Catorce

Hasta el domingo faltaban dos días con sus noches. Mientras tanto acudía a diario al «Frontier Bar», cuyas paredes se hallaban profusamente decoradas con fotografías ya borrosas, armas de fuego oxidadas, viejos carteles en que se anunciaban representaciones de óperas, muestras de gravilla aurífera, y muchos otros recuerdos de los antiguos y abandonados campamentos de buscadores de oro. Allí en el salón me sentaba solo a una mesa durante una hora o más. A la hora que yo iba nunca estaba el bar lleno, y, en contraste con el decorado, la atmósfera era tranquila y silenciosa.

Tess y Laverne eran las únicas dos «chicas-coctel» que había en el salón, y siempre me hablaban amablemente, pero con la misma reserva profesional que dispensaban a todos los parroquianos. Ni una sola vez en todas aquellas oportunidades se le escapó a ninguna de ellas alguna observación —directa o indirecta— sobre la visita de Laverne a mi habitación del hotel. Me pareció notar en Laverne, no una vez, sino varias, una mirada interrogante que parecía indicar que no tendría el menor inconveniente en volver a visitarme en cualquier momento; pero ninguno de los dos dijo nada que pudiera habernos conducido a pasar otra noche juntos. Sin embargo me daba cuenta perfecta de que si no fuera por Tess, no permanecería mucho tiempo indiferente a los persistentes ruegos de Laverne. Varias veces me encontré preguntándome si en los días siguientes ocurriría algo que nos llevara a estar juntos nuevamente. Y si algo de eso sucedía una vez más, sabía que acabaría por dejar a Tess para irme con Laverne.

Cada vez que me iba del salón del bar le recordaba a Tess que había ido a Colorado Springs única y exclusivamente para verla, y que estaba esperando pacientemente a que llegara el domingo. Ella siempre sonreía comprensivamente, pero sin dejar traslucir el menor indicio de sus sentimientos hacia mí.

Pasé parte de aquellos dos días y noches deambulando por las calles, bajo la sombra acogedora de las acacias; otra parte de mi tiempo la empleaba en sentarme en mi habitación y tratar de inducirme a comenzar la novela que quería escribir. A medida que transcurrían los días me angustiaba más y más a causa del tiempo perdido y me censuraba a mí mismo por no haber resuelto nada todavía. Según recordaba, era la primera vez que me sentía incapaz de ponerme a escribir.

Pero como todo llega, por fin la espera terminó.

Tal y como debía ser, el día amaneció hermoso y luminoso, con un cielo claro y azul y el aire seco y frío. Tess, tal como me lo prometió, estaba lista al mediodía del domingo. Vestía un atractivo traje de tono claro y un abrigo oscuro. Salimos de la ciudad en dirección oeste, hacia las montañas, por el paso Ute, y atravesamos el Parque Woodland.

Noté desde el principio que Tess tenía un aspecto muy solemne y que apenas hablaba, como si la perturbaran las dudas y los deseos, y continuó de esa guisa a medida que el tiempo pasaba. Creí, de primera intención, que su estado mental obedecía o tenía algo que ver con las visitas de Laverne; pero después llegué a la conclusión de que su silencio tenía un significado más profundo.

Sin embargo, y fiel a su promesa, estuvimos solos.

A aquella altitud en las Montañas Rocosas las temperaturas eran invernales a pesar de hallarnos en mayo, y a ambos lados de la carretera había bancos de nieve aún sin derretir, amontonados por los fuertes vientos de invierno. Las altas praderas barridas por las ventiscas se cubrían con los restos de las hierbas del año anterior, y los setos vivos aún conservaban restos helados de nieve recalcitrante. Muy por encima de nosotros se divisaban cordilleras cubiertas de nieve, en un despliegue de blancos reflejos. El coche que había alquilado llevaba calefacción, de modo que dentro teníamos una temperatura muy agradable. Después de dos horas de rodar sin prisas nos detuvimos a comer en un merendero rústico construido con troncos de pinos, que tenía una enorme chimenea donde ardía un espléndido fuego de leños de roble. Ya al atardecer dimos la vuelta y emprendimos el viaje de regreso a Colorado Springs.

