IX. La expedición de los 101
IX
LA EXPEDICIÓN DE LOS 101
Comienza la segunda decena de junio. Hace más de dos meses que llegué a Albatera y más de uno que permanezco recluido en el calabozo. Han sido muchas las veces que en estos treinta y tantos días he visto llenarse y volverse a vaciar el infecto barracón. Generalmente han sido expediciones destinadas a Orihuela. En todas he tenido el temor o la esperanza —según mi estado de ánimo y las suposiciones acerca de la suerte corrida por quienes me han precedido en el mismo camino— de ser incluido en ellas, aunque al final no figurase en la lista de ninguna. En igual caso están otros seis hombres; mientras los demás pasan pocas horas en este lugar, nosotros permanecemos semanas y semanas. Parece que todos nos han olvidado. Con frecuencia, pensamos en los presos destinados en las oficinas del campo que desaparecieron el día de nuestro encierro y a quienes con toda probabilidad debemos nuestra anómala situación. Todavía no sabemos si nos perjudicaron o, por el contrario, nos hicieron el mayor de los favores.
El juicio depende, en definitiva, de lo que haya sido y sea de los trasladados a Orihuela. Ayer, precisamente, tuve noticias de uno de ellos, nada agradables, por cierto. Se trata de Eliseo Romero, hermano de Isabelo, secretario de la Regional Centro en julio de 1936. De Isabelo, muerto en el verano de 1937, guardo un recuerdo grato. Figura sindical nada famosa fuera de los medios confederales, tuvo un papel importante en la defensa de Madrid del noviembre famoso, a su impulso se debió en buena parte la aparición de Castilla Libre, periódico que he regido durante más de dos años. Viene a decírmelo un primo suyo, Jesús, preso en Albatera, a quien acaba de comunicárselo la viuda de Isabelo.
—Elena supo que a su cuñado Eliseo le habían sacado de aquí con rumbo a Orihuela hace mes y medio. Como allí no pudo encontrarle en ninguna cárcel, hizo averiguaciones y acabó por saber que le habían matado antes de llegar a su punto de destino.
Según la dijeron le mataron al intentar fugarse, saltando del camión en que era conducido. Al parecer, otros varios perecieron en los mismos lugares, día y circunstancias. ¿Qué habría sido de los demás trasladados allá? Elena no pudo, por ignorarlo, decírselo a Jesús ni éste a mí, aclarando dudas y despejando temores.
—En cualquier caso no resulta demasiado tranquilizador saber que mataron a varios en el camino.
En las cinco semanas que llevamos en el calabozo, procuramos adecentarlo un poco, terminando con chinches, pulgas y piojos. Fracasamos estrepitosamente, porque carecemos de los medios adecuados para combatir aquella plaga y los incómodos bichitos se multiplican con mucha mayor velocidad que la que empleamos para matarles nosotros. Al final no nos queda otro remedio que considerarnos derrotados y pechar con las inevitables consecuencias: que estamos llenos de miseria.
Muchas veces, cuando llevamos horas solos en el calabozo y hemos hablado ya todo lo que teníamos que hablar, nos entretenemos compitiendo en una prueba que tiene tan poco de bonita como de higiénica. Consiste en agitar violentamente la cabeza doblando el cuerpo hacia adelante y contar los piojos que caen al suelo. Gana, naturalmente, el que arroja más con cada movimiento, casi siempre porque su pelambrera está más poblada que las del resto.
Recibo algunas cartas de mi madre, que continúa confiando en mi liberación, pese a sus repetidos desengaños. En una de ellas, fechada en 3 de junio, me anuncia alborozada que mi hermano Antonio y un primo mío, al que ni siquiera conozco, recién llegado a Madrid de la que fue zona nacional —de Valladolid, concretamente— y que es «camisa vieja», van a ir en mi busca a Albatera, convencidos de que volveré a Madrid en su compañía. No tengo que escribir a mi madre diciéndole que pueden ahorrarse el viaje, porque no servirá para nada, porque cuando recibo la carta ya han fracasado los viajeros en el difícil empeño. Todo lo que ambos consiguen y no sin vencer grandes dificultades es que les dejen llegar hasta la puerta del calabozo, acompañados por un cabo y un soldado, para que puedan verme. Les veo y hablo con ellos tres minutos a través de la reja. Reconocen que han fracasado por la terca obstinación de un capitán, pero afirman que piensan proseguir sus gestiones en Madrid. Les agradezco sinceramente el trabajo que se han tomado, pero considero inútil que se tomen ninguno más.
—Seguramente me llevarán a Madrid, sin que vosotros tengáis que hacer nada. Si antes, naturalmente, no me pegan cuatro tiros sin salir de la provincia de Alicante.
* * *
Cuatro días después, en la tarde del 11 de junio, ordenan formar en el campo a todos los presos. Nos alarmamos en el primer momento, porque están recientes los últimos fusilamientos. Por fortuna, en este caso no se trata de ejecuciones, sino de una visita más de quienes vienen en misiones de busca y captura de determinados detenidos. No concedemos al hecho la menor importancia y seguimos como estamos —casi desnudos, por culpa del calor— tumbados unos en las literas o el suelo o yendo otros de un extremo del barracón al contrario.
—¡Cuidado! ¡A formar rápido, que ya están aquí!
Cuando el cabo grita su advertencia, ya están en la puerta cinco o seis individuos vestidos de paisano. Formamos precipitadamente en dos filas y yo quedo, por casualidad, en la segunda. Se abre la verja, penetran los visitantes y comienza la búsqueda. Son ya las siete de la tarde, el sol se ha puesto y si fuera, en el campo, sobra la luz, en el interior del calabozo más bien falta.
Uno de los individuos, de paisano, se queda vigilante en la puerta. Los otros, en grupo, recorren lentamente las filas, mirándonos con curiosidad. Una sola ojeada nos permite descubrir que cuatro de los recién llegados son policías. El restante es, tiene que ser por fuerza, el chivato de turno. Es una triste escena, que hemos presenciado múltiples veces en las últimas semanas. No me fijo demasiado en las caras, que siempre hasta ahora resultaron totalmente desconocidas para mí. Ni siquiera en el preso que, voluntariamente, por propia decisión o convencido a fuerza de palos, les acompaña. En cualquier caso, no están mucho tiempo en el calabozo y apenas si cambian entre sí algunas palabras en voz tan baja que no podamos entenderla.
—¿Le has visto, Guzmán? —viene a preguntarme, excitado, Acero, apenas nos vuelve la espalda.
—¿A quién? ¿Alguno de los polis?
—No; el que venía con ellos. ¿No sabes quién es? ¡Amor Buitrago!
Amor Buitrago, hijo de Victoriano Buitrago, antiguo militante confederal del Puente de Vallecas, es un muchacho de las Juventudes Libertarias. No he tenido contacto alguno con él y no es sorprendente que no le haya reconocido. Le he visto varias veces en el puerto y en los Almendros, hablando con Leiva y con Bajo, pero de esto hace más de dos meses y seguramente está tan cambiado como debemos estarlo nosotros. En cualquier caso, no parece que él me haya reconocido, quizá ni siquiera visto.
—Pues a mí, sí me ha reconocido —replica Amos Acero— y temo mucho que haya hecho lo mismo con otros; sin excluirte a ti.
Al poco rato las palabras de Acero tienen plena confirmación. Antes del toque de silencio traen quince o veinte presos al calabozo y todos están convencidos de haber sido señalados por Amor. Entre los que encierran están Rodríguez Vega, Trigo Mairal, Julián Fernández y Antonio Molina. Todos están dolidos con el cobarde que les ha señalado, pero quienes más duramente le califican son quienes hasta ahora le tenían por compañero.
—Aunque su madre fuese una santa —dice Molina— es un hijo de puta desde el día mismo de su nacimiento.
Hablamos, inevitablemente, de los chivatos y de las miles de razones que pueden inducir a un hombre a traicionar y vender a sus compañeros. Coincidimos plenamente en el concepto que merecen los confidentes de cualquier clase y condición que sean, incluso cuando se trate de enemigos y sus confidencias beneficien la causa que defendemos, como se han dado centenares y aun millares de casos en el curso de nuestra guerra. Son hierbas perniciosas que conviene arrancar de raíz sin contemplaciones de ninguna especie. Y tan despreciables como ellos mismos las causas que siempre les mueven.
—En definitiva, podemos reducirlas a cinco: ambición, morbosidad, dinero, miedo insuperable y debilidad para resistir los castigos físicos.
En diferentes circunstancias a las nuestras, la primera y la tercera podrían desempeñar un papel importante. Dada las condiciones en que vivimos, casi podemos descartar ambas por completo. Es muy difícil, en efecto, imaginar que ningún antifascista pueda esperar en este momento satisfacer sus ansias de trepar y medrar en la política a cambio de sus traiciones; también que la oferta de grandes sumas dinerarias logren convencerle, en el caso improbable que a alguno se le hagan. Quedan en pie los tres motivos restantes.
