En un extremo del barrio madrileño de Noviciado, dormido a la vera de la antigua Universidad —estampa descolorida y polvorienta de comienzos de siglo con sus cafés abandonados, sus librerías de lance, sus pensiones cochambrosas y sus modestas casas de lenocinio—, las torrecillas retorcidas y barrocas de la iglesia de Montserrat trazan en el aire su garabato dieciochesco. Junto a ellas, triste, renegrida, húmeda, la calle de Quiñones que evocan los cantables de Agua, azucarillos y aguardiente. En su entrada, en un caserón viejo y desvencijado, la Cárcel de Mujeres. Antaño fue convento de la iglesia cercana; más tarde, convertido en cuartel, conoció el paso por sus lóbregas galerías de los muchachos uniformados; al fin ha venido a dar de tumbo en tumbo en cárcel para cuantas hembras se colocan al margen de la ley.

El edificio está poco menos que en ruinas y debía haber sido desalojado, trasladando a las reclusas a otra prisión moderna que se acaba de construir en las Ventas. Pero los trámites burocráticos son siempre lentos y mientras la cárcel nueva sigue vacía, aquí se amontonan las presas. (Algo parecido pasa con una gigantesca plaza de toros, la llamada Monumental que terminada hace años a poca distancia de la nueva y flamante prisión de mujeres, continúa cerrada a piedra y lodo, mientras las corridas continúan en otro coso mucho más antiguo).

Ante la puerta de entrada hay unos escalones de piedra desgastada por el paso del tiempo, donde los soldados de guardia se sientan en un banco cojo que mantiene un difícil equilibrio. Subidos los escalones tropezamos con un portalón ancho, oscuro y maloliente, a cuyo fondo vemos una puerta de hierro con un complicado teorema de cerrojos y cerraduras. Cruzamos más tarde un largo pasillo, con ventanas cerradas que dan a un patio angosto, desde donde nos llega el griterío de las mujeres que al correr por él se hacen la ilusión de respirar un poco de aire libre, de recibir el beso de un sol que nada sabe de condenas, cerrojos ni prisiones.

Aguardamos un rato en el locutorio vacío mientras una celadora va en busca de la detenida a la que queremos ver. Es una habitación grande, destartalada, sin muebles de ninguna clase, partida en dos por una reja de gruesos barrotes que en todo momento separan a las reclusas de sus visitantes. Al cabo chirrían los cerrojos de la puerta de acceso y procedente del interior de la cárcel entra la madre de Hildegart.

La funcionaria que la acompaña se queda en la puerta. Aurora Rodríguez avanza lentamente hacia el punto de la verja en que nos encontramos nosotros. Está un poco más pálida, demacrada, vieja incluso, que la última vez que la vimos, con unas profundas ojeras en torno a unos párpados enrojecidos, no sé si por las lágrimas o la falta de sueño. Pero vestida impecable, como siempre, y conservando íntegra su impresionante serenidad.

Un momento se tapa los ojos con la mano, ligeramente deslumbrada por el resol que penetra por una de las ventanas. Luego llega hasta la reja, mirándonos con igual fijeza y el mismo silencio con que la contemplamos nosotros. Tras una ligera vacilación, nos tiende la mano a través de los barrotes.

Pero al hacerlo ha perdido de pronto parte de su decisión. Su mano tiembla y nos mira fijamente con una muda súplica en los ojos enrojecidos. Teme probablemente que finjamos ignorar su gesto y nuestras manos no se tiendan al encuentro de la suya. Con un esfuerzo nos decidimos. La mujer estrecha nerviosa las manos que corresponden a su saludo. Quedamente, como en un profundo susurro, murmura:

—¡Gracias por haber venido! ¡Muchas gracias…!

Callamos un poco confusos sin encontrar palabras adecuadas para iniciar una charla que nada tiene de placentera. Aurora Rodríguez nos mira sería, preocupada, esforzándose por dominar sus nervios. En nuestros ojos lee clara una pregunta que no hemos formulado aún y se apresura a contestarla. Aferrándose con ambas manos a la reja, va dejando caer lenta, segura de sí misma, las palabras:

—No, no estoy arrepentida de lo que hice. Por mucho que me duela —¡nadie sabrá nunca todo lo que me duele!— tenía que suceder lo que sucedió. Aun a costa de pagarlo con la propia vida, que para mí carece ya de interés y finalidad. Podría añadir más aún: que si cien veces me viese en situación semejante, cien veces volvería a hacer lo mismo que hice.

