Hablamos en repetidas ocasiones y de manera extensa con Aurora Rodríguez y escuchamos con interés sus extraordinarias manifestaciones. Hay, sin embargo, extremos o acontecimientos que nos sorprenden y, sin dudar de la rabiosa sinceridad de la madre de Hildegart, procuramos confirmarlos o rectificarlos recurriendo a otras fuentes. Entre las personas a quienes recurrimos figura un marino ya retirado, que vivió largos años en El Ferrol y fue amigo de la familia en los primeros años del siglo.

—Conocí bastante a todos los familiares de Aurora —dice—, que en El Ferrol tenían cierta fama de raros. El padre, un abogado de cierta nombradía local, era muy buena persona, pero algo extravagante. En el fondo todos los conocidos le creíamos víctima de la mujer y de los hijos. Contra cuanto les ha dicho la madre de Hildegart, su hermana mayor, Pepita, era una belleza llamativa y un tanto explosiva. Tonteó con muchos jóvenes y al final nos enteramos de que había tenido lo que entonces llamábamos un desliz. Estaba embarazada y desapareció por algún tiempo. Luego corrieron las voces de que había dado a luz en casa de una comadrona de Betanzos. Así nació el niño que pocos años después asombraría al mundo entero con su precocidad como genial pianista.

—¿Volvió Pepita a El Ferrol después de ser madre?

—Volvió en algunas ocasiones, pero siempre por unos días o unas horas para resolver asuntos familiares. En realidad, después de su desliz Pepita residió siempre en París donde vivía con tanto lujo como Carolina Otero, otra gallega que gozó de popularidad en la capital francesa en la misma época. Pepito, en cambio, se quedó con los abuelos y la tía que era quien le cuidaba y atendía. Era un niño guapo, fino y simpático al que Aurora llevaba limpísimo, Creo que para ella fue una verdadera tragedia que le quitaran al chiquillo.

Recuerda a la Aurora Rodríguez de veinte años antes como una mujer hermosa, seria, con un gesto despectivo para quienes se le acercaban, pero interesante. Fueron varios quienes la pretendieron y otros tantos los rechazados. Llegó a tener cierta fama de esquiva e inabordable, acaso por contraste con su hermana. Quizá por despecho de quienes la abordaron esperanzados en que fuera tan asequible como Pepita, se rumoreó algo de unas ideas extrañas y confusas que bastaban para convertirla en la más extravagante de la familia.

—No creo, sin embargo, que esto pasase de habladurías de individuos desdeñados. A mí me pareció una mujer normal. Incluso recuerdo que se dijo que iba a casarse con un capitán de Artillería que la rondaba.

Cuando hablamos de esto con la interesada, Aurora. Rodríguez, que se expresa con su acostumbrada sinceridad, no niega haber estado interesada por el capitán en cuestión. Incluso precisa que hubo momentos en que dudó seriamente en abandonar los ambiciosos planes que se había forjado, para limitarse a ser feliz.

—Tanto en el aspecto físico como en el moral, me parecía un hombre con quien compartir una vida entera no representaba ningún sacrificio.

Pero si cuando estaba a su lado sentía vacilar sus convicciones, al separarse de él, dando vueltas en la cama durante las largas noches invernales, se acusaba a sí misma de traicionar la más noble de las empresas, dejándose arrastrar por la más vulgar de las debilidades; por sentimientos que estaban más cerca de la pura animalidad que del espiritualismo de una mujer que se creía superior.

—Al final tomé una decisión: o le ganaba para mi causa, convirtiéndole en colaborador entrañable y querido, o tendría que alejarme de él, aunque tuviera que retorcerme el corazón.

Pero los intentos de Aurora en el primer sentido fracasaron rotundamente. El capitán se reía divertido de todos los confusos anhelos de justicia de que le hablaba la muchacha. No la entendía, no podía o no quería entenderla. Y, lo peor de todo, ni siquiera la tomaba en serio. Una y otra vez repetía que Aurora debía olvidar sus fantasías delirantes y que una mujer bonita no debía sentirse más que redentora de su marido. La idea de que un hijo suyo pudiera acometer tamaña empresa, que fuese preparado para ella desde el día mismo de su nacimiento, se le antojaba un puro disparate.

—Jesús era Jesús y acabó crucificado. ¿Todavía quieres que si tenemos un hijo le metamos a redentor?

Discutieron mucho y no lograron ponerse de acuerdo. No obstante, y pese a sus rotundas negativas en aquello que la interesaba más, Aurora se sentía atraída a pesar suyo por la gallardía alegre, despreocupada del capitán. Tuvo miedo de que los sueños acariciados durante tanto tiempo no fueran valladar suficiente para impedirle seguir el camino de su propia hermana y tomó una decisión tajante.

