcanzado durante la guerra, todo lo que dice de Molina, y es bastante, no guarda el más remoto parecido con la verdad. Según el que habla se trata de un vulgar facineroso, jefe de una horda salvaje y no de una unidad regular del ejército republicano que ha luchado en los más diversos frentes. Pero todo lo malo que dice de él puede considerarse como elogioso, comparado con lo que afirma a renglón seguido de los demás.
—El campesino bajito que está a su lado es un peligroso dinamitero aragonés. Continente mandaba un batallón de guerrilleros que hizo barbaridades en la retaguardia nacional. Ariño, el gorila que le sigue, es una mala bestia sin corazón ni conciencia. Estuvo en Fomento lo mismo que Cabrejas, con lo que está dicho todo.
Con Victoriano Buitrago se ensaña, le considera culpable de todo lo ocurrido en el Puente de Vallecas a lo largo de la guerra como concejal que fue de su Ayuntamiento.
—¿Qué pensarían ustedes de un padre que no quiere bautizar a su hijo? ¿Cabe mayor monstruosidad? ¡Pues ahí tienen ustedes al monstruo!
Acusa a Manteca de ser tan criminal que quiere matar a su suegro y han tenido que separarle de él para que no le estrangule. Paulet ya estaba fichado como pistolero sindicalista antes de la República, igual que Juan Ortega.
—Aunque les cueste trabajo creerlo, los dos pertenecían a la sanguinaria FAI. Y ese otro, con aires de buena persona inofensiva, era nada más y nada menos que el jefe de la siniestra organización.
Se lanza luego a despacharse a su gusto con Rodríguez Vega, secretario de la UGT, sucesor de Largo Caballero.
—Como el funesto individuo al que llamaban Lenin español, también quería entregarnos a las hordas soviéticas para que acabasen con todas las personas decentes.
Deja para lo último a Navarro Ballesteros y a mí, pero no podemos quejarnos. Somos en su opinión los más culpables del grupo. Aunque admite, de visible mala gana y de pasada, que personalmente no hemos matado a nadie, debemos y tenemos que ser castigados con mayor severidad que los asesinos materiales. Somos dos hombres jóvenes, con una amplia cultura, inteligencia clara y habilidad para manejar la pluma. No lo dice, claro está, como un elogio, sino para hacer resaltar mejor la enormidad de nuestras culpas. Pudiendo distinguir entre el bien y el mal, dirigiendo en Madrid dos de los diarios de mayor difusión e influencia política, en lugar de poner nuestro talento al servicio de una causa limpia y noble, lo habíamos utilizado de manera deliberada para encender en las masas las más innobles y criminales pasiones. Al estimular la sangrienta e inútil resistencia marxista, prolongando la guerra con nuestras campañas mendaces, habíamos contribuido directamente al sacrificio de millares y millares de personas decentes.
—Tan enormes son sus delitos —concluye— que no los pagarían con cien vidas que tuvieran.
—¿No será suficiente con que les den garrote una vez? —Inquiere con voz meliflua y sonrisa angelical uno de los individuos de paisano que le acompañan.
—Sí, pero es una lástima.
—¿Por qué?
—Porque aun siendo infamante, el garrote vil es demasiado honroso para estos asesinos.
Los otros hacen gestos de asentimiento mientras vuelven la espalda y se alejan a lo largo del pasillo. Cuando los guardias cierran la puerta del calabozo, Navarro me pregunta burlón:
—¿Qué opinas de tan bondadosas intenciones?
—Que para satisfacerlas, Dios tendría que hacer el milagro de resucitarnos veinte veces para que se dieran el gusto de agarrotarnos otras tantas.
A decir verdad, ni los gestos ni las amenazas ni los insultos nos impresionan a estas alturas. Cuanto más se repite un hecho, menor efecto causa, y llevamos tres meses sin oír otra cosa. Las injurias resbalan ya sobre nosotros sin producimos el menor efecto.
—Tan acostumbrado estoy ya que el día que no me llamen asesino, voy a creer que lo soy de verdad.
Sin embargo, veinticuatro horas después me saca de quicio oír que alguien me lo llama e igual les ocurre al resto de los ocupantes del calabozo. Nuestra diferente reacción se debe a que quien ahora lo dice es un preso como nosotros, y no un enemigo personal o ideológico. Lo más asombroso y deprimente estriba en que no se trata de un traidor o chivato, sino de un hombre enloquecido por el pánico.
El incidente se inicia a media tarde del 4 de julio, cuando se abre la puerta del calabozo para dar paso a un hombre con su parco petate a cuestas. Es un muchacho joven, de complexión más bien débil, que viene en mangas de camisa, sin corbata, con el pelo alborotado, que de pie en el centro del calabozo nos contempla fijamente con clara expresión de susto. Tengo la impresión de que no me resulta desconocida su cara, aunque no recuerdo con exactitud dónde la he visto.
—¡Hola, Pepe! —le saluda Rodríguez Vega—. ¿Cuándo te han traído aquí…?
Pepe se le queda mirando con ojos de loco. Luego, sin responder una sola palabra, tira su petate al suelo, se sienta encima, oculta el rostro entre las manos y rompe a llorar, con sollozos que le sacuden todo el cuerpo. Sorprendido y afectuoso, Vega se inclina sobre él tratando de consolarle.
—¿Qué te pasa, muchacho? ¿Qué te han hecho esos canallas para…?
Se acentúan los sollozos de Pepe, a quien el llanto y la emoción impiden contestar. Todos nos agrupamos en torno suyo, sorprendidos y desconcertados por algo que no estamos acostumbrados a presenciar. Con un gesto pregunto a Navarro, que parece conocerle, quién es. Me lo explica en breves palabras.
—Es un buen camarada socialista, secretario del Círculo del Oeste. Estuvo preso en octubre, se portó bien durante la guerra y le cogieron, como a todos, en Alicante. Vino a Madrid en la misma expedición que nosotros.
—¿Qué diablos le ocurre?
—No lo sé. Como no nos lo diga él mismo…
Tarda un rato en podérnoslo decir. Sólo cuando se tranquiliza un poco y se incorpora ayudado por Vega y Molina puede empezar a hablar. Contestando a las preguntas de todos, empieza por negar haber sido objeto de malos tratos. En favor suyo habían intervenido unos policías amigos que le trajeron a la calle de Alcalá el día mismo de nuestra llegada a Madrid.
—Aquí llevo tres semanas tratado con todo género de consideraciones. He podido ver a mi mujer casi todos los días, y nadie me ha tocado a un pelo de la ropa.
—¿Y ese llanto?
—Me habían dicho que todo iba bien, que mi asunto estaba casi arreglado y que posiblemente me marcharía un día de estos a casa. Y ahora, de pronto, cuando más contento estaba…
—¿Qué?
—Me han traído aquí. ¡Con vosotros! ¡Como si fuese también un asesino…!
Las palabras nos cruzan la cara como un latigazo. Algunos vacilamos creyendo haber entendido mal. Otros reaccionan con violencia.
—¡Oye, mariconazo —chilla Molina, levantándole en vilo—, aquí no hay más asesino que tú y el cabrón de…!
—¡Déjale! —intercede Vega—. ¡No sabe lo que dice de asustado que está!
—¡Como le sacuda yo, sí que va a asustarse…!
Pepe cambia de color nos mira aterrado y tiembla de pies a cabeza. Cuando Molina le suelta, vuelve a dejarse caer al suelo y sigue llorando metida la cara entre las manos.
—Bueno, muchacho —le habla Rodríguez Vega con aire sereno—. Tómate el tiempo que sea, pero tranquilízate. Cuando estés tranquilo, dinos lo que te pasa.
—¡Pero no nos confundas con unos facinerosos o acabaremos tirándote por la ventana!
Tenemos la suerte de que Amor Buitrago, que ahora apenas viene al calabozo más que para dormir, está en uno de sus paseos con los policías. Podemos hablar con relativa libertad, sin temor a que nada de lo que digamos llegue a otros oídos que los nuestros. Transcurren diez minutos antes de que el muchacho pueda tranquilizarse a medias. Incluso entonces tiene miedo de hablar por si cualquiera de nosotros reacciona con vehemencia irritada ante sus palabras. Mejor que hablar él, quiere que sea Rodríguez Vega, que conoce perfectamente su historia, quien nos la cuente.
—José García pertenecía a las Juventudes Socialistas en octubre de 1934. Vivía en la casa en que estaba el Círculo Socialista de Oeste, y sus padres eran porteros del edificio.
