1859
Gort se despertó cuando apenas empezaba a clarear. No había dormido bien porque había tenido la debilidad de dejar que la muchacha se quedara en la cama. Con la poca luz que se colaba por la ventana la miró, desnuda y dormida, y se le despertó de nuevo el deseo. Pero no se quería permitir ninguna debilidad más. Con la mano le sacudió el hombro hasta despertarla sin miramientos.
—¿Qué haces? Déjame dormir, va…
—Levántate y vete, que pronto saldrá el sol.
—Ay, no… Déjame, tengo sueño… —Se giró y le dio la espalda, dispuesta a seguir durmiendo.
Gort se enojó y con la mano abierta le dio una palmadita no muy fuerte pero de modo contundente en el trasero desnudo.
—¡Que te levantes, que ya te dije que no quería que te quedaras a dormir!
—¡Salvaje, animal, imbécil! —La muchacha se incorporó, hecha una furia, pero se encontró con que las manos fuertes de Gort la sujetaban por los hombros. Aunque podía ser brutal, la chica no pudo más que estremecerse al verlo a media luz. Gort tenía una cara que podía haber sido agraciada a no ser por la nariz rota y desviada que le confería un aire siniestro. Era fuerte, delgado y peludo, y tenía una voz… ¡qué voz tenía Gort! Decidió probar otra táctica para quedarse.
—Ahora mismo me iré, pero ya que estamos los dos desnudos y, por lo que veo, todo tú está muy despierto…
—Basta, vístete y vete, que tengo que salir a cazar.
Gort se levantó rápidamente y lanzó la ropa a la chica. Para evitar alargar la situación, se puso los calzoncillos y se fue a la despensa a comer algo antes de salir. Hurgando, encontró la lata de carquiñoles, ahora vacía, la contempló un instante y la devolvió a su sitio, con una delicadeza que no pegaba con su aspecto.
—¿Todavía no te has ido? —gritó desde la despensa.
—Ya va, si lo llego a saber…
—Si lo llegas a saber, ¿qué?
—Nada… Oye, mi marido volverá a irse de aquí a dos semanas. Se va a Amposta o a Tortosa, no lo sé… ¿Podré quedarme entonces?
—Date prisa y no me molestes.
Finalmente, se marchó. Gort acabó de vestirse, se colgó el zurrón y tomó la escopeta. Llamó al perro y los dos echaron a andar. Salir a cazar, aunque no cobrara ninguna pieza, se había convertido en una vía para desahogarse de la tormenta que constantemente había en su interior. Cuando asesinaron a su padre, el comandante Sugrañes, generoso, lo acogió en su casa y lo trató como a un hijo, pero Gort, a quien ahora ya muy pocos osaban llamar Joan, aguantó poco más de un año. El segundo verano tras la muerte de su padre, volvió a instalarse, solo, con poco más de quince años, en la masía, y ahí continuaba. Pero el golpe de la muerte brutal de su padre le había dejado una mala leche descomunal. Durante unos años no había bronca en la que Gort no participara, tanto en Reus, como en Riudoms o Montbrió, por donde Gort solía pasearse. Pronto las mujeres, tanto las campesinas como las hijas de los comerciantes y los menestrales o, incluso, las burguesitas, empezaron a adorarlo. Era duro, bien parecido, seco, con una nariz torcida que le daba un aire de matón y, sobre todo, se notaba que siempre iba a por todas. Para él una pelea, una discusión, un conflicto no se terminaban hasta que no se salía con la suya, hasta que no derrotaba a su oponente, fuera entonces, fuera semanas más tarde. Era implacable. El comandante Sugrañes jamás sabía si aquel muchacho, con quien se sentía en deuda porque su padre había muerto a su servicio, le gustaba o le daba miedo.
Empezó a andar con la escopeta descargada hacia un campo, no muy lejos del camino de Tarragona, donde había visto madrigueras de conejos. La cargó con cuidado, prensando muy bien la pólvora, el papel encerado y la bala redonda hacia el fondo del cañón con la baqueta. Gort era tan conocido por las malas pulgas que gastaba como por su extraordinaria puntería. Una hora, dos conejos, tres disparos, el primero de los cuales para quitar la humedad del cañón y afinar más la puntería. Lo pensaba muy a menudo: matar le gustaba. Era terrible y, a la vez, le enorgullecía, porque sabía que, simplemente, se estaba preparando para matar, algún día, a unos cuantos a quienes se lo debía. Este había sido el motor de su vida los últimos cuatro años, desde que supo exactamente quién había matado a su padre y que la mayoría de los implicados todavía estaban vivos.
Lo supo el día en que Bocanegra volvió a aparecer. Había ido a un antro infecto de La Selva del Camp, un lugar donde había más ratas que vasos, precisamente el lugar donde Gort prefería ir en aquella época. Siempre era el más joven, lo que muy a menudo había confundido a los matones que frecuentaban aquellos locales. Al principio, Gort había recibido de lo lindo, pero era conocido porque siempre, siempre, siempre, llegaba un día en que devolvía la paliza a quien le había pegado. Y, si podía, se la devolvía mucho más fuerte. Rencoroso, vengativo y mala bestia, ya hacía tiempo que nadie lo molestaba. Aunque era muy joven, la nariz rota y torcida, la fama y, sobre todo, el aire peligroso que tenía lo protegían eficazmente de la gente con ánimo de pelea. Además, aunque en aquellos locales servían el vino más denso, fuerte y repelente que pudiera encontrarse, Gort nunca bebía más de dos vasos.
Aquel día todavía no se había terminado el primero, sentado a una mesa mirando hacia la puerta, cuando entró en la bodega un hombre espigado, con un abrigo largo a pesar del calor. El hombre se quedó plantado a un paso de la puerta, esperando a que sus ojos se acostumbraran a pasar de la claridad a la oscuridad del interior, o quizás a que la nariz se le adaptara del olor de un henil que había en la plaza al hedor de vino rancio, tocino reseco y sudor de la bodega. En cualquier caso, esos momentos de desconcierto permitieron a Gort ver al recién llegado lo suficiente para darse cuenta de que era Bocanegra, cuatro años después de haberlo visto por última vez el día que mataron a su padre. Por lo que se veía no había cambiado demasiado, hasta parecía que llevaba la misma ropa y tenía el mismo ademán imbécil.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Bocanegra vio que Joan Gort lo miraba fijamente sentado a una mesa. Se dirigió a él como si no hubiesen pasado cuatro años y unos hechos terribles desde su último encuentro.
—Hola, Joan, te estaba buscando…
—No me llames Joan. Llámame Gort. ¿Para qué me estabas buscando, Bocanegra?
—¿Puedo sentarme? —Bocanegra no esperó a que le diera permiso, se sentó frente a Gort y buscó con la mirada al propietario de la tasca para que le llevara un vaso de vino—. Ahhh, ya tenía ganas de sentarme. Llevo andando desde la mañana y…
—Te he preguntado para qué me estabas buscando.
La voz de Gort había cambiado los últimos años. No era solo que se hubiera vuelto más madura, como era lógico, sino que se había vuelto más seca y fría.
—Huy, hace tiempo que te busco. Ya vine el año pasado y no te vi, y ahora, este año, he pensado: «Seguro que hay algún trabajo por allá abajo y, de paso, veo a Joan… quiero decir, a Gort, y le explico cuatro cosas que he averiguado y que tal vez le interesen.» ¿Tienes noticia de algún trabajo?
—Mira, Bocanegra, el trabajo lo tendrás tú si no me cuentas pronto lo que me tengas que decir.
—Joder, cómo te pones, chaval… Por cierto, lo de la nariz… Ya me lo habían dicho, pero visto así, impresiona más.
Gort no dijo nada, simplemente se lo quedó mirando de nuevo. Lo que Bocanegra vio en sus ojos, le hizo hablar.
—Iré al grano… Te tengo que hablar de aquella noche de San Juan, ¿sabes? Yo, cuando pasó lo vuestro, estaba en el pozo de Sant Guim, un poco borracho, ya me entiendes… Bueno, en resumen, que no supe nada de lo que había sucedido hasta el día siguiente, cuando era la comidilla de toda Barcelona. Todo el mundo decía que los de la Ronda habían matado a un político y a otro hombre que lo acompañaba, pero claro, yo, el hombre que lo acompañaba, el que también había muerto, ¿me explico?, yo no sabía quién era, o sea que no supe que tu padre había muerto hasta mucho después, y entonces até cabos…
Gort estaba evidentemente interesado en lo que le contaba, pero deducía que Bocanegra no había ido a verlo solo para darle, más de cuatro años después, el pésame por la muerte de su padre. Prefirió, en contra de lo que le pedía el cuerpo, no presionarlo demasiado y dejar que siguiera explicándose.
—Ya… sigue.
—Pues resulta que hasta hace poco, bueno, hasta después de los disturbios de Barcelona del verano pasado, no supe que tu padre había muerto a la vez que aquel político… Y que sus asesinos eran los de la Ronda.
—Ya es la segunda vez que mencionas la tal Ronda. ¿De qué me estás hablando?
—Ah, ¿no sabes quiénes son, bueno, quiénes eran los de la Ronda? Era la policía de Barcelona, creía que lo sabías… Los llamaban los de la Ronda de Tarrés, porque este, Tarrés, era quien los mandaba.
—¿Y por qué la policía querría matar a mi padre? ¡Lo que dices no tiene ningún sentido!
—¡Sí, hombre, sí, está muy claro! Los policías solo querían matar al político, todo el mundo lo decía, pero vosotros también recibisteis porque estabais con él.
Lo que decía Bocanegra tenía sentido. Por primera vez en cuatro años, Gort empezó a comprender qué había ocurrido realmente aquella noche de San Juan. Después de enterrar de cualquier modo a su padre el día siguiente en Barcelona, Bofarull tomó el coche y lo llevó a Reus, donde lo dejó con Sugrañes. Siempre había pensado que quienes habían cometido los asesinatos habían sido unos delincuentes que les querían robar, pero esta explicación no acababa de cuadrar con sus recuerdos. En ningún momento les exigieron dinero, sino que desde el principio habían tenido una actitud provocadora. No, no les querían robar, querían matarlos. Entender que el objetivo del ataque era Cuello y que su padre había muerto simplemente por estar en el lugar más inoportuno y en el momento menos adecuado le dio todavía más rabia. La muerte de su padre había sido especialmente estúpida y cruel, y eso costaba de asimilar.
—¿Y siguen en Barcelona esos policías?
—Aquí, al sur, no os llega nada, ¿verdad, chaval? —Bocanegra abrió la boca y lanzó el aliento podrido a la cara de Gort—. ¡Ja, ja, ja! No queda ni uno en Barcelona. ¡El año pasado los liquidaron a todos! Ni Garreta, que era muy fuerte y fornido. Los enviaron a todos al otro barrio a pedradas, a patadas, como fuera.
¡Todos muertos! Gort lamentó inmediatamente la muerte de sus enemigos, no por ningún buen sentimiento, sino por la frustración de no haberlos podido matar él personalmente. Pero Bocanegra siguió hablando:
—La gente, tras la Vicalvarada, se echó a la calle y cuando reconocían a alguno, se lo cargaban a golpes y a cuchilladas. Solo se salvaron Tarrés y un par más, porque como estaban en la cárcel…
—¿Cómo es eso de que estaban en la cárcel?
Bocanegra se acercó a Gort y bajó la voz.
—Parece que los jefes de la policía nunca perdonaron a Tarrés que se descubriera que habían matado a aquel político y entonces le tendieron una trampa y lo condenaron a él y a sus dos segundos a la cárcel. Pero se ve que esos tipos nacieron de pie. Si el año pasado no llegan a estar en el penal, ahora estarían abonando las margaritas en la montaña de Montjuïc, ¡ja, ja, ja!
A Bocanegra le hizo mucha gracia su propio chiste. En la cárcel, estaban en la cárcel, como mínimo Tarrés y quién sabe si un par de los que mataron a su padre. Algún día saldrían y tal vez entonces Gort tendría una oportunidad y podría sentirse descansado. Los asesinos de su padre estaban vivos, y él sabía que llegaría el día en que podría devolverles, con creces, el daño que le habían hecho.
Quiso averiguar más cosas, pero Bocanegra o bien no sabía nada más o bien no sabía explicarse, y no le sacó mucho más. Si las noticias no lo hubiesen dejado tan tocado, puede que hubiera logrado que Bocanegra le diera toda la información, pero en aquel momento no quiso pensar que una parte de la explicación no cuadraba del todo.
Bocanegra se quedó en Reus unos meses y después volvió a irse, como hacía siempre. Aun así, con el tiempo se fue instalando en la población cada vez más tiempo y ahora, cuatro años después de la conversación en la bodega de La Selva del Camp, prácticamente podía decirse que Bocanegra vivía cerca de Gort. El comandante Sugrañes le iba dando trabajos no demasiado comprometidos y, aunque no era nada de fiar, tampoco podía decirse que fuese mala persona. Gort sabía que más o menos cuando llegara a la masía para despellejar los conejos, Bocanegra se acercaría a charlar un rato, indiferente al silencio arisco con que él acostumbraba a obsequiarlo. Pero hoy, a pesar de que era bastante temprano, Bocanegra lo esperaba en la puerta de la casa con uno de los carros de Sugrañes.
—¡Llegarás tarde, hombre! ¿Es que te has quedado dormido? —soltó Bocanegra, sin preocuparle en absoluto que Gort no viniera de dormir sino de cazar, como saltaba a la vista—. Venga, va, que el comandante quiere verte…
—Pues ya iré, vete tranquilo…
—No, me ha dicho que te llevara enseguida porque era muy urgente.
Gort no se hizo de rogar. Guardó la escopeta y uno de los conejos muertos y se llevó el otro para dárselo al comandante. El conejo a la cazuela hacía perder la cabeza a Sugrañes. Después, subió al carro e iniciaron el camino. Bocanegra empezó a hablar sin que fuera necesario preguntarle nada.
—¡Uf, cómo está el comandante! He ido a buscar el primer correo y hoy tenía tres cartas, una llena de sellos con la cara, supongo, de la reina, muy bonitos… ¿Has visto sellos de los nuevos, Gort?
—No me interesan nada tus malditos sellos.
Bocanegra no hizo caso porque ya estaba acostumbrado a las cosas de Gort y prosiguió, impertérrito, su explicación más bien confusa.
—Yo ya veía que era una carta importante, porque la gente no se gasta tanto dinero en enviar una carta si no tiene que decir algo gordo, ¿no?
Silencio.
—Bueno, da igual… Pues como te decía, Gort, el comandante estaba leyendo el periódico cuando le he llevado las cartas y, ¡ca!, la primera que ha abierto ha sido la de los sellos. ¿Qué te decía, yo? Y cuando la ha leído, se ha levantado, ha tirado el periódico al suelo y me ha dicho, escúchame bien, porque me parece que con lo que me ha dicho ya está dicho todo…
Silencio. Gort escupió fuera del carro y siguió sin decir nada.
—Pues ha dicho… aguza bien el oído, ¿eh? —Bocanegra dejó incluso las riendas del carro para dar más énfasis a la cita—. «¡Ahora sí, ahora sí!»… ¿Qué te parece, eh?
—A mí me parece que esto y nada es lo mismo. Y que cada día estás más idiota.
—Pues, para mí, quiere decir mucho. Seguro que es algo gordo. Para mí que la carta es de Prim o de uno de estos… Yo creo que el comandante tiene ganas de salir de Reus…
Por una vez en la vida, Bocanegra tenía razón. El comandante Sugrañes se moría de ganas de salir de Reus y de regresar al mundo. Cuando había caído el gobierno reaccionario, Sugrañes se había puesto a organizar milicias, sin demasiado éxito. Después de tantos años de represión, muchos habían confundido la milicia con una especie de asociación para desfilar, ir a cenar y beber mientras se gritaban consignas sin pensar demasiado en lo que querían decir. Cuando O’Donnell y compañía terminaron con el bienio de gobiernos más o menos progresistas, Sugrañes se sintió tan traicionado que hizo un discurso público en el que acusaba a los moderados y a los progresistas de haberse aliado para repartirse los cargos públicos en contra del pueblo al que decían representar. Una multa y a casa, pero Sugrañes juró y perjuró públicamente que nunca más entraría en política después de aquella decepción. Pero había que cogerse las promesas públicas de Sugrañes con pinzas. Así como en los asuntos privados el comandante era un hombre cabal, también es cierto que era un poco bocazas, algo de lo que se había arrepentido secretamente toda la vida, pero que ahora, a los cincuenta y dos años, ya no se veía capaz de cambiar.
Sugrañes, contrariamente a su costumbre, los estaba esperando en la puerta de su casa.
—Ven, Joan, baja del carro y entremos, que tenemos mucho trabajo.
Gort bajó del carro y dejó a Bocanegra con las ganas de saber qué diantre había motivado aquel ataque de excitación de Sugrañes. Gort se sentó en el mismo salón y en la misma butaca que unos años antes había ocupado su padre durante tantos días de conversación con el comandante.
—¿Has desayunado? ¡Lola! ¡Lola! ¡Trae a Joan un plato con embutidos y pan, y algo para beber! Si no gritas, no te oye. Esta mujer está cada día más sorda… —se justificó Sugrañes después de haber bramado de tal forma que los cristales del aparador de la sala habían estado a punto de estallar.
—¿Y entonces? ¿Qué pasa, comandante? ¿A qué viene toda esta agitación?
—Mira, ya sabes que España está a punto de entrar en guerra con el sultán de Marruecos…
—Sí, algo he oído… Pero la verdad es que no sé muy bien qué ha pasado.
—¿Desde cuándo no lees el periódico, hombre? Mira, te lo explico un poco porque, si no, después no entenderás nada de lo que te cuente. Resulta que en Ceuta… Sabes qué es Ceuta, ¿verdad?
—No soy tan ignorante, comandante —respondió Gort, algo molesto.
Sugrañes no se dio por aludido y siguió hablando:
—Pues resulta que Ceuta siempre ha estado en cierto peligro, porque en realidad los españoles ocupan la ciudad y poca cosa más, unos pastos. Pues bien, el gobernador de Ceuta, que es un general de caballería, con eso ya te lo digo todo, o sea que es un loco de primera, de aquellos que primero actúan y después piensan, y supongo que con el calor de África todavía es peor… ¿Por dónde iba?
—Me explicaba no sé qué de Ceuta y del tal gobernador, comandante.
—¡Ah, sí! Pues el hombre ordenó a sus soldados que ocuparan más terreno y construyeran unas fortificaciones y, claro, los moros se cabrearon, se las echaron abajo y se mearon sobre el escudo de España. Y ya está liada, se han disparado cuatro tiros y la bola de nieve se ha hecho muy grande.
—¿Y esto es todo? ¿Por esto entrará España en guerra? ¿Por una meada?
—No, por el honor… Por el honor, para dar una lección a los moros, que defienden más la esclavitud que la libertad… y para tener más territorios por civilizar con nuestras empresas y nuestros colonos. Por todo esto.
—O sea, para ganar territorio y riqueza para unos cuantos ricos…
—Hombre, no es así exactamente… —Sugrañes se levantó, nervioso, del sofá donde se había medio tumbado, no muy contento de cómo estaba yendo la conversación—. Todas las potencias europeas lo están haciendo, ¿por qué no íbamos a hacerlo nosotros? Lo hacen los franceses en Argelia, los ingleses en medio mundo, los alemanes en el África negra…
Por suerte para Sugrañes, en ese instante entró en la sala Lola, la mujer que siempre se había ocupado de la familia Sugrañes y que a pesar de que con los años había ganado peso y perdido agilidad, se seguía moviendo por la casa con una autoridad incuestionable.
—Joanet —Lola era la única persona a la que Gort todavía permitía que lo llamara de esta forma—, ¡estás seco! No me gusta nada que no te cuides… Venga, come esta longaniza, que es muy buena. Y si te quedas con hambre, me lo dices y te traeré algo más…
—Come, come mientras vamos hablando —soltó Sugrañes, señalando la mesa a Gort.
Gort fue a sentarse a la mesa y aprovechó para sacar el conejo del zurrón y dárselo a Lola.
—Mira, Lola, qué conejo he cazado esta mañana para ti… —dijo mientras le daba un beso en la mejilla rechoncha y colorada.
—¡Ay, pero qué guapo eres! ¡La que te atrape estará muy contenta!
—Va, Lola, ve a la cocina y déjanos hablar de una vez —soltó Sugrañes, impaciente por seguir la conversación.
Gort se sentó, tomó el cuchillo y cortó un buen trozo de embutido. Conocía lo suficiente al comandante como para saber sus intenciones.
—Quiere irse a África a luchar en la guerra, ¿verdad, comandante?
—¿Quién te lo ha dicho? ¿Cómo lo sabes?
—Hombre, comandante, no me chupo el dedo… ¡Es usted transparente! ¿Ya lo sabe su mujer?
Aquí sí que Sugrañes se asustó. Dirigió la mirada hacia arriba, donde estaban las habitaciones de la casa y se acercó a Gort para poder hablar mejor.
—Calla, calla, baja la voz, que aún no le he dicho nada. Me lo tengo que montar bien para hacerlo, ¿sabes? Es que esta vez sí que es apasionante. Mira, ahora te lo enseño… —Sugrañes se dirigió al secreter, abrió un cajoncito y sacó un papel con los sellos todavía pegados—. Esta mañana he recibido carta de Barcelona. Y me piden algo muy importante, mucho, y quiero que tú me ayudes.
—¿Yo? Ya sabe que lo ayudaré en todo; no tiene ni que pedírmelo. ¿Qué hay que hacer?
—Tranquilo, deja que primero te lo explique. De aquí a unos días declararán oficialmente la guerra al sultán de Marruecos. De hecho, el ejército ya se está preparando para ir. A mí, ya lo sabes, no se me ha perdido nada en el Ejército, pero el general Prim y la Diputación de Barcelona han ideado algo distinto: un regimiento nuevo, fuera del ejército normal, un regimiento de voluntarios catalanes, todos de aquí.
—¿Y eso es nuevo? ¡Pero si está lleno de catalanes, el ejército! Sin ir más lejos, Rossend Parés, el hijo de los Blaió, es soldado desde puede que haga más de un año… No veo la novedad por ninguna parte.
—No, no lo entiendes. —Sugrañes quería entusiasmar a Gort tanto como él lo estaba—. No tiene nada que ver con lo que dices. Será un regimiento que se dirá así: Batallón de Voluntarios de Cataluña, ¿y quién crees que mandará este batallón, eh, Gort? Di, di…
—¿Usted? —preguntó Gort, incrédulo.
La gran sonrisa de Sugrañes hizo innecesaria la respuesta. Después de todas las veces que Gort había oído al comandante jurar y perjurar que él estaba retirado y que jamás volvería ni a la política ni mucho menos a la milicia, ahora salía con un nombramiento de jefe de batallón.
—No sé si puedes percatarte de lo que significa esto: hacía muchos y muchos años que no había un regimiento totalmente catalán, incluidos los mandos. Te sentirás orgulloso de ello una vez estemos en África.
—¿Cómo que cuando estemos en África? ¿Es que yo también iré?
El comandante adoptó un semblante triste para decir:
—Hombre, Gort, si no quieres venir conmigo…
Gort no tuvo que pensárselo demasiado. No podía decepcionar a Sugrañes.
—Comandante, yo iré con usted siempre que sea necesario. ¡No le fallaré!
Sugrañes, emocionado, se levantó de la mesa tirando la silla al suelo, sujetó a Gort por los hombros con ambas manos, lo puso de pie y lo abrazó. Gort se dio cuenta de que no había vuelto a abrazar a un hombre desde la muerte de su padre y, a pesar de que la situación le daba un poco de vergüenza, también se emocionó.
Sugrañes se separó, recogió la silla del suelo, y con los ojos húmedos siguió hablando:
—Gort, he pedido conservar el título de comandante, aunque en realidad ejerceré de teniente coronel de los voluntarios. Y quiero que me ayudes a poner en marcha la recluta y la instrucción. Te nombraré cabo, porque no tienes experiencia militar y así te bregas. Y tendríamos que irnos mañana mismo a Barcelona para instalarnos. No sé si podremos regresar a Reus hasta el final de la guerra.
—Pero, comandante, si tenemos que ir a Barcelona, hacer la recluta y la instrucción de no sé cuántos soldados…
—Pues todavía no lo sé… Cuatrocientos o quinientos, algo así.
—Pues eso, quinientos soldados, que quizá no saben ni llevar un fusil, trasladarlos después a África, lo que supondrá muchos días de viaje…
—No tantos, no tantos. Nada, dos o tres días…
—Bueno, da igual. Lo único cierto es que, por lo que veo, llegaremos tarde a esta guerra, me parece.
Sugrañes se quedó de una pieza. Gort tenía razón, faltaban muchas semanas para que todo estuviese preparado y, además, por lo que decía la carta, ni siquiera era seguro al cien por cien que se acabara formando el regimiento. Prefirió quitarse las dudas de la cabeza y seguir adelante, como siempre hacía.
—Si nos entretenemos hablando, seguro que sí. Te daré el primer trabajo, cabo Gort: ve y lleva estas cartas en mano a toda esta gente de Reus. Es una convocatoria para que vengan aquí, a casa, a mediodía, de modo que tienes que asegurarte de que las lean. Venga, ten, y no te entretengas. Tenemos que darnos prisa… Y mientras lo haces, yo iré a explicárselo a mi mujer.
Sugrañes lo pasó mal explicando a su mujer su vuelta a la milicia. Primero fueron gritos, después llantos y finalmente silencios hasta la aceptación de que el comandante volvía a ponerse en campaña. La señora Sugrañes fue una de las muchas razones que llevaron al comandante y a sus escasos ayudantes a posponer los preparativos necesarios. Para Gort aquellos días pasaron volando. Una noche después del anuncio del comandante se percató de que hacía un par de días que no había pensado ni un solo instante en la venganza que habitualmente le envenenaba el alma. Había demasiados problemas por resolver y el carácter caótico del comandante no contribuía en absoluto a solucionarlos, más bien lo contrario. Había que ir a hablar y llevar mensajes a los seis o siete reusenses que los acompañarían, había que organizar la partida hacia Barcelona, había que ir al cuartel de la ciudad a hablar con unos sargentos sobre los uniformes, había que, había que, había que… No se acababa nunca, y cada vez Sugrañes se mostraba más impaciente. Gort corría arriba y abajo, siguiendo las órdenes a menudo contradictorias de Sugrañes. Por suerte para él, demostró que en algunas cosas era un perfecto inútil, lo que le libró de hacer más trabajo. Por ejemplo, a pesar de los años que había estudiado a cargo del comandante, todavía sufría a la hora de escribir. Leer, no, no tenía problema, pero escribir… El primer día, Sugrañes le encargó que escribiera una carta destinada a un burócrata de la Diputación. Gort se sentó frente a la mesa del secreter, tomó la pluma, la hundió en el tintero y sacó la lengua. No sabía qué decir, cómo decirlo ni qué letra tenía que hacer. Una hora después de ponerse a hacerlo, Gort, manchado de tinta por todas partes, tiró el cuarto papel que había ensuciado y se fue a hablar con Sugrañes para confesarle el desastre. Aquel día quedó muy claro que cuando estuvieran en campaña, Gort no sería de demasiada utilidad en las oficinas del batallón.
