IV. Incertidumbres, alarmas y temores
IV
INCERTIDUMBRES, ALARMAS Y TEMORES
El Campo de los Almendros va quedándose chico. Aunque es tan grande que el 1 de abril, cuando nos metieron en él, sobraba sitio, el día 5 empieza a faltarnos y estamos todos amontonados. En las cien horas que llevamos aquí han salido varios centenares de los que fuimos apresados en el puerto aunque ninguno lo hiciera en libertad; pero suman varios millares los que en este tiempo han venido a sumársenos. Las bajas han sido por traslado, defunción o fuga; las altas por los motivos más diversos, que generalmente ignoran los propios interesados.
—Venía a recoger a mi familia, evacuada en Benalúa; pero me detuvieron al llegar a Alicante y me trajeron aquí sin preguntarme nada.
Como este hombre de mediana edad y estatura, de aire burgués y pacífico que no se ha metido en nada, hay muchos. Éste concretamente tenía un pequeño comercio en San Javier, cerca de la base aeronáutica y mandó a su mujer y a sus hijos a un barrio alicantino creyendo que allí estarían más seguros. Ni a él ni a los suyos les ha ocurrido nada durante la guerra. Pero cuando va a recoger a la familia, considerando pasado todo peligro, le meten en un campo de concentración.
—Y eso que traía un salvoconducto en regla y toda clase de avales —se duele.
—¿Por qué no los presentaste?
—Quise hacerlo y me pegaron dos bofetadas. Me dijeron que aquí podría justificar mi personalidad. ¿Pero cuándo, cómo y ante quién?
No podemos sacarle de dudas. Es sobremanera difícil conseguir que nadie le escuchase a uno. A los oficiales superiores no hay manera de llegar y los inferiores no quieren oír una sola palabra, recelosos de que tratemos de engañarles.
—Tendrás que resignarte a pasar una temporadita entre nosotros.
—¡Pero si yo no he hecho nada durante la guerra…!
—¿No te parece razón suficiente para pasarte una temporada encerrado?
Es distinto el caso de la casi totalidad de los que ingresan. Generalmente son soldados que combatían en alguno de los frentes y tratan de refugiarse en algún pueblo alicantino, tienen su familia por aquí o cruzan la provincia deseosos de llegar a Murcia o Valencia. También de personas desplazadas por la guerra o evacuadas de sus lugares de residencia detenidos en las estaciones, las carreteras o las entradas de las poblaciones. Llegan en grupos nutridos, con los equipajes, las maletas y los macutos a cuesta o con las manos vacías. A algunos los traen en camiones; la mayoría vienen a pie, custodiados por guardias o falangistas. A todos los meten en el campo sin molestarse siquiera en preguntarles el nombre.
—¿Cuántos calculas que habrán traído?
Me encojo de hombros. No creo que lo sepa nadie. Si ayer a la hora de repartir las menguadas raciones de comida faltaban por lo menos dos mil, hoy serían siete u ocho mil los que hubieran de quedarse en ayunas. En el caso hipotético —¡y tan hipotético!— que hoy se molestasen en proporcionarnos alguna clase de alimento.
—Si continuamos aquí sólo tres días estaremos más apretujados que en los muelles.
Es cierto. Ya para que podamos movernos con menores dificultades y especialmente para que las numerosas comisiones que a diario recorren el campo en busca de individuos conocidos suyos para llevárselos a sus pueblos respectivos —si bien muchos de ellos se perderán en el camino, muy en contra de su voluntad— han ampliado bastante el espacio acotado. La operación no ha podido resultar más rápida y fácil. Estriba simplemente en retirar un centenar de metros las líneas de centinelas que vigilan en los extremos el trecho comprendido entre la carretera y las alturas rocosas que nos separan del mar. Luego de efectuada la modificación, si los Almendros llega por un lado hasta muy cerca de la curva que la carretera forma a la izquierda, frente al monte de Santa Bárbara, por el otro ocupa ya casi toda la falda de Serragrosa.
* * *
—Un nuevo ensanchamiento y volveremos a estar dentro de Alicante.
—Lo dudo porque en Alicante no queda sitio para nadie.
La afirmación última procede de un grupo de detenidos que han traído esta misma mañana y que anoche anduvieron dando vueltas por la ciudad —bien vigilados por los guardias, naturalmente— sin que los admitiesen en ningún lado. El teatro, los cines, las salas de baile o recreo están abarrotadas con las mujeres y niños pequeños aprehendidos en el puerto y posteriormente en las calles de la población. Más atestados aún están el Reformatorio y la cárcel.
—Quedan los castillos, pero esos los reservan para los militares.
Aunque todavía no se haya dicho una palabra a través de los altavoces, hace dos días que circula con creciente insistencia por el campo el rumor de que van a separar a los militares del resto de los prisioneros. Esta mañana el rumor parece adquirir mayor consistencia que nunca. Está claro que al hablar de militares todo el mundo se refiere a jefes y oficiales, y no a los simples soldados. Pero hay varios puntos oscuros y que nadie acaba de aclarar. El primero de todos si entre los militares se incluirá a todos los que tuvieron mando en alguna unidad del Ejército Popular o únicamente a los que eran profesionales de las armas con anterioridad al 18 de julio de 1936. El segundo si los comisarios —que indudablemente habían desempeñado funciones de mando— estarían comprendidos entre los militares o no.
—Y, sobre todas las cosas, cómo van a conocer quienes de entre nosotros lo fueron.
Si hay muchos que conservan puesto el uniforme completo, incluso con los grados en las bocamangas y en las gorras, son más numerosos los que antes o después de llegar a los Almendros han perdido o se han arrancado las barras indicativas de su graduación. No pocos visten de paisano y a los uniformes de la mayoría les falta alguna de las prendas reglamentarias. En cuanto a la documentación será difícil que en estos momentos la conserven ni siquiera la mitad. Especialmente entre los comisarios.
—La solución es muy sencilla: pedir por los altavoces que se presenten todos los militares.
Pero esto que, según parece, es lo que piensan hacer quienes gobiernan el campo, plantea una cuestión de muy superior importancia para todos los interesados. ¿Deben presentarse o no? ¿Mejorará en algo la situación de quienes se presenten, o la empeorará de una manera definitiva? Las opiniones se dividen con abrumadora preponderancia de las adversas.
—Yo no me presento —afirma rotundo Antonio Molina—. En el caso más favorable para nosotros será hacer un favor al enemigo facilitándole nuestra clasificación, y yo no quiero ayudarle, directa o indirectamente, de ninguna manera.
—¿Crees que no acabarán por averiguar quién eres, lo que hiciste y que llegaste a mandar una división en el Jarama?
—Probablemente, sí. Pero tendrán que investigarlo ellos y acaso tarden semanas o meses en conseguirlo, mientras si se lo digo yo les ahorro tiempo y trabajo.
Son mayoría los que piensan en igual forma entre los procedentes de milicias. Contra lo que algunos profesionales sostienen, abrigan el firme convencimiento de que reconocer y proclamar espontáneamente la graduación que llegaron a ostentar en las filas republicanas no les beneficiará en forma alguna.
—Si acaso contribuirá a que nos fusilen más rápido.
—Pero la famosa Convención de Ginebra…
—Para lo que nos va a servir, podemos limpiarnos el culo con ella.
