CAPÍTULO XI

Cuando terminó la función cinematográfica, a las once y cuarto, Vickie cruzó la calle y entró en el Café Rainbow para hacer tiempo hasta la hora de ir al Hotel Southland, a la vuelta de la esquina. Daniel Boone Blalock le había dicho que la esperaba en su habitación a las doce.

Vickie entró y fue a sentarse en un extremo del salón. Varias parejas que habían ido al cine estaban ya sentadas en el mostrador, comiendo sándwiches y bebiendo café. Las risas alegres y despreocupadas y las conversaciones íntimas que oía susurrantes a su alrededor, la pusieron nerviosa. Se sintió sola y miró el reloj en la pared, contando en silencio los minutos que la separaban de la hora de marcharse. Siempre había aguardado con excitación su noche libre; pero durante las últimas semanas cada noche de martes le traía una aguda sensación de soledad, hasta el punto de que llegaba a preferir estar trabajando. Por más que se decía que esta noche sería distinta de las demás, puesto que tenía una cita con Dan Blalock, le era imposible evitar el sentirse solitaria mientras esperaba la medianoche rodeada por la multitud bulliciosa.

Todos los martes iba por la tarde al salón de belleza, se hacía lavar la cabeza y marcar las ondas. Además, siempre se ingeniaba para comprar algo nuevo, aunque solo fuera un par de medias o un alfiler de la casa de artículos de fantasía. En esta circunstancia, debido a que esperaba con tanto interés su cita con Dan Blalock y deseaba impresionarlo bien al entrar en su habitación, había sido extraordinariamente dispendiosa y había comprado un vestido negro de lana.

Un poco más tarde, cuando la mayoría de los clientes se habían retirado. Nick bajó de su taburete detrás de la caja registradora y se dirigió hacia el lugar que ocupaba Vickie.

—Tengo un mensaje para ti, Vickie —dijo en seguida—. Con todo este sofocón después del cine, casi me olvido de dártelo. Fue una de esas noches en que todo el mundo quiere comer sándwiches western. Y tú sabes lo que pasa cuando se amontonan veinticinco pedidos en la parrilla. El hombre siempre amenaza con marcharse si la gente no se limita a sándwiches secos o empanadas. —Nick se enjugó la frente con su pañuelo—. ¿Pero cómo vas a obligar a un cliente a comer empanadas si quiere un sándwich western?

—¿En qué consistía el mensaje, Nick? —preguntó ella, tratando de conservar la calma.

—Hace un par de horas telefoneó el diputado. Quería hacerte saber que ha tenido que ausentarse de la ciudad durante unos días por negocios urgentes. Algo inesperado, dijo. Me pidió que te avisara que se pondrá en contacto contigo en cuanto regrese. Creo que eso es todo, Vickie.

—Es bastante, Nick —comentó ella, casi sin aliento—. ¿Qué más puede pedir una chica?

—¿Qué quieres decir?

—Que es una gran noticia… en mi noche libre. —Apoyó los brazos en el mostrador y se inclinó con actitud de fatiga. Movió la cabeza—. Es un mundo de hombres.

Nick hizo un gesto consolador.

—Espera su regreso, Vickie. Es un gran hombre. Puede hacer mucho por ti.

—Excepto los martes por la noche —contestó ella mientras movía lentamente la cabeza—. ¿Qué debe hacer una muchacha los martes por la noche, Nick? ¿Poner al día su diario?

—¿Por qué no vas a tu casa y echas un buen sueño, para variar? —sugirió él.

—¿Y pasarme la noche oyendo cómo discute Nobby Hair con mi hermana y las charlas de papá respecto al dinero? —Sacudió la cabeza con resolución—. Esa no es mi idea del cielo.

Nick la miró un instante antes de encogerse de hombros y volver a la caja registradora.

—No lo tomes tan a pecho, Vickie —dijo al alejarse—. Para conocer a un hombre debes verlo actuar en su elemento. Toma una taza de café de la casa.

