Ocho
Ya estaba avanzada la tarde cuando pude conseguir un asiento en un avión, pero salí de Nueva Orleans a tiempo de llegar a Houston antes que anocheciera. Tan pronto como llegué al aeropuerto de Houston me dirigí a un teléfono y llamé a Connie y Ken Westwalker. Connie contestó a la llamada y reconocí su voz apenas comenzó a hablar.
—Connie, necesito una habitación en un hotel, una ducha y una tarjeta de socio invitado para el club «Bluebonnet» —le dije—. ¿Cómo estás?
—Me suena a Rick Sutter —oí decir a Connie excitadamente—, y si eres tú, Rick, y no vienes derecho a casa a toda velocidad, vas a necesitar algo más de lo que has mencionado. Por ejemplo, un vendaje para la cabeza y un par de muletas. Ken acaba de llegar de la oficina y nos disponíamos a tomar unas copas antes de cenar. Me voy a poner mi lindo vestido nuevo para darte la bienvenida. ¿Cuándo llegaste a Houston, Rick? ¿Dónde estás ahora?
—Estoy en el aeropuerto. Acabo de llegar de Nueva Orleans.
—¿Por qué?
—El porqué no importa ahora —le contesté familiarmente—. En este momento lo que más me interesa es un cuarto en un hotel, una ducha y una tarjeta de socio.
—Tú no vas a ningún hotel —afirmó Connie enfáticamente—. Y asunto concluido. Voy a recogerte ahora mismo. Espérame ahí.
—No hagas eso, Connie —le dije—. Si no puedo ir a un hotel, tomaré un taxi hasta tu casa y llegaré mucho antes. Ya sé la dirección, y estaré allí en un santiamén.
—Bueno; pero más te vale hacerlo —me replicó, con deliciosa firmeza. No había cambiado nada. Seguía tan autoritaria y simpática como de costumbre—. Y como te vayas primero a un hotel y no vengas derecho aquí, no volveremos a dirigirte la palabra, Rick. Te lo digo en serio; así es que prométeme que vendrás derechito a casa.
—Te lo prometo, Connie —le aseguré.
—Te tendré la ducha preparada. ¿Fría o caliente?
—Mitad y mitad.
—¿Whisky y soda como siempre?
—Como siempre.
—¿Me quieres, Rick?
—Te quiero, Connie.
—Hasta luego, Rick.
—Hasta luego, Connie.
Recogí mi equipaje y tomé un taxi. Ya había estado varias veces en casa de Connie y Ken, en viajes anteriores a Houston, pero ya hacía más de un año que no los veía. Ken Westwalker era geólogo de una compañía petrolera, con oficina en Houston, y le conocía desde que él y Connie se casaron. Ella trabajaba en la editorial de una revista en Nueva York cuando la conocí por primera vez, y menos de un año después se casó con Ken y se trasladaron a Tejas. Ya llevaban varios años casados y tenían dos niños pequeños.
Los dos me estaban esperando cuando bajé del taxi. Connie me abrazó y saludó muy afectuosamente. Tenía grandes ojos castaños, cabello oscuro cuidadosamente peinado y una esbelta figura. Poco después de haberla conocido en Nueva York le pedí que se casara conmigo. Rehusó con un firme y determinado movimiento de cabeza. «Cuando me case, Rick —afirmó—, lo haré con un hombre de familia. Jamás podría ser feliz casada con una institución pública, porque una institución pública no me calentaría los pies en las frías noches invernales. Y un escritor es una institución pública, si es bueno en su profesión. Lo siento, Rick, pero no soy la mujer para ti». Menos de seis meses más tarde conoció a Ken Westwalker y se casó con él.
Ken se acercó a mí y me dio la mano con efusión. Era un hombre alto, corpulento, de cabellos claros y muy cortos.
—Me alegro de que hayas cumplido tu palabra y no te hayas ido a un hotel, Rick —me dijo—. En Houston no hay más que un solo lugar para ti: nuestra casa.
Él y Connie me ayudaron a llevar mis maletas y la máquina de escribir al cuarto para invitados de la espaciosa y encantadora casa de piedra. La ducha estaba corriendo en el baño, tal y como Connie me había dicho que estaría. Antes de llegar a Houston estaba decidido a hospedarme en un hotel, a pesar de los ruegos de Connie y de Ken; pero una vez allí me alegré de que hubieran insistido para que fuera a su casa.
