—Sí —repite Aurora Rodríguez ante nuestro gesto de incredulidad—; en sus últimas horas, Hilde me suplicó centenares de veces que la matase.

—¿Por qué? —pregunto con abierto escepticismo.

—Porque al final comprendió que yo tenía razón. No estaba a la altura de su misión, había defraudado mis esperanzas, se sentía débil y temió que, de seguir viviendo, se hundiría inevitablemente en el abismo que le anunciaba.

Habla con energía y su acostumbrado acento de rabiosa sinceridad. No obstante, resulta muy difícil creerla. No solo porque en el mes y medio transcurrido desde la tragedia no haya dicho una sola palabra de esto, sino porque cuanto ahora afirma está en abierta y radical oposición a todo lo declarado antes respecto a la actitud de su hija durante los días que preceden al sangriento final del drama.

En efecto, media un abismo entre la Hildegart que proclama a gritos su ansia de vivir; que se enfrenta con su madre a la que acusa de absorbente, dominadora y tiránica; que anuncia su voluntad de separarse definitivamente de ella para librarse de su influencia y mediatización, y la que —conforme pretende ahora Aurora Rodríguez— confiesa humildemente su fracaso, impotencia y debilidad y llega a suplicar que alguien ponga brusco término a una vida que le pesa de manera insufrible, pese a su extrema juventud.

Expreso con claridad mis dudas respecto a que Hildegart pudiera experimentar tan completa alteración en su postura en el espacio de pocas horas. Su madre reconoce que el hecho puede sorprender a todos, como empezó por sorprenderle a ella misma. Insiste, sin embargo, en su absoluta certidumbre.

—Fue un momento de crisis decisiva en su vida y la mía. Planteada ante nosotros la necesidad apremiante de tomar una determinación, Hilde optó por la muerte, plenamente consciente de lo que hacía.

—¿Cuándo fue eso?

—En la tarde del jueves ocho de junio. Doce horas antes de que mi hija dejara de existir.

Aurora Rodríguez se expresa con seguridad, sin dudas ni vacilaciones, al contarnos la escena. Reconoce y proclama que en la mañana de dicho día las dos mujeres vuelven a discutir con vehemencia irritada. Hildegart insiste en la separación. El día 11, el 12 lo más tarde, saldrá de Madrid con rumbo a Londres, rompiendo todos los lazos que la unen con la autora de sus días.

Salió por la tarde para ver a alguien; cuando regresa la encuentra cambiada.

Está preocupada, inquieta, un poco asustada. En un principio rehuye contestar a las preguntas que su madre le dirige. Por último tiene que reconocer con gesto de desconcertada perplejidad.

—Empiezo a temer que estés en lo cierto, mamá, y yo pueda caer en la tela de araña de una conjura, en la que esté complicado hasta Havelock Ellis.

No puedo evitar una sonrisa escéptica cuando Aurora Rodríguez repite lo que, según ella, son palabras textuales de su hija pocas horas antes de morir. Al advertirlo, mi interlocutora reacciona, molesta por mi incredulidad. Durante un rato reitera, ampliado, lo que días antes me dijo sobre las maniobras y tácticas del Intelligence Service británico para captarse en todas partes a los jóvenes con talento que en un futuro más o menos remoto podían influir en los destinos de sus pueblos respectivos y que en un momento dado servirían con fidelidad los intereses de Londres. Cita incluso los nombres de políticos de las más diversas ideologías y de figuras descollantes de la vida cultural española como ganados por la sutil diplomacia del viejo imperio, varios de los cuales en su opinión han presionado sobre Hildegart para que siguiera su misma ruta. Añade, naturalmente, que igual que en España sucede en todo el occidente europeo y de manera especialísima en América del Sur y en Asia.

