III
PROCLAMACION, VIDA Y MUERTE DE ESTAT CATALA

Dencás afianza su hegemonía en la Esquerra. —Horas de frenesí en la Generalidad. —Al fin, Companys se decide. —«Estat Català dentro de la República Federal Española.» —Inquietud y miedo. —Cañonazos en la plaza de la República. —Cunde el desaliento. —Las horas de la derrota. —Companys da por radio la noticia de la capitulación. —El Gobierno de la Generalidad prisionero.

Companys se resistía tenazmente a dar el grito de insumisión. Con claro instinto político comprendía que era embarcar en una disparatada aventura. Era un salto en el vacío, que a nada bueno podía conducir. Era jugarse a una carta incierta toda la autonomía conseguida y todo lo que en lo sucesivo pudiera lograrse en porfiado regateo con los Gobiernos de Madrid. ¡Si hasta se daba el caso de que los tan denostados políticos radicales eran quienes prácticamente otorgaron más y más eficaces concesiones! Pero Companys pasó la vida sembrando vientos y, fatalmente, había de verse arrollado por la inevitable cosecha de tempestades.

Estat Català aumentaba por momentos su influencia y su poderío. Tres años antes era sólo uno de los pequeños grupos integrantes del conglomerado de la Esquerra, pero desde que Badía se apoderó de la Policía de la Generalidad y la organizó a su gusto, seleccionando el personal y dando auge y carácter militar a las Juventudes separatistas, Estat Català llegó a convertirse en el sector más importante del Partido. Era un ariete que empujaba violentamente a la guerra de secesión.

Al principio, los de Estat Català arremetieron contra Selvas, a quien consiguieron anular en vida; también combatieron a sangre y fuego contra el Grupo Lluhí (llamado también grupo de L’Opinió). Ultimamente estaban dispuestos a alzarse contra el propio Companys.

Estat Català se veía a su vez empujado por Alianza Obrera, integrada por comunistas de las diferentes ramas, socialistas, sindicalistas disidentes de la C. N. T. y algún otro grupo revolucionario de menor cuantía, todos los cuales, siguiendo las instrucciones de Trotski, habían agregado a sus ideales revolucionarios la táctica separatista, predicada con tal reiteración, entusiasmo y apremio, que amenazaban con llevarse detrás de sí toda la clientela de Estat Català, ya demasiado impaciente, viendo que las promesas de sus líderes encumbrados al Gobierno de la Generalidad no acababan de cuajar en realidades.

Todos apremiaban a Companys para que diese el grito de rebeldía y proclamase la República Catalana. Pero él se resistía bravamente, rechazando súplicas y amenazas.

Ya, cuando la rebeldía de la Generalidad, en el mes de junio, con motivo de la sentencia del Tribunal de Garantías Constitucionales, pudo apreciar Companys que eran mucho más de temer sus propios partidarios y, en especial, las Juventudes Nacionalistas de Esquerra, que el Gobierno de Madrid. Luego, con motivo de la constitución del actual Gobierno presidido por Lerroux e integrado por algunos ministros de la C. E. D. A., los elementos extremistas le acuciaban terminantemente a proclamar la rebeldía. Era un asunto político que para nada afectaba directamente a Cataluña, ya que de todos era sabido que el nuevo Gobierno se proponía respetar el Estatuto; era sólo un pleito de partidos, una exigencia demagógica. Y Companys se resistía.

