¡A fuego y sangre, vamos!
¡Al arma! ¡Guerra! ¡Guerra!
¡Corramos a matar moros!
¡A África, muchachos!
Hombre, había que reconocer que este fragmento estaba bien…
Si la primera parte de la obra fue vibrante, la segunda resultó mucho más ridícula. La falta de ensayo de los actores y la improvisación constante provocaron que la representación fuera un poco menos lucida de lo que se merecía. Pero como el tema que se estaba representando en el escenario era la expedición de los voluntarios, allí presentes, a nadie le importó que artísticamente no fuera de los mejores días de la historia del Liceo.
La partida, al día siguiente, también fue muy emotiva, mezclada con momentos muy aburridos. A mediodía todos los voluntarios presentes, todos excepto los dieciocho desaparecidos, formaron a la entrada de la Ciudadela, donde empezaron los discursos, las bendiciones de sacerdotes diversos encabezados por el obispo, la entrega de regalos, de banderas, de todo…
Seguramente alguien que lo viera desde fuera y no supiera qué ocurría no habría entendido que se estaba despidiendo a una unidad militar, porque entre el uniforme de campesino y la falta de armas, que recogerían en Andalucía, los voluntarios, con su evidente falta de instrucción y de disciplina, tenían más aspecto de ser jóvenes que iban de romería que soldados que se marchaban a la guerra.
La llegada hasta el muelle, que no estaba demasiado lejos de la Ciudadela, también fue caótica. Los cuatrocientos sesenta y seis miembros de la expedición salieron más o menos en orden, en fila de dos, pero en poco tiempo la gente se interpuso en el desfile, y los ciudadanos se mezclaron con los voluntarios sin orden ni concierto alguno.
Para ir hasta el vapor que los iba a llevar, el San Francisco de Borja, los voluntarios tuvieron que subir a unas barcazas grandes y, después, subir unas escaleras hasta el interior de la embarcación. Todo ello, y más teniendo en cuenta que en el mismo barco también se encajonaron cuatrocientos soldados más del Regimiento de Extremadura, duró prácticamente tres horas. Alrededor de las barcas que transportaban a los voluntarios, había otras barquitas más pequeñas, cargadas siempre de gente a punto de caerse al agua. Desde una de esas barcas, Gort recibió tres puros de manos de un joven bien vestido con cara de comer garbanzos todos los días. Otros recibían banderas, escapularios, longanizas y bolsas de tabaco de picadura, almendras garrapiñadas, de todo…
Sugrañes, cuando el vapor empezó a moverse, se subió a un bandín para dirigirse así, desde la popa, a todos aquellos que estaban en las decenas de barquitas que rodeaban el San Francisco de Borja.
—¡Adiós, Barcelona! ¡Adiós, barceloneses! —gritó.
Su mujer, aferrada a su hijo mayor, agitó desde una de las barcas el pañuelo que había usado para secarse las lágrimas.
—¡Victorianu, cuídate, cuídate mucho! —chilló, aunque Sugrañes no pudo oírla. Ya había tenido que despedirse de su marido muchas veces cuando se iba a la guerra, pero esta aventura la estaba digiriendo muy mal, mucho peor que nunca. Tenía la sensación, que solo había dicho a su confesor, de que jamás volvería a ver a su esposo.
A Bocanegra se le heló la sangre al ver los tres nombres en el papel oficial que tenía que entregar al teniente Moxó. De hecho, según como se mirara, había tenido cierta suerte al ser él el encargado de llevar el mensaje de Sugrañes a la Tercera Compañía. Cuando llegó a Algeciras, el batallón se encontró acumuladas un montón de órdenes y disposiciones varias que procedían tanto del cuartel general del ejército expedicionario como de Madrid, o más directamente, de Prim y del Estado Mayor del Segundo Cuerpo, donde tenían que integrarse los voluntarios. Sugrañes despachó con un vistazo rápido una de estas órdenes, de las más insignificantes.
—Boladeras —dijo a un soldado que le hacía de asistente—, busque a alguien deeee… la Tercera Compañía, por ejemplo, y dígale que venga.
—¡A sus órdenes, teniente coronel!
El primer soldado al que Boladeras encontró, embobado en el cuartel de la comandancia de Algeciras donde los habían alojado, fue a Bocanegra que, en realidad, estaba intentando esconderse del trabajo que estaba haciendo en aquel momento la mayoría de sus compañeros: aprender a limpiar las carabinas que les habían dado el día anterior. Bocanegra creía que ya sabía suficiente de armas y que, en medio de un combate, no era cuestión de perder el tiempo en una cosa tan inútil como limpiar el arma. Vista una, vistas todas, y él ya había visto escopetas y fusiles a montones. Además, si tan necesario era, ya se fijaría e improvisaría sobre la marcha, como siempre había hecho. Por eso se había sentado en el alféizar de una ventana interior de la comandancia, donde Boladeras lo encontró.
—¡Eh, Bocanegra! Tú eres de la Tercera, ¿verdad?
Bocanegra se lo pensó un momento antes de responder.
—¿Y qué, si lo soy?
—Mira, no te hagas el interesante. Sé que eres de la Tercera. Toma, anda, lleva este papel a tus oficiales por orden del teniente coronel.
—Ah, el comandante Sugrañes…
—Oye —dijo el soldado mientras le alargaba el papel—, ¿por qué los que sois de Reus y alrededores llamáis comandante al teniente coronel?
—Porque en Reus, comandante es lo más alto a lo que se puede llegar, más incluso que general… Calla y dame esto —suspiró, resignado, Bocanegra.
Boladeras, que era un poco memo, vivió toda su vida convencido de que en Reus tenían grados jerárquicos muy diferentes del resto del mundo.
Bocanegra, con el papel en la mano, empezó a andar hacia donde debían de estar, más o menos, los oficiales de la Tercera Compañía. No era demasiado aficionado a leer ningún tipo de papel oficial, más por pereza que por ninguna otra razón, pero aquella vez sus ojos se fijaron en los tres nombres que aparecían en la orden. Respiró hondo, se detuvo en una esquina y buscó más luz bajo una ventana para poder leer con más detenimiento aquel papel que tanto lo afectaba. Como leer no era su fuerte, iba deletreando las palabras en voz alta para comprender mejor lo que había escrito en castellano:
—A ver, a ver, qué coño quiere decir esto… «El teniente coronel don Victoriano… en atención a la falta de efectivus…» Efectivus? —repitió la palabra pronunciada en catalán—. ¿Qué significa efectivus?… «Place trasladar expediente de los sig… sigüentes… siguientes soldados al Batallón de Voluntarios de Cataluña… desde esta escolta asignada… sírvanse proveer uniforme… los soldados son Francisco Estop…» ¡Ay, Dios mío! «Agustín Sabatés…» Ay, ay, ay, ay… «Gerónimo Tarrés…» Joder, Virgen Santa, la madre que me parió, ay, ay, ay… ¿Y qué dice después? Esto debe de ser letra del comandante… «Háganles sitio en su compañía…» ¿En la Tercera? ¡Ay, ay, ay, que me encontraré de frente con ellos!
O sea, que aquellos tres cabrones no solo estaban en el ejército de África, sino que además tendría que compartir compañía con ellos. «Bocanegra, date por muerto.» No, no, tenía que haber una solución. Podía hablar con el comandante. ¡Claro, con el comandante, esta era la solución! El comandante impediría el traslado y lo salvaría…
Dio media vuelta y enfiló el pasillo hacia el despacho del comandante Sugrañes, pero poco a poco fue reduciendo el paso hasta detenerse del todo. ¿Qué le contaría al comandante? Su historia era lo bastante patética y oscura como para que Sugrañes decidiera que no valía la pena mover un solo dedo por él. Por muy buen corazón que tuviera, puede que la historia de un delator que, además, había participado en los crímenes odiosos de la Ronda, no conmoviera a aquel hombre recto. No, la clave para impedir el traslado era Gort. El comandante tenía que saber cómo estaban relacionados Gort y Tarrés, y eso conllevaría que prohibiera el traslado, seguro.
—O sea que estos tres, según tú, fueron los que mataron a Ramon Gort y esa era la razón de que estuvieran en el presidio en Ceuta… Pues no acabo de entenderlo, Bocanegra. ¿Qué coño hacen ahora formando parte de la escolta de Prim? ¿No será que te confundes de nombres?
Sugrañes no acababa de fiarse de la historia que acababa de contarle Bocanegra. Había muchas cosas que no encajaban, lo que no era extraño porque ya sabía lo mal que se explicaba aquel hombre, pero de todos modos, había demasiados agujeros negros en la historia que acababa de conocer.
—Le aseguro que es así, comandante. La única forma de evitar que Gort y estos tres se peleen a muerte dentro del batallón es impidiendo que vengan con nosotros. Hágame caso…
—A ver, Bocanegra, hay algunas cosas que no entiendo… Para empezar, ¿cómo sabes tú todo esto? ¿De qué conoces a estos individuos? Y otra cosa: ¿cuántos años tenía Joan cuando mataron a Ramon Gort, trece o catorce? Desde entonces ha cambiado mucho, y encima seguro que la nariz rota le ha cambiado la fisonomía… Si estos tres fueran los asesinos, seguro que jamás lo reconocerían… ¡Habla, va, no te quedes callado!
—¿Qué quiere que le diga, comandante?
—¡Lo que acabo de preguntarte, coño!
—¿Qué me ha preguntado exactamente, don Victorianu?
Sugrañes no sabía si Bocanegra era imbécil o solo fingía serlo. En cualquier caso, aquel asunto se tenía que aclarar, no se podía obviar. Ordenó a Boladeras que fuera a buscar a Gort para ver si podía sacar algo en claro de aquella historia.
A Gort no le hizo ninguna gracia encontrarse a Bocanegra en el despacho de Sugrañes. Desde el incidente de la horchatería, lo había evitado, y Bocanegra tampoco había hecho demasiado para coincidir con él.
—¡Te ha costado llegar! ¿Acaso no sabes que cuando te llama tu teniente coronel, tienes que presentarte inmediatamente? —soltó Sugrañes desde detrás del escritorio.
¡Caramba, qué forma de empezar! Sugrañes estaba cabreado de verdad, no solo por el tono, sino por el hecho de recordarle su cargo oficial de teniente coronel y no de comandante, como le gustaba más que lo llamaran. Gort decidió entonces comportarse como el cabo que era y no como el ahijado del comandante. Se cuadró y saludó militarmente, algo que prácticamente nunca hacía.
—Lo siento, señor. ¡A sus órdenes, señor!
—¡A mí no me vengas con gilipolleces de «señor» y «a sus órdenes, señor»! Te he mandado llamar porque quiero que me aclares algo que me ha explicado Bocanegra. ¿Tú conoces a estos tres? Bocanegra, pásale la orden…
Bocanegra, sin atreverse a mirarlo a los ojos, entregó a Gort la orden que había llegado del Estado Mayor del general Prim. Gort tomó el papel y localizó los tres nombres: Estop, Sabatés y, sobre todo, Tarrés.
—Sí, sí que los conozco… Estos tres son los que mataron a mi padre y que me destrozaron la nariz la noche de San Juan hace nueve años.
—¡Joder, Virgen Santísima! —Sugrañes mezcló sin problemas una palabrota con una jaculatoria, señal de la sorpresa que le había causado el asunto—. Y, a ver, ¿cómo sabes tú que son ellos los que hicieron esa barbaridad?
—Porque uno de ellos, Tarrés, era el jefe de la policía cuando mataron a aquel político al que acompañábamos mi padre y yo aquella noche de San Juan en Barcelona. Estos tres tendieron una trampa al político y, por mala suerte, nosotros estábamos en medio y nos tocó pagar también el pato. Después, los llevaron a la cárcel, en Ceuta, y han terminado en el Ejército, como todos nosotros.
—¡Tú ya sabías todo esto y no me habías dicho nada, cabrón! ¡O sea que debo entender que no estás en los voluntarios por lealtad a mí, como creía, sino por tus ganas mezquinas e idiotas de vengarte!
Gort se dio cuenta de que Sugrañes estaba dolido y de que la revelación había minado la confianza que siempre se habían tenido. Pero lo que decía el comandante no era del todo cierto.
—No, comandante, no se equivoque —dijo entonces Gort—. Estoy aquí porque quiero estar con usted y cumpliré todo lo que usted me ordene, seguro… Pero, después, cuando haya terminado mis obligaciones, iré a buscar a estos cabrones.
Sugrañes se levantó de la silla y, por su aspecto, parecía estar a punto de estallar. Pero no, y quizá fuera eso lo que más impresionó a Gort. Tras un silencio, habló en voz baja pero firme:
—Gort, lo que te diré ahora es una orden doble, porque te la doy en la doble condición de ser tu superior y tu padrino: mientras estés bajo mi disciplina, tienes totalmente prohibido tocar un solo pelo a estos tres soldados. Si Prim me los envía, yo los admitiré porque tengo que obedecer la orden de un superior, como tienes que hacer tú y como tiene que hacer todo el mundo en el batallón. Ah, y jamás permitiré que un soldado bajo mis órdenes tenga que sufrir por culpa de otro. Cuando estéis licenciados, haced lo que queráis, pero si organizas una de las tuyas aquí dentro, no tendré la menor piedad, aunque lo lamente toda la vida, ¿entendido? Y ahora vete y ve con cuidado…
Pocas veces Sugrañes había hablado tan en serio como entonces. Gort, que lo conocía bien, sabía que el comandante no se echaría atrás y que sería capaz de ordenar fusilarlo si se cargaba a alguno de los tres expolicías mientras estuvieran en el batallón. Se marchó de la habitación con un cabreo de campeonato a la vez que con cierta alegría: ¡había localizado a aquellos tres hijos de puta y seguro que ya no se le escaparían!
Bocanegra había estado todo el rato callado, intentando integrarse en las sombras de la pared para pasar inadvertido. Pero la conversación no había ido por donde él esperaba y ahora parecía estar claro que tendría que estar en la misma compañía que los tres expolicías. Eso era tan grave que tenía que intentar algo antes de rendirse.
—Señor… Señor… —intervino, tímidamente.
—Ah, todavía estás aquí, Bocanegra… También puedes irte, no era necesario que pidieras permiso —dijo Sugrañes, que hablaba con mucha suavidad después de su encontronazo con Gort.
—Pienso, bueno, es un decir, ¿eh? Pero pienso que estos tres hombres no pueden estar con nosotros porque habrá problemas. Bueno, eso pienso…
—No te falta razón, Bocanegra, pero no puedo ni quiero echarme atrás. Gort tiene que aprender que hay un momento para cada cosa, y ahora es el momento de obedecer.
—No, no, si yo ya lo entiendo, ya. Pero, mire, yo conozco a estos individuos, y cuando digo que los conozco, quiero decir que los conozco y que ellos me conocen… —Bocanegra sabía que estaba tocando el punto delicado y que tenía que ir con pies de plomo—. Quiero decir que saben quién soy, del mismo modo que yo sé quiénes son ellos, ¿me explico? O sea que tal vez fuera necesario que yo…
Para desgracia de Bocanegra, Sugrañes lo entendió muy mal.
—¡Bocanegra, qué buena idea! ¿Quién lo habría dicho de ti? Lo haremos tal como dices: tú los vigilarás de cerca, es más, haremos que también los vigile un oficial, Moxó, por ejemplo, que es de confianza… —Sugrañes se estaba embalando y andaba nervioso por la habitación—. Pero para que vaya totalmente bien les advertiremos, les meteremos el miedo en el cuerpo. No, se lo meterá directamente Moxó, y así todavía quedaré yo por encima si es preciso hacer algo más gordo… Sí, así evitaré que Gort se busque problemas y los tendremos controlados, a punto para después de la guerra. ¡Perfecto, sí, perfecto!
Bocanegra no supo apreciar la perfección del plan ya que lo único que entendió era que no tendría más remedio que compartir el espacio con Tarrés, Sabatés y Estop. Pero como era un hombre práctico, pensó que, como mínimo, estaría protegido por un oficial y que difícilmente aquellos tres individuos se atreverían a tocarle un pelo. Esperaba… En cualquier caso, habría que animar a Moxó para que estuviera muy pendiente de los tres expolicías. Sí, había que animarlo porque a él, Feliu Brut, Bocanegra, le iba la vida en el hecho de que el pánfilo de Moxó acojonara a los tres hombres rudos. Y no parecía fácil.
Tarrés, Estop y Sabatés vieron cómo el vapor Piles se acercaba lo máximo posible a la playa de Tetuán para facilitar que las barcazas empezaran a desembarcar a los soldados de los Voluntarios de Cataluña. Aquellos serían sus nuevos compañeros, y los tres tenían cierta curiosidad por saber cómo serían y cómo los recibirían. De hecho, ser los únicos tres presidiarios de aquel grupo de voluntarios representaría algo para bien o para mal. Cuando el teniente coronel Fort, el principal ayudante de Prim, les comunicó que quedarían adscritos al batallón catalán, los tres expolicías no supieron si respirar fuerte de alivio o de enojo. Desde la batalla de los Castillejos habían quedado adscritos a la escolta del general Prim, comandada por Fort. Tres cuartas partes de los miembros de la anterior escolta del general habían resultado heridos o muertos en los enfrentamientos en que Prim se había visto envuelto, lo cual no era demasiado tranquilizador. Los tres habían llegado a la conclusión de que Prim había nacido de pie, pero los que lo acompañaban, no. Ya podían disparar a Prim todos los moros del mundo, que a él no le daban. Ahora bien, las balas iban a parar a algún sitio, y este sitio solía ser el cuerpo de quienes estaban cerca del general. Sin duda, estar en la escolta del reusense era un mal negocio.