Como de costumbre, Pauline iba de un lado a otro detrás del mostrador y lanzaba a Vickie frecuentes miradas de desprecio, francamente sarcásticas y desdeñosas. Se la veía esforzarse para no hacer comentarios. Pauline siempre había envidiado la belleza de Vickie y la facilidad con que atraía a los hombres; a pesar de que llevaban trabajando juntas casi un año, no había depuesto su actitud desdeñosa. Más de una vez Pauline se había quejado a Nick respecto a la manera estudiada con que se desplazaba Vickie detrás del mostrador cuando atendía a la clientela masculina; consideraba que era injusto permitir que Vickie despertara deliberadamente su interés, moviendo las caderas y contoneándose, porque a causa de esto la mayoría de los hombres prefería ser atendida por Vickie y esta lograba propinas mucho más elevadas que las de Pauline. Nick contestaba que Vickie era útil al negocio y que se podían aprender unas cuantas cosas de ella. Pauline manifestaba que prefería marcharse antes que rebajarse hasta el nivel de Vickie.

Cuando se terminó de atender a los últimos clientes y solo quedaba Vickie en el salón, Nick se le acercó. La muchacha estaba apoyada en el mostrador, en actitud de desánimo. Durante un momento no dijo nada; estuvo admirando la cabellera cuidadosamente ondulada y el nuevo vestido negro. Vickie alzó la vista al oír que Nick hacía chasquear la lengua en señal de aprobación.

—¿Qué quieres? —preguntó ella sin sonreír.

—Vickie, me duele ver que lo tomas tan en serio.

Ella preguntó cómo debía tomarlo.

—Tal vez necesites un hombre que verdaderamente quiera casarse contigo. Hace mucho que pienso en eso.

—¿Te refieres a ti mismo, o se trata de algún amigo tuyo?

—No —repuso él rápidamente—. No, no entiendes lo que quiero decirte, Vickie. Pienso que perteneces al tipo de muchacha que sería feliz en el matrimonio; te sentirás desdichada hasta que aparezca un hombre que quiera casarse contigo y no limite su interés a invitarte a pasear. Hablas mucho de que te gusta divertirte con los muchachos; pero no puedes ocultar tus deseos de casarte. Siempre descubro eso en una mujer, por más que ella se empeñe en ocultarlo. Claro que eres una buena camarera, especialmente para las horas nocturnas, cuando la mayoría de los clientes son hombres; lamentaría mucho perderte, pero, para ser honrado, debo declarar que casada estarías diez veces mejor. Podrás hablar cuanto quieras de divertirte con un muchacho, concurrir a fiestas y cosas por el estilo; pero en lo hondo de tu corazón lo que necesitas es un hogar propio, chicos, y un buen esposo, generoso y que pueda mantenerte.

—Nick, lo que dices es tan cierto que te asesinaría por conocer mis sentimientos —contestó ella, apretando los dientes—. ¡Vete de aquí!

Él le dio unos golpes amistosos en el brazo.

—Aparecerá unos de estos días, cuando menos lo esperas, Vickie. —La miró un momento y se dirigió al frente del negocio.

Vickie se levantó para servirse una taza de café del depósito humeante de atrás del mostrador. Volvió a sentarse y encendió un cigarrillo. No sabía si enojarse con Dan Blalock o con ella misma; pero sabía que, de todos modos, estaba allí sola, en la medianoche de su día libre, luciendo en vano un vestido nuevo que tendría que pagar durante los próximos tres meses. Apagó el cigarrillo y encendió otro de inmediato.