No me convence, pese a sus argumentos, y sigo pensando que la pretendida maniobra del Intelligence Service no pasa de ser fruto de una imaginación calenturienta. (Continúo opinando lo mismo ahora, aunque muchos sorprendentes acontecimientos producidos en el mundo durante la guerra civil española primero, y en el curso de la segunda contienda mundial después, parecen plena demostración de sus afirmaciones de 1933). En cualquier caso, no he ido a la cárcel para discutir con Aurora Rodríguez sobre los métodos de los servicios secretos británicos y simulo que sus palabras han disipado mi escepticismo.

—Comprendí que había llegado el momento de realizar un esfuerzo supremo para salvar a Hilde —continúa su madre—, y no lo desaproveché.

Parece que la muchacha, pese a que duda ya de las intenciones de quienes pretenden separarla de la autora de sus días, persiste en su propósito anterior de marcharse a Londres. Tiene miedo, evidentemente, de ser víctima de una habilidosa maniobra, pero no se atreve a romper con todos para quedarse al lado de la madre.

—No puedo volverme atrás —murmura—. He dado mi palabra, y de faltar a ella tendrían perfecto derecho a llamarme no solo informal, sino cobarde.

—Cobarde serás —replica Aurora Rodríguez—, si por temor al qué dirán te traicionas a ti misma y les haces estúpidamente el juego.

—Eso no —protesta la joven—. Jamás traicionaré mis ideales para servir los intereses de nadie.

—¿No crees que has comenzado ya a traicionarlos?

Hildegart, dolorida, angustiada, no sabe qué contestar. Antes de que lo haga, la madre prosigue, intencionada y acusadora:

—Al prestar oído a quienes pretenden separarte de mí, al olvidar que por encima de todo, incluso de ti misma, tenías que realizar una gran misión en la vida, ya empezaste a traicionarlos. Te dejaste ganar por sus halagos, por unos elogios que estimulaban tu vanidad adormeciendo tu conciencia, y fuiste resbalando hacia el abismo. Incluso ahora, cuando ya entrevés dónde piensan conducirte, careces de fuerzas para reaccionar. ¡Estás perdida, definitivamente perdida!

Advierte con claridad el efecto que sus palabras producen en el ánimo conturbado de la hija, pero sigue hablando, machacando el hierro mientras se encuentra al rojo vivo:

—Van a prostituirte espiritualmente, que es la peor de las prostituciones. A defender inconscientemente una causa indigna, a trabajar en favor de quienes debías combatir, a servir de nuevo eslabón en la cadena que oprime a la mitad de la Humanidad. Serás, aunque te duela oírlo, una vulgar ramera que se vende por honores que satisfagan una vanidad pueril y rastrera; una hembra más entre las muchas qué cruzaron por la Historia cubiertas por todos los estigmas, odiadas por el pueblo, execradas por quienes pueden penetrar en la cloaca de su conciencia.

La muchacha calla sobrecogida por las frases violentas de la madre, que continúa lanzando sus anatemas como salivazos al rostro de Hildegart.

—Piensa bien lo que será tu vida. Por la satisfacción de mezquinas y despreciables ambiciones vas a convertirte en lo peor que pueda imaginarse. Aunque triunfes de momento, pese a que puedas, transitoria y fugazmente, pisar las cumbres soñadas, acabarás hundida en el lodo, despreciada por cuantos te conozcan a fondo y, lo que es peor, despreciada por ti misma. ¿Es eso todo lo que ambicionas? ¿Lo que se contenta con hacer una mujer como tú, llamada a realizar una obra gigantesca? Piénsalo bien, porque ese camino que inicias solo puede conducirte a la última de las degradaciones, a la más vergonzosa de las deshonras…

Aurora Rodríguez conoce perfectamente a su hija. Con solo mirarla puede saber lo que siente y piensa en un instante determinado. Tiene plena conciencia de que cada una de sus palabras es un trallazo que cruza el rostro de Hildegart, que levanta túrdigas en su espíritu, ya que no en su piel. Advierte que la muchacha traba en su interior la más difícil de las batallas; que lucha desesperadamente entre la influencia materna y la ambición de ser protagonista de una obra excepcional, mesiánica, y el anhelo de libertad, de independencia, de vivir su propia vida con la alegre naturalidad de cualquier persona de su edad.