La oímos confusos y desconcertados. En nuestros gestos, en nuestras actitudes, incluso en el silencio con que acogemos sus palabras comprende lo que estamos pensando, Viva, enérgica, altanera, midiendo sus palabras, pero poniendo en ellas una pasión desbordada, añade:

—Y nadie crea que estoy loca. No lo estaba en el instante de la tragedia. Tan serena como en este momento, más serena quizás, estaba en la madrugada en que maté a mi hija. Ya sé que alguien ha lanzado la especie de que estoy perturbada, quizá con el deseo generoso de defenderme. Pero yo tengo que rechazar airada esa pretendida defensa. No solo porque estoy completamente normal, sino porque para matar a Hildegart tuve motivos y razones, lógicas en cierto modo dentro de lo extraordinario del caso.

Tengo en la punta de la lengua la pregunta acerca de esos motivos que sigo sin comprender ni adivinar. Voy a formularla, cuando Aurora Rodríguez se interrumpe un momento, mientras con la mano derecha echa hacia atrás un mechón de pelo que le cae sobre la frente. Luego, con un profundo suspiró, continúa:

—Es falso que nadie enloquezca de dolor; es mentira que nadie se muera de pena. Si el sufrimiento condujese directamente al manicomio o la tumba, yo no estaría aquí. Sin embargo…

Calla de nuevo, y yo no dejo pasar esta oportunidad. Inquiero concreta y precisamente por las causas del crimen que nadie conoce aún, porque ella ha tenido buen cuidado de no revelárselas a nadie.

—¿Existieron realmente esas supuestas razones o son tan vergonzosas que es preferible no decir de ellas una sola palabra?

Cambia de expresión al oírme y sus ojos relampaguean iracundos. Un momento parece dudar en volverme la espalda y terminar bruscamente la entrevista sin añadir una sola palabra. Al fin, dominándose con visible esfuerzo, pregunta si yo concedo el menor crédito a todas las suciedades monstruosas que se han propalado sobre ella, y su hija.

—En absoluto —respondo sincero—. Pero a mí, como a todos los que admiramos a Hildegart, me cuesta trabajo creer que pudo haber razones de ninguna clase que explicasen, ya que no justificarán, su muerte. Y lo creo con mayor fuerza cuando mes y medio después de la tragedia, usted, que en varias ocasiones aludió a ellas, no ha querido o no ha podido precisar en qué consisten.

Aunque mis palabras son duras y es visible el efecto que le producen, Aurora Rodríguez las encaja con serenidad. En un abrir y cerrar de ojos ha logrado dominarse por completo y me escucha sin un parpadeo, mirándome con intensa fijeza. Cuando termino, queda un minuto en silencio, como si buscara en su interior argumentos capaces de convencerme.

—Comprendo su actitud —dice al cabo—, como desearía que ustedes comprendieran la mía. No es fácil lo que tengo que decir, naturalmente. He dudado incluso en si debía pronunciar una sola palabra. Si ahora decido hablar no es para defenderme, que nada me importa lo que los jueces puedan hacer conmigo ni tengo miedo a los fallos de la justicia histórica, sino porque quiero que quienes admiraban y querían a Hildegart conozcan a fondo el caso y puedan juzgarme con arreglo a su conciencia.

Hace una ligera pausa, no sé si para tomar aliento o ver el efecto que nos producen sus palabras. Luego, satisfecha sin duda por la profunda atención con que la escuchamos, prosigue:

—Para empezar quiero hacer constar de una manera rotunda y categórica que Hildegart no llegó a la vida por casualidad ni por el simple placer animal de sus padres al engendrarla, como nacen casi todos los seres del mundo. No era producto de una ciega pasión sexual, sino de un plan perfectamente preparado, ejecutado con precisión matemática y con una finalidad concreta. Nació con un objetivo determinado, con una misión ideal de la que no podía desviarse por ninguna debilidad humana. Yo, que la creé, que la hice, que la formé a lo largo de los años, sé perfectamente dónde debía llegar y dónde empezaron a faltarle las fuerzas.

—Pero —insisto, aprovechando una nueva pausa de la mujer— ¿fue esa la causa determinante de la tragedia o hubo otras razones del crimen?

Aurora Rodríguez se queda pensativa de nuevo como si eligiera con cuidado lo que tiene que decir. Luego, tomada una decisión, indica:

—Hay un artículo relativamente reciente de Hildegart que puede empezar a aclarar sus dudas. Se publicó en La Tierra a mediados de mayo, menos de un mes antes de su muerte. En ese artículo Hildegart, que adivina la proximidad de su fin, esboza las razones que pueden justificar lo que no tardará en suceder. Se titula «Caín y Abel» y en su texto mi hija transformaba en símbolos sus propias inquietudes y de una manera metafórica ocupaba el lugar de la víctima.

