LA ÚLTIMA VISITA DEL ESPECTRO

EL comisario dio un salto en su sillón cuando vio entrar a Basilio con tan absurda indumentaria.

—¡Se trata del descubrimiento de un crimen, señor comisario! ¡Le ruego que me preste atención, porque va a oír una narración alucinante!

El policía llamó a su secretario y a otros dos agentes. Aquel señor, vestido con un traje de punto y un gorro con borla, no le era desconocido al señor comisario, y se preguntaba lleno de perplejidad:

—¿En qué película he visto yo a ese caballero?

Luego, atusándose sus grandes mostachos de militar a la antigua usanza, se dispuso a escuchar. Basilio comenzó muy emocionado.

—Hace diez años, una noche, en una plaza oscura, una mano desconocida…

El comisario le interrumpió con indignación:

—Pero ¿es que nos va usted a recitar un folletín?

—Sí, señor. Un folletín de la vida real…, que parece una pesadilla… Una mano desconocida, repito, degolló al señor Catafalco, y esto me lo ha revelado a mí la propia víctima.

—¿Se está usted burlando de la autoridad?

—No, señor. Bien se conoce que no tiene usted cultura ocultista. —Basilio prosiguió a grandes gritos—: El señor Catafalco… es decir, el doctor Robinsón de Mantua, murió y el asesino no fue encontrado. Claro está…, le mataron a distancia…; aunque, por otra parte, tal vez fuese el mayordomo en estado sonambúlico. Esto no está bien definido. ¿Usted qué opina, señor comisario?

—Yo opino que usted ha cenado fuerte esta noche y viene usted vestido de máscara a darnos la broma. Pues le advierto que va a dormir la borrachera en el calabozo.

—¡Señor polizonte, es usted un Kamarrupa!

—Un Kama… ¿qué? A ver, Pachonez, que aten a este beodo.

—Escúcheme hasta el fin. Por razones que usted es incapaz de comprender, yo he descubierto al criminal. Quiero que se le detenga, y ante mí no tendrá más remedio que confesar, porque ha de saber usted que tengo en mi poder los muñecos de cera.

—Pero ¿qué retahíla de disparates está usted hilvanado? ¿De qué muñecos habla usted?

—Estos muñecos son los herederos del doctor Robinsón…; y yo que había sospechado de ellos… ¡Soy un majadero! Figúrese que yo había creído que estos monigotes, es decir…, los parientes del doctor, que es lo mismo, eran los matadores. Y luego resulta que es Victorio Sabatino, el médico jorobado, que es muy supersticioso.

Los policías habían acabado por reírse, excepto el comisario, que estaba dispuesto a llevar a Basilio a la cárcel, por atentado a su autoridad.

—¡No puedo tolerar que siga usted diciendo desatinos! ¡Yo soy un hombre serio!…

—¡Usted es un pato!… —gritó Basilio furioso, al ver que no le entendía—. Y no callaré aunque lo manden cuarenta comisarios coronados. Yo digo a gritos que el asesino del señor Catafalco está en mi poder. Y además estamos a tiempo de salvar la vida de sus herederos…, que son estos muñequitos de cera…; es decir, no; pero sí… ¡Me indigna que no se me comprenda!

—¡Bueno, bueno; vaya usted a ponerse un traje más decente, y déjenos tranquilos!

—¡Ira de Dios! ¡Pero este policía es menos inteligente que una tapia! ¿Va usted a permitir que asesinen a los herederos del señor Catafalco? ¿Va usted a dejar impunes los crímenes de Sabatino? Abajo hay un automóvil, venga usted conmigo. Con mi presencia le anonadaré, porque cree que soy el fantasma negro. Y le tengo en mi poder, porque, le repito a usted, poseo los muñecos de cera.

El comisario dio un salto de tigre, cosa inesperada en un señor tan obeso.