Los miembros del Círculo participan activamente en las luchas de octubre en Madrid. En el local se han repartido armas, y la Policía lo sabe. Pero si recupera algunas, la mayoría siguen escondidas nadie sabe dónde. Pepe es detenido; lo son también sus padres. Para obligarles a hablar, los policías no andan con excesivas contemplaciones.
—Tan duro es el trato, que José García, a más de ver apalear a sus padres, resulta con graves trastornos de los que todavía, y han pasado cinco años, no se ha recuperado por completo.
Tras pasar año y medio en la cárcel, Pepe sale libre en febrero de 1936. Cuando empieza la guerra civil ocupa el cargo de secretario del Círculo. Quiere marchar al frente, pero no puede hacerlo por sus dolencias. Ha de quedarse en la retaguardia, y está al frente de un grupo de milicianos socialistas cuando el 22 de agosto se produce el asalto a la Cárcel Modelo.
—Recibe órdenes de la Casa del Pueblo de presentarse con sus hombres en la cárcel para poner coto a los excesos cometidos por algunos indeseables, y no sin grandes esfuerzos y arriesgando personalmente la vida, consigue, en unión de las fuerzas enviadas por el Gobierno, restablecer un principio de orden.
José García hace algo más. En uno de los patios encuentra aterrados a varios de los policías que le detuvieron y golpearon a él y a sus familiares, veinte meses atrás. Varios de los policías que estaban en la cárcel han muerto ya, y éstos temen seguir su misma suerte. Suplican a José por su vida, y éste toma una resolución:
—Para que veáis que soy más caballero que vosotros, voy a salvaros.
No sin tener que enfrentarse con muchos de los que le rodean, consigue sacarlos hasta la calle y los deja en completa libertad. Pero unas horas después van a verle varios familiares de los liberados. Los policías, que pertenecían a la Brigada Político Social, son muy conocidos en Madrid. Temen que algunas de las personas detenidas por ellos se enteren de que están en libertad y vayan a buscarles.
—Sólo usted puede salvarles, metiéndoles en una Embajada. ¡Tiene que completar su buena obra, señor…!
José García se deja convencer por las súplicas y los llantos. Parece que los policías ya tienen medio arreglado el asilo en una representación diplomática. Pero en tomo a todas ellas hay una vigilancia estrecha, y les detendrían antes de llegar a la puerta de entrada, caso de que alguien no les reconociera en el camino.
—Si les acompañara en su coche, nadie se metería con ellos.
Pepe lo hace, y los policías hallan refugio en una Embajada en que permanecen hasta el final de la guerra. Es todo lo que sabe Rodríguez Vega, aunque se imagina el resto, hace que sea el interesado el que lo cuente.
—Uno de los policías que fueron por nosotros a Alicante me debía la vida. Aseguró que no tenía nada que temer, porque no habían olvidado lo que hice por ellos, y estaban dispuestos a pagarme en la misma moneda. Añadió que otro de los salvados por mí estaba de jefe aquí, y no me pasaría nada.
Apenas llegados al sótano del hotelito de Almagro, los dos policías se presentaron en su busca y le trasladaron a la calle de Alcalá. Durante veinte días le habían tratado como merecía, repitiendo a todas horas lo agradecidos que le estaban, explicando a sus compañeros lo bien que se había portado con ellos y asegurándoles en todos los tonos que a las pocas semanas estaría en completa libertad.
—Todo marchaba perfectamente hasta hace un rato, que, aprovechando sin duda que mis amigos habían salido, fueron tres individuos a buscarme, me llamaron todo lo peor que podían llamarme, se burlaron de mí y me trajeron aquí.
—Con los asesinos, ¿verdad? —pregunta, hiriente, Molina.
—Eso dicen ellos —replica García—, aunque yo sé que no lo sois. Pero el simple hecho de que me hayan metido en este calabozo…
Un sollozo le impide terminar la frase, y algunos ríen despectivos al oírle. Otros, que nos damos perfecta cuenta de su estado de ánimo, sentimos pena por él y asco por quienes tan mal le pagan su ingenua generosidad. Tras una breve pausa, aún añade, como quien se agarra a un clavo ardiendo:
—Seguramente han querido asustarte esos tipos, quizá por odio y envidia a mis amigos. Pero en cuanto vuelvan y se enteren de lo que me han hecho…
—Vendrán corriendo a sacarte de aquí y a consolarte —miente, piadoso, Rodríguez Vega, haciéndonos señas para que no digamos la verdad que todos sospechamos.
Aunque de momento se convence, probablemente porque desea desesperadamente dejarse convencer, en el fondo siente cierta desconfianza. Mira esperanzado cada vez que se abre la puerta, confiando que vengan sus amigos a rescatarle, y tuerce el gesto cuando comprueba que no es así; en dos o tres ocasiones se le saltan de nuevo las lágrimas. Al fin le llaman, pasadas las doce de la noche. Se pone en pie de un salto y procura recoger apresuradamente todas sus cosas.
—No las necesitas ahora —le dice un policía desde la puerta—. Ya vendrán por ellas cuando hayamos hablado un poco contigo.
Pese a que la advertencia no tiene nada de tranquilizante, José García se va convencido de que van a ponerle en libertad o poco menos. Todos aguardamos con curiosidad su retorno, que tarda más de una hora en producirse. Cuando vuelve lo hace destrozado moral y materialmente. Si al principio no hace otra cosa que llorar, al cabo, ya de madrugada, nos cuenta lo sucedido.
—Son una partida de malnacidos —dice, entre sollozos—. Se han reído de mí y me han pegado hasta cansarse. Saben lo que hice, pero no les importa. Incluso me han dicho que me matarán a palos aprovechando los ratos que mis amigos no estén aquí.
* * *
Cada uno de nosotros tiene motivos sobrados para temer por su futuro inmediato y no sentirse a gusto con su desagradable presente. No nos sobran el ánimo ni las ganas para compadecer a los demás, cuando tantas razones tenemos para apenarnos por nosotros mismos. Sin embargo, ninguno puede evitar una profunda compasión por José García, por ser el más débil en cuerpo y espíritu de todos nosotros.
Es, también, el más inocente y crédulo. A pesar de la primera paliza, sigue confiando en sus amigos. No se da cuenta, acaso porque no quiere ni siquiera pensarlo, que tienen que estar perfectamente enterados de que le han metido en nuestro calabozo y le están tratando en forma semejante que a los demás.
—¡No seas panoli! —se enfada a veces Molina—. ¿Todavía no comprendes que están todos de acuerdo?
—Si conocieras a mis amigos no dirías eso. Son dos excelentes personas, y lo que hice por ellos…
—¡Pues hay que ver cómo te lo pagan…!
Avelino, Ariño y Paulet, a quien interrogan en repetidas ocasiones en estos días, saben perfectamente a qué atenerse. No sé si es verdad o lo dice únicamente para demostrar a García que está en el mayor de los errores, pero uno de ellos afirma al día siguiente:
—Los perros se reían a mandíbula batiente hablando de ti. ¡Y el que más se carcajeaba era tu amigo…!
García niega que pueda ser verdad lo que dicen, pero sigue llorando cuando cree que no le miramos. Llora con motivo redoblado cuando sufre un segundo interrogatorio y le traen al calabozo más muerto que vivo. Sin embargo, acaso porque la esperanza es lo último que se pierde, todavía parece confiar en sus amigos.
—¡Cuando vuelvan —suspira— y se enteren de lo que me hacen…!
—Ya estarás en el limbo, de donde no debiste salir…
Aparte de las desventuras del pobre José García, todos tenemos motivos serios de preocupación. A Juan Ortega y Continente les interrogan varias veces, y ninguna vuelven indemnes al calabozo. A Manteca le dejan tranquilo, pero sigue pensando en su suegro, que quedó en Almagro en bastante mal estado. A Villarroel se le llevan una mañana luego de una escena violenta y de amenazarle con que no llegará vivo a la noche. A Navarro y a mí nos llaman una tarde, y afortunadamente es sólo para que nos vean unos cuantos amigos del que nos llama, precisamente el mismo policía que fue a buscarnos a Albatera.
—¿Interrogaros? ¿Para qué? Sé de vosotros todo lo que debo saber y mucho más de lo que os conviniera. Especialmente de ti, Guzmán. En la Embajada leía todos los días Castilla Libre. Algunas veces tus artículos me los ponían en la garganta. Ahora eres tú el que debes tenerlos en el mismo sitio.
Para Avelino Cabrejas y Antonio Ariño parece no haber más obsesión que Losa. Cada día que pasa, cada vez que les interrogan están más convencidos de que no le mataron cuando yo pienso, sino que continúa vivo. Sus palabras son siempre las mismas:
—¡Lo que me han dicho sólo lo sabía el cabrón de Losa!