Durante su ausencia de unas horas de la casa, ha habido algo —una conversación, una carta, alguna conferencia telefónica, quizá— que ha sido para Hildegart una confirmación de los temores de su madre. Es una oportunidad única para que Aurora Rodríguez logre sobreponerse en el ánimo de la joven a quienes pretenden apartarla de su lado. Para conseguir lo habla rápida, insistente, repitiendo una y otra vez los mismos argumentos, pero expresados cada vez con mayor virulencia. Conoce las razones que más pueden impresionar a su hija, las palabras que le hacen mayor daño y las utiliza sin vacilaciones. Se trata de reconquistar a Hilde, de imponerse de nuevo en su espíritu para forzarla aún a realizar la obra soñada, y todo le parece lícito.

Al final, cuando lleva largo rato hablando, cuando sobre la ciudad va cayendo la noche y una suave penumbra que difumina las figuras angustiadas de la madre y la hija, se produce la reacción esperada. Unas lágrimas empañan las pupilas de Hildegart y resbalan lentamente por sus mejillas. Es la primera vez que llora y Aurora tiene la seguridad de su triunfo. Pero con buida inquietud no tarda en descubrir que su victoria llega demasiado tarde, que no existe posibilidad de reconquistar el terreno perdido, de alcanzar todos los objetivos acariciados a lo largo de muchos años.

—Me siento débil, cansada, impotente —exclama la muchacha retorciéndose las manos en gesto desesperado—. No tengo fuerzas para luchar y menos aún para vencer.

Siempre según su madre, que es quien lo cuenta, Hildegart afirma comprender la inmensa distancia entre la obra proyectada y lo que ahora cree posible lograr. Presiente un desastre final y tiene junto a la amargura del vencimiento el remordimiento de la deslealtad hacia la autora de sus días. Quisiera poder elevarse como antaño, poder consagrarse por entero a la obra gigante de que Aurora Rodríguez habla a todas horas, pero le pesa demasiado el lastre que unos y otros han echado sobre sus alas.

—He comprendido demasiado tarde a dónde pretenden empujarme los que me alejan de ti —continúa—. Sin embargo, no sé si podré resistir. Ahora, junto a ti, envuelta en las primeras sombras de la noche, comprendo cuál es mi deber y cuál debe ser mi camino. Pero no sé si mañana, cuando el sol luzca de nuevo, cuando toda la primavera me estalle en las venas, no cambiaré de manera de pensar. Acaso entonces sea más fuerte la tentación, porque de día me siento débil, cada vez más débil. ¡No sé qué hacer ni qué pensar…!

Una pausa prolongada, un silencio interrumpido solo por los sollozos. Y luego, como una súplica desesperada, Hildegart habla con la firme energía de quien eligió al fin su camino:

—¡Libérame, madre…! ¡Libérame tú…!

—¿Yo, cómo?

—De sobra lo sabes —replica Hildegart, abrazándose llorosa a su madre. Esta situación no puede prolongarse y es preciso terminar de una vez. Tú, que echaste sobre mí una pesada carga, tienes que librarme ahora de ella. He pensado en matarme yo misma, pero me faltan las fuerzas y el valor. Tú, en cambio, que tuviste ánimos para intentar crear una obra perfecta, debes tenerlos hoy también para destruirla.

—¿Quieres que yo te destruya? —pregunta Aurora, estremeciéndose de pies a cabeza.

—Sí; debes ser tú, tienes que ser tú quien lo haga —insiste la hija, apartándose unos pasos y mirándola con gesto en que se mezclan el desafío y la imploración—. Tú que me creaste para que diera exacto cumplimiento a tus grandes ambiciones, debes castigar las debilidades y cobardías que me han hecho fracasar; que han hundido definitivamente lo que constituía única razón de existir. ¡Y el castigo solo puede ser uno!