—Vamos a cortar esto —dijo un día al capitán—. Empiezo a tenerte miedo. Si continuamos viéndonos, acabaría cayendo contigo con una vulgaridad y una animalidad, que haría que luego tuviera que despreciarme a mí misma el resto de mi vida. Es preciso que no volvamos a vernos.

El capitán comprendió que Aurora hablaba en serio. No obstante, intentó por todos los medios a su alcance hacerla cambiar de opinión. Todo resultó inútil. Ni las frases románticas alusivas a una pasión incontenible, ni las actitudes teatrales y melodramáticas. Ni siquiera las lágrimas derramadas con aparente disimulo al estrechar la mano de la mujer, con la esperanza de que esta, conmovida, le atrajera hacia sí, le estrechara contra su pecho, como había ocurrido otras veces, y se reconciliasen.

—Tuve que hacer un gran esfuerzo, pero me mantuve inflexible y serena —dice al evocar la escena unos lustros después—. Nos separamos como dos sombras cargadas de ilusión, como se aleja una tormenta que no ha llegado a descargar.

Desaparecido el capitán de su vida, Aurora Rodríguez vuelve con mayor fuerza que nunca a soñar despierta con la hija que sea solo suya, que partiendo desde una base más elevada y favorable que la de su madre pueda alcanzar las cimas ambicionadas. Tiene ya veintitantos años, es mayor de edad, dueña de sus destinos y le corre prisa iniciar cuanto antes lo que durante tiempo ha meditado.

Aún tiene, sin embargo, que encontrar al hombre que reúna las condiciones que juzga imprescindibles. Ha de ser sano física y moralmente, con una inteligencia despierta, sin gazmoñerías ni prejuicios, que se limite al papel que Aurora le asignará en un momento determinado y no tratará en adelante de querer influir ni participar para nada en la existencia de la mujer ni de la hija que nacerá de su momentánea unión.

—Tenía que ser tan diferente a los hombres que conocía y trataba que en algunos momentos temí no dar con él. Sin embargo un día, cuando menos lo esperaba…

Es un hombre de treinta y cinco años, alto, fuerte, de aire desenvuelto y palabra fácil, al que conoce en una reunión en casa de una familia amiga. Acaba de llegar a El Ferrol de un largo viaje por tierras americanas y el sol de los trópicos ha curtido su piel e impreso un acento ligeramente dulzón a sus palabras. Viste de paisano con distinción y elegancia. Aunque a Aurora se lo presentan como marino, el interesado rectifica sonriente asegurando que, además de marino, es sacerdote. En cualquier caso, es un cura totalmente distinto a los sacerdotes españoles de la época.

—Para la mayoría —reconoce sincero— constituyo una verdadera piedra de escándalo.

A Aurora no la escandaliza en esta ocasión, ni en las muchas que se ven y charlan durante las semanas siguientes. Aparte de su presencia personal, de su carácter alegre, abierto y simpático, es un hombre de extraordinaria cultura, de amplios conocimientos filosóficos y artísticos.

Parece que hay una increíble semejanza entre sus opiniones y las de Aurora. Sorprendida y encantada, la mujer lo comprueba a lo largo de unas charlas prolongadas sostenidas durante frecuentes paseos vespertinos por los alrededores de la ciudad. También cree que la Humanidad necesita ser redimida y encauzada; que la sociedad en que viven está envilecida por las malas pasiones, ensuciada por los más inconfesables apetitos. Un día, con entera sinceridad, la mujer le confiesa sus anhelos y esperanzas.

—Yo quisiera tener un hijo, una hija mejor, que sea capaz de alcanzar alturas que yo, por falta de alas, no podré escalar jamás —le dice—. Deseo ser madre, pero ya que no es posible serlo sin contacto de varón, que el contacto fuese lo más leve posible. Quisiera que un hombre, ausente de su mente en ese momento todo pensamiento carnal, colaborase conmigo en la obra. Tendría que ser, claro está, un hombre excepcional y único. Un hombre que, por su especialísima condición, no pudiese después ocuparse de su hijo, ni encariñarse con él, ni reclamarle nunca.

Su interlocutor le da entonces una contestación adecuada. La misma que probablemente ha ido buscando de manera más o menos consciente Aurora al hablar como lo hace. Suave, pero firmemente, replica, clavados sus ojos en los ojos de la muchacha:

—Usted sabe que soy marino y sacerdote; dos veces libre, por lo tanto, en el sentido que indica. Si necesita un hombre para llevar a la práctica su experiencia y yo le sirvo, aquí estoy. Me atrae e interesa su idea, por su grandeza; no por lo que en su realización pueda haber de placer carnal para ninguno de los dos.