Pero, por otra parte, si querían conseguir el indulto al final de la guerra, y la guerra no podía durar demasiado ahora que ya estaban a las puertas de Tetuán, tenían que destacar ante los oficiales y, excepto el general O’Donnell, ante quien mejor podían destacar, sin duda, era Prim. Habían pasado un mes junto a él y, por suerte para ellos, en la mayoría de los combates les había tocado recibir a otros generales. Suerte para ellos y cabreo de Prim, que cuando los combates se alejaban de él, entendía que la suerte lo eludía.
Además, con el teniente coronel Fort de comandante, Tarrés, Estop y Sabatés habían tenido que trabajar de lo lindo. Fort era de aquellos oficiales que siempre sabía qué tenía que hacer cada soldado y parecía tener el don de la ubicuidad, porque siempre te lo topabas de bruces cuando intentabas eludir el trabajo. Aunque el teniente coronel no lo dijo en ningún momento, porque era muy estricto y reservado, daba la impresión de que no acababa de fiarse de los tres presidiarios reconvertidos.
Tarrés jamás llegó a saber por qué un día, cuando ya hacía un par de semanas que estaban acampados pasando un frío de mil demonios en la playa de Tetuán, el teniente coronel Fort los llamó para comunicarles que el general había decidido destinarlos a los Voluntarios de Cataluña, que estaban a punto de llegar al campamento.
—Yo creo que nos ha echado porque debe de pensar que desde que hemos llegado a su escolta, no hay forma de que él entre en combate. ¡A lo mejor le traemos mala suerte! —soltó Estop, riendo mientras se frotaba las manos para entrar en calor. Y eso que el ejército expedicionario sí que había tenido que pelearse a menudo con los marroquíes. Para llegar a la playa de Tetuán, donde estaban, habían tenido que combatir no solo contra el enemigo, sino también contra el tiempo, frío y lluvioso, muy desagradable. Pero no contra el cólera, como en las últimas semanas. Ya fuera porque los microbios del cólera no aguantaban las bajas temperaturas o porque los soldados ya se habían acostumbrado a ellos, lo cierto es que la enfermedad que tanto daño había hecho parecía remitir.
Mientras el Piles anclaba, Tarrés dio media vuelta y se dirigió hacia el campamento situado al final del arenal de la playa. El campamento, como tal, no tenía gran interés, pero en cambio todas las tiendas de campaña que habían instalado los comerciantes que habían ido siguiendo al ejército desde Ceuta sí que resultaban atractivas para los soldados acampados. Hacía tres días que, prácticamente, no se servía nada de comer porque el mal tiempo había impedido el suministro por mar y, por tierra, el camino era tan infernal que no invitaba a recorrerlo. No había comida para los soldados y muy poca para los oficiales, pero en las tiendas de los comerciantes todavía era posible comer algo por un precio desorbitado. Pero Tarrés estaba seguro de que donde iba no habría ningún problema de suministro. Se acercó hasta la entrada de una tienda algo más grande que las demás, donde hacía guardia un paisano armado.
Se dirigió al guardia, que, por lo que él sabía, era francés.
—¡Tú, chico, avisa a tu jefe! Le monsieur, allez, allez!
El guardia, un tipo calvo con cara de saber pelear, se lo miró de pies a cabeza y asomó la cabeza al interior de la tienda.
—Monsieur le comte… C’est le soldat d’hier, l’homme qui vous parlait du cadeau… D’accord.
Tarrés no había oído la respuesta, pero el guardia se volvió hacia él y le abrió la cortina que cerraba la entrada de la tienda. Dentro, sentado en el suelo sobre unas mantas, había un húsar joven que llevaba bigote y perilla a la moda francesa. Toda la tienda, que estaba muy oscura, estaba cubierta del humo que salía de una cachimba. Por el olor del humo, Tarrés notó que había alguna hierba aromática mezclada con el tabaco, tal vez aquella que llamaban grifa y que a él no le gustaba porque le daba sueño y él siempre, siempre, quería estar alerta.
—Ah, oui… Le garde du general Prim… ¿Qué quieres tú? Tu l’a? ¿Tú me traes lo que tú me dices ayer?
—Sí, señor conde. Tomadas a un cabileño que maté hace unos días cerca del fuerte de la Estrella y conservadas en sal. Si se las lleva a Francia, podrá conservarlas toda la vida, no se preocupe.
El joven era el conde de Eu, nieto del antiguo rey de Francia Luis Felipe de Orleans, que había tenido que largarse con toda la familia a Inglaterra cuando los franceses echaron a lo que quedaba de los Borbones. Ahora había ido a fanfarronear un poco al lado de su pariente Isabel II para lucir historial militar. Pero el joven, que era bien parecido, tenía un punto rarito, que Tarrés, que lo veía rondando por el campamento desde hacía días, había detectado enseguida. Aquella mirada, aquella forma de relamerse, aquellas sonrisas torcidas… Cuando controlaba las chocolateras, había tenido un cliente especial que le recordaba mucho al conde de Eu, un individuo que solo disfrutaba torturando a las chicas que contrataba. El joven de Eu iba claramente de este palo o de uno parecido. Hacía poco había podido acercarse finalmente al conde y le había hablado de un tesoro que había conseguido. En realidad, el tesoro lo había conseguido Sabatés, pero daba igual.
—Y voilà, como dicen los franceses… —Tarrés sacó de la mochila un fardo y lo desenvolvió a la altura de los ojos del conde. Del fardo salieron una mano cortada, una nariz y dos orejas conservadas en sal. Parecía que tanto la mano como las orejas se conservarían, pero la nariz había entrado claramente en estado de putrefacción.
El conde de Eu acercó una lámpara de aceite para ver mejor los trofeos, sin atreverse aún a tocarlos.
—¿Seguro que son de un marocain? No español, ¿no? ¿Seguro?
—Seguro, seguro, lo corté yo mismo. Era un soldado de Marruecos.
—Dommage… ¿Y cuánto pides? No nez, no, mala… Solo mano y orejas. D’accord?
Cuando salió de la tienda minutos después, Tarrés llevaba seis monedas de oro de no sabía qué país y mucho menos peso en la mochila. Tras alejarse un poco de la tienda, tiró disimuladamente la nariz cortada y siguió hasta la playa, donde lo esperaban Sabatés y Estop.
—¿Qué? ¿Cómo ha ido? ¿Se lo ha quedado? —preguntó, inquieto, Estop, que siempre era el que tenía más hambre.
—Sí, le he sacado un par de monedas de oro. Para comer, ya llegarán, ya…
—¿Solo dos? Me parece poco. —Sabatés lo dijo enfadado, con dolor de tripa de no comer.
—Como vuelvas a dudar de mí, te mataré, que te quede claro —aseguró Tarrés de forma inexpresiva, sin ponerle pasión.
Sabatés ya no dijo nada más. Simplemente empezó a seguir a Estop, que ya se dirigía hacia la tienda de uno de los tenderos de Ceuta, de la que salía un aroma a guiso que hacía salivar a cualquiera que lo oliera.
Gort bajó procurando mojarse lo mínimo posible con el agua fría y gris que amenazaba con engullirse las lanchas que recorrían el trayecto entre el Piles y la playa de Tetuán. No lo logró y no tuvo más remedio que meter los pies hasta la mitad de la pierna en el agua. Como habían hecho la mayoría de los voluntarios, se había atado las alpargatas al cuello para evitar que se mojaran. La alpargata era un zapato magnífico, cómodo y resistente a todo, excepto al agua. Cuando una alpargata se mojaba mucho rara vez podía salvarse: se hinchaba y se pudría en poco tiempo.
Las barcazas iban trasladando a los voluntarios de compañía en compañía. Por eso él llegó de los primeros, junto con los demás compañeros de la Primera. Habían empezado a congregarse soldados ociosos para entretenerse un poco viendo la llegada de los catalanes.
Eran las cuatro de la tarde y hacía un frío que pelaba. El cielo estaba muy gris y encapotado, y por todas partes se veía el suelo muy mojado. En la arena, daba igual, pero más adelante, cuando terminaba el arenal, se veía que la tierra era incapaz de absorber los litros de agua que habían caído los últimos días.
Donde Gort esperaba no se veía gran cosa. Un río no muy grande desembocaba allí mismo, y la boca del río era lo bastante ancha como para que cupiera alguna embarcación como las cañoneras que habían acompañado al Piles. Justo en la desembocadura había una pequeña torre de cinco o seis metros de altura, sin puerta, de donde salían unos cañones bastante oxidados. La torre era relativamente antigua, pero a partir de su estructura nacía un terraplén claramente construido los últimos días que servía de fortificación y que, después de formar un ángulo, acababa unos ochocientos metros más allá en una especie de baluarte, también de nueva construcción. Gort pensó que seguro que todo aquel esfuerzo sería inútil porque, que él supiera, los moros no tenían barcos de guerra y, por lo tanto, de poco serviría fortificarse tanto de cara al mar. Aunque no era demasiado imponente, la fortificación le impedía ver mucho más allá. Solo se percibían humos y ruido que salían de detrás de la tierra apilada, donde tenían que estar los treinta mil hombres que, según decían, había en aquel momento en el campamento. La nariz, como le pasaba de vez en cuando, empezó a dolerle. Pensó que aquel dolor era señal de que estaba cerca de quienes se la habían roto. Se fijó en los soldados que observaban la llegada de los voluntarios, pero fue incapaz de reconocer a nadie.
Las lanchas con los voluntarios seguían llegando. En una de ellas llegaron también Sugrañes y los principales oficiales, que se pusieron a dar órdenes en cuanto tocaron la arena para formar a los voluntarios que poco a poco iban desembarcando. Desde la conversación que habían tenido en Algeciras, por llamarla de alguna forma, no habían vuelto a hablar ni a cruzarse las miradas. A Gort le sabía mal porque, aunque jamás lo diría, quería al comandante y sabía que el sentimiento era mutuo.
También se situó en la fila, entre los miembros de la Primera Compañía. Allí, delante de todo, pudo ver cómo la playa, en un periquete, se llenaba de soldados de todo tipo, al mismo tiempo que llegaba en formación una banda de música que no tocaba nada. Sugrañes esperó a que llegaran todos los voluntarios para formarlos al pie de la fortificación que cerraba el río. Señaló con el dedo a unos cuantos oficiales para que lo acompañaran en aquel momento. A Gort le extrañó que uno de los designados, suponía que para ir a ver a Prim y O’Donnell, fuera el teniente Moxó, a quien habitualmente Sugrañes jamás tenía en cuenta.
En pocos minutos fueron millares los soldados que se congregaron en la playa para ver el recibimiento a los voluntarios catalanes. También llegaron, a pie, los generales españoles, con O’Donnell al frente, pero a su lado Prim, Ros, Ríos y los demás. Los que pertenecían al partido del Gobierno, la Unión Liberal, se distinguían de los demás porque llevaban los bigotes de punta fina y un poco levantada. Los generales saludaron al comandante Sugrañes y pasaron revista a los voluntarios. Los chicos, un poco acojonados, se alisaban la ropa y trataban de disimular las marcas que habían dejado en los pantalones y en la chaqueta los roces del barco y el agua de mar que habían tenido que pisar. O’Donnell era quien pasaba revista, y Gort pudo verlo de muy cerca. Era un tipo alto, desgarbado y un poco cargado de espaldas que saludaba a los soldados con frases sin demasiado sentido y difíciles de entender. No era extraño que Prim destacara, si tenía un jefe tan pánfilo.
La revista dirigida por el general O’Donnell estaba siendo tan aburrida que, finalmente, se medio retiró con las manos juntas a la espalda. Con un gesto con la cabeza indicó a Prim que era su momento. Aquellos eran sus voluntarios, aquellos hombres estaban allí porque a él, Joan Prim, se le había antojado que estuvieran. Enardecido, Prim se puso de pie sobre los estribos del caballo y se situó cerca de los voluntarios formados. Llevaba tanto empuje que le salió un discurso muy potente, que hasta algunos soldados que estaban por ahí se apuntaron para poder reproducirlo después.
—¡Catalanes, bienvenidos al valiente ejército de África, que los recibe y acoge como a camaradas! —Prim arrancó fuerte, con ganas de hacerse oír. Gort miró a O’Donnell y a los demás generales y vio que ponían cara de no entender gran cosa, lo que era normal, porque Prim había empezado el discurso en catalán y no parecía que fuera a cambiar de lengua en ningún momento—. Todos ustedes sienten la necesidad de mantener ilesa la honra de la tierra donde nacieron; y si uno solo de ustedes, el día del combate, que será mañana, y yo les felicito por la providencial oportunidad en la que han llegado…
¿Cómo, mañana? ¿Oportunidad? Gort pensó que realmente Prim tenía mucha prisa. Pronto oscurecería y por lo que sabía, los combates solían librarse al amanecer. Eso quería decir que en ocho o diez horas entrarían todos en acción. Se dio cuenta de que tenía ganas de ir a la batalla, lo que no le sorprendió mucho. Si no podía dedicarse, por ahora, a matar a sus verdaderos enemigos, se dedicaría a matar a los miembros del ejército marroquí. No tenía nada de miedo, al contrario, estaba convencido de que no solo no se echaría atrás en el momento del combate, sino que más bien serían los demás los que tendrían que retroceder.
Prim proseguía su discurso, aunque Gort se había distraído. Recorrió con la mirada los soldados espectadores para intentar descubrir a Tarrés y compañía, pero no fue capaz de reconocerlos.
—¡Soldados! —El grito de Prim volvió a llamar la atención de Gort—. Cataluña, que les ha despedido con un gran entusiasmo, sus madres, sus hermanos, sus amigos, todos los contemplan con orgullo. ¡No defrauden sus esperanzas, que son las mías! Siguiendo el camino de la gloria de sus antepasados al regresar a sus lugares, los catalanes los recibirán con aplausos y donde vean a uno de ustedes dirán por uno y otro lado: «¡He aquí a un valiente catalán!» Soldados, ¡viva la Reina!
Automáticamente, los cuatrocientos sesenta y seis hombres gritaron: «¡Viva!», con más pasión por lo que Prim acababa de decir que por la señora monarca, quien, francamente, quedaba muy lejos de sus pensamientos.
Sugrañes también estaba eufórico. Lo cierto es que el batallón lucía espléndido. Desfilaba con poca coordinación, lo que había provocado algunos comentarios sarcásticos del general O’Donnell, pero el aspecto de los hombres era magnífico. El vestuario les quedaba la mar de bien y como, en parte, había sido idea suya, el comandante se sentía especialmente orgulloso. Puede que fuera este orgullo lo que lo llevó, en cuanto terminó la arenga del general Prim, a hacer en público, y en voz muy alta para que todo el mundo lo oyera, una petición valiente pero insólita:
—¡Generales! ¡Señores! Nosotros, el Batallón de los Voluntarios de Cataluña, somos los últimos que hemos llegado para compartir sus gestas. Sabemos la lucha titánica que han emprendido y que mañana quieren asaltar la ciudad enemiga, allí delante —dijo, dramáticamente, alargando el brazo hacia Tetuán—. Pero si bien hemos sido los últimos en llegar, queremos ser los primeros en luchar. ¡Generales! ¡Les pedimos el honor de encabezar el ataque de mañana, de ir delante de todos!
Los soldados presentes aclamaron la petición de Sugrañes. Solo una parte de los voluntarios, entre ellos Gort, permaneció en silencio porque era muy consciente de lo que implicaba. Había tanto ruido que nadie oyó bien qué respondían exactamente O’Donnell y Prim, pero quedó claro que aceptaban la petición: al día siguiente, los voluntarios tendrían un bautismo de fuego de primer orden.
Tras las aclamaciones, se produjo una especie de anticlímax. Los voluntarios notaron el cansancio del viaje y se apagaron. Por suerte, la rutina militar empezó a surtir su efecto. Los capitanes de cada compañía, acompañados de sus tenientes, convocaron a sus hombres para darles las órdenes. Gort, en su condición de cabo, ayudó a alinear a sus compañeros, pero se fijó en que Sugrañes, acompañado de Moxó, hablaba con Prim y con algunos altos oficiales, probablemente de su Estado Mayor. Un momento después, un teniente de los de Prim se fue con Moxó al interior del campamento.
«¿Qué coño pasará?», pensó Gort antes de que el teniente Ferrer Carriol lo amonestara.