La madre se apresura a negar, aunque quizá no pone en sus palabras demasiada convicción. Todo puede arreglarse aún, sin necesidad de recurrir a medidas extremas. Puesto que Hilde reconoce y comprende sus razones y lo errado del camino seguido en los últimos tiempos, todavía están a tiempo de acometer juntas la tarea soñada e incluso de llevarla a feliz término.

—No te engañes con mentiras piadosas —le interrumpe violenta la hija—, y ten el valor mínimo de mirar cara a cara la verdad, por desagradable que resulte.

—¿Cuál es la verdad, según tú?

—Que todo se ha hundido y nada tiene ya arreglo posible. Yo he reconocido ahora y aquí, a solas contigo, que he fallado y merezco un severo castigo. Pero si llego a la mañana, me dejaré ganar de nuevo por el ansia de vivir, por el ímpetu juvenil de mis dieciocho años que se resisten a morir, y pensaré de distinta manera. Cuanto ha pasado esta noche, cuanto estamos hablando ahora, me parecerá una monstruosa pesadilla tan pronto salga a la calle y el sol me bese la cara. Solo pensaré en huir lejos, en no volverte a ver más, en disfrutar de todos los placeres que desconozco; acaso en echarme en brazos del primer hombre que encuentre para olvidar unos anhelos mesiánicos que están muy por encima de mis posibilidades. ¿Es eso lo que quieres?

—No.

—Pues eso pasará y lo sabemos las dos. No existe más que una forma de evitarlo y tiene que ser esta noche misma y obra tuya.

—¿Por qué no tú?

—Por la misma razón que he fracasado y merezco el castigo: mi debilidad. Tú, en cambio, eres moralmente fuerte. Me lo has dicho y repetido en todos los tonos hace un rato. Yo lo creo y te admiro, quizá por tener virtudes que a mí me faltan. Por bien de las dos tienes que probar ahora que no mientes y destruir de un golpe la criatura que creaste con tanto esfuerzo, y no supo, o no quiso, realizar la misión que antes de nacer le asignaste. ¿Lo harás?

—¡No, no puedo! —se debate Aurora en lucha consigo misma—. Soy madre y eso…

—Entonces no te quejes de las consecuencias —le escupe despectiva Hildegart—. Si mañana caigo, si me degrado, si dejo que me prostituyan espiritual o físicamente, la culpa será tuya. Íntegramente tuya. Si alguien podrá llamarme cobarde, yo te lo llamaré a ti a todas horas.

Al contrario de lo sucedido minutos antes, es ahora la madre quien siente que las palabras de la hija le cruzan el rostro como latigazos. En parte, en buena parte, Hilde no hace otra cosa que repetir palabras suyas, que volver contra ella sus propios argumentos. Inútilmente trata Aurora de romper el círculo en que la encierra la lógica desesperada de su hija, basada en cuanto le ha estado repitiendo a lo largo de toda su vida.

—Hay una clara disyuntiva —prosigue la joven—; un dilema del que no podemos escapar en forma alguna: o muero ahora o mañana me iré de tu lado definitivamente. Para romper este nudo gordiano tienes que matarme. ¡Qué cobarde serás si, sabiéndolo, te faltan las fuerzas para impedir que tu obra soñada se hunda en el fango!

Habla con claridad brutal, con desgarrada sinceridad, llevando el problema a su límite extremo. No quiere dejar a su madre ni la esperanza de que, caso de no matarla, la vida de ambas seguirá como hasta allí. Está empeñada, por el contrario, en convencerla de que es la última oportunidad que tiene de destruir su obra, antes de que esta se prostituya, utilizada en su servicio por quienes más odia en el mundo.