—¿Entonces…?

—Unámonos momentáneamente, sin amor ni pasión sexual de ninguna clase, puestos de acuerdo únicamente para crear un ser superior. Yo le daré la vida y usted pondrá su alma.

Cuando muchos años después Aurora Rodríguez relata lo que sucede luego como consecuencia lógica de su decisión, parece tener interés en despojar al hecho no solo de toda pasión, sino de la más mínima poesía romántica.

—Una vez tomada la resolución —afirma— fui donde había que ir con la fría serenidad que siempre acompaña mis actos importantes. Lo hice sin gazmoñerías ni comedias vodevilescas. Si no había más remedio tenía que aceptarlo con naturalidad. Lo excepcional, en el momento en que se acepta como necesario e inevitable, debe convertirse en un algo completamente natural.

Sin embargo, ni siquiera pasados varios lustros disimula que sintió una extraña emoción. Lo justifica con la novedad de una experiencia trascendente, de un acto que si tiene consecuencias decisivas para toda mujer, había de traer aparejadas para ella cambios fundamentales no solo en el presente, sino en el porvenir. No obstante, tiene aún energías y ánimos para recordar al hombre:

—No olvides que entre nosotros no existe pasión carnal de ninguna clase y que lo que vamos a hacer hoy no tendrá repetición jamás, de no ser absolutamente necesario para los fines que pretendo.

La entrevista a solas, las horas decisivas las pasan en una casita buscada y preparada por el hombre en las afueras de El Ferrol. Es allí, una tarde de finales del invierno de 1913, donde la mujer sufre por primera vez lo que más tarde califica de «dolorosa afrenta carnal».

—No se sorprendan que la llame así —explica ante un gesto de extrañeza nuestro—. Yo había preparado mi ánimo de tal forma, en un proceso tan lento y metódico, que todas las posibles debilidades de la carne estaban adormecidas y descartadas. Afronté aquel trance decisivo únicamente cuando tuve el convencimiento de ser dueña de mis reacciones, cuando la carne no podría traicionarme. Es más, todo cuanto el hombre, vanidoso al fin como todos, hacía por vencer mi frialdad de hielo, solo sirvió para acentuarla. Le veía tan pequeño, tan insignificante comparado con el ideal al que servía de sumiso instrumento, que no experimenté por él más que desprecio y asco.

Sin embargo, algo cambia en ella aquella tarde trascendental. Por lo menos está tan abstraída en sus cavilaciones, pensando en el ser extraordinario que ha de nacer de una unión sin la menor satisfacción lujuriosa por su parte, que su hermano —con el que todavía comparte la casa familiar— advierte la extraña actitud de la mujer durante la cena y le pregunta sorprendido:

—¿Qué te ocurre, Aurora?

—Nada. Tan solo que el día de hay cambiará el rumbo de mi vida.

El hermano se encoge de hombros y no sigue preguntando. En realidad, hace ya años que no se preocupa de ella para nada, que le tienen sin cuidado sus fantasías y extravagancias. Pero ¿de haber insistido el hermano, hubiera sido capaz de decirle la verdad?

—¿Por qué no había de hacerlo? No me gusta mentir y entonces tenía menos deseos que nunca de falsear la verdad. Era dueña de mis actos y aspiraba a continuar siéndolo el resto de mis días. Además, si pretendía ser madre era inevitable que un día u otro se enterase. Pero aquella noche demostró que no le interesaba saberlo, y yo no se lo dije.

En días sucesivos, mientras espera a tener la plena seguridad de haber quedado embarazada, Aurora se concentra en sus pensamientos durante casi todas las horas del día y de la noche. Medita sobre la trascendencia del paso que acaba de dar y todo el duro camino que aún le queda por recorrer antes de ver plasmados en venturosas realidades los sueños que le obsesionan desde la todavía no muy lejana adolescencia.

Está segura de que tendrá pronto una hija, una chiquilla inteligente, sana, fuerte y dócil a la que pueda ir modelando espiritualmente. Poco a poco, despacio, «sin prisas y sin pausas como camina la estrella», le irá infundiendo sus ideas. Luego una severa disciplina y un método seleccionado con cuidado para que avance rápida en sus estudios. Por último inflamará su corazón en ansias redentoras, poniéndolo a cubierto de desmayos y debilidades.

