Quince
Tal como prometí a Tess que lo haría, al día siguiente abandoné la ciudad.
Antes de partir de Colorado Springs, y con toda intención, no hice el menor esfuerzo por ver otra vez a Tess o a Laverne, y tampoco hice nada por que supieran adónde me dirigía. Tuve que hacerme a la idea de que era muy improbable que volviera a ver a Tess después de lo ocurrido; pero, en cierto modo, no me parecía tan improbable que Laverne y yo volviéramos a encontrarnos otra vez en alguna parte. Además Laverne había dicho que sería capaz de encontrarme dondequiera que estuviese. Yo había conocido a otras chicas como Laverne, en otras ocasiones de mi vida, y generalmente, y por algún designio de la vida —quizás un mutuo y poderoso deseo por una amistad perdurable—, nos encontrábamos de vez en cuando a través de los años. Cuando viera a Laverne de nuevo, fuese donde fuese, sabía que me alegraría de que me hubiese encontrado.
Mientras esperaba la salida del avión en el aeropuerto puse un largo telegrama a Jack Bushmillion. Le explicaba cuanto había sucedido desde nuestra conversación telefónica y le decía al mismo tiempo que mi fracasado intento de alcanzar un final feliz no se debía necesariamente a un mal consejo suyo, sino probablemente a mi torpeza. Le comunicaba así mismo que iba a instalarme definitivamente en Santa Bárbara, donde empezaría a escribir mi nuevo libro a toda velocidad. De esa forma le decía también que no contara con el artículo sobre la luna de miel por caminos apartados. Rogaba a Jack que dijera a Harvey Farthing que, tal como me previno en Sarasota, una muchacha me había perturbado la vida durante varias semanas, y que prometía mantenerme alejado de ellas en Santa Bárbara hasta que la novela estuviese terminada.
No era la primera vez que iba a Santa Bárbara a planear y escribir una novela, y estaba ansioso por llegar y rodearme de la atmósfera de tranquilidad que siempre encontré allí en el pasado. Los pocos amigos íntimos que tenía en Santa Bárbara comprendían y respetaban mis costumbres y mi forma de trabajar, y muy rara vez me visitaban, exceptuando algún fin de semana para una cena o un coctel, y no era nada extraño en mí que evitara el ver a nadie conocido por intervalos que duraban una o dos semanas.
Siempre solía alquilar un departamento amueblado en un hotel residencial de Alturas de Montecito, un lugar que daba sobre el Pacífico. Daba instrucciones precisas para que me entregaran mi correspondencia sólo una vez por semana: los sábados, y además hacía que me desconectaran el teléfono. A la puesta del sol, cuando ya había desaparecido la neblina que prevalecía durante el día, podía contemplar desde el ancho ventanal que daba sobre el océano las azules aguas del mar, las rojas velas de los balandros y las islas montañosas que se alzaban a lo lejos, por el horizonte. Siempre recuperaba la serenidad y el contento en Santa Bárbara, y cada vez que volvía a trabajar en un nuevo libro tenía para mí mucho de un regreso sentimental al hogar.
Mi partida de Colorado Springs aquella mañana había sido triste, porque era la primera vez desde hacía un mes que huía de Tess Dameron en lugar de marchar corriendo tras ella. Sin embargo ella me había convencido de que lo mejor que podía hacer era irme, y me di cuenta de que si permanecía allí o trataba de seguirla a otra parte sólo conseguiría que los dos nos llenáramos de amargura y resentimiento, y todo para no resolver nada. Y, una vez tomada la decisión, me animaba la seguridad de que por fin iba a comenzar la novela que, a pesar de no estar concebida, tantos sinsabores y disgustos me había causado.
Pasé mi primer día en Santa Bárbara sin abandonar ni una sola vez, hasta ya avanzada la tarde, el departamento de tres habitaciones que había alquilado. Estuve leyendo y seleccionando todas las notas y apuntes hechos durante los meses anteriores, guardando tan sólo aquello que me pareció interesante y arrojando el resto al cesto de los papeles. Sabía que a la mañana siguiente me habría formado un concepto mucho más claro de la trama que hacía meses bullía en mi mente.
Al salir al patio perfumado con el aroma de las flores, poco antes de la puesta del sol, dirigí la vista por encima de la cerca de arbustos y vi a Charlotte y a Harvey Farthing, que me observaban desde la puerta del departamento contiguo.
