UN EXTRAÑO MEMORIALISTA
DESPUÉS de almorzar alegremente se encaminaron a la calle del Rollo.
—Probablemente no habrá ningún guardián, y la casa estará cerrada —dijo Basilio.
—No importa. Por alguna portera de la vecindad nos enteraremos, al menos, de quién es el dueño de la finca. Le hablaremos, y es fácil que nos permita visitar la casa. Estamos seguros de que allí se guareció el jorobado después de su serenata, que tenía todo el aspecto de una contraseña. Alguien le abrió la puerta, indudablemente. A pesar de que nos dijeron que la casa está desalquilada, y aunque esto sea cierto, dentro hay un escondrijo que nos interesa descubrir. Para eso hay que entrar.
Habían llegado frente a la casa deshabitada. Era una mansión maltratada por el tiempo; las desconchaduras, los chorreones descomponían la fachada, y una enredadera polvorienta y olvidada por los últimos vecinos trepaba por los balcones cerrados, sin cristales, con los postigos podridos por la humedad. El gran portón claveteado estaba cerrado asimismo.
Constaba de un solo piso, con dos balcones y un tragaluz redondo sobre la puerta. La fachada parecía un rostro grotesco de chata nariz, con una gran boca negra abierta en un bostezo, y tocado con una caperuza de payaso, que tal parecía el tejadillo picudo y verdinegro.
Una comadre se atusaba las greñas sentada en el escalón de una portería próxima. Los dos amigos le preguntaron si conocía al dueño de la casa desalquilada y si podía indicarles su dirección. La buena mujer les miró con estupor, y exclamó alzándose de hombros:
—¡Y yo qué sé!
—Podía usted tener alguna referencia. Esta casa tiene, sin duda, un dueño; usted, como vecina, acaso pueda haber oído su nombre…
—¡Y yo qué sé! —replicó, dejando caer un mechón sobre su nariz, de un delicado color de berenjena.
—¿Usted cree que algún vecino de esta casa tendrá algún indicio…?
—¿Algún vecino? ¿Y yo qué sé si algún vecino sabrá algo de ese infundio que dicen ustedes? —y la comadre se plantó ante ellos en jarras, con gesto de armarles una marimorena.
—Esta tía es un pedrusco —murmuró Basilio.
—No se enfade usted, señora; es que nosotros…
—Oigan ustedes —atajó la mujer—. ¿Por qué me quieren meter a mí en líos? ¿Por qué todo eso no se lo preguntan al portero de la casa?
—¡Ah!, ¿pero esa casa tiene portero?
—¡Pues es claro! Alzan el picaporte, y enseguida le encontrarán, metido en su cuchitril. Es memorialista.
—¡Acabáramos, buena mujer!
—Esta comadre tiene razón —dijo el periodista—. Nosotros habíamos prejuzgado que no había nadie en la casa, y eso ha sido la causa de esta escena de juguete cómico. Lo más natural hubiera sido… llamar a la puerta.
Así lo hicieron con el mohoso aldabón. Una vocecilla gritó desde dentro:
—Adelante.
Entraron en el zaguán. A la izquierda ascendía una escalera renegrida y estrechuca. Al fondo se veía un patizuelo, entre cuyos riscos crecía el verdín. A la derecha había una especie de caseta con un ventanillo. Pegadas sobre las tablas, varias orlas con primores caligráficos.
Por el hueco de la caseta se adelantaba un rostro de pajizo color, ojillos vivos y aviesos, bigotes caídos. Parecía abrigar un disimulado recelo ante la presencia de sus visitantes, que por su indumentaria no era presumible que fuesen a encargarle una misiva de amor u otro menester de su habilidad de pendolista.
—¿En qué puedo servirles, caballeros?
—Deseamos que nos enseñe usted la casa.
El memorialista se les quedó mirando de hito en hito.
—La finca está en estado ruinoso y ya no se alquila…
—Ya lo sabemos. No hemos pensado nunca en alquilarla…
—¿Entonces?
