VIII. Sermones y fusilamientos
VIII
SERMONES Y FUSILAMIENTOS
El barracón donde está instalado el calabozo es mucho más chico que los otros, pero tiene todavía más mierda. Acaso por haber menos gente dentro, la basura se ve más. En cualquier caso es indudable que quienes han pasado por él, convencidos de la fugacidad de su estancia en el lugar, no se han tomado nunca la molestia de limpiarlo.
—Y no vamos a ser nosotros los primeros en hacerlo.
Tanto a Acero como a mí nos han dicho que a la mañana siguiente nos llevarán a Orihuela. No sabemos si alegrarnos o entristecernos, si será mejor o peor. Por principio y experiencia desconfiamos de las modificaciones en nuestra situación de prisioneros, que difícilmente harán menos desagradable y dramático el futuro inmediato. Empezamos a comprobar que, contra lo que afirma la copla popular no es que «cariño le tome el preso a las rejas de la cárcel», sino la certidumbre de que su actual encierro puede ser fácilmente sustituido por otro cien veces más insoportable.
En el calabozo tenemos más espacio para movernos y dormir que en el resto del campo. Es la única ventaja; en lo demás, todos son inconvenientes. No hay retretes, cuarto de aseo, agua ni luz. Cuando uno siente una necesidad ha de pedir permiso al cabo para ir hasta la letrina y esperar a que haya un soldado dispuesto a acompañarnos en funciones de custodia y vigilancia. A veces se prolonga tanto la espera que cuando abren los barrotes de la puerta, uno no necesita ya salir. Juzgando por la cantidad de mierda que encontramos en el calabozo al meternos en él, el caso ha debido repetirse centenares de veces en las últimas semanas. Como las dos únicas ventanas son chicas y están materialmente pegadas al techo y dan ambas al mismo lado que la puerta, la ventilación es escasa y el olor difícil de soportar. Incluso para nosotros que vamos estando entrenados para soportarlo todo.
—Como delicada compensación tenemos superabundancia de moscas, pulgas, piojos y chinches.
Asusta fijarse en las paredes y el techo. La primera impresión que uno recibe es que unas y otro están cubiertas por una capa de pintura de color marrón oscuro, que presenta resquebrajaduras que unas veces parecen más anchas y otras más estrechas. Luego, al mirar con mayor atención, comprueba que se trata de millares y millares de chinches apelotonados unos encima de otros que se mueven lentamente y que a veces caen por centenares sobre un punto cualquiera de las literas o el suelo. En las paredes se distinguen numerosos puntos oscuros. Alguien ha encendido una cerilla, una vela o un papel y lo ha acercado a la pared. Quizá haya conseguido quemar gran cantidad de bichitos, pero no acabar con ellos.
—Para exterminarlas haría falta quemar el barracón entero.
—Espero que no se les ocurra hacerlo mientras estemos dentro.
Las colchonetas de paja han desaparecido en su casi totalidad. Sólo quedan cuatro o cinco y habrá que ser muy valiente o muy inconsciente para tumbarse en ellas. Piojos, pulgas y chinches serían capaces de sacarle en volandas hasta la mitad del pasillo.
—Por mucha sangre que tengamos, no creo que sea suficiente para alimentar a tantos animalitos.
Aunque todo está sucio y repelente, el sitio más habitable parece ser el cuartucho en la parte izquierda del barracón, entre una de las paredes y la cancela de entrada. Se trata de un espacio de unos tres metros de lado separado del resto del barracón por una mampara de madera de poco más de un metro de altura. No hay en él armazones para las literas, sino dos bancos y una mesa pequeña, vieja, coja y desvencijada, sobre la que pende un largo cable en que se arraciman los chinches. Acero y yo, que tenemos dónde elegir, nos instalamos allí. Encima de los bancos o en el mismo suelo dormiremos mejor que en las colchonetas infestadas de pulgas y piojos la única noche que esperamos pasar en el calabozo, ya que a la mañana nos sacarán.
* * *
—¿Qué sabes de Orihuela?
—Lo mismo que tú: nada.
Tanto Ricardo Zabalza como Antonio Pérez prometieron a sus camaradas que harían lo posible por informar de su suerte a los que quedaban en Albatera. Promesas parecidas habían hecho a los comunistas Etelvino Vega y Toral y a los confederados David Antona, Guerrero y Paulet. Pero hacía ya varios días y ninguno había respirado.
—¿No será que les han cortado la respiración nada más llegar?
—Espero que no, pero temo mucho que tengas razón.
Es asombrosa y alarmante la completa incomunicación entre Orihuela y Albatera, separadas por una distancia de catorce o quince kilómetros. Mientras a través de las comunicaciones, de las cartas que recibimos y muy especialmente por los periódicos que, envolviendo los paquetes, entran en el campo, sabemos algo de Alicante, Valencia, Murcia e incluso de Madrid y Barcelona, lo ignoramos todo respecto a los cientos de compañeros que han sido llevados a Orihuela.
—Pasa como con el más allá —dice Acero—. Tenemos que morirnos para saber con certeza si hay algo más que esta vida. Sólo sabremos lo que hay en Orihuela cuando nos lleven allá.
—Y acaso entonces nos pase como a los muertos, que no podamos contárselo a nadie —replico.
La tarde transcurre monótona y un tanto aburrida. Acostumbrados a andar de un lado a otro por el campo, molesta el encierro en un barracón pequeño con barrotes y un centinela en la puerta. No estamos incomunicados, sin embargo, ni aislados del resto de los prisioneros. Por el contrario, son muchos los compañeros que, enterados que me han encerrado en el calabozo, vienen a verme y con los que charlo un momento a través del rastrillo. Lo mismo le sucede a Acero y, en mayor o menor proporción, a los diez o doce que comparten el encierro con nosotros. Casi todos lo hacen con rostros cariacontecidos y algunos —pretextando que les sobra, lo que evidentemente no es cierto— llegan a ofrecernos un cigarrillo, una naranja e incluso un poco de pan.
—Me da la impresión de que nos visitan persuadidos o poco menos de que van a fusilarnos mañana mismo —me indigno, hablando con Acero.
—¿Y quién te asegura que no estén en lo cierto? —responde.
La preocupación de un posible final inminente la hemos sentido demasiadas veces para que pueda quitarnos el sueño. La primera noche en el calabozo, en que podemos estirar las piernas y darnos la vuelta a uno y otro lado sin tropezar con nadie la duermo de un tirón. Cuando tocan diana, tengo la impresión de que acabo de cerrar los ojos, aunque son ya las siete de la mañana. Al levantarme me encuentro fresco y descansado, pero siento agudos picores por todo el cuerpo.
Al mirarme las ropas descubro contrariado que albergo más piojos que de costumbre. También que tengo las piernas, los brazos, el cuello e incluso la cara llenos de grandes ronchones. Me sorprende un poco, no porque falten chinches en el barracón, sino porque he dormido sobre uno de los bancos que parecen libres de ellos. Además, alguien que lo utilizó antes que nosotros, introdujo los extremos de las patas en unas latas que fueron de sardinas y ahora aparecen llenas de un agua sucia en que forzosamente se ahogarían los animalitos que pretendieran llegar hasta nosotros.
—Pero no contamos con que fueran paracaidistas —dice Amos Acero, que ha dormido en el otro banco y que se levanta igual que yo— y se dejasen caer desde el techo.
Es un fastidio, pero nada podemos hacer por remediarlo. Habría que limpiar a fondo el barracón para lo que no tenemos medios, ganas ni tiempo. Por regla general vacían el calabozo al hacer el relevo de la guardia alrededor de las diez de la mañana. No nos quedan arriba de tres horas y no vamos a emplearlas dejando un poco más decente lo que tan sucio encontramos.
A las ocho llega un camión-cisterna con agua. Como hace el reparto no lejos del calabozo, conseguimos del cabo que mande a un soldado que nos traiga agua para beber y lavarnos. Conseguimos convencerle y el soldado nos trae al poco rato un cubo sin asas y con múltiples abolladuras, pero lleno de agua. Hay suficiente para que los trece que ocupamos el calabozo saciemos nuestra sed y hasta pasemos las manos mojadas por la cara e intentemos atusarnos un poco el pelo.
—¿No crees que afeitados estaríamos más presentables?
La propuesta procede de Rasillo, un socialista agente del SIM al que conozco de vista desde mucho antes de que comenzase la guerra y que ingresó en el calabozo al anochecer el día anterior, denunciado o reclamado por no sé quién. Tiene una maquinilla, unas hojas no demasiado gastadas y un poco de jabón. Cuando nos rasuramos parecemos más limpios y menos miserables.
—Ahora sólo nos queda esperar el momento de emprender el viaje.
Pero esperamos inútilmente durante toda la mañana. Dan las diez, las once y las doce sin que nadie se presente por nosotros. Cambian varias veces los centinelas y el cabo sin que se realice preparativo alguno para el traslado. Incluso a mediodía recibimos a través de los barrotes nuestra ración del día: una lata de sardinas en aceite para dos y la tercera parte de un chusco.
—Podéis estar tranquilos —nos dice, cuando acabamos de comer, uno de los cabos—. Parece que hoy no habrá traslado de nadie.
Cree, y encontramos perfectamente lógica su creencia, que no habrá traslado hoy porque somos muy pocos los metidos en el calabozo y no merece la pena traer un camión para únicamente trece personas. Sólo nos sorprende que en toda la mañana no ha ingresado nadie, aunque también hallamos la explicación de que no se haya recibido ninguna reclamación en las últimas horas o no trabajen los oficiales de oficinas del campo.
—En cualquier caso, siempre será un día más.
Uno de los encerrados es paisano, conocido y tal vez algo pariente del cabo de servicio por la tarde. Le autoriza a ir a buscar una cantimplora suya con la que se quedaron unos amigos. Luego le convencemos para que nos deje salir de uno en uno para despedirnos rápidamente de los compañeros con los que hemos estado conviviendo. Es buena persona y accede, con la promesa de tardar poco en volver. Estará a cubierto de toda responsabilidad con solo decir que nos permitió ir para evacuar alguna necesidad.
—Mandé a éste —dice señalando a un soldado— para que os vigilara; pero se cansó de estar mirando cómo cagabais.
En cualquier caso está tranquilo porque del campo no podemos escapar de ninguna de las maneras. Y dentro del campo, conociéndonos, daría en seguida con nosotros y tendríamos que lamentarlo.