Varias veces me repetí que había llegado el momento, después de haber pasado juntos una tarde tan alegre, de decir a Tess que la amaba y de pedirle que se casara conmigo. Había esperado largo tiempo aquel ansiado instante.

Todavía Tess no había mencionado para nada a Laverne, y yo tampoco; pero estaba seguro de que antes que terminara el día haría alguna observación sobre la presencia de Laverne en mi habitación. Conocía muy bien la primera visita que me hizo, y posiblemente también estaba enterada de la segunda.

Nos hallábamos a una hora aproximadamente de la ciudad, atravesando a poca velocidad el valle alpino, cuando me preguntó si me gustaba Laverne. Le respondí que opinaba que Laverne era una persona muy atractiva. Lanzándole una mirada de reojo pude observar que Tess sonreía un poco forzadamente.

—Tal vez te gusta Laverne más que yo —apuntó al tiempo que me echaba una rápida ojeada—. Todo es posible, ¿no, Rick?

Permanecí en silencio, seguro de que diría algo más.

—Laverne me dijo que le gustabas —continuó Tess poco después—. A mí me parece una muchacha encantadora… ¿No crees, Rick? Ella hará feliz a cualquier hombre. Está en su manera de ser. ¿No lo crees así también?

Inmediatamente detuve el coche a un lado de la carretera. Era lo que había pensado hacer cuando llegara la oportunidad de pedirle que se casara conmigo.

—Escúchame, Tess —le dije, muy preocupado—: creo que debes decirme qué significa todo esto. ¿Por qué hablas así de Laverne? Cualquiera podría notar que te traes algo entre manos. ¿De qué se trata en realidad?

—¿De qué estás hablando? —me contestó, con mirada inocente—. No sé lo que quieres decir.

—Tess, tú sabes muy bien lo que quiero decir. Tú sabes, y yo también, que la otra noche mandaste a Laverne a mi cuarto. ¿Por qué tratas de traspasarme a Laverne? ¿Cuál es la razón de todo esto?

—¿No te gustaría ser traspasado a una joven tan adorable, especialmente cuando te quiere tanto? —me preguntó, mirándome fijamente. Había un ligero temblor en las comisuras de sus labios—. Ahora que los dos os conocéis mejor, ¿no te parece una buena idea? Tú mismo has dicho que es una muchacha muy atractiva. —Hizo una significativa pausa de varios segundos—. Tengo entendido que tú y ella habéis pasado una noche muy agradable juntos. Por lo menos ella dijo que le resultó muy agradable.

El temblor de sus labios comenzó de nuevo.

—No has contestado a mi pregunta, Tess. ¿Por qué tratas de traspasarme a Laverne?

—¿Así te lo parece?

—Así se lo parece a todo el mundo, incluyéndote a ti.

—Supongo que crees conocerme mejor de lo que me conozco yo misma —me dijo, riendo nerviosamente—. ¿Son todos los escritores tan engreídos como tú?

—Contestaré a tus preguntas después que tú hayas contestado a la mía.

—Si estás enfadado conmigo, Rick —replicó, volviéndose hacia mí—, no creo que podamos seguir hablando inteligentemente de nada. Sería una pérdida de tiempo estando tú disgustado. ¿No crees mejor que nos vayamos?

—Yo creo que has tratado deliberadamente de hacerme enfadar contigo.

—Bueno; pero una de dos: o estás enfadado o no lo estás.

—En ese caso, lo estoy.

—Entonces haz el favor de llevarme a la ciudad inmediatamente.

—Todavía no estoy dispuesto a llevarte.

—No me gusta que me fuercen a hacer algo en contra de mi voluntad. Y no me gusta tu actitud ni tu forma de hablarme. Haz el favor de llevarme a la ciudad.