Permaneció sentada, contemplando las aparentemente inmóviles agujas del reloj. Eran las doce y media; y si Dan Blalock no hubiera llamado a Nick, ella estaría en aquel momento en la habitación 505 del Hotel Southland. Se preguntó si sería verdad que Dan había tenido que ausentarse o si estaría festejando a otra muchacha en su lugar. La sospecha fue tomando fuerza; momentos después estaba segura de que él había invitado a otra chica a su pieza. No tenía la menor idea de cómo le sería posible comprobarlo; era evidente que si estaba con otra muchacha le impediría entrar. Se levantó rápidamente y casi había salido del restaurante cuando vio el teléfono junto a la caja registradora.

Nick, que leía un diario, levantó los ojos con sorpresa al oírla pedir que la comunicaran con la habitación de Dan en el hotel. Se mantuvo de pie, aferrando fuertemente el teléfono, mientras oía sonar la campanilla en la habitación 505. El teléfono llamó siete u ocho veces sin que nadie contestara; cuando volvió a colgarlo, ignoraba aún si Dan estaba o no en la habitación. Porque, se dijo, si realmente estaba con otra chica no atendería el teléfono ni haría caso de un aldabonazo en la puerta. Apartó el teléfono, más indecisa y perpleja que antes.

—¿Qué te pasa; Vickie… no crees nunca en lo que dice un hombre? —preguntó Nick con aire ofendido.

—No tengo todavía edad suficiente como para contestar a eso —repuso ella fríamente—. Lo haré dentro de cuarenta años.

Nick se acarició el cráneo calvo.

—¿Por qué cuarenta años?

—Porque para entonces ya no me importará.

—Pero el diputado no te mentiría, Vickie. No le conviene. Un gran político como él no haría eso.

—¿Es un hombre, verdad?

—Claro, pero…

—¿Y tiene testículos, verdad?

—Pero, Vickie…

—Entonces, basta de hartarme hablando del «gran político»: sabes que es un hombre, que está solo en una pieza de hotel y que le gusta oler un perfume nuevo de vez en cuando… digamos una vez durante la semana y dos veces a fines de semana.

—Ya lo sé, Vickie, pero…

—También yo lo sé. De modo que cállate.

Ben Humphrey entró al restaurante y pidió a Pauline una taza de café. Tomó asiento en mitad del mostrador y se puso a revolver el negro café caliente, apoyado en los brazos. Varias veces se volvió, mirando a Vickie, hasta que sus ojos se encontraron. Ben era un hombre corpulento, de unos cuarenta años, con el aspecto de un muchachón. Su cabello castaño oscuro era abundante y lacio y su fácil sonrisa, amistosa y bonachona. No había vuelto a ver a Vickie desde la noche en que Dan Blalock y los dos ingenieros entraron al restaurante y pidieron bifes.

Todavía se encontraba ella junto a la caja registradora cuando Ben se acercó para pagar su cuenta. Sonrió a Vickie como lo hacía siempre. Ella, sorprendiéndose de hacerlo, le devolvió la sonrisa con un parpadeo de modestia. Ben la miró incrédulo.

—¿Qué es lo que te asombra? —le preguntó ella con voz profunda y traviesa. Ben abrió la boca pero no pudo hablar. Tragó varias veces antes de poder decir algo.

—Hola, Vickie —pronunció por fin, roncamente.

—Hola, Ben —repuso ella, mirándolo.

—Vickie… ¿estás por salir?

—Así es —replicó, caminando hacia la puerta.

Ella esperó a que Ben la abriera; luego salieron ambos a la calle, seguidos por la perpleja mirada de Nick. Pasaron varios coches; los neumáticos silbaban sobre el pavimento húmedo; ellos se contemplaban. Después, Vickie se estremeció al sentir el aire frío de la noche y Ben la tomó de un brazo. Ella se le acercó y se pusieron a andar. Ben le había pedido una cita innumerables veces pero ella siempre se había negado; por eso él no podía comprender que esta vez hubiera dicho que sí.