—Y si algún cochino chivato dice algo que me comprometa, le pisoteo las tripas.
—Seríamos nosotros quienes le pisoteáramos.
Rasillo, que sale antes que nosotros, vuelve con una noticia sorprendente. Parece que hoy no ha habido traslado porque se ha armado un revuelo tremendo en las oficinas del campo. No sabe exactamente el motivo, pero han prohibido a todos los destinos que salgan esta mañana al recinto exterior.
—Dicen que se han fugado algunos anoche y que todas las fichas y papeles de la oficina están tirados por el suelo y revueltos.
Acero y yo, cada uno por nuestra parte, procuramos enterarnos de lo que haya de cierto. En media hora vemos a mucha gente, hablamos con diferentes grupos y averiguamos muy poco. Prácticamente, que algo ha debido ocurrir en las oficinas del campo y que nada se sabe de la suerte ni del paradero de cuatro presos que trabajaban en ellas durante el día y que al anochecer volvían al campo para dormir.
—Anoche no volvió ninguno de ellos —me dice Francisco Trigo— y esta mañana tampoco. Esto es lo único cierto; lo demás, todo lo demás, son rumores y fantasías.
Los rumores van desde la fuga de los cuatro en un auto que vino a buscarlos a media tarde y que los llevó hasta un punto de la costa cercana, donde embarcaron con rumbo a Orán en una lancha rápida, hasta su fusilamiento al anochecer en el campo pequeño, tras descubrir que habían destruido las listas de los recluidos en Albatera, las reclamaciones de diversas autoridades y la documentación referente a los centenares de presos enviados a Orihuela.
—Entre estas dos fantasías opuestas y contradictorias puedes imaginarte lo que quieras; por disparatado que resulte no lo será más que lo que la gente se está inventando.
—¿No estará el cabrón de Velasco entre los desaparecidos?
Trigo me lo niega a mí y Rodríguez Vega se lo niega a Acero. Los que han desaparecido eran todo lo contrario del tristemente famoso comandante de carabineros convertido en confidente. Velasco seguía por allí afanosamente entregado a su vergonzosa tarea de denunciar hasta a quien no conoce.
—No sabe ni siquiera mi nombre —me dice poco después un individuo al que traen una hora más tarde al calabozo—. Pero o recordaba mi cara o alguien le dijo que yo había estado en Fomento.
El sujeto en cuestión es un tipo alto, muy ancho de hombros, de turbia historia y más turbios antecedentes que habla mezclando palabras catalanas, francesas e inglesas en su deficiente castellano. Tiene unas fuerzas hercúleas y la inteligencia de un chico de diez años. He hablado pocas veces con él y siempre en tono violento. Le conocí un año atrás cuando, en Castilla Libre, que dirigía, se publicó una nota de la Federación de Campesinos incluyendo su nombre entre la partida de facinerosos que habían cometido una serie de tropelías en un pueblo de la provincia de Madrid. Vino a protestar airado y en aquel caso concreto no le faltaba razón. Como después se comprobó, no había tenido participación alguna en el hecho denunciado en las columnas de mi periódico, aunque probablemente había intervenido en otros de parecida índole.
Se contaban de él —muchas veces por él mismo— aventuras sorprendentes, increíbles casi. Entre ellas, su fuga de la Guayana francesa, donde estuvo condenado por haber matado en París a puñetazos y patadas a un rival en lides amorosas. Después había sido fogonero en un barco de la United Fruits, campeón de boxeo de los semipesados en el Caribe y «gangster» en Nueva York. Era un tipo primitivo que presumía de tener un éxito asombroso con el bello sexo y, al parecer, no le faltaban motivos para su presunción.
—¡Cuidado! —me dice cuando le veo en el calabozo de Albatera, llevándose un dedo a los labios en gesto expresivo de recomendación de silencio—. Aquí nadie sabe mi nombre. Ni siquiera el hijo de puta que me denunció. Para todos soy Ángel Farrell Campoy.
Me encojo de hombros porque nada me importa como diga llamarse ni a nadie voy a decirle cómo se llama de verdad. Nos separamos sin más, y al cabo de un rato, cuando estoy solo sentado en el banco, viene a sentarse a mi lado para decirme en voz muy baja, como quien comunica un grave secreto:
—Estaré muy poco tiempo preso, ¿sabes? Escribí a la marquesa y contestó diciendo que viene por mí. ¿Lo dudas? ¡Pues ya verás cómo es cierto! Esta tarde o mañana me sacará de aquí y la semana que viene estaremos en Roma dándonos la vida padre.
Lo dudo, pero no me molesto en decírselo. ¿Para qué desengañarle? Aunque en alguna ocasión me han dicho que existe una aristócrata relativamente joven y bastante guapa que está loca por él y que se ha arriesgado bastante abandonando la embajada en que estaba refugiada para vivir en su compañía, siempre me ha parecido una fantasía. De pronto, por los altavoces del campo llaman:
—¡Antonio Ariño Remis…! ¡Antonio Ariño Remis…! ¡Que se presente inmediatamente en la puerta del campo!
—¡La marquesa…! ¡Ahí está la marquesa…! —exclama el interesado—. ¿No te decía que vendría por mí…?
—¡Piénsalo bien! —le aconsejo viendo que hace ademán de llamar al cabo para que le lleve hasta la entrada del campo—. Probablemente será otro el que te busca y no precisamente para ponerte en libertad.
—¡Es la marquesa! —afirma convencido—. La conozco bien y sabía que vendría corriendo.
Es inútil tratar de convencerle de que puede estar equivocado. A voces llama al cabo para que le lleve hacia la entrada del campo donde le reclaman para sacarle de Albatera. El cabo abre el rastrillo y se va vigilado por dos soldados. Vuelve a los diez minutos con gesto furioso a recoger la maleta.
—¡La pringué! —explica malhumorado mientras la cierra—. ¡Eran tres malditos «perros» que quieren llevarme a Madrid! Pero…
—¿Qué?
—Me han dicho que la marquesa está en Alicante y no tendrán más remedio que soltarme…
* * *
Aunque hace ya treinta y cinco días que fuimos apresados en el puerto de Alicante no cesan las visitas de las famosas comisiones de busca y captura. Cada provincia, cada ciudad e incluso cada pueblo debe creer que entre nosotros, precisamente por ser los últimos en caer, deben encontrarse todos los desaparecidos de sus respectivas localidades y especialmente aquellos que por su actividad política y sindical, antes o durante la guerra, tienen mayores deseos de ver colgados. Es probable que muchos de ellos hayan muerto luchando durante la contienda o salieran de España cruzando la frontera francesa o embarcando en la última decena de marzo en Almería, Cartagena, Valencia o cualquier otro puerto.
—Yo tengo la corazonada que anda por aquí y cuando lo encuentre…
Con frecuencia oímos repetir iguales o parecidas palabras a las gentes que van a la plaza de toros de Alicante o al campo de Albatera inflamadas en ansias de venganza. Muchas veces no encuentran a los que buscan, pero sí a cualquier vecino del pueblo o la comarca que ha peleado en el Ejército republicano. Se lo llevan, y por los insultos y amenazas que vierten antes de abandonar el recinto, es fácil imaginarse la suerte que le espera.
Una de las grandes torturas de Albatera, sobre todo en la etapa de ayuno absoluto, cuando difícilmente podíamos mantenernos en pie y el agua caía sobre nosotros, calándonos hasta los huesos, era permanecer varias horas cada día formados mientras los que en el Oeste americano llamaban «cazadores de hombres» pasaban lentamente por delante de nosotros mirándonos a las caras con gesto despectivo y cubriéndonos de insultos. Pronto comprobamos que en este aspecto estar en el calabozo significa una gran ventaja.
No es, naturalmente, que las comisiones no entren en el calabozo para buscar sus presas, sino que suelen hacerlo en último o primer lugar, y aunque nos miran con redoblada atención —somos «los más peligrosos», «los mayores criminales rojos», según oímos decir a un teniente—, acaban pronto dado nuestro número. Antes o después, según los casos, mientras los de fuera tienen que permanecer horas enteras formados, nosotros podemos hacer lo que nos dé la gana.
Por regla general las comisiones suelen llevarse a sus presos particulares. A veces, sin embargo, han encontrado más de los que esperaban y tienen que buscar algún coche para llevárselos. En estos casos —un poco excepcionales— los meten con nosotros durante unas horas. Hablamos con ellos y tratamos de animarles, ya que una mayoría suelen mostrarse rotundamente pesimistas respecto a su inmediato futuro.
—Ni estoy asustado ni necesito mentiras piadosas. Pero conozco a los señoritos que han venido a buscarnos y sé de sobra que sólo de verdadero milagro llegaremos vivos al pueblo.
—Y acaso fuese peor para ti y para nosotros que no nos mataran en el camino.
Quienes así se expresan hablando con nosotros son campesinos socialistas de un pueblo de Badajoz. Afirman que en el pueblo, que estuvo en sus manos las tres primeras semanas de la contienda, se limitaron a incautarse de las tierras y a obligar a trabajar a los antiguos propietarios, pero que no hubo un solo muerto.
—Tuvimos que escapar a principios de agosto, pero sabemos lo que ha pasado después por un camarada que estaba haciendo el servicio en Cádiz y que se pasa a nuestras filas un año después en el frente del Tajo. Aunque en el pueblo no habían quedado más que quienes no se metieron en nada, llevaban once muertos.
A los siete labriegos extremeños vienen a buscarles al anochecer. Salen firmemente convencidos de que no vivirán mucho, pero lo hacen con dignidad y entereza, replicando con insultos a los que profieren quienes han ido en su busca, mientras los atan a la puerta misma del calabozo. De ninguno de ellos volvemos a saber una sola palabra.
La historia se repite con frecuencia durante las semanas que permanecemos en el calabozo. Cada dos o tres días hay un grupito de trabajadores manchegos, jienenses, granadinos, aragoneses o murcianos que, tras unas horas de permanencia en el barracón, son sacados casi siempre al anochecer. Muchos de ellos proceden de comarcas y localidades que desde el comienzo mismo de la lucha han estado en poder de las fuerzas nacionales, y donde, por consiguiente, no han podido cometer ningún desmán. No por ello pueden, sin embargo, sentirse más optimistas.
—Quizá sea peor, porque parecen convencidos que todos los que luchamos al lado de la República somos verdaderos demonios con cuernos y con rabo.