Conociendo a Harvey como le conocía, aquello no me sorprendió en lo más mínimo; por el contrario, me pareció la cosa más natural del mundo que estuvieran allí, y, por supuesto, me complació mucho verlos. Inmediatamente supuse lo sucedido. Jack Bushmillion leyó a Harvey el telegrama que le envié desde Colorado Springs, y Harvey decidió, en uno de sus impulsos característicos, efectuar una de sus rápidas escapadas a California. Y después, y con toda probabilidad, Charlotte había manifestado que aquélla era una gran oportunidad para que ella pudiera pasar un fin de semana en California, y, naturalmente, Harvey le habría dicho que fuera con él.
De momento nadie pronunció palabra ni hizo el menor ademán; permanecimos mirándonos el uno al otro, en contemplación sincera de nuestra amistad.
Pronto, sin embargo, Charlotte y Harvey, como dos niños traviesos, comenzaron a reír, y yo a hacerles coro. Era de esperar que Harvey hubiera sabido lo que tenía que hacer para lograr encontrarse en el preciso lugar en que estaba en aquel momento. Había conseguido alquilar el departamento contiguo al mío, y luego, como todo un comprensivo editor, había esperado pacientemente a que yo terminara mi trabajo por aquel día antes de dejarme saber que él y Charlotte estaban allí.
Charlotte, muy excitada, me hacía señas con la mano. Como de costumbre iba vestida con exquisito gusto, dando la impresión de que su llamativa ropa había sido diseñada exclusivamente para adornarla cuando estuviera —como en aquellos instantes— en un jardín de rosas rojas y amarillas, situado en una loma y a la puesta del sol. Acababa de cumplir treinta años, aunque aparentaba tener veinte, era de estatura mediana, de cabello negro, y poseía una cautivadora sonrisa. La forma del busto y la de las pantorrillas atraían las miradas, y toda ella era muy femenina. Noté también que su tez estaba ligeramente tostada después de un día al sol.
—Rick, no pude resistir la tentación de venir —me dijo Charlotte tan pronto como me hubo saludado con un beso en la mejilla—. No se me presenta a menudo la oportunidad de atravesar todo el país para ver a un hombre. Cuando Harvey me anunció que venía a verte, yo también quise venir. No te importa, ¿verdad, Rick? Hace mucho tiempo que no te veo, y Harvey me contó que te había dicho que no fueras por Nueva York durante un año, o hasta que terminaras el nuevo libro. —Me volvió a besar—. ¡Y bien: ahora di que te alegras de verme!
—¡Pues claro que me alegro, Charlotte! —le aseguré—. De otra forma todo este plan de Harvey hubiera sido imperfecto.
—¿Quieres dar a entender con eso que todo lo demás es perfecto, Rick? —me preguntó Harvey, sacudiéndome la mano afectuosamente—. Tú sabes bien que no puedo tolerar las imperfecciones en la vida.
—Lo único que todavía nos falta es un whisky con soda —dije—. Con eso todo sería perfecto.
—Tus deseos han sido anticipados, Rick —repuso genialmente—: dentro nos espera. Apresurémonos a entrar para saborear las bebidas que celebrarán nuestro encuentro. Hace una hora que estamos vigilando tu puerta, y ya me duelen los pies. Ya estaba empezando a creer que ibas a trabajar toda la noche. Eso no me hubiera importado, pero se me habrían puesto los pies planos de tanto esperarte.
Entramos en su departamento, encendimos la luz y Charlotte preparó las bebidas para los tres. Muy previsoramente, ya había pedido una bandeja de bocadillos.
—¡Vaya con el tunante de Rick! —exclamó Harvey, con una expresión placentera en su largo y delgado rostro, al mismo tiempo que tomaba asiento y estiraba las piernas, adoptando una cómoda postura—. Éste es uno de los días más felices de mi vida, gracias al cielo. Mis días felices ocurren en dos ocasiones notables. Una de ellas es cuando acabas por encontrarte a ti mismo y te resuelves a empezar un nuevo libro. La otra ocasión es cuando lo terminas. Creo innecesario decirte que, dada la índole de mi negocio y de mi profesión, tengo que sufrir largas temporadas de días y noches llenos de angustia y preocupación. Una de esas temporadas horribles, que ha durado un mes, acaba de terminar, gracias a Dios. Es apropiado y simbólico que haya terminado con el fondo de un sol glorioso desapareciendo, allá a lo lejos, sobre el azul del Pacífico. ¿Por qué demonios te dejas enredar de esa manera cuando estás en el lapso entre un libro y otro, Rick? Ya conozco todos los detalles de esta última aventura: Jack Bushmillion me los contó. Esa joven, bonita o fea, con la que te enredaste últimamente ha sido la causante de una de mis peores temporadas. Puede que creas que estas aventuras periódicas tuyas sean premios que se te conceden por ser lo que eres, pero yo las considero como castigos. Una buena parte del pasado mes la he pasado exprimiéndome el cerebro y preocupándome de ti. No he podido dormir más de la mitad de mis horas normales, ¿verdad, Charlotte?