Cuando llegaron a la casa de pompas fúnebres, al fin de la Calle Mayor, Ben abrió la puerta con su llave y la hizo entrar en la sala. Una lámpara con pantalla rosa alumbraba débilmente la gran mesa central; junto a esta había un alto florero lleno de flores rojas y amarillas. Un gran retrato, con marco dorado, del padre de Ben, fundador del negocio, se encontraba colgado en la pared encima de la chimenea. Una gruesa alfombra azul marino cubría el suelo; varios sillones y sofás, demasiado rellenos, estaban dispuestos circularmente en la habitación.

Poco después, Ben la tomó del brazo y la condujo a través del pasillo mal iluminado a una pequeña salita. Había un calentador a gas encendido; la pieza resultaba cálida y agradable. Vickie se acercó al calentador; Ben la rodeó con su brazo. Estuvieron inmóviles durante un largo rato; luego ella apoyó su cabeza en el hombro de Ben.

—Es una suerte que se me haya ocurrido ir al Rainbow para tomar una taza de café —dijo él, abrazándola—. Ya había perdido toda esperanza, Vickie. Te he pedido tantas veces que me concedieras una cita que tenía vergüenza de insistir. La última vez que te hablé ni siquiera te tomaste la molestia de contestarme. Y esta noche entré al restaurante y ni siquiera tuve que pedírtelo. Sencillamente, salimos juntos y ahora nos encontramos aquí. ¿Estás segura de no haberte equivocado, Vickie? —La oprimió suavemente—. Soy Ben Humphrey.

—Me gustas, Ben —dijo ella, volviéndose rápidamente y rodeándole el cuello con los brazos—. Creo que no te he dicho que sí antes porque temía venir aquí… quiero decir, a un lugar como este.

—Es un lugar como cualquier otro, una vez que te has acostumbrado. Ahora que ya lo conoces, ¿volverás, verdad, Vickie?

—Tal vez —repuso ella, aproximándosele. Lo abrazó y se apretó desesperadamente a él—. ¿Nunca te sientes solo, Ben? —preguntó—. ¿Sabes lo que es sentirse solo?

—Aquí me siento muy solo durante toda la noche —contestó él con voz ronca—. Mi vida es muy solitaria.

—Yo también estoy sola, Ben —dijo ella con voz temblorosa—. Estoy terriblemente sola. No sé qué habría hecho esta noche si no hubieras llegado entonces al Rainbow. Me sentía tan mal que deseaba morirme. No quería irme a casa porque aquello no es un hogar, nadie me necesita y yo…

—Te necesito, Vickie —dijo él apasionadamente. Se sentaron en el diván de cuero verde frente al calentador—. Hace mucho tiempo que te necesito. He deseado hacerte el amor desde la primera vez que te vi. Hace mucho que lo espero.

—¿Por qué deseas hacerme el amor, Ben? —Lo miró rectamente en los ojos—. ¿Porque piensas que soy una mala mujer? ¿Es ese el motivo, Ben?

—No, no se trata de eso. Debe ser porque me siento solo y quiero que estés conmigo. Aparte de la amistad, es poco lo que ofrece esta vida; y cuando un hombre y una mujer pueden sentirse cerca uno del otro, todo lo demás se hace soportable. Una muchacha no tiene que ser necesariamente mala por compartir esta sensación con un hombre.

Ella lo apretó entre sus brazos.

—¿No me crees mala, verdad, Ben?

—¿Por qué dices eso, Vickie?