—Rick, te damos exactamente veinte minutos para darte la ducha y vestirte —me dijo Ken «autoritariamente» mientras él y Connie salían del cuarto al vestíbulo—, y si para entonces no estás listo, vendré a sacarte como estés, con calzoncillos o sin ellos.
—Estaré listo, Ken —le contesté al tiempo que me despojaba de la ropa.
Entré rápidamente en la ducha y a los pocos minutos salí. Saqué ropa limpia, me vestí, abandoné mi cuarto, y estaba de pie junto al bar situado en la terraza aproximadamente dentro de los veinte minutos señalados. Ken ya me tenía preparado un whisky con soda.
—¿Qué es lo que te traes, Rick? —me preguntó muy seriamente—. ¿A qué obedece esa idea tuya de que te consiga una tarjeta de socio invitado para el club «Bluebonnet»? La última vez que estuviste en Houston teníamos que sacarte prácticamente a rastras para que asistieras a esos lugares, y ahora actúas como un hombre dedicado en cuerpo y alma a una misión esotérica. ¿Es ésta acaso una nueva faceta de tu vida? ¿Qué es lo que te ocurre?
—Pero me conseguirás una tarjeta, ¿no es verdad, Ken? —le pregunté ansiosamente—. ¿En seguida?
—Claro que te la conseguiré —me respondió, con mirada perpleja—. Pero ¿por qué? ¿Qué hay detrás de todo este misterioso embrollo? Cuéntamelo todo. Nosotros creíamos que estabas encerrado en algún lugar, trabajando duramente en un nuevo libro. ¡Tienes que explicarte, hombre!
Tomé asiento entre los dos y les conté cómo conocí a Tess Dameron en Sarasota, la noche que pasamos juntos en la playa de Cayo Siesta, mi viaje a Nueva Orleans y los informes que logré sacar a la «chica-coctel» sobre el paradero de Tess, que resultó ser el club «Bluebonnet» de Houston, y el anhelo que por ella había sentido desde el principio. Finalmente les dije que había querido comenzar a trabajar en un nuevo libro, pero que no pude permanecer en Sarasota después que Tess partió.
Mucho antes de terminar de contarles de Tess pude observar a Connie y a Ken cambiando miradas de desaprobación. Me di perfecta cuenta, a causa del silencio que siguió, de que ambos se hallaban desfavorablemente impresionados. Sin duda, y debido a nuestra amistad, evidenciaban su disgusto por lo que había sucedido.
—Lo que me gustaría saber —pregunté, algo resentido por su actitud— es desde cuándo resulta antisocial el que un hombre escoja a su mujer. Francamente, no lo entiendo. Tú escogiste a tu mujer, ¿no es verdad, Ken? ¿Por qué entonces es tan disparatado el que yo quiera hacer la misma cosa?
Connie se volvió a mí y puso su mano sobre la mía, acariciándomela con los dedos.
—Rick —me imploró—, Rick, ¿por qué no te contentas con escribir novelas de amor, en vez de interpretar una por ti mismo? Eres mucho mejor como escritor que como actor. ¿Por qué no te limitas a lo que haces mejor?
Yo traté de explicarles que mis sentimientos por Tess eran sinceros y serios.
—Pero es que en realidad no sabes nada de esa muchacha —insistió Connie—. Tú mismo has dicho que no sabes nada de su pasado, o de sus antecedentes, si así lo prefieres. Fue un encuentro casual, después de todo. El interesarse tan seriamente por una muchacha de la que se sabe tan poco es peligroso, muy peligroso. Me duele pensar en los líos en que podrías meterte por tal causa. Yo creo saber lo que necesitas, ya que todo hombre lo requiere de vez en cuando. En Tejas hay muchachas maravillosas, Rick. Son de la clase que te convendría ahora. Si lo dejas en mi mano, yo sé lo que tengo que hacer, y no te arrepentirás, te lo aseguro.
—Espera solamente hasta que veas a Tess —le dije confiadamente—, y entonces comprenderás. Tess es maravillosa. Tess es distinta.
—Todas son distintas, Rick —comentó sarcásticamente—. Por eso los zapatos y otras cosas se hacen en diferentes medidas. Tendrás que pensar algo mejor que decir de ella, si quieres convencerme.
—¡Puede que use mejores anzuelos! —exclamó Ken jocosamente, al tiempo que se levantaba e iba al bar para volver a llenar nuestros vasos.
Sin asomo de risa, Connie permaneció en silencio, observándome gravemente.