A Moxó no le hacía gracia el encargo que le había caído encima. Sugrañes le había advertido muy seriamente sobre los tres hombres que ahora iba a recoger para integrarlos en la Tercera Compañía, pero el teniente sospechaba que su comandante no se lo había contado todo. Tres matones de Barcelona que habían cometido unos asesinatos y que por eso habían ido a parar a la cárcel. Y ahora, por los azares de la guerra, iban a acabar bajo sus órdenes. Eso era todo. Bueno, casi todo, porque Sugrañes había dedicado más tiempo a insistir en que le responsabilizaba personalmente de que los tres nuevos voluntarios (Moxó pensó que quizá después de aquella incorporación forzada habría que cambiar el concepto de voluntariado) no crearan problemas y, muy especialmente, con sus propios compañeros de batallón. ¡Qué mala suerte! Lo cierto es que uno de los nombres, el tal Tarrés, le sonaba mucho, aunque no acababa de venirle a la memoria con qué relacionaba aquel apellido. Moxó no sabía cómo podría frenar a aquellos hombres. Bocanegra no paraba de recordarle que se tenía que mostrar fuerte y seguro ante los recién llegados porque era un oficial del Batallón de Voluntarios de Cataluña, y eso quería decir algo, ¿no? Por su experiencia, de él se pitorreaba cualquiera con un poco de malicia. Era muy consciente del carácter débil que arrastraba ya de niño y que lo había conducido a una larga lista de humillaciones de todo tipo. La condición aristocrática de su familia lo había llevado a formar parte del Ejército, pero las influencias militares solo le habían permitido obtener el triste cargo de oficial de escribanía de los Juzgados Militares, un cargo que era una humillación en sí mismo. Cuando había surgido la oportunidad de formar parte de los Voluntarios de Cataluña se había volcado en ello. Había ido a Reus sin dudarlo, en un gesto de arrojo que lo sorprendió a él mismo. Y al regresar a Barcelona, no había ido a dormir a la casa familiar, donde todavía vivía su madre con tres criadas y donde prácticamente se pasaban todo el día tres tías más que le hacían la vida imposible. Por todos estos gestos de rebeldía, tan mínimos, Moxó estaba satisfecho de sí mismo y tenía mucha más autoestima de la que había tenido en toda su vida. Por eso, a pesar de la dificultad del encargo y del miedo que le daba tener que bregar con aquellos tres matones, había decidido que tenía que mostrarse decidido y valiente desde el principio. Y, aunque temía acobardarse como solía ocurrirle, tenía claro lo que tenía que hacer delante de aquellos tres presidiarios para sentirse bien consigo mismo.
Lo acompañaba un teniente del Estado Mayor que le presentaría a los hombres. El teniente lo condujo hasta una tienda y lo dejó en la puerta, donde había un sargento. Los tres hombres estaban dentro, y cuando el sargento quiso entrar para buscarlos, lo detuvo con el brazo. Prefería entrar él y encararse con ellos desde el principio. Obviamente, fue un error, el primero de los diversos que Moxó cometería delante de los tres expolicías. Aunque ya estaba oscureciendo y el día tampoco había estado demasiado despejado, el contraste de luz entre el exterior y el interior de la tienda lo dejó ciego unos instantes. La tienda no era muy alta, y tocaba y empujaba la tela del techo con la cabeza. Mientras se iba acostumbrando a la poca luz percibió movimiento. Los tres hombres estaban delante de él, sentados en el suelo o en alguna mochila. Apestaba a humanidad, y a él, que siempre tenía el estómago delicado, se le revolvieron las tripas. Decidió empezar a aplicarse desde el primer momento:
—¡Soldados, cuádrense!
Había uno enorme que parecía mirárselo riendo. Otro más canijo, con cara de rata, que no se movió nada, y un tercero, el que tenía el aspecto más duro, que alzó la vista y, sin levantarse, le dijo:
—Teniente, si nos cuadramos, derribaremos la tienda. ¿Me permite sugerirle que salgamos para pasar revista, señor?
El tono comedido pero firme del soldado desconcertó a Moxó, que dijo que sí sin demasiada convicción y salió de la tienda. Los tres hombres salieron tras él y se quedaron más o menos firmes ante el teniente.
—A ver, pasemos lista… ¿Francisco Estop? —El más grandote avanzó un paso—. Muy bien. ¿Agustín Sabatés? —El de la cara de rata se tocó la gorra con un dedo—. De acuerdo. ¿Gerónimo Tarrés…?
—Puede llamarme Jeroni, excelencia.
En primera instancia, Moxó se sintió halagado por el trato desmesurado de excelencia, pero inmediatamente se dio cuenta de que lo que quería Tarrés era metérselo en el bolsillo, y él tenía órdenes directas de Sugrañes de no permitírselo. De modo que tomó fuerzas y les soltó el discurso que se había ido preparando desde que había recibido aquel encargo.
—¡Soldados del Batallón de Voluntarios de Cataluña! Han sido adscritos a la Tercera Compañía del batallón. Yo soy el teniente Marià Moxó y tengo el encargo directo del teniente coronel don Victorianu Sugrañes de vigilarlos a los tres. Sabemos quiénes son, lo sabemos todo, y no lo tendrán fácil con nosotros, y especialmente conmigo. Les aviso que yo personalmente haré todo lo posible para que las pasen putas. Por mí, si salen vivos de esta, cosa que dudo, haré que les envíen de nuevo derechos a la cárcel, de donde no tenían que haber salido. —Moxó se estaba embalando, el discurso le estaba saliendo mucho más duro de lo que tenía pensado, pero se estaba gustando a sí mismo—. Poca broma conmigo y con los demás voluntarios. Tienen la suerte de que Sugrañes solo me ha confiado a mí su vigilancia, o sea que ninguno de sus compañeros sabe hasta qué punto son unos cabrones y unos hijos de puta. Si me tienen contento, si no se pasan ni un milímetro de la raya que yo les marcaré, sobrevivirán. Si no, acabarán muy mal.
Tarrés detectó enseguida el error de Moxó. El teniente había reconocido que solo él y el teniente coronel estaban enterados en profundidad del pasado de los tres. Además, ¿qué significaba que lo sabían todo? ¿Que eran expolicías, que habían sido condenados por asesinato…? ¿Qué más sabían? Pensó que, en cualquier caso, ya se vería qué podía pasar, pero si al día siguiente entraban en batalla, el teniente Marià Moxó tal vez saliera de ella con los pies por delante si seguía con esta actitud tan poco juiciosa.
Bocanegra estaba asustado. Ahora, como hacían muchos otros soldados, llevaba guardado un cuchillo afilado en la faja. La mayoría no quería llevar ningún cuchillo pegado a la piel porque decían, con no poca razón, que si se caían por casualidad se lo podían clavar por accidente y, además, de muy poco les serviría en medio de una batalla. Era cierto, pero Bocanegra no quería el cuchillo para una batalla convencional, sino para tener una especie de seguro en caso de que Tarrés y los suyos lo atacaran.
Aun así, no estaba nada tranquilo. Teniendo en cuenta que todos coincidían en la misma compañía, había decidido abordar a los tres nuevos voluntarios en cuanto tuviera ocasión de hacerlo. Si los conocía lo suficientemente bien, seguramente no sería un enemigo que tomaran en consideración. Lo que querían, seguro, era portarse bien para conseguir el indulto; por lo tanto, suponía que mientras estuvieran todos alistados no habría ningún problema. Puede que a su regreso a Cataluña tuviera que ir con pies de plomo, pero se decía a sí mismo que allí, en África, no pasaría nada. Además, no era descartable que, finalmente, no les concedieran el indulto por alguna fechoría que hicieran mientras fueran voluntarios, aunque esto, bien mirado, no era nada tranquilizador para él, porque uno de los principales candidatos a ser víctima de la fechoría de los tres expolicías era él.
Una buena parte de los voluntarios fueron destinados a montar las tiendas, cerca de donde se alojaban Prim y su Estado Mayor. La sorpresa fue ver que la mayoría de las tiendas, por algún error o por alguna corruptela, se había quedado en la Península. Bocanegra, como era habitual, intentó escaquearse y simuló que plantaba alguna tienda sin hacer prácticamente nada, pero siempre atento a la llegada a la compañía de los tres expolicías. Pudo oír cómo Sugrañes se acercaba al general Prim y le preguntaba si la intendencia del Segundo Cuerpo les podía facilitar más tiendas de campaña. Prim, que estaba bastante contento de cómo había ido la llegada de los voluntarios y de lo impresionados que habían quedado sus colegas generales, se quitó el problema de encima:
—¿Ve donde está el campamento moro? Pues allí están sus tiendas… Mañana, después de la batalla, dormirán tranquilamente en ellas.
«¡Vaya huevos! —pensó Bocanegra—. Así sí que es fácil solucionar las cosas. Si ganáis la batalla, dormiréis en las tiendas. Y si no, ¡al otro barrio!» Bocanegra se hizo gracia a sí mismo, pero el pequeño momento de humor se desvaneció cuando vio que Moxó llegaba con los tres nuevos incorporados. Los tres estaban más delgados que la última vez que los había visto, ya hacía seis años largos. De los tres, Estop era el que se conservaba mejor; Sabatés parecía haber pasado alguna enfermedad de la piel, porque ahora tenía la cara muy grabada, y Tarrés era el que, de aspecto, había envejecido más. Aunque se le veía muy poco bajo la gorra, parecía que el pelo se le había encanecido mucho. Pero conservaba el aspecto de hijo de puta peligroso exactamente igual que entonces.
Bocanegra vio que Moxó los dejaba con el sargento Comala, que los condujo hasta un baúl donde había uniformes. Los tres hombres, con la ropa y la nueva mochila en la mano, se metieron en una de las pocas tiendas que tenían los voluntarios. Bocanegra decidió ir hacia ahí y esperar que salieran de la tienda, ya vestidos como todos los demás.
Pasado un rato, los tres hombres salieron vestidos con la faja y la barretina. Bocanegra respiró hondo y decidió acercarse a ellos.
—¡Chicos! ¡Eh, chicos! ¿No me conocéis? ¡Menuda sorpresa! —soltó con la mejor sonrisa que sabía esbozar y que no era demasiado agradable a la vista.
Al oírlo, Estop empezó a sonreír, pero el gesto se le congeló en la cara.
—Joder, mirad a quién tenemos aquí. Si es…
Tarrés interrumpió a Estop con un gesto de la mano.
—¡Qué pequeño es el mundo, Bocanegra! No nos veíamos desde nuestro juicio, donde, allí sí, pudimos vernos muy bien durante toda tu declaración. Y ahora estás aquí, a un palmo de nosotros, tan tranquilo… Creía que te habrían liquidado en la calle, como a los demás compañeros de la Ronda. Pero claro, tú, como siempre, debiste de escapar por la puerta de atrás…
—Tarrés, Estop, Sabatés… Aunque no os lo creáis, me alegro de veros. Siempre os quise explicar lo que había pasado y cómo me obligaron en contra de mi voluntad, que conste, a declarar en vuestro juicio. O declaraba o Serra Monclús ordenaba que me liquidaran. Fue así… Durante todos estos años he pensado a menudo en vosotros y en que, en definitiva, la condena os resultó una bendición, porque si no, hoy en día ya estaríais muertos y enterrados. O sea que… La cuestión es… En definitiva, si Serra Monclús no me hubiera obligado a declarar en contra de vosotros, puede que ahora los cuatro estuviéramos muertos, ¿no?
Silencio de los tres hombres. Estop y Sabatés estaban más pendientes de cómo reaccionaba Tarrés que de lo que decía Bocanegra. Para llenar el hueco, Bocanegra siguió hablando.
—La prueba de mi buena fe es que en cuanto pude, hui de Serra Monclús y me largué a Reus, lejos de él y de sus sicarios. Todo lo que dije fue porque tenía prácticamente una escopeta en la nuca; no podía hacer otra cosa. Mirad, ya sé que debéis estar cabreados conmigo…
Ahora sí que Sabatés, que hasta entonces no había dicho nada, saltó:
—¿Cabreados? Puede que esta no sea la palabra correcta. ¿Jefe, cabreado es lo que sientes cuando quieres matar muy lentamente a alguien, haciéndole mucho, muchísimo daño antes de que muera?
—Tienes razón, Sabatés, cabreados no es la palabra que toca decir ahora… —coincidió Tarrés, que se dirigió a continuación a Bocanegra—: Yo no estoy cabreado, en absoluto. Comprendo lo que pasó. De hecho, yo, en tu lugar, habría hecho lo mismo.
—¡Pero, Tarrés! —protestó Estop.
—Calla y no vuelvas a interrumpirme en tu vida, ¿entendido? —Tarrés se mostró seco. Volvió a girarse hacia Bocanegra y siguió hablando—: Bocanegra, lo que nos hiciste, se mire como se mire, fue una putada. No te lo podremos perdonar nunca, ni lo sueñes, y por ello estás condenado a muerte. —Bocanegra palideció—. Pero no por eso tenemos que matarte. De ti depende que esta condena nunca se cumpla. Desde ahora mismo hasta que te vayas tú solito o quizá cuando te enviemos nosotros al otro barrio, tendrás que estar con nosotros y para nosotros.
—Yo, Tarrés, ya sabes… Haré lo que haga falta. Tampoco es necesario lo de la condena; lo haré por amistad. No tendréis problemas, conozco bien el batallón y os ayudaré. No tenéis que preocuparos por mí, de verdad… Ya pensaba hacerlo sin amenazas, porque me sale de dentro.
Entonces intervino Sabatés.
—Pues empieza. Cuéntanos qué coño le pasa al imbécil este del teniente Boixó.
—¿Boixó? Ah, te refieres a Moxó. Se llama Moxó… ¿Por qué lo dices? Que yo sepa, no le pasa nada especial…
Bocanegra estaba relativamente contento. A pesar de las amenazas, Tarrés había afirmado que no lo matarían y eso ya era mucho. En realidad, estaba preparado para que los tres expolicías fingieran que se creían su explicación. Si lo hubiesen hecho, estaría convencido de que lo matarían a la mínima ocasión. Ahora, en cambio, tenía claro que no le pasaría nada mientras les fuese útil, lo que era un gran paso. De todos modos, no pensaba darles toda la información que tenía, o por lo menos quería hacerse de rogar. Les soltaría las cosas según le conviniera a él y no a Tarrés. Por ejemplo, no pensaba soltar que Gort estaba ahí, que pronto sabría quiénes eran y que tenía la intención de cargárselos. De hecho, lo más seguro era que no tuvieran ni la más remota idea de quién coño era Gort. Mejor tener un aliado, aunque ni el mismo Gort supiera que lo era. Y siempre estaba a tiempo de vender a Gort a Tarrés, si era imprescindible.
—Pues te enteras…
Bocanegra siguió haciéndose el tonto. De hecho, adrede o no, lo había hecho toda la vida y tampoco le había ido tan mal, creía él.
—¿De qué tengo que enterarme? Si no te explicas…
—Me estás hinchando las pelotas, Bocanegra. Queremos que sepas por qué el teniente este… —Tarrés calló un momento para pensar—. No, lo que yo quiero saber es hasta qué punto el teniente coronel Sugrañes ha ordenado al teniente Moxó que nos vigile.
De repente, Tarrés sujetó más o menos discretamente por el cuello a Bocanegra.
—Oye… —se quejó este—. ¿Qué coño haces?
—A ti, hijo de puta, te quiero muy calladito. ¿Sabe alguien más, aparte de Sugrañes, Moxó y tú, quiénes somos?
Bocanegra tragó saliva y decidió mantenerse firme. Aunque no tenía claro quién saldría vencedor en la futura batalla entre Gort y los tres expolicías y, en cualquier caso, en qué bando estaría más seguro.
—No, no, no… Que yo sepa, no lo sabe nadie más. Lo que no sé es si alguien os ha reconocido de cuando estabais en la Ronda…
Tarrés lo soltó.
—Este mequetrefe tiene razón. Tenemos que estar atentos por si alguien nos recuerda. La versión oficial es que venimos de la escolta de Prim y nos hemos incorporado por voluntad propia a los voluntarios. Tenemos que mantenerla porque nos conviene. ¿De acuerdo? Y ahora, tú, vete y vuelve de aquí a un rato con comida para nosotros.
—Pero si yo nunca llevo a nadie la… Bueno, bueno, de acuerdo, iré a ver qué encuentro para dar un bocado.
Bocanegra se dirigió a las cajas de tocino y galletas de pan que ya habían desembarcado y que en aquel momento estaban transportando desde la arena de la playa hasta el campamento. Mientras iba hacia allí oyó la excitación de las conversaciones de los soldados, tanto de los voluntarios como de los que ya llevaban días delante de Tetuán. Todo el mundo hablaba de la batalla del día siguiente. Pensó que tal vez, durante la batalla, y siempre y cuando nadie lo relacionara con ello, podría intentar deshacerse de alguno de los tres recién llegados. En el campo de batalla, las balas perdidas pueden ir a parar a cualquier parte, ya se sabe… Tendría que ir detrás de ellos, sin que se dieran cuenta, y esperar una oportunidad. No pudo evitar que una sonrisa le iluminara el semblante, lo que provocó que un par de soldados lo miraran con un asco indisimulado.
