VI. DE ALBARRACÍN A VILLEL

La Libertad, 9 de septiembre 1936

Para llegar a Villel hay que correr doscientos kilómetros por caminos polvorientos y cruzar una serie de pueblos miserables pegados a las lomas pardas de Cuenca y Teruel. Tiene el campo, montañoso y reseco, con grietas profundas en la tierra obscura, todo el aire dantesco de un paisaje lunar. Sin embargo, también aquí, también en estas aldeas perdidas en un rincón de España, se pelea por la libertad. En todas partes velan los campesinos escopeta en mano. En todas partes el puño en alto es inquebrantable expresión de fe en esa victoria cuyos resplandores nos dan ya en el rostro.

El paisaje varía radicalmente cuando, tras doce kilómetros de bajada dura y retorcida, caemos en las márgenes del alto Turia. Corre el río por un valle angosto, junto a montañas peladas y entre huertas de intenso verdor. Pasan los pueblos limpios y sonrientes reflejándose en el agua. Torre Baja, donde los fascistas no pudieron entrar; Libros, que estuvo en poder de los traidores durante unos días, y Villel, teatro de empeñados combates, cuartel general de parte de las tropas que cercan Teruel.

Pánico fascista

Recorriendo Villel, contemplando las cumbres que lo rodean, viendo el camino dominado por montañas de 500 metros que parecen derrumbarse materialmente sobre él, uno se asombra de que las tropas leales pudiesen tomarlo, de que las milicias republicanas y comunistas lograsen forzar el paso de estas gargantas y abrirse ruta franca hacia la ciudad donde aun domina el fascismo: la explicación es fácil, sin embargo. Tan fácil que puede resumirse en una sola palabra: miedo.

Cuando las tropas leales iniciaron el ataque, los fascistas sonreían diciéndose unos a otros muy convencidos:

—Son cuatro escopeteros comunistas. Vamos a cogerles y a fusilarles…

Trataron de cogerles; pero encontraron que en vez de cuatro eran varios centenares armados de fusiles y ametralladoras. Intentaron resistir. Mas tan pronto como las fuerzas leales tomaron una montaña próxima y las balas empezaron a silbar por las calles del pueblo, el pánico prendió en el ánimo de los traidores. Uno gritó:

—¡Estamos cercados! ¡Sálvese el que pueda!

A toda prisa tomaron los camiones y no pararon de correr hasta Teruel. Allí las autoridades facciosas les obligaron, convenientemente vigilados, a volver a Villel. Pero cuando se acercaron a varios kilómetros, las ametralladoras leales les hicieron comprender, con el lenguaje elocuente de su tableteo, que Villel estaba perdido definitivamente para ellos.

Los republicanos se baten bien

Las fuerzas leales que avanzando por el flanco izquierdo han completado el cerco de Teruel forman tres pequeñas columnas, en estrecho contacto entre sí y con los núcleos que operan en el puerto Escandón. La primera de esas columnas ha pasado ya de Albarracín, totalmente abandonado por los facciosos ante el avance de nuestras fuerzas. La segunda pelea en los alrededores de Campillo. Las milicias de Izquierda Republicana, con las cuales está el diputado Miguel Pérez, combaten con valentía extraordinaria. Todos los intentos del enemigo por contener su empuje resultan vanos; todos los refuerzos, insuficientes. Paso a paso, kilómetro a kilómetro, las milicias estrechan más cada día el cerco en que se asfixia Teruel. A los facciosos, en situación desesperada, les va fallando todo. Y así de ochenta granadas que dispararon los últimos días sobre Campillo, solamente explotaron tres, que no produjeron el más mínimo daño.

Matando el miedo

Sobre Villel cruzan a poca altura dos aviones leales. Marchan sobre las lineas enemigas, hacia Teruel, dominado por el fascismo. Pronto, en el silencio de la tarde, resuenan varias explosiones lejanas. Al mismo tiempo, en la línea de fuego se entabla un fuerte tiroteo. Son los traidores, aterrados por nuestros aviones, que tiran sin saber a donde tiran. En la avanzadilla, un miliciano dice sonriente:

—No les contestéis. Dejadles tirar a ver si consiguen matar al miedo. ¡Que buena falta les hace!…

Villel, 6 de septiembre.