Transcurren veinte días de inquietante espera. Todas las tardes se ve con el marino castrense y pasea con él por espacio de unas horas, sin aludir para nada al momento de su iniciación. Si alguna vez el hombre trataba de evocar la escena, la mujer le atajaba enérgica y voluntariosa. En cambio, más de una vez hablan del ser que ha de nacer de su unión y también de que, con arreglo a lo convenido, el anuncio de su llegada marcará la separación definitiva de la extraña pareja.

Pero antes de que señales inequívocas demuestren que las aspiraciones de la mujer están camino de cumplirse, la pareja vuelve otras dos tardes, con varias semanas de intervalo entre sí, a la casita de las afueras de El Ferrol. Cuando al fin tiene la plena seguridad de su embarazo, cambia radicalmente de manera de vivir, rompe todos los puentes que todavía le unen con el pasado, para comenzar una existencia totalmente distinta.

Abandona El Ferrol como primera providencia, separándose para siempre de los familiares que aún viven. También del hombre al que se entregó, que le ha servido más de zángano que de amante. No hay lágrimas ni reproches en ninguna de las separaciones. Hace tiempo que la familia está prácticamente apartada y los hermanos se miran entre sí como seres indiferentes. No existe entre ellos comunidad sentimental de ninguna clase, el más ligero afecto. Si a sus hermanos les molestan los aires de superioridad de Aurora, a esta le duelen la frivolidad de Pepita y la mezquindad del varón de la familia. Repartida la herencia, los bienes dejados por el padre, ¿qué les une ya? Cada uno se marcha por su lado. Apenas si en el momento de la despedida, se dan un abrazo puramente formulario.

Aurora Rodríguez decide instalar su residencia en Madrid. Aunque Madrid apenas sobrepasa aún el medio millón de habitantes, es una gran metrópoli comparada con El Ferrol o cualquiera de las otras ciudades gallegas. Son pocos, además, los que la conocen en la capital de la nación y a nadie le importarán sus andanzas. Por otro lado, en Madrid existen mayores facilidades para estudiar, para que el ser que ha de nacer inicie cuanto antes con más posibilidades de éxito la tarea mesiánica que su madre sueña para él o ella.

Una mañana de primavera de 1914, Aurora Rodríguez llega, completamente sola, pero con un nuevo ser agitándose en sus entrañas, a la estación madrileña del Norte. Pasa unos días en un hotel céntrico. Más tarde se traslada a una casa alquilada en un barrio alto, sano, tranquilo, apartado unos kilómetros del centro bullicioso de la ciudad. Allí, voluntariamente apartada de inquietudes y preocupaciones, llevando una vida tranquila, vivirá los meses que tarda en nacer Hildegart y los primeros años de la vida de esta.

Cumple escrupulosamente el plan que se ha trazado. Vive en la calle del Pilar, en la Guindalera, entonces una barriada alejada, libre de los ruidos y las toxinas de la vida ciudadana. Lleva una existencia metódica e higiénica; pasea, lee, medita. Otra vez como en los albores de su juventud le acucia el ansia de saber. La única diferencia es que ahora elige con tino los libros que le interesan y a través de su lectura adquiere mayor consistencia, corporeidad más firme, la vieja ilusión maravillosa de la creación de un ser excepcional.

Quiere, desea, necesita que sea una mujer. Lo ha pensado siempre, pero ahora que tiene más tiempo, que toda su vida gira ya en torno al embrión que ya se agita en su vientre, encuentra plena justificación para esta preferencia, tan opuesta a la sentida por la mayoría de las madres. Tiene para ello poderosas razones, que años después, muchos años después, expone de una manera clara, descarnada, brutalmente acusatoria incluso para el sexo a que pertenece.

—Nadie precisaba y precisa con mayor urgencia ser redimida que la mujer en general —sostiene—. Es, por doloroso que resulte confesarlo, lo peor de la especie humana. Veinte veces más egoísta, astuta y malintencionada que el hombre. La maldad del hombre tiene muchas veces un fondo de grandeza y de posterior arrepentimiento; la de la mujer no. Se mueve por impulsos mezquinos y únicamente se arrepiente de sus fracasos. En el eje de sus preocupaciones está siempre el sexo. Pero no son mujeres ni madres, sino simples paridoras, vientres que vomitan niños. Mujeres y madres, en el sentido más amplio y excelso de la palabra, existen muy pocas. De ahí se deriva que el ideal soñado por mí necesitase un agente hembra para poder realizarse. Una mujer que fuera ejemplo y lección de mujeres, porque la Humanidad no se redimirá mientras no se redima la mujer. Conviene no olvidar que la mujer es el factor primario, esencial y creador de la vida, aunque la vanidad de los hombres les lleve a proclamar lo contrario. ¿Comprenden por qué había de ser niña el producto de aquella unión buscada, proyectada y consumada sin pasión y sin placer? ¿Creen que de haber sido chico hubiese hecho con él todos los esfuerzos y sacrificios afrontados alegremente por Hildegart?