* * *
En solo dos días se ha llenado por completo el calabozo. Apenas podemos movernos porque somos ya más de ciento cincuenta y el número aumenta de hora en hora. Como el barracón es pequeño no sólo se ocupan todas las literas y el pasillo, sino que en el cuartucho hemos de dormir quince personas. Pronto estamos tan amontonados como en el resto del campo. Con una diferencia fundamental: que nadie espera la libertad y todos tenemos el pleno convencimiento de que nuestra estancia allí será cuestión de muy poco tiempo.
—Podéis ir preparándoos porque hoy es el traslado.
Nos lo dice uno de los cabos en la mañana del tercer día de nuestra permanencia en el calabozo. No son muchos los preparativos de marcha que tenemos que realizar y los completamos en cinco minutos. Cuando a las nueve de la mañana se presentan las fuerzas encargadas del traslado con unos camiones que aguardan en el recinto exterior, ya estamos todos listos.
Un vigilante, con una larga lista en la mano, nombra a los que se llevan. Contra lo que parece lógico, encabezan la lista los últimos ingresados en el calabozo. Con la puerta abierta de par en par, y luego de haber despejado los alrededores del barracón, advierte antes de empezar a leer:
—Los que vaya nombrando que salgan con todo. ¡Deprisita, porque no quiero perder aquí toda la mañana!
Empieza un largo y monótono rosario de nombres. Hace una pequeña pausa luego de cada uno, para comprobar la salida de uno de los presos que forma a diez pasos de distancia hasta que se le unen diez o doce más que son conducidos a la puerta del campamento. Cuando alguno se retrasa dos segundos chilla irritado:
—¡Mariano Cubiles García…! ¿A qué esperas, cabrón? ¿A que entre y te saque a patadas…?
El calabozo va poco a poco vaciándose. Con las maletas o los macutos en la mano esperamos con calma. Debemos ser los que cerremos la lista. Constituye una sorpresa comprobar que no aparecemos en ella.
—¡Se acabó! —dice al terminar de leer el vigilante, haciendo ademán de guardarse la lista—. Por hoy no hay más. ¡Cierre la puerta, cabo!
Nos miramos sorprendidos y desconcertados. En el calabozo quedamos siete que no hemos sido nombrados. A los siete nos encerraron hace cuarenta y ocho horas. Luego de una ligera vacilación, Amos Acero se decide a preguntar:
—¡Un momento, teniente! ¿No estamos nosotros en la lista?
—Cuando no les he nombrado es que no están —replica destemplado el interpelado—; luego, asaltado quizá por una sospecha repentina, pregunta: —¿Cómo te llamas?
Acero da su nombre, yo hago lo mismo con el mío y los otros cinco me imitan. El teniente consulta su lista y no los encuentra. Mira a un sargento que le acompaña y éste explica:
—Teníamos que llevarnos 157 presos y 157 han salido, mi teniente.
—Entonces no hay más que hablar. Y vosotros —agrega dirigiéndose a nosotros— no tengáis tanta prisa. ¡Ya os llevarán donde tengan que llevaros…!
No acertamos a explicarnos por qué nos han dejado en el calabozo. Entre los siete, varios de los cuales ni siquiera nos conocíamos dos días antes, no existe similitud ninguna por sus actividades durante la guerra. Si yo he sido director de un periódico y Acero diputado socialista y alcalde de Vallecas, Rasillo ha sido agente del SIM, otros dos no han pasado de soldados, otro fue comisario político y el restante secretario de una colectividad agraria. Políticamente, tres han sido socialistas, dos de la CNT, uno republicano y el séptimo comunista.
—Prácticamente, lo único que tenemos en común es que nos metieron en el calabozo casi al mismo tiempo.
Debatimos ampliamente la cuestión y sólo hallamos una posible explicación, que los cuatro presos que trabajaban en las oficinas del campo —fugados aquella tarde, según unos, y fusilados de creer a otros— tacharan nuestros nombres de la lista de los recluidos en el calabozo, tratando indudablemente de beneficiarnos. Se lo agradecemos sinceramente, aunque desconfiamos que pueda servirnos de nada.
—Hoy mismo se darán cuenta que estamos aquí y saldremos para Orihuela en la expedición de mañana.
Pero tampoco salimos al día siguiente. Hay un nuevo traslado masivo de prisioneros integrado por los setenta y dos que en las últimas veinticuatro horas han sido metidos en el calabozo, pero del que no formamos parte ninguno de los siete. Un teniente, distinto al de la víspera, lee uno por uno los nombres que figuran en una lista. Se los llevan y tornamos a quedarnos solos.
—Parece que tendremos que continuar aquí indefinidamente.
Ignoramos si el hecho nos beneficia o perjudica. En la duda, decidimos abstenernos de hacer o decir nada. Uno recuerda un viejo dicho de la «mili» —«el que pregunta se queda de cuadra»—, y nos callamos. Lo más cuerdo es pasar desapercibido dadas nuestras circunstancias.
—¡Voluntarios ni a la gloria! Máxime cuando no sabemos si iríamos voluntarios a que nos pegasen cuatro tiros.
* * *
A media mañana, Esplandiú me trae una carta que ha llegado con unos días de retraso al lugar donde acampa el grupo de que formaba parte hasta ser metido en el calabozo. Viene abierta, como todas las que entran en el campo; es de mi madre y acompañaba a los avales cuya lectura motivó mi encierro inmediato. Faltan éstos, naturalmente, pero no tengo el menor interés en reclamarlos. Dice mi madre que me remite dos avales que, según le han asegurado todos, serán suficientes para que me pongan en libertad. Los avales son de Pepe y de un primo mío. En ellos certifican, junto a mi honradez personal, que he sido director del periódico Castilla Libre.
«Esto —añade textualmente mi madre con admirable ingenuidad— no tiene importancia, ya que eres periodista profesional y tenías que trabajar en algún periódico. Además, y conforme dice todo el mundo, sólo persiguen a quienes tienen las manos manchadas de sangre y a nadie le molestan por sus ideas políticas».
Decido contestarla inmediatamente. No para decirla como es mi primera intención, que no haga caso de lo que diga la propaganda y que muchos han sido condenados y ejecutados por sus ideas —lo que sólo serviría para aumentar sus disgustos y preocupaciones sin la menor ventaja para nadie—, ni que la única consecuencia de sus avales es que me hayan encerrado en el calabozo. Me limito a decirla que estoy perfectamente, que no necesito avales de ninguna clase y que, aunque posiblemente sea trasladado cualquier día a Orihuela para prestar declaración, confío en poder regresar pronto a Madrid.
En días sucesivos, durante los cuales el calabozo se llena y vacía cada veinticuatro horas, sin que en la lista de las diferentes expediciones figuremos nosotros, advierto sorprendido que por el campo se extiende y propaga un optimismo totalmente injustificado. Son múltiples, sin embargo, las causas que pueden explicarlo, y en primer término las cartas y las comunicaciones en que los deudos de los presos, en un comprensible afán por consolarlos, dan pábulo a los más disparatados rumores acerca de su próxima liberación. Con tanta ingenuidad como mi propia madre y tan faltos de fundamento serio como ella, muchos se hacen eco de la insistente repetición de la frase que asegura que «nada tienen que temer quienes no tengan las manos manchadas de sangre». Es un hecho comprobado de antiguo que cualquier afirmación más o menos dudosa llega a tomarse como verdad axiomática cuando se repite millones de veces y no hay frase más repetida que esa en la primavera española de 1939. Incluso hombres que están comprobando a diario por dolorosa experiencia propia que la realidad difiere radicalmente, la conceden en determinados momentos más crédito del que merece impulsados, consciente o inconscientemente, por su propio instinto de conservación.
Influye en ello también una sensible mejoría en las condiciones de alimentación. Pese a que nadie come lo suficiente y muchos sigan devorando cuanto cae en sus manos —incluso rebuscando en las letrinas mondas de naranja, vainas de habas o trozos de queso ya podridos cuando llegan a manos de sus destinatarios los paquetes que los contienen—, recibimos casi a diario un centenar de gramos de sardinas en conserva y una cantidad parecida de pan. No es suficiente, desde luego, para que nadie engorde; pero puede bastar para evitar durante varios meses la muerte por inanición. Si además nos llega de tarde en tarde un paquete o hay algún compañero que reparte con nosotros el que recibe —y probablemente no hay ni un solo preso que no comparta con quienes le rodean lo poco o mucho que sus deudos le mandan—, es posible contener por algún tiempo el creciente debilitamiento.
—En cualquier caso, cien veces peor estábamos todos hace sólo quince días.
Otro factor que eleva la moral general es que la sed casi ha desaparecido. No tenemos agua para lavarnos a diario y mucho menos para soñar en bañarnos o limpiar concienzudamente las ropas. Pero con algunas diferencias, variantes y fallos, conseguimos un día con otro entre medio y un litro por cabeza. Parece —lo es, en realidad— muy poco; se le antoja fabuloso, sin embargo, a quienes han tenido que pasarse recientemente días enteros sin beber una sola gota. Cierto que continúan dándose muchos casos de tifus y paludismo y que todas las mañanas tienen que enterrar a unos cuantos. Aunque resulta un espectáculo tan doloroso como deprimente, nos hemos acostumbrado a su repetición y cada día nos produce menor efecto.
—Pero la base fundamental de este desaforado optimismo son, indudablemente, los rumores.
Los rumores que al finalizar la primera decena de mayo circulan con mayor insistencia por Albatera giran en torno a una amnistía inminente. Mucha gente está firmemente convencida de que no tardará en aprobarse un perdón que alcanzará a cuantos presos no estén acusados de robo o asesinato. Significará la inmediata liberación de todos los jefes, oficiales y soldados de las fuerzas republicanas, sin excluir a los comisarios políticos; comprenderá asimismo a cuantos desempeñaron algún cargo de autoridad en la llamada zona roja, así como a los funcionarios públicos —estatales, provinciales o municipales— que entre 1936 y 1939 sirvieron a la República. Incluso cabía que todos éstos fueran admitidos y que a los militares profesionales se les concediera el retiro en forma muy semejante a como la ley Azaña había hecho con los monárquicos que no deseaban seguir en activo en un régimen distinto.
—No podrán actuar, desde luego, los dirigentes políticos y sindicales; tendrán que cruzarse de brazos y estarse tranquilos en sus casas; pero no se les perseguirá ni molestará por lo que hayan sido o dicho hasta ahora.