Antonio Molina no parece tener nervios. Aguanta todo lo que haya que aguantar con la misma imperturbabilidad que en el frente soportaba los bombardeos enemigos. A veces es un poco cruel con sus bromas. Cuando de madrugada abre los ojos y ve despierto a José García, que duerme a su lado, le dice, con gesto de resignación:
—¡Paciencia, Pepe, que a ti y a mí nos pican sin remisión los primeros!
Medio minuto después ronca tranquilamente; García, en cambio, solloza a veces con tanta fuerza que despierta a Ariño, que duerme a dos pasos de distancia.
—¡O te callas de una vez —le amenaza Ariño—, o si vuelven a preguntarme algo de Fomento les digo que tú eras el jefe!
La amenaza basta para que García deje de sollozar amedrentado. Cuando Ariño no le oye, trata de justificar su temor:
—Ese bestia es capaz de decírselo.
Una tarde —debe ser el 7 o el 8 de julio— vienen en busca de Manteca, al que han dejado en paz durante varios días. Una hora después vuelve al calabozo. Pero ni vuelve por su pie ni le traen a rastras unos policías o guardias. Lo trae a cuestas, trabajosamente, su suegro. Valcárcel ha envejecido considerablemente en el poco tiempo que llevamos sin verle. Si físicamente las palizas han hecho mella en su cuerpo, el daño moral de que le obliguen a pegar a su yerno o que éste le pegue a él ha minado su espíritu.
—¡Es peor que la misma muerte! —murmura con aire desolado mientras le ayudamos a dejar en el suelo el cuerpo inánime de Manteca.
—¿Te han obligado a pegarle?
—No —responde, sincero—. Fue él quien se negó a pegarme a mí. Pese a que yo mismo se lo pedí a gritos para evitarle el castigo, mantuvo firme su negativa hasta que cayó al suelo destrozado a palos.
Hacemos por Manteca lo poco que podemos hacer: lavarle la cara, colocar su manta para tenderle, y hacerle sorber un poco de agua cuando medio empieza a volver en sí, y esperar con calma a que vaya reponiéndose. Valcárcel se sienta a su lado y le mira fijamente con un brillo de lágrimas en las pupilas.
—Acabaremos lo mismo que el pobre Mulsa —murmura con aire desolado—, y acaso cuanto antes mejor.
—¿Qué le pasó a Mulsa? —pregunta Ortega.
—Murió anteayer. Dicen que se ahorcó con su propio cinturón, colgándose de una tubería. Yo…
—¿No crees que fuera suicidio? —insiste Ortega, viéndole detenerse.
—No podría jurarlo, porque no presencié el suicidio. Pero dos días antes le habían pegado de tal manera que lo único raro es que viviese cuarenta y ocho horas más y aún tuviera fuerzas para matarse.
En cualquier caso, no tiene la menor duda de que Mulsa ha muerto, porque se lo han dicho incluso quienes vieron sacar su cadáver. La tragedia nos impresiona dolorosamente a todos. Es un nombre más que sumar a los de Recatero, Lebrero, Sandoval y Losa, que murieron antes que él y en parecidas circunstancias. Sin darme cuenta he debido expresar en voz alta mis pensamientos, por cuanto Valcárcel me interrumpe:
—¿Te refieres a Fidel Losa?
—Sí, ¿por qué?
—Porque Losa está vivo, desgraciadamente, y convertido en un miserable chivato.
—¡Tenía que ser así! —exclama Cabrejas—. Hay cosas que, de no hablar ese cerdo…
—¿Estás seguro de que continúa vivo? —pregunto, sin acabar de convencerme.
—Si no se ha muerto en estas horas, a mediodía estaba más vivo que tú y que yo.
Preciso es rendirse a la evidencia. Para disipar cualquier duda que pudiera cabernos, Valcárcel sigue hablando. Ignora dónde pudieron tener a Losa desde la noche que le sacaron de nuestro calabozo hasta después de trasladarnos a nosotros a la calle de Alcalá. Sólo sabe que en los cinco o seis últimos días ha estado en Almagro.
—Que yo sepa, le carearon dos veces con España y Prieto, a los que acusó de mala manera. Por cierto que, según Félix, tiene una memoria increíble, fotográfica, que conserva fielmente grabados los más mínimos detalles.
Personalmente no le había visto hasta aquel mediodía cuando le sacaron del calabozo para trasladarle aquí. Se lo encontró en el vestíbulo, moviéndose con cierta libertad y desembarazo. No era, claro está, que le dejasen salir a la calle o no le vigilasen a todas horas.
—Pero estaba sentado detrás de una mesa, escribiendo un montón de papeles. Y no creo que en ellos pueda decir nada que favorezca a ninguno de los que un día le tuvieron por compañero.
No acabo de comprender cómo un hombre puede experimentar en el curso de unas horas o unos días tan radical transformación. ¿Es posible que quien soporta estoicamente los mayores sufrimientos y parece dispuesto a dejarse matar en defensa de un ideal, se convierta de pronto en un despreciable delator? Me cuesta trabajo admitirlo, ni siquiera con el antecedente directo y cercano de Felipe Sandoval. Según Juan Ortega, el caso de este último podría tener explicación en su vida anterior, en su historia como delincuente vulgar.
—¿Acaso lo fue también Losa antes de ingresar en la organización?
—Losa no ingresó en la CNT hasta bien avanzada la guerra, y en ningún momento llegó a ser considerado como uno de sus militantes.
No era, sin embargo, un individuo reaccionario, conservador y fascistizante. Lejos de ello, era un liberal izquierdista, afiliado desde años antes a una de las agrupaciones republicanas más avanzadas. Aun teniendo amigos y conocidos en la CNT, no pertenecía a ella.
—Entre otras razones, porque no existía un sindicato de policías.
Fidel Losa es policía cuando empieza la guerra, y continúa siéndolo hasta su final. A diferencia de Lebrero, no parece que juegue con dos barajas ni que pretenda hacer méritos ante los posibles vencedores protegiendo sus actividades a medida que la suerte de la contienda se decanta en contra nuestra. Permanece en a su puesto hasta los últimos momentos; sale de Madrid cuando ya está perdida la ciudad, y llega hasta Alicante tan inútilmente como todos.
—Durante algún tiempo fue el hombre de confianza, el secretario o algo así de Benigno Mancebo. ¡Menuda sorpresa para él si llegara a enterarse de que se ha convertido en un chivato!
De Benigno Mancebo no he vuelto a saber nada desde la noche del 31 de marzo, en que escapó de los muelles donde estábamos cercados. Cabe la posibilidad de que lograse salir de Alicante, e incluso de España, también que se encuentre escondido aquí o allá. Pero lo más probable es que haya muerto. La mitad por lo menos de los que intentaron huir del puerto, del Campo de los Almendros o Albatera perdieron la vida en el intento, y muchos no fueron ni siquiera identificados. En este caso concreto debemos ponernos en lo peor, con la casi completa seguridad de acertar.
—No creo que Mancebo —respondo, sincero— pueda enterarse ya de nada.
—Quizá sea lo mejor para él. ¡Si llegasen a cogerlo vivo…!
Me lo imagino sin dificultad. Sobre no tener posibilidad alguna de salvación, su muerte iría precedida de espantosos sufrimientos. El interesado lo sabía mejor que nadie, y todavía recuerdo su desgarrada confesión de uno de los últimos días en los muelles alicantinos, cuando se desvanecía la ilusión de un barco que pudiera evacuamos.
—La revolución no se hace con agua de rosas —decía—. Tiene, como obligada compensación de su grandeza, una parte sucia y fea que alguien tiene que realizar. Para defenderla de sus mucho enemigos alguien tiene que mancharse las manos. En nuestro caso he tenido que manchármelas yo. Mi papel era menos heroico del que peleaba en las trincheras y menos brillante del que hablaba en las tribunas; pero tan necesario como el primero y más eficaz que el segundo. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Lo comprendí a finales de marzo y lo comprendo con mucho mayor motivo un centenar de días después. Por el bien de Benigno Mancebo espero y deseo que esté muerto, caso de que no haya podido alcanzar la frontera. De continuar vivo aquí, cabe la posibilidad de que un día u otro, un año u otro, den con su paradero. Y si le cogen no le quedará más remedio que lamentar amargamente haber llegado a nacer.