—El comandante Velasco, por ejemplo, es un tipo morboso, que disfruta con el sufrimiento que causa a sus antiguos camaradas. Es también un cobarde, que pretende salvar la piel como premio a sus confidencias, pero esencialmente una mentalidad enfermiza y retorcida. ¿Lo es también Amor Buitrago?
No le conozco lo suficiente para poder aventurar una opinión, pero sí Amos Acero, porque ambos viven en Vallecas. Rechaza la idea de que pueda ser un sádico. Considera que es un trepador que, con cierta facilidad de palabras como único bagaje y sirviéndose del historial de luchas de su padre como escabel, aspiraba a destacar y sobresalir sin verdaderos méritos propios. No cree que sea un traidor innato y voluntario, pero sí que carece de la entereza para afrontar un trance tan difícil como el que todos atravesamos desde el final de la guerra.
—Es posible que le hayan pegado, cosa que ignoro. Supongo, sin embargo, que no habrán tenido que torturarle mucho para convertirlo en la piltrafa humana que son los chivatos, porque siempre he sospechado que le faltaba el valor preciso para morir si es preciso en defensa de sus ideas. O, mejor dicho, de las ideas de su padre, ya que no creo que él, arribista típico juvenil en un período agitado, tenga ideas propias de ninguna clase.
—En cualquier caso —comento yo— debemos compadecerle. Aunque sólo sea recordando que la compasión es la fórmula ínfima del desprecio.
Hablamos a continuación de las posibles consecuencias inmediatas de su delación. Hasta ahora todos los que fueron señalados por Velasco y otros chivatos fueron encerrados en el calabozo para ser trasladados al día siguiente a Orihuela. ¿Lo serán mañana mismo los marcados por Amor Buitrago, entre los que no sabemos —aunque suponemos que sí— estaremos Acero y yo?
—Mañana no creo, porque mañana es domingo y me parece recordar que en domingo no se hizo ningún traslado.
—Yo creo —dice Rodríguez Vega— que seremos conducidos directamente a Madrid. Los que acompañaban a Buitrago eran agentes de la policía madrileña, según les oí decir. ¿Para qué perder tiempo haciéndonos pasar por Orihuela cuando es en Madrid donde les interesamos?
Tiene perfecta lógica su opinión, aunque otros muchos cuya principal actuación había tenido Madrid por escenario —Antona, Zabalza, Navarro Ballesteros, etc.— fueron llevados a Orihuela. Claro que existía la diferencia de que a ellos no habían venido unos policías desde Madrid a buscarles.
Conforme suponíamos por anticipado, el domingo no se llevan a ninguno del calabozo. Pero sin moverme de él recibo unas noticias que parecen confirmar el parecer del secretario de la UGT. Se trata de Aselo Plaza, al que unos policías se han llevado directamente a Madrid. Me lo cuenta con aire preocupado Esplandiú, que la tarde anterior no pudo acercarse siquiera por el revuelo causado en el campo por la presencia de Buitrago transformado en confidente. Añade algo más:
—En el mismo coche en que los policías se llevaron a Aselo, y estuvo un rato parado a la entrada del campo, llevaban también a Gómez Osorio. Debieron ir por él a Alicante antes de venir a Albatera.
La impresión general de que los señalados por Amor Buitrago serán —o seremos— trasladados directamente a Madrid se acentúa considerablemente en la mañana del lunes. Hay una nueva expedición de presos con destino a Orihuela, pero aunque en la consabida lista aparecen cuarenta personas de las recluidas en el calabozo, no figura en ella un solo nombre de cuantos encerraron en la tarde del sábado.
—Supongo que nosotros saldremos mañana mismo —dice Antonio Molina— en viaje directo de regreso a Madrid.
Transcurre, sin embargo, tanto la tarde del lunes como la jornada íntegra del martes sin que nadie se presente en nuestra busca. ¿Piensan dejarnos allí de una manera definitiva? La mayoría rechazan la idea, ya que los policías que vinieron el sábado a Albatera dijeron a varios de los señalados que se preparasen para lo que muy pronto les esperaba. Buscamos una explicación al retraso y creemos encontrarla en que los agentes hayan ido a Madrid en busca de medios de transporte para efectuar la conducción e incluso de refuerzos para custodiarla.
—¡Bah! —exclaman algunos escépticos—. No debemos pasar de veinticinco los seleccionados en el campo y con un solo camión y seis o siete policías de escolta tendrán más que suficiente.
—¿Pero quién te dice que no vayan a llevarse otros tantos de Alicante y tal vez de Orihuela?
Buitrago fue conducido como varios millares de prisioneros más a la plaza de toros alicantina al desalojar el Campo de los Almendros. Allí debieron dar con él los policías madrileños y parece natural que empezase a delatar a compañeros suyos de reclusión en el mismo coso. Tampoco se me antoja disparatado que le hayan llevado a los castillos de San Fernando y Santa Bárbara, donde están recluidos muchos militares profesionales, mandos de milicias y comisarios políticos, de igual modo y con idéntico propósito que le trajeron a Albatera. Ni siquiera cabe descartar la posibilidad de que hayan hecho otro tanto en Orihuela.
—Es probable que no se trate únicamente del traslado de veinte o veinticinco presos, sino del doble como mínimo. Incluso que pasemos del centenar los integrantes de la expedición que preparan.
Muchos creen excesivo este último número; yo pienso todo lo contrario. Aunque en los dos meses y medio transcurridos desde el final de la guerra se hayan llevado bastantes a Madrid y hayan muerto otros tantos, en el puerto de Alicante llegó a concentrarse una verdadera multitud. En ella nos encontrábamos varios millares de personas salidas de la ciudad el mismo 28 de marzo en que se perdió. Incluso muchas que lo hicieron días antes habían desarrollado en ella sus actividades —militares, políticas, sindicales, periodísticas, jurídicas y policiales— durante los treinta y dos meses de guerra. Aparte de los pocos que por uno u otro procedimiento lograron embarcar en las jornadas postreras de lucha, en los muelles estaban el 31 de marzo los cuadros directivos de sindicatos y partidos, el esqueleto de la organización que mantuvo durante largos meses la resistencia de la zona Centro-Sur.
—A todos —jefes de división, brigada, batallón o compañía, gobernadores civiles, alcaldes y concejales, comisarios políticos, magistrados y jueces, periodistas, policías y un larguísimo etcétera— nos acusan de haber participado en la rebelión y van a juzgarnos por ello. ¿No crees que hay todavía, aquí, en Orihuela y Alicante, más de cien y aún más de quinientas personas que fuimos alguna de esas cosas en Madrid?
A las diez y media de la mañana del miércoles 15 de junio de 1939 (año de la Victoria) comienzan a despejarse nuestras dudas al respecto. A esa hora un cabo nos comunica una orden de cumplimiento inmediato, gritando desde la reja del calabozo:
—¡Que se preparen con todo los de Madrid! ¡Deprisa porque ya vienen por ellos!
Es inútil que le preguntemos nada porque no sabe más que lo que ha dicho. Ignora si se trata sólo de los que hayan nacido en Madrid o de cuantos hayan estado allí durante la guerra. Encogiéndose de hombros, responde:
—Ahora vendrán con la lista, que están terminando de escribir. Pero si cuando lleguen no estáis preparados… ¡Bueno, será mejor que lo estéis!
Se marcha sin más explicaciones. Suponemos que en la lista figurarán los nombres de todos los señalados por Amor Buitrago. Por si acaso nos preparamos también algunos que no sabemos si se fijó o no en nosotros. No es mucho el equipaje de ninguno y no tardamos en tenerlo dispuesto.
Yo me limito a abrir la maleta y sacar el único traje que tengo. Un traje de invierno cuando ya estamos a mediados de junio. La chaqueta me está muy ancha y los pantalones se me caen. Resuelvo el problema atándome una cuerda a la cintura. Me pongo también una camisa cuyo cuello me sobra y lo sujeto con una corbata. No debo estar muy presentable, pero no tengo nada mejor. En la maleta meto el jersey y los pantalones que he usado en el campo. Están viejos, sucios y con abundancia de piojos, pero me los llevo porque ignoro si podré necesitarlos. En la maleta llevo unas carpetas con papeles. Parte de los que saqué de Madrid, los quemé en el puerto y en los Almendros. Sigo conservando una o dos novelas y una obra de teatro. Creo que no son del todo malas. En cualquier caso, no tienen relación alguna con la guerra o la política.
Termino en diez minutos. Los demás emplean un tiempo parecido. Hemos concluido todos un poco antes de que llegue hasta la puerta del calabozo un hombre joven, de paisano, policía sin duda, al que acompañan un cabo y dos soldados.
—¡Atención a los nombres! Id saliendo a medida que os nombre.
Empieza la lista y termina mucho antes de lo que suponemos. No consta más que de diez nombres. Van saliendo los mencionados y forman con sus maletas delante del calabozo, vigilado por dos de los soldados. Cierran la reja y los que no hemos sido nombrados nos miramos sorprendidos y desconcertados.