Yo desearía creerlo, pero no puedo. No valen los antecedentes, que algunos alegan en apoyo de su credulidad, de lo sucedido al terminar las diversas guerras civiles del siglo XIX español. No valen porque las circunstancias son harto diferentes y porque entonces vencieron los liberales y ahora no. También porque en distintas ocasiones los ahora triunfadores han rechazado en redondo la idea de que al final de la guerra pudiera dictarse una amplia amnistía.
—Pero en ningún momento han negado que puedan conceder un indulto, que para el caso es lo mismo —sostiene Rodríguez Vega, con quien discuto esa posibilidad.
Pero lo dice únicamente acalorado por la discusión, sin que confíe poco ni mucho en que sea posible. En el fondo está convencido igual que yo, y por razones parecidas, en que cuanto se rumorea en el campo no pasan de ser fantasías carentes de todo fundamento.
—Aunque a veces —me confía— simule creer lo contrario para no hacer eternamente de aguafiestas.
Desgraciadamente aquí no podemos aguar ninguna fiesta porque nada tenemos que festejar. Por asombroso que parezca, no faltan quienes ven motivos de júbilo y esperanza en aquello que más les debe preocupar. Por ejemplo, la ley de Responsabilidades Políticas. Antes de que la conozcamos, sino por lo que a algunos les han dicho en las comunicaciones, ya hay millares de presos en Albatera que anuncian alborozados que no habrá en el futuro ninguna condena a muerte y ni una sola ejecución más.
—Acaban de promulgar una ley sobre actividades políticas —aseguran— en que la pena máxima, aparte de una posible confiscación de bienes, no exceda de los veinte años de reclusión.
Quienes piensan con un poco de sensatez se resisten a creerlo, sabiendo que continúan funcionando los consejos sumarísimos que aplican los preceptos del Código de Justicia Militar, cosa enteramente lógica y natural cuando el estado de guerra no ha sido levantado en parte alguna del territorio nacional. Pero si muchos lo ponemos en tela de juicio o lo negamos, son mayoría los interesados en admitirlo sin una reflexión previa. No faltan los que razonan más de acuerdo con sus deseos que con la realidad.
—Si a los máximos responsables —ministros, generales, presidentes o secretarios de partidos políticos u organizaciones sindicales— no les condenarán, según la ley, más que a veinte años de reclusión, a todos los demás nos pondrán en libertad.
Tan convencidos están que cuando leen el texto íntegro de la ley —que publica un periódico del que entran varios ejemplares en Albatera y que circula rápidamente de grupo en grupo— exteriorizan su júbilo esperanzados en salir muy pronto en libertad.
—¡Lee, lee esto y verás quién tiene razón…!
La leo yo —y lo mismo hacen centenares de personas en Albatera— con la máxima atención y detenimiento. Por desgracia, lejos de comprobar que los optimistas estén en lo cierto, advertimos su completa equivocación. Es cierto que la nueva ley no establece penas de privación de libertad superiores a los veinte años, poniendo especial énfasis en las penas pecuniarias; pero también lo es que la ley, como su nombre indica, se refiere exclusivamente a las responsabilidades políticas.
—¿Y no son enteramente políticas todas las responsabilidades de la guerra?
—Es posible que lo pensemos nosotros, pero nuestra opinión no cuenta porque somos los vencidos.
Los que ganaron la guerra opinan que, al margen de los delitos políticos, hemos cometido otros de muy diversa índole, que deben ser castigados con arreglo al articulado del Código de Justicia Militar. Empezando, naturalmente, por el delito de rebelión militar.
—Pero —se sorprenden no pocos— ¿acaso no fueron ellos quienes se rebelaron? Si hablan a todas horas del glorioso alzamiento…
—El alzamiento triunfó en el acto en toda España —respondo—. Por tanto, quienes luchamos contra él somos culpables de un delito de rebelión militar. Que es, precisamente, por el que nos juzgarán a ti y a mí, lo mismo que han juzgado ya a muchos millares de personas.
* * *
A fuerza de vernos día tras día en el calabozo mientras los demás entran una tarde y a la mañana siguiente son conducidos a Orihuela, acaban conociéndonos los cabos y soldados que cada cuarenta y ocho horas guardan y vigilan el barracón pequeño. Con algunos establecemos de una manera maquinal relaciones de amistad o simpatía de la que derivamos ciertas pequeñas ventajas. Por ejemplo, que con el pretexto de ir a la letrina para evacuar una necesidad nos dejen salir algunos ratos al campo para hablar cambiando noticias e impresiones con amigos y compañeros. También que podamos seguir tumbados si nos apetece después del toque de diana o charlando despiertos luego del de silencio; que nos traigan las cartas o los paquetes —pocos por desgracia— enviados por los familiares, y hasta que si nos llaman por los altavoces para comunicar no pongan pegas a que podamos hacerlo.
Hay algunas cosas, sin embargo, en las que no transigen poco ni mucho. Así nos pasa con las formaciones durante la celebración de la misa. Es inútil que arguyamos que desde dentro del calabozo no vemos la parte del recinto exterior donde se celebra la misa ni el oficiante puede vernos a nosotros. Tampoco sirve de nada que digamos que no somos católicos.
—¿Quieres decir que eres judío y que no estás bautizado?
—No tengo nada de judío y me bautizaron a los diez días de nacer.
—Entonces, aunque no quieras, eres católico y tienes que oír misa.
Oímos la misa formados en el interior del calabozo porque la transmiten los altavoces. También los interminables sermones con que pretenden edificarnos los frailes de Orihuela que casi siempre ofician en la ceremonia. Incluso los soldados nos obligan a permanecer durante la hora larga que dura en el más absoluto silencio. Un día, Rasillo, que ha hecho amistad con uno de los cabos, le insinúa que al obligarle a oír misa sin ser creyente, cometen o le obligan a cometer algo parecido a un sacrilegio. Pero el resultado es contrario al que nuestro compañero de reclusión espera. El cabo, que procura enterarse, no sabemos si hablando con los frailes o con algún oficial, dice a la mañana siguiente:
—No se trata de que oigáis misa formados porque seáis católicos, sino que la formación durante la misa es un acto de servicio al que no podéis negaros de ninguna de las maneras.
Tenemos que escuchar los sermones. Por regla general —y es lo mejor que podemos decir de ellos— resultan profusos, difusos y confusos según la conocida frase. Quienes los pronuncian no brillan precisamente por su elocuencia y originalidad de ideas. Repiten lo mismo una y otra vez, siempre en tono de ofensiva superioridad. Deben creer que quienes les oímos somos sin excepción analfabetos o deficientes mentales. En sus palabras suele haber más insultos que razones, aunque probablemente se proponen lo contrario. Pero desde criminales e hijos de satanás, dóciles e inconscientes instrumentos del mal, a ignorantes y desgraciados, emplean una larga serie de términos en los que sería difícil hallar el más remoto reflejo de la caridad cristiana.
El segundo domingo de mayo, cuando acabamos de oír un interminable sermón del padre Jesús, un fraile de Orihuela bastante conocido en la comarca, en la que pasó toda la guerra sin que nadie se metiera con él, recibo nueva carta de mi madre. Lleva fecha del jueves anterior, y aunque se dice contenta y esperanzada, me parece advertir entre líneas que el optimismo de sus misivas anteriores ha descendido considerablemente. Me preocupa, no tanto porque pueda ser motivado por mi situación personal —que mejor que ella sé lo poco grato de mis perspectivas—, sino por algún percance sufrido por cualquiera de mis hermanos. La carta termina anunciando que mi hermana y ella han conseguido ya los salvoconductos y billetes necesarios y que el sábado por la mañana saldrán de Madrid para verme en Albatera.
No me alegra su visita porque a todo trance querría ahorrarle el desagradable espectáculo de mi delgadez esquelética, de mi suciedad, de los piojos que me comen vivo y de las condiciones que imperan en el campo y el trato que recibimos. Pero como la carta ha tardado tres días en llegar no hay nada que hacer para conseguir que aplace su visita, ya que con toda probabilidad, y pese a la lentitud y desorganización de las comunicaciones ferroviarias, estará ya en Alicante y tal vez en la misma Albatera.
Procuro arreglar las cosas lo mejor posible. Hablo con el preso que vocea las comunicaciones para que venga a buscarme al calabozo y que si por casualidad habla con mi madre no le diga que estoy en él; enseño la carta a los cabos de guardia para que me permitan salir a comunicar en el momento que me avisen y procuro lavarme y asearme lo mejor posible. Tras afeitarme, me lavo la cara, paso largo rato peinándome y procurando matar el mayor número posible de piojos, preparo la ropa conveniente para ponérmela en el momento oportuno.
Toda mi ropa consiste en un traje de mediano uso que llevo en la maleta desde que salí de Madrid, unos pantalones que apenas me he quitado en cerca de dos meses, un jersey y una camisa, aparte de una camiseta y un calzoncillo, ya que otra camiseta y otro calzoncillo hube de tirarlos porque resultaba totalmente imposible librarlos de las manadas de piojos y liendres que los invadían. Como hace calor a mediados de mayo, y más en el calabozo, generalmente no llevo puesto más que el pantalón, y cuando más la camiseta. Para salir a comunicar cambiaré de pantalón —que éste podría moverse si lo dejara en el suelo, dada la abundante colonia que alberga— y ponerme la camisa que está relativamente limpia. Prescindiendo de la chaqueta porque al ponérmela me sobra la mitad.
Paso toda la tarde del domingo esperando inútilmente comunicar y parte de la mañana del lunes. Al fin, alrededor de las once de la mañana me avisan. Formo un rato junto a la puerta del campo en unión de otros cuarenta o cincuenta que también esperan comunicar. Luego un sargento va llamándonos y nos deja salir al recinto exterior.
—Allá, al fondo, a la derecha.
Para las comunicaciones han acotado un espacio más allá de las cocinas. Unas alambradas de dos metros de altura la separan del campo libre, y tras ellas vigilan algunos soldados. Las familias entran y salen por una puerta que si las mujeres trasponen sin la menor dificultad, cuando las acompaña algún hombre ha de acreditar documentalmente su personalidad. Uno puede hablar con sus familiares de pie o sentados en el suelo, e incluso comer en su compañía pidiendo una autorización especial. Salvo estos casos, el tiempo de comunicación no suele pasar de una hora.