Una mañana, cerca ya del mediodía, la puerta del calabozo se abre con la acostumbrada violencia, y en el umbral aparece la figura sonriente del mismo policía que fue a buscarnos a Albatera. Llama a Navarro Ballesteros y a mí.
—¡Salid rápidos! No quiero que os perdáis un acontecimiento histórico.
Salimos de mala gana, recelosos y desconfiados. Es difícil que llamen a cualquiera de nosotros para algo agradable, y menos aún para presenciar un acontecimiento, sea el que fuere. Lo más probable es que se trate de una broma más o menos ingeniosa, que nos llamen para burlarse de nosotros y hayamos de volver al calabozo con alguna que otra magulladura. El individuo que ha ido a buscarnos se imagina lo que estamos pensando, y dice, sonriente:
—¡Tranquilos, rojillos, que no se trata de ningún interrogatorio! ¿Para qué demonios iba a preguntaros nada si ya están listas las declaraciones y sólo queda ponerlas en limpio para que las firméis?
Le miramos, incrédulos y desconcertados. ¿Cómo pueden saber lo que vamos a declarar para tenerlo ya escrito? Un momento estoy a punto de decirle que no firmaré sino aquello que de verdad diga y que se ajuste escrupulosamente a la realidad de los hechos; me contengo a tiempo tras cambiar un leve gesto con Navarro. Expresar con claridad nuestro pensamiento sólo puede tener en este momento consecuencias desagradables.
—¿No os habéis cansado de escribir que en Madrid se rompería los dientes el fascismo? ¡Pues ahora vais a comprobar que no disteis una en el clavo!
—¿Cómo?
—Con sólo asomaros al balcón. ¡A ese precisamente!
Es el que tenemos más cerca. Da la calle de Alcalá, junto a la avenida de Menéndez Pelayo y frente por frente a Príncipe de Vergara. Antes de llegar a asomarnos ya percibimos el ruido de la multitud y algunos gritos y canciones. Tres de los policías que están asomados se apartan un poco para que podamos avizorar un panorama tan inesperado como sorprendente.
—¿Qué os parece la vista?
La calle de Alcalá está llena de gentes alborozadas y vocingleras. No sólo se agolpan en las aceras, sino que se desbordan por parte de la calzada, dejando en medio un ancho pasillo. Debe tratarse de una procesión o desfile, y guardias y soldados cubren la carrera. Muchos llevan en la mano banderitas que agitan por encima de sus cabezas. Todos los balcones lucen colgaduras, generalmente con los colores rojo y gualda. Las farolas del alumbrado y los postes del tranvía aparecen engalanados con banderolas italianas y españolas entrelazadas.
—¡Ahí viene! ¡Ahí está ya!
La multitud mira hacia la parte alta de la calle y nosotros la imitamos. Son tres coches descubiertos que bajan por la calzada. No deben ser los que la multitud espera, porque al divisarlos cesan las voces y los empujones de quienes aguardan a pie firme.
—¿Quién viene? ¿Un desfile de tropas?
—Es el conde Ciano, yerno del Duce, ministro de Negocios Extranjeros de Italia, que viene a visitar lo que, según vuestros embustes, habría de ser la tumba del fascismo.
—Pero que lo va a ser, que lo es ya, de todos los rojos habidos y por haber. ¡Empezando por vosotros, naturalmente!
Aunque ya debía haber pasado, según oigo decir, todavía tarda más de un cuarto de hora en aparecer el coche en que viaja el conde Galeazzo Ciano de Cortellazo. Los quince minutos se los pasan algunos de los policías que nos acompañan y custodian en el balón, gastándonos bromas, insultándonos y propinándonos codazos y pisotones. No les prestamos la menor atención, absortos en la contemplación del cuadro que se ofrece a nuestros ojos. La gente que se agolpa en la calle, la profusión de banderas, los gritos y las canciones entonadas por centenares de voces constituyen un verdadero espectáculo.
—¡Ahí le tenéis! ¡Uno de los salvadores de Europa y de los que aplastarán sin tardar mucho a Rusia y a todos los rojos!
Ciano es un hombre joven, recio, fornido, vestido de uniforme, que viene de pie en un coche descubierto, sonriendo triunfante y feliz, correspondiendo con el saludo romano a las aclamaciones de la multitud. La muchedumbre le aplaude y vitorea con increíble entusiasmo, con auténtico frenesí. De no ser por los guardias y soldados que cubren la carrera, las gentes llegarían hasta él para abrazarle, tal vez llevarle en hombros impulsados por la admiración y la gratitud. Un momento pienso que, igual que sucedió hace ciento veinticinco años con Fernando VII en estos mismos parajes; la gente será capaz de alzar en vilo el carruaje y pasear de esta guisa por toda la ciudad a su ilustre visitante.
Cuando la comitiva pasa por delante, el entusiasmo se desborda. Tremolan las banderas, gritan los hombres, chillan las mujeres y todos se parten las manos aplaudiendo. Incluso los policías que nos acompañan enronquecen vitoreando a Ciano, al Duce, a Italia y al fascismo.
Sobre el coche en marcha caen ramos de flores arroja das desde los balcones. Al alejarse la comitiva se forma una impresionante manifestación que desciende hacia la Puerta de Alcalá entonando a pleno pulmón himnos españoles e italianos, alternando con los gritos de rigor y los vivas estruendosos.
—Con que Madrid era la tumba del fascismo, ¿eh? ¡Pues desde la Cibeles hasta el último gato, todo Cristo es fascista!
Los policías rebosan de alegría, satisfacción y optimismo ante el espectáculo que acabamos de presenciar, que constituye para ellos demostración irrefutable de los sentimientos del pueblo madrileño. Cuando de nuevo nos llevan al calabozo, el mismo que nos sacó explica, sonriente, los motivos de su acción.
—No quería que murieseis engañados, creyendo que la gente admiraba y compartía las ideas que predicasteis. Prefiero que muráis con la amargura del completo fracaso.
—¿En qué?
—En todo y por todo. Como habéis comprobado, nosotros no sólo hemos vencido, sino que además hemos convencido. Incluso para vuestros antiguos secuaces no sois más que un estorbo, y nadie derramará una sola lágrima al enterarse de vuestro fusilamiento.
De regreso en el calabozo, varios preguntan, y contamos la verdad pura y simple de lo contemplado. En todos produce visible efecto nuestra referencia tanto a la magnitud como a las palabras triunfales con que lo comentó el policía que nos trajo de nuevo al encierro. Discutimos un rato acerca de la verdadera importancia de la manifestación formada para ovacionar a Ciano y a su posible espontaneidad. Sinceramente, señalo que he presenciado otras varias mucho más nutridas y entusiastas aún, destacando entre ellas la del recibimiento tributado en Barcelona a Companys y demás miembros de la Generalidad cuando en febrero de 1936 regresaron a Cataluña recién salidos del penal de Cartagena.
—En cualquier caso —añado, tratando de levantar un poco el ánimo deprimido de quienes me escuchan—, las multitudes son tornadizas, y que cincuenta, cien o doscientas mil personas aclamen a un individuo no significa que al día siguiente no hagan lo mismo con su contrario.
En apoyo de mis palabras, refiero la conocida anécdota de la triunfal entrada de Cromwell en Londres, luego de haber aplastado a las tropas de Carlos I. El alcalde de la ciudad, que acompaña en un coche descubierto al protector en su paseo por las calles londinenses, expresa su esperanza de que Cromwell esté satisfecho de lo multitudinario del recibimiento que le tributa.
—No tiene gran importancia —responde el interesado—, porque si mañana me ahorcaran vendría todavía más gente a presenciar la ejecución.
—Lo malo —comenta Rodríguez Vega— es que a Ciano no le ahorcarán, como no ahorcaron a Cromwell, sino que los fusilados seremos nosotros.
(En los años de cárcel tengo ocasiones sobradas de recordar nuestra charla en un calabozo de la calle de Alcalá. Porque si muchos de los que allí estaban el 10 de julio de 1939 acabaron ante el paredón, el triunfador Ciano corrió la misma suerte. Todavía seguíamos en presidio los pocos supervivientes cuando el yerno de Mussolini, detenido por orden de su suegro, era pasado por las armas en unión de otros jerarcas fascistas en la ciudad italiana de Verona).
* * *
—No cabe la menor duda. Tienes tanta sarna como yo.
Hace ya días que la sarna ha venido a sumar su incomodidad, molestias, picazón y suciedad a las que nos proporcionan chinches y piojos. Durante veinticuatro horas he tratado de engañarme a mí mismo respecto al significado de unos picores más intensos y unas vejiguitas en las piernas, el pubis y la base de los dedos. Cuando esta mañana he ido al lavabo me he restregado con un estropajo las partes afectadas sin conseguir otra cosa que aumentar las molestias. Cuando le muestro mis manos a Continente, que ha sido uno de los primeros afectados en el calabozo, su impresión confirma los peores temores.