Gort conocía bien a dos de los reclutados para la aventura africana. Uno era Josep Tàrrec, un antiguo compañero de su padre y de Sugrañes de la guerra carlista. Aunque no le llevaba demasiados años, tenía un ademán tan serio y grave que todo el mundo creía que era mayor. Además, era un hombre familiar, muy ligado a su mujer, que se llamaba Josepa. Naturalmente, sus hijos también se llamaban Josep y Josepa, de modo que todo el mundo llamaba a la familia los «josepets». Tàrrec era un hombre liberal, de ideas firmes, y con mucha habilidad para llevar los libros y el abastecimiento de la futura compañía.
El otro a quien ya conocía era, para disgusto de Gort, el mismo Feliu Bocanegra. Bocanegra se había incorporado de forma entusiasta sin que nadie se lo hubiese pedido. Sugrañes estaba muy contento con Bocanegra, pero quizá porque no lo tenía que sufrir a cada momento. Todo lo enredaba, todo lo empezaba y lo dejaba a medias. Además, aunque Gort ya le había llamado la atención por su desagradable costumbre de lanzar el aliento fétido a los demás, parecía que Bocanegra necesitaba enseñar los dientes podridos y la lengua gris a todo el que le pasara por delante. El único pequeño triunfo que logró Gort sobre Bocanegra fue averiguar cuál era su verdadero apellido. Se llamaba Feliu Brut y, al parecer y a pesar de que, sin duda, la higiene no era una de sus principales preocupaciones, le avergonzaba tanto que su apellido significara sucio que prefería el apodo de Bocanegra, que a Gort le sonaba peor incluso que Brut.
En el penal de Ceuta, los rumores y la tensión saltaban de una celda a otra. Aunque a la mayoría de los presos nunca les habría parecido posible, ahora el momento más esperado del día eran las horas que estaban en el patio, bajo el sol terrible de África. Ya hacía un par de semanas que no era necesario sobornar a los carceleros para que los presos pudiesen hablar tumbados a la sombra sin disimular. La mitad de los soldados que los vigilaban ya no observaban los paseos lentos y desganados de los prisioneros, sino que miraban desde el muro hacia fuera, la mayoría hacia lo que llamaban campo exterior, desde donde podía llegar algún enemigo. Pero fuera de las murallas, ya fuera en territorio español o, más allá, en tierras del sultán de Marruecos, normalmente se movía poca gente. Todo estaba demasiado seco, era demasiado poco atractivo.
Los presos percibían la falta de interés de los soldados, que no les prestaban atención. Era un alivio para los que estaban castigados a llevar cadenas en los pies, e incluso para los que hacían trabajos forzados en la cantera, fuera de la prisión. El día pasaba demasiado despacio para quienes no tenían permiso para salir del penal, que no tenían ningún tipo de privilegio. De vez en cuando, alguno de los prisioneros con privilegios tenía que ir al patio porque le habían encargado algún trabajo. Era el mejor momento, porque muchos llevaban noticias frescas a cambio de un poco de tabaco malo o de alguna moneda. Pero las noticias que llevaban solían ser contradictorias o, directamente, carecían de todo sentido. Algunos decían que los moros, después de destruir Melilla y de haber matado sin piedad a todos sus habitantes, se dirigían entonces a Ceuta dispuestos a repetir la experiencia y a expulsar a los españoles para siempre de su tierra. Otros, menos fantasiosos, sabían con certeza que un gran ejército español había desembarcado en Tánger y estaba luchando contra los marroquíes y contra la armada inglesa que, como siempre, iba a lo suyo. Pero las noticias que llegaban dejaban insatisfechos a los presos, que ardían en deseos de saber más cosas. Por si esto fuera poco, los internos que tenían familia en la ciudad tampoco eran demasiado útiles, porque los familiares de los presos que llegaban de España eran prácticamente considerados unos apestados y nadie de Ceuta confiaba demasiado en ellos.
Uno de los pocos presos que sabía de verdad lo que estaba ocurriendo era Jeroni Tarrés. Hacía ya seis años que estaba en el penal y, al principio, lo había pasado tan mal como todo el mundo. Muchos de los que habían llegado en el jabeque con él ya no estaban, o bien porque ya habían cumplido su condena, muy pocos, o bien, como era más habitual, porque ya habían muerto. La muerte en el penal era el pan nuestro de cada día. Los que no se ahorcaban para huir de la sordidez, morían de cólera, de tifus o de las secuelas de una paliza de los carceleros o de un compañero de cautiverio. Fuera como fuese, los presos morían como moscas. Tarrés tenía muy claro que él no moriría por su propia mano. En ningún momento de su vida, y menos ahora, se había sentido deprimido o desesperado. A pesar de que muchas cosas le habían salido mal, solo esperaba una oportunidad. Sabía aprovecharlas y la prueba era que, mientras que la mayoría de los compañeros de cautiverio se pasaba la mayor parte del día arrastrando los pies al sol, él estaba en el recinto de la prisión reservado a los carceleros, limpiando zapatos, cosiendo botones, pintando paredes o, simplemente, charlando con los soldados. De vez en cuando hasta tenía permiso para ir a recoger las cartas y los paquetes al buque correo que llegaba cada día desde Algeciras. Cuando fue condenado por el crimen de Mataró, junto a Estop y Sabatés, utilizó los pocos contactos que le quedaban para que los enviaran, o por lo menos a él, lejos de las cárceles de Cataluña, donde el largo brazo de Serra Monclús todavía podía silenciarlos para siempre. El político nunca les había perdonado la monumental chapuza en que habían convertido el asesinato de Cuello y de aquel campesino que lo acompañaba. El asesinato del líder progresista había provocado una oleada de indignación en toda Barcelona que, en un primer momento, se había dirigido contra la Ronda de Vigilancia. Tarrés y sus hombres se vieron constantemente enfrentados por ciudadanos de toda clase que los trataban con un creciente desprecio. La vida en Barcelona se volvió muy difícil para los policías. Por más violencia que ejercieran, día a día notaban que les resultaba más complicado disfrutar de los privilegios que habían tenido hasta entonces. Un día, se declaraba un incendio en una chocolatera; el día siguiente encontraban la casa de un miembro de la Ronda llena de mierda. Las familias de los policías eran constantemente rechazadas, sus mujeres se encontraban con que los tenderos nunca tenían lo que les pedían; sus hijos se quedaban sin amigos. Los confidentes, que hasta entonces podían ejercer su papel casi a cara descubierta, tuvieron que esconderse bajo las piedras. Nadie quería saber nada de los asesinos de Cuello y de tantos otros, y los que durante tanto tiempo se habían sentido amos de Barcelona notaron que la tierra les temblaba bajo los pies.
Lo que Tarrés no se esperaba era que a él y a sus hombres los enviaran a Ceuta. Al principio, creía que se quedarían en una cárcel de Andalucía, hasta que les comunicaron que los llevaban a África. Fue un golpe para la moral, pero como en cuanto subió al pequeño jabeque supo que no iban al peñón de Alhucemas, un sitio terrible, sino que el destino del barco era Ceuta, respiró aliviado. Ceuta era grande y aunque era una ciudad donde solo vivían presos, militares y sus familias, era mucho mejor que estar encerrado en un islote desolado, cerca de la costa pero demasiado lejos para pensar seriamente en escaparse nadando. Además, confiaba en que en una ciudad así encontraría a antiguos compañeros de penal, de cuando era jovencito o, mejor aún, a alguien que conociera su pasado como jefe de la Ronda de Vigilancia de Barcelona y que pensara que tal vez le convenía ayudarlo.
El preso Tarrés había conseguido una vida relativamente cómoda. Sus dos colegas, Estop y Sabatés, superadas en buena medida las diferencias que los habían enfrentado, pasaban el tiempo a su lado, ociosos, haciendo solo unos cuantos servicios a los carceleros para vivir un poco mejor. Pero los tres padecían el mismo mal: un aburrimiento abrumador que a menudo les impedía pensar en nada ni en nadie, ni siquiera en sí mismos. Hacía cerca de seis años que estaban allí, y todavía les quedaban muchos, más del doble. Por su forma de ser, Tarrés no pensaba mucho en lo que le quedaba de condena, pero había momentos en que el tiempo se le hacía cuesta arriba, en que el paso de un solo minuto era una tortura lenta. El antiguo jefe de policía no era dado a las grandes reflexiones, pero la inanidad de su vida lo consumía como un cáncer, como un gusano que se lo iba comiendo por dentro trocito a trocito. Cada vez se pasaba más rato imaginándose aquel gusano que lo devoraba: se le arrastraba por los intestinos, por los pulmones, por el cerebro. Una noche en que la luz de la luna llena entraba como un extraño rayo blanco en su celda, le pareció ver que el gusano se le movía bajo la piel y le pasaba de la tripa al pecho. Aterrorizado, asfixiado, empapado en sudor, se levantó del jergón donde yacía, se acercó a la ventana con rejas y la abrió un poco para que entrara el aire y le limpiara los fantasmas de la cabeza. El aire fresco lo ayudó a acabar de convencerse de que no soportaría muchos más años de cárcel en Ceuta. Si no lograba cambiar su vida en relativamente poco tiempo, no saldría vivo de aquel penal. Y si lo lograba, seguro que el Tarrés que volvería a ser libre llevaría una vida que, sin duda, no valdría la pena vivir. Tenía que acabar con aquello; cualquier cosa sería mejor que seguir en Ceuta.
Por eso, cuando abrió, como prácticamente cada mañana, la correspondencia que tendría que revisar y que no revisaba nunca el teniente Robledo, el antiguo policía comprendió que se le presentaba la oportunidad de irse para siempre del penal. Tarrés era el preso de confianza de Robledo, un teniente viejo, canoso, panzudo y sucio que pensaba que lo máximo a lo que podría llegar en la vida era a ser lo que era: el segundo teniente de uno de los penales de una ciudad colonial del norte de África. Y, por eso, era razonablemente feliz. Mucha bebida barata, una visita mensual a una puta rifeña canija y muy tatuada, y pequeños placeres esporádicos, como golpear a algún preso político o mear de noche bajo la ventana del alojamiento del coronel, le acababan de redondear la vida. La aparición de Tarrés y, en menor medida, de Estop y Sabatés, había sido una bendición. Los tres presos habían asumido las tareas que menos le gustaban y menos entendía, y si bien al principio había sufrido un poco, receloso de que los presos lo engañaran y lo metieran en un lío, ahora se sentía cómodo y tranquilo. Si había algo importante, Tarrés lo avisaba e, incluso, aunque no se daba cuenta, le decía lo que tenía que hacer. Y Estop y Sabatés eran los ejecutores perfectos de las órdenes que daba Robledo y que inspiraba Tarrés. La felicidad, para Robledo, había llegado del todo de la mano de Tarrés.
La carta que aquella mañana había llegado en el jabeque correo de Algeciras era del Ministerio de la Guerra y la tendría que haber abierto el coronel Hernández de Ruz. Pero el coronel, como era habitual, estaba en la Península, donde iba siempre que podía con la más mínima excusa. La correspondencia oficial iba a parar, pues, al capitán Figueredo, pero Figueredo era un hombre depresivo, dado a escribir poemas cargados de sentimentalismo donde loaba las tempestades, la luna, la belleza de las doncellas y poca cosa más. En definitiva, la correspondencia oficial terminaba en la mesa del único teniente que estaba siempre en el penal, Robledo, y por consiguiente, caía inevitablemente en las manos de Tarrés, que la leía y la utilizaba como le parecía más conveniente. El mensaje pedía al coronel que, con toda discreción, elaborara una lista de los presos que podían formar parte de un batallón armado que participaría en la guerra contra el reino de Marruecos que estaba a punto de estallar. Estos presos eran absolutamente necesarios, aunque eso no tenía que saberse, porque la precariedad del Ejército español, y la todavía más grave precariedad de la Marina era tal que cuando empezaran las operaciones militares no habría soldados suficientes en Ceuta ni en Melilla para defender las ciudades coloniales. Sin los presos, podían perderse las ciudades españolas en África. Además, el Ministerio de la Guerra decía, no sin razón, que los presos que ya llevaban años en África resistirían mejor las epidemias que seguro que causarían estragos entre los soldados que se desplazarían desde la Península. Los presos que participaran voluntariamente en este batallón serían indultados al terminar la guerra siempre y cuando su comportamiento fuese valeroso. La carta terminaba con un comentario sobre el hecho de que, teniendo en cuenta que los presos movilizados estarían desde el principio en primera línea de fuego, tampoco habría que indultar a demasiados, porque lo más probable era que pocos sobrevivieran y que los que lo hicieran sufrieran en muchos casos heridas que les imposibilitaran el ejercicio de la delincuencia. Tanto cinismo gustó a Tarrés y le recordó viejos tiempos.
Era del todo evidente que tenían que alistarse enseguida para obtener los mejores puestos del nuevo batallón y, cuando fuera posible, salir del batallón de los malditos para pasar lo mejor posible las semanas o quizá los meses de guerra que estaban a punto de empezar. Pero era muy arriesgado. Aunque Tarrés, y probablemente también Estop y Sabatés, consiguiese no tener que ponerse en primera fila del combate, lo cierto era que en un batallón de presos no había ningún sitio seguro. Estarían constantemente vigilados por gente armada, los soldados regulares, que no se fiarían de ellos, mientras que los moros no los recibirían con más simpatía que a ningún otro enemigo. No era un gran negocio, sin duda, pero Tarrés se quedó con la carta en la mano, mirando la pared que tenía delante, llena de humedades y bultos, y no la vio. Solo podía sentir en su interior las ganas de salir de una vez y para siempre de aquel penal que se le había vuelto totalmente insoportable. Así pues, empezó a pensar cómo alistarse en aquel batallón y cómo ocupar alguno de los sitios más seguros y confortables: furriel o asistente de quien fuera el coronel, algo así. Y una vez estuviese fuera con el batallón de presos, ya vería si era fácil mantenerse en él sin demasiado peligro o si surgía otra oportunidad mejor. Sonrió para sus adentros y pensó que aquel era el primer golpe de suerte de verdad que tenía desde que un campesino desgraciado se había cruzado en su vida y había desencadenado el desastre de la noche de San Juan.
Gort no se había imaginado que le gustaría tanto aquel caos poco organizado que era la milicia. Que los Voluntarios de Cataluña no existiesen de forma oficial contribuía poderosamente a que no se viese por ninguna parte la disciplina que necesitaba cualquier organización y que se suponía que en un ejército era férrea. Sugrañes, que poco a poco se había ido poniendo a tono con el encargo oficioso que había recibido, era uno de los factores clave de cómo estaban yendo los preparativos. Ante cualquier problema que se presentaba se limitaba a decir, contento, que el entusiasmo lo podía todo. En fin… Además, la indecisión política que rodeaba el posible nacimiento de los voluntarios tampoco hacía las cosas más sencillas. A nadie se le escapaba que el general O’Donnell, jefe del partido Unión Liberal y al mismo tiempo presidente del Gobierno y jefe del Ejército, no podía ver ni en pintura al general más destacado del momento, el correligionario del partido, adversario feroz y reusense Joan Prim. De hecho, la guerra se había incubado mientras Prim estaba en exilio voluntario en París, probablemente con la intención de que, cuando volviera, no pudiera tener un lugar destacado en la guerrecilla que, seguro, sería corta, sencilla y victoriosa para el Ejército español. O’Donnell se imaginaba un conflicto lleno de gloria, de batallas cortas y sangrientas, sobre todo para el bando marroquí, y un recibimiento triunfal en Madrid, con un gran desfile en el paseo del Prado, ser recibido por la reina, tal vez algún título nobiliario más… Y después de los desfiles y las recepciones, sentarse con los grandes industriales y con los hombres de paja para repartirse el terreno conquistado, las minas más productivas, campos inmensos de cítricos, quizá los derechos de fletamento de los puertos mediterráneos de Marruecos.
A Prim no se le escapaban todos estos deseos de O’Donnell. El reusense era el mejor general de España, por más que O’Donnell, Serrano, Zabala y otros no pudieran reconocerlo. Ya lo había demostrado muchas veces frente a enemigos de todo tipo. Prim sabía de táctica más que de estrategia y tenía el don de la oportunidad en la sangre. Sabía ver cuándo el enemigo presentaba un punto débil, qué grupo de soldados, si era atacado, daría media vuelta y provocaría el fracaso de los planes del general contrario. Pero esta calidad militar no habría servido de mucho al reusense si no hubiese ido acompañada de una gran capacidad de enardecer a sus hombres. Unos gritos a tiempo, cuatro frases bien dichas, elevarse por encima de los soldados montado a caballo, cualquier cosa que sirviera para que los hombres se excitaran y se volvieran lo bastante locos como para lanzarse de cabeza a las balas enemigas, con una niebla roja en los ojos que los impulsaba a avanzar y a matar. Además, Prim comprendía la necesidad de la propaganda: todo el mundo tenía que conocer las acciones heroicas de sus hombres y a menudo las suyas porque al pueblo le gustaban los soldados valientes más que los políticos hábiles. De hecho, buena parte de los dirigentes del partido del Gobierno, la Unión Liberal, eran a la vez políticos y militares, pero pocos sabían aprovechar tan bien como Prim su doble condición. Los Voluntarios de Cataluña le irían muy bien, siempre y cuando hiciesen un buen papel en la guerra de África que iba a comenzar. Prim los quería allí y, ya puestos, quería que se les reconociera fácilmente. Un uniforme diferente, unos mandos pintorescos, tal vez una forma de luchar poco habitual… Sí, todo eso podría ir muy bien para sus deseos.
Sugrañes no se chupaba el dedo y conocía perfectamente la mente tortuosa de Prim. Ya sabía que los voluntarios tenían, en principio, una función de realce de las glorias del general más que un uso militar práctico. Pero pensara lo que pensase Prim, Sugrañes se había enamorado de la idea y quería que su batallón se distinguiese por encima de todos, que realmente fuese el protagonista de una gesta que se recordara durante siglos. Además, Sugrañes tenía ganas de demostrar a todos los militarzuelos de carrera que él y todos los que como él se habían formado en las milicias populares eran mejor guerreros que toda aquella patulea de conspiradores corruptos que se vestían de general y se llenaban el pecho de medallas de hojalata. Sugrañes soñaba con convertir el nuevo batallón, todavía un embrión sin reconocimiento oficial, en un grupo de compañeros ligados por la sangre, por la tierra y por los ideales. Había leído las gestas de Alejandro y se imaginaba a sus voluntarios como a unos nuevos hetairoi macedonios dispuestos a jugarse la vida por los compañeros, por el amor y la amistad entre unos y otros.
Si se le hubiese ocurrido comentar estas ideas a Gort, Sugrañes se habría ganado algunas miradas incrédulas y algunas frases sarcásticas sobre la ingenuidad de sus planteamientos. Gort no creía en la amistad que era capaz de sacrificarlo todo por el otro, aunque estaba dispuesto a llegar donde hiciera falta para saciar las ganas de vengarse de los asesinos de su padre. El proceso de formación de los voluntarios lo distraía, pero no le hacía olvidar del todo su objetivo vital. Aunque no estaba completamente seguro, le habían dicho que Tarrés y los supervivientes de la Ronda estaban todos en un penal de Marruecos. No acababa de hacerse una idea de cómo sería ese país, pero se imaginaba una prisión en medio de un desierto de arena, tal como había visto en algunos grabados publicados en panfletos que le habían caído en las manos. Si Tarrés estaba en medio del desierto, él lo atravesaría para ir a matarlo cuando terminara la guerra. Pero aunque en aquellos días frenéticos de preparativos caóticos no tenía demasiado tiempo para fantasear con la muerte de Tarrés, ya se daba cuenta de que, en definitiva, no sería tan sencillo. Para empezar, no sería fácil quedarse en África después de la guerra. Seguramente tendría que desertar y eso seguro que decepcionaría a Sugrañes y le impediría regresar a Reus durante muchos años. Además, si todo era desierto y hacía tanto calor como parecía, no se le ocurría cómo podría ganarse la vida ni como campesino ni como cazador. Tal vez cazando leones, tigres y elefantes, si es que había alguno en aquel lugar, algo de lo que tampoco estaba totalmente seguro. Y, después, cuando llegara al penal, ¿cómo entraría y cómo podría ver a Tarrés para cargárselo…? No era fácil, pero lo que sí tenía claro era que ir a África lo acercaba a su objetivo y esto era lo más importante. Ya improvisaría cuando fuera necesario.
No habían pasado demasiados días desde que había llegado la carta que había puesto en movimiento a todos aquellos hombres de Reus, de Riudoms, de Constantí y de otras poblaciones del Baix Camp. Sugrañes estaba impaciente por empezar a reclutar a los hombres, ver si había que adiestrarlos mucho o poco, vestirlos, armarlos y llevárselos a la guerra. Pero todo se alargaba. La guerra había empezado, por lo menos oficialmente porque todavía no había habido ninguna batalla importante, pero los que pronto serían el glorioso Batallón de los Voluntarios de Cataluña seguían dispersos y a su comandante le faltaban manos para atusarse la barba de los nervios en el salón de su casa de Reus. Además, la situación familiar se le estaba complicando por momentos. Su mujer, que por lo general siempre se había mostrado comprensiva con las aventuras de Sugrañes, estaba cada vez más aprensiva. Sugrañes temía el momento de meterse en la cama, porque invariablemente Angeleta estaba despierta, esperándolo, aunque hubiese apagado la luz. Era empezar a deslizarse bajo las sábanas y oír muy bajito:
—Victorianu… ¡Victorianu!
Cuando la oía, Sugrañes procuraba no hablar, y solo emitía gruñidos y sonidos inconexos que simularan que seguía atento a lo que decía su mujer.
—Umm…
—Victorianu, he notado que respiras muy fuerte cuando duermes… ¿No tendrías que ir al médico, Victorianu? Piensa que respirar así de fuerte puede significar que tienes tisis en los pulmones, y estas cosas o las pillas a tiempo…
—¿Tisis? ¡Grrrr!
Otra noche no era la tisis de él sino el poco ánimo de ella, y otra noche era la situación de los negocios en Reus o, el día que los comentarios de Angeleta más perturbaron a Sugrañes, el miedo de que Prim sacrificara Sugrañes y sus voluntarios a sus deseos de gloria. Pero Sugrañes no quería dedicar tiempo a los miedos y las aprensiones de su mujer; él ya tenía ganas de irse. Quería volver a sentir la emoción del combate, el estallido de euforia que se experimentaba cuando se estaba en campaña, el delicioso miedo que estaba siempre a punto de atenazarlo y nunca lo conseguía cuando las balas enemigas empezaban a silbarle en los oídos, la locura física cuando los compañeros caían a su lado gritando, con la cabeza reventada, mientras él seguía corriendo hacia la posición de los enemigos con la bayoneta o la espada preparada para agujerear el pecho de todos aquellos cabrones que le disparaban. Quería a Angeleta, pero de quien estaba realmente enamorado era de la guerra.
Pero que su mujer intentara cada noche que se echara atrás estaba minando los nervios del comandante. No podía más, y la noche en que Angeleta insinuó que tal vez era ella quien tenía tisis, enfermedad a la que tenía un miedo desmesurado, como su mujer sabía perfectamente, sintió que se había pasado el límite. Él y sus hombres tenían que irse a Barcelona ya; en Reus ya lo tenían todo hecho. Y si no, ya lo terminarían en otro momento.
Gort no había vuelto a Barcelona desde aquellos dos días horribles de 1851. Ahora, más de ocho años después, se le hacía cuesta arriba regresar a la ciudad. Cuando intentaba alejarla del recuerdo de su padre, la magia que él recordaba haber sentido no volvía. El ajetreo de la ciudad, aquella brutal mezcla de miseria y opulencia, el ruido constante, los olores intensos, todo lo que le fascinó el día antes de cumplir catorce años, ahora le parecía, en el recuerdo, desagradable y repelente. Esta vez hizo el viaje en una galera alquilada por el comandante para llevar cómodamente a todos sus hombres, que no llegaban a la decena. Gort había podido sentarse junto a la ventanilla y aunque el día era fresco, mucho más que aquel lejano día en que hizo el viaje con su padre y con Bocanegra, agradecía el aire que entraba por ella y que aclaraba el denso ambiente, cargado del humo de los puros de los oficiales, que invadía el interior del vehículo. Ahora se arrepentía de no haber insistido en viajar con los caballos de Sugrañes, que iban con un par de mozos a su aire, sin que nadie los controlara. Pero Gort y los caballos no tenían una buena relación, no los entendía en absoluto, y los caballos lo notaban y lo maltrataban todo lo que podían, o por lo menos eso le parecía a Gort.
—Gort, esta vez iremos a mojar, pero no en el chocolate, ¿eh? No como la última vez… ¡Ja, ja, ja!
La mirada que Gort dirigió a Bocanegra, que había ido a sentarse a su lado, frenó al veterano.
—Hombre, como ya tienes una edad, creía que ahora…
—Mira, Bocanegra, si quieres conservar todos tus dientes picados, no vuelvas a hablarme en todo el viaje.
Bocanegra, a pesar de la oscuridad que reinaba en el interior de la galera, palideció de forma evidente y cambió de asiento sin hacerse de rogar.