Mi madre y mi hermana lloran al abrazarme. Yo conservo la serenidad, aunque he de esforzarme por disimular la emoción. Encuentro a las dos, especialmente a mi madre, bastante más delgada, con aire de cansancio y somnolencia, con pronunciadas ojeras y aparentando varios años más que hace cincuenta días. Pese a que nuestras primeras palabras son para decirnos ellas a mí y yo a ellas que nos encontramos mejor de lo esperado, los tres sabemos que no es cierto.
—¿Qué hay del resto de la familia?
—Ángel ya sabes que…
Se echa a llorar de nuevo sin terminar la frase. No hace falta que termine para que sepa a qué atenerme. Durante dos años le hemos hecho creer que Ángel, desaparecido en octubre del 36 en un frente cercano a Madrid, había sido hecho prisionero. Aun sin acabar de creernos, alentaba la remota esperanza de que fuese verdad y poderle ver vivo al terminar la guerra. Ahora ya sabe que está muerto.
—Preguntaba por Mariano y Antonio.
Me habla de ellos mi hermana. Antonio no tiene problemas. Nunca fue de izquierdas y durante la guerra se limitó a incorporarse a filas cuando movilizaron su quinta, siendo destinado a servicios auxiliares. Sigue trabajando, como antes, en la Compañía Inglesa de Carbones, cuya central londinense facilitó grandes cantidades de combustible al gobierno nacional. Con su mujer y sus tres hijos ha vuelto a su piso de General Lacy y se defiende económicamente.
—Mariano está en mucha peor situación.
Anda un poco a salto de mata. Escondido durante un par de semanas, ha tenido que reanudar su trabajo en el bufete de un abogado amigo, forzado por los apremios económicos. Dos veces le han detenido, logrando recobrar la libertad a las pocas horas, gracias a la suerte de que resultase antiguo conocido de las Salesas el secretario del juzgado correspondiente.
—Pero tanto su mujer como nosotras tememos que en una tercera ocasión no sea tan afortunado.
—¿Y vosotras?
Se esfuerzan por convencerme de que no pasan ningún apuro y yo simulo creerlas. En realidad están bastante mal. Para mi madre ha sido un golpe muy duro la confirmación de sus presentimientos sobre la muerte de Ángel y mi detención. Teme, aunque no cese de repetirme lo contrario, que se prolongue durante años enteros y le inquieta también la suerte de Mariano.
—Todo se arreglará, Eduardo —insiste ansiosa por convencerme a mí, pese a que no esté nada convencida ella—. Todos reconocen que eres un buen hijo, que no has hecho nada malo y verás como pronto te ponen en libertad.
Creo todo lo contrario, pero no se lo digo porque aumentaría inútilmente sus inquietudes y zozobras. Prefiero desviar la charla hacia ellas mismas, asegurándolas que comparto su optimismo respecto a mi futuro, que no necesito nada porque como de sobra y en el campo vivimos bastante bien, con un trato excelente.
—Lo creo —replica mi madre con claro aire de escepticismo—. En cualquier caso debes cuidarte un poco más. Te encuentro muy delgado.
Trato de explicarlo con una supuesta inapetencia, ya superada, que me tuvo sin probar bocado un par de semanas. Antes de que puedan pedirme aclaraciones difíciles de dar sin descubrirme, insisto en saber cómo se defienden económicamente. Responden pintándome un panorama rosado que debe estar mucho más en sus deseos que en la realidad. Pero si antes ellas fingieron creer mis optimistas aseveraciones, ahora les imito yo. No hacen falta grandes dotes deductivas para llegar a la conclusión de que lo están pasando mal, con grandes estrecheces y probablemente con hambre; disimulada y soportada con dignidad, pero no por eso menos angustiosa.
—Mariano, más que ayudarnos necesita que le ayuden —confiesan—. Antonio demasiado hace con mantener a los suyos. Afortunadamente, nosotros no necesitamos de nadie. Tenemos una casa grande, como sabes de sobra, y con un pequeño esfuerzo…
Parece que en la casa se han metido, mientras encuentran piso, algunos familiares llegados de Valladolid y Bilbao; les pagan algo y con ello van tirando. Comprendo que, aunque lo negarían ofendidas si se lo dijera, están malviviendo sirviendo a los huéspedes. Eluden dar muchas explicaciones y no insisto en pedírselas.
—Lo fundamental —dice mi madre cambiando de tema— es que antes de fin de mes podrás estar de nuevo en casita.
Hago un gesto de incredulidad y tanto ella como mi hermana insisten. No sé si lo dicen únicamente por intentar animarme o si a fuerza de oír decirlo a cuantos las conocen y saben de mi situación han llegado a creérselo. Parece en cualquier caso que en Madrid corren los mismos rumores que en Albatera y acaso con mayor fuerza.
—Todo el mundo dice que el día 19, después del desfile de la Victoria, darán un indulto tan amplio que alcanzará a casi todos los presos. Especialmente a los que, como tú, no han hecho nada malo.
Me han traído un paquete con algo de comida. No tuvieron que comprar nada, «no por falta de dinero», sino porque todas las personas que se enteraron del viaje les dieron algo para mí. Abro el paquete y veo que han traído una libreta de pan, una tortilla de dos huevos, una tarterita con tres filetes, un trozo de queso y varias naranjas. Adivino que ellas han comido muy poco durante el viaje y pretendo que nos lo comamos juntos allí. Se niegan en redondo, alegando que han desayunado muy fuerte en Alicante y que tienen pagada la comida en la pensión donde se hospedan. Tengo la impresión de que ninguna de las dos cosas es cierta, pero no logro vencer su resistencia.
—Cómetelo tú todo —indica mi madre—. Nosotras estamos hartas ahora y en la pensión nos aguarda un sustancioso almuerzo.
Me mandarán algo más todas las semanas, aunque tienen la seguridad de que antes del domingo no necesitarán mandarme nada porque estaré de vuelta en Madrid. Advierto que mi hermana mira de vez en cuando el reloj y adivino el motivo. A las dos y media pasa por Albatera un tren con destino a Alicante, donde a las ocho de la noche han de tomar otro tren —cuyos billetes tienen— de vuelta a Madrid.
—Conviene estar en la estación dos horas antes porque si te descuidas un poco no puedes subir porque está abarrotado.
Con medias palabras confiesan que andan escasas de dinero. Traían lo suficiente siempre que hubieran podido regresar, como esperaban, en cuarenta y ocho horas. Por desgracia, el tren tardó veinte horas en llegar, ayer domingo vinieron a Albatera, pero hubieron de volver a Alicante para solicitar la comunicación. Como era domingo no pudieron conseguirlo y tuvieron que esperar hasta esta mañana.
—La gente se aprovecha de las circunstancias y en la pensión nos cobran un ojo de la cara. Si tenemos que pasar un día más, no sé cómo podríamos resolverlo.
Charlamos un rato más y me hablan de la odisea de su viaje, con los trenes llenos a reventar, con gente tumbada en los pasillos y metiéndose en cualquier parada por las ventanillas. Si hay horarios de salida, no existen los de llegada y los trenes lo hacen cuando pueden, corriendo como locos en algunos trozos y detenidos horas y horas en cualquier estación.
—Yo tuve que venir de pie las veinte horas y llegué materialmente destrozada —indica mi hermana.
Comprendo sus apuros de tiempo y dinero y ahora soy yo el que tiene prisa en que se marchen para evitarles mayores angustias en el regreso. Trato de que se lleven el paquete que han traído para que se lo coman durante el viaje, que puede durar un día entero o más. No lo consigo, aunque discutimos un rato. A la una nos indican que la comunicación ha terminado y tienen que irse.
Lloran con mayor fuerza que a la llegada mi madre y mi hermana cuando les acompaño hasta la puerta de salida donde vigilan los centinelas. Me abrazan y cuesta trabajo separarlas.
—¡Cuídate mucho, hijo! ¡Si también a ti te pasase algo…!
* * *
Vuelvo al calabozo lentamente. Estoy triste, hundido en pensamientos que nada tienen de halagüeños. Lejos de constituir una inyección de optimismo, la visita de mi madre acentúa la cerrazón del horizonte. Si hasta hace unas horas me sentía pesimista acerca de mi futuro personal, ahora extiendo ese pesimismo a buena parte de la familia. Tengo la certidumbre de que mi madre, aparte de la zozobra por la suerte de sus hijos, está pasando auténtica hambre. Es una mujer entera, de buen temple, pero pasa de los sesenta y cinco años y acaso no logre encajar los golpes que la esperan. Quisiera creer que, conforme ha dicho, pueda estar pronto de regreso en casa, lo que resolvería sus problemas; pero no puedo, convencido de que no pasa de ser un sueño irrealizable.
—¿Qué te ha dicho del indulto del día 19? —pregunta Acero apenas me ve.
Me sorprende la pregunta e inquieto a mi vez por qué la formula, incluso dando una fecha concreta.
—Porque ese día se celebra el desfile —responde— y se firmará el indulto. ¿No te lo ha dicho tu madre?
Me lo ha dicho, efectivamente, pero sigo sin creerlo. Tampoco Acero lo creía hace dos horas cuando salí del calabozo para acudir a la comunicación. ¿Ha cambiado en este tiempo?
—La verdad —responde sincero— lo dice tanta gente, que ya estoy empezando a dudar.
Parece que a todos los que han comunicado hoy, sus familiares —llegados de los puntos más diversos de la geografía peninsular— les han dicho lo mismo: que el día del desfile pondrán en libertad a los presos y prisioneros políticos; incluso a los que en estos momentos están condenados a las más graves penas.
—¿Y tú lo crees?
Le cuesta trabajo, pero empieza a pensar que aquella extraña unanimidad puede tener en el fondo algún fundamento más serio que los simples deseos de nuestros deudos. Especialmente porque las propias autoridades del campo parecen convencidas también.
Aquella misma mañana varios de los médicos habían hablado con el comandante para exponerle un plan de posibles mejoras en los servicios sanitarios de Albatera, para lo que necesitaban que se les proporcionaran algunas medicinas y una tienda mayor de la que ahora utilizaban como botiquín.
—Todo eso me parece muy bien —había contestado el comandante—. Pero ¿para qué vamos a molestarnos en hacer nada cuando el campo se cerrará probablemente antes de fin de mes?
Más concreto y categórico aún, el capitán de oficinas había dicho a los presos que trabajaban en ellas que preparasen listas por triplicado de los recluidos en el campo, añadiendo:
—Tendremos que tenerlas a mano para saber a cuántos ponemos en libertad en virtud del indulto general que se espera para el viernes o el sábado.