Según el programa revolucionario, la República Catalana tenía que haberse proclamado durante la tarde del viernes. Todo estaba dispuesto para ello, pero no hubo manera de compelir a Companys. El sábado, con toda la ciudad tomada militarmente por los escamots armados, cuando invadían la plaza de la República las manifestaciones de Alianza Obrera esgrimiendo armas cortas y largas y emplazando al Gobierno de la Generalidad para las ocho de la noche, cuando todo su Gobierno en pleno y los jerifaltes de la Esquerra y de otros partidos le acuciaban y amenazaban, vimos a Companys salir de su despacho oficial y encaminarse decididamente a la Casa de Canónigos (donde tenía sus habitaciones particulares) con un gesto inequívoco de renunciamiento, como si pretendiese sacudir la responsabilidad de lo que los otros pudiesen hacer. En aquella hora, las seis y media de la tarde fuimos invitados los periodistas a abandonar el edificio de la Generalidad. No cesaron por ello las presiones para vencer el ya harto abatido ánimo de Companys. Especialmente Dencás, Badía, Gassol y Ayguadé eran quienes con más ahinco trabajaban. Por parte de Companys estaban —aunque muy débilmente por cierto— Martí Esteve y Mestres. Se afirmaba también que Azaña no era partidario de dar el golpe, no por lealtad a la Constitución ni por respeto a la autoridad constituída, sino por pesimismo, porque todo aquel alarde del ejército de escamots, con su general en jefe Badía, se le antojaba una mojiganga tartarinesca y absolutamente inocua. Sin embargo, hicieron mella en Companys las órdenes de la masonería, los escritos de los socialistas, de Miguel Maura, Martínez Barrios y Sánchez Román, rompiendo su solidaridad con el Gobierno, con las Cortes y con las más altas instituciones de la República, la dimisión de Albornoz de la Presidencia del Tribunal de Garantías Constitucionales, y sobre todo la manifestación de la Alianza Obrera de las seis de la tarde.

A las siete y media reunió de nuevo Companys en el Salón de Sesiones de la Generalidad al Gobierno de Cataluña y a los diputados del Parlamento catalán allí presentes. En total, unas veinticinco personas.

De allí salió Companys sonriente y decidido. La suerte estaba echada.

A poco, leía desde el balcón central recayente a la plaza de la República su famosa alocución proclamando —según la fórmula impuesta por Azaña— el Estat Català dentro de la República Federal Española.

Todo fueron, desde aquel momento, ovaciones, plácemes, abrazos, lágrimas y hasta besos de entusiasmo. Companys estaba materialmente estrujado en medio del desbordamiento delirante de los suyos. Al abrazar y estrechar la mano del diputado del Parlamento catalán, doctor Soler y Plá, Companys exclamó:

—Ahora no podrán decirme que no soy nacionalista… Pero ahora veremos qué ocurre y en qué para todo esto…

Y seguidamente, sin desanimarse, sacudiendo todo su pesimismo anterior, recuperando el mando y llevando la iniciativa, redactó el oficio al general Batet para que se pusiese a sus órdenes; habló con el jefe de Mozos de Escuadra, comandante Pérez Farrás, para que dispusiese la defensa del edificio; conferenció con todos los Centros oficiales de la Generalidad, informándose de que cada uno estaba en su sitio y de que todo presentaba el mejor aspecto. Pérez Farrás manifestó su decidido propósito de continuar a las órdenes de Companys y de incluso «hacer fuego contra las tropas españolas para defender la Generalidad. Companys, y gran parte de los presentes, abrazaron y ovacionaron a Pérez Farrás. Una verdadera borrachera de frenesí invadía a todos. Nadie abrigaba el menor pesimismo, nadie barruntaba lo que iba a pasar. Todavía se tenía la esperanza, que en muchos era convencimiento, de que el general Batet, y en último caso la tropa, haría traición a España y se pondría al lado de los rebeldes. Por otra parte se confiaba en el indomable valor de esos millares de escamots bien armados y abundantemente pertrechados, que eran dueños absolutos de la ciudad, y que por su número, buena organización, excelente armamento y buen «espíritu patriótico», imposibilitarían, en último caso, la salida de las tropas de los cuarteles y desmoralizarían a la soldadesca harto trabajada ya por las células comunistas y por la masonería… Y aunque las tropas lograsen salir de sus cuarteles, ¿cómo iban a poder llegar hasta la Generalidad por el entresijo de calles y callejuelas de los barrios viejos de Barcelona?

El diputado del Parlamento catalán, Tauler, había salido hacia Capitanía siendo portador de un oficio de Companys invitando al general Batet a ponerse a las órdenes de Estat Català. Era la reiteración escrita de lo que por teléfono había comunicado Companys al general jefe de la 4.a División.