—Me convenció —reconoce abrumada Aurora Rodríguez—. Conocía perfectamente a mi hija y supe que decía la verdad. Demostraba en aquel trance supremo toda su grandeza al preferir la muerte, al implorarla de mí, antes de ceder a unas tentaciones que sabía superiores a sus fuerzas.

No fue, naturalmente, una decisión fácil, conforme confiesa hablando con nosotros y ratificaría en la vista pública de su causa. Durante horas enteras discute con Hildegart, tratando de zafarse de la dura tarea que la hija pretende echar sobre sus hombros. Comprende perfectamente el vacío que dejará en su vida la desaparición de la muchacha y las consecuencias morales y materiales que la tragedia le traerá aparejadas. Sin embargo…

—No pude, no supe —no quise, mejor—, desoír la súplica de Hilde; negarle el mayor de los favores que suplicaba de mí y acabé accediendo a su desesperada petición.

—¿No fue una cobardía ceder a sus súplicas?

—No; fue el acto de mayor valor que he realizado en mi vida. Tal como estaba planteada la situación no tenía otra salida. A Hilde le sobraba razón y yo tuve que dársela.

Son ya las once de la noche del día ocho de junio cuando ambas se recluyen en la habitación que les sirve de dormitorio. Una vez más, Hildegart pide a su madre que termine con su vida. Una vez más, Aurora Rodríguez ha de prometer que accederá a su petición. En unos minutos se ponen de completo acuerdo. La muchacha quiere morir, pero desea evitarse todo sufrimiento previo. La muerte le llegará cuando esté dormida, pasando de un sueño agitado a otro del que no habrá de despertar.

Con frialdad impresionante, precisan todos los detalles. Cuando han llegado a un completo acuerdo, Hildegart se dispone a sumirse en un sueño del que no desea despertar.

—Se arrojó en mis brazos —cuenta Aurora Rodríguez—, para que la durmiese como en la infancia. La mujer se tornó en niña y yo volví a acariciarla. Parecía como si fuera deshaciéndose poco a poco entre mis brazos… Cada vez la veía más pequeña, más pequeña… Con los ojos cerrados, Hilde apenas hablaba. Tan solo de vez en cuando preguntaba en un susurro: «¿Lo harás?». Yo respondía que sí y continuaba mimándola, acariciándola para que el sueño embotara sus sentidos y fuera evaporándose en pleno sueño aquella vida que tenía la terrible obligación de cortar…

Parece, siempre según el relato de la madre, que la muchacha tarda mucho en dormirse. Hora y media, tal vez dos horas antes de que Aurora Rodríguez, convencida de que está profundamente dormida, la tienda suavemente sobre la cama. Sale entonces de la habitación a oscuras a la terraza para que el aire fresco de la noche despeje su cabeza. Es una noche cálida de finales de primavera y la mujer ve sobre la ciudad el cielo tachonado de estrellas.

—Siempre he tenido un gran respeto a la noche —dice al contar lo ocurrido en aquellos momentos decisivos—. Admiro estas horas en que la Naturaleza parece reposar antes de seguir creando. Pensé entonces que mi crimen no debía cometerlo de noche, —turbando esta paz, y que sería mejor esperar al día, a las horas inciertas del amanecer en que la vida comienza a agitarse con sus pasiones y sus angustias…

Decidida, marcha a su habitación, saca el revólver que guarda en la mesilla, lo examina detenidamente para comprobar que está cargado y en condiciones de manejarlo y se sienta a esperar, con el arma en la mano y la mirada clavada en el bulto de su hija dormida.

—Estuve así un espacio de tiempo que me pareció infinito, examinando toda mi vida, recordando cada una de las horas vividas por la pobre Hilde…

—Y durante esa larga meditación —pregunto yo—, ¿no sintió usted ningún desfallecimiento, ningún deseo de volverse atrás?

—Ninguno —afirma Aurora—. Aquello estaba ya resuelto y había que hacerlo en bien de las dos.