—¡Déjale tener su aventura romántica, Connie! —exclamó Ken, en tono festivo, cuando regresó a sentarse—. Estas cosas son normales. Hay que pasar por ellas lo mismo que por las paperas, el sarampión y demás enfermedades parecidas. Opino que es mejor pasar todas esas cosas cuando se es joven y se está en la plenitud de la vida, o, si ya es tarde para eso, pues pasarlas en la primavera, y así le queda a uno el resto del año para hacer su trabajo.
Connie hizo caso omiso de sus observaciones humorísticas y se volvió hacia mí de repente frunciendo el ceño.
—No me gusta nada de todo ese asunto —afirmó, con un enérgico movimiento de la cabeza—. Y me opongo a él con todas mis fuerzas. No quiero que te veas mezclado en ningún género de relaciones con esa muchacha. ¿Quién es ella, después de todo? ¡Ni siquiera lo sabes! Así lo has admitido. Podría convertirse en lo peor que jamás te ha sucedido, Rick. Podría arruinar tu vida entera y tu carrera. Si quieres tener relaciones amorosas, tenlas con una joven digna de ti. Yo te encontraré una que te convenga, y que también sea bonita. Nunca dejaré que te enredes, y mucho menos que te cases, con alguien que hayas sacado de un bar de alguna ciudad.
—Tess es una «chica-coctel» —le recordé, un poco molesto.
—¡Bah, y eso qué importa! —me replicó con marcada acritud—. ¡«Chicas-coctel», «chicas-B», «chicas-esto y lo otro» y todas las demás de la colección!
—¡Ella no es de esas otras! —exclamé vivamente—. Te lo puedo asegurar.
—Lo puedes asegurar, pero no me lo puedes hacer creer.
—No discutamos de algo que no sabemos a ciencia cierta, Connie —dijo Ken, interviniendo—. Opino que debemos echar una mirada a la joven objeto de esta controversia, antes de formar un juicio sobre ella. Iremos a cenar al «Bluebonnet». La veremos en el salón de cocteles, y luego, si Rick todavía insiste, le conseguiré una tarjeta de socio invitado para que pueda entrar en el club cuantas veces quiera de ahora en adelante.
—Yo tengo una idea mucho mejor —anunció Connie.
—¿Cuál? —le preguntó Ken.
—Más tarde la explicaré. Tomemos otro trago y luego nos iremos al club. Después de cenar quiero hablar francamente con Rick. Es un hombre solitario, despistado, sin compromisos y en edad de casarse, y alguien tiene que aconsejarle fraternalmente sobre las mujeres, porque es evidente que necesita el consejo imperativamente.
A las ocho aproximadamente llegamos al «Bluebonnet» y entramos directamente en el salón de cocteles. Era un club para socios con el privilegio de poder funcionar como bar legalmente, para uso de los socios y de sus invitados. Estaba lujosamente amueblado y decorado. Las gruesas alfombras eran de tono azul, y los sillones y divanes estaban tapizados de cuero blanco. Suelaine me había convencido de su veracidad cuando me dijo que Tess estaría trabajando allí, y yo estaba seguro de que la encontraría. Había mucha gente cuando entramos, y vi a dos «chicas-coctel» sirviendo bebidas por las mesas. Ninguna de las dos era Tess, y empecé a temer que me hubieran engañado.
Pocos minutos después de habernos sentado a una de las mesas apareció Tess. Se encaminó directamente a nuestra mesa, y era evidente que no tenía la menor idea de que yo estaba allí. La observé en todo su recorrido y esperé, con ansia, la expresión de sorpresa que sabía habría de inundar su rostro. Llegó junto a la mesa sin haberme reconocido.
Me levanté de un salto y le cogí una mano. Se me quedó mirando con incredulidad.
—¡Eres tú! —exclamó, sin aliento.
—Tess…
—¿Cómo pudiste…? No creí que averiguaras…
—Tú dijiste que volveríamos a encontrarnos cuando coincidiéramos de nuevo en el mismo sitio y a la misma hora.
—Sí… Pero ¿cómo ha sucedido?
—Tess, tenía que suceder.
—Tú hiciste que sucediera —me acusó, con amargura—. Te dije que no trataras de buscarme.
—Y yo te respondí que tenía que hacerlo.
Aparecía todavía más encantadora y deseable de como la recordaba. Llevaba un atractivo y bien cortado vestido de ancha falda, de un tono azul, similar al de las otras «chicas-coctel» que había en el club. Su erguida figura estaba llena de vida y flexibilidad.