Hice caso omiso de sus palabras y le ofrecí un cigarrillo. Sin pronunciar palabra tomó uno. Fumamos nerviosamente y en silencio durante varios minutos. Todavía quería pedirle que se casara conmigo, pero me estaba preguntando si me sería posible hacerlo entonces.

—Tess, ¿no crees natural que me enfade después de la manera como me has tratado? —le pregunté, sin ocultar mi mal humor—. Yo estimo que todos tenemos el derecho de enfadarnos. Tú has tratado de enojarme y lo has logrado.

Se volvió inmediatamente y me miró.

—Si no te gusta mi modo de tratarte, como dices, ¿para qué te empeñas en estar conmigo? Yo, en tu lugar, trataría de evitarme.

—Me empeño en estar contigo, usando tu misma expresión, porque creo estar enamorado de ti. Por eso es.

—¿Aunque te haga enfadar?

Sentía que la ira se iba apoderando de mí y hacía esfuerzos por no decir algo de lo que luego tuviera que arrepentirme. Me recordé a mí mismo que había ido allí para preguntarle si quería casarse conmigo, y seguía con el mismo propósito. Hacía casi un mes que había estado viviendo con aquella esperanza, pero por primera vez me pregunté si seríamos verdaderamente felices juntos.

—Te hago enfadar, ¿verdad, Rick? —preguntó, sonriente como si hubiera hecho un grato descubrimiento.

Su manera de expresarse, sin tomar en cuenta sus palabras, era provocativa y belicosa.

—Puede que deba apartarme de ti —exclamé al cabo de un rato, con la vista perdida en el vacío—. Tal vez deba partir y no volver a verte.

—¿Por qué no lo haces, si es eso lo que deseas? —preguntó inmediatamente.

Sentí entonces haber dicho semejante cosa. No había ido hasta Colorado Springs para pelearme con Tess, ni tampoco había esperado cuatro días y cuatro noches para pelearme con ella el domingo. Seguía sintiéndome molesto, pero traté de pensar en algo que pudiera decir y que disipara mi enojo y su provocadora actitud.

Se hizo un largo silencio entre nosotros, mucho más que en ocasiones anteriores. Todo a nuestro alrededor se iba oscureciendo bajo las sombras de las elevadas montañas.

—Será mejor que te lo cuente todo de una vez ahora, Rick —dijo Tess al fin, volviendo el rostro ligeramente a un lado para no mirarme directamente. Pude percatarme de su palidez y nerviosismo—. Yo sé que te gusto, y quiero que lo sepas. Lo he sabido desde la noche que pasamos juntos en aquella playa de la Florida. Fue una noche celestial, Rick. Fue tan hermosa que no la olvidaré mientras viva. No quiero olvidarla.

Hizo una pausa mientras observaba las parpadeantes luces que, una tras otra, iban apareciendo en las casas que había en la ladera de la montaña y al otro lado de la pradera. El frío silencio de las altas cimas daba a entender que nadie debe vivir solo en el mundo. En todos aquellos lugares de la ladera, el hombre y la mujer que en ellos habitaban se habían unido porque se amaban y sabían apreciar su amor.

—Sí, Rick, yo sé que te gusto mucho. Tal vez sea más que eso. Tal vez sea amor. Y debe de serlo, porque de otra manera no creo que hubieras perdido tanto tiempo tratando de estar conmigo desde que salí de la Florida. Pero tuve que huir de ti. He tenido que mantenerme fuera de tu alcance. Por eso sería mejor que te lo dijera ahora, antes que pase más tiempo y te cause más dolor. ¡Ojalá fuera diferente, pero no puede ser! —Su voz se había hecho confusa—. No puede ser, porque nunca podré amarte, Rick. Eso es lo que tenía que decirte.

—Eso es muy extraño, Tess.

—Sé que es extraño —contestó—. A mí también me suena extraño. Pero tengo que decirlo, porque es la pura verdad.

—No lo comprendo, Tess.