—No soltéis las maletas —advierte el policía antes de irse—. Ahora vendrán con otra lista.
La segunda lista, leída por un policía distinto, consta de once nombres. ¿Son todos los que van a salir en la expedición que están organizando? Se lo preguntamos al que la ha leído, pero se encoge de hombros y nos vuelve la espalda sin molestarse en contestar una sola palabra. En esta segunda lista figuran casi todos los amigos y conocidos que entraron en el calabozo la tarde del sábado. ¿Nos quedaremos en el calabozo cuatro de los señalados por Buitrago y yo?
—Habrá una tercera lista —dice Antonio Molina.
La hay, aunque pasen diez minutos desde que se llevan a los comprendidos en la segunda hasta que aparece un policía portador de la tercera. Es mucho más breve que las anteriores. Consta sólo de cuatro nombres, el de Molina el último. No figuro tampoco en ella. Se lo digo al agente, mientras cierran la puerta del calabozo.
—No creo que haya más listas ni más nombres.
Estoy sorprendido y desconcertado. Aunque en un principio no creyese que Buitrago me hubiere reconocido, quizá ni siquiera visto, después había llegado a la conclusión de que Acero tenía razón y de que ambos figuraríamos en la primera expedición de presos para Madrid. Incluso en el caso de que Amor no me hubiese marcado como a los demás, en la oficina del campo —donde seguramente habrían redactado las listas— sabían que había dirigido un periódico en Madrid y que estaba en el calabozo. Hacía pocos días de la gestión fallida de mi hermano Antonio y uno de mis primos y por fuerza tendrían que recordarlo.
Comprendía mi prolongada estancia en el calabozo porque el día de mi entrada desaparecieron los auxiliares que trabajaban en la oficina del campo y podían haber trastocado o destruido la documentación referente a mí. Pero más que casualidad lindaría con lo milagroso que también hoy se repitiera la historia.
Durante un rato permanezco de pie, junto a los barrotes de la puerta, esperando que vengan por mí. Pero como transcurre un cuarto de hora sin que aparezca nadie me meto en el cuartucho, dejo la maleta sobre un banco, me quito la chaqueta y empiezo a aflojarme la corbata. Estoy en esto, vuelto de espaldas a la puerta, cuando oigo una voz:
—¡Eduardo de Guzmán…! ¡Corriendo con todo…! ¡Que se están cansando de esperar…!
Confuso giro sobre mis talones para mirar a la puerta. Están abriendo de nuevo el rastrillo mientras un policía, que debe haber venido corriendo a juzgar por su aspecto, me apremia:
—¡Venga ya, pelmazo…! Media hora de retraso y encima tú…
Trato de protestar. Hace una hora que estaba preparado, pero nadie me ha llamado hasta ahora. Incluso pregunté a dos agentes que vinieron antes y ninguno de los dos me hizo el menor caso.
—¿Sales de una vez o te saco a patadas? —me interrumpe destemplado.
Vuelvo a ponerme la chaqueta, cojo la maleta y salgo. Asiéndome de un brazo el agente me empuja hacia la puerta del campo, mascullando entre dientes algo que no llego a comprender. En el recinto exterior veo dos camiones llenos de presos. Uno que ha debido completar su carga y parece dispuesto a emprender la marcha más lejos. Otro, más próximo, donde unos guardias civiles y unos policías parece que están concluyendo de amarrar a los detenidos. En ambos veo muchas caras conocidas; incluso algunas que tengo la seguridad de que estuvieron en los Almendros, pero no en Albatera.
—Creías que nos olvidábamos de ti, ¿eh, Guzmán? Pues ya verás con qué cariño te recordamos. ¡Especialmente yo!
Es un hombre de treinta a treinta y dos años, diez o doce centímetros más alto que yo, de frente despejada, hombros anchos, vestido con pulcritud, que sonríe al mirarme y habla en tono marcadamente burlón. Soy buen fisonomista y tengo la seguridad de no haberlo visto antes pese a que él parece conocerme a mí. Desde luego, no acierto a imaginarme siquiera por qué ha de recordarme de una manera especial.
—Por tus artículos, naturalmente —continúa sarcástico, contestando a una pregunta que no he llegado a formular—. ¡No sabes cómo disfrutaba leyéndote! ¡Lástima que no podrás seguir escribiendo…!
Más que las palabras, el tono con que las pronuncia y los gestos que las acompañan no dejan lugar a la menor duda. Se burla de mí, que no puedo contestarle. Probablemente le hace gracia mi aire de completa derrota, mi acentuado enflaquecimiento a causa del hambre; quizá ver que me sobra la mitad del traje viejo de riguroso invierno que llevo en los comienzos del verano; tal vez presumir que llevo tres meses sin bañarme, casi sin lavarme y lleno de piojos.
En Madrid tendremos ocasión de hablar. ¡Te aseguro que no vas a aburrirte!
Debe ser el jefe de la expedición que va a volvernos al lugar de donde salimos dificultosamente el 28 de marzo. Los demás agentes parecen pendientes de él y obedecen en el acto no ya sus órdenes, sino sus menores gestos. El que ha ido a buscarme al calabozo, me empuja al borde del camión que no ha ultimado aún los preparativos de marcha. Me obliga a levantar los brazos, tras dejar la maleta en el suelo, y me cachea concienzudamente. Sonrío para mis adentros; no me encontrará nada encima, excepto bichitos molestos, algunos de los cuales pueden irse con él.
Mientras me cachea oigo a mis espaldas las risas del que supongo jefe de la expedición en charla con algunos oficiales. De vez en cuando logro entender una palabra o frase suelta. Me imagino, acaso con un exceso de suspicacia, que hablan de mí. Incluso creo escuchar una alusión a la reciente visita de dos familiares míos.
—Decían con toda su cara que le avalaban. Yo les contesté que quién diablos les avalaba a ellos y se fueron con las orejas gachas y el rabo entre las piernas.
Repentinamente cruza por mi cerebro la idea de que el retraso en llamarme, el dejarme el último en el calabozo y el hacerme pensar que no iba a ir en aquella expedición no es producto de un descuido accidental, sino algo perfectamente pensado. En el acto lo relaciono con el cuento de Villiers de l’Isle Adam y el refinamiento inquisitorial del tormento de la esperanza. Si hace meses luché esforzadamente por librarme de esa trampa, quizá haya caído hoy en ella de manera inconsciente y maquinal.
—Sólo faltas tú. ¡Sube ya al camión!
Alzo la maleta, queriendo meterla en el hueco que veo en el banco trasero del camión. Uno de los guardias que está arriba la rechaza. No hay sitio para la maleta. Dirigiéndose al policía que está a mi lado, explica:
—Si nos llevamos la maleta, no cabe él.
—¡Pues que deje la maleta! ¿No me has oído?
Le he oído perfectamente, pero no quiero prescindir de la maleta. Se lo digo en el tono más suave posible y discutimos un momento. El jefe de la expedición corta en seco el debate. Dirigiéndose al policía ordena tajante:
—¡Manda la maleta a hacer puñetas, Luis!
—Pero es que… —me vuelvo a protestar.
—No la necesitas —me interrumpe—. ¡Para el viaje que vas a emprender no necesitas ningún equipaje!
El llamado Luis tira violentamente la maleta al suelo. Tengo que subir al camión. Unos tablones que van de un lado a otro forman unos bancos en que van sentados los presos de espaldas al sentido de la marcha. Hay cuatro bancos en cada uno de los cuales van, bastante apretados, seis hombres.
Me han dejado un sitio en el último banquillo. Cuando subo, uno de los guardias cierra en torno a mi muñeca izquierda una esposa cuyo extremo opuesto sujeta la mano derecha del preso que va a mi lado: Antonio Molina. Es difícil que unidos en esta forma los seis que ocupan cada banquillo exista el menor peligro de fuga. No obstante, una vez sentado el mismo guardia me ata los pies. Debo hacer algún gesto, porque el guardia sonríe y exclama:
—Preso atado, pareja suelta.
Emprendemos la marcha y pronto perdemos de vista el campo de Albatera. En el camión, además de los veinticuatro presos bien atados, van dos números de la guardia civil que vigilan atentamente nuestros movimientos. Como no tardaré en comprobar, otros dos guardias marchan en la cabina junto al conductor, que también debe ser agente de la autoridad.
Delante de nosotros va otro camión tan cargado como éste. Entre ambos, un automóvil con cinco agentes de paisano. Cerrando la marcha otro coche en que he visto meterse al jefe de la expedición y cuatro policías más. Marchamos por un camino estrecho hasta que, luego de cruzar la vía férrea, salimos a la carretera. Allí nos detenemos un momento pegados a la cuneta.
El automóvil en que va el jefe de la expedición nos adelanta para ir a hablar con los ocupantes de otro coche —probablemente policías también— que nos espera. Tras recibir las instrucciones, el auto que nos esperaba sale lanzado y el jefe hace señas para que nuestros dos camiones reanuden la marcha.