—¿Y dolor? ¿No sentía siquiera dolor? —insisto, impresionado y sorprendido.

—Enorme, desgarrador, indescriptible —me responde dejando caer los párpados, acaso para ocultar el brillo de alguna lágrima—. Es mucho más penoso matar a una hija que parirla… De parir son capaces todas las mujeres; de matar a sus hijos, no… Por mi mente pasaron como en una larga película los dieciocho años de la vida de Hilde y cada vez, en cada año que revivía, percibía más claramente mi gran error, mi gran fracaso en aquella criatura. No servía para lo que yo la había creado; pero tampoco debía vivir si no era para aquello. De ahí la necesidad imperativa de su desaparición.

—¿Por qué? —vuelvo a preguntar sin acabar de comprender el rumbo de sus ideas.

—Porque el arma que yo había forjado contra los enemigos de mis ideales, se iba a convertir, estaba convertida ya, en un arma contra mí. Era necesario desandar aquellos dieciocho años. Volver atrás ese trozo de la vida sin Hilde, que desaparecería, que tenía que desaparecer, del mismo modo que había aparecido por mi única y exclusiva voluntad. En cualquier caso no quiero ocultar que fue para mí una gran alegría, en medio del desgarramiento feroz que implicaba el crimen, la conformidad de ella en morir, aquel reconocimiento explícito de su fracaso y de mis razones, aquella súplica angustiosa de un inmediato regreso al mundo de los espíritus de donde había venido.

Hace una breve pausa para tomar aliento y luego continúa el hilo de sus reflexiones diciendo:

—En el fondo, al implorar un merecido castigo, mi hija no hacía otra cosa que expresar mi pensamiento. Es decir, en aquella noche decisiva volvía a ser Hildegart; la mujer que yo había concebido en mi cerebro antes que en mis entrañas, para que fuese enteramente mía, sin más voluntad ni más pensamiento que mi pensamiento y mi voluntad. Esto me consolaba porque demostraba que, por encima de sus debilidades humanas, del ansia de vivir lógico y natural a sus dieciocho años, se daba perfecta cuenta de que debía morir por haberse desviado del camino trazado.

A las cinco de la mañana, cuando la claridad lechosa de la amanecida penetraba en la habitación, Hildegart abre un momento los ojos. Ve junto a la cabecera de su lecho a Aurora y pregunta somnolienta:

—¿Todavía no, madre?

—Duerme, hija, duerme —replica la madre acercándose para besarla en la frente.

La muchacha torna a cerrar los ojos, da media vuelta en la cama y se duerme de nuevo. Aún espera Aurora Rodríguez una hora más, sumida en sus reflexiones.

—Nadie puede imaginar siquiera la tortura de aquella noche sin fin que había de desembocar en una aurora de sangre —prosigue—. Es mentira que el dolor enloquezca. De enloquecer, hubiera sido menor mi tormento durante las largas horas que sentí respirar junto a mí al ser más querido, lleno de juventud, y saber que yo misma había de terminar fríamente con su vida, destrozando a tiros su cabeza.

Avanza lentamente la amanecida. La luz del día empieza a precisar los objetos dentro de la habitación. De la calle llegan los primeros ruidos. Suena la puerta del piso al abrirse suavemente. Es la criada que sale como todas las mañanas, llevándose a pasear a sus perros. En la escalera se oye el cuchichear de las vecinas madrugadoras. Aurora se yergue con lentitud, oprimiendo con fuerza la culata del revólver.

—Ha llegado el momento —murmura—. No puedo retrasarlo más……

Surge entonces —como la propia interesada confiesa más tarde—, la madre. Por encima de todos sus razonamientos cerebralistas, de todas las pretendidas justificaciones, algo en el interior de Aurora Rodríguez trata de hacer valer sus derechos e impedir —aún—, el crimen proyectado. Es una lucha íntima, breve y feroz. De un lado está la mujer fuerte, la hembra que se considera superior, la artista que afirma su derecho a destrozar la obra imperfecta; del otro la madre que quiere salvar a toda costa la vida de la hija en peligro.