—Es un capricho. Si usted accede, se ganará una buena gratificación.
—¿Acaso nos toma usted por unos bromistas o por unos locos? No hay nada de eso. ¡Es un secreto, amigo mío!
El memorialista soltó una risita maligna y burlona.
—¡Hombre, con lo que a mí me gustan los secretos! A ver, cuenten ustedes…
—Pues verá usted: ésta es una casa del siglo XVI. Su primer dueño fue el señor don Álvaro de Monterrey, protonotario mayor de Castilla en tiempo del tercero de los Felipes, cuando en nuestra patria, según habrá leído usted en la Historia, no se ponía nunca el sol…
El periodista estaba asombrado oyendo a Basilio.
—¿Adónde diablos irá a parar?
—… No se ponía nunca el sol, ¿verdad? Pues ya de acuerdo sobre este bonito tópico de discurso académico, le diré que después pasaron los siglos…
—¡Notable descubrimiento! —arguyó con sorna el memorialista.
—No es mío —replica modestamente Basilio—. Ahora le diré que hemos llegado al último cuarto del siglo XIX.
—Magnífico salto.
—Con trampolín, mí querido memorialista. En este tiempo habitaba esta casa un tataranieto del señor Monterrey.
—¡Qué casualidad! Un linaje completo de notarios.
—¡Y no hay por qué asombrarse! Hay familias enteras de sastres y de farmacéuticos. ¡Misteriosos imperativos de las especies!
»Continúo: este notario tenía en su poder un testamento de un tío mío, en el que me dejaba heredero…
—¡Que sea enhorabuena!
Basilio lanzó un alarido:
—¡Desgraciadamente, aún no la puedo aceptar!
—Y ¿por qué?
—Escandalícese usted, amigo memorialista. Yo estaba lejos de España cuando falleció mi tío, y el notario se guardó el testamento… y el dinero. ¡Abominable conducta la de este funcionario!, ¿verdad?
—¡Abominable! —dijeron a dúo el reportero y el memorialista.
—Algunos años más tarde fue victima de un accidente ferroviario. ¿No ven ustedes en esta desgracia el dedo de Dios? Llamó a un confesor, le reveló su falta, y le dijo que el dinero y las alhajas, ¡un verdadero tesoro!, lo tenía guardado en un camarín secreto, abierto en un muro de su casa de la calle del Rollo. Después estiró la pata.
—¡Requiescat in pace! —murmuró el memorialista.
—¿Comprende ahora nuestro interés en visitar esta casa? Aquí hay un tesoro que me pertenece. Si usted nos enseña la casa, de momento le gratificaré con cincuenta pesetas, y si encontramos el tesoro, ¡ah!, entonces cuente usted con un espléndido regalo.
El memorialista, que había oído todo el relato folletinesco con un gesto de burla, se puso serio súbitamente ante el billete de Banco de un alegre color de cotorra.
—Me sorprende esto mucho. No es usted la primera persona que me habla de que aquí hay un tesoro escondido.
—¿Cómo? —exclamó Basilio, mientras pensaba: ¿Habré acertado por casualidad?
—Aún no hace quince días vino un señor con gafas azules que quería ver la casa. Y me habló de ese tesoro oculto. Ustedes verán la finca; voy a buscar la llave. Aunque me figuro que no van a encontrar nada.
Cerró la ventanuca, se oyó el ruido de un picaporte, y el memorialista salió al patio. Al verle nuestros amigos, ahogaron una exclamación de sorpresa. El memorialista era propietario de una enorme joroba doble, por detrás y por delante, como la del señor Polichinela, de la comedia italiana.
Basilio, muy nervioso, sin saber apenas lo que decía, exclamó:
—¡Es extraño! He aquí un jorobado al que yo no he convidado nunca a café.
El periodista murmuró por lo bajo:
—Fíjese usted en la sortija que lleva este hombre.
El memorialista lucía en su mano, larga y amarillenta, una sortija de oro, en la que había engarzada una de esas gemas extrañas que se llaman «ojo de gato».