—Lo único raro es que no la tengamos todos ya hasta en el pelo.
Por motivos y razones que no alcanzamos a comprender, quedan aún seis o siete libres del contagio. Son precisamente los que más piojos tienen. ¿Será cierto, como decía burlonamente uno de los médicos presos en Albatera, que los «mierdobios» se comen a los microbios? Lo dudo, pero el hecho cierto es que los más favorecidos por pedículos en su triple variedad —capiti, pubis y vestimenta— disfrutan de una evidente inmunidad frente a las acometidas de los ácaros.
Desgraciadamente, en mi cuerpo parecen convivir amistosamente unos y otros bichitos, sin que ninguno de ellos además se declare incompatible con los centenares de chinches que aprovechan el menor rato de descanso para chuparme parte de la poca sangre que debe quedarme. Frente a los parásitos que llevan meses enteros atormentándonos, la sarna presenta un doble inconveniente: que pica y escuece más, obligando a rascarse con tanta fuerza que uno mismo se produce dolorosos arañazos y que no puede disfrutar de la satisfacción de aplastar entre sus uñas a los causantes de la molestia. Los ácaros se ocultan debajo de la piel, produciendo en ella surcos y vejigas, pero son prácticamente invisibles. Cabe imaginarse que de ésta o aquélla forma hemos conseguido matar a un puñado de ellos, pero siempre nos queda la duda, porque falta la comprobación directa y visual.
Acaso el daño de la sarna sea moral más que físico. Quienes la padecen tienen la seguridad de estar sucios, manchados; de haberse convertido en verdaderos intocables, como si padecieran una forma benigna de lepra. Me figuro que los leprosos, especialmente en los tiempos que su mal era considerado como un castigo de la divinidad, debían considerarse, como nosotros en el calabozo de Alcalá, inferiores, degradados, marginados por completo de la sociedad. Con la agravante de saber que su mal se va extendiendo hora tras hora y sin posibilidad humana de hacer nada por atajarlo.
De sobra sabemos, sin embargo, que la sarna se cura con relativa facilidad en circunstancias normales. Basta y sobra con una cuidadosa higiene y con aplicaciones de determinadas pomadas curativas. Por desgracia, los detenidos aquí nos lavamos —cuando nos lo permiten— poco y mal; no hay manera de, desinfectar las ropas, y las pomadas están fuera de nuestro alcance. Llevamos cuatro semanas interminables de rigurosa incomunicación, sin poder hablar ni comunicamos por escrito con nuestros familiares. Una y otra vez solicitamos de guardias y policías que nos proporcionen los medicamentos precisos para curar la infección; que, como mínimo, digan a nuestros familiares lo que nos pasa, cuando cada tres o cuatro días vengan a traernos algo de comida. Dicen que lo harán para que nos callemos, pero no llega a nuestras manos medicina de ninguna clase.
—¡Rascaros fuerte, cabrones! —vocifera un policía al que se lo hacemos notar con los mejores modales del mundo—. ¡A ver si a fuerza de rascaros perdéis toda la mala sangre que lleváis dentro!
* * *
El aislamiento y la incomunicación en que vivimos producen los más extraños efectos. A fuerza de permanecer días y días hundidos en un calabozo, padeciendo incomodidades y torturas, oyendo quejarse a los magullados y esperando en cada momento recibir algún golpe, uno llega inconscientemente a figurarse que todo el mundo se encuentra en situación parecida. Quizá lo imaginamos en reacción puramente defensiva por lo que pueda tener de consuelo que el resto de la gente padezca lo mismo que nosotros. En cualquier caso, sorprende, desconcierta e incluso indigna comprobar que la vida sigue con cierta normalidad, que hay gentes que ríen y disfrutan mientras tantos millares de hombres sufren, sin que las tragedias ajenas alteren en lo más mínimo el ritmo de su existencia.
—¿Cómo es posible que todavía haya gentes con ganas de divertirse?
La pregunta refleja la estupefacción de Cayetano Continente una noche, dramática en el calabozo, al escuchar el alboroto y bullicio que sube del café Pelayo, situado bajo nuestros pies, pero tan distante de nosotros como si estuviera en distinto planeta. Su asombro puede parecer ingenuo y pueril a quienes se encuentren en situación distinta a la que estamos viviendo. Pero la indiferencia ajena, la vida ordinaria, las canciones y las risas suenan en nuestros oídos como una ofensa personal, como una burla sangrienta del angustioso drama en que estamos inmersos.
No hablamos con nadie de fuera, no recibimos cartas ni periódicos. Alguna vez, envolviendo el paquete con la comida que traen a cualquiera, viene un trozo o una hoja entera de un diario. Aunque generalmente es atrasado, leemos cuidadosamente incluso los anuncios, procurando hacemos una idea de cómo se desenvuelve la vida en la calle, qué sucede en España y en el resto del mundo. Nuestra información es fragmentaria, parcial, con terribles lagunas.
—Es un fenómeno fetén. Hacía un siglo que nadie toreaba con el salero y la gracia de Pepe Luis.
Se lo oigo decir a uno de los guardias hablando entusiasmado de la corrida de la víspera en Madrid con el que me acompaña hasta el retrete y aguarda con la puerta abierta y sin perderme de vista a que me moje las manos y la cara. Es la primera, noticia que tengo de que, tras el paréntesis de la guerra, se ha reanudado la llamada fiesta nacional. En la misma corrida me parece entender que una res ha matado a uno de los toreros; pero ninguno de los que hablan concede a su muerte la menor importancia.
Otras veces son los guardias o los policías que, hablando entre sí en forma que podamos oírles o dirigiéndose a nosotros, presumen de lo bien que lo pasaron la noche anterior o piensan pasarlo la próxima en las verbenas, los bailes y los múltiples centros de diversión que funcionan en Madrid. Todos, sin excepción, alardean de su éxito con las mujeres, y su jactancia reviste en ocasiones intenciones claramente ofensivas.
—Las gachís se me dan como hongos —oímos comentar a uno en voz alta en la puerta del calabozo—. Apenas hablo dos palabras con una, ya la tengo en los brazos.
—¡Natural! Como los rojos eran maricones, cuando se encuentran con hombres de verdad como nosotros…
En algunas ocasiones las familias, preocupadas por la prolongada incomunicación contra la que de nada valen gestiones, súplicas o amistades, tratan de animamos o sostener nuestra moral por el procedimiento que sea. Otras, —mucho menores en número, porque los detenidos sabemos de su dificultad y de las dolorosas consecuencias que pueden acarrearnos— trata cualquiera de nosotros de transmitirlas un aviso o un recado urgente. Generalmente intentamos decirles lo que nos interesa utilizando a los mismos guardias que nos traen los paquetes con la ropa o la comida y que les devuelven la ropa sucia. Pero aunque elegimos cuidadosamente las palabras para que bajo su aparente inocuidad nuestros deudos comprendan lo que intentamos comunicarles, no tenemos nunca la menor seguridad de que los guardias las repitan, y menos aún que a quienes van destinadas alcancen a descifrar su exacto significado. Más rápido, pero también más arriesgado, son palabras escritas en un papelito bien disimulado en las costuras de las camisas o en los pantalones. Pero casi todas las notas son interceptadas en el camino y más de uno tiene que sentir haberlas escrito. Una de ellas cuesta un grave disgusto a Puerta. Un día de mediados de julio se abre la puerta del calabozo y entra con gesto iracundo un policía, cuyo nombre ignoramos, pero al que por su cara redonda de muñeca llamamos «Pepona» entre nosotros.
—¿Quién es Germán?
—Yo.
—¡Toma, cabrón, para que digas que soy una hiena!
Mas que acompañar, el violento puñetazo precede a las palabras. Alcanzado de lleno en la mandíbula, Puerta es alzado materialmente en vilo para rodar por el suelo una décima de segundo después hundido en una ligera inconsciencia.
—¡Levántate rápido, o te pateo la cabeza…!
Con visible dificultad consigue incorporarse Germán, cuyo gesto refleja estupefacción por lo inesperado de la agresión. «La Pepona» sigue vociferando amenazador.
—¿Quién es la puta desorejada que te manda esta nota?
Exhibe ante las narices de Puerta un pedacito de papel en el que hay escritas unas palabras. Germán mira sorprendido el papel, y un poco confusamente, pero con acento de profunda sinceridad, afirma que no ha recibido ninguna nota ni tiene la más remota idea de quién se la pueda mandar.