Salvo contadas excepciones, los comisarios se muestran más refractarios aún. Saben de sobra la hostilidad con que les distingue el enemigo y conocen la suerte corrida por algunos que cayeron prisioneros en Teruel y Levante para soñar despiertos.
—Si te presentas diciendo que has sido comisario lo mejor que puedes esperar es pasarte treinta años a la sombra.
—¿Y lo peor?
—Que no te den tiempo a repetirlo.
Saturnino Carod fue algún tiempo comisario de brigada y más tarde de división. Es un hombre de cerca de cuarenta años, bajo, fornido, con un inconfundible acento aragonés y una inveterada costumbre de decir las verdades al lucero del alba. Tiene un largo historial de luchas proletarias y no es la primera vez que se ve preso, sin que en ninguna le flaquease el ánimo.
—Nuestro deber esencial consiste en seguir luchando —afirma—. Para ello hay que aprovechar la menor oportunidad para escapar. Y siempre será más fácil hacerlo en un campo que en un castillo; sin que sepan exactamente quién eres, que sabiéndolo.
Antonio Ejarque coincide plenamente con él. Si de proclamar su identidad a voz en grito y hacerse matar dependiere la suerte de los demás presos, lo haría sin vacilar. Pero descubrirse sin necesidad para que lo encierren inmediatamente en alguna mazmorra y le fusilen después, le parece del género tonto.
—Admiro el heroísmo de Viñuales y Franco al levantarse la tapa de los sesos como última protesta contra el fascismo. Fue un magnífico gesto revolucionario y romántico por partes iguales. Pero ya que no hicimos lo mismo en el puerto, debemos procurar conservar la vida el tiempo preciso para arriesgarla —perderla si es preciso, que probablemente lo será— reanudando la pelea momentáneamente interrumpida.
Aunque la derrota sufrida ha sido grande, no la considera total y definitiva. Es probable que, como ocurrió otras veces, nuestros adversarios crean muerto al movimiento libertario. Pero las ideas no mueren con la misma facilidad que los hombres y está seguro de que volverán a florecer en un mañana más o menos lejano con igual o mayor lozanía.
—¿Que ninguno de nosotros viviremos para verlo? Probablemente. Pero aún en nuestra situación podemos ser más útiles a las ideas vivos que muertos.
Añade rápidamente que la indignidad es para un revolucionario cien veces peor que la muerte y que antes de pasar por ella debe hacerse matar sin vacilaciones. Pero burlar al adversario, no facilitar sus planes con una autoidentificación, no constituye actitud indigna o vituperable, sino todo lo contrario.
—Es un arma limpia y lícita a la que no tenemos que renunciar por satisfacer un prurito estúpido de vanidad pequeñoburguesa.
No sólo no piensa presentarse cuando inviten a hacerlo a los comisarios, sino que piensa aconsejar a todos los compañeros que no lo hagan, aunque considera que cada uno de por sí llegará a una decisión semejante a la suya.
Algunos militares, profesionales e incluso procedentes de milicias, piensan de distinta manera. Aunque no compartamos su opinión y discutamos con ellos, las razones que alegan tienen lógica y peso. En primer lugar entienden que, dada su graduación en el Ejército de la República y la notoriedad que envuelve sus nombres, el enemigo sabe perfectamente que están entre los prisioneros y acabaría dando con ellos sin excesiva dificultad o demora.
—Preferimos que vean que no rehuimos nuestra responsabilidad ni pretendemos escondernos. Si el coronel Prada cumplió el 28 de marzo la dolorosa y desagradable misión de rendir el Ejército del Centro y entregarse prisionero, nosotros haremos honor a los uniformes que todavía vestimos.
Habían ido hasta Alicante pretendiendo salir de España porque no recibieron ninguna orden en contrario. De recibirla, la hubiesen cumplido al pie de la letra. Pero una vez prisioneros no ocultarían sus nombres ni lo que habían hecho, defendiendo un gobierno legítimo, durante los treinta y dos meses de guerra.
—Y conste que si alguno de nosotros confió en un momento dado en las estipulaciones de la Convención de Ginebra, ahora, pensándolo con serenidad y teniendo en cuenta los antecedentes, desconfiamos mucho que llegue a sernos aplicada a ninguno.
Habían pasado los tiempos en que las guerras se libraban como otras tantas partidas de ajedrez entre jugadores caballerosos. Contra lo que ocurría a mediados del XVIII británicos y franceses no se invitaban ya cortésmente a ser los primeros en disparar ni a los vencidos se les dispensaba ninguna clase de consideraciones.
—En la Comuna parisina las tropas de Versalles fusilaron a los federales sin molestarse en juzgarlos y algo parecido sucede ahora en todas partes pese a los acuerdos de Ginebra y al pregonado humanitarismo de la Sociedad de Naciones.
Los totalitarismos del siglo XX habían convertido en mortales todas las contiendas. Arrumbados los convencionalismos, cualquier procedimiento era bueno para terminar con el adversario. El vae victis alcanzaba de lleno a los militares que eran los primeros en morir, aunque su ejecución fuera contraria a todas las leyes.
—La muerte de von Schleicher en la Alemania de Hitler y las purgas de Stalin sacrificando a la oficialidad soviética con el mariscal Tukachevski a la cabeza, no permiten el menor optimismo a quienes se encuentran en nuestra posición.
¿Que alguno de los militares profesionales recluidos en este mismo campo se muestra delirantemente optimista a veces? No debe extrañarnos en lo más mínimo ni inducirnos a creer que están ciegos y sordos a la realidad que nos rodea. Pero sus fingidas esperanzas mantienen vivas las de otros que se derrumbarían de verles hundidos.
—Es, en definitiva, continuar la pequeña farsa que hubimos de mantener desde que tuvimos la plena seguridad de que la guerra estaba perdida. Que no fue sólo en los tres últimos meses, sino desde un año atrás como mínimo.
Era difícil creer en la victoria luego de las derrotas del Norte, de la pérdida de Teruel, de la llegada al Mediterráneo del enemigo y del progresivo aislamiento de la España republicana. Sin embargo, aun sabiendo que la derrota era inevitable habían estado en sus puestos hasta el último segundo con la misma cara sonriente como si creyesen inminente la victoria.
—La mayoría de los que estamos aquí —Fernández Navarro, Ibarrola, Burillo, Ortega, yo mismo— seremos fusilados. Pero ten la seguridad de que sabremos morir con tanta dignidad que nuestras muertes bastarían para honrar nuestras vidas si éstas necesitaran para ensalzarse de un gesto postrero y heroico.
* * *
Tampoco este mediodía hay comida para nadie. Una vez más, los soldados comen su rancho, mientras volvemos a ayunar los prisioneros. El hambre comienza a dejarse sentir, no ya con un molesto cosquilleo estomacal, sino con una progresiva debilidad.
—Bueno, tú podrás decir que el alcalde Cork aguantó dos meses, pero yo no resistiré más de dos semanas.
Los médicos, que abundan en el campo —no sólo están los sanitarios de varias divisiones, sino numerosos galenos civiles— aseguran unánimes que procurando ahorrar energías al máximo, un hombre joven y sano que ingiera una razonable cantidad de agua y duerma ocho o diez horas diarias, puede sobrepasar el mes sin morirse. Pero no todos los prisioneros son jóvenes —aunque estén en abrumadora mayoría— ni están completamente sanos. Son muchos por otra parte los que duermen poco y mal precisamente por la escasez de su alimentación.