El comandante Sugrañes salió de la tienda del Estado Mayor de Prim con una sonrisa en los labios, pero mucho más nervioso que cuando, en medio de la euforia de la llegada, había ofrecido a sus voluntarios para encabezar el ataque del día siguiente. El general le había explicado el plan de batalla previsto y, aunque según Prim, lo había ideado totalmente O’Donnell, Sugrañes conocía de sobra a su paisano reusense como para saber que el inspirador había sido él. Se le veía en los ojos. Además, tenía el estilo brutal de Prim.
—Mira, Victorianu, nuestro cuerpo de ejército formará a primera hora de la mañana delante del campamento, entre el río Martín, que nos quedará a mano izquierda, y el río Alcántara, que tendremos justo detrás. El Alcántara, no sé si has tenido ocasión de verlo, no deja de ser un riachuelo, o sea que no es ningún problema. Nosotros seremos el flanco derecho del ejército y formaremos como si fuéramos una cuña…
—Como hicieron los franceses en Isly —lo interrumpió Sugrañes.
Dieciséis años antes, los franceses habían derrotado a los marroquíes en una batalla célebre porque el mariscal francés, que era un carnicero muy bien educado, puso a sus seis mil soldados en una formación extraña que denominó «cabeza de jabalí», embistió a sesenta mil marroquíes y se cargó a unos cuantos miles.
—No exactamente, porque nosotros, en lugar de una sola, haremos una doble cuña. A nuestra izquierda estará el Tercer Cuerpo, el de Ros de Olano, que también formará igual, y en medio, algo más rezagadas, la artillería y la caballería. La idea es ir avanzando en esta formación hasta que el terreno o los marroquíes nos detengan. Ellos están acampados, con fuertes defensas, entre nosotros y Tetuán, y también han aprovechado la montaña que se ve a la derecha, bueno, que cuando amanezca, verás a la derecha, para situar a sus hombres, básicamente caballería. A unos dos mil pasos el paso entre los dos ríos se estrecha, lo que me lleva a suponer que los dos cuerpos no podrán seguir juntos. En principio, la gente del general Ros seguirá el curso del río para atacar el flanco del enemigo. Pero tienen que andar mucho y, seguramente, nosotros tendremos que atacar el reducto solos.
—¿Y dónde quiere que nos situemos nosotros, los voluntarios, general? ¿En la parte superior de la cuña? —preguntó Sugrañes, señalando un rectángulo que los ayudantes de Prim habían dibujado en el mapa.
—¿Dónde si no? Victorianu, si finalmente, como parece, los del Segundo Cuerpo nos quedamos solos en el ataque, necesito tropas ligeras de asalto para el primer choque. Tus voluntarios no han tenido demasiado tiempo para hacer instrucción, no están preparados para hacer maniobras demasiado complicadas. En cambio, los veo valientes y con la moral por las nubes. Lo único que tendrán que hacer será embestir el reducto al que, si todo va bien, nuestra artillería ya habrá castigado mucho. Siempre que los hemos atacado de frente y con arrojo, los marroquíes se han marchado corriendo. Mañana no tiene por qué ir de otra forma. Ahora bien, si quieres desdecirte de lo que has prometido antes delante de todo el mundo, por mí no hay problema…
A Sugrañes no se le había ocurrido en ningún momento desdecirse, pero, francamente, creía que el ataque sería un poco más elaborado. Con una pequeña regla de madera midió la distancia que había entre el parapeto de los marroquíes y el recodo del río Martín, donde el Segundo Cuerpo tenía que quedarse solo delante del enemigo. Nueve centímetros que, a escala, representaban poco más de un kilómetro. Delante del parapeto había dibujadas unas líneas finas que representaban una zona empantanada. Volvió a medir: poco más de seiscientos metros.
—¿Y cómo es esta zona empantanada? ¿Se ha efectuado algún reconocimiento?
—Mucho barro, alguna charca indistinguible del resto y muchas plantas acuáticas más altas que un hombre. Hace tres días estaba así, pero desde entonces no ha parado de llover, de modo que a estas horas estará peor aún, siempre y cuando los moros no hayan hecho algo, que no creo.
—O sea que los últimos metros iremos hundiéndonos en el barro y a paso de tortuga… Pues mire, general, si la artillería o Dios y todos los santos de la Corte Celestial no tienen entretenidos a los moros, ni uno solo de mis hombres llegará vivo al parapeto. Ya lo sabe, ¿no?
—Tranquilo, eso no pasará por tres razones —aseguró Prim, que levantó tres dedos y los fue señalando uno a uno mientras hablaba—: Primero, porque la artillería les hará mucho daño; segundo, porque Ros de Olano los tendrá entretenidos por el flanco izquierdo, y tercero… tercero… porque al oír las balas tus hombres correrán como alma que lleva el diablo hasta llegar al parapeto. ¡Ja, ja, ja!
Sugrañes fingió que también reía, mientras Prim le daba palmaditas en la espalda, pero la tercera razón no le hizo nada de gracia. Por eso, cuando salió de la tienda del general mantuvo la sonrisa unos pasos, pero enseguida adoptó una expresión muy seria. Mañana sería un día complicado. Si quería que los voluntarios no se echaran para atrás, tendría que estar muy presente, muy visible, aunque fuera muy peligroso. De todos modos, tampoco sabría comportarse de otra forma…
Ya había oscurecido, y aunque más de la mitad de los voluntarios carecía de tiendas, estaban prácticamente todos sentados aquí y allá alrededor de hogueras que habían improvisado. La zona donde estaban los voluntarios contrastaba con el interior del campamento, mucho más ordenado, con las tiendas bien alineadas. Ellos, en cambio, entre que se habían tenido que instalar cuando estaba anocheciendo y que no disponían de los utensilios necesarios, estaban dispersos en una zona relativamente ancha. Sugrañes se fue acercando a algunos de los círculos de hombres alrededor del fuego. A todos les daba unos ánimos que él mismo, en aquel momento, no sentía. Los oficiales, que compartían hoguera con sus hombres, miraban al comandante esperando un gesto que les señalara que quería darles indicaciones para el día siguiente, pero Sugrañes no los trataba de forma diferente de como hacía con los soldados. No era el momento. Ya lo sería mañana, de madrugada.
Finalmente, en la cuarta hoguera a la que se acercó, encontró a quien estaba buscando. Gort estaba sentado, tapado con una manta, y se entretenía lanzando trocitos de la grasa del tocino al fuego, donde se retorcían y crepitaban al cabo de un momento. Sugrañes quería ir directamente a hablar con él, pero los demás hombres que había lo saludaron y le pasaron la bota de vino. Gort ni siquiera alzó la vista. El comandante sintió que su cabreo con el chico se reavivaba, pero se contuvo. Era su padrino, el padre del muchacho había muerto a su servicio… Sí, sin duda, le debía una conversación antes de la batalla.
—¡Gort, ven aquí!
Gort se levantó y puso la peor cara de pocos amigos que podía. Estaba cabreado, muy cabreado. Sabía que los asesinos de su padre rondaban por el campamento, tenía prohibido tocarles un solo pelo y, además, mañana sería su primera batalla y ni siquiera había podido ver nada del lugar donde tendría que luchar porque todo estaba demasiado oscuro. Y por si eso fuera poco, hacía un frío que pelaba. Él, que se imaginaba África llena de arena, camellos y palmeras. Pues arena, solo la arena húmeda de la playa, y de palmeras y camellos, no había visto ni uno, y parecía que allí, en la playa de Tetuán, ni siquiera sabían qué eran.
Se pusieron a andar en silencio sin poderse ver bien las caras. Caía algún copo de nieve, que no cuajaba, aunque por suerte, no hacía viento. Cuando llegaron donde empezaba la playa, Sugrañes se detuvo. Delante de ellos solo se distinguía la espuma que formaban las olas al romper en la orilla. De detrás les llegaba el ruido del campamento y, muy lejos, se distinguían las brasas de las pipas encendidas de los centinelas.
—Mira, Joan. Ya sé que estás cabreado conmigo, y es normal, porque eres un idiota y todavía no has entendido que estás en el Ejército. Todavía te crees que estás en la masía de Reus y que mañana tomarás la escopeta para cazar conejos. Pues no, chico, no… Esto es muy serio, mucho. Más de lo que piensas, y ninguno de nosotros, ni siquiera yo, tenemos la libertad de hacer lo que nos dé la gana. ¿Te has quedado dormido o qué? ¡Di algo, cojones!
—Mire, comandante, no me suelte más sermones, que yo ya voy a misa cuando quiero.
«Realmente, este chico es imposible —pensó Sugrañes—. Intentas acercarte a él porque mañana vete a saber si los dos estaremos muertos, y va y te pega un bufido. La madre que lo… No, pobre mujer. ¡Ella no tiene la culpa de que su hijo haya salido tan arisco!»
El comandante inspiró hondo, contuvo el arranque de rabia que se estaba incubando en su interior y se recordó a sí mismo que había ido a buscar a Gort para hablar justo antes de la batalla del día siguiente.
—No te soltaré un sermón, no te preocupes. Lo que quiero decirte es muy sencillo: seguro que mañana pasaremos algunos malos momentos y que, muy difícilmente, estaremos juntos durante la batalla. Sé, porque te conozco, que te portarás bien cuando empiecen los tiros, pero no quiero que te hagas el héroe. Los héroes no ganan batallas, ganan medallas, que es otra cosa. Yo tengo tres, y ya ves lo que me ha costado encontrar un sitio en el Ejército. Prométeme que irás con cuidado, Joan.
Gort, aunque no podía ver la cara del comandante, percibió que estaba emocionado. Su padrino lo quería de verdad. Pero él no estaba dispuesto a mostrarse débil. Sugrañes le había prohibido atacar a los asesinos de su padre mientras estuviese bajo sus órdenes y no estaba dispuesto a perdonarlo fácilmente.
—No se preocupe, que tengo que reservarme para matar a algún hijo de puta cuando acabe esta historia de la guerra. Y tengo que decirle, comandante, que esta no se la perdono.
—¡Gort, eres imposible y un gilipollas!
—¿Tengo permiso para irme con mis compañeros?
—Ve, ve, ¡a ver si se te pasa la mala leche! Seguiremos hablando después de la batalla.
Gort dio media vuelta y se dirigió con paso rápido hacia el campamento. Perdió un poco de dignidad cuando resbaló en la arena, pero se incorporó enseguida y siguió, muy erguido, hacia las luces de los voluntarios. Sugrañes se quedó mirándolo y, a pesar del frío, decidió sentarse un rato en la arena para contemplar el mar. Se sacó un caliqueño de un bolsillo del chaleco y lo encendió con una cerilla. El humo áspero del tabaco de mala calidad lo animó a hacer lo que había pensado. Se sacó un papel de otro bolsillo y con un pequeño lápiz se dispuso a escribir una carta.
La noche se hizo larga. Hacia las tres de la madrugada dejó de nevar, pero todavía fue peor, porque empezó a caer una lluvia fina y fría. Los soldados temblaban, tapados con unas mantas demasiado ligeras que había regalado la Diputación de Barcelona. Las mantas estaban pensadas para abrigarse de temperaturas más suaves y surtían poco efecto. Muchos combatieron el frío con tragos de aguardiente, otros comiendo más tocino o queso que habían llevado en los zurrones desde la Península. Muy pocos durmieron mucho rato. Bocanegra lo hacía pegado a una de las hogueras, sin miedo a quemarse. Sugrañes fue de aquí para allá, se apoyó en unas mochilas y durmió también un par de horas. Gort se envolvió en un par de mantas y medio descansó con un sueño ligero, despertándose a menudo durante unos minutos y volviéndose a dormir. Tarrés, Estop y Sabatés, más habituados a la vida en campaña, consiguieron sitio en una de las pocas tiendas disponibles y durmieron relativamente bien toda la noche.
A las seis de la mañana se tocó diana. Todavía era oscuro, todavía caían cuatro gotas y todavía hacía un frío de mil demonios. Los tres expolicías no corrieron demasiado para salir de la tienda. Esperaban, tal como había ocurrido los demás días, que los sargentos y los oficiales hubieran pasado mala noche y no tuvieran demasiados ánimos para poner en marcha a los soldados. Además, que el batallón de los voluntarios fuera tan inexperto facilitaba todavía más una cierta desidia. En eso se equivocaron. No contaban con que el teniente Moxó había encontrado en ellos la fuerza necesaria para afrontar la batalla que se iniciaría al cabo de pocas horas. Le hacía feliz mostrarse duro con aquellos tres hombres, siguiendo las órdenes de Sugrañes. Esos tres prácticamente no lo conocían, y creía que si aparentaba una fortaleza de carácter que no tenía, lo respetarían para siempre. Allí nacía un nuevo Moxó, un hombre decidido y valeroso, afable con los subordinados que se lo merecían… justo. Sí, esta era la palabra: ¡un hombre justo! Moxó se repetía interiormente todas estas cosas y se encantaba a sí mismo. Por eso, unos minutos antes de que los cornetas tocaran diana ya estaba buscando a los tres recién llegados, decidido a reforzar la imagen de hombre duro que creía haberles mostrado el día anterior.
Entró de tienda en tienda y, finalmente, los encontró. Ninguno de los tres se había calzado aún las alpargatas, a pesar de que ya hacía casi un cuarto de hora que habían tocado diana. Estop seguía sin el chaleco y Sabatés estaba ayudando a Tarrés a ponerse la faja. Moxó quiso pegarles un grito, pero le salió un gallo.
—¿Aún están así? ¡Salgan in-me-dia-ta-men-te de la tienda!
Como la tarde anterior, los tres expolicías no se apresuraron demasiado a formar en el exterior, donde Moxó los esperaba.
—No me creen, ¿verdad? Piensan que bromeo, ¿no? ¡Es evidente que no me conocen! —Moxó se paseaba delante de los tres hombres con las dos manos a la espalda, tal como había visto hacer a O’Donnell el día anterior cuando pasaba revista a los voluntarios. El teniente había decidido que era una forma de andar que mostraba una gran firmeza y autoridad.
—¡Señor! —dijo Tarrés, interrumpiendo el discurso de Moxó—. ¡Lo creemos, no pensamos que bromea y no lo conocemos, pero poco a poco vamos aprendiendo cómo es, señor!
Una vez más, Tarrés desconcertaba a Moxó. El teniente detuvo el ridículo paseo delante de los tres soldados y se percató de que estaba en uno de aquellos momentos que determinarían cómo sería su relación con los tres expresidiarios en el futuro. Pensó que si se echaba para atrás, estaba perdido. Era el momento de mostrarse duro a la vez que generoso. Así se ganaría, seguro, el corazón de aquellos tres hombres que, seguramente, habían caído en el crimen por falta de un buen ambiente y de una figura de autoridad. Él, Marià Moxó, sería el hombre que los rescataría.
—Les aviso que durante la batalla de hoy no los dejaré solos ni un momento. Conozco a la gente de su calaña y sé que ante el enemigo querrán largarse. Pero también les digo que hoy puede ser el primer día de su nueva vida. Yo seré, soy, muy duro, y les recuerdo que de mí depende el informe que tiene que recibir el comandante Sugrañes. Solo estarán conmigo, solos ustedes y yo, y si se portan bien en la batalla, si realmente participan en ella con una actitud heroica, con desprecio por su vida pero con ganas de acercarse a la gloria, les prometo que hablaré bien de ustedes. ¡Pero si solo pretenden sobrevivir a la toma de la ciudad, sin más, mi informe dirá que han sido unos cobardes!
—Este tipo es imbécil —se oyó decir en voz baja. Uno de los tres soldados lo había dicho sin abrir prácticamente la boca. Moxó palideció y fingió no haberlo oído.
—Esos de ahí son sus compañeros de la Tercera Compañía. Vayan y prepárense para formar con ellos.
Los tres soldados empezaron a andar hacia donde había dicho el teniente. Tarrés estaba muy serio.
—No he podido contenerme, lo siento —dijo Sabatés sin mostrar ningún tipo de arrepentimiento—. Moxó me está hinchando las pelotas. Si quieres, Tarrés, ya sabes qué puedo hacer…
—¡No seas idiota y piensa! El teniente quiere estar con nosotros solos en la batalla. Si las cosas van bien, el informe será bueno, de él y de nosotros depende. ¡Es nuestro pasaporte a la libertad! Y si van mal… Si van mal para nosotros, ya nos encargaremos de que también vayan mal para él.
Sabatés seguía malhumorado. Era un hombre de amores y odios instantáneos. La mayoría de las veces, odiaba inmediatamente a todos a quienes conocía. Solo Tarrés era una especie de Dios para él, y solo por Tarrés soportaba la presencia de Estop. Moxó, como la mayoría de los mortales, se había situado enseguida en la categoría de las personas a las que podía matar sin el menor remordimiento. Tarrés conocía a Sabatés y sabía que era un enfermo, un psicópata peligroso, pero el antiguo jefe de policía estaba convencido, y hasta entonces todo parecía indicar que era así, de que él era el único que podía impedir que Sabatés matara a cualquiera que se le pusiera delante, incluido algún teniente de los Voluntarios de Cataluña.