—¿Vas a negar que venía en tu paquete?
—¡Pero si no he recibido ningún paquete…!
Es verdad, como varios nos apresuramos a corroborar, desafiando las iras del agente, que parece fuera de sí. Por no tener familia en Madrid, Puerta es de los pocos del calabozo que no ha recibido un solo paquete ni en la calle de Almagro ni en la de Alcalá.
—¿No, eh? ¡Ven conmigo, hijo de puta! ¡Vas a comerte el paquete con la nota y las muelas…!
Se lo llevan a empujones y patadas, y tarda bastante en regresar. Cuando vuelve lo hace por su pie, pero mostrando en el rostro huellas inequívocas del trato recibido. Al principio no quiere hablar, y lo comprendemos, porque Amor Buitrago se encuentra presente. Más tarde, cuando el chivato se va, cuenta lo sucedido.
—No sé quién me mandó un paquete con algo de comida, pero tuvo la mala ocurrencia de esconder una nota en un panecillo, sacando previamente parte de la miga. Descubrieron la nota, y las consecuencias…
Habíamos presenciado la primera de ellas con el puñetazo que le tiró por tierra y le había costado unos dientes. Las siguientes fueron de tipo parecido.
—Y lo peor del caso es que la nota era perfectamente estúpida.
Se limitaba a decir que no estaríamos mucho tiempo presos, porque las cosas tenían que cambiar, y que ya sabían que entre los policías había uno con cara de muñeca de cartón que era una verdadera hiena. Por fortuna, ni la nota estaba firmada, ni los guardias sabían quién había traído el paquete.
—Esa fue mi salvación, porque pude jurar que no sabía quién lo mandaba, ya que no tenía familiares en Madrid ni amigos íntimos que se preocupasen por mí, y que bien pudiera ser una faena de cualquiera que quisiera perjudicarme.
No le creyeron sino a medias, pero bastó para que no se ensañaran con él. (Aunque como medida de precaución incluso hablando con nosotros niega conocer la procedencia del paquete, al cabo resultaría que procedía de una hermana suya que vivía fuera y que pasó unas horas en Madrid. En cualquier caso, el incidente prueba lo arriesgado del procedimiento de comunicación, peligro acentuado considerablemente a partir de aquella fecha).
* * *
—¡Nueve palizas, y no he firmado!
Lo dice al volver en sí con visible satisfacción y orgullo un hombre al que hace dos horas metieron sin sentido en nuestro calabozo. La cara me parece conocida, aunque no sepa concretamente quién es. Parece, sin embargo, que vino con nosotros desde Alicante, y Avelino Cabrejas es amigo suyo. También le conocen José García y Rodríguez Vega. Se trata de un militante socialista llamado González —aunque no estoy nada seguro de que sea éste su nombre efectivamente—, que durante el último año de la guerra perteneció al SIM. Le han traído esta misma mañana a Alcalá, pero antes ha estado en Almagro y en otro centro policíaco de la calle de Jorge Juan.
—Están empeñados en que firme una declaración que tenían escrita antes de preguntarme nada. Yo les dije que no la firmaría aunque me matasen a palos, y cumpliré mi palabra.
Es un hombre joven, fuerte y decidido. Aunque la barba crecida y los sufrimientos pasados le han envejecido considerablemente, no debe pasar de los treinta y cinco años. Están empeñados en que firme una confesión en la que se declara autor de una serie de muertes.
—No es cierto, desde luego —sostiene—; pero aunque lo fuese, no les daría la satisfacción de firmar lo que ellos quieren.
Tiene una voluntad de hierro y una resistencia increíble. No se hace ilusión alguna respecto al final.
—Me mataran de todas formas. Pero, aunque sería preferible que le fusilaran a uno, yo he dicho una cosa y no habrá quien me saque de ella.
Su actitud ofrece el más rudo contraste con la de José García. Mientras éste —probablemente como consecuencia de los palos sufridos en 1934, que han alterado profundamente su equilibrio nervioso y psíquico— se pasa el día y la noche lloroso y gimoteante, González se muestra entero y de buen humor en las horas que transcurren entre una paliza y la siguiente.
—Por lo menos, que vean esos perros que no pueden doblegarme.
A las nueve palizas soportadas cuando entra en el calabozo, se suma otra catorce horas después. Recobra el conocimiento ya en la madrugada del día siguiente. Su primer comentario, cuando logra sentarse en el suelo, es una afirmación parecida a la de la tarde anterior.
—¡Diez palizas, y continúo sin firmar!
Es un caso sorprendente de estoicismo y entereza. Hablando con él, algunos llegan a insinuarle que nada perdería con firmar. ¿Que le fusilarían si firma lo que pretenden los policías? Es probable; pero si no lo firma acabarán con él, porque por grande que sea la suya, toda resistencia humana tiene un límite. Rechaza decidido la sugerencia.
—¡Ni pensarlo! ¡Aguantar hasta el final es para mí una cuestión de honor!
Lentamente van cambiando los ocupantes del calabozo. A Manteca y Valcárcel se los han llevado, creemos que a la cárcel. Paulet no tarda veinticuatro horas en seguirles. Una tarde le llaman a declarar y cuando vuelve parece más animoso y optimista que de costumbre. No quiere decir lo que ha pasado, pero más tarde, hablando aparte conmigo, indica:
—Antonio, que ocupa un alto cargo, ha venido a verme y hará todo lo posible por salvarme.
Antonio es un individuo que pasó toda la guerra en Madrid, del que algunos sospechaban que pertenecía a la Quinta Columna y en cuya defensa intervino Paulet. Ahora parece que, efectivamente, formaba parte de las organizaciones clandestinas de Falange, y se dispone a pagar la deuda contraída con quien le protegió.
—Dicen que mañana podré firmar la declaración sin que me peguen y marcharé a la cárcel. Luego intervendrá Antonio para que no me pase nada.
Otro que abandona estos días el calabozo es Antonio Molina, comandante de división. Sale con rumbo a una cárcel, pero no va a ninguna de las madrileñas, sino hacia la de Huelva. Le envían allí, en compañía del también comandante Guerrero, por si a más de los cargos militares pueden cargar sobre sus hombros alguna otra responsabilidad.
—¡Salud y suerte, porque no creo que volvamos a vernos!
Germán Puerta y Cayetano Continente desfilan a continuación. Ignoro qué declaraciones han tenido que firmar, y posiblemente lo ignoren ellos mismos. El primero parece tener la impresión de que únicamente le acusan de haber sido secretario del comité regional de la FAI y diputado provincial. El segundo —parco siempre en palabras, duro y estoico— no confía mucho en que no le lleven a su pueblo. De cualquier forma, ninguno de los dos puede mostrarse optimista respecto a su inmediato futuro.
El traslado de estos siete, que llevan más de un mes compartiendo nuestros calabozos en Almagro y Alcalá, no mejora mucho la suerte de los restantes. De un lado, porque además de González meten con nosotros tres individuos más a los que no tratan precisamente con guantes de terciopelo. De otro, porque en la segunda decena de julio extreman la violencia contra varios. Al hundimiento psíquico del pobre José García viene a sumarse pronto el físico. Parece que hay a quien le hacen mucha gracia sus protestas de inocencia y el constante repetir de lo generosamente que se portó con unos policías presos en la Modelo madrileña en agosto de 1936. Clama por sus amigos, pero sus amigos no aparecen cuando más los necesita. Burlonamente puede decir Ariño cuando le oye lamentarse de su ausencia.
—Con amigos como esos, no necesitas ningún enemigo para que te maten a palos.
Tampoco lo pasan nada bien el propio Ariño ni Avelino Cabrejas. Si uno y otro han padecido en diferentes ocasiones prolongados interrogatorios, ahora los sufren con mayor abundancia e intensidad. Raro es el día que no se llevan a uno y a otro, y cuando los traen horas más tarde resultan difíciles de reconocer. Ambos coinciden en echar buena parte de lo que les sucede a Fidel Losa:
—¡Qué pena que no le matasen cuando tú creías!
Ya no cabe posible duda de que continúa vivo. No sólo por lo que Valcárcel nos dijo, sino porque en tres ocasiones distintas le traen a la calle de Alcalá para carearle con ellos y con Victoriano Buitrago. Todos sienten por él —con sobrado motivo— repulsa y asco.
—Es un tipo retorcido y morboso que disfruta haciendo daño.
—¿Pero es cierto lo que dice? —pregunto a Cabrejas.
