Nosotros tres

Felo era un muchacho estupendo hasta que conoció a Dulce. Entonces ella lo utilizó, lo convenció y lo convirtió en una máquina. Ahora es un asesino.

Esta es la versión general de la vida y el destino de Felo; eso es lo que saben y cuentan los que no lo han conocido ni antes ni ahora y dan por sentado que Dulce puede hacer cualquier cosa, especialmente con un muchacho estupendo. Pero yo sé más. Yo lo conozco porque él ha sido mi amigo y quizá lo sea aún. No lo sé. Él está ahora muy lejos.

Yo soy mecánico de las minas de Illmore y estas preciosas máquinas están tan bien hechas que tengo todo el tiempo que quiera para recordar a Felo y eso es lo que hago mientras los robots sin mente construyen galerías hacia el corazón del planeta, galerías delicadas y profundas como antiguas heridas en el alma.

Lo conocí en… la verdad es que ahora no recuerdo dónde fue pero debía de ser una estación orbital de algún tipo. Menos el nombre, todo lo demás acude con claridad a mi mente: todo es metálico, rojo y amarillo, hay algunas plantas artificiales y muchas fotografías antiguas de diversos mundos, una especie de música tintinea a mi alrededor interrumpida a ratos por avisos para gente que no conozco.

Me siento en forma porque me acaban de asignar mi primer trabajo de importancia y lo he conseguido con cierta rapidez, sólo tengo cincuenta y dos años y por fin todas las perspectivas del mundo de los adultos se abren ante mí; claro que tengo que hacerlo bien y tengo que empezar a enfrentarme con el mundo altamente competitivo que hay más allá de la adolescencia y las etapas de aprendizaje, pero he conseguido llegar hasta aquí y nadie va a detenerme. Saco mi credicard nuevecita y decido averiguar qué lujos están ahora a mi alcance, quiero poderme regalar algo en este día que señala el comienzo de mi nueva vida. Introduzco el pedacito de plástico negro en la ranura de la pared y apoyo las dos manos en la placa mientras recibo lentamente mi nombre y mi cargo; la pantalla se ilumina y unas letras temblorosamente doradas me informan de que los soñados lujos se reducen a cuatro bebidas no alcohólicas o dos con alcohol o una caja de dulces o una pequeña selección de souvenirs: cubikholos, insignias, maquetas de plástico de la estación orbital y todo el resto de cursilerías turísticas. La verdad es que me deprime un poco darme cuenta de lo poco que valgo cuando pienso que hay gente que tiene que solicitar la misma información por secciones: transportes, hoteles, restaurantes, joyas, objetos artísticos, vivienda… todas las cosas estupendas que nuestra civilización ofrece al que pueda pagarlo; pero como la cosa no tiene remedio y no hay manera de engañar a una bancopantalla, me guardo la credi en el bolsillo del mono y trato de animarme pensando que hace sólo unos días, antes de que mi nombramiento fuera oficial, mis derechos comprendían únicamente tres comidas diarias con alojamiento y un par de sucecafés en la sala común. En resumidas cuentas, el bar, que siempre había sido un lujo más allá de mis posibilidades, estaba abierto ahora para mí.

Atravieso pasillos sintiéndome importante y me doy cuenta de que mi optimismo es inabatible. Una preciosa mujer de cráneo dorado, cargada de cadenitas de colores se me acerca sonriendo; no soy tan joven como para no saber qué es lo que busca, así que le enseño la credi negra y espero que me mire con cierta lástima. Efectivamente lo hace, pero enseguida vuelve a sonreír y me dice:

—¿Quién sabe, chico?, quizá cuando seas mayor.

Le agradezco la amabilidad y atravieso la puerta del bar como si fuera un umbral para iniciados. No hay mucha gente pero a mí me parece una reunión de dioses, el que menos debe de ser credi rosa; van muy bien vestidos y beben cosas desconocidas en vasos de infinita variedad: a mí, que no he visto el cristal más que en museos, el ambiente me parece de un lujo desmedido. Me acerco a la barra casi temiendo que alguien me diga: «Largo, chico, aquí estás de más», pero nadie dice nada y el camarero humano, el colmo del refinamiento, me llama «señor» y, ahora, en ese momento, parece como si todos mis sentidos se estiraran para alcanzar una nube y, si todos mis recuerdos son claros, esta imagen es tan fuerte y tan perfecta que puedo contemplarla sin temor a que se borre porque la veo desde todos los ángulos, con una asombrosa calidad de detalle: tratando de decidir con mi limitada experiencia qué voy a beber, me giro un poco en la silla y lo veo: un muchacho alto y moreno, algo mayor que yo, con un anticuado bigote y el pelo anormalmente corto. Tiene el aspecto de estar decidiendo qué va a pasar en los próximos doscientos años de su vida y, a la vez, de que la decisión no le importa ni poco ni mucho. Mira el fondo de su vaso verde como si estuviera contemplando la danza de las anémonas en el fondo del mar.