A pesar del ánimo sombrío que lo invadía, Gort empezó a prestar atención a lo que veía por la ventanilla, que, inevitablemente, comparaba con lo que había visto años atrás. Aún había soldados ociosos junto al camino, pero no eran tan abundantes como entonces, ni su actitud era tan evidentemente depredadora. Todos ellos parecían más disciplinados, tal vez porque no se veían aquellos oficiales sucios y huraños que reposaban al pie de la carretera. La visión que tenía no era tan amplia como cuando había viajado en la parte superior de la diligencia con su padre. Como la ventanilla de la galera era estrecha, si quería ver bien hacia delante, tenía que sacar prácticamente medio cuerpo y, la verdad, no tenía ganas de hacerlo. Se limitaba a mirar por el agujero medio tapado por una cortina apestosa que iba oscilando en función de los baches del camino. La ventanilla del otro lado de donde él estaba sentado estaba ocupada por uno de los oficiales que había reclutado Sugrañes. Era un joven finito, con un bigote poco frondoso y pelusa en lugar de patillas. Gort no lo conocía demasiado, porque el teniente Marià Moxó era de familia aristocrática y Gort no acostumbraba a frecuentar precisamente esos círculos. Aun así no le había causado una gran impresión. No miraba nunca de frente, las mejillas se le sonrosaban a la primera y cuando hablaba, lo hacía tan bajo que tenías que esforzarte para entenderlo. Además, quizá porque era alto y delgado, tenía tendencia a andar encorvado, lo que le daba un aire menos marcial todavía. Gort no se lo imaginaba motivando a los hombres antes de una batalla, ni después. Por eso, cuando Moxó se volvió hacia él y empezó a hablarle, no le dijo nada enseguida porque, de hecho, ni siquiera se había fijado en que lo tenía al lado.
—Señor Gort… Señor…
—Oh, perdone, teniente. Estaba pensando en mis cosas. Diga, diga, ¿qué quiere?
—No, no, nada importante… Solo quería preguntarle si hacía mucho que no había ido a Barcelona.
Moxó tenía ganas de charlar, puede que porque se sentía solo y estaba nervioso. No había elegido el mejor tema de conversación para Gort, pero el joven no se lo tuvo en cuenta y contestó sin mostrar la poca gracia que le hacía la pregunta.
—Sí, solo he ido una vez, hace muchos años, señor.
—A mí Barcelona me carga, y más desde que han empezado a derribar las murallas y todo el mundo construye por todas partes. ¿Cuándo fue usted habían empezado ya a derruirlas, señor?
—Perdone, teniente, pero a mí no tiene que llamarme «señor»; solo soy cabo.
Moxó se ruborizó y bajó la mirada, y con este gesto contribuyó a caer un poco más bajo en la consideración de Gort. Este siguió hablando para llenar aquel vacío que se había creado de golpe.
—No, no, cuando vine no habían empezado a derruirlas. En realidad, no me imagino cómo puede ser la ciudad sin las murallas, porque entonces las dos entradas que vi eran a través de ellas y tenías que cruzar el foso. En fin, que no puedo imaginarme cómo será Barcelona. ¿Ya la ha visto usted sin murallas, señor?
—¿Yo? Sí, sí… Tiempo atrás, bueno, no hace tanto, yo vivía en Barcelona, ¿sabe? Todavía ahora… Hay una parte de la familia, de la mía, quiero decir, o sea, parientes míos; de hecho, mi madre y mis tías, bueno, no todas…
Moxó se calló y se ruborizó más hasta que la piel de la cara le llegó a unos colores rojizos que Gort solo había visto en un campesino que se había ahorcado y que, junto con otros hombres, había tenido que descolgar de una encina. Con la cara encendida, Moxó se volvió bruscamente hacia su ventanilla y se puso a mirar el paisaje, olvidándose de Gort. Era ridículo. Gort tuvo claro que, en la medida de lo posible, evitaría que Moxó fuera el oficial que lo comandara en la batalla porque probablemente llevaría a todos sus hombres a la muerte. Él, a poco que pudiera, estaría cerca de Sugrañes, que, a pesar de todos sus defectos, seguro que sabía cómo moverse en medio de las balas y los cañonazos del enemigo.
—¡Despierta, muchacho, que ya hemos llegado! Va, que tenemos que bajar los baúles de los oficiales, despabílate.
Despertarse con la mano pegajosa de Bocanegra dándole golpecitos en las mejillas no fue la mejor forma de volver a la realidad. Bocanegra tuvo suerte al no recrearse en ello y haber saltado de la galera por detrás antes de que Gort pudiera reaccionar. De hecho, todos los hombres estaban ya bajando del carruaje por detrás y por las portezuelas laterales, y Gort tuvo que apurarse para no quedarse rezagado.
Estaban en el mismo descampado donde, ocho años atrás, había llegado por primera vez a Barcelona. Algunas cosas no habían cambiado en absoluto: la locura de los barceloneses, corriendo arriba y abajo aquejados de la prisa; los niños sucios que rodeaban a quienes acababan de llegar de las diversas diligencias, galeras y cabriolés que llenaban la zona, niños que pedían o que intentaban birlar algo a los descuidados que dejaban los bultos sin vigilancia; caballos por todas partes, algunos tirando de grandes carros llenos de mercancías, otros, más elegantes y limpios, con jinetes e, incluso, alguna amazona; y los soldados, como siempre.
Aun así, había un cambio muy radical. Las murallas no estaban. Todavía había los portales pero ahora carecían de todo sentido, ya que se habían convertido en una torpe imitación de arcos de triunfo sin ninguna lógica. La gente invadía el foso, que ya empezaba a estar ocupado por edificaciones aquí y allá. Y la ciudad era extraña. En lugar de verse las fachadas con ventanas y balcones, la mayoría de los edificios parecía querer dar la espalda a los recién llegados. Gort pensó que era lógico, porque, de hecho, al derribar los muros de la fortificación, aquellas casas habían quedado mal orientadas. De uno u otro modo, en muchos lugares todavía se conservaban trozos de muralla, porque algunos edificios habían mantenido las piedras de los muros antiguos como fachada, pero el resultado era un revoltijo, una sensación de desnudez y de desbarajuste sorprendente. Por todas partes se veían calles que desembocaban sin ningún orden en el antiguo foso, que, básicamente, se había convertido en una especie de camino de ronda.
Gort se giró un momento hacia el otro lado, de espaldas a Barcelona, y la sensación de transformación y cambio fue aún mayor. El antiguo paseo de Gràcia empezaba ahora a hacer honor a su nombre. Además, al lado se veía una estación de tren, de la línea de Martorell, que daba un aire muy moderno a aquel campo. Le sorprendió la altura de los árboles a uno y otro lado. No tenía claro si cuando había ido la vez anterior, los árboles estaban o no, pero en cualquier caso, el tiempo les había hecho ganar presencia y había convertido el paseo en una especie de rambla. Con el crecimiento de los árboles, plátanos y olmos, Gort tuvo la impresión de que el tráfico de carros y de gente se había ordenado naturalmente. Ya no había aquel caos que tanto le había chocado. Ahora, caballos, carros y personas andaban más o menos alineados. La mayoría de la gente iba a pie por los lados, entre los árboles y algunas casas que empezaban a levantarse, y los vehículos y la gente montada, por el centro, entre las dos hileras de árboles. Al fondo de todo el paseo, bastante lejos, se veían casas y humo, y quizás alguna fábrica. Y gente, gente arriba y abajo, como si ir de Gràcia a Barcelona y de Barcelona a Gràcia fuera su única ocupación.
Los caballos de los oficiales llegaron cuando Bocanegra y Gort estaban terminando de descargar la galera. Los dos mozos que los llevaban se pusieron enseguida a ajustar las sillas y los arreos, mientras que Sugrañes, Moxó, Tàrrec y unos cuantos más estaban sentados en un tenderete hecho de madera y tela que servía bebida a quienes entraban o salían de Barcelona.
—¡El peor anís que he probado nunca! ¡Ja, ja, ja!
Sugrañes estaba tan contento que ni siquiera el brebaje infame que acababa de tragarse podía quitarle el buen humor. Llamó a Bocanegra, a Gort y a los dos mozos mientras se levantaba de la silla, todavía con un vaso de anís oscuro de suciedad en la mano.
—Venga, chicos, no os entretengáis más. Ya tendremos tiempo de descansar después. Acelerando, que es gerundio…
—Él aún, que sí que descansa. ¿Acaso se cree que es nuestro padre? —refunfuñaba Bocanegra en voz baja y un poco entrecortada debido al esfuerzo de arrastrar baúles a un carro más pequeño que acababan de alquilar.
Gort estaba hecho un lío. Aunque no podía dejar de reconocer la fascinación que renacía en él por Barcelona después de tantos años, la presencia de Bocanegra le removía aún más el mal recuerdo del pasado. Su comentario no solo no tenía ningún tipo de importancia, sino que ni siquiera iba en contra de él. Pero aprovechó el tono sarcástico de su compañero y la referencia a su padre para descargarle toda la rabia que en aquel momento volvía a hervir en su interior.
—¡Hijo de puta! ¡Me tienes harto!
Mientras Bocanegra se volvía sorprendido, más por el tono de mala leche que por las palabras, Gort aprovechó que transportaba una colección de tres bastones de Moxó para pegarle un bastonazo entre las piernas. El veterano recibió el varapalo con un gran grito e, inmediatamente, le fallaron las piernas y se cayó al suelo.
Gort se arrepintió al instante de haber tenido una reacción tan exagerada. Soltó los bastones y se agachó para ayudar a Bocanegra, que se lamentaba sujetándose los genitales.
—Pero ¿qué coño te he hecho yo?
—Perdona, perdona… No sé qué me ha pasado… —Gort lo tomó por debajo de los sobacos y empezó a levantarlo—. Deja que te ayude.
—¿Qué ha pasado? ¿Os habéis hecho daño? —Sugrañes llegó corriendo y se plantó delante de los dos. De Gort, que sujetaba a Bocanegra por detrás, y del veterano, con las manos en la entrepierna.
—No, no, un accidente. Me he golpeado, no pasa nada… —dijo Bocanegra, mirando de reojo a Gort.
—Le he golpeado yo con el bastón… Lo siento.
Sugrañes se quedó un poco desconcertado porque no sabía cómo interpretar lo que estaba sucediendo. Optó por dejarlo correr.
—Pues si tú ya estás bien, todo está bien. Venga, haced que los mozos acaben de cargar el carro de mano y vámonos. Nos dejan sitio para dormir en la Ciudadela, ahora que está tan vacía, o sea que será mejor que empecemos a ir hacia allá, porque todavía nos queda un buen rato… Tú y tú, tomad los caballos y seguidnos. Nosotros iremos a pie. ¡Vamos! Y vosotros dos, a ti te lo digo, Gort, escúchame… Vosotros vigilad el carro con los baúles, que en Barcelona hay gente que tiene las manos muy largas.
Sugrañes empezó a seguir a pie el perímetro de la antigua muralla en dirección a la Ciudadela seguido de los demás oficiales. Bocanegra y Gort iban unos cuantos pasos detrás, mientras que un porteador de alquiler tiraba del carro de mano con los baúles, justo delante de ellos dos. Los caballos, con los mozos, iban a la suya, como siempre.
—¡Ahora me dirás qué te he hecho yo para que me atizaras en los cojones! Todavía me duelen —soltó Bocanegra, que llevaba sin vergüenza una mano dentro de los pantalones para palparse los genitales doloridos.
—Ya te he dicho que lo siento. ¿Te acuerdas de aquel San Juan que también llegamos juntos aquí mismo?
—¡Claro que me acuerdo! Ufff… Aquellos días yo tenía muchos negocios entre manos y eso no se olvida.
A Gort aquel comentario lo puso alerta.
—¿Negocios? ¿Qué negocios tenías tú? Nunca me lo has explicado…
—¿Negocios? ¿He dicho negocios? No, quiero decir trabajo, cosas que hacer, ya sabes…
—No, no sé. Recuerdo que dijiste que tenías conocidos en Barcelona, gente de buena posición.
—¿Ah, sí? ¿Eso dije? Ya me conoces, soy un bocazas… Va, déjame en paz, que todavía estoy muy tocado. Si hoy no puedo follar, será por tu culpa.
Gort sabía que, de momento, no le sacaría nada. Con el tiempo, pensando, y a partir de los comentarios que había soltado el veterano, había llegado a la conclusión de que Bocanegra había subsistido a menudo haciendo de ratero o de estafador de baja estofa por Barcelona. Eso, a él, le daba igual, pero comprendía que Bocanegra no quisiera hablar mucho de ello.
Cuando llegaron a la Ciudadela ya estaba oscureciendo. Desde dentro de las murallas, la Ciudadela apenas se veía. Solo se alzaba, siniestra, la torre de Sant Joan, donde muchos habían pasado sus últimas horas antes de las ejecuciones, muy habituales, que se efectuaban en la fortaleza. Ahora, sin las murallas, desde determinadas calles se veían los muros de una de las fortificaciones más odiadas del mundo. La habían construido sobre los escombros del barrio más próspero de la ciudad y los cañones no apuntaban al exterior, a ningún enemigo que llegara de fuera de las murallas. Los cañones solo se habían disparado para hacer daño a los barceloneses. Hacía más de un siglo que de sus edificios salían soldados que, periódicamente, mataban a los ciudadanos que pedían libertad. Allí habían ahorcado a hombres, mujeres y niños que, por alguna razón, habían sido condenados por los militares.
Gort sabía muy poco de todo esto. Solo había oído campanas, y la verdad es que ya tenía suficientes problemas como para pensar en una fortaleza lejana. Pero ahora, mientras andaba por el antiguo foso hacia la Ciudadela y veía crecer los muros de la fortificación delante de él, cada vez le resultaba más siniestra. Desde hacía pocos años, además, tenía un aspecto todavía más desmañado, porque después de que, en un acceso de ingenuidad, las autoridades municipales hubieran empezado a derribarla, el Gobierno central dictaminó que había que volver a poner piedra sobre piedra todo lo que se había derribado y, como siempre, el dinero de la reconstrucción tenía que salir de los bolsillos de los barceloneses. En resumidas cuentas, había un buen trozo de muralla acabado de una manera diferente, que rompía la supuesta armonía que podía tener anteriormente el recinto. Además, después de aquel episodio, la mayoría de los muchos edificios de la Ciudadela habían quedado en desuso. Ya no había tantos soldados y todo había adquirido un aspecto abandonado y sucio.
Cuando llegaron, ya no había luz. Gort no era demasiado consciente de dónde estaban con respecto a la ciudad, porque la ronda estaba sin iluminar. No así el interior de Barcelona, donde se veían pasar luces de velas y de lámparas de aceite detrás de las ventanas de las casas. En cualquier caso, seguro que estaban lejos del centro, porque no había ninguna de las farolas de gas que tanto le habían gustado en su primera estancia en Barcelona.
La gran puerta de la muralla de la Ciudadela estaba poco iluminada. Había dos garitas, pero solo en una había un soldado, frente a una hoguera que ardía en el suelo sin demasiado vigor. Al ver llegar aquel grupo de hombres, el soldado de la puerta dio media vuelta y entró en la fortaleza. Era un poco sorprendente encontrarse en la puerta de aquella muralla y que no hubiese nadie, pero poco después el soldado volvió a salir con el fusil en la mano, seguido de un oficial con la cara marcada por la viruela.
—¿Qué pasa aquí? A ver, ¿quién vive? —preguntó en castellano.
Sugrañes, habituado a las malas pulgas de los oficiales del Ejército, no se inmutó y le respondió, igualmente en castellano:
—Alférez, cuádrese ante un comandante y sus oficiales.
Aunque ni Sugrañes ni ningún otro de los hombres que lo acompañaban iban vestidos de militares, el alférez, que había visto de todo desde que había entrado en el Ejército, tuvo muy claro por el tono de Sugrañes que como mínimo aquel hombre mayor y barbudo había sido militar alguna vez en su vida. De modo que sería mejor seguirle la corriente por si acaso eran oficiales de verdad.
—Buenas noches, señor —dijo el alférez en castellano—. Disculpe, pero antes de franquearles el paso, debería conocer su gracia.
Bocanegra, desconocedor del idioma, no entendió nada.
—¿Qué ha dicho?
—No sé qué de la gracia… No sé a qué viene a cuento… —respondió Gort, tan perdido como su compañero, con una voz mucho más baja que él.
Moxó, que se había quedado un poco más alejado de la puerta, se lo aclaró.
—En castellano, gracia es el nombre de una persona. Nos ha preguntado cómo nos llamamos.
Que el cuerpo de Voluntarios de Cataluña no existiese aún de forma oficial no facilitó las cosas. Pasado un buen rato y tras la llegada de un teniente, primero, y de un capitán, después, todo se aclaró y los dejaron pasar. De aquel grupo de diez hombres del sur, ocho eran oficiales y solo dos, Gort y Bocanegra, subordinados: un cabo y un soldado. Conociendo a los militares y su amor desaforado por la jerarquía, y para marcar distancias entre quienes tienen galones y quienes no los tienen, a Gort no le extrañó en absoluto que una de las primeras cosas que pidiesen los anfitriones fuera la graduación de los recién llegados. Gort y Bocanegra se vieron enseguida separados del resto de compañeros, a los que un teniente condujo a un alojamiento que, era de suponer, sería de más categoría. Los dos voluntarios tuvieron que seguir con sus zurrones a un par de soldados más callados que un muerto que prácticamente no les dirigieron la palabra en todo el recorrido.
Por dentro, la Ciudadela era realmente inmensa. Aunque ya había anochecido y solo había encendidas unas cuantas farolas a la entrada de algunos de los edificios, a Gort le dio la impresión de que todo el recinto estaba lleno de rincones y de construcciones más o menos ordenadas. El suelo, salvo una estrecha franja del camino adoquinada, era muy irregular, y Bocanegra no paraba de tropezar y de renegar. Finalmente llegaron a un caserón de dos pisos, donde no había luz alguna. Los dos soldados abrieron la puerta a tientas y uno de ellos se dirigió a un armarito adosado a una de las paredes, de donde extrajo un farolillo de aceite. Con la luz, Gort pudo ver que la primera impresión de su alojamiento no mejoraba. La pared estaba pintada de un verde desvanecido, con la pintura abolsada en muchos sitios por la humedad. De la sala de entrada nacía una escalera y había un par de puertas cerradas. Los dos soldados que los conducían subieron la escalera y, al llegar al primer piso, doblaron a la izquierda. Ahí se abría una sala alargada con camastros en mal estado. Cada pocos metros había una ventana, pero estaban tan altas que era imposible alcanzarlas sin subirse a una escalera.
—Elegid la cama que queráis. En algunas hay mantas. Si queréis agua, hay una fuente en la planta baja, y también encontraréis una letrina.
—Pero ¿y la cantina? ¡No hemos comido nada desde hace mucho rato! —se quejó, riendo, Bocanegra, aunque por una vez en la vida, gracias a la poca luz, el espectáculo de su boca podrida no impresionó a nadie.
—Ah, sí… No os preocupéis. Cuando toquen para ir a la cantina, no os perderéis. Todo el mundo va hacia ella, no tiene pérdida.
Una vez se hubieron ido los dos soldados, Gort y Bocanegra se quedaron solos en el edificio. Por lo poco que había visto, Gort se había percatado de que la Ciudadela acogía a muy pocos soldados. Todo estaba muy abandonado, prácticamente no se habían cruzado con nadie y hasta los caminos adoquinados estaban llenos de hierbas, señal de que los recorrían pocos carros y caballos. Era como si los militares se hubieran resignado al fin de la fortaleza por la presión popular o, como también pensó, quizá simplemente sabían que mantener la Ciudadela viva era un esfuerzo que el Ejército no podía permitirse.
El rancho fue tan triste y escaso como la Ciudadela misma. Unas gachas mal cocidas donde se encontraba, de vez en cuando, un pedazo de tocino rancio y algunos huesos con un poco de grasa pegada, se suponía que de cerdo. El plato no era gustoso y más bien se atoraba en la garganta. Para bajarlo había un vino aguado, que fue lo que más asco provocó a Gort, porque estaba lleno de unos restos oscuros e indefinidos que flotaban en la jarra. Bocanegra, menos cargado de manías, comió con avidez y bebió con mucho gusto.
—¡Ah, cómo se nota que las cosas han mejorado! —Bocanegra estaba satisfecho. En la mesa, donde habitualmente cabrían una veintena de soldados, solo estaban él y Gort, y las demás mesas de la cantina también estaban prácticamente vacías—. Se come mucho mejor ahora que hace unos años, cuando yo estaba en el ejército.
—¿Mejor? ¡Pero si lo que nos han dado es asqueroso!
—¡Qué dices! Tú no sabes lo que es una comida asquerosa. A mí me habían llegado a dar platos que asustaban nada más verlos. No, no, lo que nos han dado estaba la mar de bien. ¡Ojalá cuando estemos en África podamos seguir comiendo así! —Para rematar su entusiasmo, Bocanegra soltó un eructo cavernoso y cargado de aromas densos.
Jeroni Tarrés se sentó en su tienda de campaña y sacó la cantimplora de hojalata de la mochila. Todavía estaba caliente porque no hacía demasiado rato que la había llenado de agua hervida de la caldera de los cocineros. Ya había visto demasiadas muertes provocadas por el cólera por enfermar debido a un descuido. Algunos de los soldados que habían llegado de la Península ya tenían cagalera, pero todavía no había fallecido nadie, por lo menos que él supiera, y los médicos militares afirmaban que aquello no era cólera, sino simplemente un desajuste intestinal. ¡Desajuste intestinal! Sí, en la prisión ya había visto muchos de esos «desajustes»… Sabía perfectamente que muchos soldados caerían como moscas y morirían indignamente, embadurnados con su propia mierda. Pero a los presos veteranos no les pasaría eso. Dijeran lo que dijesen los médicos, él pensaba que no pillar el cólera dependía de uno mismo. Agua hervida, comida bien cocida, jamás nada crudo. Y mear y cagar en sitios limpios; las letrinas, para los novatos. Y una vez hacías tus necesidades, lavarte las manos. Así de sencillo. Tarrés, por si acaso, también utilizaba algunos remedios, como por ejemplo ponerse aceite de alcanfor, cuando tenía, bajo los orificios nasales y santiguarse antes de mear. Lo hacía sin el convencimiento de que esta clase de cosas pudiera salvarlo de la enfermedad, pero con la secreta convicción de que si no las hacía, se contagiaría.
Tarrés, Sabatés y Estop formaban parte de la Compañía de Presidiarios. Bueno, de hecho, oficialmente los denominaban Tiradores de Montaña, pero nadie los llamaba de esta forma: eran los presidiarios. Iban vestidos prácticamente como los demás soldados, con una especie de boina castiza diferente de la gorra de la infantería, pero no llevaban las armas siempre encima, sino que las custodiaba un destacamento de otra compañía, y solo se las daban cuando tenían que entrar en acción. De todos modos, no habían desaprovechado semejante oportunidad, ni mucho menos. Ya habían conseguido cuchillos para los tres y un revólver Lefaucheux de importación que habían quitado a un oficial muerto debido a las fiebres y que, por fortuna, se había ido al otro barrio antes de haber tenido necesidad de disparar ni una sola vez su flamante revólver. Llevaban los cuchillos encima, mientras que el revólver estaba en el baúl del teniente Robledo, quien se había visto obligado, con gran disgusto por su parte, a abandonar la seguridad del trabajo del penal para participar en una guerra a las puertas de su casa. En realidad, Robledo no lo sabía, pero el culpable de que estuviera allí, en un palacio moro en ruinas al que llamaban el Serrallo, era Tarrés. El expolicía había manipulado la orden de formación de la Compañía de Presidiarios para que Robledo tuviera que acompañarlos. Tarrés sabía que tener un oficial controlado al lado le ahorraría muchos disgustos.
Pero, en este sentido, las cosas no estaban saliendo tan redondas como Tarrés y los suyos habían esperado. Robledo era un cobarde y un imbécil, y lo sería siempre, pero Tarrés no había contado con que buena parte de sus superiores detestaba al teniente y siempre le encargaba a él los peores trabajos. Y como los tres antiguos policías estaban siempre con Robledo, en realidad les tocaba a ellos y a unos cuantos desgraciados más hacer el trabajo en cuestión. Por eso, aquella mañana de noviembre les tocaba dejar la relativa comodidad de la tienda de campaña para ir a construir una fortificación avanzada, lo que los ingenieros habían bautizado con el poco atractivo nombre de reducto de Isabel II. El campamento estaba resguardado en el palacio en ruinas, sobre una colina con buenas vistas de Ceuta, aunque aquel día una niebla densa y húmeda impedía ver poco más allá de las tiendas. Había un depósito de agua que muchos soldados, acabados de llegar de la Península, no habían dudado en empezar a utilizar para beber y para lavarse. Desde la colina del Serrallo había que bajar por el camino de Tetuán y adentrarse cada vez más en un valle que separaba dos grandes cordilleras, una seca y rocosa, y otra, en cambio, densa de árboles y arbustos. Sabatés se descolgó con que aquel bosque era como el que había entre Blanes y Sant Feliu.
—¿Y cuándo has estado tú en Blanes o en Sant Feliu? —le preguntó, socarrón, Estop, mientras se ajustaba el correaje.
—Yo he estado en muchos sitios que tú no sabes, imbécil.
El camino no era demasiado ancho, pero lo era lo bastante como para dejar pasar un par de carros tirados por mulas o por caballos con unos buenos cascos porque era empinado y estaba poco cuidado y lleno de baches y de piedras que resbalaban. La compañía del teniente Robledo avanzaba lentamente, sin demasiado ánimo, entre otras cosas porque iban cargados con un fusil, un pico y una pala, además de la mochila llena, como siempre, de ropa, pan seco, una cantimplora de hojalata y un montón de cosas más. A Tarrés y a sus hombres no los consolaba que lo único que no tenían que llevar encima fueran las municiones, que solo les darían si fuese necesario y que iban cargadas en cajas atadas a unas pobres mulas. El aire era frío, más que nada porque la niebla no se había levantado demasiado; la humedad hacía que la ropa se pegara al cuerpo. Para más inri, cuando el camino se hundía entre las dos montañas, corría un viento helado que hacía desagradable la marcha, aunque hacía desaparecer la niebla.