Torcemos a la izquierda al llegar a la carretera. Como estamos en la ruta que va de Alicante a Murcia, ello indica que nos dirigimos a Orihuela. Lo comprobamos en Callosa de Segura viendo en la casilla de un peón caminero los kilómetros que nos faltan. ¿Vamos a quedarnos en Orihuela como tantos otros que salieron de Albatera? Podría ser. Aunque los policías han hablado de Madrid en diferentes ocasiones cabe la posibilidad que lo hicieran por despistarnos. Sin embargo, tengo la impresión de que pasaremos de largo por Orihuela. Se lo digo en un susurro a Molina que va a mi izquierda y que tras asentir con un movimiento de cabeza, precisa en voz baja.
—En Orihuela recogeremos a otro grupo de presos.
Diez minutos después entramos en Orihuela. Pasamos por varias calles retorcidas y estrechas y vamos a pararnos en las inmediaciones de un edificio monumental de estilo barroco. Aunque le veo mal y hace años que no paso por Orihuela, creo que se trata de Santo Domingo, antiguo colegio dominico y universidad convertida en prisión.
Hay otros dos camiones, aparte de los que forman en la comitiva en que venimos desde Albatera, ambos a medio llenar. Los van completando con presos que salen del edificio. Aunque los veo a distancia y de refilón reconozco a algunos: Zabalza, Antona, Navarro Ballesteros. Me alegra verles porque en las últimas semanas he temido por la vida de algunos de ellos.
La parada en Orihuela se prolonga durante cerca de una hora. No hay mucha gente en las calles, acaso porque es hora de trabajo. Algunos nos contemplan de lejos y no advierto en sus gestos animadversión ninguna, pero no se atreven a acercarse. Los que caminan por la calle en que estamos apresuran el paso e incluso miran para otro lado cuando pasan delante de los camiones cargados de presos.
Son las doce de la mañana y cae el sol de pleno cuando reanudamos la marcha. La carretera está llena de baches, los camiones pegan verdaderos saltos al atravesarlos y tenemos que agarrarnos al asiento para no ser lanzados de un lado para otro. El asiento es duro, demasiado estrecho para los seis que vamos en cada uno, con la incomodidad suplementaria de las esposas en las manos y las cuerdas en los pies. Por ir en un extremo tengo la ventaja de llevar libre la mano derecha y puedo utilizarla para agarrarme a la baranda de mi lado.
Dejada atrás Orihuela, corremos atravesando las huertas de la margen izquierda del Segura. A las doce y media, luego de pasar frente a la impresionante mole de Monteagudo, entramos en Murcia. Eludiendo el centro de la población, la comitiva —integrada ahora por cuatro camiones y cinco automóviles— tuerce a la izquierda para pasar delante de la plaza de toros y descender hasta la orilla del río.
Uno de los coches, que se ha adelantado, ha elegido un sitio adecuado para detenernos: unos jardines, solitarios y mal cuidados, cerca de la margen izquierda del Segura. Lo hacemos a la sombra de los árboles en una especie de glorieta donde hay una fuente.
—¡Parada y fonda! Un alto para comer.
La comida no es muy abundante ni variada, al menos en lo que a los presos se refiere. Consiste simplemente en la tercera parte de un chusco y una lata de sardinas de 125 gramos por cabeza. Como esposados unos a otros tropezamos con grandes dificultades para desenvolvernos, los guardias civiles —que en todo momento se portan correctamente con nosotros— retiran algunas de las esposas, quedando unidos de dos en dos, con lo cual todos tenemos una mano libre para llevarse el pan y las sardinas a la boca. Incluso consienten que dos de cada camión salten a tierra y vayan hasta la fuente para llenar de agua todas las cantimploras.
Los camiones han parado muy cerca unos de otros, acaso porque así es más fácil la misión de vigilancia, que no descuidan un solo momento los veintitantos policías y los dieciséis o dieciocho guardias que nos custodian. Incluso cuando comen ellos, lo hacen en dos turnos y mientras una mitad ingiere los alimentos, la otra permanece alerta y con las armas en la mano.
—¡Atención todos! El que tenga alguna necesidad, puede evacuarla aquí y ahora. Luego tendrá que cagarse en los pantalones. ¿Está claro?
Ignoramos el tiempo que tardaremos en llegar a Madrid. Calculamos que en el mejor de los casos no necesitaremos menos de diez o doce horas. Como es natural, todos manifestamos deseos de vaciar la vejiga o el intestino. Aunque no nos apremiara la necesidad de hacerlo lo pediríamos igual porque al bajarnos de los camiones estiraremos un poco las piernas que ya sentimos entumecidas.
—Vais a ir bajando de dos en dos. Pero mucho cuidado. El que se desvíe medio metro del sitio señalado o haga un movimiento sospechoso, le huele la cabeza a pólvora.
Aunque nos meten mucha prisa tardamos cerca de una hora en evacuar nuestras necesidades junto a unos macizos en torno a los cuales guardias y policías forman un círculo para impedir cualquier tentativa de fuga. No es fácil, esposados de dos en dos como bajamos de los camiones y sin que los guardianes, con las armas dispuestas, nos pierdan de vista un solo segundo.
Los guardias nos desatan los pies por orden riguroso, bajamos y volvemos a subir después para ocupar los mismos lugares de antes y ser amarrados de nuevo en la misma forma. A mí como a todos nos sobra tiempo y ocasión para contar los presos que integramos la expedición y aun para reconocer a cerca de la mitad.
En total somos ciento uno los presos trasladados. Como de Albatera no procedemos más que una treintena escasa, los demás han debido ir a buscarlos a Orihuela y Alicante. En Alicante estaba concretamente Amor Buitrago, al que veo bajar de uno de los camiones esposado a su propio padre. El padre, un hombre de cincuenta y tantos años con el pelo blanco, está pálido, demacrado, con huellas claras de un intenso sufrimiento, probablemente más moral que físico. Abochornado por la cobardía del hijo, desvía la mirada cuando advierte que le mira algún compañero.
Aunque desconozco a la mitad de los integrantes de la expedición y a otros varios, aun conociéndoles bien, me cuesta trabajo reconocerles —tanto han cambiado en los meses que llevo sin verles—, tengo la impresión que la selección está bien hecha desde el punto de vista de los policías. Es posible que todos hayamos sido marcados por un mismo chivato, pero seguramente la sucia tarea que Amor se ha prestado a realizar, fue ampliada y complementada con datos e informes de otras fuentes. Especialmente del comandante Velasco, ya que en los camiones viajan no pocos de los delatados por él.
Repentinamente surge en mi ánimo una sospecha, que más tarde veré confirmada, de que los trabajos de los grupos policiales madrileños en su búsqueda por la provincia de Alicante han ido orientados en dos direcciones. De un lado, a localizar a los elementos que consideran de mayor significación o actividad política, militar y sindical; de otro, a encontrar a cuantos guardaron el orden en la zona republicana, combatiendo las organizaciones de la quinta columna, el derrotismo y el espionaje. Así, junto a dirigentes políticos y sindicales, diputados, gobernadores, alcaldes y periodistas, vemos en los camiones a jueces o fiscales, abogados, policías, guerrilleros, milicianos de retaguardia y agentes del SIM.
Entre los primeros están quienes han sido los máximos representantes de la CNT y la UGT: David Antona, secretario del Comité Nacional de la Confederación el 18 de julio de 1936, y José Rodríguez Vega, secretario de la ejecutiva nacional ugetista hasta el 31 de marzo de 1939. Junto a ellos, diputados como Ricardo Zabalza, presidente de la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra; gobernadores civiles como Antonio Trigo Mairal, que lo ha sido de Madrid; médicos como González Recatero, jefe de Sanidad del Ejército de Levante; numerosos comisarios políticos y jefes militares como Molina y Guerrero que mandaron sendas divisiones; periodistas como Navarro Ballesteros, director de Mundo Obrero o yo mismo; Manuel Amil, organizador del transporte madrileño en horas críticas; Julián Fernández, secretario de la Federación Local de Sindicatos de Madrid; Leiva, figura descollante en las Juventudes; Germán Puerta, secretario de la FAI; Melchor Baztán, Juan Ortega, Cayetano Continente, González, Villarreal, Valcárcel, José García, Antonio Paulet y medio centenar más de valiosos elementos republicanos, socialistas, libertarios y comunistas.
—¿En qué piensas? —pregunta en voz baja Antonio Molina, que advierte mi repentina abstracción.
—En cuántos de estos ciento uno llegaremos vivos a finales de año.
—Me figuro que muy pocos.