Por Albatera circulaban otros muchos rumores de parecida índole, cuyo origen y fundamento resultaba muy difícil averiguar. Acero estaba convencido de la autenticidad de lo manifestado por el comandante —repetido a él por uno de los médicos que acudieron a hablar con el jefe del campo— y por el capitán de oficinas. Admitía la posibilidad de que quienes oyeron las palabras de uno y otro hubieran acentuado la nota al repetirlas. Incluso que el perdón de que se hablaba no tuviera el alcance que la gente esperaba ni muchísimo menos.
—Cabe, sin embargo, que en este caso concreto el río suene porque lleva agua. Poca, poquísima tal vez, pero agua.
Los síntomas visibles no parecen augurar nada bueno, piensen lo que piensen las gentes. En la tarde del lunes en que hablo con mi madre ingresan en el calabozo treinta y siete prisioneros reclamados por diferentes autoridades, señalados por algún chivato o encerrados por los avales gracias a los cuales sus familiares esperaban lograr su libertad, que serán trasladados a Orihuela a la mañana siguiente. ¿Se molestarían en hacerlo de tener la seguridad de que cuatro o cinco días después habrían de ponerlos en libertad? También visitan el campo dos comisiones de busca y captura. Por culpa de ambas permanecemos formados media hora en el barracón y dos horas fuera en el campo. Incluso oímos repetidas llamadas a través de los altavoces pidiendo la presentación de todos los prisioneros onubenses.
—Creo que los que venían de Huelva se han llevado a diez o doce presos.
Temo por la suerte de un grupo nutrido de compañeros procedentes de la cuenca de Ríotinto que en los comienzos de la guerra iniciaron, combatiendo, un peligroso éxodo a través de las serranías para ganar primero tierras de Extremadura y formar más tarde en las columnas que defendieron Madrid. Son todos paisanos de Isabelo Romero, amigos personales la mayoría y algunos familiares incluso. ¿Qué será de ellos si les llevan a Tharsis, El Cerro y Zalamea, a los pueblos que abandonaron peleando en julio de 1936?
Por la mañana salgo del calabozo y voy hacia la parte del campo en que sé que se encuentran varios. Hablo con Molina y algunos oficiales y comisarios de su división que estuvieron en el Jarama hasta el 28 de marzo. No parece que se hayan llevado la tarde anterior a ninguno de los conocidos. Molina me indica por dónde andan Jesús, primo de Isabelo, León Díaz, Manuel Pérez y otros paisanos suyos.
—Los tipos que vinieron creo que no conocían a nadie. Aunque lo hubiesen conocido en 1936 no hubieran podido identificar a ninguno de nosotros tres años después y como estamos en Albatera.
—¿A quién se llevaron entonces?
—A los tontos que se presentaron cuando llamaron a los de Huelva. Por fortuna, ninguno de los compañeros hizo el menor caso de los llamamientos.
El martes se habla con mayor insistencia del próximo indulto, pero vuelve a llenarse el calabozo y otras tres comisiones pueblerinas obligan a permanecer formada a la gente mientras husmean entre ella una posible pieza. Entre los que, delatados por Velasco, meten en el barracón está, aunque no lo sabré hasta unas horas después, un hermano de Antonio Nicás, compañero mío en la redacción de La Libertad. Por la mañana el mismo que le ha denunciado viene a despedirse de él cuando están a punto de llevárselo para Orihuela. Fingiéndole simpatía y recordando que han peleado juntos en determinada unidad, le tiende la mano.
—¿Estrechar tu mano —contesta Nicás despreciativo— cuando tu sola presencia me da náuseas? ¡Yo no doy la mano a los traidores…!
—¿Traidor, eh? —reacciona cobarde Velasco—. Pues voy a recomendarte bien para que cuando llegues a Orihuela veas…
—No tengo que llegar a ningún sitio para saber que eres un sapo venenoso.
—¡Esto te costará caro! —amenaza el chivato.
—Si me toca morir, moriré como un hombre. Tú, en cambio, acabarás como una rata. ¡Lástima que no te matemos nosotros, porque acabarán ellos contigo cuando hayas cumplido tu papel de Judas!
A Nicás, pequeño de estatura, pero grande de ánimo, que ha llegado a capitán durante la lucha, peleando en los más diversos frentes, se lo llevan para Orihuela la misma mañana de su enfrentamiento con Velasco, en unión de una treintena de presos más.
Aunque nada de esto induce a pensar en la proximidad de un indulto de tipo general para el próximo viernes, la mayoría en Albatera sigue esperándolo. Quizá porque así les interesa personalmente, muchos consideran que el anunciado desfile de la Victoria tendría su mejor complemento en una decisión generosa de cristiana clemencia. Incluso hay algunos que basan su esperanza en lo que estos días dicen los periódicos. Uno de ellos tras leernos en voz alta los conocidos versos de «que mientras vive el vencido, venciendo está el vencedor», pregunta:
—¿Creéis que, de no haber un indulto inmediato, publicarían esto los diarios, por muy clásicos que sean los versitos?
—Con solo esperar al viernes conoceremos todos la respuesta.
* * *
La jornada del 19 de mayo de 1939 se espera en el campo de Albatera con desbordante expectación. Suponemos que igual ocurrirá en el resto de España. Cuando llega hay un ansia desbordada por recibir las noticias. Sabemos por las comunicaciones de la tarde que el desfile, transmitido por radio a todo el país, ha constituido un espectáculo brillante, prolongado durante horas en medio de las aclamaciones de la multitud que lo presencia en las calles de Madrid. Pero no se dice una palabra de lo que, en Albatera al menos, interesa más.
—Habrá que esperar —dicen los optimistas— porque las celebraciones durarán tres días y no es lógico que el indulto se promulgue en el primero, sino en el último.
Que pasen las tres jornadas sin que se apruebe y divulgue la buena nueva del perdón, desilusiona un poco a la gente, pero no acaba totalmente con sus esperanzas. En el campo empiezan a darse otras fechas, insistiendo en que será un hecho antes de finalizar el mes. Incluso cuando unos días después circula la noticia de que una personalidad importante va a venir a Albatera para dirigirnos una alocución, una arenga o un discurso —que cada uno llama de distinta manera la anunciada disertación—, los optimistas no ocultan su alegría.
—Viene —dice— a anunciarnos el indulto.
Es absurdo y disparatado que, en caso de promulgarse un indulto, haya de venir a comunicárnoslo personalmente una personalidad cuyo nombre seguimos desconociendo. Pero basta que uno lo diga para que muchos lo repitan y todos los razonamientos en contrario no sirvan de nada. Existe, pues, un clima de general euforia cuando una tarde se obliga a formar en el campo para oír las palabras que va a dirigirnos un brillante escritor y pensador político. Aunque el nombre de Ernesto Giménez Caballero, que a continuación se cita, nada dice a muchos de los presos, para mí resulta más que suficiente.
Los que estamos en el calabozo tenemos la suerte de no tener que formar, pero no por ello nos libramos del discurso que los altavoces transmiten a todo el campo con inusitada potencia. La perorata de Giménez Caballero —librero e impresor de la calle de las Huertas, antiguo director de La Gaceta Literaria y uno de los firmantes del manifiesto fundacional de «La Conquista del Estado», primera organización de tipo fascista en España— es digna de él: larga, deslabazada, de un barroquismo delirante y casi ininteligible. No dice, claro está, lo que algunos ingenuos esperaban que dijera; en cambio, dice otras muchas cosas que sorprenden a la mayoría de sus forzados oyentes. Habla de los Reyes Católicos, de la España cesárea y eterna, del imperio que nos llevará a Dios y de la unidad indestructible de las tierras y los hombres de España. También de la decadencia irremediable de las grandes democracias y de las virtudes heroicas de Mussolini y Hitler, que van a traer una nueva Europa sobre las ruinas de la antigua; una Europa viril y marcial que romperá los dientes a las hordas rabiosas que desde las estepas asiáticas siguen soñando con destrozar entre sus garras a la civilización grecorromana, a la civilización cristiana de la que somos representantes y herederos. Alude, por último, a la guerra de España, donde ha sido aplastada la hidra revolucionaria y en donde los aprovechados explotadores de la ignorancia popular han huido cargados de millones, dejándonos abandonados, inermes y derrotados a merced de la generosidad del vencedor.
—Cuando como ahora os miro no veo en vosotros más que una masa amorfa —añade—. No distingo los rostros individuales, las personalidades, los hombres. No sois más que las moléculas o los átomos integrantes de una inmensa mole. Habéis sido derrotados porque teníais que serlo, porque vuestros jefes, dignos jefes de estos rebaños, huyeron cargados de millones luego de aprovecharse de vuestra ignorancia; la torpe mente de unas masas primitivas en cuyo cerebro no brilla la luz de la inteligencia.
—¿Qué te parece el discursito? —me pregunta socarrón Acero cuando Giménez Caballero termina entre los bostezos de los oyentes.
—¡Que aviado está el país si éste va a ser uno de sus mentores intelectuales…!
Una de las consecuencias directas de la interminable perorata de Giménez es que en Albatera se deje de hablar automáticamente del supuesto indulto. Después de oírle hasta los más delirantemente optimistas han de decir adiós a sus infundadas ilusiones. Pero como la gente no se resigna nunca a perder las esperanzas, y cuando no tiene motivos en qué basarlas los inventa, muchos empiezan a hablar y a especular de nuevo con la tirantez internacional que hace presagiar en plazo breve una nueva conflagración de carácter general. Si conocemos con retraso la invasión italiana de Albania, que coincide con nuestro traslado desde el Campo de los Almendros a Albatera, posteriormente recibimos noticias —casi siempre exageradas— sobre nuevas exigencias territoriales de Hitler y Mussolini, de la creciente resistencia de las democracias cansadas de tanto ceder y del firme apoyo que Rusia parecía dispuesta a prestarles en su futura e inevitable lucha contra los regímenes fascistas. De nuevo volvemos a oír la misma frase:
—Pudimos ganar con sólo haber resistido seis meses más.
En todos los grupos renacen las viejas discusiones acerca de la posibilidad o imposibilidad de haber aguantado hasta el otoño para salvarnos. Una y otra vez se repiten idénticos argumentos en pro y en contra. No es posible poner de acuerdo a todos ni serviría de nada caso de poderlo lograr. En cualquier caso, mientras debatimos acaloradamente lo que pudo ser y no fue y lo que harán en los meses próximos Inglaterra y Francia, ayudadas por Rusia de un lado, e Italia y Alemania de otro, olvidamos un poco las angustias de nuestra situación actual.