—Estábamos acostumbrados durante la guerra a comer poco; pero no hay quien pueda acostumbrarse a no comer nada.
A todos acabará por ocurrimos lo mismo que al burro del gitano del cuento: que se murió cuando su amo creía haberlo acostumbrado ya a no comer. No se trata, claro está, de aspirar a platos especiales ni refinados. Sin excepción, estamos dispuestos a ingerir cuanto caiga en nuestras manos. Lo malo es que no cae nada comestible. Si hace tres días desaparecieron los almendrucos y hace dos los tallos tiernos, ahora no quedan ni hojas en los árboles.
—Y todo porque no tenemos dinero ni cosa que lo valga.
Con dinero es posible comer en el campo. No a la carta ni exquisitos manjares, pero sí lo preciso para resistir un poco más. La única pega es que hay que pagarlo a un precio elevadísimo y una mayoría no tenemos con qué.
—Tenía un «longines» de oro —indica un comisario—. Conseguí por él cuatro chuscos y dos latas de sardinas.
Pero esto fue hace tres días. Desde entonces los relojes —de oro, plata o chapados— han perdido buena parte de su valor o han elevado desmesuradamente el suyo el pan y las sardinas. Los cuatro chuscos bajaron a tres primero, a dos y uno posteriormente, en tanto que las sardinas desaparecieron.
—¿Una lata? ¡Pues no andan escasas ni ná…! Por ese cacharro no habrá quien te ofrezca ni media.
Son muchos los vigilantes que participan en este mercado negro. Suelen pasear con aire displicente entre los prisioneros con los bolsillos repletos de trozos de pan que de vez en cuando exhiben ante los ojos hambrientos de los reclusos.
—Es mi ración de hoy —dicen algunos para justificar el precio de su mercancía—. Si te la doy me quedo sin comer. Ya comprenderás que tiene que ser por algo que de verdad merezca la pena.
Probablemente más de uno dice la verdad y prescinde de una de las comidas para conseguir un reloj, una sortija, una pluma o un mechero que dentro de media hora podrá vender a un precio cien o quinientas veces superior al de compra. Para la mayoría la presunta renuncia a su pitanza no pasa de argumento utilizado para valorar su mercancía. Hay individuo que cada día vende quince o veinte chuscos de pan y siete u ocho latas de sardinas. Cuando alguien le pregunta de dónde las saca se limita a encogerse de hombros.
—Vista que tiene uno.
—¿Sólo vista?
—¡Naturaca! ¿O me crees tan panoli como los rojos, luchando hasta el final por una causa perdida?
Tengo un modesto reloj de pulsera y una pluma estilográfica. Los tengo, en realidad, porque parecieron indignos de su atención a quien a la salida del puerto pudo quedarse con ambos. Ahora, en el campo, impulsado por la necesidad del grupo pretendo venderlos. Fracaso estrepitosamente.
—¿Un chusco por eso? —replica airado el individuo a quien se los ofrezco—. ¡Ni gratis me los llevaría! Puedes tirarlos tú mismo.
Algo semejante les sucede a Serrano y Esplandiú. No llevan encima ninguna alhaja de precio y, aunque lo intentan en repetidas ocasiones con empeño digno de mejor premio, no consiguen siquiera que nadie les ofrezca por lo que tienen un trozo de pan, no digamos una sardina.
Aselo tiene un reloj de bolsillo que hasta ahora ha conseguido salvar de cacheos e incautaciones. Tiene para él y por razones familiares un valor sentimental muy superior al material e intrínseco. No quiere deshacerse de él los primeros días, esperanzado en poderlo salvar. Al final decide sacrificarlo al apetito de los cuatro. Los tres beneficiarios nos oponemos, aunque quizá nuestra oposición sea más de boca que de corazón. En cualquier caso, el interesado desoye nuestros consejos.
—Anteayer vi dar dos chuscos por uno parecido. Creo que medio chusco por cabeza nos vendría de maravilla. Por desgracia, ha esperado demasiado tiempo. Entre el sábado y el miércoles la cotización de los relojes ha descendido muchos enteros en la almoneda del Campo de los Almendros. Nuestro compañero empieza por pedir dos y sólo le ofrecen uno. No se decide por la mañana y por tarde ya no consigue que le den más que medio.
—Acepté —explica— porque si espero a mañana no lograría que me diesen ni un cuarto.
—Cómetelo tú solo —le aconsejamos—. Para uno es algo; para los cuatro, nada.
No hablamos por hablar y Aselo lo sabe. Pero él se expresa con la misma sinceridad que nosotros al contestarnos. Le parecería una vergüenza, poco menos que una traición, comerse el medio chusco mientras los demás le miramos. Discutimos un rato y, al final, consigue imponer su voluntad.
—Nos has vencido en generosidad —le digo después—, pero no en lógica. Porque después de comer un octavo de chusco me encuentro igual que antes y a ti te pasa igual que a nosotros.
* * *
—Lo único que nos faltaba: ¡piojos…!
Llevamos nueve días sin desnudarnos, durmiendo vestidos en el suelo, apretujados unos contra otros para entrar en calor o protegernos de la lluvia, tapándonos con lo que encontramos y con tan poca agua, que apenas si podemos lavarnos la cara. Molesto por unos picores en el pecho y la espalda, Serrano se quita camisa y camiseta y las examina. El resultado salta pronto a la vista.
—¡Tengo más piojos que veinte gallineros juntos…!
La palabra piojos basta para que todos sintamos de repente intensos picores en distintas partes del cuerpo. Nos quitamos camisas y camisetas y comprobamos que, como cabía suponer, no es sólo Serrano el atacado por una intensa pediculosis. Los repugnantes animalitos se agazapan en las costuras de la ropa interior o nos corren por el vello del pecho, por las axilas, los brazos e incluso el cuello.
—Estamos listos si se nos corren a la cabeza.
Cuando advertimos la plaga, algunos de los parásitos invaden ya nuestras respectivas pelambreras. Con el peine logramos descubrir y matar a no pocos de ellos. Igual hacemos con los que invaden camisas, camisetas, calzoncillos e incluso pantalones. Durante más de una hora nos entregamos con verdadero ardor a la cacería.
—Los piojos se ven bien y es fácil cazarlos —dice sonriente un experto en la materia—. Lo malo son las liendres.
Si en un principio abrigamos la esperanza de terminar rápidamente con unos y otras, nos cansamos mucho antes de haberlo conseguido. Cuando creemos haber acabado con los que tenemos en la camiseta o el pantalón descubrimos verdaderas colonias en cualquier dobladillo o costura.
—Es inútil —digo asqueado tras de hora y media de trabajo intensivo—. Por cada uno que mato surgen no sé de dónde cuatro o cinco más.
La tarea resulta repulsiva y deprimente. Al principio uno cogía los piojos con todo cuidado y los ponía en el suelo para pisotearlos o aplastarlos con una piedra. Pero el procedimiento era demasiado lento, con la agravante de que algunos caían a tierra y parecían desaparecer en ella.
—Pero siguen vivos y en cuanto nos tumbemos…
—Es repugnante —dice Esplandiú—, por eso el mejor método son las manos.
No necesitamos lecciones de ninguna clase para sacar de su guarida a piojos o liendres con la uña del pulgar izquierdo y aplastarlos con la del derecho.