—¿Se acuerda usted del pendiente que se encontró tirado en casa de la cupletista?
—¡Vaya si me acuerdo! Como que se lo regalé yo.
—¿Recuerda usted que era un «ojo de gato» rodeado de perlas? Pues no es muy aventurado decir que este hombre lleva en la mano la gema del otro pendiente.
Hubo un momento de pausa. El memorialista estaba visiblemente inquieto. Mientras buscaba las llaves observaba de reojo a los dos amigos.
—Estábamos diciendo que tiene usted una bonita sortija. Esas piedras son poco comunes.
—Sí, eso dicen. Me la ha regalado un amigo…
—¿Quién es ese amigo? ¿Es tal vez un jorobado que toca maravillosamente en su violín el «aria» de Bach?
El memorialista dio dos pasos atrás, y les miró con estupor. Sus manos tenían un ligero temblor, y estaba intensamente pálido.
—Yo no conozco a ningún violinista… Esta sortija me la trajo un amigo que estuvo en América…
El «Duende» se hizo cargo de que el jorobado estaba dominado por el miedo, que disimulaba torpemente.
—Perfectamente. Nosotros no dudamos de lo que usted dice. Pero ¿por qué nos niega usted que tiene un amigo músico, que viene a darle serenata por la noche? Le hemos visto nosotros entrar en esta casa.
—¿Y ustedes quién son para hacerme tantas preguntas? —exclamó con una voz chillona, fulgurantes de rabia sus ojillos aviesos.
Basilio replicó socarronamente:
—Ya lo sabe usted: unos herederos que vienen en busca de su tesoro.
—¡Ya me daba a mí mala espina el cuento del tesoro!
Intervino el «Duende de la Corte»:
—Quiénes somos nosotros, lo va usted a saber, para su mal, si no nos enseña pronto la casa con todos sus escondrijos.
—¿Son ustedes agentes de Policía? —y el hombrecillo temblaba hasta oírse el castañeteo de sus dientes.
—Eso lo sabrá usted después. Ahora, pronto, condúzcanos a la Torre de los Siete Jorobados.
Estas palabras fueron de un efecto fulminante. El memorialista tenía una expresión de estupor enorme. Se comprendía que le parecía milagroso, incomprensible, que aquellos desconocidos le hablasen de cosas que nadie podía saber. Estaba ante ellos confundido, lleno de un pánico supersticioso. Aún se atrevió a balbucir:
—Yo no sé dónde está esa Torre de que me hablan…
—¡Basta de fingimiento! Comprenda que estamos muy bien enterados, y para convencerle le diremos que su sortija haría buen juego con un pendiente de la «Bella Medusa»… Ya sabe usted, la del robo de la calle de Luciente, de cuyo suceso usted debe poseer más detalles que nosotros. Es graciosa la cara de sorpresa que pone usted, preguntándose quién serán estos dos demonios, estos zahoríes que conocen lo que usted y los otros seis compadres creían que era un secreto impenetrable. De modo que no perdamos tiempo: nosotros sabemos que aquí es donde está ese escondrijo de audaces y misteriosos desvalijadores: esa Torre endiablada de los Siete Jorobados.
—¿Conque ustedes están seguros de que aquí es donde está la Torre de los Siete Jorobados? —repitió el memorialista. En sus ojillos hubo un chispazo de malicia, y su semblante se tornó más tranquilo.
—Completamente —exclamó Basilio—. Si usted nos ayuda a descubrirla, aún puede esperar algo de nosotros…
El jorobado parecía titubear. Casi sollozando exclamó:
—¡Yo no soy culpable de nada! Si ustedes me salvan a mí, yo les revelaré el secreto camino de la Torre…
—¡Oh, hable usted inmediatamente!
—Les suplico que obren con cautela… Es una aventura muy peligrosa, que nos puede costar la vida a todos.
—Estamos prevenidos —y Basilio exhibió sus dos pistolas.
—Además, yo les exijo que me dejen huir libremente cuando les dé la clave para apoderarse del jefe de la secta. En cuanto caiga él, los otros están también perdidos. ¡Será un asunto muy escandaloso; hay personas muy importantes comprometidas!