Al regresar Tauler, todos le rodearon con ansiedad… El general Batet había contestado de palabra al oficio pidiendo una hora para meditar la gravísima determinación que se le exigía.

Y al primer momento de efusión y de optimismo irrefrenable, siguió una hora mortal de ansiedad y de duda. Todos, desde el presidente Companys hasta el último subalterno, paseaban silenciosos su enorme preocupación: «¿Qué hará Batet?»

Era impresionante el espectáculo de aquellos hombres abrumados por la angustiosa incertidumbre. Serios, cariacontecidos, cejijuntos… Mantenían hasta el último momento la esperanza en lucha con el temor a que les fallase la ayuda del Ejército.

Mientras tanto, Pérez Farrás arengaba a los Mozos de Escuadra.

Formó una sección de ellos ante el edificio de la Generalidad, disponiendo tuviesen los mosquetones a punto de hacer fuego a la voz de mando. Seguidamente dispuso la defensa del edificio con sus 360 Mozos de Escuadra y con algunos grupos de escamots, aparte del personal de la casa que se brindó a tomar parte activa en la contienda. El comandante Pérez Farrás quedó al frente inmediato de las fuerzas que había en la planta baja del edificio. Al capitán López Gatell se le encomendó la defensa del piso principal. El capitán Escofet cuidó de combatir al enemigo desde el terrado…

Sobre las diez de la noche llegaron a la plaza de la República dos secciones del primer Regimiento de Artillería de Montaña, al que precisamente pertenecía el comandante Pérez Farrás: las dos piezas iban protegidas por cincuenta artilleros a pie, con mosquetón. Más tarde se les agregaron una compañía de Infantería y otra de ametralladoras del Regimiento núm. 10.

Al llegar los artilleros, el comandante Pérez Farrás, pistola en mano, salió al encuentro del comandante de Artillería señor Fernández Unzué, y le preguntó:

—¿Adónde vais?

—A tomar la plaza y a apoderarnos de la Generalidad.

—No lo conseguiréis…

—Pues ya lo veremos…

Al propio tiempo el capitán Escofet se dirigía al centro de la plaza, y enfrentándose a la fuerza que llegaba a ella, le gritó:

—¡Alto a Cataluña!

—¡Viva la República Española! —replicó el jefe de artillería.

Entonces el comandante Pérez Farrás dió la voz de fuego a sus fuerzas, que dispararon las primeras descargas contra la artillería.

A consecuencia de este primer choque cayó mortalmente herido el comandante de Estado Mayor señor Suárez y resultaron heridos en un hombro el capitán señor Künel y siete soldados, de los cuales uno falleció poco después y otro quedó en gravísimo estado.

Los artilleros, a su vez, hicieron una descarga de fusilería, retirándose precipitadamente al interior del edificio el comandante Pérez Farrás, el capitán Escofet y los Mozos de Escuadra.

Desde la Generalidad, el Ayuntamiento, todos los terrados próximos y desde las calles adyacentes y por retaguardia, desde la Vía Layetana, se hizo intensísimo fuego contra la tropa. Cayeron heridas algunas acémilas, y otras, al verse libres del ronzal, emprendieron la fuga hacia el cuartel. Se dió orden a los soldados de que se guareciesen del interminable tiroteo, colocándose al abrigo de las fachadas. Mientras tanto, los oficiales convinieron en que para poder maniobrar las dos piezas era indispensable acallar el fuego de los terrados.

Y en efecto, el laureado capitán Lizcano de la Rosa llamó a una de las casas inmediatas. Le salió a abrir una anciana, y con ella subió hasta la azotea. Despojóse allí de gorra y guerrera, para quedar en mangas de camisa, como los escamots de la vecindad, y así, entre las sombras de la noche, sin despertar sospechas, pudo montar dos ametralladoras, con las que logró acallar el fuego de los terrados, circunstancia que aprovecharon los oficiales y soldados para montar en la calle las dos piezas de artillería y dispararlas contra la Generalidad y contra el Ayuntamiento.

