UN SECUESTRO MISTERIOSO

ERA muy temprano cuando Basilio Beltrán fue a la Redacción a buscar a su camarada. Iba decidido a referirle detalladamente todos los episodios de la historia del señor Catafalco, que le pesaban en su ingenua imaginación hiperestésica como una mano de hierro. ¡Si no se aclaran pronto todos estos sucesos, Basilio teme por su razón!

El periodista le escuchó maravillado. De todos modos, comprendió bastante bien el alucinante y grotesco relato y creyó firmemente en la veracidad del narrador. El «Duende de la Corte» es un espíritu enamorado de lo misterioso y tiene una considerable erudición ocultista. Le encanta encontrar un caso tan estupendo, y confía en desentrañar las causas secretas.

—Ya verá usted; con el asesinato del doctor y el robo de la «Bella Medusa», vamos a tener un gran éxito de público. Lo del doctor Robinsón de Mantua será como un folletín que apasionará a los lectores. ¡La vida es la más hábil noveladora!

De repente se quedó pensativo.

—¡Qué extraña coincidencia! Creo recordar que me ha hablado usted de unos parientes del muerto que le parecían a usted sospechosos.

—Sí; dos buitres enlutados que me siguieron una noche al salir del café…

—Y que viven en la plaza del Alamillo…

—Ciertamente; pero no recuerdo haberle dado a usted ese detalle.

—¿Ha leído usted el último número de La Tarde?

—No.

—Pues hay otro suceso raro. Al leerlo le di gran importancia, y después de haberle oído su extraña historia del doctor, me fijo en una coincidencia de apellidos. Lo mejor es que lo lea usted mismo. Estamos ante una nueva complicación.

Basilio leyó con el mayor interés:

Un secuestro misterioso.

Lo que desde hace tiempo sucede en Madrid, es verdaderamente inexplicable. Hay robos, cuyos autores se desvanecen ante los propios ojos de sus víctimas; muertes a mano airada, sin que la Policía descubra a los asesinos, y, por último, un escandaloso e inconcebible secuestro, conjunto de cosas anormales que demuestran la existencia de unos audaces e inteligentes forajidos, y también que la Policía madrileña no sirve para nada.

Hace cuatro días se presentó en la Dirección de Seguridad un caballero llamado don Federico de Mantua, de cincuenta años, rentista, domiciliado en la plaza del Alamillo, a dar cuenta de la desaparición de un hermano suyo, en cuya compañía vive el denunciante. Ambos señores hacen una vida muy retirada; salen pocas veces, y siempre juntos, únicamente a asuntos relacionados con la administración de sus bienes o a ejercicios piadosos. De noche no tienen jamás costumbre de salir, y tienen escasas amistades.

Después de cenar suelen jugar una partida de tresillo, en compañía de su amigo el presbítero don Elías Mendoza. El hecho es que la noche del jueves último el señor Mendoza se despidió de sus amigos, como de ordinario, a las once en punto. Momentos después, el denunciante y el hermano desaparecido, que se llama don Carlos de Mantua, tras de una ligera refacción, se dieron las buenas noches, y cada uno se encaminó a sus habitaciones particulares.

Por la mañana, el criado que entraba a despertarle se encontró muy sorprendido con que don Carlos no estaba en el lecho, cuyas ropas en desorden indicaban que había dormido toda la noche, o al menos parte de la noche. Corrió a participárselo al hermano, a quien también extrañó extraordinariamente el hecho, por desconocer que don Carlos tuviera quehaceres tan de mañana, fue llamado el portero, que dijo que no le había visto salir, mejor dicho, que no había salido, porque desde que amaneció no había abandonado su chiribitil. Lo que les desconcertó más es que la llave de la puerta de la calle estaba en el sitio habitual. ¿Cómo, pues, ha salido don Carlos de Mantua sin ser visto del portero, y antes de abrir éste la puerta, sin haber utilizado la llave?

Registrado el armario ropero, se han hallado todos los trajes del desaparecido, excepto una capa alemana, que solía estar colgada de una percha. Asimismo se ha encontrado el traje de diario, el que se quitó la noche antes de desaparecer, y las botas en la mesa de noche. De modo que no es lógico suponer que voluntariamente pudiera salir en pijama, envuelto en la capa y sin nada en la cabeza. Además de que únicamente pudo haber salido por un balcón o teniendo el don de pasar a través de los muros o de hacerse invisible a los ojos del portero.

El señor Mantua ha desaparecido en su propia casa.

La Policía, como en los casos precedentes, se ha limitado a asombrarse, y después ha acordado que todo era infundio del denunciante. La Policía, cuando no comprende un suceso, lo niega sistemáticamente. De todos modos, las declaraciones de los testigos confirman la versión del señor Mantua, quien está apenadísimo por la suerte misteriosa de su hermano, e indignado con la indiferencia de las autoridades.

Ayer por la mañana volvió a comparecer para poner en manos de la justicia un documento de gran importancia, que demuestra la realidad de un secuestro tan audaz como incomprensible. Es el caso que ayer mañana fue despertado por su viejo servidor para entregarle un sobre que había traído el cartero. He aquí el contenido de la carta, escrita a máquina y sin firma ninguna:

La vida de tu hermano vale cien mil pesetas. Deposítalas en un sobre en la mesa del salón».

Han sido detenidos todos los criados de la casa. El juez supone que forzosamente tienen que estar complicados en este extraño asunto.

Se quedaron pensativos después de la lectura del suceso.

—¿Qué opina usted? —preguntó Basilio.

—Que el juez está equivocado. Se ha dejado despistar por las apariencias. El señor Mantua ha sido secuestrado en su propia casa, y los secuestradores exigen que se deposite el dinero encima de una mesa del salón. El juez piensa que en una casa donde no entran extraños, nadie más que los domésticos son los que pueden apoderarse de la suma del rescate. Esto es demasiado sencillo, y los forajidos, de ser los criados, habrían pensado que dejaban una huella indudable. Se trata de gente de fuera.

—Pero ¿cómo van a entrar a recoger el dinero en un sitio que estará sumamente vigilado? Se meterían ellos mismos en la ratonera.

—No sé cómo entrarán; pero esté usted seguro de que si dejan el dinero en el sitio indicado, desaparecerá sin que nadie sepa cómo…

—Entonces, ¿cree usted en la intervención de lo sobrenatural?

—Después de lo que me ha contado usted respecto al asesinato del doctor, ¿por qué no? Pero me inclino a creer que este asunto es de otra índole. Piden dinero, cosa que no les sirve de nada a los espíritus. Este misterio es parecido al misterio del robo de la calle de Luciente. El autor es perfectamente invisible, o, por lo menos, se evapora dentro de las habitaciones como el personaje de Wells.

—Me molesta esta nueva complicación, porque nos va a distraer de la persecución de nuestros jorobados misteriosos.

—Tal vez. Pero ¿por qué no han de estar estos sucesos íntimamente relacionados? Ahora vamos a trabajar. Usted se queda encargado de espiar a Sabatino, mientras yo visito la casa y hablo con el señor Mantua. Antes procuraremos entrar en la misteriosa mansión de la calle del Rollo, donde desapareció el jorobado del violín. Almorzaremos juntos, y después cada uno a su tarea. Y esta noche, como de costumbre, a las dos de la madrugada, nos reuniremos en el café del Rubí.