—¡Oh, Rick, ha sido horrible! —exclamó ella, con un exagerado fruncimiento de ceño, mirándome acusadoramente—. Se pasaba la mayoría de las noches acostado en el suelo y lanzando quejidos como un perro enfermo, y, mientras, yo sola en la cama, sin nadie que me calentara los pies.
Riéndome de él le dije:
—Harvey, las horas de sueño que has perdido las recuperarás en diciembre. Como recordarás, es entonces cuando promediamos nuestra cuota normal de sueño de todo el año.
Charlotte se sentó a mi lado en el ancho sofá, doblando las piernas bajo la falda y apoyando la cabeza sobre mi hombro. Suspiró como esperando algo.
—Rick —dijo poco después, con encantadora candidez—, Rick, ¿cómo era esta última chica? Ya no puedo aguantar un segundo más sin preguntarte acerca de ella. ¿Era atractiva? ¿Bonita? ¿Inteligente? ¿Tenía buena figura? ¿De qué color tenía el cabello? ¿Qué edad tenía?
—Sí —le respondí, riendo.
Charlotte acurrucó su oscura cabeza contra mí, con un movimiento seductor de su cuerpo.
—¿Era siempre cariñosa, Rick, o era a veces dura y cruel?
—Sí.
—Ni siquiera te tomas la molestia de hablar con seriedad —me dijo, golpeándome el pecho con la mano.
—Está bien, Charlotte —le dije—: trataré de ser serio. Anda, pregúntame otra vez.
—¿Tuviste algo con ella, Rick?
—¿Qué es exactamente lo que insinúas?
—Ya lo sabes, exactamente. ¿Lo tuviste?
—En un sentido técnico, no. En un sentido no técnico, sí.
Ella apretó mi brazo comprensivamente.
—Lo siento, Rick —lamentóse.
—Yo también.
—¡Pobre Rick! —dijo lentamente—. ¡Te esfuerzas tanto y fracasas tan a menudo!
Nadie volvió a decir nada durante un rato. Harvey agitaba el hielo de su vaso, produciendo un alegre tintineo.
—Nunca aprenderás, ¿verdad, Rick? —exclamó Charlotte después, moviendo la cabeza un tanto tristemente.
—¿Aprender qué?
—Que no hay futuro en eso… para ti.
—¿No hay futuro en qué?
Harvey, evidentemente confuso por nuestra conversación, se inclinó hacia adelante para encender nuestros cigarrillos.
—No hay futuro en tus desesperados esfuerzos por encontrar la mujer ideal cuando estás descansando entre libro y libro. No existe tal criatura, Rick. Créeme: no existe. El final será siempre igualmente insustancial; nunca podrás encontrarla, porque fuera de tu imaginación ella no existe. Casi todos los escritores padecen de la misma dolencia profesional, incluyéndote a ti. Caen en la costumbre de crear a las mujeres de sus novelas tan atractivas y deseables (cuando no despreciables y vulgares) que siempre se sentirán desilusionados con cuanta mujer puedan conocer en la vida real. Por eso terminarás sintiéndote frustrado y descontento.
—Pero yo no estaba descontento con Tess: era ella la descontenta.
—Eso es lo que te parece a ti, Rick, porque es eso lo que deseas creer. La escogiste entre no sé cuántos millones de mujeres de todo el mundo, y luego te dispusiste a probarte a ti mismo que ella podía ser, en la realidad, tan ideal como lo hubiera sido en ficción. Pues bien: la pobre chica no pudo cortarse en pedazos para luego volverse a juntar de modo que, aunque en forma remota, pudiera compararse a alguna de las devastadoras sirenas de tus novelas. Esta chica, como cualquier otra chica normal, vive en un mundo real. Tú vives en dos mundos: uno de ellos es, a ratos, realidad, y el otro es, a ratos, imaginación. No hay unión entre los dos. ¿No lo comprendes ahora? Por eso ella tuvo que pensar en una buena excusa para renunciar a ti y alejarte. No sé cuál sería su excusa, pero hubo alguna. Cualquier mujer medianamente honrada hubiera hecho lo mismo.
—¿Supongo que te refieres a que no supe hacerle el amor en la vida real?
