La mujer de Lot

Dedico este cuento a mi abuela, Carmen Paya, porque la quiero mucho. Porque ella es mi pasado y yo su futuro.

Ciñendo el chal de lana en torno a su cuerpo, con el hombro izquierdo apoyado contra la pared de la pequeña entrada presurizada y los ojos semicerrados al sol de las cuatro, vio a su marido alejarse lentamente en el tractor a través de la estepa polvorienta. Durante kilómetros y kilómetros de desierto sus ojos siguieron la diminuta máquina azul rodando lenta y trabajosamente hacia el horizonte como una tortuguilla esmaltada; siguió de pie en la entrada de cristales hasta que ya no fue capaz de distinguir a Jan y su máquina de las sombras de las rocas picudas que cerraban el horizonte. Recordó que, hacía muchos años, había querido vivir allí, en aquel puñado de rocas, sólo por tener algo que mirar al abrir las ventanas al amanecer, pero hubieran estado demasiado cerca del campo de trabajo y todos pensaron que era mejor construir la casa en un lugar más alejado. Así que se habían quedado allí, en mitad de la llanura interminable, sin más vista que la tierra roja y el sol amarillo, como un trozo de hielo sucio en un cielo sin nubes y sin pájaros.

Miró de nuevo al punto por donde Jan había desaparecido y entró en la casa; por pura rutina, se acercó al termómetro y, a pesar de los 24 grados que marcaba, subió un poco la calefacción. La casa parecía enfriarse cuando él se iba; de repente, todo se quedaba callado y las cosas parecían haberse olvidado de sus nombres. Siempre era así, siempre había sido así y, sin embargo, siempre le costaba un escalofrío hacerse a la idea de otros tres días sola en la casa, sola en el desierto. Antes, cuando los niños eran pequeños, eso también ocurría, pero había tanto que hacer que los tres días pasaban deprisa, envueltos en pañales y papillas, en juguetes y disfraces, en caligrafías y cuentas y garabatos. Los cinco niños, con sus voces chillonas y alocadas, camuflaban el silencio de la casa. Ahora todos estaban lejos. Cada uno tenía su propia parcela que cultivar bajo las cúpulas de otros desiertos, su propio tractor en el que alejarse por las mañanas, sus propios niños gritones y tiernos. ¿Cuánto tiempo hacía que no los había visto? Moira, la más pequeña, se había ido hacía más de cuatro años; los sopis habían enviado el mensaje un día igual que los otros, a comienzos del verano y diez días después habían venido a buscarla para llevarla al sur, a una granja de pollos que acababa de entrar en funcionamiento.

Recordaba las palabras de los sopis cuando ella, a pesar de sus propósitos hechos a base de despedidas del mismo tipo, se puso a llorar una vez más:

—No se lo tome así, señora Sorensen; somos un planeta pobre, ya lo sabe usted. Desde el desastre de casa no tenemos más remedio que procurar autoabastecernos y todo ciudadano tiene el deber de trabajar por los demás. La señorita será feliz, ya verá. Es un buen empleo y hay otros trabajadores jóvenes allí. Pronto tendrá una familia.

—Ya verá, señora —decía el otro— sí todos nos esforzamos para conseguirlo, pronto tendremos una auténtica civilización como la de antes, pero tenemos que sacrificar algunos sentimientos.

Recordaba haber murmurado un «ya lo sé, ya lo sé» sin dejar de llorar sobre el pelo negro de Moira, su pequeña Moira, a la que se llevaban de su lado antes de haber cumplido los dieciséis años.

—No llore, no hace más que empeorar las cosas, para usted y para su hija. Le diré algo que es casi un secreto. En el Centro se está trabajando en un proyecto para construir una red de transportes por todas las zonas habitadas del planeta. Quizás antes de lo que usted se figura, podrá visitar a todos sus hijos y conocer a sus nietos. ¿Tiene usted ya nietos, señora Sorensen?

—Sí. Siete —contestó Paula con un hilo de voz— y nunca he visto a ninguno de ellos.

—Pero la agencia le ha informado de sus nacimientos y de sus nombres, ¿verdad?

—Sí, eso sí. El comunicador ha funcionado oficialmente dieciséis veces: cinco llamamientos para mis hijos, cuatro participaciones de matrimonio y siete de nacimiento.

—Y hasta es posible que alguna vez su marido y usted hayan hablado con alguno de sus hijos, ¿no es así?

—Bueno… —dijo ella bajando los ojos— sí, pero han sido muy pocas veces.