La imagen está clavada en mi mente de tal modo que a veces, sin pretenderlo, acude a mí y pasea frente a mis ojos como para que la examine, para que me fije en el pliegue de la comisura de sus labios, en el pelo corto y suave de sus sienes, en el brillo de su mirada perdida en el vaso, en su jersey amarillo y su camisa marrón, en la luz que incide en su vaso y da a su rostro un resplandor verdoso de animal marino.

Lo que nunca puedo llegar a decidir es cuál es mi primera impresión al contemplarlo, mi primer sentimiento hacia él; a veces creo que mi primera reacción o apreciación de Felo es femenina, sin embargo, estoy convencido de que cuando lo conocí, yo era hombre. En fin, esas pequeñas cosas como nombres o sexos no tienen la menor importancia, al menos no para mí, no para Felo.

Como asustadas por la brillantez de esta imagen, las demás se desdibujan y no puedo ver con claridad cómo empezamos a hablar, cómo nuestras vidas empezaron a mezclarse, pero sé que lo recordaré si hago un esfuerzo. En esta helada soledad subterránea cada palabra recuperada de la vida que se fue, cada matiz de luz sobre una piel entrevista, cada reminiscencia de un perfume, de un contacto, debe ser mimada, acunada como el cuerpo de un niño dormido. Aquí el tiempo se diluye y gotea lento como miel sobre el silencio, sobre la oscuridad de la mina. A mi cubículo no llega nunca el rumor de las máquinas que horadan el planeta para extraer el mineral que no sé para qué sirve ni a dónde es transportado; a mis oídos sólo llegan los ecos de las palabras que fueron y a mis ojos el reflejo de la luz que murió. Sólo yo estoy vivo en Illmore y por eso recuerdo. Por eso y porque es lo único que puedo hacer.

Recuerdo la negrura infinita del vacío entre los mundos y los ojos de vidrio de los miles de estrellas y, en el silencio de la cámara, la voz profunda y seca de Alexis Dyonisos, Felo para todo el mundo, diciéndome:

—¿Ves ese centelleo de tantos soles desconocidos? ¿Has visto el fulgor de una nave al perderse en este mar de niebla negra? Nadie lo ha pintado nunca, nadie ha traspuesto nunca en una tela el verde profundo de un planeta cercano ni la plata enceguecedora de una estación orbital. La pintura es un arte muerto, como la palabra, como tantas cosas. Por eso yo soy ingeniero y no pintor.

Sus palabras se enronquecen y los nudillos de sus manos blanquean aferrados a la baranda; al momento calla y vuelve a sonreír:

—No me malentiendas. Soy feliz, como lo somos todos, o casi todos, me gusta mi trabajo y tengo lo que deseo pero hay algo en mí que me hace buscar siempre cosas irrealizables. Creo que si pudiera ser pintor querría ser ingeniero.

Me oigo contestar a través de los años:

—No sé; creo que hasta cierto punto eso nos pasa a todos.

Siento que se envara levemente, le molesta que lo iguale a mí, a los demás. Se sabe único o quiere saberse único. Sé que he dicho una inconveniencia y que debo cambiar de rumbo para no apartarme de él. No sé, sin embargo, por qué siempre he deseado estar cerca de Felo; supongo que a su lado me sentía yo también distinto de los otros. Ser amigo de un ser especial hace que también uno sea mejor, diferente. Sin embargo ahora no sé si realmente él era tan distinto de nosotros porque, al fin y al cabo, Dulce lo engañó también a él, como me engañó a mí, como nos engañó a todos. Dulce, la pequeña y preciosa Dulce, que le hacía sentirse a uno como si el Universo estuviera hecho a su medida, como si todo lo que es y lo que no es estuviera colocado en una hermosa bandeja dorada y uno sólo tuviera que alargar la mano y tomarlo. Supongo, claro, que los ofrecimientos variaban de persona a persona, porque lo que me hubiera tentado a mí no habría merecido un segundo de atención de Felo y lo que a él le hizo caer, a mí me hubiera dado risa. Sin embargo, lo que nadie sabe, más que yo y quizá Dulce, es que Felo fue feliz. Al menos lo fue durante un tiempo, al menos hasta que lo averiguó.

