XIII. LA DRAMÁTICA CONQUISTA DE SIÉTAMO (HUESCA)
La Libertad, 24 de septiembre 1936
Cerrando el camino de Huesca, Siétamo. Una loma empinada, contrafuerte o estribación primera del Pirineo, domina la llanura por donde corre el río. Sobre ella, el pueblo serrano, de casas grandes con enormes muros de piedra viva. En el centro, la iglesia con su torre altanera y firme como una fortaleza inexpugnable. En lo más alto, el castillo del conde Aranda, con sus almenas desafiando las nubes. Siétamo entero es un magnífico fortín natural, como un Toledo chiquito clavado en el corazón de Aragón. Siétamo ha contemplado, antaño, los inútiles esfuerzos de la carlistada por dominarle, en un estéril intento por invadir las tierras de Cataluña. Siétamo ha contemplado, ahora, la lucha más dura, el combate más violento, la batalla más sangrienta de cuantas se han registrado desde el comienzo de la guerra civil en todo el frente aragonés…
Y Siétamo ha sufrido, dolorosamente, los tristes efectos de la guerra. Antes de llegar al pueblo hay que cruzar a pie el río, porque los fascistas volaron el puente. Luego, cuando la carretera que sube en zigzag domina la altura, el espíritu se estremece al contemplar el cuadro que se ofrece a los ojos. Casas derruidas, cuya techumbre se vino a tierra; montones de escombro llenando las calles; ruinas humeantes; muros agujereados por la metralla de los cañones y las bombas de mano. Y algo cien veces más impresionante: el olor. Un olor penetrante y horrible, prueba y demostración de que entre las ruinas que arden aún quedan cadáveres de fascistas muertos en la terrible lucha.
En la plaza del pueblo una casa inexplicablemente intacta; junto a ella, la iglesia con su techumbre derruida y su torre pétrea en la que apenas hicieron mella los cañonazos y la Aviación. Cerca, el castillo desmantelado con los muros en ruinas, con un aire desolado y triste. A su lado, en unos escombros que arden desde hace cuatro días, los huesos de unos oficiales que murieron en el incendio… Todo el pueblo está igual. Todo el pueblo son escombros y muros que mantienen un difícil equilibrio hasta venirse pesadamente a tierra. Todo el pueblo es una muda maldición contra los traidores que encendieron una guerra salvaje y estúpida que desgarra las entrañas del pueblo, que siembra de cadáveres y escombros los campos rientes de Andalucía, Aragón y Castilla.
Hay que pasear por el pueblo en silencio, porque las palabras sobran. Hay que morderse los labios para no prorrumpir en insultos estériles contra los promotores de la lucha. Pero no es posible impedir que los puños se tiendan amenazadores hacia la Huesca cercana donde se ocultan los culpables de la barbarie, sobre todo cuando en los muros ruinosos se contempla la bandera bicolor que los fascistas se entretuvieron en pintar, como la firma que un artista coloca al pie de su obra maestra. Siétamo en ruinas es la obra de monárquicos y traidores. España desangrada y rota, la genial labor de los seguidores de aquel Borbón del belfo caído y de la cara de idiota…
Una fortaleza casi inexpugnable
En Siétamo se hicieron fuertes los fascistas. En su excursión por los pueblos cercanos apresaron izquierdistas que fusilaron aquí. En esta loma, entre estos muros de piedra, con cañones, morteros, ametralladoras y fusiles, con trincheras de cemento y alambradas eléctricas, se creían inexpugnables. Se cuidaron mucho de fortificarse. En la torre de la iglesia colocaron sus ametralladoras —siempre tras de la cruz, símbolo de paz, el tableteo de las armas mortíferas—; en el castillo situaron varios morteros; en un lugar estratégico, las piezas del 10,5. Desde cualquier punto que se avanzara, había que caminar varios kilómetros al descubierto, ofreciendo el cuerpo a las maldiciones de plomo de las armas facciosas. Cuando acabaron sus obras de defensa, se sintieron seguros. Nadie podía tomar el pueblo; nadie podía avanzar para poner en peligro la ciudad rebelde de Huesca.