Fácilmente, sin resistencia alguna, fueron luego tomados los terrados restantes por la tropa. Los escamots huían sin atreverse a resistir el cuerpo a cuerpo.

Abajo, en la plaza, se disparaban los cañones. El adoquinado hizo imposible ajar las cureñas y una de las piezas en el retroceso del disparo se inutilizó. Fué preciso relevarla de madrugada.

Imposible describir el efecto producido entre quienes ocupaban la Generalidad ante el hecho de la colisión, disipadora de la última esperanza de quienes confiaban más en la traición ajena que en su propio valor.

Companys y sus consejeros, que durante cerca de una hora, a partir de la en que Tauler les dió cuenta de su entrevista con el general Batet, habían estado inquietos, febriles, desasosegados, pendientes con el alma en un hilo de la decisión que éste tomara, al hallarse ante la realidad para ellos tan triste, cayeron en su mayoría en el más mortal desconcierto y desaliento. Ordenaron apagar inmediatamente todas las luces, trasladaron el aparato de radio que les servía de comunicación con el público, desde el antiguo despacho del consejero de Gobernación a otro más resguardado, deambulaban por los pasillos y salones a oscuras o alumbrados por una vela y en el más lamentable estado de inhibición mental. El ánimo de los que parecían más esforzados empezó a decaer. Gassol, los hermanos Aguadé y demás elementos de Estat Català, que eran los que más habían coaccionado a Companys para violentar su buen sentido, estaban lívidos y descorazonados. Gassol, en un diván se mesaba los cabellos y se lamentaba de tan irreparable locura. Análogamente el secretario de Companys, Alavedra, se mostraba anonadado e increpaba a quienes obligaron a Companys a realizar aquel acto catastrófico. Un mortal pesimismo y un tardío arrepentimiento se apoderó de todos. El retumbar del cañón les dió la certeza de que todos iban a sucumbir. Y la seguridad de una muerte cierta, sin gloria ni beneficio para nadie, puso pavor en todos los corazones.

Lluhí Vallescá se sentó en la escalera y se sujetó la cabeza entre las manos en un estado de verdadera postración.

Todos aparecían acobardados bajo la pesadumbre del momento. Todos menos Companys, que se vió atacado por una vena de locura destructora. Llamaba por teléfono a los Círculos de Esquerra diciéndoles que salieran a la calle a quitar los fusiles a la Guardia civil y a los soldados. Daba grandes voces animando a todos a morir resistiendo, a vender caras sus vidas, a prepararse a ver cómo se hundía todo, cómo se aniquilaba todo, cómo quedaba todo destruído. Estaba magnífico, poseído de una especie de furia de destrucción. Hubo momentos en que sólo él y Pérez Farrás conservaban en alto grado el espíritu bélico, en contraste con el abatimiento cada vez mayor de los circunstantes. Junto a las puertas y ventanas los Mozos de Escuadra, impasibles y disciplinados, permanecían con el arma apercibida a la defensa.

A las dos de la mañana se reanudó el cañoneo. El comandante Fernández Unzué había pedido dos morteretes que fueron subidos a un terrado. Desde allí se enviaron sobre la azotea de la Generalidad y sobre la claraboya del Ayuntamiento unas granadas sin espoleta, a fin de que no hiciesen explosión y no causasen daños. Al mismo tiempo se disparó contra el balcón central del Ayuntamiento un cañonazo graduado al mínimo, que destrozó cristales y maderamen y lanzó los cortinones del balcón sobre la lámpara de cristal. Un balazo de fusil proyectó el tintero del alcalde contra un cuadro de su despacho; otro cañonazo causó algunos desperfectos en la fachada del Ayuntamiento. Pero en general, se procuró hacer el menor daño posible. De los dieciséis cañonazos que se dispararon esa noche en la plaza de la República, once lo fueron con pólvora sola o con granadas sin espoleta. El objeto era asustar, y ello se logró plenamente, poniendo en fuga y en trance de disolución a los famosos escamots del Exércit Català.