Suena un timbre de aviso y un par de máquinas ascienden lentamente por la galería tres. Salgo de mi cabina y repaso amorosamente sus mecanismos. Son bellas, perfectas, pulidas, como una mujer que amé una vez hace mucho tiempo. Están construidas sin un solo fallo, sin un solo milímetro inútil: son eficaces, fuertes, silenciosas. Son perfectas. Tan perfectas que no pueden hablar, ni sentir, ni recordar. Yo soy imperfecto, por eso puedo hacer lo que ellas desconocen y por eso soy feliz. Acaricio sus placas brillantes, los pequeños botones de vida electrónica, suaves como capullos, y recuerdo el cuerpo de Dulce tendido junto al mío, sus largos cabellos verdes, su piel blanca, su voz delgada:

—Créeme, mi amor, será maravilloso. Yo ya lo he decidido y voy a hacerlo enseguida. Si tú quisieras venir conmigo, podríamos hacerlo juntos. Dicen que es mucho más de lo que podamos imaginar, es la realización de todos nuestros sueños, es poder ser lo que deseamos siempre, siempre. Yo inventaría historias, todas las historias del Universo y tu pintarías las telas más bellas de toda la historia. Y no sólo te limitarías a pintar, tú serías la pintura, tú y tu arte seríais uno y estaríamos juntos, más juntos de lo que hemos estado nunca. Nuestras mentes se entremezclarían, se confundirían, tu pintarías mis historias y yo narraría tus cuadros; rodaríamos por un mundo ingrávido de colores y formas y palabras como amantes por la hierba. No tendríamos que construir nada real, nada sólido, nada práctico para que otros lo usen y lo disfruten. Créeme, amor mío, es la verdad. Yo sé que es la verdad.

Recuerdo sus palabras vehementes, calientes, arrebatadas y me adormezco y digo que sí, que sí y acaricio su cuerpo y sé que soy la fuerza creadora más grande del Universo y me dejo llevar por la fiebre. Pero, de repente, algo en mi cabeza me dice que eso no ha sucedido nunca y reflexiono. Esas palabras no han podido ir dirigidas a mí; yo nunca he deseado lo que Dulce me ofrecía en mi recuerdo. No, yo no. Esas palabras no eran para mí. Todo ese futuro de belleza y de pasión era para Felo. Si yo lo recuerdo es tal vez porque él me lo contó, o quizá Dulce, porque lo que sí es cierto es que yo he tocado su piel verde y su pelo blanco y la he oído suspirarme palabras calientes como la arena. ¿Qué me ofreció a mí la preciosa Dulce? ¿Qué fue lo que me tentó a mí?

Es curioso que un hombre no pueda recordar lo que tanto le afecta y recuerde, en cambio, los menores gestos de su amigo: su forma de pasarse la mano por la frente, su forma de morderse el labio cuando ya había tomado su decisión y sabía que al cabo de unas horas no tendría ya manos, ni frente, ni labios, ni sangre burbujeante, ni estómago tembloroso.

Recuerdo también su entrada en la máquina, su primer contacto trémulo con la gran mente incorpórea de la que él era ya parte, la embriaguez de la caída en un mundo de colores ingrávidos, de formas sin línea, de palabras sin forma; la explosión de orgullo de ser uno con el todo, el fogonazo terrible del poder entrevisto, el suave mareo de la felicidad alcanzada, llena de cosas que conocer, que dominar. Sí, recuerdo sus sentimientos y recuerdo también los míos cuando supe que nos había engañado a todos, también a ella. Cuando volví a verlo en su nueva forma y pude hablar con él, comprendí muchas cosas. Aunque su mente estaba ya muy lejos de la mía, supe que Felo no había querido nunca ser pintor; quizá ni él mismo lo sabía pero no era eso lo que había deseado durante tanto tiempo; ni siquiera era una vaga concepción de poder lo que le atraía. Felo, sencillamente, quería ser libre. Libre de las credis y del incesante movimiento entre los mundos, siempre encargado de un nuevo trabajo, libre de la competitividad constante, de los standards establecidos por máquinas y cyborgs, libre del temor a que sus diseños no fueran lo bastante buenos, lo bastante exactos, lo bastante innovadores. Para él, la decisión de entrar en la máquina, de convertirse en un cyborg destinado a supervisar proyectos de ingeniería espacial, al menos con una parte de su mente consciente, hubiera equivalido en otros tiempos a la de un próspero hombre de negocios que de repente lo deja todo y se retira con su perro a una casita de campo con jardín. Eso es lo que Dulce no supo ver a tiempo. Ella hubiera podido manejar perfectamente a un Felo pintor, a un Felo exaltado por formas y colores, pero su mente no fue capaz de controlar a un hombre dispuesto a conseguir su libertad a cualquier precio, a uno de los mejores ingenieros espaciales humanos que, de repente, había alcanzado el mejor instrumento para sus propósitos: la 2020-TRITON-l, una de las computadoras más modernas y especializadas, instalada en la estación orbital de Náyade.