Cuando llegaron al pie de un precipicio impresionante, que se llamaba de forma gráfica el boquete de Anghera, abandonaron el camino principal de Tetuán para doblar a la derecha, hacia el norte, de hecho. El camino se estrechaba y el bosque de arbustos y pinos prácticamente invadía la carretera. A pesar del fresco, toda la compañía empezó a sudar porque el camino era ahora cuesta arriba y, dado que no paraban de pasar soldados y animales arriba y abajo, cada vez más complicado. Junto al camino había mujeres y niños rifeños que ofrecían agua, té caliente o dulces a cambio de monedas. Eran muy pesados, sobre todo los niños, que se pegaban como moscas a los oficiales y a los soldados, y les ofrecían mercancías en un castellano retorcido. El camino se ensanchó de golpe, y la compañía llegó a un claro, donde había multitud de soldados alrededor de una carpa bien puesta que contrastaba con la precariedad de lo que habían visto en aquel camino hasta entonces. Robledo llamó a Tarrés:
—Tarrés, ve a ver qué ocurre mientras yo me siento aquí a revisar las órdenes —dijo mientras se tumbaba en el suelo a descansar, resoplando y con la mirada perdida.
Tarrés se acercó y vio a un civil joven, vestido con una levita negra y un sombrero de media copa, totalmente estrafalario en aquel ambiente, subido a una caja de madera, hablando muy contento con la tropa. Por su acento en castellano, Tarrés se dio cuenta enseguida de que aquel hombre era catalán.
—¿Qué dice, que no ha tastado nunca las setas? ¡Pues esto no puede ser de ninguna de las maneras, mi general!
—¡Ja, ja, ja! No soy general, solo soy capitán…
—General, capitán, ¡tanto da! ¡Sí, señor! Lo importante es el hambre que se pasa, ¿verdad? Pase, coja un plato y me paga lo que usted quiera. Y si necesita algo más, una navaja de afaitar, aseite de risino para los dolores de pancha, lo que sea, pase que de todo tenemos…
Tarrés se situó junto al hombre y le soltó en catalán, con voz no muy alta:
—¿Y qué se le ha perdido a un paisano por aquí?
—¡Hombre, un catalán! Pues vender, que cuando hay oportunidad de ganar algo de dinero, no la puedes dejar escapar. Pero ya veo que tú tienes otro trabajo…
—Pues sí, ya me ves; aquí, haciendo de soldado… ¿Qué se comenta de la guerra en casa?
El comerciante bajó de la caja para hablar con más tranquilidad, aprovechando que la mayoría de los soldados y oficiales o bien ya habían entrado en la carpa donde tres hombres y dos mujeres los atendían o bien se habían ido, frustrados por no tener ni un céntimo para gastarse.
—Hombre, no lo sé muy bien, porque en cuanto me enteré de que empezaba esta guerrecita, organicé la expedición. Pero en Reus había alegría. Sí, señor, alegría es la palabra. Atraerá dinero, sí, señor. Un dineral y mucho dinerito, no sé si me explico… Dinerito para mí y para muchos otros y un dineral para los peces gordos, sí, señor. El general Prim está contento, ¡y todavía lo estará más cuando lleguen los catalanes!
—¿Catalanes? ¿Qué catalanes?
—Ah, no os han dicho nada aún… Están reclutando un ejército de catalanes para venir a luchar aquí. Y Prim los mandará a todos. Conociendo al general, irán directos a la gloria. ¡Sí, señor!
Otro hombre más mayor se acercó a ambos. A pesar del fresco que hacía, iba en mangas de camisa y con un chaleco de rayas.
—¿Qué, Jaumot, qué pasa? —quiso saber.
—Nada, hombre, que me he encontrado un catalán. Aquí, el sargento…
—No, no soy sargento, soy soldado.
—Ah, muy bien. ¿Eres de los voluntarios de Prim?
—No. Precisamente su amigo me estaba contando lo del ejército catalán de Prim.
—Hombre, yo no sé si llegará a la categoría de ejército… Uno de Reus como nosotros, el comandante Sugrañes, no sé si lo ha oído nombrar alguna vez… ¿No? Bueno, da igual, pues a este comandante, que me parece que había sido oficial de Prim, le han encargado que reclute soldados para ponerlos a las órdenes del general. Prim quiere tener, por así decirlo, un ejército privado, creo, para que haga lo que él quiera y toda España se quede admirada…
—Ya lo entiendo, ya —aseguró Tarrés, que enseguida intuyó que aquella información podría resultarle muy útil—. Lo que quiere Prim es tener una especie de guardia de honor.
—¡Equilicuá! —exclamó el primer comerciante. Mientras charlaban, otros soldados que bajaban por el camino se habían ido acercando a la carpa—. Y ahora, si me disculpas, ¡debo atender a la clientela! ¡Sañores, acérquense sin miedo que aquí no mossegamos a nadie, aquí solo damos alegría!
Con la llegada de los soldados, los dos comerciantes dejaron de prestar atención a Tarrés, y este lo aprovechó para robar disimuladamente una bota de vino que había a la entrada de la carpa.
Con la bota oculta entre la ropa, Tarrés regresó con sus compañeros.
—Teniente Robledo, solo son cantineros con comida y víveres. ¿Aviso a la tropa que hacemos una parada?
Robledo estaba medio acostado en el suelo, en una posición muy poco marcial. En aquellos momentos se arrepentía de muchas cosas en la vida, y no sabía cuál era la que lamentaba más. Se arrepentía de haber estrenado botas, porque ahora tenía los pies enrojecidos y llenos de ampollas; se arrepentía de haber comido estofado de alubias para desayunar, porque ahora le repetían y le ardía el estómago; y, sobre todo, se arrepentía de haberse alistado en el ejército, porque ahora se veía obligado a andar por las montañas del Rif con un riesgo evidente de morir de cansancio y, tal vez, de las malas artes de los moros. ¿Parada? La pregunta sobraba. Era evidente que él tenía que detenerse y descansar. El teniente Robledo era perfectamente consciente de la enorme importancia que su mente y su ejemplo tenían para sus hombres, aunque a menudo parecía que estos ignoraban totalmente este hecho tan obvio. Si él necesitaba descansar, no era tanto como consecuencia de las botas nuevas, las alubias o la poca profesionalidad, sino más bien para que él y sus hombres estuvieran más dispuestos para el combate. Así pues, Robledo confirmó a Tarrés asintiendo con desmayo con la cabeza que había que detenerse un rato para recobrar el aliento.
Mientras los hombres empezaban a sentarse en el suelo en grupos sin ningún tipo de orden, por el camino apareció un grupo de soldados vestidos de una forma muy peculiar. Iban de azul cielo, llevaban un delantal marrón y una gorra con visera distinta de la del resto del ejército, más blanda y con aspecto de caerse menos de la cabeza que las gorras rígidas y poco prácticas que todos llamaban ros, en honor del general Ros de Olano, que era considerado su inventor. Aquellos soldados un poco estrafalarios eran del Cuerpo de Ingenieros, simplemente los albañiles que se encargaban de la construcción de fortificaciones, pero también de canalizaciones de agua para suministrar a los hombres y los animales, o de letrinas o, a veces, de los edificios provisionales que normalmente alojaban a los generales o a los invitados del ejército a presenciar sus presuntas glorias. En medio de los soldados había mulas cargadas hasta los topes de sacos, picos, palas, cuerdas y martillos. También acompañaba a los ingenieros algún carro tirado por caballos que sufrían por culpa de la irregularidad del camino. Y, para desgracia de Robledo, con los soldados llegaron asimismo oficiales de Ingenieros. Un comandante con un aspecto imponente se movía a pie entre sus hombres. La cara de aquel comandante impresionaba. Era una cara ancha y fuerte, y la barba, negra, le nacía prácticamente de debajo mismo de los ojos. Contrariamente a lo que era habitual en la mayoría de los oficiales, tenía las manos grandes y llenas de callos, como si estuvieran más habituadas a sujetar las herramientas del oficio de ingeniero que las del oficio de militar. En cuanto vio aquel grupo de soldados con gorra cuartelera medio tumbados en el suelo, junto a un oficial panzudo descalzo que se acariciaba los pies con cara de dolor, el comandante de Ingenieros se dirigió a él con unas ganas evidentes de acabar con aquella situación.
—¡Usted! ¡Sí, usted, teniente! ¿Qué coño cree que está haciendo?
—¿Yo? ¿Yo, señor? Estamos haciendo una parada táctica…
—¿Una parada qué? A ver, ¿quiénes son y adónde van?
—¿Nosotros? ¿Dónde vamos? Pues somos de Ceuta y vamos hacia allá arriba…
—¡Joder, teniente! ¡Nombre, compañía y órdenes! ¡Ar!
El grito del comandante despertó los automatismos dormidos de Robledo, que contestó sin pensar:
—Teniente Robledo, primera Compañía de los Tiradores de Montaña de Ceuta, adscritos a los Cazadores de Madrid, Primer Cuerpo del Ejército. Tenemos órdenes de presentarnos al teniente coronel de Ingenieros… —Aquí Robledo se detuvo un instante, porque acababa de darse cuenta de que estaba precisamente con un teniente coronel de Ingenieros que, muy probablemente, era a quien tenían que presentarse, porque en medio de las montañas, al oeste de Ceuta, habría muy pocos tenientes coroneles de aquel cuerpo.
—¡Siga, va!
—… al teniente coronel Aparici para ponernos a sus órdenes.
El teniente coronel sonrió sin ruido, y aquel gesto provocó aún más aprensión al teniente Robledo.
—Hoy es su día de suerte, Robledo. Está a punto de aprender qué significa ser un oficial del ejército. ¡Soy el teniente coronel Aparici, y como no se levante ahora mismo y ponga a andar a sus hombres, le aseguro que le haré allanar toda esta montaña a pico y pala antes de dejarlo descansar!
Robledo, descalzo, empezó a moverse entre sus hombres, levantándoles y haciéndoles formar antes de que se concretaran las consecuencias de las amenazas de Aparici. Para la mayoría de los soldados reclusos, acostumbrados a los gritos y los maltratos, aquello no era ninguna novedad y tampoco se apresuraron más de la cuenta. Además, que hubiesen gritado a Robledo delante de todos les alegraba especialmente y, para ellos, aquel momento podía alargarse tanto como quisiera aquel oficial de Ingenieros tan arisco. Pero a Tarrés no le convenía la humillación de Robledo. Cualquier comandante nuevo implicaba que ya no controlaría la situación como hasta aquel momento y eso no le gustaba nada.
Cuando los reclusos estuvieron más o menos formados, el teniente coronel se encaramó a una piedra para dirigirse a ellos. Los ingenieros, mientras tanto, se burlaban de sus compañeros.
—Ahora sabréis lo que es trabajar, desgraciados…
Aparici gritó y todo el mundo calló.
—¡Soldados! ¡Soy el teniente coronel José Aparici y ahora soy yo quien les manda! Que se prepare quien no lo tenga claro. ¡Les recuerdo que estamos en guerra, y cuando se está en guerra, puedo ordenar que los fusilen si me sale de los cojones! Si hablan con mis soldados, pronto sabrán que si me cabreo, desearán que ordene su fusilamiento, porque la muerte será mejor que seguir pasándolas putas bajo mis órdenes. ¡Todos ustedes son unos malnacidos, unos ladrones y unos cabrones! ¡Me meo en su boca! Hagan lo que les diga y no tendrán problemas. ¡Desobedézcanme y sabrán lo que es sufrir! ¡Venga, hacia arriba, que tenemos mucho trabajo!
Los hombres empezaron a marchar arrastrando los pies, de mala gana, con el buen humor disipado por los gritos del teniente coronel. Robledo iba delante, con la cabeza gacha, mirando con envidia a los oficiales que iban montados a caballo o, todavía más, a los que estaban junto al camino sin dar golpe. Aunque el ritmo que llevaban no era demasiado rápido, los presidiarios y los ingenieros pronto dejaron atrás una batería de cañones que arrastraban con gritos y ruido un grupo de artilleros y una veintena de mulas, que sufrían tirando de esos tubos de metal de aspecto siniestro. Los gritos y los tacos de los artilleros se mezclaban con el ruido de los armones que resbalaban sobre las piedras del camino. Tarrés, sujetándose fuerte al fusil descargado que llevaba a la espalda, andaba y meditaba. Si Robledo caía en desgracia, la cosa iría mal. Vivir a la sombra del flojo teniente le permitía escaquearse de los trabajos más pesados, a la vez que lo colocaba en una posición de privilegio para colgarse las medallas que realmente ganaran otros. Ahora bien, si el teniente coronel Aparici se interponía e impedía que Robledo llevara una vida plácida, Tarrés sufriría, y eso no estaba dispuesto a permitirlo. El expolicía no sabía cómo tendría que hacerlo, pero era seguro que estar en medio de un conflicto bélico y no poder controlar su destino era algo que tenía que impedir.
Subir por aquel camino siguiendo el ritmo que marcaba Aparici provocaba que los presos renegaran y escupiesen constantemente al suelo, como si el ahogo del ejercicio se pudiera compensar remojando de saliva y mocos el sendero. Los ingenieros, más acostumbrados al ritmo que marcaba el oficial, sudaban y resoplaban, pero no se les oía renegar, sino que más bien se reían de las desgracias de los reclusos que habían caído bajo las órdenes de su inflexible teniente coronel.
Una hora después llegaron a una gran explanada que coronaba aquella montaña. La explanada parecía flotar sobre la niebla de las montañas, y si los soldados no hubieran estado tan cansados, quizás habrían podido apreciar la belleza del paisaje. En esos momentos había dos o tres centenares de soldados moviéndose arriba y abajo, arrastrando piedras con ayuda de las mulas, llenando sacos de tierra o cavando agujeros sin demasiada dedicación. Lo que se estaba construyendo era un reducto, una especie de fortificación hecha de troncos y bolsas de arena pensada para facilitar la defensa avanzada de Ceuta. Muchos de los soldados reclusos pensaron que al llegar a aquella explanada tendrían derecho a descansar, pero era evidente que no conocían al teniente coronel Aparici.
—¡Teniente! ¡Y todos ustedes también! —gritó Aparici, señalando con el dedo el grupo donde se encontraban Tarrés, Estop y Sabatés—. Bajen un centenar de metros y vigilen.
—Pero, señor… Las armas están descargadas, no hemos descansado… —dijo, en tono lloroso, el teniente Robledo.
—¡Pues reparta munición y para abajo! Los quiero en escaramuza de aquí a diez minutos, exactamente allí. —El brazo extendido de Aparici señalaba un lugar inconcreto más allá de la fortificación que estaban construyendo los ingenieros, unos metros más abajo de los primeros troncos que servían de parapeto.
Tarrés decidió que era el momento de destacarse ante Aparici.
—¡Ya habéis oído al teniente coronel, chicos! Con su permiso, teniente Robledo… —Robledo asintió desmayadamente con la cabeza—. ¡Vamos al carro de munición, venga!
Los soldados reclusos se quedaron algo helados. Aunque todos sabían que Tarrés era la mano derecha de Robledo, no era demasiado normal que un simple soldado tomara la iniciativa ante un oficial carcelero. Tarrés miró a Estop y a Sabatés, e hizo un gesto con la cabeza para indicarles que actuaran.
—Venga, va, movámonos. Vamos a buscar los cartuchos. —Estop echó a andar decididamente hacia el carro de las municiones, mientras que Sabatés corría hacia él y se subía bajo la mirada de los conductores, que también estaban atónitos.
El movimiento de los dos expolicías provocó que el centenar de soldados de la compañía se pusiera en movimiento bajo la mirada de Aparici y Tarrés y la pasividad de Robledo, que se veía desbordado por los acontecimientos. Estop, Sabatés y los conductores empezaron a bajar las cajas de munición para repartir los cartuchos entre los soldados.
—¡Teniente! ¡Y usted! ¡Sí, usted! —dijo Aparici, señalando a Tarrés—. Vengan aquí.
Robledo se acercó, inseguro. Tarrés avanzó para llegar antes junto al ingeniero.
—¿Cómo se llama?
—¡Jeroni Tarrés, señor! —gritó Tarrés, mientras se ponía muy erguido y miraba al cielo, por encima de la gorra del teniente coronel.
—Tarrés, encárguese de aquel grupo de hombres y sitúelos en guerrilla. ¿Sabe cómo se hace?
—Supongo que sí, y si no, ya me las arreglaré. Pero, señor, solo soy un soldado y no sé si…
—¡Pues lo nombro cabo!
Robledo, que llegó a tiempo de oír la conversación, palideció al oír el nombramiento.
—¡Pero, señor, no puede hacerlo! ¿No ve que está prohibido? ¡No es más que un preso!
—Coño, no me acordaba de que no se puede… es igual. Usted se encargará de que le hagan caso y de paso también se espabila. ¡Vamos, hacia abajo, que todavía vendrán los moros! Ayer y antes de ayer ya estuvieron aquí, y no me extrañaría que hoy volvieran.
Robledo y Tarrés empezaron a irse, el teniente con la cabeza gacha y Tarrés con cara de satisfecho.
—Eres un cabrón y no creas que porque ahora el comandante te haga caso vayan a cambiar las cosas. Si te pasas un pelo —Robledo agitó el pulgar y el índice juntos delante de la cara de Tarrés—, te las verás conmigo. De mí depende, recuérdalo siempre, el informe del final de la guerra, el que dirá si te dejamos libre o no. O sea que ya lo sabes.
—Teniente, ya sabe que puede confiar en mí, siempre a su servicio…
Tarrés se quedó pensativo. Mientras recogía los cartuchos y los guardaba en el zurrón decidió que Robledo tenía que dejar de ser un obstáculo. Aprovechando la confianza que le había otorgado el teniente coronel Aparici, Tarrés llamó a unos cuantos hombres delante mismo de Robledo. Entre ellos, naturalmente, Estop y Sabatés.
—Escuchad, nos han ordenado que, con el permiso del señor teniente, nos despleguemos para vigilar que no nos ataquen por sorpresa. Ahora bajaremos por este caminito de aquí, y cuando ya no veáis el reducto, os detenéis, os escondéis y esperáis a ver qué pasa.
—Tarrés, ¿qué santo y seña pedimos si vemos que sube alguien?
—No seas imbécil, si sube alguien por el barranco hacia el reducto, seguro que se trata de un moro. Le disparas y en paz —respondió Tarrés, que un poco demasiado tarde, añadió—: ¿verdad, teniente?
Robledo estaba muy cabreado y, aunque el oficial de Ingenieros le había marcado el terreno, no podía permitir que Tarrés cuestionara su autoridad.
—¡Tarrés, calla! Haréis lo que yo os diga. Bajaremos por el camino en columna…
Uno de los presidiarios más jóvenes lo interrumpió.
—No cabremos, en columna. El camino es demasiado estrecho.
—¿A ti quién te ha dado permiso para hablar? Bajaréis como a mí me dé la gana, ¿entendido? Como si os ordeno que vayáis a la pata coja…
—De acuerdo, teniente, no se sulfure…
—¡En columna! ¡A formar!
Robledo estaba acostumbrado a hacer formar columnas en el patio del presidio. Pero una cosa era una columna de presidiarios que tenían que ser controlados y otra muy distinta una formación de combate, no de las más sofisticadas, sin duda, pero en definitiva una formación de guerra. Los hombres se dispusieron formando más o menos un rectángulo alargado con cuatro soldados delante. Tarrés, Estop y Sabatés se situaron discretamente hacia el centro, aunque la altura de Estop destacaba entre los demás presos.
—¡Agáchate, Estop!
Estop dobló un poco las rodillas e inclinó la espalda unos grados para perder altura. Robledo no se dio cuenta y no le hizo ponerse a la cabeza de la columna.
—¡Armaaaas al hombro! ¡En marcha!
Los soldados no respondieron al tono supuestamente marcial del teniente con el entusiasmo que, sin duda, merecía. Como la tierra estaba húmeda, aunque los presidiarios arrastraban los pies, no levantaban polvo, lo que salvaba la dignidad del grupo. Además, algunos miembros de la compañía habían hablado con los soldados que estaban construyendo el reducto y las noticias corrían muy deprisa dentro de la columna.
—Desde que empezaron a construir el reducto —dijo uno de los soldados que ya llevaba dos años en Marruecos, condenado por robo—, no han parado de ver moros con fusiles y caballería, de todo… Aquí dicen que se está preparando algo gordo.
—Lo único gordo que hay aquí es el culo del teniente.
Había que reconocer que, a veces, Estop tenía gracia.
La columna, tal como era de prever, se convirtió poco a poco en una masa de soldados que bajaba por un caminito empinado demasiado estrecho para acogerlos. Además, al bajar por el camino sin árboles pero con arbustos altos, muy diferente del que habían usado para llegar al reducto, se fueron sumergiendo más y más en la niebla. Los sonidos se fueron difuminando de un modo extraño. Las voces se oían nítidas, pero no podía distinguirse de dónde venían. Cuando llevaban unos minutos bajando, lo que quedaba de la columna se detuvo.
—¿Qué coño pasa ahora? —refunfuñó Sabatés.
—Es el momento de apartarse. Venid, va —dijo Tarrés a sus dos compañeros mientras salía agazapado del camino y se metía entre los arbustos que, con la ayuda de la niebla, rápidamente lo ocultaron—. Quedémonos aquí y ya veremos qué pasa.
Se sentaron en el suelo, entre los arbustos y un par de piedras, en un ambiente enrarecido. La niebla se aclaraba y se condensaba sin seguir ninguna pauta, y los tres hombres perdieron muy rápidamente la noción del espacio y del tiempo. El tiempo transcurría, pero como la luz no cambiaba, convertida en una especie de resplandor que no venía de ninguna parte, parecía que siempre estuvieran en el mismo momento en que habían abandonado la columna. De vez en cuando se oían ruidos inconexos, difíciles de interpretar, quizá conversaciones, quizá disparos, que no procedían de ningún sitio en concreto, lo que los inquietaba. Además la niebla era muy húmeda, y los tres hombres tenían frío. Inconscientemente, se fueron acercando para conservar el calor, mientras se iban formando gotas de niebla sobre las medias capas enceradas que llevaban. Las capas, teóricamente, eran impermeables, pero en realidad no los protegían en absoluto del frío y de la humedad. Frío, ruidos, sombras luminosas que se percibían de repente y que, tal como habían aparecido, desaparecían. Tarrés, Estop y Sabatés, acurrucados en la tierra húmeda, entre arbustos de romero, se sentían muy pequeños, muy poco importantes. Era, para los tres hombres, una sensación que habían tenido muy pocas veces en la vida.
Aquellos momentos fantasmagóricos finalizaron cuando se oyeron las voces de dos hombres que hablaban cerca. Era imposible saber de dónde procedía exactamente la conversación, porque la niebla hacía rebotar el sonido y, a veces, parecía que las voces venían de un sitio y, acto seguido, parecían surgir de otro lado. Tal vez por eso, cuando finalmente aparecieron dos soldados, medio encogidos y desorientados, los tres expolicías se sorprendieron. Eran dos de los soldados más jóvenes de la Compañía de Presidiarios, dos muchachitos que apenas llevaban un par de meses en el penal cuando se formó la compañía. Como solía pasar a la mayoría de los presidiarios jóvenes, habían sido especialmente maltratados por los demás reclusos, que les habían sometido a todo tipo de extorsiones. En este sentido, Sabatés se había mostrado especialmente activo. Era él quien les había escupido en el plato del rancho, quien les había obligado a darle las alpargatas que habían recibido al entrar en el penal, quien les había obligado a dormir en las letrinas, fuera de los barracones donde dormían habitualmente los presos. Los dos chicos que, cuando vivían en Valladolid, creían que no había poder en la Tierra que pudiera mandar sobre ellos, se encontraron un día montados en un carro de presos después de haber intentado robar a un individuo que resultó llevar dos pistolas cargadas bajo el abrigo y que era, ni más ni menos, el juez de la Audiencia.
—Hombre, mira a quién tenemos aquí —soltó Sabatés cuando los dos chicos se plantaron delante de él.
—Ah, Sabatés… —Se notaba la decepción en la voz del muchacho—. Es que nos hemos perdido después del ataque y no sabíamos…
—¿Ataque? —Tarrés aguzó el oído—. ¿Qué ataque? Hablad, va, ¿qué ha sucedido?
Los dos chicos empezaron a hablar a la vez, lo que impedía comprender nada de lo que estaban diciendo, nerviosos por estar delante de algunos de sus principales torturadores y, posiblemente, también por ese ataque que habían mencionado al principio. Tarrés se cansó de no entender nada y dio un bofetón a uno de los jóvenes. El golpe, inesperado y de una mala leche inmensa, interrumpió la palabrería inconexa de los dos muchachos.
—Te llamas Alonso, ¿no?
—Sí, señor —respondió el chico mientras se secaba el hilillo de sangre que le salía de un lado del labio, donde había llegado a impactar la mano abierta de Tarrés.
—Pues explícame lo del ataque —ordenó. Y señalando al otro chico, añadió—: Y tú, cállate hasta que no te diga que hables, ¿entendido?
—Es que ha sido… No nos lo esperábamos, ¿sabe? Bajábamos por el camino toda la columna y entonces hemos empezado a desplegarnos…
—¿Desplegaros? ¿Eso ha dicho el teniente Robledo? —A Estop le extrañó que Robledo fuese tan clarividente.
—Bueno, no sé quién lo ha dicho. Nosotros hemos visto que los compañeros empezaban a desplegarse y nos hemos movido hacia un lado…
—Ah, ya me extrañaba a mí. Esto ya me lo creo más —rio Estop sin que nadie lo acompañara—. ¿Y qué más?
—Unos cuantos nos hemos puesto a la izquierda del camino, uno aquí, uno allá, y nada, cuando llevábamos poco rato así, hemos oído unos gritos y un par de disparos detrás de nosotros…
—Sí, entonces es cuando ha aparecido Boscoso lleno de sangre… Boscoso, el del pabellón de Santa María…
—¿No te he dicho que te callaras? —soltó con gran frialdad Tarrés. El segundo chico se calló de golpe—. Sigue tú. ¿Qué ha pasado con el tal Boscoso?
—Pues Boscoso ha venido corriendo, chillando como un cerdo… No me extraña, porque llevaba un cuchillo de estos de los moros, de estos tan retorcidos, clavado aquí, en el hombro.
—¡Joder! —soltó Estop—. ¿Y qué había pasado?
—Decía que había aparecido un montón de moros con cuchillos que estaban escondidos por ahí y los habían atacado por sorpresa. Y que habían matado a dos o tres de los nuestros y él había logrado huir…
—¿Y qué habéis hecho entonces?
—Pues nada… Josele, el bizco del pabellón de…
—Ya sé quién es Josele, sigue.