* * *
En algo más de tres horas recorremos los 143 kilómetros que separan Murcia de Albacete. Es una tarde calurosa de mediados de junio, el sol nos da de lleno y sudamos copiosamente. La carretera no está en buen estado y los camiones, que en algunos tramos van hasta a setenta kilómetros, pegan constantes bandazos y saltos. Esposados y atados los pies, muy apretados los seis que vamos en cada banquillo, el viaje constituye una pequeña tortura. Las ligaduras de los pies dificultan la circulación de la sangre y tenemos totalmente entumecidos los miembros inferiores. Apenas hablamos; no tanto por la prohibición de hacerlo, como por falta de ganas, concentrados todos en pensamientos que nada tienen de agradables.
Si en Orihuela y Murcia hemos estado largo rato detenidos, los conductores parecen empeñados ahora en recuperar el tiempo perdido. No hacemos alto en ninguna parte. Los camiones van en fila india, separados unos de otros treinta o cuarenta metros. Los coches ocupados por los policías se adelantan a veces y nos esperan luego a la entrada de cualquier pueblo. No hay que ser muy linces para comprender que sus ocupantes han procurado refrescarse un poco en los bares pueblerinos. A nosotros, como la sed aprieta, el agua de las cantimploras se ha agotado al llegar a Cieza. Luego pasamos sed, pero hemos de aguantarla porque nadie nos da nada para mitigarla.
Hasta Cieza marchamos por la orilla izquierda del Segura, cruzando la extensa huerta donde la lujuriante vegetación parece disputarse ferozmente cada milímetro del terreno. Luego, nos apartamos del río para ascender hacia Hellín. Más tarde, ya en tierras de meseta, corremos hacia Albacete por Tobarra y Pozo Cañada. A nuestra derecha, ligeramente difuminada en la lejanía, oscilando en la calina vespertina, la mole donde se asienta Chinchilla.
Aminoramos la marcha en las calles de Albacete, pero no nos detenemos como algunos habíamos esperado. Lo mismo hemos hecho en los pueblos del trayecto. En todas partes, la gente se asoma a puertas y ventanas para ver pasar la comitiva. Nadie puede dudar acerca de quiénes somos los que vamos en los camiones, vigilados por la guardia civil y amarrados de pies y manos. Quienes nos ven pasar no dicen nada generalmente; ni siquiera hacen un gesto. No obstante hay brillo de lágrimas en muchos ojos, que algunas mujeres se limpian con disimulo.
Pasado Albacete, ya declinando la tarde, pero todavía dándonos en la cara el sol poniente, proseguimos a través de la Mancha. Cruzamos La Gineta y tres cuartos de hora después de salir de la capital de la provincia llegamos a La Roda. Creemos que lo pasaremos de largo, pero nos equivocamos. Los camiones aminoran la marcha y van a detenerse en una plaza del pueblo; el nuestro, que cierra la comitiva, queda muy cerca de la entrada de un café-bar, muy concurrido en este momento.
La Roda es un pueblo grande. Son cerca de las siete de la tarde de un día caluroso y todo el mundo parece haberse lanzado a la calle. Entre las gentes pueblerinas que pasean por la plaza, abundan los uniformes. Al parecer hace cosa de dos meses que hay un batallón en el lugar y se ven soldados libres de servicio por todas partes. Muchas mujeres y hombres nos miran de lejos, pero no se atreven a acercarse. Algunos de los policías han ido en busca de algunos amigos personales suyos, y nosotros aguardamos dentro de los camiones sin que nos desaten ni los pies ni las manos.
De pronto en la puerta del café aparece un tipo de mediana edad, bajo, gordo, coloradote. Se nos queda mirando con aire complacido. Luego, volviéndose hacia el interior del café, grita jubiloso llamando a sus amigos:
—¡Salid todos deprisa! ¡Mirad lo que tenemos aquí…!
Cinco o seis individuos asoman precipitadamente a la puerta. El individuo gordo, señalándonos con el brazo extendido, explica con una ruidosa carcajada:
—¡Más carne para el matadero…!
Sus amigos le ríen la gracia. Luego, acercándose unos pasos al camión, le secundan con escogidas demostraciones de ingenio:
—¡RIP rojillos…!
—¿Cuándo la espicháis, cabrones?
—¿A cuántos habéis asesinado, hijos de puta?
No contestamos porque no podemos contestarles. Nos limitamos a mirarles con una clara expresión de desprecio. Nuestra actitud les enfurece. En dos minutos su número aumenta considerablemente con nuevos individuos que salen del café y otros de la plaza que se acercan al oír sus voces.
—¡Y todavía parece que nos perdonan la vida estos bandidos…!
—¡Debíamos terminar aquí mismo con ellos…!
—¡Matadlos…! ¡Matadlos…!
Algunos enarbolan los bastones mientras gritan y parecen dispuestos a descargarlos sobre nosotros, que seguimos atados, esposados y sin pronunciar una sola palabra. Basta, sin embargo, que dos de los guardias civiles se acerquen al grupo para que éste retroceda hasta la puerta del café. De lejos, siguen mascullando insultos, pero ya sin voces ni amenazas.
Diez minutos después vuelven los policías que fueron en busca de amigos y conocidos. Vienen charlando y riendo con ellos, probablemente autoridades en el pueblo. La mayoría viste de paisano, aunque no falten los que lleven camisa azul y gorra colorada, generalmente en la mano. Uno de los policías —un hombre corpulento, cuarentón, de cara redonda y abundante papada— les lleva de camión en camión para que vean de cerca a los presos. Con aires de satisfacción explica:
—¡Aquí llevamos a los mayores criminales rojos!
—¿Qué vais a hacer con ellos?
—Ya te lo puedes figurar. Regalarles unos bombones…
De pronto, asaltado por una idea, se acerca al camión que precede al nuestro y exige a voces que Ricardo Zabalza se ponga de pie. Cuando el diputado socialista lo hace, el policía se lo muestra a sus acompañantes.
—Es el jefe de los campesinos socialistas que predicaba el reparto de bienes.
—¿El ladrón que quería robarnos las tierras?
—¿El que deseaba el reparto de mujeres para implantar el amor libre?
—¡El mismo!
Llueven los insultos sobre Zabalza que los soporta de pie con los brazos caídos porque está esposado por las muñecas a los dos que se sientan a su lado.
Reanudamos la marcha cerca de las ocho de la tarde, cuando las primeras sombras de la noche se extienden sobre los campos de la Mancha. Cruzamos sin detenernos por Minaya y hacemos un breve alto en El Provencio. Un grupo de gente nos espera en la carretera, en las proximidades del pueblo, supongo que avisada por teléfono por alguno de los policías. Pronto conocemos el motivo de la parada. Hay quien tiene interés en ver a David Antona y apenas se detiene la caravana, ya le están ordenando a gritos que se ponga de pie. Uno de los policías explica, como podría hacerlo un domador en el circo ante la jaula de una fiera.
—Era el mandamás de la CNT y hasta finales de marzo pasaba por gobernador civil de Ciudad Real.
Sobre Antona, igual que sucede en La Roda con Zabalza, cae una lluvia de insultos y burlas, que el interesado aguanta estoicamente en pie. Cuando se cansan de llamarle cosas, algunos quieren seguir divirtiéndose con otros y oigo vocear los nombres de Rodríguez Vega, de Amil e incluso el mío. Pero el jefe de la expedición ha dado ya orden de reanudar la marcha y los camiones empiezan a rodar, dejando defraudados a quienes esperaban que continuasen las exhibiciones de presos.
Con ligeras variantes la escena se repite una hora más tarde, a cuarenta kilómetros, en Mota del Cuervo. La principal variante, en lo que a mí respecta, es que sea yo uno de los exhibidos. Parece que aquí hay algunas personas que leían Castilla Libre durante la guerra y que tienen cierto interés en ver a su director derrotado, preso y atado de pies y manos. Por suerte, la parada es corta y encajo con serenidad la correspondiente ración de burlas y denuestos.
Son las diez de la noche cuando hacemos nuestra entrada en Quintanar de la Orden y vamos a detenernos en la plaza del pueblo. Aquí la parada es mucho más prolongada. Han pasado más de ocho horas desde que comimos en Murcia y tenemos hambre, aparte de estar molidos por la paliza del viaje. Quizá se agudiza nuestra hambre cuando oímos que los policías van a cenar en dos turnos —para que siempre haya unos cuantos vigilando los camiones— en compañía de algunos amigos que viven en Quintanar. Los presos tenemos que aguantarnos el hambre porque no recibimos alimento de ninguna clase. Puede ser que no lo tengan previsto —como suponen los guardias civiles— por esperar que a estas horas estaríamos ya en Madrid o porque nos sepan acostumbrados al hambre de Albatera y no quieran quebrantar nuestro dilatado ayuno.
—Lo sentimos —dicen los civiles que nos custodian, con sinceridad— pero nada podemos hacer para que cenen.
Les agradecemos con igual sinceridad su buena intención y más aún que se tomen la molestia de llamar al camarero de un bar cercano para que llene de agua algunas cantimploras y podamos saciar la sed. Sin embargo, para dejarnos apear de los camiones a fin de evacuar alguna necesidad urgente necesitarían una autorización que no reciben y permanecemos durante una hora sentados en los banquillos, sin hablar y casi totalmente inmovilizados por esposas y ligaduras.