—¿Lo ve? Hacemos lo que podemos. No es como lo que teníamos antes, pero tampoco es tan malo. Todas las comunicaciones tienen que partir del Centro y no se pueden realizar entre casa y casa, ya lo sabe usted, pero cuando es posible, a todos nos gusta que las familias sigan en contacto. Compréndalo, señora, apenas tenemos de nada en Idella. Hay poca población, pero demasiada para estas cosas, pocos especialistas, aún no tenemos resuelto el problema de la energía, ya no podemos recibir nada del viejo hogar. No podemos permitirnos lujos.

Razones, cientos de razones lógicas que la dejaban fría porque ya las había escuchado otras cuatro veces, sin contar con las primeras, cuando todo le parecía bien y estaba dispuesta a todo.

Razones lógicas que no calmaban el dolor ni la soledad. Su última hija se iba para siempre y los sopis decían que no se puede uno permitir lujos. Lujos como poder volver a verse cada cinco o seis años, ella no hubiera pedido más. Llevaba treinta años en Idella, sabía que no se podía pedir más, pero ¿era tanto pedir eso?

Los sopis pusieron el fardo de Moira en el tractor reluciente de la Sociedad mientras ella, en la cocina, envolvía el pastel y los bocadillos cuidadosamente, como si el pan recién hecho fuera una masa tierna de células vivas. La última comida de casa que Moira probaría en su vida. Cayó una lágrima sobre el pastel y formó un agujero diminuto en el merengue; clara de huevo auténtica, de los seis huevos que Jan había traído del centro agrícola de distribución.

Sabía que los sopis se estaban impacientando pero no le importaba, ¿por qué iba a importarle nada?, igual se la iban a llevar. Terminó de envolver la comida en la hoja de plástico y se limpió las manos en el delantal. Salió al comedor y puso el paquete en el regazo de Moira, que lloraba sentada en el sofá que Jan y ella habían construido antes de nacer Pedro.

Recordaba el último abrazo y la mano de su hija apretando la suya cuando le dio lo último que le quedaba de su casa en la Tierra: un pequeño rosario de marfil que había sido de su abuela. Recordaba el brillo del sol en el pelo negro de Moira, la única de sus hijos que había heredado el Mediterráneo con su sangre. Recordaba el golpe seco, metálico de la puerta del tractor al cerrarse, las letras brillantes «Sociedad Organizadora Planeta Idella», la cara de Moira llena de lágrimas, vuelta hacia ella a través de los dos cristales y la larga, lenta marcha de la máquina a través del desierto, haciéndose más y más insignificante en la distancia, hasta que se perdió en las sombras rocosas para no volver jamás.

¡Red de transportes! En casi cinco años, lo único que sabía de Moira es que vivía muy lejos, que se había, casado con un japonés y había tenido una niña: Hera.

Se levantó de la mecedora, puso un disco de música de baile que tenía más de cuarenta años y dio unos pasos por la habitación suspirando, deseando poder abrazarse a alguien al ritmo de la música y reírse de alguna tontería y decir frivolidades como antes, como antes.

Cerró los ojos y se acordó de su último baile en la Tierra, antes de venir a Idella; del último muchacho con el que bailó, que la miraba con ojos brillantes y le decía cuánto admiraba su valentía, su decisión de dejarlo todo para marchar a la nueva tierra a empezar de cero. Ella entonces rió y se sintió la persona más importante del baile. ¿Dónde estaría ahora aquel muchacho? ¿Habría muerto en la guerra o quizás habría conseguido sobrevivir a la horrible destrucción? ¿Qué quedaría ahora de su sonrisa, de su gracia, de su traje azul y su corbata roja? ¿Cómo se llamaba aquel muchacho?

El sonsonete repetitivo del disco la devolvió a la realidad. Nunca se acordaba de que estaba rayado en la cuarta canción, la que decía «llévame a las estrellas en tu nave espacial». ¡Las estrellas! Iba a empujar levemente la aguja cuando se acordó de la energía que consume un tocadiscos. Tenía que elegir entre la música y la luz. Si se pasaba el día oyendo discos, sólo podía encender un tubo por la noche, el del dormitorio, que era el que consumía menos, y las noches sin luz seguían dándole miedo. Lo pensó un momento, suspiró y apagó el tocadiscos. No era lo mismo, pero podía cantar; se había pasado la vida cantándose a sí misma, un día más no importaba. Pensó en los días de allá abajo, tan cortos, tan rápidos, siempre llenos de cosas y de gente, de voces, de imágenes, de noticias, de ruido. Los días de veinticuatro horas que nunca parecían ser suficientes para todo lo que había que hacer. Y en Idella, días eternos, de más de sesenta horas vacías, estériles, desde que ya no estaban los niños.