A las dos de la mañana se tenía en la Generalidad la evidencia del desastre. Los reiterados cañonazos y la amenaza del bombardeo aéreo del edificio acabaron por amilanar a los más animosos. Companys, pasado el período álgido de furor guerrero, cayó en una lamentable laxitud y un indescriptible abatimiento. Todos estaban vencidos y destrozados moralmente. No se hablaban entre sí, procuraban aislarse unos de otros… Y en medio de tanta desolación no faltó la nota grotesca, que puso un rictus de risa en todos aquellos hombres agobiados por el peso de la horrible derrota: el poeta Melchor Font, secretario particular de Ventura Gassol, estaba en trance de desesperación porque se le había alborotado un tanto su rizosa y bien cuidada cabellera y no tenía a mano un peine con que reparar el desaguisado.

Companys intentó comunicar por teléfono con Jefatura de Policía, y en vista de que nadie contestaba a sus llamadas, decidió enviar allí al capitán Escofet. Más tarde llamó Companys también telefónicamente al alcalde Pi y Suñer, y le dió la orden de que izase bandera blanca y parlamentase su rendición. Pero el señor Pi y Suñer se resistía a entregarse mientras no lo hiciese la Generalidad. Fué un violento forcejeo, que terminó accediendo el alcalde a obedecer por disciplina. Mientras tanto, seguía el cañoneo excitando los nervios de los que permanecían encerrados hora tras hora en la Generalidad. Algunos ya no podían resistir más y se accidentaron. Tal ocurrió al locutor de la radio, que después de haberse pasado buena parte de la noche arengando a los catalanes para empuñar las armas y derramar hasta la última gota de sangre «para defender la Patria», sufrió tal soponcio, que muchos le dieron por muerto. Ello fué el origen del rumor extendidísimo al día siguiente por Barcelona, según el cual el famoso locutor de la radio murió a consecuencia de los disparos que se hicieron al entrar la tropa en la Generalidad.

Era interesante y en alto grado aleccionador el espectáculo que ofrecía la Generalidad a las seis horas de proclamado el Estat Català. Un aplanamiento general, una profundísima contrariedad sustituía la alegría desbordante de los primeros momentos. Ya no había plácemes ni felicitaciones. Sólo lamentos de contrición. Los que más se habían distinguido excitando a Companys a la aventura, eran quienes con mayor ahinco le suplicaban ahora, con las lágrimas en los ojos, para que se rindiera. Y en vista de que Companys, aun dentro de su lamentable decaimiento de espíritu, no accedía a tantas y tan apremiantes súplicas, se le llegó a amenazar con acusarle ante el general Batet de ser él el único responsable de la resistencia al Poder constituído.

Fué en aquellos momentos cuando sonó el teléfono llamando a Companys desde el Ateneo.

—-Presidente —dijo el diputado rabassaire, Riera— estamos cenando aquí un grupo de amigos y al destapar el champaña brindamos por el Estat Català. ¡Visca Catalunya!…

—Sois unos… —replicó airadamente Companys. Y de un golpe colgó el auricular—.

Companys habló por teléfono con Dencás en la Consejería de Gobernación, se percató de que el estado de ánimo allí existente no discrepaba en nada del que dominaba en la Generalidad y llegó a pedirle que le enviase el carro blindado en el que intentaría huir el Gobierno de la Generalidad, a lo que Dencás contestó que no podía hacerlo porque las tropas atacaban en las cercanías de Gobernación y además porque el motor había sido objeto de un sabotaje.

Todas las arengas y arrogancias de la Radio eran pura ficción; no tenían más objeto que ver si a la desesperada acudían los escamots y los rabassaires de toda Cataluña al lugar de peligro y obligaban a las tropas a levantar el sitio, retirando los cañones, que resultaban de una molestia insoportable.

Companys reunió entonces a los consejeros y a los diputados del Partido allí presentes, cambió impresiones con las personalidades más destacadas de la Esquerra y decidió, al fin, cerca ya de las seis de la mañana, anunciar al general Batet su propósito de capitular.