En cuanto tomó posesión de su nueva mente, Tritón se convirtió en su Paraíso particular. Felo fue feliz calculando proyectos, haciendo modificaciones, diseñando magníficas obras por puro placer, perdiéndose en sus laberintos privados que espejeaban al paso de su pensamiento; por una vez en su vida se sintió libre, era absolutamente autosuficiente.

No digo que Felo hiciera bien saliéndose así de las líneas de conducta fijadas por nuestra sociedad pero creo que tampoco es correcto el modo con que esa misma sociedad que se escandalizó de los métodos de Felo consigue voluntarios para entrar en la máquina.

Hace mucho que se votó la ley de que sólo voluntariamente puede un humano convertirse en cyborg; sin embargo, como al parecer no hay mucha gente que desee hacerlo, inventaron sistemas como el de Dulce. Ella, la pobre, tampoco tiene la culpa. Cuando le hicieron los tests clasificatorios el resultado fue que sólo tenía tres cosas excelentes, pero, por desgracia, las tres muy poco útiles en nuestra sociedad: memoria, uso de la palabra y una apreciación psicológica intuitiva de primer orden. Con estas tres cualidades y un físico bellísimo hubiera podido ser una mujer de lujo destinada a los más ricos individuos de nuestra sociedad pero Dulce no era bella, no era ni siquiera bonita o exótica. Era sólo una muchachita vulgar a quien nadie hubiera mirado dos veces. De modo que sólo tenía la elección de la máquina. Quizás en otro tiempo, una sociedad de otro tipo le hubiera otorgado un cuerpo humano nuevo para que pudiera usar sus otras cualidades y ser feliz, pero nuestro mundo necesita cyborgs; aún no hemos sido capaces de crear artificialmente la inteligencia humana en una máquina y es necesario que haya gente que decida acoplarse a un computador.

Dulce no tenía elección, no había otro lugar para ella: entró en la máquina.

Entonces los mejores ingenieros plásticos diseñaron un androide de increíble belleza que la mente de Dulce controlaba desde su sede en Raroa y, a partir de entonces, todas sus cualidades se abrieron como una flor carnívora para atrapar a un insecto. Con su intuición elegía personas ambiciosas o descontentas o frustradas de alguna forma y con su cuerpo y su voz les persuadía de que el mejor futuro estaba en la máquina. Y todos lo creían, todos se dejaban llevar y acababan convertidos en cyborgs, teniendo que cumplir una misión como habían hecho antes, sin posibilidad de cambiar de opinión, sin posibilidad siquiera de suicidio. Todos, menos Felo. Él fue el único que se resistió a seguir dejándose dominar por leyes, por convenciones o conveniencias sociales, por normas que ya no le afectaban. Supongo que es a eso a lo que se refieren los que lo llaman asesino. Es muy posible, porque es cierto que Felo mató. Eso no lo recuerdo con tanta claridad pero sé que fue justo; tenía, que proteger su libertad, su integridad, su vida, en fin, y los demás querían matarlo o, al menos, querían torcer su mente para que fuera como todos, para que limitara su existencia a obedecer, como una máquina. Pero se olvidaron de que Felo también era humano y los humanos matan cuando no queda otra solución.

Al principio fueron sólo máquinas lo que inutilizó, máquinas que intentaban coartar su libertad recién adquirida, pero después enviaron contra él dos cybonaves y, cuando éstas fueron destruidas, llegaron especialistas humanos encargados de separar la mente de Felo de su nueva sede. No podía elegir: tuvo que matarlos. Habían tratado de engañarlo con Dulce pero él había encontrado su verdad en la máquina y ahora intentaban de nuevo imponer su normas de conducta a un Felo que estaba más allá de todas ellas, a un Felo dispuesto a luchar por conservar lo que tenía. Y lo hizo. Y lo hizo bien.

