III. TERUEL. EN EL PRINCIPIO DEL FIN

La Libertad, 4 de septiembre 1936

El cambio es brusco y sorprendente. En pocas horas, en contados kilómetros, se pasa de las tierras llanas y bellas, de las huertas ubérrimas besadas por un mar azul y manso, a las duras montañas que parecen cerrarnos al interior, clavando sus picachos en las nubes plomizas. Penetramos en ruta hacia Teruel, en las tierras agrias del Maestrazgo. Caminamos entre montes pedregosos y valles angostos, en los que aun parece reflejarse la sombra sanguinaria del cabecilla Cabrera. Hace un siglo tan solo, por estos campos andaban los curas trabucaires y los campesinos fanáticos de la carlistada tiñendo de rojo el verde de las praderas montañosas. Ahora también derraman sangre de liberales y obreros los herederos directos de quienes marchaban alucinados tras la figura siniestra del Tigre del Maestrazgo…

Pero si la lucha es más dura y feroz que entonces, si acaso fuera difícil encontrar diferencia ninguna entre los absolutistas del siglo XIX y los fascistas del XX, ya no son estas montañas del Maestrazgo refugio seguro para las bestiales alimañas enemigas del pueblo. Entre 1836 y 1936 hay esta diferencia: el Maestrazgo es hoy republicano y anticlerical. En los años de la Dictadura, un grupo de muchachos jóvenes corrieron estas montañas predicando la buena nueva de un régimen generoso y justiciero. La semilla prendió pronto y honda. Y ahora los fascistas no han podido penetrar en los caminos del Maestrazgo que fueron su refugio y fortín en la guerra pasada. Toda la serranía de Segorbe a Morella es fiel a la República. Los fascistas encontraron los pueblos en armas. Los republicanos hallaron franco el camino que tuvieron cerrado a piedra y lodo nuestros abuelos liberales.

El liberalismo del Maestrazgo impidió que los fascistas de Aragón, que las guarniciones sublevadas de Zaragoza y Teruel pudieran caer sobre la provincia de Castellón en los primeros instantes de nerviosismo e incertidumbre. Las montañas, tan suyas antaño, fueron barrera infranqueable que les cerró el camino del mar. Sin ese republicanismo inesperado acaso hubieran logrado cortar las comunicaciones entre Valencia y Cataluña. Y quizás las bestiales escenas de Burjasot, la juerga de la soldadesca entre los estampidos de los fusilamientos hubiera tenido en 1936 una segunda edición tan cobarde, tan indigna, como la que cubrió de luto y vergüenza la figura siniestra del general Cabrera…

Un cerco de hierro

Pese a todas las complicidades y a todos los apoyos, los facciosos no han podido pasar de la provincia de Teruel. Ni un solo instante pudieron soñar en invadir las tierras suaves y bellas de Castellón o Valencia, levantadas a favor de la libertad. Hundidos entre montañas, cerrado el camino del mar, tuvieron que limitarse a fusilar a cuantos republicanos u obreros cayeron en sus manos y a esperar el ataque fatal e inevitable de las tropas leales. De Castellón y Valencia salieron las primeras columnas. Para nadie fue impedimenta saber que los guardias civiles de Castellón, mandados por un capitán felón, se sublevaron al llegar a La Puebla y asesinaron al diputado Casassala. Para todos fue la villanía nuevo estímulo y el ansia de venganza poderoso acicate. Apenas solucionada la situación en Valencia, se inició la salida de columnas. Primero la de Hierro. Luego la de Torres-Benedit. Más tarde la de Uribes-Peire. Por último, la que partiendo de Cuenca, había de desplazarse por los montes Albarracín para cerrar el camino de huida al adversario.

Las cuatro columnas están ya a la vista de Teruel. Una, partiendo de Segorbe, conquistó Manzaneda, Carrión y La Puebla y lucha en las proximidades del Puerto del Escandón, último obstáculo para el dominio de la capital. Otra, procedente de Iglesuela del Cid, avanzó por Allepuz y Cedrillas para conquistar Corbalán y Valdecebro, a tres kilómetros escasos de Teruel. Y las otras que, avanzando por la parte de Cuenca, tomando por asalto Villel y Villastar, establecen contacto con la columna del Puerto Escandón, estableciendo un cerco de hierro y fuego en torno a las posiciones facciosas.