—Pues Josele ha dicho que había que avisar al teniente, y nos ha enviado a buscarlo; por eso estamos aquí… —El muchacho miraba nervioso a su compañero mientras hablaba, una mirada que Tarrés entendió enseguida.
—Mira, chico, lamento que me hayas tomado por imbécil. —Mientras Tarrés decía esto, Estop sonrió, contento de que su jefe volviera a utilizar aquella frialdad que tanto lo había distinguido cuando estaba en Barcelona—. Si me vuelves a mentir, se me acabará la paciencia. Di la verdad.
Alonso tragó saliva y habló con los ojos clavados en el suelo.
—Josele y otro son los que han ido a buscar al teniente… Nosotros dos nos hemos quedado cuidando de Boscoso, que se ha desmayado…
—¿Y? —preguntó Tarrés.
—Entonces…
—¡Habla de una puta vez!
El otro chico se echó a hablar al ver que su compañero no se decidía.
—Entonces hemos oído hablar en moro a una gente que se acercaba, y hemos tenido claro que no nos podíamos quedar allí y nos hemos ido.
—¿Sin Boscoso?
—Es que se había desmayado…
—¡Coño, mira qué valientes! —Estop se echó a reír de nuevo.
La niebla se levantó en pocos segundos. El primero que se percató de lo que estaba pasando fue Sabatés. Cincuenta metros más abajo había una docena de magrebíes marchando a buen paso y en silencio hacia ellos, tan sorprendidos del levantamiento repentino de la niebla como del grupo de soldados que hablaba entre los arbustos. Eran los primeros soldados enemigos que veían los tres expolicías y había que reconocer que daban miedo. No iban uniformados en absoluto, pero todos llevaban más o menos el mismo tipo de ropa: una especie de túnica de rayas con un cinturón de tela y con la cabeza cubierta de una tela que alguna vez había sido blanca. La mayoría llevaba a la espalda un fusil largo con un cañón estrecho que no se acababa nunca y que, dado el ritmo con el que corrían hacia los soldados, les golpeaba rítmicamente la espalda.
—¡Que vienen! ¡Que vienen! —gritó Sabatés, señalándolos.
—No, tranquilos, me parece que son mogataces; no pasa nada —replicó Estop, sonriendo. Los mogataces eran los magrebíes aliados, contratados por el Ejército español para hacer el trabajo más sucio de la guerra.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Tarrés sin dejar de mirar a aquellos hombres ágiles que seguían corriendo a buen ritmo hacia ellos.
—Porque los nuestros están ahí, de donde vienen estos, y si fuesen enemigos, antes de llegar a nosotros se habrían encontrado con un montón de soldados de la compañía. No puede ser, seguro que son mogataces.
Fueran mogataces o no, Tarrés no se fiaba de nadie. La vida en las calles de Barcelona le había enseñado a ser desconfiado y aunque lo que decía Estop era totalmente lógico, no las tenía todas consigo. Además, los soldados de la compañía con quienes tenían que haberse encontrado aquella docena de magrebíes estaban comandados por el teniente Robledo, lo que, para Tarrés, era garantía de que sus compañeros habían estado mal desplegados, mal dirigidos y, posiblemente, se habían perdido y no habían visto a los enemigos. Y la niebla que hasta hacía un momento impedía ver nada, también podía haber permitido a aquel grupo de asesinos llegar hasta ahí. Tarrés no estaba dispuesto a apostar su vida.
—Tranquilos, seguro que son mogataces —dijo con una media sonrisa. Estop y Sabatés, que lo conocían bien, se pusieron a la defensiva. Que Tarrés riera no significaba que estuviera contento—. Vosotros dos, chicos…
Alonso y el otro soldadito lo miraron. Estaban acostumbrados a que alguien los mandara y, claramente, Tarrés era quien más mandaba de los que estaban allí.
—Id a ver qué pasa. Tal vez traigan órdenes.
Los dos jóvenes empezaron a moverse sin demasiado convencimiento hacia los magrebíes, que cada vez estaban más cerca.
—Tranquilos, que si hay algún problema, nosotros os cubriremos. Estop, Sabatés, poneos allí. Yo me quedaré aquí. ¡Eh! ¡Amigos! ¡Amigos! ¡Amigos! —gritó Tarrés a los moros.
Los magrebíes redujeron el ritmo. Solo tres o cuatro llevaban una espada corta o un cuchillo largo en la mano, pero era evidente que aquello no quería decir necesariamente que fueran enemigos.
Poco a poco, los dos soldados se les fueron acercando. Tarrés, Sabatés y Estop tenían los fusiles en la mano y, aunque no apuntaban a los magrebíes, era evidente que podían disparar en pocos segundos. Sabatés, sin dejar de mirar al grupo que se acercaba, repasó el fusil con la mano para confirmar que lo llevaba correctamente cargado. No lo tranquilizó oír que, de vez en cuando, llegaba el ruido de algunos disparos desde más abajo del lugar donde ellos estaban, precisamente de donde venían los supuestos mogataces.
Alonso y su compañero no andaban muy deprisa. Ya fuera porque no se acababan de fiar de Tarrés o por la experiencia que acababan de vivir con otros moros, los dos soldados llevaban las armas a punto de disparar. Tarrés se fijó en que Alonso se había dejado puesta la baqueta que servía para atacar el cañón del fusil y prensar la pólvora y la bala. En la poca instrucción que habían recibido, este era uno de los errores que más les habían advertido que podían cometer. Si Alonso disparaba, la baqueta saldría disparada con la bala y ya no podría volver a cargar el fusil. Además, la bala no saldría con demasiada fuerza y se quedaría corta. Tarrés no quiso advertírselo a gritos, porque, en definitiva, tanto le daba. Si no sabía cuidar de sus propias armas, era su problema.
Los magrebíes también habían ido reduciendo el ritmo. Era buena señal que ninguno de ellos se descolgara la espingarda, el fusil largo que llevaban. Pero también era cierto que los que llevaban un cuchillo largo en la mano, no se lo guardaron bajo la ropa. Uno de los que estaba más cerca de los dos soldados levantó el cuchillo y empezó a gritar amigo, amigo en un español particular. A Tarrés le pareció que aquel hombre sonreía y que, tal vez, tenía algún diente de oro, pero a la distancia que se encontraba, puede que no fuera así.
Aquella noche, cuando Tarrés se acostó entre un par de mantas que había robado en la tienda del campamento del reducto de Isabel II, pensó con un pequeño escalofrío que él tampoco habría tenido demasiadas posibilidades de salir con vida si hubiese estado en la piel de Alonso y su compañero.
Cuando los dos soldados se encontraron con los magrebíes se pararon para hablar. Desde donde estaba, Tarrés no podía entender qué decían, pero el viento permitía captar el tono, y parecía amistoso. Los magrebíes estrecharon la mano a los soldados y un par de ellos hasta les dio golpecitos en la espalda. Uno de los magrebíes se sacó algo de comida del bolsillo, seguramente algún dulce, y se lo ofreció a los soldados. Tarrés constató, una vez más, que ofrecer comida a alguien siempre era un gesto bien recibido. El amigo de Alonso, con el dulce en la mano, se volvió hacia ellos tres y les enseñó lo que era. Algunos magrebíes, mirándolos, empezaron a hacer gestos para que también se acercaran al grupo. Sabatés y Estop miraron a Tarrés y negaron con la cabeza. No era necesario, porque Tarrés ya tenía muy claro que prefería mantener cierta distancia entre los soldados magrebíes y él. Más bien prefirió echarse un poco hacia atrás a quedarse a aquella distancia, que ahora empezaba a parecerle menos segura.
Cuando los tres empezaron a alejarse, los magrebíes cambiaron de actitud. Uno de ellos, aunque a simple vista no llevaba ninguna indumentaria que lo distinguiera como comandante de aquella tropa, empezó a hablar muy rápido y en tono de autoridad a sus compañeros. Alonso y el otro soldado se movieron, nerviosos, pero parecía que las órdenes no eran para ellos. Y así era exactamente: las órdenes no iban destinadas a ellos, pero ellos eran el motivo de las órdenes. Mientras retrocedía andando hacia atrás, Tarrés supo lo que estaba a punto de ocurrir. Sin esperar a verlo, dio media vuelta y echó a correr en dirección contraria, seguido de Estop y de Sabatés, atentos como siempre a lo que él hacía. Solo se giraron cuando empezaron a oírse los gritos.
Sin dejar de correr, Estop volvió la cabeza para ver algo. Los magrebíes habían rodeado a los dos soldados. Alonso se había quedado plantado mientras los cuchillos se le clavaban una y otra vez en el cuerpo. No era él quien gritaba, de hecho estaba muriendo en silencio, quizá no del todo convencido de que aquello le pudiera estar pasando. El otro soldado, en cambio, chillaba muy fuerte, de forma aguda, aterrorizado. Estop, que corría con la cabeza girada hacia atrás, tropezó con un arbusto y se cayó de culo. Se levantó de un salto, pero el poco tiempo que perdió le permitió ver cómo Alonso caía al suelo sin un gemido mientras que el otro soldado, que curiosamente todavía llevaba el fusil en la mano sin usarlo, corría ensangrentado para intentar huir. Estop, por la noche, acostado en una manta con la espalda pegada a Sabatés, que dormía, recordaría con detalle ese momento, sobre todo cuando un magrebí levantó el machete y asestó con él un fuerte golpe, de lado, en el brazo en el que el soldado llevaba el fusil. Estop pensó, desde la distancia, que solo un cúmulo de circunstancias había posibilitado el resultado de aquel machetazo. Seguramente estaba muy bien afilado, el golpe fue seguro y certero, el machete debía de pesar bastante, el sitio donde golpeó sería especialmente sensible y unas cuantas cosas más que a Estop se le escapaban. Lo cierto es que el machetazo cercenó el brazo del soldado de modo muy limpio un poco por encima del codo, y el brazo, que seguía sujetando el fusil, salió volando girando un poco en el aire en dirección contraria a la del muchacho. El joven, con el muñón escupiendo sangre por todas partes, recorrió aún unos metros, gritando como un cerdo en la matanza, lo que a Estop le resultó irónico si se tenía en cuenta que los asesinos eran musulmanes. Después cayó de rodillas, dejó de gritar y, simplemente, se echó a llorar mientras sus asesinos lo rodeaban. Estop no vio nada más porque ya se había levantado y había acelerado para alejarse.
La niebla se había levantado por completo, pero el cielo estaba lleno de nubes oscuras. Ahora, sin niebla, los disparos y el ruido generalizado del combate llegaba de aquí y de allá. Los tres expolicías corrieron, cuesta arriba, hasta perder de vista a los magrebíes, entretenidos en registrar a los dos cadáveres.
—Así que eran mogataces… —comentó Sabatés a Estop en un tono que mezclaba la ironía y el desprecio, mientras apoyaba las dos manos en las rodillas, intentando recuperar el aire.
—Pues lo parecían —dijo Estop, que se echó a reír—. Hostia, los primeros que se han dado cuenta han sido Alonso y el otro.
—Seguro que ahora ya no les queda la menor duda —sentenció Sabatés.
Tarrés, a pesar de la carrera, no quería detenerse demasiado rato, porque no era el momento de hacerlo. Quería reunirse con algún grupo de soldados para sentirse más seguros. No creía que estar los tres solos en medio de aquella montaña fuera la mejor forma de escaparse de aquellas bandas nómadas de asesinos. Tampoco quería regresar a las posiciones del reducto porque le daba miedo tener que justificarse por haber abandonado el campo antes de hora. Tarrés ya había visto más de una vez y más de dos lo aficionados que eran los oficiales a fusilar o, como mínimo, a castigar duramente a algún soldadito con objeto de prevenir fugas y deserciones. Y él era de la Compañía de Presidiarios, un candidato perfecto para ser chivo expiatorio. No, era demasiado arriesgado regresar al reducto sin el resto de compañeros. Sería mejor esconderse entre los demás soldados y volver todos juntos al campamento, hubiera ido como hubiese ido la batalla, si es que había habido alguna, algo de lo que no estaba nada seguro.
Los tres hombres rondaron por la montaña hasta que vieron a un grupo de soldados reunidos alrededor de un árbol. A medida que se les acercaron, pudieron ver que eran otros presidiarios de su compañía, pero era difícil ver qué estaban haciendo. Cuando llegaron, se encontraron con una escena patética: el teniente Robledo estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el árbol y la cara entre las manos, sollozando.
—¡No quiero morir! Nooooo… ¡No quiero morir!
—¿Qué coño le pasa? —preguntó Tarrés a uno de los soldados que contemplaba el espectáculo.
—¿A Robledo? Nada, que está acojonado, ¿qué quieres que le pase?
—¿Y desde cuándo está así?
—Desde el principio. Cuando han salido los moros y han empezado a disparar, se ha echado en el suelo y se ha puesto a llorar mientras nosotros nos los quitábamos de encima.
Tarrés dirigió la mirada hacia donde indicaba su compañero y vio que en el suelo había tres o cuatro cuerpos, como mínimo uno de ellos de uno de los soldados de la compañía y los demás, cadáveres de los atacantes. Un poco más allá había un par de compañeros con manchas oscuras de sangre en el cuerpo, puede que propia o puede que de otro. Pero todo quedaba escondido bajo los chillidos llorosos de Robledo, que subían y bajaban de intensidad sin ningún tipo de criterio.
Sabatés se acercó a Tarrés por detrás y le dijo al oído:
—Si este nos sigue mandando, acabaremos tumbados en el suelo como esos moros.
Tarrés pensó que Sabatés tenía toda la razón. Si Robledo los tenía que seguir mandando en una batalla, la compañía tendría que arreglárselas sola. Era muy peligroso. El expolicía era muy consciente de sus limitaciones y no se hacía ilusiones sobre cómo podía cambiar el azar. Si la niebla se hubiese levantado unos minutos después, los moros que habían matado a Alonso se habrían topado con él y sus hombres. Es más, si no hubiesen aparecido de repente Alonso y su compañero, seguramente los moros habrían pillado a Tarrés desprevenido. Habían tenido, sin duda, suerte. Y Tarrés sospechaba que la suerte era un bien escaso en la guerra. La desorganización a la que los abocaba Robledo no serviría precisamente para aumentar sus oportunidades de sobrevivir en las batallas que todavía estaban por llegar. Había que encontrar una salida, una compañía mejor que le garantizara más seguridad y, ya de paso, quitarse de encima el estigma de pertenecer a una compañía de presidiarios. ¿Acaso habría que acercarse al teniente coronel Aparici? Pero a Tarrés tampoco le hacía mucha gracia la posibilidad de ir al combate bajo el mando de un oficial como Aparici. Tenía la impresión de que el hecho de que un hombre como Aparici confiara en él solo lo expondría a estar al frente de la acción. Y era evidente que eso no era lo que él quería.
Gort tenía más tiempo para pensar del que necesitaba. Los primeros días de estancia en Barcelona parecía que el trabajo jamás se acabaría, y lo cierto era que los problemas y las dificultades se habían ido acumulando. Ahora, a principios de diciembre, él mismo tenía dudas razonables de que algún día embarcaran rumbo a África. Los permisos no acababan de llegar, la guerra avanzaba lentamente y nadie sabía hacia dónde iba. Podía ser perfectamente que una tregua la detuviera cuando todavía no se hubiese formado el cuerpo de voluntarios y, finalmente, todo quedara en una inmensa broma sin sentido. Esas semanas en Barcelona, Sugrañes le había encargado que organizara el reclutamiento, pero era muy difícil trabajar sin ningún permiso oficial, sin poder usar los ayuntamientos de Cataluña para que se movieran buscando a mozos adecuados para ir a la guerra. Además, nadie había previsto aumentar el contingente de soldados para ese año, y por ello, muchos jóvenes que podían haber sido quintados y llamados a hacer el servicio militar, ya no tenían en mente dejar el campo o el trabajo para ir al Ejército. Sugrañes, con la connivencia lejana de Prim, que, como siempre, movía los hilos entre bambalinas, había pedido que se reconocieran más derechos a los voluntarios que a los soldados normales, pero muchos oficiales de la tropa regular habían encontrado ofensivo este requerimiento.
—¡O sea, que esos cabrones quieren que la gente deje su familia y su trabajo, y se arriesgue a que la maten simplemente por amor a la patria! ¡Cómo se nota que esos hijos de puta no han pasado nunca hambre ni les han dado nunca una colleja por robar cebollas!
El repertorio de insultos y tacos de Sugrañes era limitado pero contundente.
A pesar de todos estos inconvenientes, la noticia de que se iba a formar el cuerpo de Voluntarios de Cataluña se había ido extendiendo. Además, los diarios y los folletines que se vendían en la calle habían popularizado la guerra de África. Aunque Gort nunca se había gastado ni un céntimo en comprarse lectura, el teniente Moxó le dejaba leer todas las noticias que llegaban a sus manos. No era raro que, de vez en cuando, uno o dos jóvenes se presentaran en la Ciudadela pidiendo alistarse con los voluntarios. Entonces, Tàrrec o Moxó los recibían y hacían que Gort o Bocanegra, aunque la letra de este último convertía las anotaciones en ilegibles, tomaran nota de los datos de los futuros voluntarios y de cómo se les podía avisar si finalmente el cuerpo se ponía en marcha.
Estas inconcreciones tenían muy alterado a Sugrañes. El comandante temía, aunque no lo compartía con sus subordinados, que finalmente todo quedara en nada. Además, para que el proyecto siguiera adelante, no había tenido más remedio que verse implicado en un montón de reuniones y conspiraciones que Prim dirigía a distancia, y este era un terreno donde no se sentía nada cómodo. Prim, que no había llegado donde había llegado por casualidad, conocía lo suficiente a Sugrañes como para saber lo que le pasaba por la cabeza a su subordinado y, por eso, y todo ello a través de cartas, guiaba hasta sus más pequeños pasos.
—¡Entra, Joan, entra, no te quedes en la puerta!
—Con su permiso, comandante.
Sugrañes estaba sentado a la mesa, con una lámpara de aceite quemando a su lado, leyendo una carta escrita con una letra picuda y recta que Joan, a distancia, reconoció como la del general Prim.
—Ay, muchacho, quién me lo iba a decir… —Aunque Sugrañes no dio más pistas de la causa de su lamento, Gort tuvo muy claro a qué se refería. Prefirió guardar silencio hasta que Sugrañes le explicara qué quería. No era la primera vez que lo llamaba simplemente para lamentarse de cómo estaban yendo las cosas, y a Gort estas muestras de inseguridad lo inquietaban más de lo que estaba dispuesto a reconocer.
El comandante suspiró, sacó un caliqueño del cajón del secreter y lo encendió con una cerilla larga, tosiendo al mismo tiempo que aspiraba el humo áspero y amargo del mal puro.
—¿Quieres uno?
—Hombre, comandante, no le diré que no…
—Pues ten, uno para ahora y otro para después. Y siéntate, siéntate, toma una silla y siéntate.
«Huy, mala señal», pensó Gort. Dos caliqueños, asiento… Si ahora le ofrecía bebida, querría decir una velada larga y un monólogo de Sugrañes.
—Acompáñame, va, que beber solo es muy triste. Tengo un ron de Cuba que tumba de espaldas. En aquel estante hay vasos…
Ya había aparecido la bebida. Gort decidió relajarse. Aunque las horas siguientes podían ser un poco pesadas y entre los caliqueños, el ron y la cháchara de Sugrañes seguramente a la mañana siguiente tendría dolor de cabeza, tampoco tenía nada mejor que hacer en aquella Barcelona que le estaba resultando más aburrida de lo que había podido imaginarse cuando había empezado aquella aventura. Sugrañes, tras un trago generoso, llenó los vasos con el líquido acaramelado y empezó a hablar:
—No vamos bien, Joan, no vamos bien… ¿Sabes qué es esto? Una carta de Prim desde África metiéndonos prisa. ¡Prisa! Ya me gustaría a mí poder ir deprisa, ¡pero sin ningún papel oficial estoy trabajando en precario! No les gustamos a todos estos cabrones, Joan. Óyeme bien, no les gustamos nada de nada.
«Todos estos cabrones» era un colectivo inconcreto de militares y burócratas que era difícil identificar, pero que Gort sabía quiénes eran. Cabrón era aquel sargento que cada vez que se cruzaba con Gort, escupía al suelo y se reía. Cabrón era aquel coronel de la Capitanía General que jamás se dirigía a Sugrañes por su título militar de comandante sino que lo llamaba siempre señor Sugrañes, recalcando la palabra señor. Cabrón era aquel funcionario apestoso que ponía todos los impedimentos posibles y algunos imposibles a poder desencallar los mil y un trámites que exigía el nacimiento del cuerpo de Voluntarios de Cataluña. Todos cabrones.
—Mañana tengo que ir a hablar a casa de unos industriales, unos señores muy importantes… El general piensa que con su ayuda todo irá como una seda. No lo sé, chico, pero lo que sí sé es que no puedo ir a la reunión solo, como un pelagatos. Me llevaré a Tàrrec y a Moxó de ayudantes y quiero que tú vayas de asistente.
Sugrañes tomó la carta de Prim, dio una fuerte calada al caliqueño y suspiró.
—Comandante, ¿cómo quiere que vaya vestido? Aquí todos nos consideran campesinos porque no vamos vestidos de soldados. ¿Qué le parece si consigo un uniforme de alguien que esté… descuidado, por así decirlo, y me lo pongo?
—¡Ja, ja, ja! ¡Hay que ver, Joan, cómo eres…! No, no hará falta. Ya sé cómo será más o menos nuestro uniforme. Iremos vestidos de campesino que va a misa, ya lo verás. ¿Verdad que has traído alguna barretina?
¿Barretina? Su padre había llevado barretina, y si se hubiera dedicado a trabajar de campesino, seguro que él también la llevaría, pero hacía mucho tiempo que había dejado de sentirse totalmente campesino. En realidad, no tenía nada claro cómo se veía a sí mismo, pero no era campesino, eso seguro. O sea que no, no había llevado ni una triste barretina.
—No, no he traído ninguna. No sé si alguien de por aquí habrá traído alguna.
—Va, no pasa nada. Ten este dinero —Sugrañes se sacó unas monedas de un bolsillo del chaleco— y cómprate una… roja. Roja con un ribete de otro color, el que encuentres. No, mira, compra tres, las otras para Tàrrec y Moxó. Y a mí me compras otra, pero distinta, blanca o amarilla, lo que encuentres.
Como el comandante Sugrañes había quedado para cenar, salieron de la Ciudadela hacia las cinco y media. En Barcelona se cenaba más tarde que en Reus, y más cuando quien cenaba era la gente adinerada, que mostraba su poder siguiendo unos horarios estrafalarios. El otoño ya estaba muy avanzado, y oscurecía muy temprano. En casa, Gort ya habría cenado o, como mínimo, habría tomado una merienda consistente. Pero en Barcelona, mucha gente ni siquiera había puesto la mesa para cenar cuando las farolas de gas ya se habían encendido. Andando por las calles de la ciudad hacia el palacio de Antonio López, donde se celebraría la reunión, Gort alzaba la vista a las ventanas, muchas sin cortinas, donde se veía de vez en cuando a alguien ligeramente iluminado por las lámparas de aceite. Gort, Tàrrec y Moxó llevaban las barretinas rojas que había encontrado en una tienda de paños. Eran algo largas para su gusto, pero las había elegido porque tenían un ribete azul oscuro con el que se sujetaban a la cabeza mejor de lo habitual. Sugrañes también llevaba una barretina blanca de lana más fina, forrada de seda, con un ribete azul cielo estrecho, más elegante, que había costado un ojo de la cara. Al comandante, que tenía una vena teatral innegable, le hacía feliz llevar esas barretinas porque volvía a su pequeña tropa totalmente distinguible. Aunque solo fuera una pequeña señal de uniforme, llevar barretina en medio de Barcelona los marcaba, lo que para los objetivos de Sugrañes y de Prim era, en última instancia, vital.
Llegaron al palacio unos minutos antes de las seis. Que lo llamaran palacio era muy representativo de cómo vivían la vida los barceloneses: el edificio era gris, tirando a negro. Había un balcón no demasiado grande en el principal, pero en el resto del edificio, antiguo y con pinta de ser húmedo, solo había unas ventanas mal emparejadas. De todos modos, tampoco se necesitaban muchas más porque la calle era tan estrecha que aunque pusieran muchos ventanales, la casa siempre sería oscura.
Por fuera, lo mejor de la casa era la entrada, magnífica, muy moderna, pensada para que los carruajes se introdujeran en el edificio. Por desgracia, pensó Sugrañes, ellos habían ido a pie. Los hicieron subir por una gran escalera que nacía en el patio de carruajes. Al final de la escalera había la puerta que daba paso a las estancias interiores. Allí los estaba aguardando un criado alto, de pelo plateado y de mirada severa, junto a dos mozos. Esto no habría tenido nada de extraordinario para una casa rica salvo que los tres hombres, tanto el mayor como los dos más jóvenes, eran negros. No eran los primeros negros que Gort veía, aunque no había visto demasiados, francamente. Pero nunca había visto tantos juntos. De hecho, ahora que lo pensaba, hasta aquel momento no había visto ninguno en Barcelona.
—Si los señores son tan amables de acompañarme… Pueden dejar sus abrigos.
El acento del mayordomo era particular. No era la primera vez que Gort oía aquel deje, típico de quienes venían de las posesiones caribeñas, de Cuba y Puerto Rico. Era un modo de hablar nada desagradable, pero extraño.
—Jorgito, Santiaguito, va, tomadles los abrigos. ¿Estáis dormidos o qué?
¡Jorgito y Santiaguito, vaya nombres! Los dos lacayos serían apenas algo más jóvenes que Gort, y no dio la impresión de que les molestara en absoluto que los llamaran por el diminutivo de su nombre.
El mayordomo los acompañó hasta una salita con el techo muy alto, completamente pintada, del suelo al techo, con imágenes de caza. Gort, con ojo crítico, pensó que con los mosquetes que llevaban pintados los cazadores en los frescos y la forma de apuntar que les había puesto el artista, los ciervos que huían por las paredes podían estar muy tranquilos.
—¡Y esto solo es una sala de espera! —Tàrrec estaba admirado. El militar no estaba acostumbrado a demasiados lujos.
Moxó, en cambio, procedía de familia rica, y la sala no lo impresionó en absoluto.