—La forma de hacer el amor ha cambiado, Rick, y tú no te has dado cuenta. Ése es parte de tu problema. Te has abstraído tanto escribiendo sobre un mundo ficticio, que no ves los cambios que se han efectuado en este mundo real nuestro. Es lamentable que haya tantos hombres que se absorben de tal manera en sus negocios y asuntos profesionales que no ven la transformación que va teniendo lugar en lo que llamamos «el lado romántico de la vida». Las mujeres sí lo saben; los hombres, muy pocos. Hoy en día, por exigir la naturaleza que las cosas se hagan como Dios manda, la mujer está mucho más capacitada en el arte de hacer el amor que el hombre. Yo sé lo que digo, Rick. En tus próximas vacaciones tómate algún tiempo para comprobar por ti mismo lo atrasado que andas en estos asuntos.
—Si cuanto has dicho es cierto, ¿qué tengo, mientras tanto, que pueda hacerme feliz?
A modo de consuelo me dio unas palmaditas en la mano.
—¡Pobre Rick! —continuó después, en un tono de voz más bajo—. Cuanto más desgraciado eres, más feliz te sientes. Y siempre serás desgraciado. Casi todos los escritores lo son. Y eso te sucede porque estás tan acostumbrado a hacer que los personajes de tus libros vivan de acuerdo con tu deseo y voluntad, que no puedes comprender por qué no logras encontrar lo que no existe en la vida real. La gente normal, corriente; la gente y las cosas de todos los días, y, aún más, la gente y las cosas extraordinarias, nunca pueden proporcionarte la felicidad y satisfacción que te produce la ficción. Ése es el precio que tienen que pagar los escritores por ser escritores.
Harvey, moviendo la cabeza en señal de asentimiento, me ofreció, con gesto grave, otro whisky con soda.
—Ésta es la primera vez que me entero de que pertenezco a los que están en desventaja —les dije—. Y para empeorar la cosa habláis como si os alegraseis. —Miré directamente a Harvey y proseguí—: Me parece que el ingenioso discursito de Charlotte había sido cuidadosamente preparado y ensayado. Y creo que sé quién es el sabihondo que la amenazó con darle una paliza si no le salía bien.
—No es tan grave como todo eso, Rick —dijo Charlotte suavemente, al tiempo que me daba un beso en la mejilla. Tal vez me propasé un poco con mi pequeña charla filosófica, de corazón a corazón.
—Contrariamente a lo que sospechas —dijo Harvey, hablando al fin—, no ayudé a Charlotte a prepararse ni a ensayar, ni mucho menos la amenacé con darle una nalgada. Sin embargo estoy de acuerdo con lo que dijo. Cuando escribes un libro vives en un mundo distinto. Cuando lo terminas y sales a respirar el aire, e intentas tomar parte en la vida y vivirla de la misma manera que lo hacen las demás personas, te sientes perdido y falto de práctica. En consecuencia, durante los meses que dura tu descanso hasta que empiezas otro libro, te sientes infeliz y desgraciado. Entonces tratas desesperadamente de recapturar la vida que se te ha escapado durante uno o dos años. Te esfuerzas con virilidad e inteligencia, Rick, pero sin ningún resultado, porque esto no se ha hecho para ti; ésta no es tu clase de vida. Entonces te enredas en los anzuelos de las mujercitas atractivas o con las botellas de licor. Entonces, inevitablemente, o bien muerdes el anzuelo, o descorchas la botella. O ambas cosas. Luego, cuando te despiertas con un golpe y un chichón en la cabeza, te dices a ti mismo que ya has tenido suficiente, y echas a correr y vuelves a refugiarte en la escritura de otro libro, igual que el topo en su agujero. He visto ocurrir esto una vez y otra desde que te conozco, y seguirá ocurriendo una y otra vez. El patrón es siempre el mismo. Por eso eres la clase de escritor que eres, y yo, como editor, soy lo suficientemente egoísta como para alegrarme de que sea así.
—¡Caramba, pues nada de eso es muy alegre! —les dije muy tristemente—. Es una cosa muy lamentable.
—¡Pues claro que no es muy alegre! Pero sólo hasta que comienzas un nuevo libro. Entonces llegas a la sublimación, y todo el mundo real que te rodea se convierte en una cosa abstracta. No pagas tus cuentas, no asistes a las reuniones de tus amigos, no te cortas el pelo. Nada importa, excepto ese libro. Si tuvieses una esposa devota, le pegarías. Si tuvieses una novia encantadora, la abandonarías. Si tuvieses una amante antigua y fiel, la arrojarías de tu lado. Lo que te hace feliz es la sublimación. De ahí en adelante te molesta cualquier persona o cualquier cosa que se inmiscuya en tu labor. Las mujeres guapas, con anzuelos o sin ellos, no significan nada. Las botellas de whisky, con tapones o sin tapones, tampoco te interesan. Estás morando en aquel lejano reino donde los escritores reposan pletóricos de dicha, en un mullido lecho de sublimación, y escriben, y escriben, y escriben, encantadísimos de la vida.