—¿Comprendéis ahora por qué se llama pulgar al dedo más grueso de la mano?
Todos conocemos las deprimentes tareas a las que debe su nombre uno de los dedos, aunque lo hayamos olvidado en los largos años que preceden a nuestra guerra y en que la inmensa mayoría de la población española se ve libre de pulgas, piojos y toda clase de parásitos. Pero todos sabemos que el pulgar, utilizado como exterminador de animalitos repelentes, puede ser un remedio de urgencia que palia momentáneamente el mal, pero que no lo elimina en absoluto.
—Si no disponemos de nada mejor, dentro de quince días los tendremos hasta en la palma de las manos.
—Descuida. En la palma de las manos tendrás sarna, que es todavía peor.
Para acabar con estos animalitos, que durante la guerra, y muy especialmente en las trincheras, se han convertido en plagas amenazadoras, no existe mejor procedimiento que una desinsectación a fondo de personas, ropas y enseres. A falta de la instalación correspondiente, también da magníficos resultados bañarse, cambiarse de ropas a menudo y sumerger en agua hirviendo la contaminada. Por desgracia, aquí nos falta de todo. Empezando, claro está, por lo que suele ser más abundante y barato: agua.
—Habrá que resignarse a luchar contra los bichitos con las manos que es lo único que tenemos.
—Pero con las manos sabemos antes de comenzar que tenemos perdida la partida.
—Pues no hagas nada y verás las consecuencias.
Las consecuencias, en cualquier caso, habrán de ser lamentables. Si ya hay pocas personas en los Almendros que estén libres de parásitos pronto no habrá absolutamente ninguna. En adelante tendremos que dedicar un par de horas cada día a matar los bichejos con nuestras propias uñas. A sabiendas, además, de que lejos de terminar con ellos, cada día aumentarán los que nos pican. Alguien habla con marcada ironía de un místico de la alta Edad Media que sostenía que como los piojos no tenían otra vida que la terrena ni más placeres que los de la carne, debíamos dejarlos que nos picasen libremente para no privarles de su única satisfacción.
—Es un sacrificio —sostenía— que abre, a quienes lo sufren, las puertas del cielo.
—Lo malo es que aquí y ahora tendremos que sufrirlos nosotros, que no abrigamos la más remota ilusión de entrar en ningún cielo habido o por haber.
Los piojos, inseparables compañeros de cientos de miles de prisioneros en campos, comisarías, cárceles, destacamentos y presidios, constituyen, aparte de una amenaza permanente de graves enfermedades —que causarán verdaderos estragos entre nosotros—, una molestia material constante y una profunda depresión moral.
—Cuando los sientes correr por tu cuerpo, acabas sintiendo vergüenza y asco de ti mismo.
* * *
Aunque dado lo crítico y angustioso de nuestra situación, con una incertidumbre dramática acerca del futuro inmediato y una carencia casi total de alimentación en el presente, muchos no tienen voluntad ni fuerzas para pensar en otra cosa, una mayoría sentimos una aguda inquietud por lo que está ocurriendo fuera de los límites del campo:
—¿Qué pasará en Madrid? ¿Qué habrá sucedido en Valencia? ¿Qué será de nuestras familias, amigos o simples conocidos?
Abundan las preguntas que asoman con facilidad a los labios tanto como escasean las respuestas. Circulan muchos rumores y cada uno tiene una opinión diferente, basada en el conocimiento que tiene o cree tener de lo ocurrido en otras partes. Pero todos por igual carecemos de noticias directas, exactas y precisas de lo que está sucediendo en lo que hasta finales de marzo fue zona republicana.
—La realidad pura y simple es que llevamos ocho días aislados del mundo sin saber una sola palabra de lo que sucede fuera de los Almendros.
Ni siquiera estamos siempre informados de lo que ocurre dentro. Del campo desaparecen no pocos prisioneros. ¿Qué es de ellos? Casi siempre circulan diferentes versiones acerca de su desaparición. Unos hablan de fuga, otros de muerte; aquéllos dicen que les han puesto en libertad y éstos que se los ha llevado la comisión de algún pueblo que vino en su busca. Puede ser verdad cualquiera de ellas porque a diario tenemos numerosos casos de fugas, de muertes al intentar escapar, de personas a quienes se deja abandonar el recinto con la garantía o el aval de algún familiar cercano —militar, guardia, falangista o sacerdote en todos los casos— y de aquellos que tienen que abandonarlo muy en contra de su voluntad rodeados de gentes hostiles que le anuncian a voz en grito, entre insultos y golpes, el más severo de los castigos.
—Lo más curioso del caso es que no estamos incomunicados.
Aunque lo estemos en la práctica, oficialmente podemos comunicarnos con el exterior, recibir visitas y paquetes, cartas, libros y periódicos. Pero no existe servicio de correos de ninguna clase y cualquier carta que escribiéramos tendríamos que quedarnos con ella, mientras las que lleguen a los Almendros —y es de suponer que alguna llegará— debe ser sistemáticamente destruida. Las visitas son muy pocas en proporción al número de presos. Ningún día llegan al centenar cuando dentro nos hallamos cincuenta mil hombres. O lo que es lo mismo, que como máximo uno de cada quinientos podrá hablar con un familiar, amigo o conocido.
—Debiera bastar en cualquier caso para que supiéramos lo que ocurre fuera de aquí.
No lo sabemos, sin embargo, por una razón explicable y lógica. Las entrevistas suelen ser muy breves y en ellas apenas se habla de otra cosa que de la situación de los familiares del prisionero y de las posibilidades más o menos ilusorias de que éste pueda recobrar su libertad. Como máximo de que en tal pueblo —la casi totalidad de los visitantes proceden de lugares de la provincia— hay tantos o cuantos detenidos, que ha muerto éste o aquél y que se come mejor o peor. Los que llevan algo a los presos no les llevan más que alguna ropa y un poco de pan o tabaco. Libros no llega uno solo a los Almendros. En cuanto a periódicos tan sólo algunas hojas que van envolviendo los pequeños paquetes. Aun leyendo con lupa estas hojas son escasas y fragmentarias las noticias que se encuentran. Tan sólo indicaciones sobre el racionamiento de gran número de artículos de consumo y órdenes y citaciones para que se presenten éstos o aquéllos individuos.
—En Madrid —afirma uno que se dice bien enterado— han convertido en cárceles todos los conventos y en campos de concentración los grupos escolares y los campos de fútbol.
—Sólo en el de Vallecas —sostiene otro— tienen más de cuarenta mil personas durmiendo al sereno y sin comer.
—En Valencia —indica un valenciano que acaba de recibir la visita de unos familiares— está atestada la cárcel, así como las torres de Cuart y Serranos. Sin contar, naturalmente, los miles de hombres que han metido en el Puig y San Miguel de los Reyes.
—Los trenes salen y llegan cuando quieren. Se paran donde les parece y nadie sabe cuándo reanudarán la marcha. La gente los toma por asalto en las estaciones y todo Dios viaja sin billete.
—¿Conque con los nacionales volvería la abundancia, eh? Pues en Murcia están pasando ya más hambre que en toda la guerra.
—Lo mismo sucede en Valencia y Albacete. Incluso creo que pasa lo mismo en Cuenca y Ciudad Real.