—Este fresco no es demasiado bueno… Y miren los muebles, esta mesita…
—¿Qué le pasa a la mesita? —preguntó Gort.
—Hombre, que las venden a un real la docena en el mercado de ocasión.
Gort no le vio nada malo a la mesita. Cuatro patas y un tablero, ¿qué más necesitaba?
De repente, la puerta se abrió y apareció un hombre delgado, con los ojos hundidos, de unos cuarenta años, aunque llevaba una perilla que le añadía unos cuantos. A pesar de la ropa buena y del hecho evidente de que era o bien el propietario de la casa o bien alguien que mandaba mucho en ella, a Gort le recordó el ademán de Bocanegra, el de alguien que había sido pobre y no se lo había podido quitar nunca de encima. El hombre entró decidido en la sala y se dirigió, sin dudarlo, al comandante Sugrañes.
—Comandante, bienvenido a esta modesta casa, que desde ahora mismo también es la suya. Tanto el general Prim como el general Dulce me han hablado maravillas de usted y de su pequeño grupo.
«¡Qué buitre!», pensó Gort. En una sola frase, aquel hombre, que ya sin lugar a dudas era el anfitrión, Antonio López, había dicho a Sugrañes que era amigo del mentor del comandante y del capitán general de Cataluña, el general Domingo Dulce. Ah, y además había puesto las cosas en su sitio al decir que Sugrañes solo comandaba un pequeño grupo. Se dijera lo que se dijese en la reunión, López quería dejar claro de salida que allí solo se haría lo que él quisiera.
Al lado de López, que en ningún momento tuvo la deferencia de presentarse, había otros tres hombres, uno mayor y dos más jóvenes.
—Los presento: mi hermano y socio, Claudio… Y mis dos cuñados, Andreu y Francisco, pero a este pueden llamarlo Pancho…
Gort percibió la mirada de furia que Pancho Bru dirigió a su cuñado. Pancho no pudo quedarse callado.
—Bienvenidos a mi casa —dijo, poniendo el énfasis en la palabra «mi».
Se produjo un breve silencio, muy desagradable, que Sugrañes rompió con su simpatía habitual, dando golpecitos en la espalda a López mientras decía:
—¿Y qué, qué se bebe en esta casa? Supongo que ron del mejor, ¿no?
López sonrió, agradecido por la salida del comandante.
—Seguro que nunca ha probado un ron tan bueno, comandante. Y si no le apetece a usted o a sus hombres, también tenemos anís, coñac francés y tequila, que es una bebida mexicana muy gustosa.
—Lo probaremos todo, ¡todo! ¡Ja, ja, ja!
Pasaron a una sala para fumar, más amplia, que daba a la calle. Naturalmente, los ocho hombres se dividieron en dos grupos. López, su hermano, Sugrañes y Tàrrec hablaban sentados en unas butacas, cerca de la chimenea, en la que ardía un fuego escaso. Cerca del balcón, que estaba cerrado, estaban de pie Gort, Moxó y Pancho Bru, mientras que su hermano Andreu iba y venía de un grupo a otro. Gort, que no sabía de convenciones sociales, estaba un poco cortado y, por eso, al principio, no dijo gran cosa.
—¿Y en qué consisten sus negocios en Cuba, señor Bru? —preguntó, algo desganado, Moxó.
—La familia Bru lleva muchos años instalada en Cuba. Mi padre, que llegó a Santiago con una mano atrás y otra delante, se hizo con un capital a fuerza de sacrificios y de trabajo honrado. Algunas casas, tiendas, mayoristas de ultramarinos…
—Ah, tenía entendido que ahora se dedicaban al negocio naviero…
—Sí, sí… Mi cuñado… —Pancho giró la cabeza bruscamente hacia donde estaba sentado Antonio López—. Mi cuñado nos ha metido en él, sí. Bueno, se ha metido en él solito y ha arrastrado al cabeza de chorlito de mi padre y al blandengue de mi hermano. Y todo ello con la ayuda de Lluïsa, mi hermana, a la que no conocen, supongo, y salen ganando con ello…
Gort y Moxó se miraron. Moxó tenía una chispa de humor en los ojos. Gort suponía que estaba encantado con el mal ambiente de aquella familia. La sangre azul del teniente, aunque ahora no estuviera respaldada por un gran capital, le hacía mirar con desprecio a todos aquellos nuevos ricos sin pedigrí.
—Pero les ha ido muy bien, bajo el mando de su cuñado, señor Bru…
—Hay dinero que quema en las manos. —Pancho Bru vació de un trago el vaso de ron que tenía en la mano, llamó con un gesto a uno de los criados negros y le enseñó el vaso vacío para que volviera a llenárselo.
—No sé si acabo de entenderlo —comentó Moxó.
El criado, Jorgito o Santiaguito, llenó el vaso de Pancho y se retiró.
—¿No se han fijado en que todos los criados de la casa son negros? Pues no es casualidad, no… Mi cuñado gana mucho dinero llevando negritos desde África hasta las Antillas. Esclavos, ¿me entienden?
—¡Pero si eso está prohibido! —exclamó Gort.
—¿Dónde ha leído usted eso de que está prohibido? En Cuba es perfectamente legal tener esclavos negros… Lo que no es legal y es muy arriesgado es llevarlos desde África. ¡Está loco!
Pancho lo dijo tan alto que provocó que el otro grupito los mirara un momento. Después, Pancho les hizo acercar a ambos y habló en voz mucho más baja.
—López arriesga el patrimonio familiar cada día. Cada día, sí, señor. Cada viaje para ir a buscar negritos es un peligro. ¡Imagínese que los ingleses nos hunden los barcos! Yo le digo que es mejor criar a los negros en Cuba, ser científicos y racionales… ¿Han visto ustedes alguna vez una granja de cerdos? Pues podría hacerse lo mismo. Ponemos cincuenta o cien criadoras negras en habitaciones y bastaría con una decena de machos buenos que las fertilizaran. ¡Podríamos vender esclavos producidos en Cuba mismo sin peligros! Además, como los hijos de esclavos siempre son esclavos, no habría problemas legales. Así los esclavos serían mucho más baratos, porque no saben ustedes la cantidad de negros que se mueren en el trayecto en barco desde África. Una ruina, una auténtica ruina…
Gort no daba crédito a sus oídos. O sea que aquel individuo no estaba en contra de que su cuñado traficara con esclavos, solo estaba preocupado porque encontraba demasiado arriesgada la forma de hacerlo. ¡Qué puñado de hijos de puta!
Andreu Bru se acercó con ademán serio.
—Teniente Moxó, señor… Disculpe, ahora mismo no recuerdo su nombre.
—Gort, Joan Gort.
—Señores, pues resulta que la mesa que hemos dispuesto es un poco estrecha y querríamos ofrecerles la cena en otra sala, porque si no, no cabremos bien. Mi hermano les hará los honores.
—¿De quién ha sido idea, Andreu? ¿Tuya, de Claudio o de Antonio? No hace falta que me lo digas, ya lo sé.
—Por nosotros no hay ningún problema, ¿verdad, Gort?
—No, no, ninguno. Lo entendemos.
Claro que Gort lo entendía. López quería negociar a solas con Sugrañes y Tàrrec. Negociar o transmitir órdenes, porque no parecía que aquel naviero fuese demasiado partidario de ningún tipo de negociación donde él no tuviera la sartén por el mango. Y para negociar así, como menos testigos, mejor, y sobre todo si uno de estos posibles testigos era un cuñado resentido.
Mientras Sugrañes, Tàrrec, López y Andreu Bru pasaban a una sala situada a la derecha, con ventana al exterior, uno de los criados negros acompañó a Gort, a Moxó y a Pancho a otra sala más pequeña, más de servicio, que daba a la escalera interior.
—Nos ponen en el comedor de la noche… Menos mal, creía que nos llevarían a la cocina o a las caballerizas —dijo Pancho, resentido.
A pesar del desprecio que había mostrado Pancho Bru por la sala, Gort la encontró bastante elegante y agradable. Tenía una mesa para ocho personas donde, por lo tanto, habrían podido caber todos perfectamente. Pero daba igual, los tres cenarían la mar de bien. Gort tenía hambre, más de la que pensaba tras unas semanas de rancho exiguo en la cantina de la Ciudadela. La mesa, cuando entraron, solo estaba medio puesta, otra señal de que la decisión de separar a los comensales se había tomado en el último momento.
Una criada, también negra, como parecía ser todo el servicio en casa de Antonio López, estaba terminando de poner cuchillos y tenedores para los tres. La muchacha alzó la mirada cuando oyó la voz poco armoniosa de Pancho Bru quejándose. Gort, que desde que había llegado a Barcelona no se había fijado en ninguna mujer, contempló a aquella chica de ojos grandes y labios carnosos, y descubrió una mezcla de miedo y asco en su mirada hacia uno de los dueños de la casa. Cuando Pancho se acercó a la mesa, la criada quiso apartarse pero Bru, con muy poca maña, le puso la mano en el culo y la incitó a seguir poniendo los platos.
—¡Sigue, sigue, que nosotros no te molestaremos!
La muchacha hizo un ademán entre avergonzado e irritado que conmovió a Gort.
—Siéntense, siéntense. Usted, Moxó, aquí a mi derecha, y usted, al otro lado. No les importa, ¿verdad? —dijo Pancho mientras se sentaba presidiendo la mesa.
—Tiene una casa muy bonita y muy grande… —comentó Moxó, más para iniciar la conversación que porque lo creyera de verdad.
—No crean que es tan grande. En cada ingenio tenemos una más grande que esta. Y actualmente tenemos cinco ingenios.
Gort no sabía qué era aquello de los ingenios, pero se imaginó que debía de ser algún tipo de propiedad rural en Cuba y, la verdad, es que le daba exactamente lo mismo. Su atención estaba distraída en la criada, que junto con otra mujer, también negra, estaba empezando a servirles una sopa que desprendía muy buen olor. La chica, mientras servía a Moxó, que estaba sentado justo delante de Gort, lo miró directamente a los ojos, y Gort no pudo evitar sentir un escalofrío en su interior. ¡Qué bonita era!
La mirada no debió de pasar inadvertida a Pancho Bru, porque intervino rápidamente:
—Venga, Rosita —¡qué manía tenían de usar diminutivos en esa casa, por Dios!—, sirve la sopa, que tenemos hambre.
Cuando Rosita le sirvió la sopa desde detrás, Gort notó cómo el cuerpo de la muchacha, quizá los pechos, le rozaban la espalda. Aquel breve contacto, probablemente casual, le resultó delicioso.
—¿Quiere más, señor? Señor, ¿quiere más?
—Gort, ¿que no oyes lo que te dice? —intervino Moxó ante el silencio de Gort.
—¿Que si quiero más qué…? —Gort, por primera vez desde que tenía catorce años, se puso colorado como un tomate—. No, no, bueno, como quiera. Lo que usted quiera, señorita…
Pancho Bru se echó a reír desaforadamente y a atragantarse, porque había empezado a comerse la sopa antes de que hubieran acabado de servir a Gort.
—¡Señorita! ¡Señorita, dice! ¡Esta sí que es buena! ¡Señorita! ¡Es usted muy gracioso, ya lo creo! ¡Ja, ja, ja!
Rosita optó, prudentemente, por desaparecer hacia la cocina con la sopera, pero todavía tuvo tiempo de volverse un momento antes de cruzar la puerta y mirar a Gort, que no sabía dónde meterse.
—¡Señor Gort, Rosita no es una señorita! ¿No ve que, además de criada, es negra? Ay, señor… ¡Jamás habría dicho que oiría algo tan divertido! ¡Si Rosita es una esclava!
—Pero, señor Bru, la esclavitud está prohibida en la Península… —intervino Moxó.
—Bueno, técnicamente, ahora no es una esclava, pero ustedes ya me entienden.
—No sé si acabo de entenderlo —soltó Gort, en el tono helado que más de una y de dos veces había asustado a algunos granujas de taberna que amenazaban con romperle la cara.
Entre lo que ya había bebido antes de cenar y la poca inteligencia que gastaba, Pancho Bru no comprendió que, si seguía en aquella línea, acabaría la noche con la cabeza abierta.
—No es esclava, porque ahora no se pueden tener esclavos, pero en Cuba sí que lo era, como todos estos… —Pancho alargó un brazo y lo agitó de un lado a otro—. Pero si ahora se fueran, ¿qué harían aquí, en Barcelona, negros y perdidos…? ¡Ja, ja, ja! ¡No son esclavos, no, pero como si lo fueran!
Curiosamente para sí mismo, Gort no se abalanzó sobre él sino que se sintió extrañamente triste, porque se dio cuenta de que lo que Bru decía de forma tan burda era totalmente cierto y, de hecho, podía aplicarse asimismo a la mayoría de los criados que él había conocido, aunque todos fueran más blancos y rubios que él.
El resto de la cena fue amargo para Gort. La comida estaba buena, la escudella, el pollo con nabos y las confituras del postre, todo estaba rico, pero las entradas y las salidas de Rosita para poner o retirar los platos o para llenar las copas de vino lo distraían y le recordaban tanto la condición de la muchacha como, aunque no se lo quería decir demasiado a sí mismo, la suya propia. Gort pensó, por primera vez en su vida, qué haría si lograba completar su venganza y se dio cuenta de que le costaría adaptarse a lo que todo el mundo consideraba una vida normal. De hecho, pensó que si sobrevivía a la guerra y, después, conseguía matar a Jeroni Tarrés, quizá no regresaría a Reus.
La velada transcurrió penosamente, según el punto de vista de Gort. Pancho Bru no paraba de hablar, básicamente para renegar de su cuñado y para criticar a su hermano y, de vez en cuando, a su hermana, la esposa de Antonio López. Según Pancho, si su cuñado hacía algo era siempre por interés y, por lo tanto, si los ayudaba, no sería de modo gratuito, sino que seguro que algo querría sacar de ello.
Después de retirar los platos, Rosita ya no volvió a aparecer, y eso contribuyó al desasosiego de Gort, que hacía rato que quería largarse. Poco a poco, Bru fue hablando de modo cada vez más incoherente mientras bebía una copa tras otra hasta que se recostó en la silla y, sin transición alguna, empezó a roncar. Gort se levantó de la mesa, se desperezó y fue a sentarse junto a Moxó.
—Teniente, ¿qué hacemos con este memo?
—No digas eso, Gort, que aún nos oirá…
—Cómo se nota que no ha visto demasiados borrachos… Este ya no se despertará hasta mañana y con un dolor de cabeza que no desearía a mi peor enemigo.
Mentira. Gort sabía muy bien que, a sus enemigos, les deseaba un dolor de cabeza y mucho más.
—Yo, con su permiso, me voy a buscar a los criados para que se lo lleven a la cama. Teniente, ¿por qué no mira en esas cajas a ver si encuentra un par de puros?
—Pero… ¡Pero, Gort!
Gort dejó a Moxó con la palabra en la boca y abandonó la sala. Le daba igual si Bru se pasaba la noche medio tumbado en la silla del comedor. Él lo que quería era encontrar a Rosita. Entró en la cocina, que estaba prácticamente al lado del comedor donde habían cenado, y no encontró a nadie. En el fondo de la cocina había una puerta medio abierta de la que salían unas voces. Gort se dirigió a ella y, al abrirla totalmente, encontró a Rosita y a otra criada negra con la cara picada por la viruela sentadas sobre una mesa con las faldas remangadas para estar más cómodas y compartiendo un puro. La aparición de Gort sorprendió a las dos mujeres, pilladas en la despensa por uno de los invitados de los dueños sin hacer nada de provecho. La situación podía ser comprometida, pero la compañera de Rosita, que ya se veía que era avispada, captó enseguida que Gort no suponía ningún peligro.
—Huy, señor —soltó—, qué sorpresa… Este es el chico del que me hablabas, ¿no? ¿Necesita algo?
Rosita quiso bajar de la mesa, pero la mano de su compañera la detuvo. Las dos mostraban un poco las piernas desnudas, y Gort vio que los muslos de Rosita eran fuertes y poderosos. Las lámparas de aceite conferían un brillo a la piel de la chica que la hacía todavía más atractiva a sus ojos.
—El señor Bru se ha mareado y tendrían que llevarlo a la cama… Supongo que no es ninguna sorpresa.
—La sorpresa ha sido por otra cosa… —Rosita, que hasta entonces había bajado los ojos, los alzó para mirar fijamente a Gort, como había hecho antes, durante un instante, en el comedor.
Por un momento, nadie dijo nada, hasta que la otra criada habló mientras empezaba a bajar de la mesa de la despensa.
—Huyyyy… Ya veo que aquí estoy de más. Me voy a arrastrar a aquel cabrón hasta la cama. No tenéis demasiado rato, o sea que ya sabes…
Al pasar junto a Gort, la muchacha le guiñó un ojo con una sonrisa. Al salir, cerró la puerta.
—No me gusta que me llamen Rosita. Me llamo Rosa.
Gort dio un paso hacia la chica y alargó la mano para acariciarle la mejilla con el dorso.
—Yo me llamo Gort…
Desde la cena en casa de Antonio López, el futuro del cuerpo de Voluntarios de Cataluña empezó a aclararse. Todavía no tenían ningún permiso oficial, pero todos esos funcionarios que antes solo ponían trabas a sus requerimientos, ahora pretendían ser, sin demasiado convencimiento, personas amables que estaban deseosas de facilitarles las cosas. Además, empezó a correr la voz de que se estaba organizando un ejército catalán bien pagado para ir a luchar a África, y un buen número de hombres, algunos muy jóvenes, otros muy mayores, se acercaban a la Ciudadela o a la Capitanía General para ver si los rumores eran ciertos y si podía merecer la pena apuntarse. A Gort le tocaba a menudo hablar con ellos, la mayoría ociosos sin trabajo debido a la crisis de la industria textil, que ya no vendía como antes, o aquellos que, por alguna razón, habían sido rechazados por las compañías de ferrocarriles o por la junta de obras del puerto de Barcelona. Los que acababan de quedarse sin trabajo en el textil solían presentarse en grupos de dos o tres, con la gorra en la mano, resignados a ir a la guerra para comer y más preocupados por la posible paga que por las exigencias bélicas.
Los rechazados de los ferrocarriles o del puerto, en cambio, llegaban solos, y más que la paga, les interesaba saber cuánto tiempo les conllevaría la aventura y si pronto estarían bajo el amparo del Ejército. A estos, Sugrañes ya los conocía:
—O los alistamos ahora o no volveremos a verlos. Estos se quieren apuntar en cualquier sitio que los saque rápido de aquí. Es decir que no hace falta que te mates, Gort. Anotas el nombre y el domicilio, y ya veremos…
El nombre era fácil, pero el domicilio era otra cosa. La mayoría decía que vivía en sitios indeterminados, del tipo «bajo el trozo de muralla que está orientado a Montjuïc», lo que no facilitaba en absoluto saber dónde se les podía encontrar. Con aquella pandilla, el único que se entendía bien era Bocanegra. Era como si aquellos hombres sucios, recios, de mirada sesgada, tuvieran un sentido que les llevaba a reconocer al asqueroso soldado como a uno de los suyos. Una vez se iban de la Ciudadela, Bocanegra echaba un escupitajo y soltaba alguna frase ambigua:
—¡Huy, este…! ¡Huy! Si puede ser, será… Y si no, figúrate.
Y cosas así, sin demasiado sentido salvo para sí mismo.
Esas semanas Sugrañes estaba menos comunicativo de lo que Gort estaba acostumbrado. Cuando veía que la formación del cuerpo iba avanzando, la sonrisa le iluminaba la cara, y la barba parecía lucirle más hirsuta. Pero a menudo se le veía cabreado, aunque no quisiera demostrarlo.
Gort iba siempre que podía al palacio de López. En la esquina de la calle esperaba para ver si Rosa podía bajar un rato, lo que no siempre ocurría. Con aquella chica estaba experimentando unos sentimientos que le resultaban totalmente nuevos. Nunca hablaban demasiado, y eso que él dedicaba mucho tiempo a pensar en la criada, en cómo había sido su vida, en cómo sería Cuba, en si tenía más familia… Pero cuando se veían, cuando ella salía a escondidas y miraba la esquina donde él la esperaba, todas aquellas preguntas se desvanecían. La contemplaba bajo la poca luz de los atardeceres de otoño, aquel año especialmente fríos. A Rosa no le gustaba nada el frío de Barcelona y se quejaba de que siempre tenía las manos y los pies doloridos. Pero a Gort el contacto con su piel le hacía volver a entrar inmediatamente en calor. Se encontraban y, sin detenerse demasiado, entraban corriendo en el portal de una casa de la calle y se refugiaban bajo la escalera, donde se medio desnudaban con urgencia, lo suficiente para no morir de frío y poder disfrutar de sus cuerpos. Desde el primer día, Gort había llevado una lámpara de aceite, no para ver lo que hacían, algo que ambos sabían bien, sino para ver el cuerpo de la chica, que lo fascinaba. La piel amarronada, tirante como si los músculos de debajo quisieran asomar. Las palmas de las manos más blancas, igual que los dientes, que parecían reflejar la poca luz de la lámpara. Y los cabellos rizados del pubis, densos, que lo volvían loco.
Cuando terminaban, Rosa y él hablaban cinco minutos, poco más, porque la muchacha no podía estar fuera de la casa tanto rato, a pesar de la connivencia de su compañera Isabel, la joven a la que Gort también había conocido el día que fue a cenar al palacio. Cuanto estaba en la Ciudadela, Gort solía extrañar aquellas conversaciones tan cortas. A partir de lo poco que la muchacha contaba, comprendió que entre los criados de aquella casa había la misma división que entre los dueños. La mayoría de los sirvientes, que eran una docena, dependían de Antonio López, y solo un par servía a los Bru, bueno, en realidad directamente a Pancho Bru, e iban a lo suyo. Depender de uno u otro no variaba sustancialmente su vida, salvo si eras una mujer. López no violaba a las criadas, ni su hermano, ni Andreu Bru, lo que no podía decirse de Pancho. Esto, que indignó a Gort, no parecía afectar demasiado a Rosa. Según ella, Pancho Bru no se acostaba con ninguna criada cuando había bebido y era rara la noche que no acababa muy borracho. Así pues, las violaciones eran escasas. Además, seguramente por culpa del alcohol, sus habilidades amatorias eran más bien limitadas y normalmente bastaba con que las criadas lo tocaran un poco. En uno de los encuentros, Rosa le explicó riendo que Pancho nunca la había logrado penetrar porque no se le levantaba o se corría en cuanto lo tocaba. A Gort, todo esto, aunque no se lo quería confesar, lo entristecía.
Cuando desaparecía el sol, Rosa ya no tenía ninguna excusa para dejar ni un momento el servicio, y Gort sabía que esperar era inútil. Uno de estos atardeceres, después de esperar un buen rato, decidió irse cuando oscureció. Decepcionado, decidió caminar un poco antes de regresar al cuartel. Andando sin rumbo fijo llegó hasta la iglesia del Pi y, desde allí, dobló hacia la Rambla, donde iban a parar siempre todos los barceloneses. Hacía frío y, aunque hacía días que no había llovido, el paso de carros y transeúntes, así como la humedad del ambiente, habían impedido que el suelo se secara. Los pocos paseantes que había se guiaban por las farolas de gas; las que funcionaban, porque, en su mayoría, estaban apagadas o se veían rotas. El Ayuntamiento no tenía como prioridad volver a ponerlas en marcha. En realidad, no daba la impresión de que el Ayuntamiento priorizara nada en especial, por lo descuidada que estaba la ciudad. Parecía que la demolición de las murallas había dejado sin impulso todos los proyectos municipales. Los concejales solo se dedicaban a pelearse sobre cómo tenía que ser la ampliación de la ciudad, que denominaban eixample, o ensanche. Que si querían un proyecto de no sé quién, que si el Ministerio de Madrid quería otro… En definitiva, unas discusiones eternas y enrevesadas que Gort no seguía en absoluto, pero que constantemente centraban las conversaciones de los barceloneses.
Pensaba en los pechos oscuros de Rosa, en las manos suaves de la chica, en el olor tan particular que desprendía su cuerpo, a veces mezclado con la peste del salfumán que la criada usaba en el trabajo. La echaba tanto de menos que cuando recibió un fuerte golpe en la espalda, no supo reaccionar.
—¡Joder, Gort, no me puedo librar de ti ni fuera de la Ciudadela!
¡Mierda, era Bocanegra! ¡Ni dando una vuelta por Barcelona a unas horas en que ninguno de los dos tenía que estar en la calle había forma de no tenerlo encima! Bocanegra no iba solo. Lo acompañaba un individuo al que Gort reconoció: era uno de los sargentos de infantería que circulaba por la Ciudadela. Llevaba uno de aquellos bigotes densos que se unían a las patillas y que últimamente se habían puesto de moda, pero el efecto imponente que habitualmente producía esta forma de llevar el pelo de la cara quedaba algo deslucido por la barbilla huidiza del sargento. Como el bigote y las patillas le sobresalían mucho, aún se veía más que la mandíbula era demasiado corta para aquella cara tan llena de pelo. Y todavía había un par de hombres más, cuya forma de vestir hizo sospechar a Gort que serían marineros, aunque lucían un vestuario que no era como el de los marineros de la Armada.
—¡Este, chicos, es Gort, un tipo duro y compañero mío de los Voluntarios de Cataluña! ¡Gort, ven con nosotros a tomar un trago!
Gort, que siempre procuraba tener a Bocanegra lo más lejos posible, no supo decir que no. Quizá la nostalgia de Rosa o el hecho de estar caminando por la Rambla como había hecho con su padre lo dejaron sin la voluntad suficiente para negarse. En cualquier caso, en pocos minutos ya estaban en una taberna fétida que no quedaba demasiado lejos de la Rambla y en la que parecía que putas, clientes y ratas competían por ocupar el espacio.
La bebida tiene efectos muy diversos en la gente. Gort aguantaba bien, pero sabía que tenía un límite y cuando notaba que la bebida empezaba a subírsele a la cabeza, se detenía sin demasiado problema. Bocanegra tenía tendencia a ponerse sentimental y a revelar supuestas confidencias e intimidades a quienes tuviera al lado, algo terrible si se tiene en cuenta lo fuerte que era su aliento. El sargento era de los callados hasta que, cuando ya tenía suficiente alcohol en la sangre, empezaba a hablar. Los marineros, en cambio, eran exactamente al revés. Las primeras copas les desataron la lengua pero, a medida que iban bebiendo, se fueron apagando.