Pero es tarde ya para reaccionar, para ganar una batalla que está perdida a estas alturas. El instinto maternal, despertado con sensible retraso, nada puede frente a la mujer que fríamente ha decidido el camino a seguir. Se aproxima más aún a Hildegart sin soltar el revólver. Solamente exclama:

—¡Hay que terminar de una vez!

Hildegart duerme tranquilamente con un sueño profundo. Está recostada sobre el lado derecho de espaldas a la madre que se acerca. Aurora Rodríguez, todo su ser dominado por una voluntad indómita que le empuja a la tragedia, la contempla unos instantes en silencio. Son unos segundos dramáticos.

—Me aproximé a ella —cuenta Aurora Rodríguez con trémolos alucinantes en la voz—, como si una fuerza superior a mí me empujara al crimen. El instinto maternal se había esfumado sin dejar rastro y mi pensamiento era como una flecha lanzada que no se detendría hasta clavarse en el blanco. Y mi final, mi término, mi blanco, era la muerte de la hija en quien pusiera todas mis ilusiones, de la mujer que yo soñaba con alientos mesiánicos capaz de trazar nuevas rutas a los hombres y sobre todo a las hembras oprimidas durante interminables milenios. Su muerte representaba mi fracaso, el hundimiento de mis esfuerzos y anhelos durante tantos años. Pero significaba también mi victoria sobre cuantos la rodeaban, sobre quienes ansiaban desviarla de su camino para prostituirla, para transformarla en instrumento eficaz y sumiso de sus maquinaciones. No era yo —el estorbo, el valladar frente a sus ambiciones—, la que moría, sino la persona a quien creían tener ganada y convencida para cumplir cuanto ellos le ordenasen. Esta era mi gran victoria, amasada con lágrimas y sangre, alzada sobre las ruinas de mi vida, destrozándome el corazón en el ascenso terrible hacia las cimas que se yerguen altaneras por encima del bien y del mal. Serena, enteramente tranquila, tan firme el pulso como la voluntad, me incliné sobre Hilde. Fue un instante terrible en qué toda mi vida parecía concentrarse en el dedo que apretaba el gatillo. De cerca, casi a bocajarro, apuntando bien para no errar el tiro, disparé. En la sien de mi hija se abrió una pequeña herida, un agujerito por donde a borbotones iba a escapársele aquella vida para mí tan amada, que…

Pese a su increíble entereza, a Aurora Rodríguez la voz se le quiebra en un sollozo al llegar a este punto. Un instante calla, tapándose los ojos con las manos como si el cuadro que sus palabras evocan apareciese de nuevo ante su vista. Logra dominar con un visible esfuerzo el ligero temblor que agita su cuerpo y prosigue con relativa firmeza su dramática narración:

—Al recibir el balazo, al explotar en su cerebro el plomo que la liberaba de todas las asechanzas y desfallecimientos, Hilde se estremece violentamente. De sus labios entreabiertos se le escapa un hondo y profundo suspiro… Yo he suspirado mucho —añade—, y sé bien que aquel suspiro nada tenía de dolor o de angustia; que no había en él desesperanza o pesadumbre. Era un suspiro de alegría sobrehumana, de exaltación mística, de liberación definitiva… Como si repentinamente se abriera ante ella un camino de luz; como si al despedirse de la vida se librara de todas las miserias humanas; como si en aquel instante único sintiera la transfiguración que ilumina los últimos instantes de todos los mártires de las ideas liberadoras… No sé, ni me importa, lo que harán conmigo; no sé lo que las gentes pensarán de mí. Sé únicamente que con aquel suspiro tranquilicé por entero mi conciencia. Y que en ella no podrán hacer mella ni el castigo de los jueces ni el desprecio de los hombres.