—No se trata exclusivamente de ti, Rick —continuó rápidamente—. No puedo amar a nadie, a ningún hombre. Algo me ha ocurrido. Es como una persona que pierde un brazo o una pierna en un accidente. Ya no lo tiene, ha desaparecido. Y no puede reemplazarse una vez que ocurre, lo mismo que no se puede reemplazar un brazo o una pierna. Cuando ha desaparecido, desaparecido se queda. Eso me sucedió hace más de un año…, casi dos años ahora. En la ciudad de Kansas.

—¿Qué fue lo que allí sucedió, Tess?

—No debería contarte nada de esto, porque es muy personal; pero es la única forma de explicarte por qué no te puedo amar.

Volviendo de nuevo el rostro hacia mí me lanzó una rápida mirada y luego fijó la vista en la montaña que se alzaba al otro lado del valle.

—No creo que exista nada peor que saber que no se puede amar a nadie. Es horrible, Rick. Es una cosa que no puedes olvidar, ni de día, ni de noche. Por eso creo que soy tan inquieta y desgraciada, y por eso me siento tan sola. Trato de no pensar en ello, procurando ganar tanto dinero como puedo. Para una mujer, a lo menos para mí, eso es todo lo bueno que el dinero puede hacer: ayudar a olvidar otra cosa, algo mucho más importante. ¡Amor o dinero, dinero o amor! De una manera u otra, una mujer siempre puede conseguir dinero, pero no siempre puede tener amor. Por eso siempre trabajo en los lugares donde dan mayores propinas: porque cuanto más dinero consigo, más fácil me resulta olvidar lo que no tengo. La mayor parte de ese dinero lo gasto en mi hijita, mi queridísima Lilly, dándole todo lo que puedo, enviándola de pupila a una escuela particular, comprándole linda ropita, etcétera. Eso me ayuda a olvidarme de las heridas del corazón. Evita que recuerde, a ratos, lo feliz que fui una vez cuando estuve enamorada. Ayuda a que no piense en todo instante que nunca volveré a conocer la felicidad, porque nunca volveré a ser un ser humano completo. ¿Cómo se puede ser completo si no se puede tener amor? Tal vez un hombre pueda, pero una mujer no. Yo sé que no puedo.

Yo esperé, reflexionando en lo que iba diciendo.

—Sólo he amado una vez en mi vida —continuó Tess, nerviosamente—: al hombre con quien me casé hace seis años; el padre de Lilly. Tenía diecinueve años, y él tres más. Estábamos profundamente enamorados el uno del otro. Pero su madre no quiso que se casara conmigo, porque no me consideraba suficientemente buena para su hijo. A pesar de todo, nos casamos. A los dos años nació nuestra hijita Lilly, y un año más tarde su madre le hizo divorciarse de mí. Nunca he sabido si él quería o no divorciarse de mí (no creo que lo quisiera), pero lo hizo porque su madre le obligó. Todo lo que sé es que no quise abandonar a mi marido, porque le amaba con todo mi corazón. ¡Éramos tan felices!… Ahora ya han pasado tres años, que han dejado su huella en mí. Me han extraído la vida del corazón. No he podido volver a amar a nadie más; él es el único. Y le amaría hasta la muerte si pudiera volver a tenerle junto a mí.

En silencio, y con la mano ligeramente temblorosa, ofrecí un cigarrillo a Tess y prendí una cerilla.

—A menudo se suele oír de mujeres desgraciadas —agregó con voz serena—, y nadie parece saber por qué. Yo no sé la razón o la causa por la que otras lo son; pero ahora tú sí sabes por qué una mujer es miserablemente desgraciada.

Tenía las manos entrelazadas, apretándose fuertemente los dedos unos a otros, y parecía una pequeña niña sola y abandonada.

—Mis padres viven en Kansas y cuidan de mi hijita cuando no está en la escuela —añadió—, y por eso salí precipitadamente para allá cuando me telegrafiaron que Lilly estaba enferma. Pero ya está bien ahora, y dentro de pocos años la tendré siempre a mi lado. Residiré en algún lugar donde ella pueda ir al colegio, y así la veré todos los días.