—No perdamos el tiempo. Condúzcanos enseguida a ese tenebroso nidal de forajidos.
—¿Me prometen dejarme escapar si yo cumplo mi ofrecimiento?
—Se lo prometemos.
—Pues bien, vamos allá. Antes me permitirán que coja mi gorra, porque el camino es húmedo, y yo padezco grandes constipados de cabeza.
Basilio exclamó, encañonándole con sus pistolas y sacando una voz estentórea, insospechable en un joven tan dulce generalmente.
—¡Si intenta usted escapar, es usted difunto!
—Ya sé que estoy cogido, y me resigno con mi suerte —y penetró en su chiribitil.
—¡Hemos triunfado! —dijo Basilio, resplandeciente de júbilo—. Ya hemos descubierto la Torre de los Siete Jorobados.
El memorialista rebuscaba en un manojo de llaves. Desde donde estaban los dos amigos se veía perfectamente el interior de la caseta. Comprendiendo que era imposible la huida, Basilio dejó de apuntarle con sus pistolas. De repente, el periodista exclamó:
—¡Qué es lo que hace este hombre!
Basilio no vio nada; sólo oyó la puerta del chiribitil que se cerró con estrépito, y el ruido del pestillo al correrse. Violentamente se lanzaron sobre la puertecilla, que resistió a su empuje.
—¡Tratará de ganar tiempo, porque la huida es imposible!
—¡Hay que echar la puerta abajo inmediatamente!
Los dos amigos dieron un violento empujón a la puerta, que al desencajarse de sus goznes saltó en astillas, y se precipitaron dentro del chiribitil.
Se quedaron mudos de asombro. ¡El corcovado memorialista había desaparecido!
—¡Este bribón se ha burlado de nosotros!
—Pero ¿por dónde se ha podido marchar?
La caseta era un cuadrado de un metro y medio, sin más comunicación que el ventanillo. En el centro había una mesa llena de papeles y una percha en la pared de tablas.
—¿No nos encontraremos ante un fenómeno sobrenatural? —exclamó Basilio, agitando, nervioso, sus amuletos de marfil.
—¡Verdaderamente, parece que este hombre se ha evaporado! —dijo el «Duende de la Corte», no menos perplejo.
Al ruido que hicieron al tirar la puerta acudió la comadre que estaba en la puerta y otras varias vecindonas, que al oír el estrépito, y viendo a Basilio tan nervioso, con una pistola en cada mano, comenzaron a lanzar grandes alaridos.
—¡Que quieren matar al memorialista!
—¡Socorro! Que vaya una a llamar a la pareja.
—¡Asesinos! ¡Asesinos!
Los dos amigos, acosados por la jauría porteril, no sabían qué hacer.
—¡Yo la emprendería a tiros con esta bandada de brujas! —aulló Basilio, en el colmo de la indignación.
—Lo más razonable es que nos marchemos.
Y después, dando varios golpes con su bastón en una gran baldosa del suelo del zaquizamí:
—¿Oye usted cómo suena a hueco? Por aquí ha huido el memorialista. Esta es la entrada de la Torre de los Siete Jorobados.
—¿Usted cree que se ha filtrado a través de esta losa? —dijo Basilio en su afán de hallar siempre explicaciones maravillosas.
—¡No, hombre, no! Esta piedra tiene algún resorte, y al girar la baldosa debe abrirse una escalerilla. Este es el escondrijo, la torre fantástica.
—Pero ¿no le parece absurdo que una torre esté en un sótano? Confieso que no comprendo una palabra.
—Ya volveremos —dijo el periodista sonriendo—. Ahora, huyamos de las uñas de estas arpías… Y mañana, según hemos concertado, usted entra como pueda en casa de Sabatino, y yo iré a casa del secuestrado pariente del señor Catafalco. A esta casa vendremos por la noche, cuando estas brujas estén en su agujero.
El «Duende» encendió su pipa tranquilamente.