Tras el primer disparo, Aurora Rodríguez hace otro apuntando también a la cabeza. Los dos están juntos y son, conforme comprobarán los médicos en la autopsia, mortales de necesidad. Pero la parricida no quiere que su víctima pueda sufrir ni siquiera breves segundos; que pase por esos instantes terribles en que dentro del cuerpo luchan en horrible agonía la vida y la muerte. Apunta nuevamente y dispara por tercera vez. Ahora el plomo penetra por el lado izquierdo del pecho de la muchacha y va a destrozar su corazón.

—Yo sabía —reconoce la madre, que todo era ya inútil e innecesario. Sin embargo, todavía disparé otra vez. Sin apuntar, apreté de nuevo el gatillo. No sé dónde dio el balazo. Dejé entonces de disparar e inclinada sobre Hilde contemplé su paso de la vida a la muerte. Por las heridas se le escapaba la existencia. No era sangre lo que salía. Yo sentía que el espíritu abandonaba el cuerpo ya muerto e incluso que retornaba a mí, que había sabido crearlo. Yo, que lo había forjado a golpe de martillo, que la imaginé en mi cerebro mucho antes de que tuviese vida material, que en ella había puesto todo durante largos años, recobraba lo que me habían querido quitar, lo que pretendieron desviar de mí, lo que solo era mío… Me recobraba a mí misma; tras muchos lustros me volvía a encontrar al sentir que el espíritu de Hilde se unía de nuevo con el mío, formando un todo estrechamente enlazado, indisolublemente unido. Fue un instante terrible y grandioso, siniestro y alucinante en que conjuntamente sentía la alegría salvaje del triunfo y la tristeza del gran fracaso; el entusiasmo de sobreponerse a todos los sentimientos humanos y la tortura desesperada de la muerte del ser más querido… Nada de cuanto pueda ocurrirme en adelante, por sobrecogedor que sea, podrá igualar en emoción al instante en que Hilde desaparecía de la vida y tornaba a unirse conmigo tan estrechamente como lo estuviese antes de ver la luz del primer día.

Unos minutos permanece Aurora Rodríguez junto al cadáver de su hija. En tropel cruzan por su cerebro los pensamientos más diversos y contradictorios. Son instantes en que, de acuerdo con sus confesiones, vacila violentamente entre la vida y la muerte. Un instante piensa en volver el revólver contra sí y caer con la cabeza destrozada sobre el cuerpo muerto de su hija. Rechaza la tentación con un violento esfuerzo. No se matará para que nadie pueda ver en este acto una huida vergonzosa ante la vida, frente a sus graves responsabilidades, acobarda por el posible odio y desprecio de las gentes que no comprenderán sus razones.

Se viste apresuradamente y tras una última mirada al cuerpo sin vida de Hildegart sale de la habitación y de la casa. Va enteramente tranquila; con una serenidad tan impresionante que quienes se cruzan con ella en la escalera no advierten en su cara ni en su actitud nada anormal o sorprendente.

—En la habitación quedaba mi hija muerta —añade—; su pobre cuerpo destrozado, como presa para las garras y los picos de todos los cuervos. Pero conmigo me llevaba lo que era mío; me llevaba su espíritu, que me pertenecía por entero. Tanto, que pude llevármelo, arrancándoselo de las manos a quienes veían en él un ariete capaz de abrirles el camino que pudiera satisfacer todas sus innobles ambiciones, todos sus apetitos mezquinos, todos sus deseos turbios e inconfesables.

En la puerta de su casa para un taxi. Le da la dirección de un abogado amigo, que vive en la Gran Vía. El taxista no advierte en su actitud nada extraño ni el menor nerviosismo en sus palabras. Tampoco Botella Asensi que la recibe, un poco extrañado que le visite a hora tan temprana, descubre en ella nada alarmante. Con voz serena, que no refleja la menor emoción, Aurora Rodríguez le anuncia:

—Acabo de matar a mi hija.