—En muchos pueblos a las mujeres las cortan el pelo al cero y las hacen desfilar por las calles. También las obligan a tomar vasos enteros de ricino.
Es posible que todo esto sea cierto; también que los rumores sean un tanto exagerados. Aunque no sabemos muchas cosas concretas y ciertas la impresión general es pesimista. Pero a decir verdad, ese pesimismo nos domina a todos desde que tuviéramos que salir, ya como prisioneros, de los muelles de Alicante.
—La mujer del doctor Bajo está hablando con su marido —dice Esplandiú—. Es posible que traiga algunas noticias.
Puedo verla un momento, cuando ya se dirige a la salida del campo, acompañada de sus familiares, y cambiar con ella breves palabras. Parece que quiere ir a Madrid, pasando por Valencia, aunque no sabe cómo hará el viaje porque no tiene dinero ni salvoconducto. ¿Quiero que telefoneé a mi madre? Me encojo de hombros dubitativo. ¿Qué podrá hacer mi madre, aparte de aumentar su disgusto y preocupación al saber dónde estoy?
—Quizá sea mejor que continúe con la esperanza de que he podido salir.
Mi madre tiene ya muchos años, y aunque es de carácter firme y entero, temo el efecto que puede producirle conocer lo apurado de mi situación. Durante toda la guerra hemos procurado convencerla de que mi hermano Ángel, desaparecido en el frente el 15 de octubre de 1936, no está muerto, sino prisionero. Incluso cuando se ha hablado de un posible canje de periodistas madrileños —todos tan muertos como él— por otros nacionales capturados en la Casa de Campo, le insinuamos la posibilidad de que fuera incluido en el canje. No estoy nada seguro que nos haya creído, aunque a veces lo ha simulado. Ahora, terminada la lucha, tiene que saber la verdad si alguna vez llegó en serio a dudarlo. En cualquier caso será muy duro saber, en el transcurso de dos semanas, no sólo que un hijo ha muerto, sino que otro —yo— tiene su existencia en grave peligro, pudiendo hacer muy poco por ayudarle.
—Que tengas suerte en el viaje —digo al despedirme de Encarnación—. La necesitas.
Hablo poco después con su hijo, Paco. Su madre ha permanecido varios días encerrada en el cine Monumental. Con ella, en idéntica situación, varios centenares de mujeres de las que estuvieron con nosotros en el puerto. Han estado custodiadas por soldados italianos, que, generalmente, se han portado bien.
—Pero han pasado casi tanto hambre como nosotros.
Al parecer esta mañana los hombres de la Littorio han sido sustituidos por otros marroquíes. Aprovechando un descuido de uno de los centinelas italianos, tres o cuatro mujeres lograron escapar.
—Creen que el italiano llegó a verlas, aunque no dijo una sola palabra.
Respecto a la situación en Alicante, donde había pasado unas horas antes de saber que los prisioneros del puerto seguían en el Campo de los Almendros, creía haber advertido un ambiente de general tristeza. Pese a la presencia de numerosos soldados —italianos, moros y legionarios en su mayor parte— y no pocos falangistas, había pocas gentes en las calles. Unas mujeres que debieron imaginar que acababa de salir de uno de los cines, la dieron de comer y aun le entregaron medio pan para que comiera algo durante el viaje.
—Le dijeron que con un poco de paciencia lograría llegar a Valencia como se proponía, pero que no desesperase si tardaba dos o tres días en el camino.
* * *
Nuevamente ayunamos en la noche del miércoles y en la mañana del jueves. Circulan insistentes rumores de que van a repartir algunas raciones, pero los rumores se quedan en serlo. Para colmo de males vuelve a llover después del toque de diana, lo que no mejora precisamente el humor de todos, que, apenas cesada la lluvia, hemos de emprender una descubierta en nuestras ropas para procurar que no aumenten demasiado los parásitos que nos invaden.
—Esta misma tarde empezarán a desalojar el Campo de los Almendros. Lo oí cuando un capitán se lo decía a uno de los sargentos.
Son muchos los que tras hablar con cualquiera de los centinelas confirman la noticia. Según parece ya están tomando las medidas necesarias para dejar vacío el lugar en que nos encontramos. Sólo algunos ilusos —muy pocos— creen que la evacuación del campo signifique la libertad para nadie.
—Pero si no tienen dónde meternos a tantos —arguyen los optimistas, queriendo encontrar razones para su ilógica esperanza.
—Lo encontrarán, no te preocupes. En caso preciso, en el cementerio habrá sitio para todos.
—¿Crees que vayan a fusilarnos en masa?
—En masa y ahora, no; pero aun haciéndolo despacio, no creo que a fin de año lleguemos vivos ni la mitad.
No son muy abundantes las noticias que nos llegan, pero ninguna de ellas justifica el más liviano optimismo. Aun siendo posiblemente exagerados los rumores que circulan sobre lo que está sucediendo en Madrid, Valencia, Cartagena, Albacete, Jaén y otras ciudades de lo que fue la zona Centro-Sur republicana, y probablemente desmesurado el número de ejecuciones, todos hemos leído o sabido algo de lo ocurrido anteriormente en Badajoz, Burgos, Valladolid, Sevilla, Granada o el Norte para soñar despiertos. Incluso en Barcelona, de donde pudo salir todo el que se consideraba en peligro, parece que la represión no ha sido precisamente blanda.
—Dicen que han dado garrote a muchos. Entre otros, al abogado federal Eduardo Barriobero.
De esto, y fundamentalmente de cómo hemos de enfocarlo, hablamos ampliamente en la mañana del 6 de abril, día de Jueves Santo, un grupo numeroso de hombres de las más diversas tendencias ideológicas, procurando ponernos de acuerdo antes de que el traslado, que se iniciará dentro de unas horas, nos separe, probablemente para no volvernos a ver.
—Partiendo de la base cierta de que serán pocos los que, habiendo desempeñado cargos de mediana importancia, consigan librar la piel; admitiendo que carece de base cualquier vaticinio agradable respecto a nosotros, e incluso a buena parte de los detenidos, ¿cuál debe ser nuestra actitud? ¿Proclamar en todo momento y de manera abierta la verdad de lo desesperado de la situación o simular un optimismo que no podemos sentir para no quebrantar la moral de quienes nos rodean y que probablemente buscarán en nuestras palabras un asidero, por pequeño que sea, a sus esperanzas?
Es Carlos Rubiera quien plantea de lleno una cuestión que a todos interesa y preocupa. Durante toda la guerra, especialmente en los últimos días, y, sobre todas las cosas, en los seis días que llevamos prisioneros hemos tenido mil ocasiones distintas de comprobar lo que influye la moral en el comportamiento de los individuos. De tenerla o no tenerla depende que muchos se porten como héroes o como cobardes; que incluso vencidos puedan dar lecciones de hombría y dignidad a amigos y enemigos o que caigan en lo más abyecto, transformándose incluso en confidentes y delatores de sus propios camaradas.
—Opino que todos los compañeros son mayores de edad —sostiene Manuel Amil— y no necesitan que nadie les engañe con mentiras piadosas para mantenerse firmes.
—No se trata de engañarles —puntualiza Navarro Ballesteros, director que fue de Mundo Obrero—, sino de distinguir entre verdades útiles y verdades perjudiciales. Aun siéndolo todas, lo inteligente es acentuar e insistir en las que benefician nuestra causa, silenciando —no subrayando cuando menos— las que puedan dañarla. Sin necesidad de mentir, cabe buscar siempre la interpretación objetiva de los hechos que más nos convenga.