No era extraño que Gort no hubiera reconocido los uniformes de los marineros. Ambos pertenecían al mismo barco, el París, curiosamente una embarcación belga que pertenecía a la naviera de Antonio López. Y ambos, aunque eran muy distintos físicamente, parecían hermanos y estaban entusiasmados con su trabajo de una forma infantil.
—El señor López… ¡Qué gran señor!
—¡Siempre habla bien, con respeto!
—Y es un cristiano de primera. ¡Incluso con los negros!
—¡Huy, sí! Antes de embarcar…
—En el primer viaje…
—Sí, antes de embarcar en el primer viaje ya nos dijeron que alguna vez nos podía tocar transportar negros a Cuba o a Puerto Rico, y Cosmin —Gort supuso que Cosmin era el otro marinero que aprovechaba cada pausa de la conversación para beber un trago corto del anís que tenía delante— preguntó…
—Es que para ciertas cosas yo soy muy mirado.
—Cuando lo preguntó, pensé que entonces sí que estábamos perdidos. ¡Pero no!
—No, me contestó la mar de bien.
El sargento, que hasta aquel momento prácticamente no había dicho nada, alzó la voz, cabreado.
—Pero ¿qué coño preguntaste? ¡Acaba de una vez, joder!
Gort no podía estar más de acuerdo con la salida de tono del sargento.
—¡Huy, ya va, ya va! Pues nada, le pregunté: «¿Seguro que lo de llevar negros como si fuesen paquetes está bien?» Eso mismo dije.
—Y el segundo, porque después supimos que aquel oficial era el segundo de a bordo, nos respondió, con aquella voz que pone siempre, así —dijo el marinero, que siguió con voz grave para imitar supuestamente el tono de voz del oficial—: «Sepan, señores, que el señor Antonio López, el naviero, nunca permitiría por su honor que los negros que transporta para venderlos fueran maltratados. Las convicciones cristianas del señor López no se lo permitirían.»
—Un buen cristiano, sin duda, nuestro naviero. Y ahora todavía debe de ser más rico, seguro.
—¿Por qué? —intervino Gort.
—Va, se lo digo, ¿qué te parece? —Cosmin sonrió a su compañero.
—¡Habla, va, que lo estás deseando!
Eran dos individuos relamidos, la verdad. Quién lo habría dicho de dos marineros…
—Tenéis delante al futuro jefe de máquinas del Ciudad Condal, el próximo barco correo del señor Antonio López. ¿Os dais cuenta? Barco… ¡Correo!
El sargento, que empezaba a notar los efectos de la nefasta bebida que estaban consumiendo, dio un golpe en la mesa y, salpicando de saliva a todos los presentes, afirmó:
—¡O sea que ahora Antonio López será cartero! ¡Ja, ja, ja!
—¡Dios mío, qué tonto eres! Los barcos del señor López tendrán la concesión del correo entre la Península y Cuba. ¿Sabes la fortuna que eso representa? ¡Puede que sean cientos de miles de pesetas al año!
—Pero si tan buen negocio es… ¿Cómo es que se lo dan ahora? —preguntó Gort, que ya se olía la respuesta.
—¿Acaso creíais que llevar las tropas a África se hacía solo por amor a la patria? El señor López es muy listo, mucho…
Estaba claro que el precio que López tenía que pagar incluía ayudar a los voluntarios y todo lo que Prim le pidiera. Prim, como siempre, jugaba sus cartas sin manías. Transporte, apoyo a los voluntarios y vete a saber qué más a cambio de la exclusiva del correo de Cuba.
Llovía. En realidad, hacía días que llovía. Hacía frío, y estar siempre mojado, con el agua que le resbalaba a uno desagradablemente por la espalda, contribuía a sentirse desgraciado. Tras un par de meses de guerra, la poca marcialidad que tenía de entrada aquel grupo de soldados había desaparecido por completo. Solo los oficiales, y de hecho no todos, procuraban vestirse y arreglarse con dignidad. Los demás habían dejado de cuidarse y de cuidar la ropa. Las alpargatas de esparto estaban hinchadas y destrozadas, y se llegaba a pagar un buen puñado de tabaco por unas en buen estado, habitualmente robadas a los cadáveres de los soldados que, días tras día, se iban al otro barrio por culpa del cólera y, en menor medida, de los soldados magrebíes. Muchos soldados ya no iban vestidos igual. Tarrés, por ejemplo, llevaba una gorra azul de zapador y unos pantalones que habían sido rojos de un soldado de cazadores que había muerto de un disparo en la cabeza, lo que había permitido que los pantalones no estuviesen sucios de excrementos como era habitual en los que morían de cólera. De todos modos, debido al barro y a los rasgones había acabado siendo prácticamente imposible distinguir unos uniformes de otros. Estop siempre llevaba puesta la gorra de un trompeta de la artillería montada, y Sabatés solía envolverse la cabeza con lo primero que encontraba, a menudo un trozo de manta, a veces la gorra que alguien se había dejado olvidada.
El agua y el barro penetraban en las tiendas de los soldados, que yacían envueltos en ropa o jugaban a las cartas en los espacios más secos que encontraban. Los más animosos habían organizado incluso corales para cantar, y un par de asturianos se habían hecho famosos por interpretar duetos de zarzuela haciendo el papel de tenor y de soprano, y hay que decir que no lo hacían del todo mal.
Solo los soldados que, a trompicones, iban llegando de la Península, mantenían cierta disciplina, influidos aún por el espíritu cuartelero que los oficiales habrían querido mantener. Pero era en balde: la desolación de los campamentos en Marruecos y la estupidez de las normas militares no facilitaban que se siguieran unos hábitos más o menos racionales. Lo primero que dejaban de hacer los soldados que llegaban era blanquearse los botones de las chaquetas. Por una norma heredada de no se sabía cuándo, en la Península los sargentos y los oficiales regulares vivían obsesionados por que los soldados rasos llevaran los botones perfectamente blancos, y la única forma de cumplir aquella estupidez era que los soldados se hicieran con una tiza, como las que se utilizaban en el colegio, y se pintaran los botones cada dos por tres. Al cabo de un par de días en el campamento, se acababa aquella tontería. Y lo mismo sucedía con los charoles encerados de las correas, con el betún con que se ennegrecía el ros o con las resinas que hacían brillar la culata del fusil.
Lo que no variaba era el rancho. Alubias, algunas patatas, arroz, garbanzos, lentejas, fideos, todo cocido con tocino, aceite y pimentón. Día tras día, comida tras comida, los soldados siempre tomaban lo mismo. Las ollas, protegidas de la lluvia bajo algún toldo, hervían lentamente durante muchas horas. A mediodía, la bazofia era más o menos líquida, y las alubias o los garbanzos todavía se distinguían, pero al anochecer, a la hora de la cena, la comida se había deshecho tanto que formaba una pasta amarronada y espesa que, cuando hervía, escupía cachitos pestilentes fuera de la olla. En el campamento, debido a todo ello, el hedor era insoportable. La comida asquerosa, el barro, el cólera, los pedos de los soldados… A Tarrés las incomodidades todavía lo impulsaban más a buscar una solución. Si la situación era miserable para todos, para los miembros de la Compañía de Presidiarios la vida todavía podía ser un poco más desagradable. Y el motivo era doble: la incompetencia y la mezquindad del teniente Robledo y las exigencias y las malas pulgas del teniente coronel Aparici, de quien dependían, en última instancia, todos los presidiarios. Hacía tiempo que las ventajas de tener de oficial a Robledo habían desaparecido. Cuando Tarrés, Estop y Sabatés estaban en el penal de Ceuta, tener de oficial a Robledo había sido una bendición. Entonces era relativamente sencillo tomarle el pelo, facilitarle la vida para que los tres disfrutaran de privilegios. Pero en plena campaña bélica, aquello se había acabado. Robledo era un cobarde, lo que a los tres expolicías les daba exactamente lo mismo, a no ser porque la cobardía del teniente los arrastraba a situaciones muy peligrosas. Robledo, que no era del todo imbécil, después de la primera experiencia desastrosa cuando les había tocado proteger las obras del reducto de Isabel II, había decidido congraciarse con su superior, el teniente coronel Aparici, y por eso no tenía reparos en ofrecer a sus hombres para que se arriesgaran en situaciones absurdas con tal de destacar ante el ingeniero. Obviamente, cuando los presidiarios estaban solos, muy por delante de las líneas españolas, vigilando la nada y esperando que algún magrebí los degollara en un descuido, Robledo no estaba: siempre se las ingeniaba para situarse en el lugar más seguro, ahí donde se viera venir a los enemigos a la legua.
Ahora, en tiempos de guerra, la proximidad de Robledo se había vuelto contra los expolicías. Lo que el teniente quería era que le sacaran las castañas del fuego, y prescindía de las comodidades que sus presos de confianza le habían procurado cuando estaban en el penal. Ahora prefería tener a esos presos de confianza luchando delante de él, porque así lo protegían y, además, todo el mérito que podían ganar en el campo de batalla repercutía directamente a favor de él. Esto llevaba a Tarrés y a los suyos a tener que exponerse mucho más de lo que querían y a renegar de Robledo y de la madre que lo había parido.
La lluvia que caía sobre el toldo hacía que el ruido del agua apagara las conversaciones. Por eso, aunque dentro de la tienda no estaban solos, Tarrés, Estop y Sabatés podían hablar entre sí sin temor a que nadie pudiera oírlos.
—¡Pues entro en su tienda cuando duerma, le clavo la bayoneta y santas pascuas! —dijo Sabatés mientras se cargaba un piojo que le corría por la mejilla.
—Joder, Sabatés, tú siempre tan listo… Entrar en la tienda de oficiales, en el campamento, y matar a Robledo… Noooo, nadie se dará cuenta, noooo… ¡Todo el mundo creerá que ha sido un accidente cuando se afeitaba! —Estop escupió en el suelo—. ¿Cuánto tiempo crees que tardarían los oficiales en pensar que ha sido alguien de la compañía? ¿Y qué crees que nos pasaría entonces? Olvídate del indulto una vez terminada la guerra. Y, además, ¿de qué serviría? Como mínimo, a Robledo ya lo conocemos; otro oficial podría ser aún peor. Aquí, con los presidiarios, poco podemos hacer, con Robledo o sin él.
—La cuestión es que tenemos que salir de la Compañía de Presidiarios —dijo Tarrés.
—Sí, como si eso fuera posible… Somos presidiarios y, mientras haya compañía, estaremos aquí, ¿no lo ves? —Estop no entendía como Tarrés decía semejante tontería. Puede que su antiguo jefe estuviera perdiendo facultades.
—Tú lo has dicho: mientras haya compañía.
Tarrés se calló. Esta era la solución. Estop tenía razón, acabar con Robledo no resolvería sus problemas, porque el verdadero problema no era el teniente sino la condición de presidiarios de los tres. Si conseguían pasar a otra compañía, esta condición desaparecería, pero la única forma de conseguirlo era provocando que su unidad se extinguiera. Ahora bien, extinguir una compañía solo pasaba por el hecho de que los soldados fueran exterminados en acción, lo que, evidentemente, era muy peligroso para él y sus colegas. Además, no bastaría con que cayeran muchos presidiarios; entre los muertos, necesariamente, tenía que figurar Robledo.
Tarrés estuvo días dando vueltas al modo de lograr sus objetivos. Confiaba en su habilidad para reconocer cualquier oportunidad que se presentara, pero sabía que las oportunidades había que buscarlas. Además, después de la soñada matanza, Tarrés tenía que aparecer ante sus superiores como un héroe o, como mínimo, como alguien que se merecía un destino mejor. Era complicado, muy complicado.
Lograr que mataran a un motón de soldados presidiarios no parecía, en principio, difícil. Aparici seguía enviando de avanzada a los soldados del teniente Robledo, y no era extraño que alguno fuera atacado y, a menudo, degollado por un enemigo infiltrado. Esto provocaba un goteo de bajas que Tarrés veía con satisfacción. Siempre que le tocaba guardia, la hacía con sus dos adláteres, aunque no era reglamentario que los tres soldados vigilaran juntos. Pero ni siquiera Robledo se atrevía a prohibirles que patrullaran juntos, y los oficiales regulares no se acercaban ni por error a las primeras posiciones.
Una primera oportunidad de eliminar a un buen grupo de compañeros se presentó una noche, justo antes de salir el sol. Tarrés se había despertado demasiado temprano. A su lado, los hombres dormían, algunos con fuertes ronquidos, otros rascándose los piojos sin llegar a despertarse y otros más respirando pesadamente. Se levantó y sujetó la bota para tomar un trago de agua. Estaba prácticamente vacía y decidió ir a buscar alguna olla donde el agua hubiese hervido y fuese buena para beber. Con la bota en la mano, andando entre las tiendas del campamento, se topó con lo que en un primer momento le pareció un gran depósito de agua. Enseguida se percató de que no era un depósito sino una especie de caja metálica, seguramente de alguna pieza de artillería. Con la lluvia, estaba medio llena de agua que era imbebible. Imbebible… ¡Esta era la cuestión! Con el agua podría causar estragos entre los hombres de la compañía, seguro. Pero con Robledo no funcionaría porque si había algo que el teniente odiaba era el agua, tanto para usarla por fuera del cuerpo como por dentro.
La compañía, que había empezado con unos doscientos hombres, se había ido reduciendo semana a semana. Ahora eran unos ciento setenta, pero como eso no era extraño tal como estaban yendo las cosas en aquella maldita guerra, la compañía tenía que perder muchos más hombres antes de que los mandos se plantearan su disolución. No sería extraño que muchos de los ciento setenta supervivientes murieran debido al cólera. No sería difícil contaminar el agua, pero ya no era posible convencer a los soldados de que bebieran agua sucia a aquellas alturas de la campaña. Ahora todo el mundo iba con pies de plomo y era raro que alguien tomara un trago de una bota que no hubiera llenado él mismo de agua hervida. Por lo tanto, no serviría de nada ensuciar el depósito con mierda, porque aquello no se lo bebería nadie. La solución tenía que ser la comida.
—¡No digas tonterías, Tarrés! ¿No ves que las ollas están hirviendo todo el día? Eso mata el cólera; es imposible contagiarse con la comida —aseguró Sabatés cuando su jefe les contó el plan que había urdido.
—¿Y quién te ha dicho eso? Si el hervor es lo que mata el cólera, lo que tenemos que hacer es ensuciar la comida cuando ya no hierva.
—Sí, pero no sabes si lo que limpia la olla de la mierda del cólera es el hervor de la comida o, simplemente, que la comida está muy caliente… Puede que si el cacharro arde tan solo un poco, ya no puedas pillar la enfermedad… Además, aunque lográramos poner el cólera en una olla, aún nos faltarían tres o cuatro ollas más por ensuciar. Con una no vamos a ninguna parte.
—En eso te equivocas, porque el objetivo no es eliminar toda la compañía, lo que tenemos que lograr es debilitarla todo lo que sea posible.
Se las arreglaron. Usaron los antiguos privilegios de los que habían disfrutado cuando estaban encerrados en el penal de Ceuta para encargarse del control y reparto del rancho. La única ventaja de repartir el rancho era que, si querías, podías comer más, pero los soldados se tomaban aquella cosa pringosa y maloliente porque no tenían más remedio para no pasar hambre. Nadie, nadie, tomaba más del necesario, de modo que lo de repartir el rancho tampoco era un privilegio tan importante. Nadie se lo discutió.
Conseguir agua contaminada era lo más sencillo del mundo. Bastaba con acercarse a las tiendas donde los infectados de cólera se cagaban encima y recoger algunas de las prendas de ropa que abandonaban. A Tarrés no le daba miedo tomar con un palo aquellos pantalones relucientes de agua fecal. Cuando se produjo la epidemia de 1854, en Barcelona, él se libró precisamente porque estaba en la cárcel. Pensaba que si había tenido tanta suerte entonces, ahora la seguiría teniendo. El cólera no podría matarlo.
De todos modos, los tres iban con cuidado. Primero tomaron una bota, le hicieron una marca y empezaron a introducirle el líquido que caía de los pantalones que obtenían. Procuraban obtener ropa de los enfermos que ya llevaban un par de días con cagalera, porque entonces ya solo cagaban una especie de agua muy poco distinguible a simple vista de cualquier otra agua que rondara por aquel campamento de desdichados. Cuando hubieron conseguido llenar un cuarto de bota, la cerraron con cuidado y la limpiaron por fuera con agua hervida. Así, en principio, la enfermedad solo estaría dentro de la bota y no los contaminaría a ellos.
Al anochecer, fueron a buscar las ollas del rancho y, discretamente, vertieron un buen chorro de la bota en la primera de ellas. La removieron cuando todavía hervía y, una vez empezaron a llegar sus compañeros, les sirvieron la cena. Ese día, la comida estaba especialmente pastosa y el excremento líquido no había acabado de mezclarse bien. Puede que por eso, la mayoría de los soldados que tomaron aquella bazofia, la escupieron en cuanto la probaron.
—Pero ¿qué coño habéis hecho hoy? ¡No hay quien se coma esta mierda! —Decía uno de los presidiarios menos tiquismiquis con la comida, mientras escupía y se quitaba con los dedos los cachitos que se había metido en la boca. Tarrés pensó que realmente el presidiario había acertado, aquello era mierda y seguro que no había quien se lo comiera.
El experimento fue muy poco concluyente. Veinticuatro horas después de que una veintena de soldados hubiera probado la mezcla de estofado y cagalera, solo dos hombres habían contraído claramente el cólera, y aquello no demostraba nada porque no era nada raro que en una compañía dos o tres hombres enfermaran a la vez.
—¿Qué hacemos ahora? Ya os decía yo que con el calor de la comida, el cólera no afecta —dijo Estop, a la vista del fracaso.
—Eso seguimos sin saberlo con certeza. Mañana lo probaremos a mediodía, cuando el estofado es más caldoso. Pondremos más cagalera y la mezclaremos mejor, para que no se note tanto el gusto y se tomen más cantidad.
Aquel anochecer tuvieron que trabajar de lo lindo. A pesar de que nadie miraba a nadie, Tarrés quiso ser discreto. No quería que ningún sargento curioso les preguntara qué hacían exprimiendo unos pantalones cagados para que gotearan dentro de una bota. A mediodía, con la bota de los excrementos muy llena, tomaron una de las ollas y la dejaron en el suelo, aparte.
—Quema demasiado, ahora la llevamos…
Mientras se iban sirviendo las otras ollas, Sabatés destapó la bota y la vació entera dentro de la sopa oscura que ya se había enfriado. Esta vez, la veintena larga de soldados que comió de aquella olla no se quejó. Era raro que alguien se terminara un plato entero de aquel caldo repelente, y ese día no fue la excepción. Pero los soldados comieron prácticamente la misma cantidad de siempre, esta vez bajo los tres pares de ojos de los expolicías que los observaban satisfechos, como si fueran unas cluecas amorosas que ven cómo se alimentan sus pollitos.
En esta ocasión la cosa funcionó mejor. Once hombres de los veinte empezaron a tener síntomas de cólera entre el anochecer y el día siguiente. Vomitaban de repente, y se quedaban a la vez temblorosos y blancos, intentando notar en el interior de su cuerpo la siguiente prueba, la que era definitiva: que sufrían el temido morbo. Algunos alargaban todavía un poco más la agonía de la incertidumbre porque empezaban a darles calambres. Los brazos o las piernas se les volvían más o menos rígidos, y les molestaba un cosquilleo doloroso. Entonces sí, entonces ya solo faltaba la confirmación. De golpe, notaban que el vientre se les removía, los intestinos emitían un enorme ruido y, como en una explosión, lanzaban un líquido asqueroso por el culo durante un buen rato, tanto que acababa siendo claro. Quien lo sufría no solo quedaba extenuado debido al esfuerzo y a la deshidratación repentina, sino que también perdía el ánimo porque sabía que el riesgo de morir era muy elevado. Algunos de los afectados sucumbían en un par de días, otros duraban unos pocos días más, y solo cuando el cuerpo empezaba a aceptar comida y líquidos sin expulsarlos inmediatamente, podías empezar a pensar que habías superado la condenada infección.
La repentina epidemia que afectó a las filas de los soldados presidiarios fue más dañina por el miedo que produjo que por las bajas que causó. De los once afectados, fallecieron tres, seis se los llevaron en un carro infecto a Ceuta, donde se les perdió la pista, y dos más se recuperaron a trancas y barrancas en el mismo campamento. Pero que los once enfermaran al mismo tiempo asustó a los demás. Bueno, no a todos. Tres de los hombres estaban muy tranquilos y satisfechos.
A partir del brote de cólera, el poco ánimo que había mostrado hasta aquel momento la compañía decayó todavía más. Ahora ya era habitual que buena parte de los presidiarios estuvieran arrestados por haber abandonado el puesto de guardia. Los colocaban en un agujero para vigilar las infiltraciones de los moros, y aquellos soldados, que antes procuraban no dejarse ver y soñar con el indulto que podía llegar al final de la guerra sin distinguirse para bien ni para mal, huían ahora en cuanto el oficial que los vigilaba daba media vuelta.
Tarrés, Estop y Sabatés contribuían a hundir el ánimo haciendo circular rumores y comentarios pesimistas que provocaban que aquellos hombres que veían que dentro de las tiendas había cada vez más espacio, que la guerra estaba estancada y que todo parecía carecer del menor sentido, se quedaran callados, miraran al suelo y dejaran de comer.
Robledo no era ajeno a todo aquel desánimo que se había apoderado de sus hombres. El teniente coronel Aparici había contraído sarna, y con la sarna se le había disparado aún más la mala leche, y eso que parecía que no era posible superar la cantidad de gritos y el sarcasmo hiriente que hasta entonces había mostrado el oficial de Ingenieros. Robledo se había convertido en su preferido a la hora de pagar los platos rotos. El teniente no sabía cómo complacerlo y, de hecho, había dejado prácticamente de intentarlo. Se había resignado a ser abroncado, a ser humillado delante de los demás oficiales y ninguneado por todo el mundo, especialmente por sus hombres. Procuraba ahogar su desgracia con todo tipo de alcohol, especialmente un aguardiente que sacaba no se sabía muy bien de dónde un grupo de artilleros gallegos que controlaba un cañón corto de los nuevos, rayados por dentro, y que disparaba con una puntería tremenda. Los artilleros vivían muy bien, totalmente separados de la primera línea, siempre alrededor del cañón. Allí se habían construido una especie de caseta que les servía de almacén y de cueva de Alí Babá y de donde sacaban el aguardiente, muy apreciado por los soldados.
Robledo, que creía recordar que su abuela o su bisabuela, tal vez, eran gallegas, rondaba siempre que podía a los artilleros que, de vez en cuando, lo invitaban a beber gratis y aprovechaban para reírse de él un rato. Aunque fuese un pobre hombre, no dejaba de ser teniente, y humillarlo satisfacía la mezquindad de los artilleros. Y él se dejaba, porque lo que le pasaba era que tenía miedo. Tenía miedo de los artilleros, de Aparici, de todos los oficiales y de los moros. Tenía miedo del cólera morbo, de la sarna y de los alacranes, que no había. Tenía miedo de perder la vida que tan cómoda era cuando simplemente era carcelero en Ceuta. Siempre tenía mucho miedo. Y este miedo lo inutilizaba un poco más cada día, le secaba la boca y le incitaba a beber más y más aún, hasta que el aturdimiento del alcohol y el ardor de estómago lo tranquilizaban y lo llevaban a olvidarse de sí mismo y del miedo atenazador.
De quien no se le había ocurrido tener miedo era de sus hombres. Y en eso, como en tantas otras cosas, estaba profundamente equivocado. Tres de ellos lo tenían en su punto de mira. Tarrés y los suyos tenían claro que la desmoralización de la Compañía de Presidiarios solo era un primer paso para su objetivo: salir de ella e ir a parar a un regimiento normal, donde la posibilidad de obtener el indulto al final de la guerra fuera mayor y donde, además, no corrieran tantos riesgos. Para lograrlo, tenían que deshacerse de Robledo para descabezar a los presidiarios; muchos de sus compañeros tenían que morir y, además, ellos tres tenían que distinguirse frente a algunos coroneles o generales, quien fuera que tuviese poder suficiente para reclamarlos para que lucharan en su regimiento. Tarrés esperaba que los próximos días se dieran estas tres condiciones, juntas o no, daba igual.
Pero la oportunidad no parecía cercana. Después de semanas en los reductos, de aguantar ataques y lluvia, de comer poco y mal y del cólera, los soldados del Primer Cuerpo, entre ellos la Compañía de Presidiarios, fueron relevados. Volvían al campamento del Serrallo. Era una gran noticia que hasta el corto de entendederas de Robledo comprendía perfectamente: si el Ejército español tenía que tomar la ciudad más importante del norte de Marruecos, Tánger, el ataque tenía que arrancar de los reductos que ahora ellos dejaban a sus sustitutos. Por consiguiente, la primera embestida ya no la tendrían que realizar los soldados del Primer Cuerpo, sino los del Segundo. «Que se jodan», pensaban todos. Estarían mucho mejor y mucho más seguros en el Serrallo, que defendía Ceuta y estaba encarado al sur, hacia Tetuán, una ciudad menor donde a los españoles, en principio, no se les había perdido nada.
Ahora sí que había trabajo de verdad. A pesar de que oficialmente los Voluntarios de Cataluña no existían, lo cierto es que el batallón ya estaba en marcha. A Gort, los preparativos le estaban resultando más pesados de lo que se imaginaba. Ya no era solo cuestión de recibir a posibles voluntarios, sino que el trabajo consistía ahora en estar atento a todo lo que querían los oficiales. Que si había que ir a la fábrica de alpargatas a buscar unos cuantos pares de muestra; que si había que empezar a preparar el edificio de la Ciudadela que tenía que acoger a los voluntarios; que si había que ir a llevar unos papeles urgentes al Gobierno Civil y había que entregarlos sin falta a algún funcionario holgazán que siempre estaba desaparecido… y eso sin olvidar que cada oficial era un mundo. Los últimos días habían ido llegando más, muchos de ellos veteranos de guerra, incluso algunos antiguos carlistas. Además, las noticias que llegaban de África estaban provocando una locura entre la gente. Por primera vez desde la guerra de la Independencia se aplaudía a menudo a los soldados por la calle. Cuando salían de la Ciudadela, no, porque puede que para un barcelonés aplaudir a un soldado de la Ciudadela fuera excesivo a la vista de la fama siniestra y bien merecida de la fortaleza. Pero en la Rambla, los borrachos en las entradas de las tabernas y hasta algunos ciudadanos de aspecto honorable aclamaban a los soldados como jamás habían hecho. En las imprentas se vendían revistas y diarios con relatos, no siempre coincidentes, de lo que estaba sucediendo en África. Por las calles más importantes de la ciudad y hasta en el paseo de Gràcia, había niños que vendían panfletos con poemas a menudo horrorosos que glorificaban las gestas militares de la expedición colonial.