Desde Valdecebro, Escandón y Villastar se domina por completo Teruel. De una columna a otra hay diez kilómetros escasos de distancia, con Teruel en el centro. Un millar de hombres resiste a la desesperada en la ciudad facciosa, de donde ha tiempo que huyó toda la población civil. Sobre ellos cae inclemente la lluvia de fuego de nuestros cañones y aeroplanos, las maldiciones de plomo de fusiles y ametralladoras. Una tras otra van quedando destruidas sus posiciones, barridas sus defensas. Pueden resistir cuanto quieran. Un día u otro, cuando se de a las columnas la orden de avanzar, Teruel será asaltado y el fascismo barrido…

Así murió «Pancho Villa»

Abundan los rasgos heroicos, los episodios admirables en el avance audaz de las columnas valencianas por entre las serranías turolenses. Pero no es esta la hora propicia para narrar el hecho aislado, la valentía individual de quien sabe morir en lucha por la libertad. Todas las columnas han tenido ya combates duros, acciones empeñadas en las que poner a prueba el ímpetu y el fervor de quienes las integran. Sin querer, saltan a los puntos de la pluma algunas hazañas. La de un grupo —cinco en total— que tripulando un automóvil se plantó en las puertas mismas de Teruel. La de Santiago Tronchoni entrando solo, pistola ametralladora en mano, en el pueblo de Corbalán, defendido por un centenar de fascistas. La de los carros blindados lanzándose valientemente de cara al enemigo, lejos de las avanzadillas. La de «Pancho Villa».

Acaso esta merezca mención especial. «Pancho Villa» era un obrero anarquista del puerto de Sagunto. «Pancho Villa» —Rafael se llamaba en realidad— figuraba como uno de los líderes de la columna de Hierro. «Pancho Villa» decidido, heroico, con un desprecio absoluto por la vida, figuró en vanguardia en los asaltos de Manzaneda, de Carrión, de la Puebla de Valverde. Y «Pancho Villa» figuraba en cabeza cuando se emprendió la lucha en los alrededores del Puerto Escandón.

El puerto tiene una importancia excepcional. Dominándolo se tiene Teruel en las manos, sin defensa posible. Los fascistas se hicieron fuertes en él, se atrincheraron sólidamente. El combate fue duro y difícil. Hubo un instante en que los nuestros, dominados por el fuego de las ametralladoras traidoras, vacilaron. Algunos incluso iniciaron la retirada. «Pancho Villa» se decidió. De un salto estuvo sobre el parapeto, pistola en mano, con un solo grito en la garganta:

—¡Vamos a por ellos, compañeros! ¡Adelante!

Echó a correr. Las balas dibujaban su silueta. No se agachaba para hurtar el cuerpo al mordisco hiriente del plomo. Los demás, arrastrados por él, conducidos por él, lo olvidaron todo para lanzarse al asalto. A los pocos segundos la trinchera enemiga era nuestra. Los fascistas caían a montones bajo el fuego de nuestras ametralladoras. Pero allá en el camino, cara al cielo, con una sonrisa de triunfo en los labios, quedaba tendido «Pancho Villa». Fue un héroe anónimo. Ni siquiera sabemos su nombre completo. Tan solo que era un obrero anarquista que supo, en lo más duro de la pelea, caer como un hombre auténtico…

Una sola palabra y…

Sobre Teruel cae incesante la lluvia de fuego de nuestras baterías. Los obuses estallan en el cementerio, en los cuarteles, en las fortificaciones levantadas por los rebeldes. Apenas si hay quien conteste a nuestro fuego. Teruel da la sensación de una ciudad abandonada, herida en su corazón por el empuje de las tropas leales ¿Cuánto tardará en caer? ¿Qué horas faltan para que los fascistas que aun quedan en ella se entreguen o mueran? No lo sé. Pero sí que a dos kilómetros escasos, millares de hombres aprietan los cañones de los fusiles, impacientes por caminar hacia delante. Una orden, una palabra y seis mil hombres se pondrán en marcha para barrer uno de los reductos del fascismo, para dejar franco el camino que conduce a Calatayud y Zaragoza.