A las nueve de la mañana, Gort vio el sol por primera vez desde que había llegado a África. Se había levantado un poco de aire y, aunque el día era muy gris, de vez en cuando un rayo de luz atravesaba la capa de nubes e iluminaba unos instantes una parte de la llanura que tenían delante. De todos los soldados del Ejército español, los que tenían una mejor vista de lo que iba a ser el campo de batalla eran, sin duda, los del Batallón de Voluntarios de Cataluña. El batallón estaba esperando formado delante del Segundo Cuerpo. Tal como lo había preparado Prim, todos los batallones del cuerpo estaban situados de tal forma que dibujaban una especie de cuña alargada dirigida hacia las posiciones marroquíes. Los voluntarios catalanes se encontraban en la punta de la cuña. Y los hombres de la Primera Compañía, entre ellos el cabo Gort, ocupaban la primera línea de los voluntarios.
A unos seiscientos u ochocientos metros a la izquierda, en dirección al río Martín, Gort podía ver la punta de lanza del Tercer Cuerpo, un grupo de soldados que estaba muy quieto, mucho más, en cualquier caso, que los voluntarios, que, nerviosos, cambiaban el peso de una pierna a otra o daban pasitos hacia delante o hacia atrás mientras los oficiales y los sargentos se desesperaban y los abroncaban para que mantuvieran correctamente la formación.
A dos o tres kilómetros de distancia, justo delante de los voluntarios, se veía el parapeto que habían construido los marroquíes aprovechando un camino transversal que se elevaba un poco de la llanura y que interrumpía la ruta directa hacia Tetuán. A la derecha, una sierra llamada Djebel-Darsa, a la que los españoles denominaban, vete a saber por qué, Sierra Bermeja, cerraba el paisaje. Otro ejército marroquí había fortificado también la falda de la sierra, pero no parecía que nadie se planteara atacar aquella montaña, que quedaba demasiado arrinconada con respecto a la ciudad de Tetuán. En aquella zona fortificada era donde se encontraba el grueso de la caballería marroquí y donde se veía una multitud de gente mezclada con los caballos árabes. Desde aquella plataforma, los caballos marroquíes podían empezar a cabalgar en dirección a los soldados españoles que avanzarían por la llanura y aplastarlos como si nada, cortando manos, brazos y alguna cabeza. Los generales españoles sabían, lo mismo que todos los soldados de todos los ejércitos del mundo, que una infantería en marcha no era rival para un escuadrón de caballería a la carga. Para impedir el riesgo, O’Donnell había dispuesto el cuerpo de reserva muy a la derecha y relativamente cerca de la sierra y, sobre todo, tenía preparada la propia caballería justo detrás de los dos cuerpos de infantería que tenían que atacar. Al frente del cuerpo de caballería estarían los coraceros, que eran los jinetes más juiciosos de todos, quizá porque llevaban tanto peso encima que tenían que ir algo más lentos que los húsares, los lanceros y los cazadores, una pandilla de descerebrados vestidos como si fueran a un baile de gala. Los coraceros eran los encargados de frenar la posible carga marroquí contra la infantería. Detrás de ellos, unos escuadrones de lanceros esperaban lanzarse asimismo contra el enemigo. De vez en cuando insultaban a los coraceros que tenían delante y les pedían que se apartaran, pero los de la caballería pesada fingían no oírlos.
A Gort, que nunca había dedicado ni un minuto de su vida a pensar en estrategias militares, todo aquello le resultaba muy emocionante. Estaba tan contento que, por un momento, se recriminó no estar pensando que los asesinos de su padre estaban en algún sitio detrás de él, en su mismo batallón, y que su padrino, el comandante Sugrañes, iba y venía entre los hombres allí plantados. Ellos, que se conocían de toda la vida, no se habían cruzado ni una palabra ni una mirada en toda la mañana. Pero estos pensamientos negros se desvanecieron en cuanto oyó que los cornetas de los distintos batallones ordenaban a los soldados que se pusieran en marcha.
La marcha no empezó de modo demasiado marcial. Los voluntarios catalanes abrían el camino, pero entre que su nivel de adiestramiento era el peor de todo el ejército y que el suelo estaba embarrado y lleno de hierbas, el batallón perdió enseguida la forma rectangular con que había iniciado el movimiento. Unos soldados resbalaban en el barro, se levantaban a toda prisa y corrían para recuperar la fila. Otros ayudaban a los que caían y rompían igualmente la formación. Y los había que, para no caerse, avanzaban mirando al suelo, con lo que, de paso, esquivaban los charcos más profundos. Puede que fuera más práctico, pero el resultado era poco marcial. Gort resbaló un par de veces, aunque sin llegar a caerse, pero se torció un poco el pie; nada importante.
Aun así, los voluntarios avanzaban a buen ritmo, superior incluso al que correspondía. Sugrañes, que había decidido no llevar el caballo que le tocaba como oficial e ir a pie entre sus hombres, se movía de un sitio a otro para animar a unos voluntarios que, hay que decirlo, no necesitaban demasiada animación.
Una vez superaron el terreno embarrado, el avance se volvió un poco más regular. La neblina matinal ya había desaparecido completamente y los soldados catalanes pudieron ver muy bien, demasiado bien para el gusto de algunos, que de las troneras del parapeto marroquí asomaban las bocas de unos cañones, y que unas baterías de cañones que estaban en un terreno algo más elevado también se preparaban para disparar. Pocos segundos después, los cañones empezaron a tronar en medio de una gran humareda. El ruido, aunque relativamente lejano, impresionó a la tropa. La mayoría, incluido Gort, encogió el cuello y levantó los hombros mientras avanzaba, en un intento inútil de ofrecer menos parte del cuerpo a la metralla que podía desprenderse de los cañonazos. Pero todavía no tenían por qué asustarse tanto, porque las balas de cañón que lanzaban los marroquíes empezaron a explotar muy lejos, a mucha distancia aún de donde ellos estaban.
Si algo tenía bueno el Ejército español, era la artillería. Los españoles no destinaban dinero a la comida, a un buen vestuario, a tiendas de campaña, a medicinas, y de lo poco que se destinaba a comprar todas estas provisiones, más de la mitad iba a parar a los bolsillos de los intermediarios y de los oficiales corruptos, que eran muchos. Ahora bien, a la hora de comprar armas no se andaban con bromas y siempre se procuraba que fueran de lo más moderno. Para la campaña de África los artilleros habían comprado unos cañones de acero buenísimos de la casa Krupp, que estaban rayados por dentro y disparaban más lejos, más rápido y con mayor precisión que los convencionales. No se habían podido adquirir demasiados, pero todos los que habían transportado desde Alemania estaban aquella mañana preparados en la llanura de Tetuán. Pronto les tocaría ponerse en funcionamiento.
Los primeros cañonazos excitaron mucho a los mandos españoles. Prim avanzó hasta la parte posterior del batallón de voluntarios. Los correos entre los generales pasaban galopando a caballo llevando mensajes. Centenares de caballos empezaron a concentrarse en ambos extremos de los dos campamentos. Algunos jinetes marroquíes se incorporaban sobre los estribos y hacían girar sobre sí mismos a los caballos mientras alzaban espadas y espingardas. Si querían provocar una reacción violenta, lo consiguieron. O’Donnell ordenó que los coraceros fueran hacia la derecha para servir de pantalla a la columna del Segundo Cuerpo, donde estaban los voluntarios, mientras que los lanceros tenían que avanzar girando hacia la izquierda para defender al Tercer Cuerpo. Al avanzar la caballería, los artilleros empezaron a tener espacio para preparar las armas. A pocos metros de donde seguían avanzando los voluntarios empezaron a pasar recuas de caballos de tiro arrastrando los cañones. Uno o dos animales tiraban de unos más pequeños, los llamados de montaña, pero los más grandes, los nuevos Krupp, precisaban cuatro. Los primeros cañones se situaron, uno junto a otro, cerca del lugar donde un meandro del río encogía la llanura por donde avanzaban las dos columnas.
Los cañones marroquíes, que ya habían disparado varios tiros cada uno, enfocaron sus bocas hacia el nuevo objetivo, pero la distancia era excesiva para ellos. Alguna bala de cañón caía relativamente cerca de los Krupp, pero la mayoría se quedaba muy corta. Cuando los cañones prusianos empezaron a disparar, se elevaron inmediatamente columnas de humo en el interior de los campamentos del enemigo.
El humo de los cañones empezó a cubrir la llanura por donde seguían avanzando los voluntarios, y tras ellos, miles de hombres más. Gort miraba hacia delante para ver la zona a la que se aproximaban, pero cada cañonazo emitía una nube de humo blanquecino que dificultaba la visión. Al otro lado del Segundo Cuerpo, la gran columna que mandaba el general Ros de Olano giró hacia su izquierda, siguiendo el curso del río. Gort oyó los gritos de Sugrañes y, después, los de los oficiales del batallón ordenándoles que siguieran recto, hacia los parapetos, y que no siguieran a los del Tercer Cuerpo. Aunque no quería hacerlo, no tuvo más remedio que volverse para ver si localizaba a Sugrañes. A medida que se iban acercando a la zona donde los cañonazos y las balas de los marroquíes podían matarlos, Gort temía que le pasara algo al comandante, pero no sufría por él mismo. Se sentía tan fuerte, tan lleno de vida, que creía saber que era imposible que lo hirieran de gravedad. No lo vio entre los hombres que avanzaban.
A medida que se acercaba el momento del choque, el batallón perdía la marcialidad, y las hileras de hombres se iban torciendo cada vez más. Las baterías de los Krupp estaban haciendo mucho daño a los cañones marroquíes, por lo menos a los que estaban en la elevación de la derecha. Unos cuantos seguían disparando, pero lo hacían con mucha menos intensidad. Los cañones que estaban detrás del parapeto habían callado, pero no porque los proyectiles de los españoles los hubieran tocado, sino porque parecían estarse preparando para el momento en que los soldados de a pie estuvieran a tiro. Y los primeros que se plantarían delante de los cañones serían los voluntarios.
De todos modos, todo iba muy bien. Empezaban a sonar algunos tiros esporádicos de espingarda, pero nadie había caído herido aún. Cuando faltaban unos quinientos metros, los oficiales ordenaron que se acoplaran las bayonetas y que el batallón que iba justo detrás de los catalanes, el de los cazadores de Alba de Tormes, avanzara hasta situarse al lado de los voluntarios. Era el momento: tras una carrera sostenida había que saltar el murete y conseguir la victoria. Los primeros cien metros eran de tierra y después empezaba otra zona pantanosa, parecida a la que habían cruzado antes, pero con cañizares más altos.
Justo entonces la suerte dejó de sonreír a los voluntarios.
Moxó era feliz. Jamás había entrado en combate y no quería asustarse y mostrarse cobarde, pero tener que encargarse de los tres expresidiarios le había dado una motivación añadida que le había quitado todos los miedos. Había leído muchos libros de las guerras de Napoleón, así como los relatos de los folletines sobre las guerras coloniales de los británicos. Y muchos de sus compañeros oficiales habían participado en las guerras carlistas y contaban batallas, enfrentamientos, luchas de todo tipo. Sospechaba que buena parte de los relatos de los militares estaban muy adornados y que no todo era tan glorioso y heroico como lo pintaban. Por eso, para tomar fuerzas, se prometió que se concentraría en vigilar a los tres nuevos miembros de la Tercera Compañía, los controlaría, les gritaría, los amenazaría si era preciso. Si los obligaba a ser valerosos frente al enemigo, él también lo sería, más que nadie.
Pero Moxó no sabía realmente mostrarse duro, y era consciente de que no le salía del fondo del alma. Así que trató de recordar todas las humillaciones que había visto a suboficiales y oficiales cabrones infligir a los soldados, además de todas las humillaciones que él mismo había sufrido a manos de sus compañeros y, sobre todo, de su madre y sus tías. Sí, aquellos tres cerdos recibirían esta mañana de batalla por todo el daño que llevaba años acumulando a sus espaldas. Los machacaría por culpa de su padre, que se murió sin haberle dado nunca un beso; por su madre, que siempre le mostraba que nunca sería nada más que un inútil; por todo el Ejército español, una panda de fanfarrones y hombrecillos sucios y brutales.
—¡Me están tocando los huevos! —rugió de repente, justo detrás de Sabatés, que no se esperaba el grito—. ¡No mantienen la línea, cabrones de mierda! ¡Les juro que si hoy no muere como mínimo uno de los tres debido a las balas del enemigo, los denunciaré por cobardía y los fusilarán por desertores!
Mientras avanzaba por la explanada oyendo los gritos desaforados del teniente, Tarrés pensaba que Moxó desbarraba. Aquellos gritos, aquellas promesas de muerte, aquellas amenazas no tenían ni pies ni cabeza. Moxó no paraba de soltar tacos, lanzar perdigones al gritar y moverse como un poseso detrás de ellos tres. Tarrés pensó que si las cosas seguían así, habría que actuar de alguna forma. Con la mano izquierda acarició un momento el bulto que tenía en la faja que le cubría el vientre. Dentro llevaba un revólver Adams que disparaba una bala enorme, del calibre cincuenta, y que había robado con gran habilidad de la tienda de unos de los escoltas del conde de Eu. Nadie, salvo sus dos hombres, sabía que lo tenía. Del mismo modo que él sabía que Sabatés iba armado con un revólver Lefaucheux cargado con seis cartuchos de espiga, un arma de la que él no se fiaba ni un pelo porque tenía la fea costumbre de dispararse sola. Y Estop disponía de un revólver desconocido que no había tenido que robar porque se lo había encontrado en la arena de la playa, cargado con tres cartuchos y que no sabía si funcionaría o no.
Sabatés refunfuñaba en voz baja, como hacía siempre, mientras andaba. Era un hombre de pocas ideas, pero fijas, y ahora había una que iba tomando cada vez más forma en su interior: dar una lección al cerdo del teniente Moxó en cuanto tuviera ocasión.
Estop no decía nada, pero la cantinela del teniente lo dejaba totalmente indiferente. Podía gritar todo lo que quisiera, porque él estaba pendiente de otras cosas. Estaba contento porque, a pesar de que iba en el batallón que abría la marcha, la suerte lo había situado, junto con sus compañeros, en la retaguardia del batallón, lo que, en principio, era bueno. Solo le molestaba un poco el batallón que seguía al de los voluntarios, el Alba de Tormes, porque si fuera necesario dar media vuelta durante la batalla, sería más difícil disimular la huida. Por eso se alegró cuando los soldados de detrás recibieron la orden de ponerse al lado de los voluntarios. De repente, entre la retaguardia de los voluntarios y el siguiente grupo de soldados había un vacío de prácticamente doscientos o trescientos metros. Con el humo de los cañones, nadie vería si se escapaban de la primera línea de la batalla.
Bocanegra era uno de los pocos voluntarios que contaba con experiencia militar. Aunque las guerras carlistas le quedaban lejos, ya había vivido la excitación que se apoderaba de los soldados cuando iban a una batalla pensando que la ganarían. Lo que no sabían era que solo ganan las batallas los que sobreviven y, por eso, desde el primer momento él se había planteado moverse por el batallón para colocarse en la retaguardia, en el sitio más resguardado posible. Por suerte, la Tercera Compañía había sido asignada allí y, por lo tanto, Bocanegra no había tenido que hacer ninguna maniobra extraña para situarse detrás de todo. Al principio, se las había apañado para quedar lejos de Tarrés y los demás, pero la irregularidad del avance de los voluntarios había dejado dos o tres veces al descubierto su posición, de modo que los tres expolicías podían verlo perfectamente. No tenía, pues, ningún sentido esconderse de esta forma. Poco a poco, mientras avanzaban, buscó un ángulo más favorable, unos cuatro o cinco metros detrás de Tarrés y los demás y unos veinte o treinta metros más hacia la derecha. Era un buen lugar para vigilarlos sin que se dieran cuenta, siempre y cuando no volvieran la cabeza, aunque, en principio, no tenían por qué hacerlo. En las batallas, los soldados miraban siempre hacia delante, excepto cuando daban media vuelta y salían corriendo, porque entonces sí que se volvían de vez en cuando para ver a qué distancia se encontraban sus perseguidores.
Además, Bocanegra confiaba siempre en su intuición y creía que, por ahora, no le había ido tan mal. Aquella mañana en la llanura de Tetuán era necesario estar cerca de los tres exconvictos y ver qué hacían. Tal vez, con un poco de suerte, podría beneficiarse, puede que ayudándolos y ganándose su perdón o puede que rematándolos si caían heridos y librándose así para siempre de ellos. Ya se vería.