Se volvió súbitamente hacia mí y posó una mano en mi brazo.

—Nunca podría ser feliz contigo, Rick, no porque seas tú, sino porque nunca lo podría ser con nadie, excepto con él. Aunque llegara a casarme contigo no te amaría, y eso heriría tus sentimientos, como es natural. Cuando dos personas se casan esperan un amor al que tienen derecho. Tú serías desdichado sin él, y yo también por ser la causante de tu desdicha. Por eso quiero que te vayas y me olvides. He tratado de huir de ti, y ahora aquí, en Colorado Springs, he llegado al extremo de tratar de que te interesaras por Laverne, para evitar que te enamoraras de mí y me pidieras que me casara contigo. Sí: yo pedí a Laverne que me hiciera el favor de ir a tu habitación y tratara de hacer lo que fuera con tal de lograr que la quisieras más a ella que a mí; pero todavía sigues queriéndome a mí. No sé lo que ocurrió cuando Laverne fue a verte, pero evidentemente no ha sido suficiente para cambiarte. Esta tarde ibas a pedirme en matrimonio, y por eso me trajiste aquí arriba a las montañas. Para evitarlo precisamente he tratado de enfurecerte… Pensé que así sería mejor.

Me miró con fijeza y detenimiento, esperando que yo dijera algo.

—¡Por favor, Rick! Quiero que te vayas y me olvides. No puedes escribir ni hacer nada mientras dure esta situación. Necesitas paz, felicidad y amor, y yo no te puedo dar nada de eso. Si permanecieras aquí, sólo sufrirías más. Vete ahora, por favor. En alguna parte y de alguna manera encontrarás la felicidad. Todos la logran, excepto yo. Todo sería distinto si pudiera enamorarme de ti, pero eso es imposible. Ruego y confío en que algún día mi esposo me necesite tanto que vuelva a mi lado sin importarle lo que haga o diga su madre. Todas las noches rezo con esa esperanza. Y por eso quiero estar libre, para regresar con él si algún día tengo la oportunidad de hacerlo. Aunque hubiera vuelto a casarse, seguiría queriendo volver con él si se divorciara y se casara nuevamente conmigo. Así de grande fue mi amor por él, y sigue siéndolo. Podría enamorarme de él otra vez como el primer día, porque sigo queriéndole. Por esa razón no podría amar a nadie más en el mundo entero.

—Yo no quiero perderte, Tess —protesté—. Esperaré. Te esperaré años y años. Algún día pensarás de modo distinto. Tal vez cambies, y entonces podrías amarme. Te esperaré, Tess.

—¡No, Rick! —exclamó con firme determinación, moviendo la cabeza—. Eso es imposible. Jamás podría ser así. Éste tiene que ser el fin.

—El fin… —comencé, y de pronto no supe qué más decir.

—Sí, Rick. Tiene que ser el fin. Lo sé, porque he decidido que así tiene que ser.

Después de estas palabras pasó mucho tiempo antes que yo pudiera decir nada. Durante casi un mes había vivido con la esperanza de que podría ganarme su amor y persuadirla a casarse conmigo. Y ahora, en unos minutos, toda esperanza había desaparecido. Sentía como si me hubieran arrancado una parte de mi ser. Durante aquellos cortos instantes llegué a comprender que nada que hiciera o dijera entonces la persuadiría a cambiar de actitud.

—No sólo es el fin —le dije, con una nerviosa sonrisa—, sino que para mí es un fin desdichado. Tan desdichado como puede llegar a ser un final, tanto en los libros como en la vida real. No se parece en nada al final concebido por Jack Bushmillion.

—¿Quién? —preguntó Tess—. ¿De qué estás hablando?

—De mi agente, Jack Bushmillion. Me predijo que este asunto tendría un final feliz, como en una novela. Hasta había hecho los planes para la luna de miel: de esas que uno lee en las revistas, donde los recién casados viajan por rutas muy poco conocidas por los turistas.