—Yo entiendo que debemos ir siempre con la verdad por delante —interviene Villar, director hasta el 29 de marzo de Fragua Social—, sin habilidades ni tergiversaciones. Optimistas o pesimistas tenemos que exponer sin rodeos nuestra manera de pensar. Si mentimos una vez, caeremos fácilmente en la tentación de hacerlo otras. Los compañeros, que no tardarían en descubrirlo, nos negarían su confianza, y harían bien.
—Pregonar a todas horas la verdad cruda y desnuda puede resultar, no sólo peligroso, sino contraproducente —indica el coronel Navarro, silencioso hasta este momento—. Muchas batallas, totalmente perdidas un día, se han ganado al siguiente porque la moral combativa de los soldados se mantuvo intacta, gracias a que sus jefes no dejaron traslucir en ningún instante todo lo grave de la situación, ocultando la víspera que el enemigo estaba a punto de triunfar.
—¿Cree usted, coronel, que nos serviría de algo ocultar a cuantos hay en el campo que el enemigo ha triunfado? —pregunta con ironía galaica Amil—. ¿Considera posible convencer a uno solo de que hemos ganado la guerra?
Un poco acalorado, Navarro precisa el alcance de sus palabras, a las que en modo alguno cabe darlas interpretación tan errónea. Lo que de verdad ha querido decir y ha dicho es que en todos los trances y circunstancias es preciso mantener alto el espíritu de la gente, aunque para ello convenga en ocasiones no ya mentir, sino no precipitarse en proclamar a voz en grito un hecho o una opinión contraria.
—Creo que el coronel tiene razón y sobran las discusiones en este punto concreto —vuelve a hablar Rubiera—. En realidad, lo que yo proponía era algo muy diferente: si habíamos de mostrarnos a todas horas con el pesimismo que lógicamente se deriva de nuestra situación o hemos de paliarlo considerablemente para ahorrar dolores e inquietudes a los demás, permitiéndoles mantener vivas sus esperanzas.
—¿Crees en serio que nos queda alguna? —pregunta suavemente Antona.
—A ti y a mí, incluso a todo este grupo, creo que no. Sería un milagro que nos salvásemos, y no creo en milagros. Más aún, considero que hacernos ilusiones engañosas no serviría más que para aumentar nuestros sufrimientos, privarnos de este mínimo de tranquilidad que recuperamos la última noche en el puerto al darlo todo por definitivamente perdido.
—¿Entonces…?
—No hablo de mi caso ni del tuyo. Tampoco de quienes tienen una sólida formación política e ideológica capaz por sí sola de mantenerles firmes en todos los trances. Pero…
No es este el caso de los cuarenta o cincuenta mil hombres que estamos en los Almendros, aunque en buena parte constituyen una selección de las fuerzas antifascistas, demostrada por el solo hecho de haber aguantado en sus puestos hasta el último minuto. Menos aún el de los cientos de miles de personas que habrán sido detenidas o lo serán en los meses próximos en todo lo que fue zona republicana.
—Entre ellos habrá muchos cuyo antifascismo fue simplemente geográfico y otros que, incluso perteneciendo toda su vida a un sindicato obrero, lo hicieron de una manera rutinaria en defensa de sus intereses económicos como trabajadores.
En el ánimo de todos ellos tendrá cien veces mayor eficacia que sobre nosotros no sólo la realidad de haber perdido la guerra, sino la propaganda de los vencedores, que tratarán de eternizar los frutos de su victoria, demostrando que en España no es posible ningún régimen liberal, y mucho menos socialista o revolucionario.
—No cabe desdeñar la posibilidad de que convenzan incluso a los que lucharon a nuestro lado y sufren prisión con nosotros. Hasta que, muertos ellos, consigan captar a sus hijos. Lo harán con tanta mayor facilidad cuanto más desmoralizados y pesimistas nos mostremos nosotros acerca del futuro de nuestro país.
Ninguno de los presentes niega que la propaganda de nuestros adversarios ideológicos puede convencer, ayudada por el hecho positivo de su victoria en la guerra, a muchos que combatieron a nuestro lado.
—En todas partes abundan los aprovechados que corren en ayuda del vencedor, aunque la víspera militasen en el bando contrario.
Tampoco duda nadie que la captación de elementos indiferentes, e incluso de no pocos antifascistas, se vería facilitada por un excesivo pesimismo nuestro y una desesperanza total acerca del presente y del porvenir. Muchos estiman, sin embargo, que Rubiera ha exagerado la nota.
—Has hablado de nuestros hijos, dando por sentado que este régimen puede durar una generación como mínimo.
—¿Olvidas que, dada la situación europea, es inevitable un enfrentamiento armado entre las democracias y los países fascistas? —pregunta Navarro Ballesteros—. ¿Dudas acaso de que Hitler y Mussolini serán aplastados por Francia e Inglaterra, merced a la ayuda decisiva de la Unión Soviética?
Las palabras de Navarro plantean un tema vidrioso y polémico durante los últimos meses de nuestra contienda —si la prolongación de ésta nos permitiría resistir hasta el comienzo de una nueva conflagración general en Europa—, pero un poco tangencial a lo que ahora discutimos. Varios lo hacen notar, así como el peligro de perder el tiempo en discusiones bizantinas acerca de lo que pudo ser, pero que ya sabemos que no ha sido.
—Lo que he planteado —precisa Rubiera— es si, aun teniendo que ser pesimistas respecto a la suerte personal de cada uno de nosotros, e incluso a la situación general del país, conviene que nos mostremos esperanzados y optimistas a los ojos de los demás para mantener o robustecer la fe de todos en el triunfo final.
—¿Pese a que ese triunfo haya de tardar muchos años?
—Precisamente porque puede tardar muchos años —responde Antona, anticipándose a Rubiera—, resulta más necesario conservar viva la esperanza en un mañana mejor por remoto que sea. Ninguno de los pensadores anarquistas y menos aún los que sacrificaron su vida en la defensa y propaganda de un ideal emancipador esperaban vivir lo suficiente para verlo triunfar. No por ello perdieron un solo momento su optimismo respecto al futuro de la humanidad. Tampoco nosotros debemos perderlo, aunque personalmente, y conforme la letra de uno de nuestros himnos, sólo «nos espere el dolor y la muerte» al cumplir nuestros más elementales deberes.
—¿Crees que hay algún deber que cumplir en el paredón? —inquiere sarcástico uno de los oyentes.
—Desde luego. Morir con la dignidad suficiente para que no mueran más que los cuerpos, convertidos así en abono de las ideas que habrán de sobrevivimos.
* * *
La inesperada noticia nos coge a todos por sorpresa. Tanto, que muchos la consideran en principio un bulo más y tienen que repetirla los altavoces para convencerse. Aunque hace cuarenta y ocho horas que ingerimos los 62,5 gramos de sardinas en aceite y una cantidad de pan de un peso similar —único alimento recibido en los cinco días y medio que llevamos en los Almendros—, casi nadie espera comer algo más en lo poco que falta, según todos los síntomas, para ser trasladados a otra parte, ignoramos si mejor o peor. Acaso por no esperarlo se recibe la nueva con mayor satisfacción.