El comandante Sugrañes miró al general Prim, que estaba unos centenares de metros más atrás, montado en un caballo amarronado. A aquella distancia, y más con el caballo nervioso moviéndose de un lado a otro, no podía saber si Prim quería que atacaran directamente, que esperaran más tropas o un cañonazo bien dirigido de los Krupp o vete a saber qué. El cuerpo le pedía hacer avanzar a todo el batallón a la carga, pero al frente de las tropas, donde a él le gustaba estar cuando iba a empezar el sarao de verdad, no podía recibir ninguna orden del general. Además, ahora, justamente ahora, las nubes dejaban pasar el sol, y la figura del general le quedaba a contraluz. Intentó distinguirlo haciendo visera con la mano, pero solo lo reconocía por la forma de cabalgar y por la silueta. Era imposible saber qué le pedía o, incluso, si le estaba pidiendo algo. Maldito sol, qué inoportuno. El comandante sabía que no podía detenerse demasiado rato allí, a apenas quinientos metros del murete de los marroquíes. Los cañones de los moros estaban callados, pero sospechaba que no era a causa del contrafuego de los Krupp, sino porque los marroquíes se reservaban las cargas para arrojarlas como un volcán de fuego contra los atacantes. Si se estaban quietos durante mucho rato, los artilleros marroquíes podían decidir que a aquella distancia valía la pena probar puntería con las barretinas de los catalanes. Sabía que los voluntarios eran valientes, pero había que tener nervios de acero para soportar quietos que les dispararan cañonazos. La moral podía quebrarse y si el batallón de vanguardia huía despavorido, toda la batalla podía irse al traste. En cambio, con el arrojo que los voluntarios tenían ahora, seguro que podían atacar el murete corriendo hacia el enemigo. Si alguien caía herido o muerto, los demás prácticamente ni se percatarían hasta que acabaran con los defensores.
Tomó una decisión de compromiso. Ordenaría a los voluntarios que avanzaran, pero no a la carga, mientras él retrocedería a regañadientes unos centenares de pasos para hablar con Prim o para encontrarse con algún mensajero del Estado Mayor con órdenes para él. Con un poco de suerte, podría regresar a la primera línea antes de que los voluntarios llegaran al pie del murete de defensa.
Los voluntarios iniciaron la marcha primero a un paso normal, pero muy pronto unos cuantos empezaron a acelerar. Gort, que estaba a la izquierda de la fila, mantuvo el paso que les habían ordenado, entre otras cosas porque no quería volver a torcerse el pie. No le parecía nada oportuno quedarse inmovilizado delante del enemigo, por lo que prefería ir a un ritmo normal y fijarse dónde pisaba.
Hombre a hombre, los voluntarios se fueron introduciendo en el barro. En aquella zona el agua se había estancado mucho más que en la anterior marisma. El humo de los cañones, a ras de suelo, parecía haberse quedado retenido allí a causa de la vegetación. Poco a poco, los voluntarios fueron perdiendo las referencias para orientarse. Además, algunos cañizares les impedían andar en línea recta y pronto las dos primeras hileras de catalanes se fusionaron sin querer.
Detrás, los problemas eran los mismos. Cada vez había menos visibilidad y solo se oía el ruido de los hombres que removían el agua y el barro, las palabrotas y, de vez en cuando, los cañonazos procedentes de las filas españolas.
Sugrañes se había medio perdido. Sin orientación, andaba más hacia la derecha del batallón que en línea recta. Se paró un momento para buscar alguna referencia, pero era imposible. Pensó en retroceder, pero no tenía del todo claro dónde estaba. No quería preguntar a los pocos soldados que se encontraba, porque le daba un poco de vergüenza que creyeran que se estaba alejando de la batalla. Siguió andando, esperando que un poco de aire despejara el humo del barrizal.
Aunque no lo sabían, Moxó y sus tres hombres estaban muy cerca de Sugrañes. El teniente estaba tan perdido como su comandante, o puede que más, porque en una de estas se había caído en un charco y se había quedado empapado. Además, se le había mojado el revólver y no sabía si le funcionaría. Por eso llevaba en la mano el sable reglamentario. Eso le inspiró: pensó en golpear la espalda de sus hombres con la hoja plana como había visto hacer a la Guardia Civil. Un golpe así no provocaba la menor herida, pero seguro que hacía mucho daño. De este modo les incitaría a andar más rápido y, sobre todo, reforzaría su autoridad. Pensó que descargaría el golpe en el que le caía peor de los tres, Sabatés, el de la cara de rata. Se le acercó por detrás, pensando en la sorpresa que se llevaría y en lo que lo asustaría su furia.
En la primera línea, los hombres que estaban más avanzados habían llegado prácticamente al murete sin que los moros se lo hubieran impedido en absoluto. Un numeroso grupo de voluntarios se había parado a una treintena de metros, medio ocultos por unas cañas más altas que un hombre. Desde ahí podían ver muy bien las troneras, situadas a poco más de un metro del suelo. En realidad, el parapeto, que era muy irregular, no medía más de dos metros de altura, y en muchos puntos tal vez no alcanzara siquiera el metro y medio. Era relativamente fácil treparlo y saltarlo.
Era evidente que los marroquíes los estaban esperando y que en cuanto se dieran cuenta de que los voluntarios se acercaban empezarían a disparar. Pero lo cierto era que en aquellos momentos, en aquel tramo preciso de parapeto, no se veía ni un enemigo. Así que, y más teniendo en cuenta que solo faltaban, nada, treinta metros, si lograban acercarse corriendo, probablemente la mayoría llegaría sin problemas al murete, y lo demás sería muy fácil. Se trataba de correr mucho y no pararse. No parecía sencillo, porque el trecho que quedaba estaba también embarrado, pero lo cierto era que aquellos hombres habían llegado hasta allí sin perder nada más que un poco de dignidad cuando alguien había resbalado y se había caído de culo al suelo. El teniente Ferrer Carriol miró a un lado y a otro y se percató de que, dado que era el oficial de más rango de aquel grupo, la decisión era suya. Podía esperar unos minutos para ver si llegaba algún capitán o el mismo comandante Sugrañes, pero quizás entonces la oportunidad habría desaparecido. Repasó mentalmente las ordenanzas y llegó a la conclusión de que era el momento. Explicó sus órdenes a tres sargentos y, acto seguido, gritó:
—¡Al ataque!
La falta de experiencia y el excesivo entusiasmo les pasaron factura. Salieron del cañizar gritando como locos para darse moral y, como es lógico, un griterío así alertó a los marroquíes, que empezaron a asomar la cabeza por el parapeto. Además, esta salida impetuosa les impidió darse cuenta de un hecho crucial: los moros les habían tendido una trampa. Los días previos al ataque habían estado haciendo mucho más profundo aquel charco inmenso de agua. Hasta entonces, las charcas que los voluntarios se habían encontrado de camino hacia las defensas no tenían más de medio metro de agua. Ahora se enfrentaban con una balsa disimulada que podía tener un metro y medio o dos metros de profundidad. El resultado fue el que los zapadores enemigos habían previsto: los primeros hombres que entraron en ella se hundieron. El empuje de los que iban inmediatamente detrás no permitía recular a los primeros, y los voluntarios iban chocando entre sí mientras procuraban avanzar hacia el parapeto. No toda la balsa tenía la misma profundidad, sino que de vez en cuando había alguna zona en la que el suelo se elevaba un poco. A medida que iban entrando en el agua, los voluntarios se iban dispersando, buscando el mejor camino hacia delante, molestándose mutuamente. Gort llegó al cañizar justo cuando los primeros hombres alcanzaban la mitad de la balsa. Desde detrás de las cañas, pudo ver perfectamente lo que estaba a punto de suceder. Decenas de hombres habían empezado a tomar posiciones en el parapeto y apoyaban las espingardas y otras armas desconocidas en la tierra prensada que servía de defensa. Al mismo tiempo, tres cañones asomaron por las troneras. En pocos segundos, los voluntarios recibirían una avalancha de plomo y fuego, y no tenían ninguna forma de defenderse. Se sintió desprotegido. A treinta o treinta y cinco metros de distancia del parapeto, de pie, era un blanco perfecto. No se lo pensó demasiado: en el agua de la balsa, entre sus compañeros, estaría mejor protegido. Tomó impulso y se lanzó en ella, procurando no soltar el fusil, como habían hecho otros voluntarios. Entonces empezó la matanza.
Todos los hombres que había dentro de los pantanos oyeron perfectamente la descarga de decenas de espingardas y el sonido más intenso y grave de los cañones cargados de metralla que se habían disparado desde los parapetos. La mayoría de los que todavía no habían llegado a la balsa se paralizaron. Como Moxó, que estaba a punto de descargar un golpe en la espalda de Sabatés. Se quedó con el sable en el aire, levantado.
Puede que la reacción de Sabatés fuera comprensible pero, como era habitual en él, no fue nada reflexiva. Al ver que Moxó se había quedado con el sable suspendido en el aire, a punto de descargarlo sobre él, se apresuró a buscar el Lefaucheux. Las balas de aquel tipo de revólver eran de un calibre de once milímetros, y a corta distancia dejaban un agujero terrible. Sabatés se sacó el arma de la cintura y en cuanto tocó el gatillo, se le disparó el revólver, lo que evitó que Moxó cayese muerto en el acto, porque aunque Sabatés habría preferido dispararle en el pecho, a la hora de la verdad le había dado en el brazo en el que llevaba el sable, el derecho. La bala le arrancó buena parte del bíceps y le fragmentó el húmero. Era una herida horrorosa. Moxó salió disparado hacia atrás y quedó tendido en el suelo, sufriendo convulsiones y gritando, mientras que la sangre se extendía por el barro. Chillaba como un cerdo, con unos gritos agudos que herían los oídos.
Sugrañes los oyó perfectamente, tanto el disparo como los gritos, que procedían de su izquierda, muy cerca de donde estaba. Sacó el revólver y se dirigió hacia ellos, convencido de que los marroquíes habían infiltrado hombres para pillar por sorpresa a los atacantes. El comandante llegó justo a tiempo de ver algo que, en un primer instante, no alcanzó a comprender. Vio que un voluntario apuñalaba con una bayoneta a otro que yacía, ensangrentado, en el suelo. El herido seguía chillando y, pasado aquel breve instante de incomprensión, Sugrañes reconoció a Moxó.
Después del disparo de Sabatés, Estop había reaccionado en un santiamén. Moxó había sobrevivido y si se recuperaba y hablaba, los tres estarían condenados. A Sabatés lo liquidarían seguro, fusilado o ahorcado, y los otros dos, tanto Tarrés como él, ya podían olvidarse, como mínimo, del indulto. El humo y los ruidos de la batalla los rodeaban. Giró el fusil donde llevaba calada la bayoneta y atravesó con ella el pecho de Moxó para rematarlo. Pero la primera estocada no fue suficiente. Moxó seguía gritando y moviéndose en el suelo. Estop extrajo la bayoneta del pecho del teniente y se la volvió a clavar, esta vez haciéndola oscilar de un lado a otro para ensanchar la herida.
Esto fue exactamente lo que vio el comandante Sugrañes. Y, entonces, levantó el revólver y apretó el gatillo para abatir a Estop, pero no pasó nada, seguramente porque, como solía ocurrir, el cartucho estaba deteriorado. Se apresuró a intentar abrir el arma para desalojar el cartucho y disparar de nuevo, pero no tuvo tiempo; Tarrés ya lo había visto.
Cuando vio que Sabatés disparaba a Moxó, a Tarrés se le vino el mundo abajo. Aquella mala idea podía malograr todos los esfuerzos que había hecho para volver a ser libre. Por ello aplaudió mentalmente la resolución de Estop para resolver el problema. Antes de que este hubiera terminado el trabajo, Tarrés ya había empezado a pensar qué sería mejor: dejar el cadáver ahí mismo o llevarlo más adelante para simular que los marroquíes habían acabado con el teniente. Pero la aparición totalmente inesperada del teniente coronel Sugrañes desbarató todos sus planes. Tarrés se sacó el Adams de la faja, pero no pudo evitar que Sugrañes tratara de disparar su revólver. Que no funcionara le dio la oportunidad de apuntar. Una bala de cincuenta pulgadas como las que usaba el revólver Adams era una exageración. Hasta hacía poco, esta arma había sido la preferida de los oficiales españoles, pero la llegada del Lefaucheux, que podía disparar diversas balas sin recargar, la había ido relegando. Aun así, todavía había muchas, porque un tiro de aquel revólver provocaba un destrozo que ningún otro podía igualar. Tarrés apretó el gatillo y el Adams rugió con una sacudida inmensa. El retroceso motivó que el brazo de Tarrés se levantara, y la bala que había disparado fue a parar a la cabeza del comandante, que quedó destrozada en el acto. Sugrañes ni se dio cuenta. Su cuerpo y la parte de la cabeza que no había salido volando, cayeron pesadamente en uno de los charcos que había ahí mismo.
—¡Hostia, hostia, hostia, hostia y hostia! —bramó Tarrés, mientras tiraba al suelo con furia el revólver ya descargado que todavía humeaba—. ¿Por qué coño tenías que cargarte al teniente? ¿Dónde tienes el cerebro? ¿Has visto lo que nos has hecho? Ahora, ahora, ahora… Tendría que matarte. ¡Mierda, eres un fanfarrón!
Sabatés soportó los gritos en silencio. Internamente estaba satisfecho por haberse cargado al teniente Moxó, que era un individuo despreciable. Y que Tarrés hubiera liquidado al comandante del batallón, pues había sido un accidente, ni más ni menos. Que no hubiera aparecido en el momento más inoportuno, ¿no? Pero no dejó que todo esto se le reflejara en el semblante. Siguió poniendo la cara de siempre, malhumorada y cabreada.
—Lo siento, no he tenido más remedio…
Estop soltó una carcajada y repitió con voz de niño más o menos lo que había dicho Sabatés mientras agitaba el fusil con la bayoneta llena de sangre.
—Lo siento, lo siento, no he tenido más remedio, no os enfadéis… ¡Oh, qué pena, me he cargado al teniente sin querer, oh, oh…! —Estop dejó de adoptar aquella voz tan ridícula y se dirigió a Tarrés en su tono normal—: Jeroni, con este no vamos a ninguna parte. ¿Qué hacemos ahora? ¿Nos largamos o qué?
Tarrés observó el panorama. Delante de ellos se seguían oyendo gritos y disparos, pero el humo de los cañones parecía más espeso todavía que antes. Sin embargo, no podía confiarse en que aquello durara mucho rato, de modo que había que tomar una decisión. Era muy extraño que hubiera dos oficiales muertos tan atrás y juntos. Aunque Moxó les había dicho que solo Sugrañes y él sabían que estaban bajo vigilancia, muchos voluntarios podían haber visto que Moxó se alejaba con ellos tres. No, había que llevar como mínimo uno de los cadáveres hacia el frente, donde habría más señales de batalla.
—Sí, tenemos que irnos, pero nos llevaremos el cuerpo de Sugrañes para dejarlo lejos de aquí, más hacia delante. Tenemos que dejarlo donde parezca que lo han matado los moros. Tú, Estop, toma al teniente coronel y ve hacia delante. Yo iré un poco más adelante, por la izquierda, y tú, Sabatés, por la derecha, unos metros más allá. Tenemos que evitar que alguien vea que estamos moviendo a Sugrañes de sitio. Sabatés, esto va por ti, no quiero ningún herido ni ningún muerto más, ¿de acuerdo? Si viene alguien, nos avisas, pero no le dispares ni le apuñales, ¿lo has entendido?
—Claro que lo he entendido; no soy idiota —protestó Sabatés.
—Pues para no serlo, lo disimulas muy bien, la verdad —replicó Estop mientras empezaba a cargarse el cadáver del comandante al hombro—. ¡Uf, me estoy manchando de sangre por todas partes, qué asco! Cómo pesa este hombre…
Bocanegra también notó que la batalla empezaba. Que se produjera más hacia delante, a cierta distancia, le pareció bien. Lo que le sorprendió fueron los dos disparos que se oyeron mucho más atrás. Aunque los oficiales les habían dicho que no había que cargar el fusil porque el ataque sería a la bayoneta, sacó un cartucho, lo rompió y cargó el fusil por la boca tras sacarle un momento la bayoneta. Una vez cargado, volvió a acoplarle el cuchillo y levantó el martillo del percutor, preparado para disparar. Con la bayoneta calada, el tiro no sería tan preciso ni llegaría tan lejos, pero si le saltaba encima un moro emboscado, no le importaba ni la precisión ni la distancia. Le pegaría un tiro y lo atacaría después con la bayoneta.
Avanzó procurando no hacer ruido por si acaso. Un poco más adelante oyó gritar a un hombre que parecía abroncar a alguien. ¡Era Tarrés! Lo reconoció por el tono de voz, aunque no alcanzó a entender qué decía. Aquello no era normal. ¿Acaso había disparado Tarrés? ¿Cómo podía gritar de ese modo si estaba con el teniente? Decidió ir con un poco más de precaución aún. Los marroquíes le daban miedo, pero ese miedo no era comparable al que le provocaban Tarrés y sus amigos.
También oyó a Estop y puede que a Sabatés. Se detuvo hasta estar seguro de que las voces se habían alejado. Entonces, siguió andando hasta que vio un cuerpo en el suelo. Parecía un voluntario, y estaba tan quieto que seguramente estaba muerto. Al llegar donde estaba no le extrañó en absoluto descubrir que el cadáver era el del teniente Moxó. Tenía una herida de bala brutal en un brazo, prácticamente arrancado, y unas cuchilladas muy feas en el pecho. No eran necesariamente de bayoneta, pero se habría apostado la fortuna que no tenía a que lo eran y a que quien las había causado era uno de los tres expolicías. Moxó se había muerto con cara de terror y, en resumidas cuentas, no era una visión nada agradable.