—Lo siento, Rick —dijo tiernamente, poniendo su tibia mano sobre la mía—; pero no tiene remedio. Creo que me has comprendido. Debes olvidarme.

—No sé si podré lograrlo, Tess. Desde luego no quiero olvidarte.

—Hay otras mujeres, Rick.

—Yo no quiero a ninguna otra. Te quiero a ti.

—Entonces vete, por favor —me imploró, de modo apremiante—. No permanezcas aquí ni un solo día más. Lo digo en serio, Rick. Tienes que marcharte y no tratar de volver a verme jamás. Eso será lo mejor. ¡Lo sé!

—Hablas con mucha claridad —le dije tristemente—. Demasiada claridad.

—Ése es mi propósito —me respondió—. Es mejor hablar claro sobre ciertas cosas, Rick —y al decirlo me miró con afecto. Sus ojos estaban húmedos—. Si te quedas, habrá enojo y resentimiento, y si me sigues, te harías desdichado y a mí más aún. Cada vez que me vieras te sentirías desesperado porque no te amo. Por favor, no te quedes.

—Hay en todo esto una cosa que jamás olvidaré —me dije en voz alta a mí mismo—. Cuando uno escribe una novela se pueden arreglar las cosas de manera que los protagonistas hagan y digan lo que uno quiere. Pero en la vida real…

—Sí, Rick —oí que ella decía—. Y esto es la vida real.

Durante un rato no dije nada más. Traté de imaginar lo que significaría para mí no poder estar más con Tess y tener que renunciar a ganarme su amor. Todas las cosas que había imaginado que le diría cuando le pidiera que fuera mi esposa me daban vueltas y vueltas en la cabeza. Tardaría tiempo en olvidarlas, si es que lo lograba. Me pregunté qué pensaría Connie Westwalker si estuviera allí en aquel instante. Me diría que abandonara toda idea de boda si ambos interesados no nos amábamos de verdad. Y me di cuenta de que Connie tendría razón.

Y también comprendí que Tess tenía razón. Si no me amaba y estaba segura de que nunca podría amarme, yo no podría seguir allí, ni en ninguna otra parte donde ella estuviera; no podía continuar confiando, día tras día, en que cambiara de actitud y se casara conmigo.

—No sé qué hacer, Tess —le dije, con ese sentimiento de desesperación que nos embarga cuando hemos perdido toda esperanza—. Tengo que fijar mi residencia en alguna parte. Hace ya un mes que no puedo trabajar; pero si tú no quieres que me quede en Colorado Springs, tendré que irme.

—Vete, Rick —me dijo, con genuino afecto, apretándome la mano—. Eso es lo mejor. Estoy segura de que es lo mejor para los dos, porque si tú no lo hicieras, tendría que hacerlo yo, igual que antes he tenido que marcharme de otros sitios. Y si fuese yo la que partiera, sentiría el temor de que me siguieras adondequiera que fuese. Y entonces volvería a repetirse todo esto. Te lo pido por el bien de los dos: no vuelvas a tratar de buscarme después de esto. Quisiera que fuera de otra manera, pero no puede ser. Tengo que vivir conmigo misma, y no puedo vivir de otra manera. Siempre te recordaré, Rick. Y creo que si pudiera amar a alguien, me hubiera enamorado de ti.

Se cubrió la cara con las manos y estalló en sollozos.

—Rick, te ruego que trates de comprenderme —dijo entrecortadamente—. ¡Es tan difícil explicar ciertas cosas! ¡Es tan difícil de comunicar a otra persona los sentimientos propios!… Por eso me resulta tan penoso tratar de explicarte por qué es imposible que te pueda amar. Sólo puedo confiar en que me comprenderás y no me odiarás por lo que estoy haciendo. Es el sentimiento más horrible del mundo: ser una mujer que quiere amar y ser amada, y no poder amar ni tener amor. Nadie puede tener amor si no da amor a cambio…, ¡y yo no puedo! ¡Es horrible, porque sé que seré desgraciada por el resto de mi vida y no puedo hacer nada!