Harvey dejó de hablar y me observó con fijeza durante un instante.
—Por eso Charlotte y yo nos marcharemos mañana temprano. Sé muy bien cuándo ha llegado el momento de quitarse de en medio. Cuando despiertes ya no estaremos aquí.
—Por mí podéis marcharos ahora mismo —le dije lisa y llanamente—. Mejor para mí.
Harvey se irguió en su asiento, con ojos que brillaban intensamente.
—¡Esa es la verdadera actitud, Rick! —exclamó, aumentando en su excitación el volumen de voz. Se golpeó la palma de la mano con el puño—. ¡Eso es lo que he estado esperando oír, gracias a Dios!
Charlotte, sonriéndome, me alargó un emparedado de atún y me dio otro beso en la mejilla.
—Siento que la muchacha de tu última aventura no te saliera mejor —observó benévolamente—. Pero la próxima vez que te tomes unas vacaciones entre libro y libro recuerda lo que te he dicho sobre el modo de hacer el amor, y puede que la cosa sea diferente. Piensa en eso, Rick.
—Vosotros parecéis muy parlanchines y muy contentos con mi mala suerte, o lo que sea, que me aflige y atormenta —les dije—. Y eso me parece muy egoísta por vuestra parte.
—Yo estoy contento porque el entreacto con la dama «no sé cuántos» ha terminado definitivamente y porque tú quieres ponerte a trabajar de nuevo —manifestó Harvey seriamente—. Eso quiere decir que estarás sano y salvo hasta que vuelvas a encontrarte entre un libro terminado y otro por empezar. Yo no me consideraría un buen editor si no me preocupara por tu bienestar, y ahora puedo regresar a Nueva York seguro de que todo va bien. Creo innecesario añadir, sin embargo, que escribiré un memorándum, dirigido a mí mismo y fechado para dentro de un año, que sirva para recordarme y prepararme para el próximo episodio «entre libros». Y, como digno colofón, todo esto significa que tendremos un nuevo romance histórico, por Roderick Sutter, para ser publicado dentro de un año y cuatro meses. Voy a colocarlo a la cabeza de nuestra lista de nuevas publicaciones para el otoño del año que viene.
Permanecí sentado y sin pronunciar una sola palabra, mientras Harvey acercaba más su silla a la mía.
—Rick —me dijo Harvey, con rostro resplandeciente—, Rick, en este momento estamos sentados en un lugar que hace mucho tiempo fue una tierra de embeleso, de encanto, llena de hechizo. Digamos que hace cien años la región que se extiende entre aquellas altas cumbres envueltas en la bruma y ese profundísimo océano azul ha sido una de las más románticas del mundo. A lo largo de esta costa florida todavía puedes ver por todas partes recuerdos de la vida pintoresca y emocionante que aquí existía cien años atrás. Había bandas de aventureros, exploradores, buhoneros, rateros, ladrones, sinvergüenzas, idealistas, vividores, valientes, clérigos, hombres poseídos del espíritu de los pioneros, y, por supuesto, el contingente usual de damas de vida alegre. Día y noche y a todas horas surgían conflictos peligrosos, emocionantes, toscos, donde el bien trataba de aplastar el mal y viceversa. Era una época en que los ladrones robaban al honrado campesino, y los desalmados despojaban a las viudas y a los huérfanos de sus tierras y enseres, y en que los predicadores condenaban a sus rebaños de pecadores al fuego eterno de azufre, y la muchacha buena trataba de reformar al hombre malo, y la mala mujer atraía al hombre bueno a su perdición. De esos conflictos surgen excelentes y emocionantes novelas, especialmente cuando los personajes visten los trajes llamativos y vistosos de aquella época de hace cien años, y a todo lo largo de la florida costa tienes a tu disposición todo ese fondo exótico y estimulante para vivificar tu novela con el latido y el temblor de la vida. Evoca la grandeza de aquella época pasada, Rick. Evoca a aquellos centenares de bravos pioneros y despreciables mal nacidos que atravesaron el continente en ruidosos carromatos, desafiando el ardiente calor del desierto, y crearon este inspirador escenario para que tú pudieras escribir, basándote en él, un romance histórico de los que ponen la piel de gallina. No les falles después de todo lo que hicieron por ti, Rick. ¡Bendito Dios, qué monumento tan apropiado para la humanidad va a ser tu nuevo libro!