—¡Ya estoy harto de oír desatinos! ¡Márchese de aquí, saltimbanqui! —y con un furor demoníaco le asió de la borla de la caperuza y le sacudió violentamente—. ¿Qué historia es esa de los muñecos de cera? ¡Traiga usted esa porquería!

Y con sus manos de oso le arrancó los dos muñequitos mágicos y los arrojó a la chimenea. La cera se derretía lentamente en las brasas.

Basilio exhaló un grito que estremeció hasta al iracundo comisario.

—¡Justicia celeste! ¡Acaba usted de matar al doctor Sabatino! Al echar las figuras al fuego, el embrujamiento se vuelve contra el mago. ¡Es el dedo de Dios!

Fue un contagio magnético. Todos se pusieron graves al fin. Basilio hablaba con acento de sinceridad. El comisario meditaba.

—Bien. Iremos a casa de ese hombre… ¿Dónde dice usted que vive?

—¡Avenida de Chamartín de la Rosa! Se llama Victorio Sabatino.

—¡A ver! ¡Mi sombrero y mi gabán! Usted se queda aquí detenido. Si resulta una farsa, como me temo, va usted a pasar una temporada en la sombra…

Y salió del despacho con la lenta solemnidad de un elefante.

Está amaneciendo. Basilio se encuentra rendido y se echa en una butaca. Sus ojos se entornan; un esbirro se pasea lentamente en la habitación contigua.

Entre sueños, Basilio ve un gran resplandor por encima de su cabeza. Sí, no hay duda. ¿De dónde procede tanta claridad? ¿Pero qué es esto? En el centro del fondo luminoso se proyecta una figura humana.

—¡Ah! ¿Es usted, mi querido señor Catafalco?

El doctor Robinsón le sonríe y le tiende la mano. Sus dos pies flotan a algunos centímetros del suelo. Hay un olor religioso, como de incienso, y toda la estancia está envuelta en una rara atmósfera de polvillo de plata.

Los labios del espectro se mueven y pronuncian dulcemente una sola palabra:

—¡Gracias!

Era la última visita del señor Catafalco.

Después, Basilio cayó en una honda letargia que duró hasta la llegada del comisario y de sus satélites que venían con cara de espanto. Habían encontrado muerto en la torrecilla de su hotel al doctor Victorio Sabatino.

* * *

Se abrió una información judicial y no se puso nada en claro. Los médicos forenses certificaron que el jorobado había muerto abrasado por una materia ardiente y desconocida. Fue un caso muy discutido; pero después de eruditas controversias tuvieron que confesar que no sabían nada.

Y enterraron el cuerpo del brujo. Ercole no dio ninguna luz. El sonámbulo, acometido por una extraña locura melancólica, fue encerrado en un manicomio.

Basilio obtuvo un triunfo. Todos los periódicos publicaron su simpática efigie. Relató sus aventuras detalladamente, pero ni un solo lector se enteró de tan mágicos acontecimientos. A pesar de no comprender, y tal vez por eso mismo, le elogiaron mucho. Fue una novela fantástica que interesó a la opinión extraordinariamente.

Ahora bien: ¿cómo murió el señor Catafalco? El velo se ha descorrido a medias…; pero es imposible penetrar en el fondo de los secretos de la magia. Tal vez fue un asesinato a distancia, por medio del muñeco de cera. Es una creencia de gran antigüedad que hoy parece inverosímil. Pero esto es muy fuerte para que lo traguen los espíritus fuertes de esta época. Lo más razonable es que el señor Ercole, sin conciencia de lo que hacía, magnetizado por el médico brujo, le esperó en una esquina y le segó la garganta. No sería éste el primer crimen de un hipnotizado.

El lector aceptará la explicación que esté más en consonancia con su fantasía.

El autor, claro está, no tiene la flaqueza de creer en las brujas…; pero os diré un secreto: al dar las doce, en las noches de sábado, levanta un poco la muselina de su ventana, con la esperanza de verlas pasar, amazonas en sus palos de escoba…

Y experimenta esa sensación de hielo que sentimos cuando el misterio nos roza con su ala…

FIN