—Unas veces sí y otras no. Pero cuando miente, lo hace con tanto aplomo, que consigue que le crean más que cuando dice la verdad.
Parece que el caso de Losa es totalmente distinto al de Sandoval. Mientras éste se limitaba a confirmar lo que decían los policías, movido únicamente por el temor a que siguieran pegándole, Fidel es un sádico que, una vez vencida su resistencia inicial, encuentra en su nuevo papel de confidente un placer extraordinario.
—¿Conseguir que se tire por la ventana como el otro? ¡Ni pensarlo…! Losa se reiría de quien se lo dijese, y le denunciaría en el acto.
Increíblemente sucios, con la barba crecida y asados de calor; molestos por piojos y chinches, cuyo número se multiplica incesantemente; desazonados por la sarna, que lentamente va invadiendo nuestros cuerpos; oyendo a todas horas lamentos y quejidos; con el constante lloriqueo de García —que está muy cerca de la locura, si no ha caído de lleno en ella—, la estancia en el calabozo se hace cada día más insoportable, y llevamos así cerca de cuarenta, en un completo aislamiento. Es difícil comprender cómo no saltan nuestros nervios. Incluso la pequeña distracción del ajedrez ha desaparecido, porque a uno de los guardias se le ocurrió romper el pliego en que estaba dibujado el tablero y tirar todas las fichas.
—Otro mes así y todos acabaremos locos de remate.
Dormimos poco y mal, porque los interrogatorios suelen efectuarse de noche, y cada vez que la puerta se abre todos nos sentamos sobresaltados en el suelo y temiendo cada uno que vengan a buscarle. Aunque se lleven a otro, ninguno puede estar seguro de que dentro de diez minutos, una hora o cuando sea vuelvan por él. Es una espada constantemente suspendida sobre nuestras cabezas.
—¡Once palizas, y sigo sin firmar…!
Vuelvo a dormirme una noche cuando González recobra el conocimiento luego de su undécima pateadura. Tengo la impresión de que apenas han transcurrido cinco minutos desde que cerré los ojos, y me siento sobresaltado al oír abrirse de nuevo la puerta. En esta ocasión no se han llevado a nadie, sino que han traído a un hombre de mediana estatura que de pie en el centro del calabozo nos contempla con gesto serio y pensativo.
Me cuesta trabajo reconocerlo, no sólo porque no esperaba volver a verle, sino porque un gran bigote contribuye a modificar su rostro. Pero al cabo de dos minutos de mirarle en silencio no puede caberme la menor duda.
—¡Tú aquí…! ¿Dónde han podido echarte mano?
Se trata de Benigno Mancebo, miembro del comité regional de la CNT hasta el final de la guerra, huido del puerto de Alicante en la noche del 31 de marzo. Le suponía muerto durante su fuga o, con un poco de suerte, refugiado en el extranjero.
—¿Cómo has dejado que te cojan vivo? —inquiere Ortega.
Una sonrisa triste entreabre los labios de Mancebo. Tras sentarse en el suelo entre Ortega y Avelino, va respondiendo a nuestras preguntas. Cuando salió del puerto, los centinelas dispararon contra él, pero logró escabullirse entre las sombras de la noche. Quiso marchar hacia la frontera, pero la más cercana estaba a varios cientos de kilómetros, y no encontró medio de llegar hasta allá. También intentó hacerse con una motora o una lancha, pero no parecía haber quedado ninguna en toda aquella parte del litoral. Todo lo que pudo lograr fue un refugio bastante seguro en las cercanías de Alicante. Allí modificó su aspecto dejándose crecer un poblado bigote. Incluso se aventuró en distintas ocasiones a andar por la calle, sin que nadie le reconociera.
—Pero ayer tarde, cuando estaba más tranquilo, cuatro individuos me rodearon de pronto y tenía otras tantas pistolas en el pecho y la espalda antes de que pudiese hacer el menor movimiento.
No pudo resistirse, pero negó ser el Mancebo que los policías aseguraban que era. Aunque mintió con serenidad y aplomo, exhibiendo una documentación a otro nombre, no consiguió equivocar a los agentes. No sólo los que le detuvieron conocían su nombre y antecedentes, sino su aspecto actual y el lugar en que se escondía.
—No acabo de comprenderlo, porque nadie sabía dónde me había refugiado.
—¿Absolutamente nadie? —pregunto.
—¿Por qué? —inquiere, a su vez, sorprendido.
—Porque si lo sabía Fidel Losa era lógico que lo supiera la Policía.
Aunque en un principio se niega a creer que Losa pueda haberse convertido en un confidente, al final tiene que rendirse a la amarga verdad. Lo que dicen Victoriano Buitrago, Avelino Cabrejas y Antonio Ariño, que han sido careados con Fidel, no deja lugar a la más remota duda. Para Mancebo, que ha confiado en él, constituye un duro golpe. Lo encaja con serenidad. Desde que le detuvieron sabe que no tiene salvación posible. Pase lo que pase y ocurra lo que ocurra, le fusilarán.
—Pero si es cierto lo de Losa, yo os aseguro que le fusilarán conmigo.
* * *
En la última decena de julio la pesadilla que vivimos desde hace mes y medio adquiere sus más dramáticos perfiles. Quizá lo que sucede en el calabozo de Alcalá no supere en angustia a lo que ocurre, tanto aquí como en Almagro, en las semanas precedentes; pero nuestra resistencia está mucho más quebrantada, y quizá por ello se nos antoja más difícil de soportar. Jornada tras jornada se repiten una y otra vez las monótonas historias de las llamadas, los interrogatorios, la traída en brazos o a rastras —generalmente a rastras— de los que se niegan a hablar o firmar y el efecto que en el ánimo de todos producen. Junto a esto, ligado con todo esto, el calor, los piojos, la suciedad, la sarna e incluso el hambre, porque la economía de nuestros deudos debe estar muy débil, y el número, tamaño y contenido de los paquetes sufre drásticas reducciones.
—¡Catorce palizas, y continúo sin firmar…!
Son las primeras palabras que el socialista agente del SIM pronuncia al volver en sí, luego de cada interrogatorio. Cada vez está más débil y tarda más tiempo en recuperarse. Ahora apenas puede ponerse en pie en ningún momento, y debe sufrir constantes dolores, que soporta con asombroso estoicismo.
—Acabarán matándole, y pronto, porque ya no podrá resistir mucho más —dice, angustiado, Rodríguez Vega.
Todos tememos por su vida, sin que podamos hacer nada por ayudarle. También tememos por las de otros en estos días calurosos y estas noche sofocantes en que la atmósfera del calabozo se torna más sombría que nunca. Mancebo, Ariño, Cabrejas y Buitrago padre son tratados en forma parecida a la de González. Juan Ortega sufre asimismo dos largos interrogatorios en estas jornadas, y a José García se lo llevan para la cárcel, sin saber lo que ha firmado y totalmente desequilibrado. Aunque lleva muchos días suplicando a voces la presencia de sus amigos, no ha conseguido ver a ninguno de ellos.
—Vosotros, tranquilos —dice un día uno de los policías, dirigiéndose a Rodríguez Vega, Navarro Ballesteros y a mí—. Sabemos de vosotros todo lo necesario, y nada tendremos que preguntaros. Con firmar asunto concluido.
¿Podremos leer las declaraciones que se nos atribuyan? El policía se encoge de hombros. No está muy seguro, pero considera que sería una pérdida lastimosa de tiempo.
—Firmaríais de todas las maneras, y lo único que sacaríais es algún hueso roto.
No cree que podamos aguantar ni la tercera parte de las palizas de otros, mucho más duros y corpulentos. Todos acaban siempre por firmar.
—¿Lo dudáis? Pues hasta ése —y señala a González, inconsciente en ese momento— firmará muy pronto.
En los dos últimos días de julio se confirma su pronóstico. Con voluntad de hierro y entereza sobrehumana, González ha soportado dieciséis palizas. Nadie se explica cómo sigue vivo, porque está materialmente deshecho.
Pero él mantiene su negativa, y al volver dice siempre lo mismo:
—¡Dieciséis palizas, y sigo sin firmar…!
Pero la diecisiete es más fuerte y decisiva que todas y las precedentes. Cuando le traen al calabozo está materialmente agonizando. Tarda cinco horas en volver en sí, y sólo recobra el conocimiento unos instantes para decir con gesto desolado, como avergonzado de haber sido vencido tras su increíble resistencia.
—¡Al final tuve que firmar…!