* * *
Pero incluso en el mismo Albatera se producen algunas leves modificaciones que hacen menos penosa la situación general en la segunda quincena de mayo. La gente está un poco menos amontonada en el campo —pese a que todavía lo esté mucho— al haber bajado ligeramente el número de recluidos. Entre los muertos de hambre, frío, pulmonías, tifus y paludismo, por una parte, y los que se han llevado las comisiones investigadoras de los pueblos, por otra; los setecientos u ochocientos trasladados a Orihuela; los fugados y los puestos en libertad —relativa y condicionada libertad, puesto que todos sin excepciones tienen que presentarse a la policía o la Guardia Civil de sus lugares de residencia— en menos de dos meses la población reclusa ha disminuido en dos o tres mil personas. Claro que todavía quedamos entre diecisiete y dieciocho mil prisioneros, cuando el campo fue construido para contener un máximo de quinientos o seiscientos y la mayoría continúan teniendo que dormir con las piernas encogidas y sin poderse dar la vuelta.
Otro factor positivo es que empiece a hablarse de organizar brigadas de trabajo —que probablemente recibirán algo más de comida— para efectuar labores de reparación en los caminos cercanos, mejoras en las acequias y desecación de algunas charcas, tan abundantes en la extensa llanura entre las desembocaduras de los ríos Vinalopó y Segura, donde proliferan los mosquitos que hacen endémico el paludismo en toda la comarca. Son muchos los que quieren participar en los trabajos, pese a la debilidad y falta de fuerzas de la mayoría; todos sueñan con verse libres —aunque sea únicamente unas horas al día— del terrible hacinamiento de Albatera. Paralelamente empiezan a realizarse salidas diarias de un centenar de presos —vigilados y custodiados por una docena de soldados— para bañarse y lavar sus ropas en un lagunajo de aguas salobres a menos de un kilómetro de distancia. El agua es escasa y despide mal olor; pronto está tan sucia, que quienes se meten en ella salen con más basura que entraron. Pero el simple paseo hasta allí y el poderse librar de muchos piojos al lavar las ropas constituye una inyección de moral para muchos, de la que estamos privados quienes continuamos encerrados en el calabozo.
La primera comida caliente que nos dan desde que caímos presos en el puerto de Alicante es recibida con muestras generales de alborozo. No es muy abundante, ni variada, ni rica. Consiste simplemente en garbanzos guisados totalmente solitarios, sin aditamentos de ninguna clase. Pero sea por la habilidad y maestría de quienes los preparan —varios de los mejores cocineros de los grandes hoteles madrileños— o por el hambre que seguimos padeciendo, a todos nos saben a gloria. Procuramos alargar la degustación del cacillo que constituye nuestra ración diaria, comiendo uno a uno los garbanzos y lamentando únicamente acabar tan pronto.
Estos garbanzos, prácticamente lo único que comemos durante una semana, son la causa de una pequeña juerga en el calabozo, una tarde en que nos hallamos veintitantas personas recluidas en él. Del reparto general hecho a mediodía ha sobrado una gaveta, y como un regalo especial, los cocineros deciden enviar una parte a quienes tenemos de desventaja sobre los demás permanecer encerrados todo el día. Con habilidad de prestidigitadores logran escamotear una lata llena de garbanzos, meterla primero en el campo y hacerla, por último, llegar a nuestras manos.
—Comedlo a nuestra salud —dice Resti, un compañero de la Gastronómica, que ha pasado toda la guerra en los frentes, al entregarnos la lata— y que os aproveche a todos.
Es un banquete en toda regla. Cada uno de nosotros come en una hora lo que normalmente no ingiere en ocho días y sentir todos el estómago lleno produce en el calabozo un clima de general euforia. Para completarla, unos camaradas suyos de Vallecas han traído a Acero una bota de vino que consumimos también, y hasta tenemos la fortuna de poder fumar un cigarrillo por barba. Es más, mucho más de lo que nadie esperaba por la mañana y lo celebramos con risas, cuentos más o menos graciosos y canciones. Entre ellas hay una, cuya letra han elaborado en el campo muchos autores anónimos, en la que se habla burlonamente de nuestras angustias y sufrimientos de los Almendros y Albatera. La cantan con música de un tango popularizado por Angelillo en los últimos años: «Caminito». La letra no es un prodigio de versificación precisamente, pero acaso por las circunstancias todos la repetimos alborozados. Dice así:
Al puerto de Alicante
yo marché para embarcar;
yo quería los mundos correr,
yo quería los mares cruzar.
Esperaba un barquito muy blanco
como mi esperanza
que nunca llegó.
No me quejo, pues todo pasó
por viajar, por viajar, por viajar.
Desde entonces, ¡ay!,
todo es padecer.
¡Las maletas mías
no las vuelvo a ver!
Me trataron como a un asesino,
como a un incendiario,
como a un criminal.
No me daban nada de comer;
no me daban nada de cenar.
Me tuvieron durmiendo en el suelo
expuesto a los vientos, la lluvia y el sol.
No me quejo, pues todo ocurrió
por viajar, por viajar, por viajar…
Pero a estos breves momentos de alegría siguen, sin solución de continuidad, otros de agudo dramatismo. Desde que la División Littorio nos cercase en los muelles de Alicante han sido muchos los que han intentado fugarse, triunfando unos y fracasando otros. Es lógico que así sea porque los presos tienen siempre el derecho de aprovechar cualquier oportunidad para tratar de recuperar su perdida libertad, de igual manera que sus guardianes tienen el deber y la obligación de impedírselo. Son las reglas no escritas, pero inmutables, de un juego que se inició en la prehistoria cuando unos hombres empezaron a esclavizar a otros.
De Albatera, desde el día mismo de nuestra llegada, se fugaron bastantes utilizando los más diversos procedimientos. De unos pocos se decía que habían logrado sus propósitos llegando a Valencia, Madrid o Barcelona; de algunos se aseguraba incluso que consiguieron atravesar la remota frontera francesa. Era creencia general, sin embargo, que una mayoría habían sido detenidos nuevamente antes de alejarse cincuenta kilómetros del campo y que no pocos de ellos habían sido fusilados. Circulaban insistente rumores de que muchas de las ejecuciones habían tenido lugar en los pueblos de los alrededores, e incluso no faltaban quienes afirmaban haber oído el ruido de las descargas en el silencio de los amaneceres.
Aun estando convencidos la mayoría de que todo esto era verdad, no faltaban escépticos que lo atribuían a la fantasía o al miedo de quienes lo afirmaban. En todo caso, nos faltaban pruebas directas, concretas, testimoniales e irrefutables. Pero a finales de mayo las tuvimos en mayor número y con caracteres más estremecedores de lo que hubiera deseado ninguno de nosotros.
A primera hora de la tarde siguiente a la de nuestra pequeña comilona en el calabozo dieron orden de formar en el campo. En un principio no le concedimos importancia alguna, seguros de que se trataría una vez más de la visita de algunas comisiones a las que tan acostumbrados estábamos. Comprendimos que se trataba de algo diferente, cuando uno de los cabos nos comunicó que también los encerrados en el calabozo tendríamos que forma fuera.
—¿Una nueva moda para jodemos un poco más? —pregunta irritado Acero.
—Tú obedece sin rechistar porque la cosa está muy seria.
Tenemos que salir del calabozo e ir formados a situarnos en el fondo del campo, no lejos de las alambradas que lo limitan. Ya para entonces están formados los demás presos con gestos serios y en un silencio que contrasta con el alboroto y la algarabía de otras formaciones. Extrañados, y aunque los soldados que guardan nuestro grupo hacen lo posible por impedirlo, preguntamos al pasar junto a ellos a algunos conocidos por el motivo de todo aquello.
—Van a fusilar a varios.
—¿Por qué?
—Tentativa de fuga.
Es la primera noticia que tenemos y nos cuesta trabajo creerla. Jamás comprenderé que se quite a un hombre la vida y menos aún que la ejecución pueda convertirse en espectáculo público. Pero cualquier duda desaparece cuando arribamos al lugar preferencial que hay reservado para los treinta y cinco hombres que estamos en el calabozo. Al otro lado de las alambradas se han triplicado los centinelas, muchos de los cuales portan naranjeros. Cada cincuenta metros se ha montado una ametralladora apuntando al campo, con los servidores detrás dispuestos a manejarla sin la menor demora. Todo aquello resulta amenazador y nada tranquilizante.
—¿Nos fusilarán a todos? —pregunta Rasillo en un susurro.
—Otra cosa sería más difícil —responde Acero en el mismo tono.
Ignoramos todavía a cuántos van a ejecutar oficialmente, quiénes serán las víctimas seleccionadas y si previamente han sido juzgados o no. En el rato que permanecemos formados —que se nos antoja interminable— nos llegan difícilmente algunas precisiones facilitadas en voz baja por otros grupos que deben estar mejor informados que el nuestro.
—Son tres.
—¿Guerrilleros?
—No; del SIM.
No parece, sin embargo, que sean una cosa ni otra. Dos minutos después, mientras aún dura la dramática espera, circulan de boca en oído, de una fila a otra, noticias que parecen más concretas. Se trata, al parecer, de dos tenientes y un comisario de una brigada que estuvo destacada en el frente de Levante. Cuando un pelotón mandado por un oficial va a situarse en el lugar elegido para el fusilamiento, hay alguien que precisa todavía más:
—Los tenientes son de la CNT; el comisario, comunista.
El silencio se hace más intenso unos segundos después. Todas las cabezas giran ligeramente hacia la izquierda, clavando la mirada en un grupo que surge de detrás de uno de los barracones. Lo integran varios soldados que custodian a los presos, un cura y cuatro o cinco oficiales que caminan rezagados unos pasos.
Los tres condenados, con las manos atadas a la espalda, visten un simple pantalón y una camisa caqui. Los rostros me parecen conocidos; estoy seguro de haberles visto anteriormente en el puerto, en los Almendros y en Albatera; incluso he debido hablar con ellos en más de una ocasión, aunque ignoro sus nombres o no los recuerde en este momento. Pero los nombres importan poco.
Lo fundamental es que son prisioneros como nosotros que van a ser fusilados.