Bocanegra respiró hondo. ¡Aquellos cabrones no habían tardado ni un día en deshacerse de su teniente! Si en algún momento había dudado de si Tarrés y compañía habían cambiado un poco, los ojos abiertos y vidriosos del teniente Moxó le habían confirmado que no. Esos tres no tenían ningún escrúpulo y, además, poseían una furia asesina que ponía en peligro a cualquiera que se les acercara. Y que él supiera, quien los tenía ahora más cerca era él. Porque lo conocían y se la tenían jurada. Tenía que alejarse de aquellos personajes todo lo que ellos le permitieran.
Pero no sería tan fácil escabullirse de ellos. A pocos metros del cadáver de Moxó, vio unos restos muy extraños. En un charco próximo había mucha sangre y trozos de carne, hueso y cabellos. Parecía un fragmento de la cabeza de alguien. De Moxó no podía ser porque se la había visto completamente entera. ¿Quién había muerto además de Moxó? Tenía la respuesta muy cerca, pero le pareció inverosímil. Un poco más allá encontró una barretina blanca con el ribete azul, muy ensangrentada y con restos humanos como los que había visto en el charco hacía un momento. El único que llevaba una barretina así era el comandante Sugrañes. Pero no podía ser… En aquellos instantes Sugrañes estaría luchando al frente de sus tropas. Y, en cualquier caso, ¿dónde estaba su cuerpo? Se obligó a retroceder para ver qué más encontraba y localizó un par de objetos igual de sorprendentes: un revólver Adams usado y un Lefaucheux encallado que todavía llevaba el cartucho y tenía el pistón roto. Trató de recordar si Sugrañes tenía una de esas dos armas, pero los Adams y los Lefaucheux eran los revólveres típicos de los oficiales de todo el Ejército y podían ser de cualquiera. Ahora bien, un revólver disparado y otro estropeado podían significar que Sugrañes había sido atacado.
Bocanegra no era nada sentimental, y aunque a estas alturas ya estaba plenamente convencido de que el comandante Sugrañes, un hombre que los últimos años lo había ayudado, y mucho, había sido asesinado, se quedó frío. No podía entender cómo Sugrañes había acabado allí, donde habían liquidado a Moxó, pero era evidente que los mismos que habían matado al teniente se habían cargado al comandante. Y no podían ser otros que los de la Ronda. Tarrés y los suyos no podían saber de ninguna forma que él estaba enterado de su secreto. Si quería sobrevivir, y sabía que no sería fácil, tenía que callar para siempre.
Gort se hundió en el agua y oyó cómo las balas repiqueteaban en la superficie. Era el momento de salir a respirar, porque los marroquíes tardarían entre medio minuto y un minuto en volver a tener preparados los fusiles. Cuando sacó la cabeza del agua, tuvo una perspectiva confusa de lo que estaba pasando. Por todas partes se veían voluntarios salpicando en el agua: unos avanzaban hacia el parapeto y otros intentaban salir de la balsa, retrocediendo para huir de los disparos. También los había que flotaban medio hundidos, heridos o muertos. Decidió que él formaría parte del primer grupo pero que, en la medida de lo posible, se protegería. Uno de los muertos medio flotaba delante de él. Era Toni Pitaluga, a quien Gort había tenido que indicar dónde tenía que dormir y dónde podía conseguir el uniforme cuando se había alistado en Barcelona. Pitaluga tenía una pequeña herida en el pecho que, al parecer, había bastado para enviarlo al otro barrio. Gort sujetó el cadáver del voluntario y lo fue empujando delante de él a modo de escudo.
Así como en la primera descarga los marroquíes habían disparado más o menos todos a la vez, ahora ya no lo hacían de ese modo, lo que disminuía su eficacia. Se notaba que en aquel parapeto no había demasiados soldados adiestrados y sí, en cambio, muchos hombres reclutados exclusivamente para aquella defensa. Pero aunque disparaban mal y a destiempo, alguna bala acababa hiriendo o matando a alguno de los muchos voluntarios que había en la balsa. Los disparos de las espingardas eran muy peligrosos, pero los que resultaban más letales eran los de cañón. La primera andanada había resultado especialmente mortífera, porque como mínimo uno de los tres cañones situados delante de la zona por donde se acercaban los voluntarios estaba cargado con metralla. Gort temía la segunda andanada. Entre el cuerpo del voluntario muerto, algunas pequeñas islas de vegetación y un poco de suerte, se sentía con ánimos de evitar los disparos de las espingardas. Sabía que, en cambio, no había defensa posible ante una bala de cañón o ante la metralla. El segundo disparo de los cañones se hacía esperar, quizá porque los artilleros tampoco estaban bien adiestrados. Aprovechó la pausa relativa para mirar y pensar el camino para salir de aquella balsa de muertos. Se fijó en que a su izquierda se habían acumulado los cuerpos de tres hombres, puede que un par de ellos todavía vivos. Parecía que aquellos malheridos sobresalían del agua más que otros. Puede que allí la balsa no fuera tan profunda. Vio que, con la agitación del agua que provocaba el chapoteo de los voluntarios, de vez en cuando quedaba descubierta una franja de tierra en aquella zona. Se acercó con cuidado y sí, los marroquíes habían dejado un paso disimulado, cubierto con apenas un palmo de agua. En aquel momento los cañones dispararon e hirieron a unos cuantos voluntarios más. Una de las troneras estaba situada justo delante del camino hundido, como defensa si los atacantes lo descubrían o para ayudar a los marroquíes si efectuaban una salida contra los españoles. Se decidió: o ahora o nunca. Teniendo en cuenta la poca habilidad de los artilleros, tardarían un par de minutos como mínimo en volver a cargar el cañón que acababa de disparar. Era el tiempo que tenía para llegar al camino y correr hasta el parapeto. No se lo pensó más, tomó impulso para encaramarse y salió disparado, rogando que no se hubiera equivocado y que la elevación del terreno llegara realmente hasta el final de la balsa. Corrió como alma que lleva el diablo, oyendo cómo algunas balas le pasaban cerca. Se aproximaba al murete de defensa, así que dio un salto y, sin tiempo para frenar, chocó con el muro de tierra prensada. El golpe fue doloroso, pero no le importó. Ahí debajo era muy difícil que los marroquíes pudieran dispararle porque el muro era muy recto y no habían construido ninguna torre o baluarte que permitiera atacar a quienes, como él, lograran llegar hasta la pared. Para dispararle, el fusilero tendría que asomar mucho el cuerpo. En realidad, uno de ellos lo intentó, pero Gort alzó el fusil con la bayoneta y le pinchó un costado. No lo mató, ni siquiera lo hirió de gravedad, pero bastó para que el marroquí decidiera que había otras dianas más fáciles. Además, ¿qué podía hacer un hombre solo al pie del muro?
Pero empezaba a no ser un hombre solo. Otros voluntarios, al ver cómo Gort había logrado salir de la balsa, repetían la carrera por el camino medio hundido. Un par fue lo bastante idiota para no tener en cuenta la cadencia de disparos del cañón, y una bala le arrancó la cabeza a uno y dejó muy malherido al otro. Pero a los pocos minutos ya había una treintena de hombres al pie del muro, sin saber muy bien qué hacer. Era evidente que podían entrar por las troneras, pero el problema era que las armas que llevaban, los que todavía las llevaban, estaban empapadas, de modo que era imposible cargarlas y dispararlas. Tendrían que hacerlo a la bayoneta, pero entrar de uno en uno por la tronera en una zona donde había decenas de enemigos con armas de fuego cargadas era un suicidio. Pegados al muro, exhaustos, algunos de ellos heridos, era muy difícil que alguien tomara las riendas y decidiera qué había que hacer. Desesperado, Gort miró hacia el otro lado de la balsa, hacia los cañizares. Los voluntarios que faltaban habían ido llegando, pero la mayoría no acababa de decidirse a cruzar el agua, a la vista de lo que había sucedido a los compañeros que los habían precedido. Entonces, como si fuera una aparición, la cabeza de un caballo salió de entre las cañas, y sobre el animal, el mismísimo general Prim. ¡El primer alto oficial que aparecía y era el propio jefe del Segundo Cuerpo! Y mientras se preguntaba un instante dónde estaría, por cierto, Sugrañes, Gort vio que el general observaba la balsa para buscar la manera de cruzarla, así que decidió sacarlo de dudas:
—¡Aquí, aquí, general! —gritó agitando los brazos hasta que, finalmente, Prim lo miró—. ¡Hay un camino! ¡Hay un camino! ¡Allí, delante de la tronera, allí! ¡Solo hay un palmo de agua y es ancho!
Prim no dijo nada pero dirigió la vista hacia donde decía aquel voluntario que, por cierto, le sonaba de algo. Reconoció los mismos signos que habían alertado antes a Gort y vio cómo la mayoría de los situados al pie del murete estaban prácticamente en línea recta al camino oculto. Miró a su alrededor y vio a los voluntarios, incluidos los oficiales, expectantes, sin saber muy bien qué hacer. Otro general habría ordenado a sus subordinados que atacaran, pero él temía que la inexperiencia de los catalanes condujera el ataque al desastre. No, en lugar de explicar lo que tenían que hacer y perder tiempo y hombres, había que aprovechar el momento. No se lo pensó más y gritó a los voluntarios:
—¡Venga, muchachos, síganme!
Sacó el sable, espoleó al caballo y empezó a tomar velocidad por el camino hundido. Los voluntarios no se creían lo que estaban viendo. ¡El mismo general Prim cabalgando sobre las aguas! Cuando se acercó al murete, Prim clavó aún más las espuelas en el lomo del pobre caballo, se agazapó un poco y se preparó. Gort lo tuvo claro: Prim iba a saltar la tronera con el caballo para entrar en el campamento enemigo. Y él lo seguiría, seguro.
El caballo no falló, saltó por encima del cañón, chocó con las patas de atrás en el agujero de la tronera, y animal y jinete entraron en el campamento enemigo un poco de lado, a punto de caerse. Aquella entrada tan poco canónica en el campamento fue providencial, porque el impulso del caballo tiró al suelo a dos de los artilleros y provocó que los demás servidores del cañón se echaran hacia atrás. Gort, en cuanto Prim y su caballo hubieron entrado, saltó por encima del cañón y, con la bayoneta avanzada, se introdujo en el campamento enemigo. El general ya estaba repartiendo sablazos a uno y otro lado, pero, pasado el primer susto, su situación era precaria. Unos cuantos voluntarios habían empezado a saltar el murete o a entrar directamente por las troneras, como había hecho Gort, pero la desproporción entre atacantes y defensores era enorme. Gort había herido a un hombre en la cara y, agitando la bayoneta, había hecho huir a tres artilleros que intentaban defenderse con las baquetas del cañón. Pero ahora estaban llegando los soldados marroquíes con espingardas y gumías, y el ataque, tan precario, corría el riesgo de fracasar. Lo que estaba claro era que la única posibilidad de salir con vida que tenían el general y los voluntarios que habían entrado al asalto era ganar.
Los marroquíes dedujeron fácilmente que el ánimo de los atacantes decaería si conseguían tirar al general del caballo. Por esa razón varios hombres con espadas se le acercaron para intentar herir al animal y, de paso, al jinete. Prim se defendía como podía con el sable, pero necesitaba ayuda urgentemente. Gort corrió hacia él y clavó la bayoneta a uno de los enemigos, por la espalda, a la altura de los riñones. La primera vez que Gort mataba a alguien en la vida y lo hacía cuando tenía al hombre de espaldas. Extrajo la bayoneta del cuerpo y siguió hacia los moros que asediaban a Prim. El siguiente era un hombre de mediana edad, totalmente rapado pero con una barba puntiaguda. Llevaba una chilaba con un cinturón de tela, de donde le colgaba la vaina de la espada. El muchacho no se lo pensó y clavó de nuevo la bayoneta, esta vez en el costado. Seguramente alcanzó con la hoja el corazón del hombre, que cayó redondo en medio de una explosión de sangre que le enrojeció la ropa.
La entrada fulgurante de Gort, la energía de Prim a caballo y la incorporación cada vez más numerosa de voluntarios quebró la moral de los defensores. Aunque puede que los soldados marroquíes fueran diez o veinte veces más numerosos que los atacantes, de repente empezaron a tirar las armas al suelo y a marcharse corriendo en dirección a las tiendas del campamento. Los voluntarios, desenfrenados, los persiguieron, clavando las bayonetas donde podían y, en algún caso, disparando si tenían el fusil en condiciones. El miedo que habían sentido, el hecho de ver cómo los compañeros caían en la trampa de la balsa, la euforia de la entrada al asalto, todo se conjugó para que los hombres se dejaran arrastrar en una orgía de sangre. Los marroquíes que se rendían solo podían esperar que les clavaran un cuchillo o, como mínimo, un culatazo de fusil en la cara.
La entrada de los voluntarios provocó la reacción en cadena de toda la defensa de los marroquíes. Minutos después, los cazadores de Alba de Tormes saltaron el murete con menos oposición y, prácticamente al mismo tiempo, el Tercer Cuerpo, que estaba atacando por el flanco derecho, vio cómo los marroquíes empezaban a replegarse con cierto orden primero y en desbandada después. La batalla ya estaba decidida.
Los voluntarios fueron apagando la furia que los había consumido. Cuando llegaron a las tiendas del campamento, totalmente abandonadas, el deseo de matar se vio reemplazado por las ganas de saquear, de llevarse algún tesoro o, como mínimo, algún recuerdo exótico de aquella batalla. Pero, excepto unas cuantas tiendas que eran de los grandes mandos marroquíes, en las otras no había cosas de demasiado valor y, poco a poco, los hombres fueron recuperando el juicio.
Gort se sentó, agotado, ante una de las tiendas abandonadas, donde había una especie de cazuela de barro cubierta con una tapa cónica. La destapó y vio que contenía una comida muy curiosa, que nunca había visto: una especie de gachas amarillentas con pasas, piñones y verduras. Tenía buena pinta, así que tomó un puñado con la mano. Todavía estaba algo tibia y la encontró deliciosa. Comió unos cuantos puñados más hasta que le entró una gran somnolencia y se quedó dormido.
Es probable que no durmiera más de diez minutos, pero aquella cabezada tan corta le permitió recuperar fuerzas. Aún se oía algún tiro esporádico, sobre todo en la montaña que le quedaba a la derecha, donde estaba el segundo campamento marroquí. Pero parecía que ahí también se había derrotado a los enemigos. Gort no sabía si ahora tenían que seguir avanzando hasta Tetuán, que estaba a dos o tres kilómetros de distancia. La ciudad estaba amurallada, y si tenían que asaltarla no sería algo rápido, eso seguro. Además, si todos los que habían participado en la batalla de esa mañana estaban tan cansados como él, difícilmente tendrían empuje para atacar las puertas de la ciudad.
Los voluntarios estaban agotados. Haber llevado el peso de la batalla cuando no hacía ni un día que habían llegado a África había sido una prueba muy dura. Además, una vez había pasado el arrojo y la locura del combate, empezaban a pensar en el riesgo de muerte que habían corrido y en los compañeros que habían caído. Una de las tiendas más grandes que había abandonado el enemigo había sido habilitada como hospital de sangre. Ahí, algunos catalanes y muchos soldados que no habían llegado a participar directamente en la batalla, estaban llevando a los muertos y a los heridos, la mayoría caídos en la balsa mortal. Alineaban a los fallecidos, uno al lado de otro, delante de la tienda, mientras que entraban a los heridos para guarecerlos en la medida de lo posible. Unas cantineras se dispusieron a arreglar a los cadáveres y a buscar en los bolsillos o las mochilas, si todavía las llevaban, las cartas o los recuerdos que quizás habían dejado para sus familias. Gort, todavía sentado en el suelo, vio cómo uno de los grupos que llevaba a un voluntario herido o muerto era especialmente numeroso y, además, provocaba gran revuelo entre los catalanes que se acercaban. Decidió levantarse e ir a ver qué pasaba. La comitiva dejó al voluntario que transportaba en la zona de los cadáveres, y la gente lo rodeó. Gort fue apartando a los soldados hasta poder ver el cuerpo. En un primer momento no quiso reconocerlo. El cadáver tenía media cara tapada con un pañuelo. Bueno, no exactamente tapada, porque no seguía el contorno normal de la cara, sino que se hundía y revelaba que le faltaba un buen pedazo de cráneo. Ningún otro de los muertos de bala tenía semejante destrozo. Ni el uniforme ni lo poco de la cara que podía verse dejaban lugar a dudas: aquellos eran los restos del teniente coronel Victorianu Sugrañes, a quien todo el mundo conocía como comandante Sugrañes.
Gort abrió la boca y se quedó petrificado. Dio media vuelta y se alejó del grupo de gente que miraba entristecida a Sugrañes y a los demás soldados muertos. Empezó a dolerle la nariz rota, y el dolor le hizo recordar los ratos que había pasado con el comandante desde que había muerto su padre, cómo lo había cuidado, cómo, a su torpe manera, se había encargado de él y cómo, ahora se daba cuenta, lo había querido como a un hijo. Y, por primera vez desde que asesinaron a su padre, Gort sollozó.