Y, sin embargo, Siétamo se tomó. Es, quizá, la página más heroica de cuantas han escrito las fuerzas leales. Si en todas ellas no fuera el heroísmo, más que un deber, una costumbre, merecían un monumento los hombres que conquistaron el pueblo, los que conquistaron casa por casa en una lucha homérica, los que caminan hacia delante sin volver la cabeza para contemplar al compañero que caía a su lado. Todos, todos los que intervinieron en la contienda se superaron. Y cuando se escriba la epopeya viril del pueblo español, tendrán derecho a figurar en primera línea. Junto a los que en Barcelona tomaron a puñetazos las ametralladoras; con los que en Madrid conquistaron alegremente los cuarteles; al lado de quienes se cubrieron de gloria en la toma de Simancas o en el sitio del Alcázar toledano.
El asalto de las alambradas
Para tomar Siétamo era preciso apoderarse antes de Loporzano, en previsión a un ataque por la retaguardia. Y Loporzano se tomó, ya diremos cómo. Luego, día tras día, hora tras hora, se fue estrechando el cerco. No era empresa fácil llegar a las primeras casas. Pero todavía era más difícil salir de ellas para conquistar las inmediatas. El primer obstáculo fue una serie de trincheras en las laderas de la montaña. A cuerpo descubierto, arrojando granadas de mano para destruir los nidos de ametralladoras, fueron tomadas. Más tarde se inició el ataque a fondo.
Hacían falta hombres bregados. Medrano escogió los mejores artilleros, colocándose a la cabeza. Durruti envió cinco centurias seleccionadas entre las más fogueadas. Todos rivalizaron en valentía. Medrano colocó sus cañones a doscientos metros y empezó a bombardear el pueblo. Las centurias de Durruti se lanzaron al asalto.
Cerrando la entrada del pueblo estaban las alambradas. Los fascistas habían puesto en contacto con ellas un cable de alta tensión. Detrás de ellas, escondidas en una trinchera de piedra, estaban las ametralladoras. Para vencer la dificultad hubo un derroche de heroísmo. Varios hombres se adelantaron, arrastrándose. Cuando estuvieron cerca de las alambradas se pusieron en pie. Los disparos levantaban tierra a su lado; sobre sus cabezas estallaban sordamente las balas dum-dum. Algunos de ellos cayeron heridos en mitad del pecho; otros, trazando con el brazo un semicírculo en el aire, lanzaron sus granadas. Se vio saltar la tierra, romperse las alambradas, caer destrozados algunos fascistas. Los hombres leales se lanzaron al ataque. Saltando por encima de los caídos cruzaron las alambradas. Muchos fascistas huían. Otros quedaban tendidos para siempre. Las entradas del pueblo estaban en su poder.
De casa en casa con bombas de mano
Pero aún faltaba lo principal. Cada casa —todas de piedra dura— era un fortín. Desde cada una se hacía un fuego mortífero. Mientras los cañones disparaban por encima de las avanzadillas, las centurias 21, 36, 37 y 38 continuaron su avance. Ante la primera casa, contra las puertas y las ventanas, varias granadas de mano. La madera saltó hasta astillarse, mientras desde dentro seguían disparando. Sin vacilar, antes de disiparse el humo, los luchadores leales estaban dentro. Un combate sordo y breve en las habitaciones y en los pasillos. Los fascistas dejaban de disparar.
Era imposible avanzar por las calles, barridas por las ametralladoras y los morteros de la iglesia y el castillo, con los fascistas haciendo fuego desde el interior de cada casa. Fue preciso emplear un procedimiento nuevo. Se hacía un agujero en la pared frontera de dos casas. Por él se lanzaban varias bombas de mano y granadas incendiarias. Antes de que se disipase el humo, antes también de que las llamas adquiriesen gran incremento, se penetraba en el interior haciendo fuego. Los fascistas, atronados por el estampido, morían o echaban a correr. Entonces se seguía con la casa inmediata. De casa en casa se avanzó hasta el centro del pueblo. Cuando se había conquistado una manzana se salía a la calle desafiando a las balas y se tomaba la inmediata. Los hombres de Durruti, negros de pólvora y humo, desnudos de medio cuerpo para arriba, con la cintura llena de granadas de mano, iban rechazando a los fascistas. En algunos sitios, en el interior de algunas casas, se trababan terribles combates, lanzándose granadas de mano a pocos metros de distancia.