De edades muy similares, deben oscilar entre los treinta y los treinta y cinco años. Uno es rubio, alto, delgado; otro, de pelo alborotado, recio de complexión y de estatura similar a la mía; el tercero, escurrido de carnes, muy moreno, con rasgos duros como tallados a hachazos. Caminan despacio, con paso firme, alta la cabeza, mirando a sus guardianes con gesto desafiante.
—¡Serenidad, camaradas! —grita de pronto el rubio—. ¡Es una provocación!
Uno de los soldados le coge del brazo para impedirle seguir hablando, pero se desprende con un movimiento brusco, mientras añade:
—¡Quieren mataros a todos!
—¡Silencio! —ordena un capitán adelantando unos pasos para llegar a su altura.
—¡Calma, compañeros, calma! —recomienda con voz firme el moreno—. ¡No caigáis en la trampa que os tienden!
Soldados y oficiales les rodean precipitadamente para que no sigan hablando, pero ya han dicho cuanto les interesaba decir. Cada una de sus palabras causa un terrible efecto en los millares de presos formados en el campo. Los rostros se contraen mientras se cierran con rabia los puños. Una desoladora sensación de impotencia se extiende entre nuestras filas. Muchos empiezan a verlo todo rojo y dan instintivamente un paso al frente. Los servidores de las ametralladoras ponen el dedo en el gatillo.
—¡Quietos, compañeros! ¡Es una provocación…!
Los gritos del moreno que, zafándose de las manos que pretenden taparle la boca, grita su postrera advertencia, vuelven a muchos a la trágica realidad. Dejarse arrastrar por la emoción, por los impulsos, únicamente serviría para que en vez de tres fueran tres mil los muertos de esta tarde. Logran contenerse con un violento esfuerzo. La tensión dentro del campo baja unos enteros, mientras el nerviosismo parece aumentar fuera.
Apresuran su paso el grupo que rodea a los condenados. Llegan pronto al lugar elegido para la ejecución. El cura se acerca entonces a los tres, que le rechazan sin hablar palabra con gestos expresivos. Luego un sargento quiere vendarles los ojos; con absoluta unanimidad los que van a ser fusilados se niegan a dejarse vendar. El cura y el sargento se apartan.
Los tres condenados quedan frente al pelotón. Alzan las cabezas, mientras sus ojos parecen relampaguear. Sacan los pechos desafiando a las balas y se yerguen decididos, con los pies bien asentados en tierra.
Junto al piquete, el teniente que lo manda grita nervioso sus órdenes:
—¡Preparados…! ¡Apunten…! ¡Fuego…!
—¡Viva la…!
El final del grito de los condenados se pierde en el estrépito de los disparos. ¿Qué vitorean en el último segundo? ¿A la revolución, a la anarquía, a la República? No llegamos a saberlo. Con un nudo en la garganta, a través del velo que repentinamente empaña muchas pupilas, asistimos a la trágica escena.
La descarga que ahoga su exclamación postrera hiere certeramente a los tres condenados. Repentinamente se abren en sus pechos los boquetes a través de los cuales se les escapa la vida. Un momento, sin embargo, permanecen en pie, con los ojos muy abiertos, mirando sin ver. Incluso uno de ellos da dos pasos al frente, mientras sus compañeros se hunden verticalmente. El otro cae también unas centésimas de segundo después. Uno queda de espaldas; los otros, de bruces. Acaso sea una ilusión óptica, pero creo ver que aún se mueven, ya tendidos en el suelo.
Tras una ligera pausa, el teniente se acerca a los cuerpos caídos en tierra con una pistola en la mano. Está pálido, ligeramente desencajado. Se agacha un momento junto a cada uno y le dispara en la cabeza el tiro de gracia. Los condenados quedan en una completa y definitiva inmovilidad.
Por el campo se extiende un silencio pesado que parece gravitar como losa de plomo sobre el corazón de todos nosotros.
* * *
A estos primeros fusilamientos oficiales y públicos de Albatera, siguen otros en días sucesivos. Siempre el motivo es el mismo: tentativa de fuga. Los presos, correctamente formados, tienen que asistir a todas las ejecuciones. Únicamente los encerrados en el calabozo, no sé si por olvido o deliberadamente, nos libramos de presenciar algunas.
Lo celebramos porque el macabro espectáculo tiene poco de agradable. Especialmente en dos casos en que luego de los fusilamientos obligan a los presos a desfilar delante de los cadáveres de sus compañeros ensangrentados. Pero incluso en los casos que no tenemos que presenciar, pasamos unas horas amargas. Vemos formar a los demás, oímos las voces de mando, las descargas y los tiros de gracia. Sin verlas directamente, vamos reconstruyendo mentalmente las trágicas escenas a medida que se desarrollan los hechos.
Los repetidos fusilamientos producen una impresión deprimente en todos los ánimos. Las gentes no tienen ganas de reír, de cantar, de hablar siquiera. Durante horas enteras —especialmente las que siguen a cualquiera de las ejecuciones— reina un silencio impresionante por doquier. Callados, concentrados en sí mismos, sentados o tumbados en el suelo, cada uno rumia sus propios pensamientos. El clima, el ambiente, es todavía peor que en las semanas de casi completo ayuno.
Pero si con los fusilamientos públicos se quiere escarmentar a los presos y acabar con las fugas, el resultado es diametralmente opuesto al perseguido. Nunca son más abundantes las fugas en Albatera que en los días postreros de mayo y primeros de junio. Hay una psicosis de pesimismo y desesperanza que incita a los prisioneros a intentar la huida por todos los medios imaginables aun a riesgo de perder la vida en el empeño.
Se produce en esta época un episodio dantesco, que afortunadamente no presencio personalmente, pero que me narran cien veces con todos sus detalles quienes lo presencian. Es el caso de un pobre hombre, alto, de impresionante delgadez, al que según sus compañeros de grupo domina el miedo, que una mañana, mientras monda torpemente una naranja se le escapa de los dedos y va rodando hasta una de las alambradas. El hombre se acerca a recogerla y cuando ya la tiene en la mano, un centinela moro le obliga a permanecer inmóvil bajo la amenaza de sus armas, mientras reclama a voces la presencia del cabo. Afirma luego que el prisionero ha tratado de escapar y el cabo le cree porque efectivamente está en la misma alambrada.
Le fusilan al día siguiente, pese a sus protestas de inocencia, de sus súplicas y lamentos. Está más muerto que vivo cuando le llevan al lugar de la ejecución. Caído de rodillas porque las piernas se niegan a sostenerle, llora y pide por su vida. Tan impresionante es el cuadro que cuando los componentes del piquete disparan las balas pasan por encima de la cabeza del condenado y tienen que volver a disparar. Ni siquiera en esta segunda ocasión le matan; herido y desangrándose el pobre diablo sigue chillando en el suelo. Incluso el oficial que tiene que darle el tiro de gracia marra el blanco y tiene que apretar tres veces el gatillo.
—¿De qué sirve no intentar fugarse —se preguntan muchos— si de todas formas pueden condenarte y fusilarte lo mismo que a ese desgraciado?
* * *
Cuando días después todos seguimos obsesionados con el doloroso suceso, a un fraile de Orihuela, el padre Jesús, se le ocurre visitar Albatera. No es la primera vez que lo hace y como siempre quiere lucir sus dotes oratorias, pronunciando encendidas arengas en distintos puntos del campo y ante diversos grupos que le escuchan como quien oye llover estando a cubierto.
En esta ocasión se asoma al calabozo. El calabozo está lleno, porque hace pocas horas de la visita de Amor Buitrago, acompañado de la policía, y han encerrado a muchos, entre los que hay figuras más o menos conocidas de todos los partidos y organizaciones antifascistas. El padre Jesús habla en el mismo tono grandilocuente de siempre, diciendo prácticamente lo mismo. Empieza por aludir a nuestros crímenes y barbaridades, por las que debemos elevar nuestras preces al Señor en demanda de perdón. Tenemos que arrepentimos de todo corazón para aplacar la cólera divina antes de que sea tarde para librar nuestras almas del fuego eterno. Piadosamente, añade, que no toda la culpa es nuestra, sino de los jefes que nos engañaron, valiéndose de nuestra ignorancia y que huyeron en el momento crítico, dejándonos abandonados.
—Sois culpable, sí —añade—. Pero a los ojos del Señor misericordioso, vuestros graves pecados tienen la disculpa de las escasas luces, de la cerrazón mental en que vivíais, de vuestro completo analfabetismo. Sois ovejas descarriadas, vilmente engañados y empujados a los abismos del mal por la taifa de pastores malvados, de aventureros sin escrúpulos que tras dar rienda suelta a vuestros peores instintos querían medrar a vuestra costa, hasta que…
Parece que va a continuar por este camino, cuando Rodríguez Vega, que no puede contenerse más tiempo, le interrumpe, acercándose a hablarle en tono suave:
—¿Cree usted de verdad que soy uno de esos analfabetos engañados?
—¿Por qué lo dices? —pregunta a su vez, sorprendido, el padre.
—Porque soy el secretario general de la Unión General de Trabajadores.
—¿Secretario de la UGT?
—Sí, el sucesor en el mismo puesto de Largo Caballero. ¿Seré uno de los engañados?
—¡Oh, no, ni pensarlo! —se escandaliza el padre Jesús—. Tú eres uno de los jefes de que hablaba antes.
—Y, sin embargo, no he huido cargado de millones. ¿O cree que guardo millones en esa maleta?
Antes de que el fraile salga de su confusión, somos veinte los que, imitando a Rodríguez Vega, preguntamos al padre Jesús si somos de los engañados, señalando nuestras respectivas profesiones y cargos.
—Yo soy abogado y diputado socialista.
—Yo médico y jefe de sanidad de un cuerpo del ejército.
—Yo metalúrgico y mandé una división en el Jarama.
—Yo catedrático y gobernador civil.
—Yo periodista.
—Yo alcalde de…
El padre Jesús nos mira estupefacto, sumido por nuestras palabras en una confusión sin límites. Asido con ambas manos a los barrotes de la reja que le separa de nosotros; se pone colorado, abre la boca y no acierta a decirnos lo que está pensando.
—¿Sigue creyendo, padre, que hemos sido engañados por unos jefes que abusaron de nuestra ignorancia? —inquiere suavemente Rodríguez Vega.
—¿Engañados? —reacciona con lentitud el fraile—. No; no. Creo más bien que el equivocado era yo. Y que vosotros… ¡Vosotros iréis de cabeza al infierno…!