—General, ¿se puede pasar?
Desde el exterior de la tienda que había sido de Muley Ahmed, uno de los dos hermanos del emperador de Marruecos que comandaban las tropas a las que acababan de derrotar, el teniente coronel Fort avisó al general Prim para poder hablar con él. Fort era un hombre discreto, con una trayectoria militar más regular que la que había tenido Sugrañes, pero que también había sido represaliado por liberal. Junto a Prim se sentía bien, a pesar de que tenían caracteres muy distintos. Prim era afable, pero frío como el mármol, mientras que el teniente coronel era seco y estricto en el trato, aunque en el fondo era un sentimental. Prim decía a menudo que Fort era el mejor oficial que tenía, pero que le faltaba un poco de imaginación. Le faltara o no, estaba seguro de que lo que ahora tenía que explicar a Prim no le gustaría. Bueno, a él, por lo menos, no le habría gustado.
—¡Pasa, pasa, Fort!
—Con permiso, general… —Fort no tuvo que agacharse para entrar en la tienda. El suelo estaba lleno de alfombras de colores muy diversos: rojas, verdes, turquesas. Había un par de mesitas bajas muy decoradas y un montón de utensilios de plata para preparar y tomar infusiones.
—Es bonito, ¿verdad? —Prim describió un círculo con el brazo para indicar el contenido de la tienda—. Bonito, pero poco práctico. Después, haz pasar al ordenanza, que le pediré que me traiga una mesa como es debido, sillas, lo que haga falta para que sea habitable… A ver, ¿qué hay?
—No sé si se ha enterado de que el teniente coronel Sugrañes…
—Sí, sí, ya me lo han dicho, ya. —Prim se permitió bajar los ojos un momento en señal de duelo—. ¡Pobre Victorianu! Toda la vida ha sido un hombre valiente y así ha muerto, como él quería, al frente de sus tropas… ¿Te encargarás tú de que le hagan llegar sus pertenencias a su familia, Fort? Ahora no recuerdo cómo se llama su mujer, que es un poco pánfila. Pobre, lo pasará mal, seguro…
—Sí, no es ningún inconveniente, general. De hecho, ya lo he puesto en marcha antes de venir. Pero ha surgido un problema. Bueno, no sé si llega a la categoría de problema… Resulta que en un bolsillo del cadáver del teniente coronel han encontrado una carta dirigida a usted.
—¿A mí? —se sorprendió Prim—. Pero ¿por qué? ¿La has leído? ¿Qué dice?
—General, yo…
—Seguro que la has leído, porque es tu obligación, y has hecho bien. Va, ¿qué dice?
—Resulta que Sugrañes tenía un ahijado, un joven que ahora es cabo de los voluntarios. Parece que este muchacho es el hijo de un soldado que luchó con usted en las guerras carlistas. El soldado se llamaba Ramon Gort.
Prim frunció la boca y miró fijamente al techo.
—Gort, Gort… Creo que sé quién es. ¿Es de Reus, como Sugrañes?
—Pues no lo sé, porque en la carta no lo pone. Resulta que a este tal Ramon Gort lo mataron hace unos años.
—Vaya…
—Sí. Entonces Sugrañes acogió a su hijo, Joan Gort, y lo apadrinó. —Fort calló un momento.
—¿Y por eso me escribe Sugrañes una carta desde el más allá, porque hizo una buena obra hace años?
—No, lo que le pide a usted, general, de forma personal, es que se comprometa a que si él muere durante la guerra, ayudará todo lo que pueda al muchacho, y más teniendo en cuenta que es hijo de un antiguo soldado suyo y ahijado de uno de sus oficiales.
Prim chascó la lengua, disgustado. No le gustaba nada comprometerse a ayudar a nadie, y muy especialmente a un soldado en mitad de una guerra. ¿Qué pasaba? ¿Ahora no podría enviar a una unidad a luchar por miedo a que mataran a un soldado al que él se había comprometido a proteger? No, no le gustaba nada, y Fort lo sabía perfectamente. Pero Prim era de soluciones rápidas. Había estado pensando quién podía sustituir a Sugrañes al frente de los voluntarios y, en realidad, había medio decidido que uno de los capitanes del batallón ascendiera a comandante para que se hiciera cargo de los hombres. Pero esta solución no lo dejaba totalmente satisfecho, porque no conocía lo suficiente a los capitanes y no sabía si podían ser lo suficiente responsables para dirigir a sus catalanes. Ahora, con el problema del ahijado, se le había encendido la bombilla.
—¡Ya sé qué haremos! —Sonrió con expresión de lobo—. ¡Francesc Fort, te asciendo a coronel! A partir de ahora te encargarás del Batallón de Voluntarios de Cataluña… y de paso, del cabo Gort.
Fort abrió los ojos, sorprendido. Apenas hacía tres semanas que lo habían ascendido a teniente coronel y ahora se encontraba de golpe a un solo paso del generalato y con un batallón propio. Lástima que la guerra estuviera a punto de terminar…
—Yo, yo… Gracias, general, procuraré hacer honor a su nombramiento. —Fort consideró necesario cuadrarse y efectuar una salutación militar, lo que por primera vez provocó la risa de Prim.
—¡Ay, Fort, eres siempre tan formal que me haces reír!
Con la batalla que se había producido delante de Tetuán, la guerra tenía que haberse terminado. Pero no se terminó, y nadie sabía cuándo lo haría. Los españoles no entraron en la ciudad hasta dos días después de la victoria. Como siempre, O’Donnell, que era un hombre de lo más indeciso, decidió esperar acontecimientos. Y los acontecimientos llegaron en forma de delegación de los vecinos de la ciudad, en buena parte judíos, que pedían al Ejército español que entrara en Tetuán lo antes posible para acabar con los saqueos de los soldados derrotados. Pero O’Donnell se lo tuvo que pensar y repensar antes de dar la orden, y aun así montó una maniobra complicada y pesada de envolvimiento de la ciudad. Enviaron a los voluntarios a conquistar la alcazaba, un antiguo fortín musulmán que dominaba, pegado a las murallas, la parte más elevada de la población. Por suerte no había nadie dentro, así que nadie les disparó, pero como no tenían ni escaleras ni cuerdas, tuvieron que entrar de una forma muy de su tierra. Algunos voluntarios de Valls y de Vilafranca organizaron un castillo humano para superar el muro. Les bastó con un tres de cuatro, tanto para subir a la alcazaba como para ganarse la admiración de todo el Segundo Cuerpo, que los contemplaba desde la parte inferior de la muralla.
Los demás cuerpos lo tuvieron mejor, simplemente entraron por las puertas abiertas de par en par. Dentro de Tetuán el panorama era desolador. Muchas casas, especialmente las de la minoría judía, habían sido arrasadas por los soldados que huían. No había comida, muchos pozos estaban contaminados y la población estaba totalmente abatida. Además, como suele pasar después de un sitio, los tetuaníes habían salido del fuego para caer en las brasas. Si sus compatriotas los habían maltratado, sus nuevos amos los humillaban todo lo que podían. Los españoles esperaban encontrar en Tetuán lo que podían encontrar en las ciudades de la Península: tabernas, bebida, comida grasienta y mujeres a buen precio. En Tetuán, una ciudad que era una capital agrícola, religiosa y muy tranquila, más bien conservadora, no existía nada de todo esto, lo que provocaba el mal humor de los soldados, que se lo hacían pagar a los habitantes.
No todos los ocupantes estaban preocupados por estas cuestiones. Mientras se celebraban las conversaciones de paz, los soldados estaban acampados esperando acontecimientos. Al Segundo Cuerpo le había tocado instalar las tiendas fuera de la ciudad, en el camino de Tánger, justo al otro lado de donde había tenido lugar la batalla el cuatro de febrero. Gort se mostraba especialmente arisco desde la muerte del comandante Sugrañes. Los pocos que conocían la relación que lo unía con el comandante habían querido aproximarse para ofrecerle consuelo, pero él los había mandado a la porra. Ahora Gort solo tenía tiempo para pensar en una única cosa. Había prometido a Sugrañes que no se vengaría de los asesinos de su padre mientras estuviera bajo su mando, pero ahora, por desgracia, el comandante estaba muerto y él estaba liberado de esa promesa.
El nuevo coronel, Fort, le había parecido un hombre muy seco. Un día, una vez ya se habían instalado en el nuevo campamento, lo había llamado para decirle que sabía que Sugrañes había sido su padrino. De hecho, no dijo mucho más, y Gort no acabó de entender por qué lo había llamado a su tienda para decirle solo eso.
Ahora, con las manos libres, lo primero que había hecho había sido averiguar qué cara tenían Tarrés, Sabatés y Estop. Cuando los vio, le sorprendió cómo distorsiona el tiempo los recuerdos. De Estop no se acordaba. De hecho solo lo había visto a oscuras y de relativamente lejos. Pero a Sabatés y a Tarrés, sobre todo a Tarrés, sí que los recordaba bien, aunque se había formado la idea de que eran mucho más altos y fuertes de lo que aparentaban allí, en las afueras de Tetuán. También se tranquilizó con respecto a algo que lo había preocupado durante mucho tiempo, y era que tenía miedo de haber perdido el deseo de matarlos. No, no lo había perdido en absoluto y, en realidad, puede que tras la muerte de Sugrañes tuviera más ganas que nunca de hacerlo. De algún modo, por más retorcido que pareciera, si lograba matar a aquellos tres hombres, no solo se vengaría de la muerte de su padre, sino también de la muerte del comandante, o por lo menos del dolor que le había provocado su desaparición.
De todos modos, aunque formalmente estaba liberado de la promesa hecha al difunto comandante, Gort era muy consciente de que no podía ir y pegarles tres tiros sin más. Si quería matarlos, y quería además salir indemne de ello, tenía que ir con cuidado y planificar cómo hacerlo. Para empezar, lo mejor era encontrarlos por separado y solos, y eso, solo eso, ya era francamente difícil. Siempre iban los tres juntos a todas partes. El único que, de vez en cuando, iba más a lo suyo era Jeroni Tarrés, pero jamás se alejaba del campamento ni entraba en la ciudad cuando estaba solo. Como ahora las obligaciones de Gort solo consistían en hacer guardia de vez en cuando, tenía mucho tiempo para vigilar a los expolicías. Dentro del campamento era muy sencillo seguirlos sin que lo vieran, pero la cosa se complicaba cuando estaban libres de servicio e iban a Tetuán. Gort nunca había visto una ciudad tan laberíntica como aquella, con calles estrechas que zigzagueaban sin demasiado sentido. Las casas se inclinaban hacia las calles y parecían, por lo menos por fuera, viejas y destartaladas, a punto de caerse en cualquier momento. Solo de vez en cuando, cuando la casualidad quería que se abriera la puerta de alguna vivienda a su paso, podía ver fugazmente unos patios con unos mosaicos maravillosos, con fuentes de las que manaba agua fresca y puertas trabajadas por artesanos. Pero estas visiones duraban tan poco que dudaba de que lo que había visto se correspondiera con la realidad.
No se sentía cómodo en Tetuán. Muy pronto tuvo que renunciar a seguir a los tres expolicías dentro de la ciudad, porque era imposible que no se dieran cuenta si se acercaba, y los perdía si les concedía algo de ventaja. Cuando Tarrés y compañía cruzaban la muralla y entraban en la población por la puerta de Tánger, daba media vuelta y regresaba a las tiendas de los voluntarios, que eran las que estaban más alejadas de la ciudad. De hecho, los catalanes estaban más cerca de Bu-Selimam, un pueblecito encaramado a la montaña del otro lado del río, que de Tetuán. Aunque los oficiales habían dicho a los hombres que no se alejaran demasiado del campamento, Gort tenía ganas de andar hasta aquellas casas blancas que veía todos los días desde la tienda. Un día, de madrugada, justo cuando fue relevado de la guardia, decidió acercarse. «Hoy —pensó—, Tarrés tendrá que esperar.»
La excursión le gustó mucho. Vio algunos conejos y lamentó no llevar la escopeta, pero respiró los aromas de las hierbas del campo que tanto le recordaban el tomillo y la ajedrea de la sierra de la Mussara. El pueblo estaba tranquilo y, de hecho, difícilmente podían vivir en él más de un centenar de personas. Solo vio cuatro o cinco, y no tuvo oportunidad de hablar con ellas. Cuando cruzaba el río con cuidado, de vuelta al campamento, tuvo un encuentro inesperado.
Sentado entre unas rocas grandes, estaba Bocanegra. Se había situado en un lugar muy escondido, y no lo habría visto de no ser porque estaba cruzando el río en dirección al campamento. Lo había visto muy poco desde que habían llegado a África. Era imposible no verse de vez en cuando en un grupo de menos de quinientos hombres, pero no habían mantenido ningún tipo de contacto. Puede que, en otras circunstancias, hubiera pasado de largo y ni siquiera lo hubiera saludado. Pero por primera vez desde la muerte de Sugrañes, había pasado un buen día y estaba de buen humor. Y, además, aunque no le hacía demasiada gracia la idea, lo cierto es que Bocanegra le traía recuerdos del comandante, y eso lo enternecía. Por esta razón decidió hablar un poco con él.
—Bocanegra, ¿qué haces por aquí?
Bocanegra no sabía cómo tomárselo. Estaba sufriendo muchísimo desde el día de la batalla. Cuando llegó al campamento marroquí, una vez ya habían entrado centenares de voluntarios a sangre y fuego, se enteró de que habían encontrado al comandante muerto cerca de la balsa, aunque muy a la derecha de donde había tenido lugar el ataque a la tronera. Decían que, seguramente, el comandante se había perdido y, al oír los disparos, se dirigía hacia la zona de combate cuando una bala le había dado en la cabeza. Más tarde, Bocanegra se acercó a mirar el cadáver, como hicieron prácticamente todos los voluntarios, y se fijó en que al comandante le había volado una tercera parte de la cabeza y que, además, no llevaba la barretina. Para más inri, coincidió con los tres expolicías. El más corpulento de los tres, Estop, tenía una mancha de sangre muy grande a la altura de los riñones; una mancha que se extendía en dirección a las nalgas. Y Bocanegra supo entonces cómo habían transportado el cadáver: a hombros de Estop, con la cabeza chorreando sangre y golpeándole los riñones mientras andaba.
Desde entonces, Bocanegra tenía miedo, mucho miedo. Había estado muchas veces en peligro, pero esta vez estaba convencido de que no saldría con vida. Tal vez fuera porque todas las maniobras que había usado para alejarse de los tres asesinos lo habían acercado cada vez más a ellos. Nunca tenía que haber aceptado ir a África, sabiendo que Tarrés estaba ahí. Claro que creía que estaba en la cárcel y que no saldría de ella, pero lo que había hecho era tentar la suerte y, de momento, había perdido. Y cuando supo que se habían alistado, tenía que haber desertado. Estaba en Barcelona, todavía estaba a tiempo, quizá si hubiera hablado con Sugrañes… Y después, en Algeciras, todavía había tenido la última oportunidad. Habría sido mejor desertar a la Península. Seguro que lo habrían llevado a la cárcel, pero no lo habrían fusilado. Y estaría lejos de aquellas alimañas. Ahora lo veía claro: hiciera lo que hiciese, todo lo conducía hacia ellos; no tenía escapatoria. Y ahora no solo el propio Tarrés le había dicho que estaba condenado por lo que les había hecho hacía años, sino que además sabía que habían cometido un nuevo doble crimen. Si sospechaban que lo sabía, lo matarían. Y tal como habían ido las cosas últimamente, seguro que al final lo sabrían.
La aparición de Gort, un Gort más suave que nunca en los últimos tiempos, le abrió un pequeño resquicio de esperanza. ¡Gort! ¡Gort, sí, Gort! Gort era el único capaz de matar a esos tres, entre otras cosas porque sería un enemigo inesperado, alguien que los atacaría sin que estuvieran alerta. Además, ahora Gort tendría el doble de motivos que antes para liquidarlos… Pero, como siempre que podía, prefirió reservarse la carta. Siempre habría tiempo para revelarle que la muerte de Sugrañes no había sido a causa de la guerra.
—Nada, bebiendo un poco. ¿Gustas? —Alargó una bota a Gort, que la tomó y bebió un trago.
—¡Uf, qué malo es esto! —Después de beber, Gort dirigió una mirada al río, que bajaba suavemente—. Se está bien aquí. Mejor que en Tetuán…
—Sí, y además, puedes estar solo… Bueno, quiero decir… No lo digo por ti, ¿eh?
—No te preocupes. Si quieres, me voy y te dejo solo…
—Escucha, Gort —dijo Bocanegra con cara de preocupación—. ¿Todavía estás pensando en cargarte a esos tres?
—Eso no es asunto tuyo.
—Es que he pensado que, bueno, tal vez podría ayudarte…
Gort desconfió al instante. Bocanegra, ayudando… ¿Por qué?