Al efecto se levantó la incomunicación telefónica en que se había aislado el antiguo edificio de Capitanía general y se pidió que en nombre del señor Companys, Presidente de la Generalidad, se pusiese al aparato el general jefe de la División. Instantes después Companys capitulaba convencido ya de que era inútil resistir. Pero el general Batet exigía una previa satisfacción: que el propio Companys, reiteradas veces, comunicase por la Radio que el Gobierno de la Generalidad había capitulado. Además, tenían que darse prisioneros Companys y todos los que se encontrasen en el Palacio de la Generalidad. La primera condición es la que más vivamente contrarió a los vencidos. Companys, maltrecho, derrotado, anhelante, sin fuerzas ya, se acercó al micrófono y haciendo un supremo esfuerzo exclamó por cuatro veces, con una voz impresionante: ¡Cataláns! ¡Cataláns! ¡Cataláns!…, y enseguida la noticia escueta de que para evitar males mayores e inútiles derramamientos de sangre, el Gobierno de la Generalidad había capitulado ante las fuerzas del Ejército español.

Momentos antes surgió un incidente por demás doloroso. Se trataba de izar una sábana como bandera blanca que advirtiese a las fuerzas militares la rendición del edificio a fin de que cesase el fuego. El hacerlo resultaba por demás arriesgado, ya que los soldados de la plaza de la República, que eran objeto de un constante «paqueo», estaban ojo avizor para disparar tan pronto como notaren la menor anormalidad. Resultaba, pues, sumamente peligroso abrir el balcón central del edificio y asomarse a él aunque fuese para enarbolar bandera blanca. Entre todos los que en el edificio había se prestó un voluntario: el chofer de Pérez Farrás, quien resultó gravemente herido. Un mozo de Escuadra tuvo mejor fortuna.

Con no pocos esfuerzos pudo ser franqueada la puerta principal del edificio de la Generalidad, pues por orden de Pérez Farrás habían sido amontonados contra ella los doce automóviles que se hallaban en el vestíbulo y que habían de servir de mortal obstáculo a las tropas que intentasen penetrar en el recinto, aun después de derribadas las puertas a cañonazos. Despejado un tanto el paso entraron en la Generalidad el comandante Fernández Unzué con el alcalde y concejales que ha­bían sido detenidos en el Ayuntamiento. Iban también otros oficiales y un pelotón de soldados. Todavía al llegar al patio gótico se les hizo una descarga a mansalva que, afortunadamente, no causó víctimas. El comandante Unzué, enérgicamente, recriminó en breves palabras a quienes así procedían; mientras, los otros oficiales contenían la indignación de los soldados que, después de haber pasado toda la noche jugándose la vida, dieron rienda suelta a su alegría vitoreando a España y gastando bromas a don Ventura Gassol, a quien acariciaban las melenas y le reprochaban humorísticamente el que no hubiese cumplido sus promesas de morir por Cataluña.

Companys —a quien le sorprendió la llegada de las tropas repitiendo una vez más por la Radio la noticia de su capitulación— al ver al comandante Fernández Unzué se repuso súbitamente, estiró su traje, se pasó la mano por la cara y dejó de repente su angustioso abatimiento para recuperar su prestancia de Presidente de la Generalidad. Lo que más le preocupaba, lo primero que exigió fué el no ser juzgado por el severo fuero militar, sino por el tantas veces denostado y desacatado Tribunal de Garantías Constitucionales.

En pocos minutos entregaron sus armas los mozos de Escuadra y quedó tomado militarmente el edificio. Después salieron el jefe de las fuerzas con Companys, Pérez Farrás, los consejeros y concejales. Fueron todos en grupo, velozmente, a presentarse al general Batet. Tras ellos iban fuerzas del Ejército con el fusil a punto de hacer fuego.

Eran aproximadamente las seis de la mañana. Diez horas después de haberse proclamado entre vítores y alborozo el Estat Català.