No dice más. Durante toda la noche se queja sordamente. De madrugada queda en un dramático silencio. Navarro, que se inclina sobre él, dice, conmovido:
—Creo que ha muerto.
Se lo llevan dos horas más tarde. Aunque uno de los guardias nos dice después que sólo sufría un desmayo, todos sabemos que miente. El hombre que resistió dieciséis palizas muere a consecuencia de la que hace el número diecisiete. Es el quinto de nuestro grupo que fallece antes de llegar a la calle.
* * *
—Venga, Navarro, ha llegado tu turno.
La mañana que vienen en su busca ha concluido ya julio y comienza agosto. Vuelve a la media hora. No parece que en esta ocasión haya sido objeto de malos tratos. Ha firmado, desde luego, la declaración que le tenían preparada.
—¿Sin leerla?
—¡Qué más da! Si de todas formas van a matarme, prefiero que me fusilen a que me destrocen a palos.
Le doy la razón. Es la única posibilidad de opción que nos dejan. Tenemos que elegir entre una y otra forma de muerte.
Se lo llevan para la cárcel al poco rato. Vega y yo esperamos ser llamados a continuación. Pero esperamos inútilmente durante cuarenta y ocho horas. Al fin, en la mañana del 3 de agosto, vienen en mi busca. Un policía, al que he visto en repetidas ocasiones, me hace entrar en uno de los despachos. Sonriente, me anuncia:
—Tienes suerte, Guzmán. Vamos a mandarte a la cárcel hoy mismo.
—¿Sin preguntarme nada?
—No hace falta. Ya tenemos escrito lo que debes firmar.
Tuerzo el gesto y voy a decir algo. El policía se me adelanta. Al tener redactada mi declaración no pretenden perjudicarme en absoluto. Se trata simplemente de ganar tiempo. Han perdido demasiado con los que trajeron de Alicante, y de arriba les meten prisa. Además…
—Lo tuyo no tiene complicaciones. Con decir que fuiste redactor-jefe de La Tierra y director de Castilla Libre, tienes de sobra.
—¿Para qué?
—Probablemente para que te fusilen. ¡Ya ves si soy sincero! Pero con igual sinceridad te aseguro que contra ti no tenemos nada más. Hemos hecho algunas averiguaciones; parece que nadie te quiere mal, y no hablan sino de los periódicos. ¿Satisfecho?
—¿Puedo leerlo?
—¿Vas a dudar de mi palabra? —salta, irritado.
Respondo con cuidado, midiendo mis palabras. No dudo de lo que me dice, pero antes de firmar quiero saber lo que firmo. En definitiva, se trata de un asunto en que me juego la cabeza, y tengo derecho…
—¡Tú no tienes ningún derecho! —me interrumpe, violento—. Sólo decir eso basta para que no te deje leerlo.
¿Que puedo negarme a firmar? Sería la mayor de las torpezas. Llevo más de un mes allí para soñar despierto. Si se lo proponen pueden hacer firmar a cualquiera que mató a su propia madre. ¿Ignoro acaso lo que ha ocurrido con muchos que estaban en la misma situación que yo? Navarro tuvo la inteligencia suficiente para apresurarse a firmar, vencido por sus razonamientos.
—Decide tú, rápido. ¿Firmas ahora o prefieres firmar dentro de ocho días, luego de otras tantas palizas?
No habla por hablar, y lo sé. Tras una ligera vacilación, acabo firmando. En el peor de los casos prefiero, como Navarro, acabar de una manera rápida a que terminen conmigo a fuerza de golpes.
—Has hecho bien, ahorrándote unas cuantas descalabraduras. Y ahora, para tu tranquilidad, repito lo de antes: contra ti no hay más, aunque seguramente será suficiente, que lo de La Tierra y Castilla Libre.
—¿Qué inconveniente hay, entonces, en que lea lo que he firmado?
—Uno definitivo: que no me da la gana. ¿Está claro?
Es inútil insistir. Me resigno a la fuerza. Cuando de nuevo me lleva al calabozo el policía añade algo, posiblemente para tranquilizarme:
—Podrás leer tu declaración cuando vaya el juez a preguntarte a la cárcel. Comprobarás entonces que no hay en ella más que lo que te he dicho.
Tengo que darme prisa en recoger la manta, el plato y la cantimplora, porque dentro de un cuarto de hora irán en mi busca para llevarme a una prisión. Me despido rápidamente de quienes durante tantos días dramáticos han compartido mi encierro. Firmemente convencido de que no volveré a ver a la mayoría, deseo a todos un máximo de suerte y salud.
Un rato después me ven marchar con cierta envidia. Con la misma que yo vi salir a otros durante los interminables cuarenta y nueve días que he permanecido en estos calabozos. Lógicamente, debo sentirme animado, porque será muy difícil que pueda sufrir más que aquí en cualquier sitio donde vaya. Pero una dolorosa experiencia me ha enseñado a desconfiar, y cabe la posibilidad de que aún me queden por sufrir pruebas más duras. En cualquier caso, no está en mis manos evitarlas.
Cuando unos años después pienso en la suerte de cuantos estuvimos en Almagro y Alcalá, quedo dolorosamente impresionado. De los ciento un presos que procedentes de la plaza de toros de Alicante, del campo de concentración de Albatera y de la cárcel de Orihuela llegamos a Madrid en la madrugada del 16 de junio de 1936, setenta y uno fueron conducidos horas después a la prisión de Santa Engracia, mientras treinta quedábamos a disposición de la Policía.
De esos treinta, únicamente uno escapó bien por casualidad: José Rodríguez Vega, secretario nacional de la UGT, a quien unos meses después pusieron equivocadamente en libertad, tomándole sin duda por uno más entre los centenares de José Rodríguez que penaban en las diversas cárceles; unas horas más tarde, al advertir el error cometido, le buscaron por todas partes, pero ya había salido de España. Un par de años más permaneció preso Amor Buitrago, al que no le sirvió de mucho su cobardía ni el bautizarse en la cárcel, abandonando su antiguo nombre y tomando el de José Antonio, quizá en los mismos días en que su padre, Victoriano Buitrago, era fusilado.
El destino de todos los demás tiene tintes dramáticos. Cinco de ellos —Recatero, Sandoval, Lebrero, Mulsa y González— mueren violentamente antes de llegar a la cárcel. Otros cinco —Molina, Negro, Puerta, Leiva y yo— somos condenados a muerte, sufrimos meses enteros la tortura de aguardar todas las madrugadas la ejecución, y una vez indultados pasamos largos años en presidio. Los diecisiete restantes —dieciocho con Victoriano Buitrago— son fusilados.
Al comandante Guerrero le ejecutan en Huelva, adonde le trasladan. A Ricardo Zabalza le fusilan en Madrid en la mañana del 22 de febrero de 1940, en unión de un grupo numeroso de condenados, entre los que están los socialistas José Gómez Osorio, último gobernador civil republicano de Madrid, y Ángel Pedrero. A Manuel Navarro Ballesteros le sacan de Santa Rita en la madrugada del 1 de mayo en unión de Máximo Barbudo, y ejecutan a ambos junto a otros muchos. A Paulet no le sirve de nada el Antonio a quien protegió durante la guerra, por cuanto le sacan de Porlier y le fusilan en el verano de 1940, exactamente igual que a José García no le libran sus «amigos».
Una mañana de la primavera del mismo año son fusiladas en Madrid sesenta personas, entre las que están Benigno Mancebo, Avelino Cabrejas, Antonio Ariño y Fidel Losa. En distintos lugares y fechas perecen también en el paredón Cayetano Continente, Juan Ortega, Valcárcel y Manteca. A suegro y yerno les matan en la misma mañana, dándose un caso doloroso y sensible. Estando en capilla, Manteca rechaza violentamente los auxilios espirituales de un individuo, y éste, colérico e iracundo, le parte la cabeza con el crucifijo que lleva en la mano; con la cabeza abierta y sangrando conducen al condenado al lugar de la ejecución.
Si una mayoría muere en 1939 y 1940, con otros la ejecución se dilata años y años. Es lo que ocurre, concretamente, con Félix España y Antonio Prieto, fusilados el 18 de enero de 1945, casi seis años después de su detención, en unión de Mariano García Cascales, miembro de la Junta de Defensa de Madrid, el 7 de noviembre de 1936. Les matan en Carabanchel un día crudo de invierno en que cae una intensa nevada. Como ninguno de ellos ha querido confesar y comulgar estando en capilla, a sus familiares —que por la mañana pueden seguir el rastro dejado en la nieve por el camión que les conduce al cementerio— no les permiten ver siquiera los cadáveres, que son enterrados en una fosa común.