No te enfades, por favor, Tess —le supliqué—. Tenía que encontrarte. Tú lo sabes.
—Alguien te dijo dónde encontrarme. ¿Quién fue?
Permanecí callado, deseando no tener que contestar a su pregunta.
—Dime quién fue —insistió.
—Una de las muchachas de «The Merry-Go-Round».
—¿Cuál de ellas?
—Suelaine.
—¡Oh!
La tomé por un brazo y la acerqué más a la mesa.
—Quiero presentarte a mis amigos, Tess. Son amigos de verdad.
Con un gracioso movimiento hizo una inclinación de cabeza a Connie y a Ken, mientras los presentaba. Después se echó hacia atrás.
—Ahora tengo que retirarme —dijo—. Ya sabes que trabajo aquí.
—Quiero verte más tarde, Tess. Me dejarás que te vea esta noche, ¿verdad?
Pasaron unos instantes antes que me respondiera.
—Esta noche no, por favor —me contestó—. Sería demasiado tarde. En otra oportunidad.
—Pero he venido desde la Florida para verte.
—Esta noche no puede ser —repitió con firmeza. Lo primero que me vino a la mente fue que iba a tratar de escapárseme de nuevo y que se marcharía de la ciudad antes que pudiera verla nuevamente. Y esta vez no tendría la oportunidad de averiguar su paradero. Alargué la mano y la sujeté por un brazo.
—¿Me prometes que no te irás, que no abandonarás la ciudad? —le pregunté—. ¿Me prometes que te veré mañana por la noche?
Sonrió rápidamente.
—Sí, Rick.
—Entonces aquí estaré mañana por la noche —le dije—. Eso también es una promesa.
—Está bien —convino ella, sonriendo de nuevo.
Tess nos preguntó entonces qué bebidas deseábamos tomar, y después de pedirlas permanecimos sin hablar hasta que volvió con ellas y las colocó sobre la mesa.
—Mañana por la noche, Tess —le recordé.
Me sonrió y nos hizo una inclinación de cabeza antes de retirarse.
Connie, Ken y yo tomamos nuestras respectivas bebidas sin decirnos casi nada, y entramos en el comedor. Aun después de estar ya instalados en una mesa, Connie permaneció pensativamente silenciosa la mayor parte del tiempo. Ken fue el más hablador de los tres.
—Ya me percaté de lo que quieres decir, Rick —me dijo, inclinándose sobre la mesa en dirección a mí y moviendo la cabeza apreciativamente—. Esa joven no ha perdido una sola de sus hormonas femeninas. Si acaso, ha adquirido una ración extra. Jamás he visto nada semejante. Tiene más que… Bueno: debía apiadarse y compartir algunas de sus hormonas femeninas con las otras muchachas.
—He de admitir que tiene un rostro y un cuerpo atractivos —afirmó Connie seriamente—. Pero, por supuesto, los rostros y los cuerpos atractivos no son todo. Muchísimas jóvenes los tienen, y hasta en abundancia, pero nada más.
—Si quieres saber mi opinión —exclamó Ken, con expresión complacida—, Tess no necesita nada más, siempre y cuando conserve todas esas hormonas femeninas. Cuando estuve en la universidad no avancé mucho en zoología, pero sí lo suficiente para reconocer las hormonas femeninas cuando las veo en acción.
Nos marchamos del club tan pronto terminamos de cenar, y subimos al coche. Nos dirigimos hacia las afueras de la ciudad y en dirección al golfo de Méjico, bajo la luz de una enorme luna amarilla. La brisa que soplaba proveniente del golfo era fresca y agradable. Era como estar en un mundo diferente después del calor húmedo y pegajoso de Nueva Orleans.
—Rick —exclamó Connie gravemente después del largo intervalo de silencio—, Rick, quiero decirte algo, y muy seriamente. Lo que te ha pasado es que te ha dado un enamoramiento de chico de escuela. Eso es exactamente lo que te ocurre. Las señales son inequívocas. Yo quiero que te tranquilices y te pongas a trabajar. Ésa es la manera más segura de olvidarse de esas cosas. Hace más de un año que no se ha publicado una nueva novela tuya, y, si sigues así, pasará otro año, y luego otro, y todavía no habrás escrito un nuevo libro. No puedes permitirte el lujo de que una cosa como ésta interrumpa tu carrera. Hay ocasiones en las cuales tenemos que hablar con mucha claridad de las realidades de la vida, y ésta es una de esas ocasiones.