Le hubiera gustado poder trabajar, pero su salud no era buena y la Sociedad consideraba que el trabajo del que se había pasado toda la vida en casa, fuera hombre o mujer, merecía unos años de descanso. Además, ella nunca había servido para mucho; no había estudiado, como sus hermanos, se había limitado a aprender de su madre y de su abuela todo lo necesario para ser una buena mujer de su casa y lo había sido durante muchos años, mientras hizo falta; ahora sólo le quedaba la soledad.

Si hubiera vivido en la Tierra ahora podría ir a visitar a los hijos, sacar a pasear a los nietos, leer revistas del corazón, hacer ganchillo al sol con otras mujeres de su edad, ir de compras con sus hijas, ver seriales de televisión, enterarse de lo que pasaba en otros países del mundo aunque no lo entendiera bien y Jan tuviera que explicárselo, jugar al bingo los sábados con otros matrimonios, hacer algún viaje, quizá, para ver todos los lugares hermosos en los que nunca había estado, llevar flores al cementerio de vez en cuando… su vida hubiera estado llena de pequeñas cosas, de pequeñas alegrías y de algunas preocupaciones: el trabajo de los hijos, los embarazos de las hijas y las nueras, el sarampión de los nietos, tal vez la muerte de algún conocido o algún familiar, esas cosas que hacían que uno se sintiera parte de algo en un mundo tan grande y tan complejo como el que había sido el suyo; un mundo que apenas había tenido tiempo de comprender y que tal vez nunca hubiera comprendido porque nunca le había gustado estudiar. Los exámenes siempre le habían dado miedo y se conformó con la enseñanza primaria y la vida cotidiana, la vida de muchacha que prepara su ajuar, que aprende a coser y a guisar y va los domingos al baile con las amigas o a alguna cafetería de moda a oír música y a buscar un marido para toda la vida.

Hubiera sido hermoso, pero todo se había perdido; todo o casi todo. Paula no podía saberlo porque en Idelia no se hablaba de eso, por lo menos eso decía Jan. Lo cierto era que ya hacía muchos años que no llegaban naves y que la Sociedad insistía en que no se debía recordar el pasado. Quizás en algún tiempo ella supo qué había sucedido en casa, hasta qué punto había llegado la destrucción, por qué había empezado todo, pero eran cosas que había ido olvidando en el correr de los años, en el silencio, en las preocupaciones presentes y futuras, en el deseo de olvidar el horror para quedarse solamente con el recuerdo de postal pintada del hermoso hogar azul flotando entre estrellas.

Trató de apartar de su mente el pensamiento de las cosas horribles que habían sucedido para concentrarse en el futuro; en un mundo como Idella, lo único que se podía hacer era precisamente eso: planes, muchos planes y luego, tratar de realizarlos, eso decía Jan. Tenemos la gran suerte de poder hacer planes a nuestro gusto, de construir un mundo a nuestra medida para nosotros y nuestros descendientes, decía Jan y ella contestaba siempre: como Adán y Eva y Jan sonreía: pero sin demonios y serpientes; aquí no hay nada prohibido y ella callaba porque no quería decirle que no era verdad y que, si no había diablo, tampoco parecía que hubiera Dios. Eso a Jan no le importaba; decía que la religión es un refugio para débiles y cobardes y que en Idella se estaba construyendo una sociedad fuerte y valiente que no temía enfrentarse a nada. Ella seguía en silencio y acariciaba las tapas gastadas de su Biblia sabiendo que no podía hablarle de las veces que había leído a sus hijos las santas historias del Libro Sagrado para que no crecieran sin apoyo y sin Dios. Sabía también que, tan pronto como empezaron a ir a la escuela del Centro Local, por turnos siempre para que nunca hubiera más de seis alumnos y eso que las clases las daban individualmente sentados frente a una pantalla, habían perdido todo interés por las Escrituras, pero su conciencia estaba tranquila. En su papel de madre había hecho todo lo que había podido y, tal vez, en el fondo del alma de aquellos hijos suyos, rostros juveniles en su pequeño álbum de fotos, aún quedara algo de lo que ella había tratado de inculcarles.

Recordó que había empezado tratando de hacer planes y se aplicó a la tarea con su mejor voluntad. Quizás en unos cuantos meses estaría suficientemente fuerte para ir con Jan de vez en cuando y trabajar un poco en el centro agrícola, el más cercano, moliendo maíz o alimentando a las pocas gallinas que habían conseguido aclimatarse. Para eso no hacía falta ser muy fuerte, ni muy joven, o si no, ya encontrarían algo para ella. Sin embargo, esa posibilidad que significaba ver unas cuantas caras nuevas y salir de casa, la asustaba. Llevaba veinte años sin ver prácticamente a nadie más que a su marido, a sus hijos, a los sopis y a algunos médicos y enfermeras que había necesitado en los partos y en unas cuantas ocasiones más. Y claro, esas veces siempre había habido un tema de conversación bien definido; no sabía si todavía era capaz de hablar por hablar con gente desconocida.