Fortaleciendo su decisión y preferencias, en los meses que Aurora Rodríguez pasa en la Guindalera madrileña en espera de la ansiada maternidad, los hombres desencadenan la más terrible de las hecatombes conocidas hasta aquel momento por la Humanidad. Al asesinato de los archiduques austríacos en Sarajevo, siguen las notas amenazadoras de las Cancillerías, las movilizaciones, los ultimátums y, por último, el 3 de agosto de 1914, la guerra.

Es la guerra que «había de terminar con todas las guerras», pero que supera en horrores y sangre a todas las precedentes. Sobre los campos de Europa en ruinas galopan los apocalípticos jinetes del hambre, el dolor, la miseria y la muerte. Guardan las fronteras valladares de bayonetas y cañones; abren la entraña de los campos no la reja del arado, sino la gusanera de las trincheras; los árboles centenarios son arrancados de cuajo por las explosiones y un torrente sanguinolento amenaza ahogar para siempre a una civilización demasiada orgullosa de sus realizaciones.

Las juventudes de Alemania, Rusia, Francia, Austria e Inglaterra matan y se dejan matar sin saber exactamente por qué. Son pobres muchachos empujados al sacrificio por la torpeza de los políticos y la ambición desmedida de logreros y mangoneadores. Con su sangre se amasan en retaguardia gigantescas fortunas. Los buitres financieros de todos los países participan en el gran festín que les ofrece la carne joven desgarrada por la metralla. Es el fracaso de las ideas humanitarias de paz, libertad y fraternidad entre los hombres.

En Madrid, aplastado en este trágico agosto bajo la lluvia de fuego de un sol implacable, florecen turbulentas las pasiones más dispares. Cuando pasa el primer instante de pánico y desconcierto, espíritus avisados comprenden que la guerra puede ser un espléndido negocio y empiezan las especulaciones y el agiotaje. En todas partes se habla de exportar cuanto hay exportable: carne, trigo, caballos, minerales, barcos.

Madrid se llena de traficantes, espías, agentes de compras, prófugos y desertores. Es la edad de oro de los estrategas de café que discuten a gritos la próxima y segura victoria de París, Berlín, Londres o Viena. Los periódicos dedican páginas enteras a la contienda que asola las tierras de Europa y corren de boca en oído las últimas noticias:

—Los alemanes han entrado en Bruselas…

—Avance ruso en Prusia y Galitzia.

—Los franceses rechazan a los germanos a las puertas de París…

Y mientras el mundo se estremece con las violentas alternativas de la guerra, Aurora Rodríguez ve acercarse lentamente el día del nacimiento del ser que ha de realizar sus anhelos como una gigantesca superación de sí misma.

Procura aislarse de todo, no discutir con nadie acerca de la lucha gigantesca que arde en Europa, no leer siquiera los periódicos, para conservar íntegra una serenidad espiritual que considera beneficiosa para el hijo futuro. La mujer se siente físicamente fuerte y aguarda con tranquilidad el momento del parto.

Todo sucede en el último instante con absoluta normalidad. Aurora Rodríguez soporta con entereza molestias y dolores. Solo le inquieta y angustia en el trance difícil el sexo del ser que está naciendo.

Es la comadrona quien primero le da la, para ella, grata nueva:

—Es una niña.

—En ese mismo instante —asegura años después la interesada—, comenzó para mí una larga y azarosa lucha que había de prolongarse durante dieciocho años.

Aurora Rodríguez se siente madre con todo el amor, la ternura y la alegría de la mujer que arriba a la maternidad que basta por sí sola para justificar una vida. Un momento se olvida —como le ocurrirá muchas veces en el futuro— de sus proyectos, ambiciones y sueños para sentirse madre tan solo. Pero la mujer fuerte, fría, razonadora que hay en el fondo de su ánimo, no tarda en reaccionar frente a lo que considera debilidades y cobardías. Quien aspira a una obra superior, a crear una mujer perfecta capaz de influir decisivamente en la redención de las demás mujeres, no puede dejarse ganar por sentimentalismos románticos y cursis.

—Inicié entonces una dura batalla conmigo misma. Durante muchos años, viendo como Hildegart avanzaba por el camino trazado, creí haberla ganado. Hoy, desgraciadamente, tengo la sensación de haberla perdido.