—Porque a veces pienso que tal vez lo soy. Mucha gente me cree mala. Mis dos hermanas lo piensan. Y también mi hermano Ross. No sé qué opina papá. Nunca me dice nada. Pero el abuelo no lo cree. A veces piensa que soy tonta; pero no tan mala como… como… —Se detuvo y se arrimó más a Ben. Estaba temblando—. Pero no soy mala. Me imagino que me gusta estar con un hombre para no sentirme tan sola. No es por maldad que uno hace eso; es para interrumpir esa horrible sensación que produce deseos de morir. A veces haría cualquier cosa por librarme de ella. Es absolutamente necesario hacer algo si quiero seguir viviendo. En casa no hay vida de hogar; si tuviera que quedarme allí día tras día terminaría por matarme. Así es de terrible, Ben. Es terrible. Nadie sabe cómo es. Excepto nosotros. Nosotros sabemos. Por eso me puse a trabajar en el Rainbow. Una vez que murió mamá, todo cambió. Dejé de ir al colegio porque papá dijo que debía ganar dinero. Al principio tenía miedo de ponerme a trabajar; pero se producían tantas peleas ahora que no estaba mamá para apaciguarlos, que me resultó muy insoportable quedarme en casa. Papá se pelea con todo el mundo porque no tiene dinero. Culpa al abuelo de todo lo que pasa. Acusa al abuelo de haber arruinado su vida obligándolo a quedarse en la chacra cuando él quería venirse a la ciudad y abrir un negocio. No sé exactamente qué negocio; dice que ahora es demasiado tarde para hacer nada; de modo que toda su actividad se reduce a pedirme dinero todas las semanas. Ross también le da algo; pero él vive quejándose. Si mamá no hubiera muerto, yo habría ido a la universidad, porque eso era lo que ella quería. Decía que una buena educación era algo muy importante, que todos debieran tenerla. A papá no le importa lo que hago. Ya sé que es un mal pensamiento; pero hay veces en que deseo que le ocurra algo terrible y se muera. Es espantoso odiar al propio padre como lo hago yo; pero no puedo evitarlo. No sé qué va a pasar conmigo. A veces no me importa.

Ben no sabía qué decir. Le tenía lástima y quería hacerle saber que haría cualquier cosa por ayudarla; pero no encontraba las palabras.

—Si de verdad me quieres, Ben, trata de seguir haciéndolo después de esta noche —suplicó ella con voz infantil—. Necesito tener a alguien que me quiera siempre. Si siguieras queriéndome, haría cualquier cosa; porque entonces te amaría tanto que nada me importaría con tal de hacerte feliz. Otros hombres me han dicho que me amaban; yo empecé a quererlos y gracias a esto no me sentía tan sola. Pero me mentían; no eran sinceros porque terminaban por dejarme y volver a sus mujeres. Entonces sentía nuevamente mi soledad, con tanta fuerza que no deseaba seguir viviendo. Pero si encuentro un hombre que me quiera de verdad, lo haré tan feliz que no me abandonará, esté casado o no. Lo que digo es la pura verdad. Necesito un hombre que me quiera siempre, no solo cuando me invita a pasear. Esto es lo que más me duele. Cuando una se siente sola necesita tener la seguridad de una compañía.

El reloj del pasillo acababa de tocar tres veces cuando Mary Lou Humphrey abrió la puerta y entró. Mary Lou era una mujer pequeña, apasionada, de pelo oscuro, de treinta y siete años de edad. Llevaba muy bien sus ropas finas y siempre se presentaba en público vestida a la última moda. Aún a esas horas de la madrugada lucía un sombrero con velo y guantes de cabritilla negra. Representaba varios años menos que Ben.

—Sería toda una sorpresa, Ben —dijo lentamente, mientras se quitaba con cuidado los guantes—, si no fuera porque sabía lo que iba a encontrar. No resulta tan excitante como creía. ¿Llegué demasiado pronto? ¿O demasiado tarde? Pensé que tú y Vickie Crockett se habrían hecho más íntimos. Esperaba una escena, naturalmente, y que tú…

—¿Qué has venido a hacer aquí, Mary Lou? —dijo Ben mientras se apartaba de Vickie.

—Vine a sorprenderte con Vickie, naturalmente.

—¿Cómo lo sabías?

—Una de mis amistades fue lo bastante considerada para molestarse y llamarme por teléfono, Ben.

—Nadie lo sabía, con excepción de Nick Dopolous.

—No fue el propietario del Café Rainbow, Ben.

—No me imagino quién otro puede haber sido.