—Los delegados de centurias recibirán un chusco para cada cinco individuos y un bote de lentejas para cuatro.
Como ocurrió dos días antes, algunos ilusos se imaginan que el bote de lentejas ha de ser tan grande que resulte sobrado para acabar con las hambres atrasadas de todos. Tuercen el gesto cuando ven su tamaño. No debe pesar arriba de doscientos o doscientos cincuenta gramos, de los que una parte será agua.
—Nos sucederá lo mismo que el martes.
—Seguro que al terminar de comer tenemos más apetito que antes.
Cincuenta gramos de pan y otros tantos gramos de lentejas cocidas no sacian a ninguno como cabe prever por anticipado. Nuestro grupo abre el bote que le corresponde, y manejando la única cuchara de que disponemos, reparte con equidad su contenido. Exactamente tocamos a tres cucharadas por barba. Aun procurando alargar lo más posible el «banquete», tardamos mucho más en abrir el recipiente que en terminar con las escasas lentejas.
—No tiréis el bote. Podemos utilizarlo como vaso.
Apenas concluido el parco yantar empiezan a circular las órdenes para emprender la marcha. Cada uno debe recoger todo lo que tenga en el campo, concentrarse en el lugar que ocupe su centuria y formar para salir en cuanto se le ordene. No se nos dice, naturalmente, dónde vamos ni cómo habremos de llegar a nuestro punto de destino.
—No veo que hayan traído camiones para llevarnos.
—No los necesitan porque iremos a pie.
Poco después llegan algunos camiones y autocares. Traen compañías de soldados que cubren el camino que hemos de recorrer o que incrementan los elementos que guardan el campo.
—Probablemente nos llevarán muy cerca, quizá al mismo Alicante.
Lo cree la mayoría, observando que los soldados recién llegados —legionarios, moros y peninsulares, pero no italianos— forman en dos filas a lo largo de la carretera que se dirige al puerto tras bordear el cerro de Santa Bárbara. Algunos discrepan, señalando que en Alicante están totalmente llenos ya el Reformatorio, la cárcel, el teatro y los cines.
—Bah, todavía deben estar medio vacíos los castillos.
Es probable que no haya presos aún en San Fernando y Santa Bárbara. Quienes los conocen indican que muy bien pueden meter en ellos dos o tres mil personas. Pero aquí somos como mínimo cuarenta y cinco mil. ¿Dónde llevarán a los restantes?
—Que yo sepa, sólo hay dos sitios. El campo de fútbol y la plaza de toros.
La simple mención de la plaza de toros suscita en todos pensamientos que nada tienen de placenteros. Quien más, quien menos, todos recordamos lo que tantas veces se ha dicho de lo sucedido en la plaza de toros de Badajoz y de la muerte del diputado socialista Andrés y Manso en la plaza de Salamanca. ¿No correrán suerte parecida quienes ahora sean conducidos al coso alicantino?
—Es preferible pensar que no. En cualquier caso, no está en nuestras manos el no ir a la plaza ni lo que será de nosotros de ser metidos en ella.
No conozco el campo de fútbol, aunque dicen que es pequeño y su capacidad no superará las ocho o diez mil personas. En la plaza de toros difícilmente cabrán otros quince mil, caso de que esté totalmente vacía y puedan utilizarse corrales, ruedo, pasillos y escaleras. Calculando por alto, y pese a llenar ambos a más de los castillos, aún quedarían cerca de veinte mil prisioneros.
—No tendrán más solución que dejarlos aquí.
Lo dudo. Los Almendros no reúne las condiciones mínimas precisas para un campo de concentración. Bordea durante dos kilómetros largos una de las carreteras más importantes, cuya circulación no puede cortarse por completo de día ni de noche. Cuantos viajan de Valencia a Alicante y viceversa tendrán que contemplar el doloroso espectáculo de miles y miles de prisioneros guardados por ametralladoras y filas de soldados con el fusil o la metralleta en la mano, cosa que en modo alguno puede convenir a la imagen que el nuevo régimen quiere presentar al mundo. Por otro lado, la vigilancia exige, dadas las condiciones del terreno, un número considerable de hombres, sin que ello garantice en modo alguno, conforme demuestran los hechos, que cada noche no escaparán unos cuantos detenidos, aunque otros tantos pierdan la vida en el intento.
—Y sobre todas las cosas, han dicho que nos preparemos para desalojar totalmente el campo porque aquí no quedaremos ninguno de nosotros.
En todos los grupos se hacen cébalas y conjeturas respecto al lugar a que seremos llevados. La creencia general, a la vista de los preparativos de nuestros guardianes, es que muchos serán llevados al mismo Alicante. Al cabo de un rato empiezan también a circular los nombres de Totana, Orihuela y Albatera. La mayoría sabemos dónde están las dos primeras poblaciones, pero ignoramos el emplazamiento exacto de la tercera.
—Albatera es un pueblo pequeño —explican algunos—, a unos cuarenta kilómetros al sur de Alicante y otros veinte antes de llegar a Orihuela.
¿Por qué pueden llevarnos a cualquiera de estos tres lugares? La explicación es fácil y lógica. En Totana y Albatera existen dos campos de trabajo creados en virtud de la Ley de Vagos y Maleantes para que se regenerasen, merced a un honrado laborar, quienes fueran condenados por no haber realizado ninguna tarea útil en toda su existencia. En Orihuela, aparte de una cárcel, existían grandes conventos que podían utilizarse como prisión.
—En uno de ellos precisamente estuvieron unos centenares de maleantes mientras terminaban las obras de Albatera.
Nadie parece tener una idea exacta de la instalación de tales campos ni menos todavía de su capacidad. Se dice, aunque es imposible averiguar la fuente de la información, que en Albatera hubo en el último año de la guerra trescientos o cuatrocientos reclusos.
—No sería extraño que ahora quisieran meter diez o doce veces más.
En cuanto a la distancia de estos campos de trabajo sabemos que Albatera se halla a más de cuarenta kilómetros y Totana a cerca de cien. ¿Es posible que nos lleven andando? La mayoría lo niega en redondo. Una columna de treinta o cuarenta mil hombres, debilitados por la falta de alimentación y cargados con sus ropas y pertrechos, tardaría varios días en recorrer la distancia.
—De obligarnos a ir más de prisa, la mitad se quedaría en el camino.
—Mejor para los fascistas —replican los pesimistas—, que no sólo se ahorrarían su alimentación, sino el papeleo preciso antes de llevarles al paredón.
* * *
A las cuatro de la tarde empieza la evacuación del Campo de los Almendros. De los dos extremos del campo van bajando quienes los ocupan a la carretera, formando dos largas columnas con un kilómetro de separación entre ambas. Los que estamos en la parte central del extenso recinto, constituyendo una mayoría abrumadora de los recluidos, recibimos órdenes de continuar formados y preparados, pero sin movernos de momento. De lejos hemos de asistir a los confusos y alborotados preparativos para la marcha.