—Ya he tratado de normalizarme y ponerme a trabajar, Connie —le respondí—. Para eso precisamente fui a Sarasota. Había planeado alquilar una casa allí por un año. Y quiero ponerme a trabajar tan pronto como me sea posible. Pero no puedo hacerlo por temor a que Tess se me escape. Ya tú comprendes cómo una cosa así puede afectar a un hombre. Llega a tomar precedencia sobre todo lo demás.
Rodamos en silencio por varios kilómetros sobre las verdes llanuras del litoral. Nos encontrábamos en un punto entre Houston y el golfo.
—Ya sé lo que voy a hacer con todo este asunto —declaró Connie con decisión—. Alguien tiene que ocuparse de ti, y yo lo voy a hacer. Hemos sido amigos por demasiado tiempo, para que no intervenga yo ahora y haga cuanto pueda en una ocasión que necesitas más ayuda que nunca. Me sentiría avergonzada si no te ayudara en estos momentos.
—¿Qué es lo que vas a hacer? —inquirí de ella.
—Mañana por la mañana te voy a llevar a Galveston y te meteré en una casa, y si es necesario cerraré las puertas y las ventanas con llave para que no puedas salir. Sé de una casa en la playa que está desocupada actualmente. Pertenece a unos amigos nuestros que estarán encantados de prestártela por el tiempo que la necesites. Ellos van a estar viajando por el extranjero durante largo tiempo, pero han dejado a su ama de llaves, y todo lo que tendrás que hacer es sentarte a escribir. Está a poco más de sesenta kilómetros de Houston, y Ken y yo iremos de vez en cuando a visitarte y a ver si todo marcha bien. Ya está decidido.
—No puedo hacer eso, Connie —protesté.
—¿Por qué no?
—Porque quiero permanecer en Houston mientras Tess esté aquí.
—Esto es por tu propio bien.
—Yo sé lo que es bueno para mí.
—Pues ella no lo es.
—Eso lo debo saber yo.
—Ésa precisamente es la cuestión —aseguró vivamente—: que no sabes lo que te conviene. Por tanto vas a tener que oírme, Rick Sutter. Mañana por la mañana te voy a llevar a Galveston. Ya está todo arreglado. Conocerás a gente muy interesante, y, además, jamás me perdonaría a mí misma si no pudiera encontrarte un lugar donde puedas tranquilizarte y ponerte a trabajar.
Ken dio la vuelta al coche, y nos dirigimos hacia el brillante resplandor de luz que se veía sobre Houston.
—Connie —habló Ken, como si no pudiera callar por más tiempo—, tú no puedes reglamentar las vidas de la gente de esa manera. A menos que la «gente» esté casada contigo, como lo estoy yo. Deja que Rick haga lo que le parezca en esta cuestión. No nos ha pedido nuestro consejo. Nos ha pedido que le ayudemos. Y se trata de su vida, y no de la nuestra. Si está loco por esa muchacha, déjale solo, para que pueda estar tan loco por ella como le plazca. No trates de entorpecer el amor. Mirándolo bien, podía ser mucho peor. No existen muchas jóvenes agraciadas con una superabundancia de hormonas femeninas. Cuando hay que considerar ese factor, y también el amor, deja al hombre solo.
—Eso no es amor —replicó Connie, sin inmutarse—. Si fuera amor, sería distinto. Esto es un capricho.
—Pues entonces déjale que se encapriche con todas esas maravillosas hormonas femeninas.
—No —afirmó Connie secamente—. Lo que Rick necesita es una mujer que pueda apreciar su talento de escritor, y no una que conoce los nombres de todas las bebidas que sirven en un bar, como si eso fuera una profesión. Conozco la clase de chica que necesita Rick, y también me ocuparé de eso. Existen cientos de chicas de la clase a que me refiero, y Tejas está lleno de ellas.
—Connie, sigamos hablando de esto mañana —le dije—. No puedo discutir contigo bajo el hechizo de esa enorme luna tejana.
—Mañana no habrá nada de qué hablar —me aseguró—. Ya está todo decidido.
Las luces de Houston aumentaban de intensidad a medida que nos acercábamos a la ciudad.
—Bien: eso es todo de momento —observó Ken seguidamente—. Algo se ha logrado, después de todo.
—¡Mucho se ha logrado! —exclamó Connie—. Se ha decidido que mañana por la mañana me llevo a Rick a Galveston.