—¿De Abel?

—Sí. Al firmar el artículo, Hildegart firmaba su propia sentencia de muerte.

—¿Al firmarlo? —salto rápido—. ¿Quiere decir, acaso, que el artículo no era de su hija, sino de usted?

—¡Qué más da! —replica, encogiéndose de hombros—. En vida de Hildegart las dos estábamos tan identificadas cerebralmente que éramos una misma y sola persona; ahora ella ha muerto y yo… ¡Aquí tiene el artículo! Léanlo y vean si encuentran justificadas mis palabras.

Nos entrega, a través de los barrotes, el recorte del periódico. El artículo, compuesto a doble columna, lleva por título: «Injusticias. Caín y Abel».

Quedamos en silencio al terminar la lectura. La interpretación que Hildegart o su madre —esta mujer que está ante nosotros y que mato con sus propias manos aquello que precisamente era la razón vital de su existencia—, dan al primer crimen humano, según el Génesis, difiere radicalmente de la vulgar y corriente que ve en el enfrentamiento de los hermanos un reflejo de la pugna feroz entre ganaderos y agricultores en los albores del neolítico y explica las simpatías por el Abel pastor en un pueblo nómada y pastoril como el judío.

Pero no hemos venido aquí, a la Cárcel de Mujeres, para discutir cómo debernos interpretar un crimen mítico perpetrado hace miles de años, sino otro mucho más cercano en el tiempo; también más impresionante y espantable. La exaltación de Caín, la condenación de Abel, la justificación del primer asesinato en la historia de una Humanidad tan pródiga en ellos, produce una sensación extraña, molesta, dolorosa casi. ¿Quién escribió realmente el artículo, Hildegart o su madre? De la respuesta depende quién de las dos simbolizaba, en opinión de la verdadera autora, al Caín audaz, soberbio e implacable y al Abel conformista, resignado y cobarde. Se lo pregunto a Aurora Rodríguez, señalando que en este caso concreto conviene humanizar, personalizar incluso los símbolos.

—Cuando los símbolos se humanizan —replica con un gesto que no acierto a interpretar—, el horizonte se tiñe de rojos resplandores como en este caso nuestro. El hombre quiso imitar a Ícaro y se estrelló mil veces contra el suelo al fundirse sus alas de cera con el calor solar. Pero a fuerza de caídas llega un Ícaro que vence al propio sol y un día el hombre conquistará las estrellas.

—Es difícil —arguye intencionado Endériz, silencioso hasta este momento—, que una madre admita nada de eso.

—Lo sé —contesta Aurora Rodríguez—, y no me sorprende. ¿Cómo van a creer la mayoría de las madres que un hijo pueda ser creado única y exclusivamente como agente de una obra redentora?

—¿Fue ese el caso de Hildegart?

—Sí.

Lo ha dicho en voz baja, pero firme. Al mirarla descubro en sus pupilas una expresión de infinita desolación, de completo hundimiento. No sé exactamente por qué pero en este momento acude a mi mente la conocida anécdota de la desesperación de Napoleón ante una enfermedad de L'Aiglon. Para consolarle, los médicos le dicen que hay muchos padres qμe tienen hijos enfermos, y el corso exclama soberbio:

—Es que yo no he engendrado un hijo. He engendrado al Rey de Roma.

No creo equivocarme al adivinar el comentario de la madre de Hildegart si le contase la anécdota. Para ella, la hija engendrada está muy por encima de un rey de Roma. Esperaba, quería, deseaba que fuese algo excepcional, maravilloso, único. Una obra maestra y perfecta. Entreveo que hay unos símbolos más apropiados al caso que el elegido de Caín y Abel y se lo digo.

—¿Cuál? —inquiere sorprendida.

—Pigmalión —contesto—. Pero, naturalmente, alterando de manera fundamental, invirtiendo por completo en realidad, el final de la leyenda.

Tras un momento de vacilación, Aurora Rodríguez niega, resuelta. En pocas palabras relata el mito, que recuerda perfectamente. Pigmalión esculpe una estatua tan perfecta que se enamora de ella. La destruye cuando comprueba que su obra tiene la terrible imperfección de carecer de la vida precisa para corresponder a su violento amor.