Pasadas las once de la noche vuelve una parte de los policías que se han ido a cenar. Parecen haberlo hecho bien y vuelven alegres, eufóricos, con un puro encendido y con una risa fácil y pronta en los labios. Les rodea y sigue un nutrido grupo de amigos, cuyo número no bajará de veinte, al que no tardan en unirse otras veinte o treinta personas, igualmente divertidas y satisfechas. Todos hablan a voces, gastándose chanzas y bromas entre constantes risotadas. Por lo que oímos parece que algunos de los policías han residido en el pueblo durante la guerra; también que algunos de los vecinos de Quintanar vivieron en Madrid algún tiempo y que dos o tres de ellos estuvieron asilados en una embajada, lo mismo que dos de los agentes.
—Bueno —dice el cabo a uno de los agentes—. Vamos a enseñaros algunos de los ejemplares que traemos. Empezaremos por Guzmán, del que hablábamos antes. ¡Ponte en pie, Guzmán!
Tengo que obedecer. Al incorporarme con dificultad, porque se me han clavado las cuerdas de los pies y tengo totalmente entumecidas las piernas, escucho risas y burlas, entremezcladas con insultos. Haciendo ademán para que se callen todos, el policía que me ha hecho levantar habla de Castilla Libre, de los artículos que publicaba y de mí. En tono sarcástico termina:
—¡Buena carrera llevaba este cabroncete! A su edad, más de dos años ya dirigiendo un periódico. Si le damos tiempo…
—¿Es que vais a dárselo? —le interrumpe en el mismo tono uno de sus oyentes.
—¡Claro! ¿O crees que somos tan malvados como ellos y no vamos a darle tiempo para confesar y librarse del fuego del Averno?
Varios celebran la frase con grandes risotadas. Algunos, en cambio, preferirían mandarme de cabeza al infierno inmediatamente. Uno incluso me acusa:
—¡Este bandido es el autor de la consigna «resistir es vencer»!
—¡Pues vamos a ver lo que es capaz de resistir ahora!
Durante unos minutos más he de continuar en pie escuchando denuestos, burlas y frases en que policías y acompañantes lucen su ingenio a mi costa. Al fin, me dejan tranquilo para divertirse con otro.
Este otro es Ricardo Zabalza. Le siguen David Antona y Navarro Ballesteros. Si a ninguno le tratan muy bien, quizá sea este último el peor librado verbalmente, que siempre son los periodistas quienes mayores iras suscitan en contra suya. Cuando los policías creen que ya se han divertido bastante, presentan un número fuera de serie: Felipe Sandoval.
—Es el tristemente famoso Doctor Muñiz, el más peligroso atracador y pistolero, un auténtico «gangster», peor que el mismísimo Al Capone.
—¿Cómo está vivo todavía?
—Lo estará por poco tiempo, descuida. ¡Ah, y no creáis que los otros, aun siendo distintos, vivirán mucho más…!
* * *
Partimos cerca de las doce de Quintanar de la Orden, dan las tres de la madrugada cuando llegamos a la Puerta de Atocha madrileña. De no hacer tantos altos en el camino hubiéramos podido estar en Madrid a las nueve o las diez de la noche. Creo que no fue simple casualidad que llegásemos a horas tan desusadas, sino finalidad buscada de propósito. Era preferible que la gente no presenciara el paso por las calles céntricas de varios camiones llenos de presos en el estado en que veníamos nosotros. El espectáculo desagradable podía alterar la digestión de unos o inquietar la conciencia de otros.
En cualquier caso, son las tres cuando bajando por el Pacífico arribamos a la glorieta de Atocha. Las calles, totalmente desiertas como es lógico a estas horas, me producen un pequeño deslumbramiento. Durante veintiocho largos meses, la ciudad asediada vivió entre las sombras. La amenaza de los bombardeos, el cañoneo intermitente desde las baterías emplazadas en la Casa del Campo, Carabanchel y Usera convertía en suicida la iluminación de una calle. Desde noviembre del 36 a marzo del 39 las farolas, los focos, los anuncios luminosos permanecieron apagados y muchos desaparecieron. Ahora están todos encendidos. La ciudad parece otra y en cierto modo lo es porque la guerra ha quedado atrás.
No así, desgraciadamente, las consecuencias. Nosotros, nuestra situación, nuestros sufrimientos, nuestra muerte posible, son consecuencias de la guerra. Peor aún, pienso que para nosotros la guerra no ha terminado. Ni terminará mientras la sigamos sufriendo en nuestra propia carne. Mentalmente me repito el verso clásico: «mientras vive el vencido, venciendo está el vencedor». ¿Seguirá venciendo durante mucho tiempo o terminará todo dentro de una semana o unos meses porque los vencidos hayamos desaparecido por completo?
No sabemos dónde nos llevan, aunque supongo que sea al edificio de Gobernación en la Puerta del Sol, donde nos han dicho que han instalado o piensan instalar la Dirección de Seguridad. Lo sigo pensando aun cuando en lugar de subir por la calle de Atocha, torcemos por el paseo del Prado; es posible que al llegar al Palace sigamos por la carrera de San Jerónimo. Cambio de parecer cuando seguimos hasta Cibeles. El Prado está bien iluminado como lo están la Carrera y Alcalá; las grandes fuentes del siglo XVIII —Neptuno, Apolo y la Cibeles—, ocultas durante años por un caparazón de cemento para protegerles de los bombardeos, han sido destapadas ya.
Pasada la Cibeles continuamos por Recoletos. ¿Dónde vamos? ¿Directamente a las Salesas o tal vez a los nuevos ministerios convertidos en prisión? Parece que a ninguno de los dos sitios. En Colón giramos hacia la izquierda para subir por Génova; luego, en Alonso Martínez, a la derecha, para meternos en la calle de Almagro. Aquí, en un edificio de la acera de los pares, pasada la calle de Zurbarán, está nuestro punto de destino, al menos momentáneamente.
Dos de los camiones, que se nos han adelantado en los últimos kilómetros, han descargado ya y se han ido. Del tercero están bajando los presos a medida que les sueltan los pies. Cuando se apean los meten en el portal, abierto de par en par, y les quitan las esposas. Para evitar cualquier intento de fuga los camiones están rodeados por vigilantes armados. También los hay en la acera formando dos filas por entre las cuales pasan los presos para entrar en el portal.
Tenemos que esperar un rato mientras vacían el camión anterior para empezar a descender nosotros. Observo entonces que los hombres que nos rodean armados con fusiles llevan camisas azules; supongo que deben ser milicianos o soldados de alguna bandera de Falange. Terminan de bajar los detenidos que van en el tercer camión y éste se marcha, mientras el nuestro avanza unos metros hasta quedar su parte trasera frente a la puerta abierta del edificio.
—Venga. Ya podéis ir bajando.
No es tan rápido, sin embargo, porque antes de bajar los guardias tienen que desatarnos los pies y soltar dos de las esposas, de modo que podamos saltar a tierra de dos en dos. Varios policías esperan en la acera, para ir metiéndonos a empujones en el portal. Allí, luego de un nuevo y riguroso cacheo nos ordenan recoger nuestras cosas, que la mayoría ha dejado en el suelo; abren las esposas que todavía nos tienen emparejados y nos mandan subir al segundo piso.
El portal es amplio, lujoso, con suelo de mármol; la escalera es también de mármol y bastante ancha. Aunque a diferencia de los otros no llevo ninguna carga —mi maleta se quedó en Albatera— me cuesta trabajo subir los escalones porque tengo las piernas entumecidas por la falta de circulación sanguínea. Un policía que asciende detrás me empuja irritado.
—¡Menos cuento y más rapidez!
En el rellano del primer piso tenemos que pegarnos a la pared y esperar unos segundos para que bajen ocho o diez presos de los que vinieron en el primer camión. Todos van pálidos y desencajados. Uno trata con un pañuelo de contener la sangre que le mana de boca y narices; otro tiene un ojo cerrado y una brecha en el pómulo; un tercero camina con dificultad, un poco doblado hacia adelante, con las dos manos sobre el vientre.
—¿Qué hacéis ahí pasmados? ¡Arriba de una vez!
El amplio vestíbulo del segundo piso está casi a oscuras. En cambio, está bien iluminada una habitación al fondo y unos pasillos. En el vestíbulo hay seis o siete policías de los que vinieron con nosotros, que van separándonos en diferentes grupos. A unos los mandan en una dirección; a otros en la contraria. A Molina y a mí nos dicen que aguardemos junto a una puerta, pero que no entremos hasta que nos lo indiquen. Esperamos allí en uno de los lados del vestíbulo, ocho o diez minutos. Poco a poco otros diez o doce vienen a unírsenos. Al volverme, y pese a la escasa luz, reconozco entre ellos a Germán Puerta, Rodríguez Vega y Navarro Ballesteros. Esperamos todos con los nervios en tensión. Hay centinelas por todas partes y policías en mangas de camisa van y vienen de un lado para otro, entrando y saliendo en distintas habitaciones. A nuestros oídos llegan gritos, portazos, golpes y lamentos.