—No sé si conoces este poema. A mí me gusta, está requetebién… —Bocanegra se sacó una hoja arrugada del bolsillo y la desdobló.
—Va, no te pares que tenemos prisa. Si no encontramos a quien darle la carta, el comandante se pondrá negro. —Pero Gort no tuvo más remedio que detenerse porque Bocanegra no avanzaba. Estaban en la muralla de mar, el camino natural entre la Ciudadela y la Capitanía General. Como pasaba a menudo, uno de los nuevos oficiales, el teniente Valentí de Ferrer Carriol, les había encargado algo difícil. Tenían que llevar una carta a un capitán de infantería que, teóricamente, estaba en la Capitanía, pedirle que la leyera y esperar su respuesta. No sería tan complicado a no ser porque ya eran las cuatro de la tarde y estaba oscureciendo, lo que, como Gort sabía por experiencia, significaba que en las dependencias militares seguramente solo quedarían cuatro soldaditos como ellos, y que el capitán, como los demás oficiales, haría ya un par de horas que se habría ido a beber, de timba, o a dormir a casa, lo que más le apeteciera. Pero eso al teniente le daba lo mismo. El teniente era un estúpido. El hombre, tercer hijo de una buena familia de Vic, creía que como era caballero y el obispo iba a merendar chocolate y carquiñoles a su casa, él estaba tocado por la mano de Dios nuestro Señor. Todos los oficiales se hacían llamar por el primer apellido, excepto él, que exigía que se dirigieran a él siempre por el nombre completo. Llevaba un bigote grueso y frondoso, tanto que parecía postizo, y no le daba reparo encerárselo delante de sus ayudantes, lo que a Gort le daba cierto asco. Porque, en realidad, ahora Gort era su ayudante y tenía que soportarlo a todas horas. Ferrer Carriol había sido teniente de los Cazadores de Arapiles y debía de ser en aquel regimiento donde había aprendido todas las ordenanzas militares que le había parecido oportuno. Pero es que, además de sabérselas, lo que ya era un poco extraño, el teniente creía que era necesario aplicarlas al pie de la letra, y eso lo convertía, de hecho, en un ser terrible e intransigente. Por si eso fuera poco, despreciaba a todos aquellos a los que consideraba inferiores, y por lo que Gort había visto, por ahora Ferrer Carriol no había encontrado entre los voluntarios a nadie, incluido Sugrañes, que fuera igual o superior a él.
En cualquier caso, Gort siempre recibía de lo lindo. Que Sugrañes lo hubiera nombrado cabo sin haber tenido jamás experiencia militar molestaba profundamente a Ferrer Carriol, que no se abstenía de comentarlo. Pero Sugrañes, a pesar de su progresismo y su generosidad, por un peculiar mecanismo mental, siempre se volvía tímido y vacilante ante los aristócratas. Por ello, un día comunicó a Gort una decisión muy poco sensata:
—Cabo Gort, he decidido que desde ahora dependerás directamente del teniente Ferrer Carriol —le dijo un día Sugrañes, como quien no quiere la cosa, en su despacho.
—Pero, don Victorianu…
—¡No me llames don Victorianu, que soy tu comandante! Teniente coronel, comandante, como quieras, ¡pero no don Victorianu, que no queda militar! —Sugrañes se puso a mirar por la ventana, para no tener que mirar a los ojos a Gort—. Mira, Gort, creo que es lo mejor. El teniente, aunque es joven, es un hombre con experiencia, con carácter, seguro que te enseñará mucho… Y, además, ahora que ya empiezan a llegar los hombres, conviene que yo, como máximo comandante, no muestre favoritismos. A los dos nos irá mejor así…
—De acuerdo, comandante. No se preocupe que no le fallaré. Pero si me permite…
—No, no te permito, porque ya sé qué me dirás. El teniente manda la Primera Compañía, bueno, mandará la Primera Compañía, que será la más movida, seguro, pero al mismo tiempo la que más entrenamiento militar recibirá, porque será la primera que formaremos. Estarás bien adiestrado, y eso, aunque no lo creas, es muy importante en las batallas. Con tu padre… Bueno, con tu padre siempre decíamos que habíamos sobrevivido a la guerra carlista por cojones y por sensatez. Los cojones los tienes, seguro, y es mi obligación obligarte a tener la sensatez. —Sugrañes se calló un momento, se volvió y miró con ojos emocionados a Gort—. Además, si te mantengo a mi lado, no sé si siempre tomaré las decisiones correctas. Para mí eres casi un hijo, y si en medio de la batalla viera que corres peligro… No, nos conviene luchar separados, yo allá donde convenga al batallón y tú, con tu compañía.
Gort, aunque cabreado, no tuvo más remedio que transigir. Caray, con Sugrañes. Con un toque sentimental le había obligado a tragarse al imbécil de Ferrer Carriol.
Y esta era la razón por la que ahora, cuando ya casi había oscurecido, Gort andaba por la muralla de mar con un montón de trabajo por hacer en compañía de Bocanegra en lugar de estar entre los brazos de Rosa para disfrutar toda la tarde. ¡Maldita suerte!
Cuando llegaron a Capitanía, las cosas fueron mucho mejor de lo que podían esperar. Encontraron rápidamente al capitán, y este, después de leer la nota y de firmar un recibo, les dijo que se retiraran a la sala de guardia mientras él redactaba la respuesta y que se pusieran cómodos, porque todavía tenía que hacer algunas cosas antes de empezar a escribir.
En resumidas cuentas, Bocanegra y Gort se encontraron sentados en una sala no demasiado grande de Capitanía donde había una buena chimenea en la que un par de soldados mayores asaban castañas.
—Así que vosotros sois los famosos voluntarios… —comentó uno de los soldados de guardia mientras removía las castañas que había en una olla agujereada—. ¿Es cierto que os pagarán mil reales a cada uno por ir a la guerra?
—¡Ya nos gustaría, ya! ¡Si me dieran tanto dinero, me alistaría hasta con los moros! ¡Je, je, je! —Bocanegra reía, pero por suerte la sala solo estaba iluminada por el fuego de la chimenea, lo que impidió que los dientes podridos del voluntario se viesen demasiado—. Por cierto, Gort, ¿tú sabes cuánto nos pagarán?
Gort no se dignó contestar, pero lo sabía. Eran doscientos reales a cada hombre que se alistara y, después, ciento veinte reales al mes para él como cabo y noventa para Bocanegra como soldado. Pero con los doscientos reales tenían que pagarse el vestuario y puede que no fueran a tener suficiente. Es decir, que no parecía que lo de ser voluntarios fuera ningún gran negocio. Pero él no estaba allí por dinero, sino por lealtad a Sugrañes y por la posibilidad, remota, de vengarse de Tarrés. Y Bocanegra tampoco se había hecho voluntario por los reales, sino porque no tenía otro sitio donde caerse muerto.
Empezaron a repartir castañas calientes que hacían saltar de una mano a otra para no quemarse. Mientras las soplaban, uno de los soldados de Capitanía empezó a hablar.
—Explícales lo que se encontrarán en África, va… Es que aquí, el compañero, estuvo unos años en Ceuta.
—¿Como soldado?
—A medias… ¡Va, hombre, que ellos van a ir para allá y lo que hacías no es ningún secreto!
El otro soldado, un hombre de facciones marcadas y que llevaba el pelo gris muy corto, finalmente dejó de hacerse de rogar y, con cierta satisfacción por haberse convertido en el centro de atención, inició su relato.
—Chicos, África no es como todo el mundo piensa, no. Es horrible y también maravillosa. Los moros son los mejores amigos que puedes encontrar en todo el mundo y, al mismo tiempo, los que te clavan una puñalada por la espalda por una minucia. Son gente muy hospitalaria, siempre te están invitando a tomar una menta que no vale nada, bueno, cuando me fui todo el mundo tomaba té con menta…
—¿Té? ¿Lo de los ingleses? ¿Y los moros tienen? ¡Pero si es carísimo!
—No creas, desde la guerra de Crimea hay mucho en Marruecos. Han plantado mucho.
—¿Y lo de ser soldado a medias, qué significa? —A Gort le había sonado muy extraña la forma de explicarlo.
—Mira, a mí me llevaron al penal de Ceuta a pasar unos añitos por algo que no hice…
A Bocanegra se le escapó un resoplido irónico.
—¡Es que esta castaña quema! —soltó, sin demasiado convencimiento.
—Pues lo que decía —prosiguió el soldado—, yo estaba cumpliendo condena en Ceuta, y como aún me quedaban muchos años, me apunté en el Cuerpo Disciplinario para ser soldado.
—¿El Cuerpo Disciplinario? No lo entiendo… —dijo Gort, cada vez más interesado.
—Cuerpo Disciplinario, Batallón de Presos, Regimiento Fijo de Ceuta, lo llaman de muchas formas. A los presos que son de más confianza y más fuertes les dejan formar parte del Ejército, y así recortan la condena. Ahora, con lo de la guerra, han formado una compañía de Tiradores, por lo que yo sé.
—¿Cuánto tiempo hace que te fuiste de Ceuta? —quiso saber Gort.
—Pues hará año y medio, más o menos… Me reenganché en la Infantería de Línea y regresé a Barcelona.
—¿Y había muchos presos de Barcelona en Ceuta?
—Hombre, unos cuantos. Piensa que hay tres penales distintos y mucha gente, pero conozco a muchos de los de Barcelona, sí… ¿Por qué? ¿Tienes algún familiar ahí?
—No, no, familiar, no. Soy amigo, más o menos, de uno…
Bocanegra, al oír a Gort, se puso alerta. Ya sabía por donde iba y no le hacía gracia. Así que quiso cambiar el tema de conversación.
—¿Y las mujeres? ¿Cómo son las mujeres moras? Debajo de la ropa, ¿qué, qué…?
Pero Gort estaba demasiado interesado por los presos de Ceuta como para dejarse conducir hacia otra cosa, y más con la poca habilidad habitual de Bocanegra.
—¡Déjate de moras ahora! ¿Conociste a un tal Tarrés en Ceuta?
—¿Tarrés? ¿Eres amigo de Tarrés? —El antiguo preso miró a Gort con otros ojos—. ¿Y hasta qué punto eres amigo de ese tipo?
—Lo suficiente como para querer saber qué ha sido de él, de su vida.
—Lo que has dicho no significa nada… ¡Tienes buenas o malas intenciones con Tarrés, habla claro! —dijo el soldado, sujetándole fuertemente un brazo.
Gort se dejó sujetar, le sostuvo la mirada y decidió seguir su instinto y decirle más o menos la verdad.
—Tarrés y yo, algún día, tendremos que ajustar cuentas.
Por la cara que puso el soldado, Gort se dio cuenta de que había acertado.
—Temía que fueras amigo suyo… Tarrés… ¡Ya lo creo que he conocido a Tarrés! Es un hijo de la gran puta. Nos tenía a todos acojonados con sus trapicheos. Fanfarroneaba porque había sido policía y porque había conocido a no sé quién… Bueno, en realidad, los que fanfarroneaban más eran sus dos hombres: Estop y el otro se llamaba, se llamaba… Ahora no me viene a la cabeza… Uno con cara de rata, que pegaba a la gente con una porra llena de piedras que se había hecho él mismo.
Gort sintió una punzada en la nariz, como recordatorio de aquella porra que lo había destrozado para siempre.
—¿También está ese?
—Sí, ¿también lo conoces?
—Ya lo creo, es quien me dejó así la nariz…
—Pues ahora seguro que están de soldados en el Cuerpo Disciplinario. Cuando vayas para allá te los puedes encontrar de frente, pero bien armados. ¡Y pobre de ti que los toques si van de uniforme! Ahora los amparará el Ejército.
—Pero ¿cómo puedes estar tan seguro de ello? Con los crímenes que han cometido, todavía deben de estar en el penal…
—¡Joder, hay que ver lo bobo que eres con la cara de listo que tienes! ¿No te has dado cuenta de cómo está el Ejército? La mayoría de los oficiales son unos chulos sanguinarios, los soldados pasamos hambre, todo es corrupción. ¿Cómo quieres que no se alisten unos individuos que están acostumbrados a hacer daño? ¡Seguro que Tarrés y sus dos amigos están luchando de uniforme!
Cuando finalmente tuvieron la respuesta del oficial, se dirigieron de vuelta a la Ciudadela. Esta vez Gort ya no estaba de humor para contemplar el mar y fueron andando por la calle de Sota Muralla, resguardados del viento del mar, pero también respirando el hedor de las meadas con que los barceloneses regaban generosamente un día sí y otro también el interior de la muralla. Bocanegra iba silbando una melodía irreconocible hasta que Gort lo hizo callar.
—¡Basta ya con el silbido de los cojones!
—Mira, Gort, si estás cabreado porque te han hablado de Tarrés, yo no tengo la culpa. Ya te puedes quitar de la cabeza hacer nada cuando estemos en Ceuta, porque ni lo verás… ¿No ves que allí seremos miles de soldados, todos vestidos del mismo modo…? Además, seguro que no recordarás la cara que tiene…
—Me acuerdo perfectamente y no se me olvidará nunca, eso no se olvida. Una vez ahí, seguro que en algún momento estaremos en el mismo campamento y entonces lo buscaré y…
—¿Y qué? ¿Lo buscarás y qué harás? Si un soldado mata a otro en tiempos de guerra, lo fusilan. ¿Qué te crees? Además, por lo que decía el de las castañas, son tres. ¿Tú solo podrás contra tres? Porque lo que es conmigo no cuentes, ¿eh?
Gort no pudo evitar reírse.
—No, si ya no contaba, no te preocupes. Pero me tendrás que ayudar si lo ves por el campamento. Porque tú llegaste a ver a Tarrés cuando vivías en Barcelona, ¿no?
Bocanegra calló un momento. Hacía tiempo, de hecho hacía años, que le rondaba la idea de explicar a Gort su papel aquellos días de San Juan, cuando Jeroni Tarrés asesinó a Ramon Gort. Nunca se había atrevido, por miedo a que Gort descargara toda la rabia que tenía acumulada en él, en lugar de hacerlo en los asesinos, que vete a saber dónde estaban. Pero ahora que estaban claramente localizados y que, aunque difícil, era posible que en pocas semanas Gort, y quizá también él, tuvieran que enfrentarse a ellos, le pareció que tal vez era el momento oportuno.
—Mira, Gort, tengo que contarte algo. Pero júrame por lo más sagrado que no te cabrearás y que lo pensarás bien antes de decirme nada. —Bocanegra se iba dando golpecitos en la sien con un dedo mientras se lo pedía.
—Bocanegra, como no me lo cuentes ahora mismo sí que me cabrearé.
Habían llegado andando hasta el Portal de Mar, que daba entrada al Pla de Palau, el lugar más céntrico de la ciudad, donde la muralla giraba y se abría hacia la Ciudadela. El portal era una especie de pastel enorme con dos entradas que parecían medio moriscas al lado y, quizá por ello, se había convertido en uno de los sitios favoritos para ir a comentar las incidencias de la guerra de África después de comprar alguno de los panfletos que los repartidores vendían por poco dinero alrededor de la zona.
Cruzando el portal hacia la ciudad, había los porches de Xifré, donde acababa de instalarse la horchatería del Tío Nelo. Aunque no era un lugar del gusto de Bocanegra, porque estaba demasiado limpio y nadie bebía otra cosa que no fuera horchata y otras bebidas dulces, llevó a Gort hacia allí. Esperaba que en un lugar tan tranquilo, alejado de la oscuridad de las tabernas, Gort se mostraría calmado.
Aunque era en verano cuando la horchatería tenía más clientela, ahora estaba medio llena. El tío Nelo, el propietario, vestido algo estrafalariamente de labriego valenciano, se acercó a la mesa de los dos hombres.
—¡Buenas tardes, señores! ¿Qué les pongo? Tengo buñuelos recién hinchados a la manera de la Vall d’Uixó, turrones de Jijona, turrón de Alicante, lenguas de gato, pellizcos de monja… Y para beber, la horchata, la leche merengada, puedo servirles un chocolate a la taza que los reanimará… Lo que quieran. Ustedes dirán…
A Gort no le apetecía nada. ¿Qué coño tenía que decirle ahora Bocanegra? Como no fuera importante, le daría una paliza por estorbarlo después de saber más cosas de Tarrés. Pero si era importante, quizá también tendría que darle una paliza…
—No sé… Póngame una horchata.
—Pues yo, lo mismo —dijo Bocanegra—. Y traiga unos buñuelos.
En cuanto el tío Nelo se fue, Gort se acercó a Bocanegra por encima de la mesa redonda de mármol.
—Habla de una puta vez y dime lo que me tienes que contar.
—Un momento, que traen las horchatas y los buñuelos…
El tío Nelo dejó dos grandes vasos de horchata y un platito con media docena de buñuelos llenos de azúcar. Bocanegra se apresuró a tomar un par antes incluso de que el plato tocara la mesa.
—Umm… ¡Qué ricos están los buñuelos! Mi madre, que en paz descanse, solía hacerlos. Recuerdo que…
Gort le dio un puntapié por debajo de la mesa.
—¡Ay! —se quejó Bocanegra—. Muy bien, ya te lo cuento. Déjame beber un trago y ya está…
Bocanegra era exasperante.
—Me has dicho que no te cabrearías, ¿eh? No sé si te acordarás, pero el día antes de que tu padre muriera, cuando nos encontramos en la diligencia… ¿Te acuerdas?
—Sí, claro que me acuerdo de la diligencia. ¿Y qué?
—Yo bajaba a Barcelona por cuestiones de trabajo, no sé si llegué a decírtelo.
—Sí, supongo que sí, ¿y?
—Mira, yo a tu padre le tenía confianza y lo apreciaba. Durante la guerra carlista yo era un chiquillo y tu padre me ayudó mucho. No te digo que me salvara la vida en algún momento, eso no, pero siempre me apartó de los peligros, procuraba que tuviera comida, no sé, todas estas cosas… Y por eso todo lo que pasó me supo especialmente mal, porque me hizo sentir culpable.
Bocanegra tomó un buñuelo y, con cara triste, se lo metió en la boca.
—¿Culpable de qué? ¿Qué tuviste tú que ver con lo que le pasó a mi padre?
—Pues… —Bocanegra casi se atragantó. Hizo un gesto con la mano a Gort para que se esperara un momento y se bebió un buen trago de horchata para que el buñuelo que se le había quedado atorado en la garganta le bajara—. Uf, ya está. No podía hablar… Pues directamente, nada. Deja que te lo explique. Yo… Yo bajaba a Barcelona para… para… para incorporarme a la Ronda a las órdenes de Jeroni Tarrés. Pero que conste que en aquel momento yo no lo sabía, ¿eh?
Aquí sí que Gort se quedó helado. No se lo esperaba en absoluto, y la verdad es que no sabía ni qué sentía. Bocanegra, y puede que eso lo salvara, empezó a hablar de nuevo:
—Me explico porque, si no, no entenderás nada. Yo conocía a un jefe del Gobierno Civil, que era quien mandaba a Tarrés. A aquel hombre le había hecho un trabajillo tiempo atrás, nada ilegal, no te creas: lo ayudé a sacar a unos masoveros de una finca que tenía. Nada, todo muy fácil, muy limpio, sin golpes, solo ruido. Pues este hombre me vio disposición, ánimo, y me dijo: «Bocanegra, si te decides a instalarte en Barcelona, ven a verme y te daré trabajo.» Yo no sabía de qué se trataba, te lo juro, Gort. Yo creía que sería trabajo de soldado o de vigilante en algún sitio, o trabajar directamente para él, algo así. Pues lo fui a ver, después de ir a una chocolatera, a la que fuimos tú y yo juntos, por cierto, ahora que lo pienso…
—Sigue y no te desvíes del tema.
—Joder, Gort, si te lo estoy contando todo, si soy sincero contigo… Pues este señor, que se llamaba Serra Monclús, me dijo que tenían organizada una Ronda de Vigilancia a las órdenes de Tarrés, me explicó cómo era el trabajo y ya está. A mí me pareció bien. ¿Qué iba a parecerme, no? En resumidas cuentas, que hacia mediodía fui a ver a Tarrés, que estaba muy cabreado, y me envió con otros hombres a vigilar una chocolatera, la Vallvé, que era de las más grandes, y aquella noche de San Juan seguro que se llenaba de clientes. ¿Ves dónde quiero ir a parar?
—No, pero no te detengas y habla.
—Coño, Gort, me estoy arrepintiendo de contártelo… —La mirada de Gort, con la nariz torcida y los puños cerrados convencieron a Bocanegra de que no tenía más remedio que seguir por el camino de confesiones que había tomado—. Pues era mi primera noche en la Ronda, y todo iba bien: muchos clientes, mucho follón, pero ningún conflicto. La gente quería juerga pero no perdía el tiempo, echaba un polvo, pagaba y se iba a casa, todo como una seda. Yo estaba contento: un buen trabajo, dinero, buenos compañeros, bebida, tal vez una chica gratis más tarde, todo bien. Y entonces, de repente, llegó Sabatés. Sabatés, el que te jodió la nariz… Bueno, llegó y nos ordenó a todos los hombres de la Ronda que estábamos allí que lo siguiéramos corriendo. Él y Estop, uno muy alto y corpulento que, por lo que han dicho los de Capitanía está ahora en Ceuta, habían perdido a un político al que seguían para matarlo. Nosotros teníamos que ayudarles a buscarlo. A mí y a otro nos tocó ir al Portal Nou y al pozo de Sant Guim. Estuvimos rondando por allí mucho rato, sin que yo supiera muy bien qué tenía que hacer. Y cuando ya llevábamos mucho tiempo llegó un compañero y nos dijo que nos fuéramos, que había habido una reyerta y que el propio Tarrés había liquidado al político… —Bocanegra bajó mucho la voz y añadió, casi susurrando—: Y a uno que lo acompañaba, ya sabes, tu padre, Gort…
Ya hacía rato que Gort sospechaba cómo terminaba la historia. Le dolió, pero se dio cuenta de que le dolía más porque Bocanegra se lo había ocultado durante tantos años que por el hecho en sí. No dijo nada, y eso animó a Bocanegra a seguir.
—Yo no supe que el difunto era tu padre hasta unas semanas después, y me quedé helado. Pero no podía hacer nada, compréndeme, Gort… Además, no sé cuándo fue, pero por aquellos días más o menos, Serra Monclús me llamó para que le contara las cosas que hacía Tarrés: dónde iba, qué decía… Yo ayudé a que después le tendieran la trampa por aquel asesinato de Mataró. Eso te alegrará, ¿no? Porque si no fuera por mí, Tarrés no habría acabado en la cárcel, ¿sabes? Durante el juicio de Tarrés, Sabatés y Estop, yo declaré en su contra, porque me lo dijo el señor Serra, que no soy ningún bocazas, que conste… ¡Me lanzaban unas miradas que daban miedo! Y después, cuando volví a la Ronda, ya con Tarrés entre rejas, me encontré con un ambiente muy difícil. No se fiaban de mí, después de lo que le había pasado a Tarrés y a los otros dos. Así que, por seguridad, preferí dejar la Ronda, aunque esos tres ya no estaban. Tuve suerte, porque después se produjeron los disturbios, mataron a los policías que quedaban en Barcelona y, bueno, el resto, más o menos, ya lo sabes… ¿Qué, Gort, estás enfadado? Di algo, hombre…
Gort decidió no añadir un enemigo más a su lista. Bocanegra, en aquel asunto, no se había comportado de modo distinto a como hacía en todo lo demás: chapucero, poco claro, aprovechado sin llegar a ser mala persona… No valía la pena ampliar el saco de odios que ya tenía muy lleno. Aun así, ahora Bocanegra le daba cierto asco. La suciedad de las manos, las uñas oscuras y con moho, la saliva blanquecina que le formaba grumos en los labios, el aliento cargado… Todo esto ya existía antes, pero Gort simplemente no quería verlo. Ahora, después de su revelación, se le hacía angustiosamente presente. Pensó en irse, en dejar atrás a Bocanegra, pero primero tenía que sacarle toda la información que pudiera antes de que se le pasara el arranque de sinceridad.
—¿Supiste algo más? ¿Alardeaban de la muerte de mi padre?
Bocanegra interpretó mal las preguntas. Pensó que si Gort seguía la conversación, significaba que lo había perdonado, y se mostró aliviado.
—No, no, habitualmente en la Ronda no se hablaba de lo que se había hecho antes. Ellos estaban preocupados porque para matar al político, que se llamaba Cuello, se había tenido que armar tanto jaleo, tanto, que todo el mundo se había enterado. Sabatés decía que la culpa era de Estop, por haber sido demasiado cagueta, y Estop decía que quien la había cagado era Sabatés porque se había lanzado contra vosotros sin pensar. Tarrés nunca decía nada de nada. Yo creo que ellos no culpaban a tu padre de que todo les hubiera salido mal, más bien creían que tuvieron la mala suerte de que tu padre se metiese de por medio…
Aquí sí que Gort se enfureció. Sujetó bruscamente a Bocanegra por el cuello, con lo que se le cayó al suelo el vaso de horchata que iba a llevarse a la boca.
—O sea que Tarrés y compañía tuvieron «mala suerte» con mi padre… Pues procura no tener tú también mala suerte conmigo. ¡A partir de ahora no vuelvas a dirigirme más la palabra si quieres conservar los putos dientes!
—¡Che, che, che! ¿Qué pasa aquí? —dijo el tío Nelo a gritos, acercándose a la mesa con un cayado que había sacado de debajo de la barra.
Gort se levantó, dejando un poco tembloroso a Bocanegra.
—Nada, jefe. Es que la horchata no nos ha sentado bien… El señor le pagará lo que le debemos —dijo Gort, y salió de la horchatería con ganas de respirar hondo el aire del otoño barcelonés.