Durante mucho tiempo Tritón fue la estación del asesino y ninguna nave se atrevió a acercarse. Se sabía que la mente del loco que dirigía Tritón era la de un ingeniero espacial y eso aumentaba el peligro, así que lo dejaban tranquilo y su fama crecía. Pero en nuestro mundo no hay lugar para un rebelde y muchas mentes buscaban una solución. Así es como dieron conmigo. Querían matar a Felo y, por eso, también decidieron matarme a mí. Bueno, no creo que quisieran hacerlo; era sólo que no les importaba. Mandaron a Dulce a buscarme y yo entonces, como todos, sólo vi que sus ojos brillaban y que su pelo era largo y suave y que me hacía sentir como un credi blanco en su palacio privado con una mujer de lujo.

Y ahora sí recuerdo lo que me dijo a mí; no sus palabras pero sí lo que me dijo. Con su voz menuda y ardiente me habló de la amistad y del amor, me contó que ella había querido entrar en la máquina con Felo pero que la habían rechazado por ser demasiado joven. Me dijo que estaba segura de que ahora la admitirían, pero que Felo había pasado demasiado tiempo solo y necesitaba también un amigo, alguien como yo, nadie sino yo, que lo quería sinceramente, que había sido su mejor amigo y estaría dispuesto a ayudarlo por encima de todo. Me habló de lo hermoso que sería poder ser los tres una sola mente en un solo cuerpo, sería como hacer el amor fundiéndonos los unos en el otro hasta el infinito; no tendríamos que estar sujetos a necesidades humanas, no nos importaría ya el color de nuestra credi ni tendríamos que luchar para conseguir mejores puestos sino que nuestra vida consistiría en llevar a cabo un trabajo satisfactorio con más medios de los que podríamos soñar y hacernos felices unos a otros. Me dijo que podría entrar en la mente de Felo y comprenderlo y llenarlo y perderme en él, en él, que sería ya un nosotros, y yo acepté. Yo acepté sin saber que mi entrada en la máquina, que Felo acogió con alegría y sin desconfianza, era sólo una cobertura para la mente encargada de inutilizar al amigo por quien yo había dejado tantas cosas.

Así destruyeron a Felo: quitándole lo que era ya la mejor parte de sí mismo para dejarle sólo su mente humana, pero sin su cuerpo. Lo mismo hicieron con Dulce algo después.

Por eso están ahora aquí, conmigo, compartiendo este cuerpo que no pueden controlar, ahogándose en sus propias limitaciones, en su tortura común. Conmigo, pero tan lejos que ya casi no siento su presencia.

Ha habido un derrumbamiento en una de las galerías más profundas y una excavadora delicadísima ha quedado seriamente dañada. Yace en la mesa, ante mí, como un cadáver martirizado, sus bellos brazos sucios, retorcidos. Pero yo la salvaré, yo soy el mejor mecánico de minas del universo, aunque esté condenado a vivir en este desierto subterráneo sin más compañía que dos mentes heridas, replegadas en mi cerebro, girando incesantemente en torno a su historia.

Eso no tiene importancia. Hicimos las cosas mal, los tres nos equivocamos y debemos pagar nuestros errores; pero han sido buenos conmigo, yo soy el que menos parte tuvo, yo casi no tuve la culpa de nada y por eso puedo seguir cumpliendo mi tarea aunque sea aquí, en Illmore, a miles de millones de kilómetros de los mundos habitados. Ellos tuvieron menos suerte.

Ya ni siquiera puedo comunicarme con Felo y con Dulce, que fueron mis amigos, mis amantes, y que ahora vagan perdidos en algún lugar de nuestra mente común, presos de su historia. No pueden hacer otra cosa que repasarla segundo a segundo en este mundo vacío de luz y de sonido, no pueden hacer más que sufrir el castigo a su error, pero son buenos, yo digo que son buenos. Felo siempre fue un muchacho estupendo y un buen amigo. Dulce siempre ha sido una pobre chica desgraciada a quien nunca se le dio una alternativa, pero es buena, y era muy bella, y me hizo feliz. Ella no es una arpía, él no es un asesino; son sólo dos seres que sufren dentro de mí y a los que amo, como amo a mis máquinas perfectas que minan sutilmente el planeta construyendo túneles delgados y suaves.

Yo he tenido suerte, he sido amigo de un ser especial y he tenido en mis brazos a una mujer de lujo. Soy el mejor mecánico de minas del universo y una máquina perfecta, frágil y delicada como una flor yace en la mesa de reparaciones de mi cabina. Aunque esté condenado a repetir infinitamente nuestra historia, mis manos metálicas avanzan hacia la forma inerte de la máquina que amo. Yo la salvaré.