Al cabo de un rato, se abre la puerta junto a la que estamos y sale un grupo de presos que se dirige hacia la escalera rodeados de guardias y policías. Uno de los policías que nos han traído desde Levante nos dice a voces que pasemos de una vez. Es un cuarto grande, casi vacío de muebles. A la izquierda una mesa a la que están sentados, rellenando unas fichas, tres agentes. Otros cuatro andan por la estancia. Al entrar nos ordenan:
—Formad en doble fila allí, junto a la pared. Luego, os acercáis de uno en uno.
Se trata de ficharnos a todos, aunque quizá por las prisas del momento sin fotografías ni huellas dactilares. Uno tiene que adelantarse y junto a la mesa responder a sus preguntas. Nombre, edad, naturaleza, domicilio, familia, profesión y servicios prestados o cargos desempeñados durante la guerra. Por regla general, la contestación a esta última pregunta hace estallar el mal humor de los interrogadores. A Germán Puerta la mención de la FAI le vale un chaparrón de palabras gruesas. A Paulet, que reconoce que ha sido agente de policía, una serie de puñetazos y patadas que le tiran medio inconsciente contra la pared del fondo. Cuando Navarro primero y yo después declaramos que hemos dirigido respectivamente Mundo Obrero y Castilla Libre los denuestos entremezclados con algunos puñetazos nos hacen volver doloridos a los puestos que ocupábamos en las filas junto a la pared.
Sólo hay una excepción sorprendente y curiosa: la de José Rodríguez Vega. Cuando le pregunta qué ha sido durante la guerra, contesta con ademán resuelto y voz firme que secretario de la ejecutiva nacional de la Unión General de Trabajadores.
—¡Ah, bueno! —replica encogiéndose de hombros el individuo que le toma la filiación, mientras otro de los policías le indica que vuelva a su sitio.
—¡Esos imbéciles han debido creerse que soy el secretario de la UGT de alguna aldea! —masculla irritado dirigiéndose a Navarro y a mí cuando regresa a nuestro lado.
Terminada nuestra filiación ordenan a unos guardias que nos lleven con los demás presos. Cruzamos el vestíbulo para salir a la escalera. A unos pasos de ésta hay un individuo alto y corpulento caído en el suelo que con ambas manos trata de librar su cara de las patadas que sin compasión alguna le propinan tres individuos. No le veo el rostro ni sé quién es, pero por su corpulencia me imagino que se trata de Manuel Amil, y aflojo el paso al llegar a su altura. Uno de los que le están pegando lo advierte y me grita colérico:
—¡Fuera de aquí, idiota, o sales por el hueco de la escalera!
Uno de los guardias me coge del brazo y me empuja hacia la salida. Vigilados por ellos bajamos a la planta baja. Entonces, con cierto asombro nuestro, nos hacen salir a la calle.
—¿Dónde nos llevan?
—Muy cerca como verás.
Vamos muy cerca, en efecto. Tras cruzar la calle avanzamos cuarenta o cincuenta metros en dirección a Alonso Martínez por la acera opuesta. Hay un gran chalet que ocupa por entero el triángulo de la intercesión de las calles Almagro, Zurbano y Zurbarán. Es un edificio de dos plantas, en medio de un pequeño jardín rodeado por una verja de hierro. La verja, donde hay un centinela, está abierta de par en par. También la entrada del hotelito donde varios hombres montan la guardia. Penetramos por la puerta de servicio, donde una escalera de cemento de quince o veinte escalones conduce a los sótanos. Bajamos. Al pie de la escalera un pequeño vestíbulo, donde también han puesto centinelas, del que parten dos pasillos y en él se abre una puerta a la izquierda que da a una habitación grande y destartalada. Es aquí donde nos meten.
No sé para qué utilizarían este sótano. Tal vez para dormitorio de los criados, bodega o almacén de trastos viejos. Ahora está vacío de muebles, aunque no de gente. Tumbados en el suelo, sentados encima de las maletas o las mochilas, recostados contra la pared o apurando algún cigarrillo con el que pretenden aplacar sus nervios, se hallan aquí casi todos los integrantes de nuestra expedición. Es probable que falten algunos, pero a la primera ojeada calculo que no bajarán de ochenta o noventa los que se encuentran presentes. Me alegra que uno de los primeros que veo sea Manuel Amil, al que supuse destrozado a patadas en el vestíbulo de entrada del piso segundo.
Pero si Amil no parece haber sufrido el menor daño, son muchos los que no pueden decir otro tanto. Hay algunos con señales de golpes recientes en la cara o que tendidos en el suelo se quejan de ellos. Aunque ya son más de las cuatro de la madrugada y en la calle empieza a clarear, en el sótano están encendidas todas las luces y nos vemos bien las caras, lo que no contribuye precisamente a mejorar el estado de ánimo general. No hay muchas ganas de hablar, si bien algunos cambian impresiones en voz baja. No creo que nada de lo que ahora podamos decirnos unos a otros pueda servir para animar a nadie.
Me siento en el suelo, recostado contra una de las paredes. Estoy cansado del viaje interminable, me duelen todas las articulaciones, tengo hambre y sed y ni siquiera dispongo de un pitillo para distraerme con el humo. Cierro los ojos, pero es peor y vuelvo a abrirlos. Con los ojos cerrados veo de nuevo las desagradables escenas que acompañaron nuestra llegada; peor aún porque incluso recreo imaginativamente lo que no llegué a ver, pero cuya realidad me consta por los gritos, golpes y lamentos escuchados; que se evidencia y confirma, si precisara confirmación de ninguna clase, con sólo mirar a mi alrededor. En todos, las escenas presenciadas han producido un terrible efecto.
El clima del sótano se enrarece más a medida que pasan los minutos. Porque sucesivamente van llegando —acaso sería mejor decir trayendo— a los siete u ocho que faltan de la expedición. Todos llegan en condiciones lamentables. Pero acaso peor que ninguno, el individuo a quien vi patear arriba. Le reconozco en el sótano por su corpulencia aunque antes no llegué a verle la cara. Ahora muestra el rostro tumefacto, la nariz rota, la boca sin dientes, muy hinchados los pómulos y una ceja partida. En cualquier caso resulta para mí totalmente desconocido.
¿Quién es este hombre, destrozado a palos, que se queja débilmente tirado en un rincón? Pregunto a varios de los que me rodean, que se encogen de hombros indiferentes por toda contestación. Al final, Fidel Losa, que ha sido policía durante muchos años y que en guerra se convirtió en eficaz auxiliar de Mancebo, me lo explica en pocas palabras.
—Es un viejo comisario de policía llamado Lebrero. Pertenecía a la plantilla de Madrid y hasta hace cinco días fue jefe de policía en Alicante.
—¿Con los nacionales? —inquiero sorprendido.
Losa inclina la cabeza en gesto afirmativo. Condenado por los tribunales populares se encontraba cumpliendo condena en el Reformatorio de Adultos de la población levantina. Al recobrar la libertad el 29 o 30 de marzo le nombraron jefe de policía. Lo ha sido durante setenta días.
—Se ha ensañado brutalmente con los detenidos antifascistas que cayeron en sus manos durante este tiempo.
¿Por qué le tratan así luego de traerle a Madrid? Losa no lo sabe de una manera concreta. Dice que Lebrero continuó actuando a las órdenes de las autoridades republicanas hasta mediados de 1938. Entonces, cuando la guerra estaba decidida, empezó a colaborar con la quinta columna y fue descubierto y encarcelado.
—Es posible que en el tiempo que estuvo con nosotros interviniese en la detención de algún compañero y que éste, sus amigos o familiares quieran vengarse ahora.
Aun siendo verdad esta suposición, ¿puede justificar que le destrocen materialmente a patadas? Pero ¿acaso puede justificarse en ningún caso la tortura de un hombre por otro, o este último, el torturador, cree precisar justificación alguna? Entiendo que un no rotundo es la respuesta adecuada a las dos partes de la pregunta. En el fondo el hombre sigue siendo lobo para el hombre, aunque en circunstancias normales lo disimule bajo una leve capa de respeto mutuo, de urbanidad, de presunto humanitarismo. Basta una conmoción violenta —guerras, revoluciones, catástrofes colectivas— para que se rompa fácilmente esa capa y afloren los instintos crueles, predatorios, sanguinarios de la bestia que llevamos dentro. Quizá seamos entonces peores que las fieras porque son pocas las especies animales que se devoran entre sí y menos aún las que torturan a sus víctimas gratuitamente, sin otra finalidad ni objetivo que disfrutar con el espectáculo de los sufrimientos ajenos. Sólo el hombre, además, llega en su sádico refinamiento a añadir a los tormentos físicos los morales; a pegar, herir y matar a su víctima y, paralelamente, reírse de ella sometiéndola a las mayores humillaciones, degradándola, convirtiéndola en objeto de burla, desprecio y sarcasmo.