¿Cuánto duró la lucha? ¿Qué horas se combatió pasando de casa en casa, apedreándose con bombas de mano, tomando por asalto las ametralladoras facciosas? Nadie lo sabe. Todos los que luchaban se olvidaron del tiempo, preocupados tan sólo por abatir al fascismo. Al amanecer se tomaban las primeras casas. Al caer la tarde continuaba el combate con la misma intensidad.
En algunos sitios, episodios emocionantes. Los fascistas disparaban parapetados tras los cuerpos de infelices vecinos. Cuando el empuje de los muertos les hacía huir, los vecinos abrazaban llorando a los hombres que venían a libertarlos de la horrible pesadilla en que habían vivido.
Al anochecer, todo el pueblo estaba dominado. Quedaba tan solo el castillo. Unos centenares de hombres, dirigidos por los hermanos Ruano y el ex coronel Pablo, se lanzaron al ataque. A los tiros de las ametralladoras y los morteros contestaban los estampidos de las bombas de mano. Poco a poco fueron derrumbándose los muros, cayendo las almenas, hundiéndose la fortaleza. De repente, cuando los primeros hombres penetraban por los agujeros abiertos de los muros lanzando bombas incendiarias, los fascistas dejaron de disparar. Los hombres de Durruti penetraron rápidos. En el interior no quedaban más que cadáveres. Ocultos en la oscuridad de la noche, arrastrándose entre peñascos y matorrales, huía un centenar de fascistas, únicos supervivientes de los que habían transformado el pueblo en terrible fortaleza.
En cuarenta y ocho horas…
Pudo entonces hacerse un balance de la lucha. En nuestro poder quedaban dos cañones, dieciocho ametralladoras, varios morteros, centenares de fusiles, gran cantidad de víveres y municiones, cuarenta soldados que se habían pasado a nuestras filas y un puñado de prisioneros fascistas. Quedaba —y era lo más importante— Siétamo, que cierra el camino de Huesca. Pero el pueblo estaba en escombros. Y en lucha heroica cayeron muchos de los más valientes. Un solo dato, elocuente y dramático, marca toda la dureza de la lucha. Un grupo internacional agregado a una de las centurias de la columna Durruti tenía sesenta hombres al comenzar la pelea; al terminar, tan sólo treinta y uno quedaban en pie.
—En el castillo —me ha dicho el capitán Medrano— encontramos una carta de uno de los generales traidores al que mandaba las fuerzas rebeldes de Siétamo. En ella le mandaba resistir y le aseguraba que habían salido refuerzos que no tardarían muchos minutos en ponernos a la fuga. Era mentira. Aunque los hubiese enviado no podrían llegar. Quería tan sólo hacerles resistir hasta la muerte. Sabía que Siétamo en nuestro poder es la seguridad de la inminente conquista de Huesca.
A las pocas horas de la lucha, unos hombres se acercaban al coronel Villalba. Eran, quizá, quienes con más dureza habían peleado. Formaban en las cinco centurias que dieron el asalto y tuvieron el mayor número de bajas. No estaban asustados por la violencia del combate ni cansados por la dureza de la pelea. Con serenidad y firmeza, sin jactancia de ningún género, le dijeron:
—Mande hombres que nos sustituyan en Siétamo y Loporzano, donde ya queda poco que hacer. Denos una de las casas conquistadas en Huesca. Y dentro de cuarenta y ocho horas nosotros solos, las centurias que vinimos de Bujaraloz, habremos conquistado totalmente la ciudad…
Siétamo, Septiembre