—Como ve, no guarda la menor semejanza con nuestro caso —afirma—. Entre Hildegart y yo, pese a lo que digan todos los calumniadores cobardes, no había pasión alguna de carácter físico. Aparte, claro está, de que mi hija no era una estatua, sino una mujer.

—Ahí estriba, precisamente —replico—, la modificación sustancial del final de la leyenda de Pigmalión a que antes aludía.

Creo que comprende perfectamente lo que insinúo, pero no quiere, al menos de momento, discutir este punto concreto. Una vez más insiste en que en el artículo transcrito está una clave del misterio que envuelve al crimen. ¿Cuál concretamente? La doble personalidad contradictoria de Hildegart, que no llegamos a sospechar siquiera cuantos la conocimos en vida.

—¿Quiere decir que no era tan buena como parecía?

—Quiero decir, sencillamente, que no estuvo a la altura de la misión que debía desarrollar. Acaso toda la culpa no fuese suya. Porque Hildegart no fue hija mía exclusivamente. Necesité la cooperación de un hombre y no medí con exactitud su inevitable influencia. No acerté a encontrar el varón adecuado y de aquí se deriva todo; cuando el que debía nacer Caín, nace Abel, porque no es solo hijo de Eva, sino también de Adán, la tragedia resulta inevitable.

La escuchamos con interés, pero con cierto marcado escepticismo. Aurora Rodríguez es una mujer extraña e inquietante. Sorprende mucho de lo que dice y más aún la forma de decirlo: la impresionante frialdad con que habla del asesinato de su propia hija, admitiendo que fue fruto inevitable de una larga y terrible premeditación. Nadie podrá tomarla por perturbada al oírla. Se expresa con facilidad, incluso con elocuencia y hay perfecta ilación en su discurrir. Si nos desconciertan sus ideas no es porque las exprese con palabras que traicionen un desequilibrio mental, sino precisamente por su claridad brutal y su lógica implacable.

—Todo esto que parece confuso a primera vista es en el fondo de una elemental sencillez —añade—. Pero es necesario conocer todos los antecedentes del caso. No solo la vida de Hildegart y su muerte, que no son más que una continuación de las mías, sino todo lo que gira en torno a nosotras y frustra, acaso definitivamente, una de las experiencias humanas más audaces.

Es ella, muerta su hija, la única persona viva que conoce la verdad. Hundida, aplastada por la tragedia, estaba decidida a cerrar la boca, temerosa de que nadie llegase a entenderla. Ahora ha cambiado de parecer tras larga lucha consigo misma y nos ha llamado, suplicando, que acudiésemos a verla, para hablar sin tapujos ni hipocresías, exponiendo toda la realidad de lo sucedido.

—Para defenderse con ella, ¿no? —pregunta, escéptico, Endériz.

—En absoluto —niega enérgica la mujer—. De querer defenderme, habría tenido suficiente con fingirme loca. Todos, incluso vosotros, estabais predispuestos, e incluso lo seguís estando ahora, a creer que la muerte de Hildegart solo podía ser consecuencia de un profundo desequilibrio mental. Sé lo suficiente de medicina para simular los síntomas de una esquizofrenia o una paranoia que hubiese engañado a forenses y psiquiatras. Declarada irresponsable, me habrían metido en un manicomio del que podría salir libremente, escaparme en caso preciso, transcurridos unos meses o unos años.

Lejos de hacer nada de esto, ha hecho, está haciendo en este preciso instante, todo lo contrario. Nada hay que la aterre tanto como la locura y no porque lo esté de veras o tema poder enloquecer de ser encerrada en un establecimiento psiquiátrico, sino porque la simple presunción de estarlo significaría la muerte definitiva de todas sus ilusiones, el fracaso completo del ideal al que consagró su vida entera y por cuya supervivencia continúa luchando. Incluso más allá de lo que parecen permitirle sus fuerzas físicas y mentales.

—Estoy cuerda y deseo convencer a todo el mundo de que soy plenamente responsable de mis actos, Pero solo podré vencer el escepticismo general, destrozar las gratuitas imputaciones lanzadas contra mí, exponiendo con absoluta desnudez los hechos. Sin ocultar nada, sin paliar bajo velos farisaicos aquello que choque con las ideas de una sociedad acomodaticia y pueda ser interpretada por abeles y tartufos como un crimen más imperdonable aún que el sacrificio de mi propia hija.

Es un lenguaje inesperado y asombroso en una parricida. Lejos de negar el crimen o mostrarse arrepentida y pesarosa, lo exhibe con altanería desafiante y aun pretende justificarlo, arrojando sus culpas sobre la asfixiante hipocresía ambiental. A quienes puedan horrorizarse por lo hecho no quiere dejarles el consuelo de pensar que está loca.