En estas horas de la madrugada del 16 de junio, recluido en un sótano de la calle de Almagro, viendo rostros heridos, oyendo quejas y con la perspectiva de un futuro inmediato todavía peor, me siento deprimido y pesimista. Hace muy poco tiempo aún pude soñar despierto con un mañana mejor en que los hombres, superadas sus diferencias, transformados sus instintos primarios, iniciaran una nueva etapa de convivencia y solidaridad mutua, sin violencias, coerciones ni injusticias. Incluso llegué a creer que estábamos próximos a alcanzar la meta ambicionada. Ahora veo que hemos retrocedido muchos milenios o que habíamos avanzado mucho menos de lo que suponíamos y no hay grandes diferencias entre nosotros y la barbarie salvaje del cuaternario.
—¡Antonio Trigo Mairal…! ¡Que salga inmediatamente!
La voz de acento imperioso me saca de mis reflexiones. La puerta del sótano se ha abierto y dos individuos llaman a gritos a uno de los detenidos. Trigo Mairal es hombre fornido, de alrededor de la cuarentena, que ha sido gobernador civil de Madrid y no ha suscitado contra sí rencores ni odios. Se pone en pie con aire tranquilo y avanza sonriente hacia la puerta. Algunos le ven salir con envidia. Tanto por su carácter como por su actuación, Mairal se ha granjeado grandes amistades no sólo en el partido socialista a que pertenece, sino en los demás sectores antifascistas e incluso entre sus enemigos. Algunos optimistas llegan a pensar que la llamada tenga como objetivo ponerle en libertad.
Tarda en volver. Mientras, la puerta se abre en tres ocasiones distintas para llamar a otros tantos detenidos que tampoco vuelven. Va avanzando lentamente la mañana y ya es día claro como comprobamos por la luz que penetra por una ventanilla enrejada abierta en uno de los muros cerca del techo. Recostado contra la pared, cansado por todos los incidentes de la azarosa jornada, quedo traspuesto un momento.
Me despierta el regreso de Trigo Mairal. Viene infinitamente peor de lo que nadie pudo imaginarse. En realidad, no viene, sino que le traen. La puerta se abre de golpe, con estrépito y penetran cuatro hombres en mangas de camisa con la pistola al cinto, que arrastran materialmente el cuerpo del exgobernador civil de Madrid. De un violento empellón le arrojan a tres o cuatro pasos de distancia y cierran la puerta mientras uno exclama, coreado por las risas de sus acompañantes:
—¡Ahí queda eso…!
Impresiona el aspecto de Trigo. Con la ropa manchada y en jirones, el rostro parece una masa informe y sanguinolenta. Está medio inconsciente y se queja sordamente, revolcándose en el suelo, mientras vomita sobre sí mismo agitado por unas terribles bascas. Varios acuden a socorrerle, incorporándole un poco y tratando de limpiarle la sangre de la cara. Lo consiguen a medias, mientras el hombre respira con dificultad, entre estertores y quejas. Ahora vemos que tiene varias descalabraduras, los ojos hinchados y cerrados y tres o cuatro heridas en la cara. Poco a poco va recobrando por completo el conocimiento. Entre jadeos se lleva las manos a la parte baja del vientre, al hígado y a los riñones donde debe sufrir dolores insoportables. Transcurren quince o veinte minutos antes de que pueda hablar. Cuando lo hace, sentado en el suelo, sangrante todavía, su voz tiene un acento desesperado y desgarrador.
—¡Mataros si os llaman! —grita entre convulsiones—. ¡Mataros antes de subir…! ¡Todo, todo, es preferible a que caigáis en manos de esos miserables…!
Le interrumpe un golpe de tos, seguido de una bocanada de sangre. Da la impresión de estar destrozado por dentro. Se limpia los labios con el dorso de la mano derecha y continúa a gritos:
—¡Me han hecho lo que no podéis imaginaros…! ¡Me pegaron diez o doce a un tiempo, puñetazos, patadas y vergajazos…! ¡Me metieron a la fuerza en la boca un retrato de Pablo Iglesias y me hicieron tragarlo…! Cuando perdía el conocimiento, me introducían la cabeza en un váter y tiraban de la cadena… Cuando abría de nuevo los ojos, se reían y continuaban pegándome… ¡Estoy destrozado, muerto…! ¡No subáis ninguno, ninguno…! ¡Mataros, mataros si os llaman…!
Los gritos, lamentos y sollozos de Trigo Mairal producen un profundo efecto. Callamos todos y en el impresionante silencio resuenan con mayor fuerza sus palabras, que repiten con ritmo obsesionante una trágica invitación:
—¡Mataros…! ¡Mataros antes de subir…!
De repente vuelve a abrirse con estrépito la puerta del sótano. Todos volvemos instintivamente la cabeza hacia allí. En el dintel se recortan las figuras de cuatro individuos. Pantalones oscuros, un fusil en las manos y un nuevo llamamiento:
—¡El director de Castilla Libre y el de Mundo Obrero…!
Vacilo un momento. Me estremezco mientras la mirada va de la puerta a la figura destrozada de Trigo Mairal, para dirigirla por último a la entrada del sótano. Los hombres con fusiles tornan a gritar impacientes:
—¡El director de Castilla y el de Mundo Obrero, que salgan rápidos…!
Me incorporo lentamente. A quince pasos de mí, Navarro Ballesteros se incorpora también. Oímos nuevos gritos:
—¡Salís de una vez u os sacamos a tiros…!
Maquinalmente avanzo con lentitud hacia la puerta. Navarro se me adelanta dos pasos. Salimos y la puerta se cierra a nuestra espalda. Estamos ya en el arranque de la escalera de cemento, rodeados por cuatro individuos cejijuntos, malhumorados, amenazantes.
—¿Quién es el comunista? —pregunta uno en tono destemplado.
Navarro se vuelve hacia él y mirándole serenamente a la cara responde una sola palabra:
—Yo.
—¡Toma, cabrón, para que aprendas…!
El puño cerrado del individuo se estrella contra la cara de Navarro que, bajo el impulso del golpe, da un paso atrás. Yo contemplo impotente y silencioso la escena. De repente siento un dolor agudo en los riñones mientras otro de los sujetos me grita:
—¡Y tú, para que no te rías…!
Anticipando la acción a las palabras, acaba de asestarme un violento culatazo en la espalda. Salgo proyectado contra la escalera y me golpeo la cara contra los escalones de cemento. Quedo un segundo conmocionado.
—¡Venga ya! —se impacienta el mismo que me ha pegado—. Menos comedias y en pie.
Me incorporo con dificultad llevándome las manos a los riñones. Los cuatro individuos estallan a un tiempo en una carcajada. Les divierten mucho los gestos de Navarro, que se limpia la cara con un pañuelo, y los míos, doblado aún, sin acabar de reponerme del culatazo.
—Es sólo un aperitivo —advierte uno sin dejar de reírse—. ¡Ya veréis lo que os preparan arriba…!
—¿Los traéis ya, o qué? —les apremia un quinto sujeto desde lo alto de la escalera, en la puerta que da al pequeño jardín.
—¡Andando! ¡Vosotros delante…!
Subimos los quince escalones para ganar la planta baja. Tras de nosotros suben riendo, entreteniéndose en aguijonearnos pegándonos en la espalda con el cañón de sus fusiles, los dos que han venido a buscarnos.
—¿Son estos los periodistas?
—Sí.
—Vamos.
Echa a andar para cruzar el minúsculo jardín. Vamos tras de él y los otros nos siguen, clavando en nuestros riñones los cañones de sus armas. Al atravesar la verja para salir a la calle, el que marcha delante advierte:
—Atención, muchachos, por si quieren largarse estos pajarracos.
—¡Ojalá! —contesta uno de los que marchan tras nosotros—. ¡Pues apenas si tengo ganas de darle gusto al dedo…!
Estamos en la calle de Almagro. Cruzamos la calzada para seguir por la acera de los pares. Deben ser las seis y media de la mañana y no se ve a nadie. Es una mañana espléndida de finales de primavera. En un cielo sin nubes, intensamente azul, un sol brillante empieza su caminar del día. Sopla una brisa tibia, impregnada de olores. Los árboles de la calle, de los hotelitos próximos, estallan de savia y pujanza. La Naturaleza entera parece entonar un himno a la vida.
Al llegar al portal de antes dirijo una rápida mirada en torno mío. Mentalmente me despido de los árboles, del sol, de la luz, de la vida. El cañón de un fusil en la espalda me empuja hacia adelante, mientras una voz ordena tajante:
—¡Entra…!
Obedezco. Penetro en el portalón y me envuelven las sombras. Ante mí se abren una serie de dramáticos interrogantes, mientras simultáneamente se apaga la luz de cualquier esperanza.