La primera impresión que recibimos es que deben ser muchos a mandar y no haberse tomado la molestia de ponerse de acuerdo antes de hacer ni disponer nada. Al mismo tiempo se dan órdenes contradictorias por distintos megáfonos y se producen alternativas de avance y retroceso de los que deben integrar las columnas. Tampoco parece que existe unidad de criterio acerca de si los soldados han de limitarse a cubrir uno y otro lado de la carretera para evitar intentos de evasión o deben vigilar a los presos, avanzando al mismo tiempo que ellos. Por otro lado, aunque se dispone la presentación de cuantos militares haya en el campo, sin establecer ninguna distinción entre los profesionales y los procedentes de milicias, casi ninguno cumple la orden, no sólo por resistencia instintiva y desconfianza de lo que pueda suceder a los que se presenten, sino sencillamente por no haber llegado a enterarse. En cuanto a que en las diferentes expediciones vayan íntegras las centurias, cada uno hace lo que mejor le parece o se agrega a cualquiera de las que emprenden la marcha o se traslada a otro lugar del campo para reunirse con amigos, paisanos o conocidos.
Se pierde mucho tiempo antes de que la primera columna de prisioneros emprenda la marcha. Cuando lo hace son ya más de las cinco y media y la tarde declina rápidamente. Deben ser siete u ocho mil hombres en total. Van de seis en fondo* y cuando la cabeza desaparece en la revuelta de la carretera, al pie del cerro de Santa Bárbara, la cola todavía se encuentra dentro de los Almendros. Los presos caminan despacio, con frecuentes paradas, aunque los soldados que les conducen les meten prisa a voces y en más de una ocasión a palos.
—Por cerca que vayan, cuando lleguen será noche cerrada ya.
Está anocheciendo cuando la segunda expedición, integrada por los ocupantes del extremo opuesto del campo, tiene que iniciar su caminar, casi pisando los talones a quienes salieron delante. Tienen que desfilar por la carretera delante de los que aún no hemos recibido orden de movernos. La segunda columna, por lo que calculamos, no debe ser inferior en número a la primera. En ella marchan con toda probabilidad cuatro o cinco mil personas que estuvieron con nosotros en el puerto y dos o tres mil más que no llegaron a estar. Incluso a la luz incierta del crepúsculo quienes se encuentran cerca de la carretera pueden reconocer a muchos.
Su caminar es todavía más lento que el de la primera expedición, con detenciones más frecuentes y prolongadas. La noche cae por completo antes de que acaben de pasar ante nosotros. Contra lo que parece natural y lógico, los que guardan y vigilan esta segunda columna son menos numerosos que en la anterior. La explicación está en que fueron muchos los soldados que se marcharon rodeando y vigilando a los que iniciaron la evacuación del campo, y no quedan —aparte de los que han de continuar vigilándonos a nosotros— tantos para acompañar a los siguientes.
—Buena oportunidad para largarse.
Lo mismo deben pensar no pocos de los prisioneros integrantes de la segunda expedición y sus guardianes. Es posible que algunos de los primeros consigan escapar, saltando las cercas que dividen los huertos y huyendo a través del campo. También que hombres que ni siquiera han pensado en fugarse se ganen un balazo por acercarse demasiado a la cuneta o retrasarse. No llegamos a saber a ciencia cierta lo que ocurre en cada caso. De cualquier manera oímos con frecuencia tiros aislados o incluso descargas cerradas, no sólo a lo largo de la carretera, sino en los campos y montes próximos. Pero la lejanía y la oscuridad nos impiden ver lo que ocurre. Como la imaginación de cuantos seguimos en el campo galopa sin frenos ni cortapisas, no resulta cuerdo conceder demasiado crédito a los muchos rumores que circulan en las primeras horas de la noche de este primer Jueves Santo de la España oficialmente en paz.
—¡Suspendido el traslado hasta la mañana! Por hoy no saldrá nadie más del campo.
No nos sorprende el aplazamiento que dábamos por descontado desde una hora antes. Se repite en cierto modo lo ocurrido en el puerto en la noche del 31 de marzo. Con varias y sensibles diferencias. Entre otras que entonces, y pese a estar cercados sin posible escapatoria, todavía nos considerábamos hombres libres y ahora llevamos seis días presos. Nuestro número es muy superior a los que entonces hubimos de quedarnos en los muelles. Por desgracia, nuestro estado de ánimo difiere muy poco, y no sólo por la debilidad derivada de la escasa alimentación.
Aunque han debido llevarse entre doce y catorce mil hombres, todavía quedamos en los Almendros el doble como mínimo. No estamos más anchos que la víspera, sin embargo, porque las líneas de centinelas de uno y otro lado del campo se han aproximado unos centenares de metros. Sabemos donde están por la hilera de fogatas encendidas para iluminar unos trozos de terreno y dificultar las fugas. ¿A dónde irán los millares de prisioneros que han separado de nosotros?
—Con toda probabilidad al mismo Alicante; seguramente a los castillos, el campo de fútbol y la plaza de toros.
No es de suponer que de llevarles más lejos hubiesen esperado al atardecer para emprender la marcha. Tanto si hacen el recorrido a pie como si pensaran utilizar el ferrocarril, pasarse toda la noche en el viaje resultaría peligroso para todos. Para los guardianes, por las posibles tentaciones de fuga de los presos. Para los prisioneros, porque los vigilantes supusieran que intentaban huir.
—Además, han pedido que salieran los militares, y a los militares sabemos que pensaban encerrarlos en los castillos.
Parece que se han llevado a casi todos los militares profesionales que había en el campo. Al menos, lo han hecho con los más conocidos, como Ortega, Burillo, Fernández Navarro e Ibarrola. En cambio, la mayoría de los procedentes de milicias y de los comisarios continúan entre nosotros.
—También se han llevado a Pedrero y algunos agentes del SIM. No sé lo que harán con ellos, pero no resulta aventurado ponerse en lo peor.
Más tarde nos dicen que en la última de las expediciones han salido asimismo algunas figuras socialistas como Henche, Rubiera y Gómez Osorio. No obstante, en los Almendros quedan aún otros de parecida significación como Rodríguez Vega, Antonio Pérez, Zabalza y Amos Acero.
—Mañana nos tocará a todos nosotros. Conviene dormir lo más posible para estar descansados porque tendremos que dar un largo paseo.
—Tan largo —comenta, pesimista, Esplandiú—, que muchos no llegarán vivos a su final.
Nuestra última noche en el Campo de los Almendros resulta tan poco grata como las seis precedentes. Tenemos hambre, porque las tres cucharadas de lentejas ingeridas muchas horas antes la han aumentado, en lugar de disiparla. Sentimos mayores picores que nunca, probablemente porque los piojos aumentan de día en día. Suenan con frecuencia disparos con los que se trata de cortar alguna fuga o que sirven de entretenimiento a los guardianes en el aburrimiento de sus guardias. Además, patrullas armadas irrumpen en varias ocasiones en el campo, recorriéndole en todas las direcciones en funciones de prevención y vigilancia, despertando a muchos que han conseguido conciliar el sueño. Para colmo de males, tocan diana cuando aún falta bastante para amanecer y tenemos que levantarnos.
—Preparados todos porque hoy tiene que quedar totalmente desalojado el campo.
En la preparación no se incluye, naturalmente, proporcionarnos ningún alimento que aumente nuestras energías, harto mermadas por el prolongado ayuno. Como de costumbre, los soldados que nos guardan desayunan a su hora; nosotros hemos de contentarnos con mirar de lejos cómo lo hacen.
—¿En qué piensas? —pregunta Aselo, viéndome ensimismado.
—En que hoy es Viernes Santo y que nuestro calvario particular puede terminar, ya que no comenzar, en este mismo día.