Vickie y Ben se miraron inquisitivos.

—Ya sé… ¡fue Pauline! —exclamó Vickie impulsivamente—. ¡Fue ella!

Mary Lou dejó caer sus guantes sobre la mesa. Después se volvió para sonreír condescendiente a Vickie.

—Sí —dijo con exagerada cortesía—. Sí, fue Pauline. Dijo que era tu íntima amiga, Vickie, y que lo hacía por tu propio bien. Debe ser lindo tener amigos tan considerados, Vickie.

Ben se puso de pie y se acercó a su esposa.

—Solo estábamos sentados y charlando, Mary Lou —dijo—. Tú misma puedes verlo.

—Pero en este momento me estás ofendiendo, Ben Humphrey, y tratas desesperadamente de encontrar algo más para decir, ¿verdad? ¿Quieres tomarte más tiempo? ¿Aceptarías un consejo? ¿Por qué no das alguna satisfacción a la esposa ultrajada? Podrías decir que serás magnánimo y darás a la esposa ultrajada el placer de oírte pedir perdón. ¿Qué te parece, Ben? ¿O preferirías consultar a Vickie Crockett antes de responder? —Abrió el cierre de su cartera—. ¿Por qué no lo discutes con Vickie mientras yo busco una cosa?

Introdujo su mano en la cartera, extrajo una pequeña pistola con mango de nácar y encañonó a Ben.

—¡Mary Lou! —gritó él excitado—. ¡No hagas eso! ¡No puedes hacer eso, Mary Lou!

Ella se le acercó, con la pistola firme en la mano, haciendo retroceder a Ben. Luego dirigió el arma hacia Vickie.

—Algunas cosas no son bonitas, Vickie —dijo dulcemente. La sonrisa se fue borrando de sus labios poco a poco—. Una de ellas es tratar de quitarle el esposo a una mujer —dijo en voz alta y clara—. ¡Si no lo sabías lo aprenderás antes de marcharte!

Con un movimiento rápido y nervioso se volvió hacia Ben, lo empujó con la pistola y lo hizo entrar en el vestíbulo. Luego cerró la puerta con llave. Vickie estaba de pie junto al sofá cuando Mary Lou puso la pistola sobre la mesa, al lado de sus guantes. Un segundo después se había acercado para empuñar un mechón del pelo de Vickie. Esta, gritando, luchó a su vez con todas sus fuerzas. El sombrerito con velo de Mary Lou voló a través de la habitación y su vestido ajustado se desgarró en los hombros. Su cabellera, cuidadosamente peinada, cayó sobre su rostro. Ahora estaban luchando como dos pilletes, desgarrándose las ropas una a la otra. Vickie se puso a llorar cuando vio que su vestido de lana negra caía hecho jirones; entonces se aferró salvajemente a la ropa de Mary Lou hasta que no encontró nada más para romper. Mary Lou tiraba del cabello de Vickie con ambas manos y Vickie hundía sus dientes en la carne del hombro de Mary Lou. Las dos mujeres gritaban de dolor cuando Ben logró romper el cerrojo y se les acercó. Tuvo que introducirse sobre ellas a fuerza de hombros para poder separarlas; después mantuvo aparte a las llorosas mujeres abriendo los brazos todo lo que le era posible. Mientras se preguntaba qué debía hacer ahora, Mary Lou se desplomó exhausta en el suelo. Vickie retrocedió y se puso a buscar, sollozando, sus ropas. Ben fue hasta el armario y le trajo un impermeable. Cuando se acercó para echárselo sobre los hombros, ella sostenía en una mano un pedazo de su traje negro nuevo y continuaba sollozando intermitentemente. Ben la condujo hasta la puerta de calle, la hizo salir y volvió apresuradamente junto a su esposa. Mary Lou lloraba aún cuando él la alzó del suelo y la llevó hasta el diván. Después se sentó a su lado y contempló gravemente los jirones de ropas diseminados por la habitación.