—Tendremos que hablar tanto, rememorando la vida de Hildegart desde mucho antes su nacimiento —partiendo del instante en que aparece como simple idea en mi cerebro—, que por mucho que se prolongue esta comunicación, no nos dará tiempo hoy. Forzoso será que vuelvan a verme en días sucesivos. ¿Querrán hacerlo?

Endériz y yo asentimos en el acto, sin necesidad de ponernos de acuerdo. Tenemos más interés que nunca en conocer los motivos reales que determinaron la muerte trágica de Hildegart, pero también de penetrar en la personalidad complicada, en la psicología confusa y desconcertante de su matadora. Cada palabra de la madre aumenta nuestra sorpresa. Aunque con anterioridad al drama hemos hablado muchas veces con Aurora Rodríguez, descubrimos ahora que es mucho menos sencilla y vulgar de lo que habíamos imaginado.

Tenemos, además, la plena seguridad de que su historia lo será también. Contra lo que creíamos es algo más que la madre de una muchacha inteligente, con amplios conocimientos y fundadas aspiraciones intelectuales y políticas. Pese a que durante años haya permanecido en la oscuridad, ofreciendo al mundo la imagen borrosa de una insignificante mediocridad, demuestra ahora que tiene ideas y voluntad propia. Difíciles de compartir y más difíciles de admirar en muchos extremos, pero de indudable originalidad.

—La historia se inicia en una ciudad gallega, El Ferrol, y en el seno de una familia corriente de la clase media —comienza a hablar la mujer—. Pero por encima de la aparente vulgaridad.

La escuchamos hablar a lo largo de varias y sucesivas comunicaciones. Durante dos semanas, Aurora Rodríguez va contando a grandes rasgos su trayectoria vital, girando durante los últimos veinte años en torno a la idea de una hija excepcional, de una niña prodigio destinada a convertirse en genio antes de nacer. No oculta nada, favorable o desfavorable, y a veces su descarnada sinceridad nos produce una honda inquietud. En ocasiones la interrumpimos con preguntas intencionadas, con observaciones y comentarios que entrañan, si no en la forma, en el fondo, una crítica severa y un duro ataque. Sin descomponerse nunca, sin alterarse, dueña de sus reacciones y de sus palabras, contesta siempre con habilidad y firmeza.

Los capítulos que siguen son un resumen de estas conversaciones. A través de ellas aparece en toda su complejidad la personalidad singular de Aurora Rodríguez, plenamente identificada con la de Hildegart hasta la madrugada dramática de junio en que la madre acaba con la vida de su hija mientras esta dormía, con cuatro balazos disparados a bocajarro.

En los días de aquel cálido y agitado verano de 1933, hablo con una mujer que la conoce bastante bien. Es una doctora en Medicina, buena escritora y conferenciante con una intensa labor científica y cultural en el tercer decenio del siglo. Catorce o quince años mayor que Hildegart, pero muy próxima a ella en ideas e inquietudes, colaboradora suya en algunas campañas en defensa de la igualdad jurídica de los dos sexos, trata a su madre mucho antes de la tragedia y participa después en alguno de los reconocimientos psiquiátricos a que fue sometida luego de perpetrado el crimen.

—Aurora Rodríguez no es una mujer normal —asegura—. No quiero decir, sin embargo, que esté loca y mucho menos que sea irresponsable. Creo por el contrario que es perfectamente responsable de sus actos. Porque no hace ni dice nada que no haya meditado antes. Pero si todo genio obedece en cierta forma a un desarreglo cerebral, bien podemos asegurar que su mente no funciona con la regularidad apetecible.

En su opinión, la madre de Hildegart es un caso excepcional de ambición y voluntad. Excepcional porque sus ambiciones nada tienen de mezquinas y porque pone a su servicio una voluntad de hierro que le permite no detenerse ante nada ni ante nadie. Toda su vida está al servicio de una idea y marcha hacia ella en línea recta, sin curvas ni altibajos, pasando por encima de todo, incluso de sus instintos.

—Es como una encarnación del superhombre de Nietzsche que hubiese nacido mujer, con un desprecio profundo por cuanto la rodea, empezando por las demás mujeres. ¿Complejo de superioridad? No. No creo que padezca ese complejo.

—¿Por qué no? —preguntó extrañado.

—Porque es probable que tenga razón en el fondo y sea auténticamente superior a los demás. ¡Incluso a ella misma!