Al principio había sido diferente; aún no tenían hijos y la vida de la colonia había sido por entonces más social. No había habido muchas ocasiones tampoco, pero era más culpa del trabajo por la supervivencia que por imposición de las normas sociales. Entonces aún se reunían hasta treinta y cuarenta familias por Navidad, se oía la emisión desde la Tierra y se cantaban canciones después de la cena en común. Luego todo el mundo dormía por el suelo y al día siguiente cada familia volvía a su casa llena de proyectos para la siguiente reunión, cuando se conmemoraba el día en que los primeros colonos llegaron a Idella.

Luego, un día, tal vez el año en que ocurrió aquello de casa, dejó de celebrarse la Navidad y más tarde, también las otras fechas cayeron en el olvido y entonces, poco a poco, llegó la soledad que fue desdibujando el pasado y el futuro para convertir su vida en un presente eterno; un presente en el que ya no tenía la seguridad de que sus recuerdos fueran verdaderos, en que ya no podía saber si todas las imágenes que acudían a su mente desde el pasado eran realmente cosas que le habían sucedido alguna vez y no fotogramas de alguna película, pasajes de una novela, historias que alguien le había contado en algún tiempo.

Volvió a concentrarse en sus planes y volvió a sentir el miedo a no poderse adaptar a ver otras personas y mantener una conversación. Después de tanto tiempo, enfrentarse de golpe con unos desconocidos, con otras formas de hablar podían volverla agresiva y eso sí que no se podía permitir en Idella; eran demasiado pocos para ponerse a luchar. En eso sí veía Paula la lógica de la Sociedad. Si lo que había llevado a la guerra en el viejo hogar había sido el excesivo contacto social, la abrumante proximidad entre los hombres, la superpoblación, la mejor forma de vivir en paz era vivir aislados, aunque fuera también un doloroso sacrificio. Nadie puede envidiar cosas que no ve y, además ¿qué puede uno envidiar en Idella, si nadie tiene nada?

Pensó en el nombre de su planeta y, como siempre, sus labios esbozaron una sonrisa triste. Recordaba vagamente las discusiones para bautizar el descubrimiento del primer mundo que la Tierra podría colonizar. Tenía que ser un nombre fácil y expresivo, que cualquier humano pudiera pronunciar y que dijera algo sobre la nueva tierra en sí; nada de Nueva América o Nueva Moscú o Islam y tantos otros nombres que se habían propuesto al tratarse de un proyecto de exploración espacial en el que participaban en mayor o menor grado casi todos los países de la Tierra. Se pensó también en llamarlo Paradiso, pero el nombre pareció excesivo incluso a los que nunca habían estudiado los informes, así que se optó por una solución latina, a la manera clásica: Idella, combinación de «stella» e «idealis», la estrella ideal. ¡Ideal una estrella que da luz a un planeta inmenso y perennemente frío donde apenas hay agua!, sin nubes, sin mares, sin bosques; donde todo tuvo que ser traído de la Tierra, materias primas, animales, plantas, tecnología, colonos, especialistas… Todo para satisfacer el ansia de imperio de un planeta ridículo que ni siquiera había sabido salvarse de la destrucción, como Jan había dicho una vez a sus hijos.

Y ahora sólo quedaba Idella, con sus cincuenta mil habitantes escasos y su lucha por la supervivencia.

Paula dio un par de vueltas por la casa, apretando el chal contra su cuerpo y se comió una rebanada de pan. Ahora amasaba sólo cada seis días; no necesitaba comer mucho y Jan tampoco tenía mucha hambre al volver. Durante los tres días que pasaba fuera, comía en el centro y traía siempre algo: unos huevos, alguna verdura, a veces fruta, leche, y, muy de vez en cuando, un pedazo de carne o algún pollo. Ya no se acordaban del sabor del pescado; en Idella no se podía malgastar el agua en acuarios para truchas aunque los sopis decían que más adelante los habría.

Miró por la ventana y se dio cuenta de que habían pasado muchas horas desde que Jan se había ido. ¡Tanto mejor! Claro, que había estado todo ese tiempo recordando el pasado y eso era algo que, según el libro de la nueva vida editado por la Sociedad, no convenía hacer. El pasado ya no existe; hay que mirar hacia el futuro y ayudar a construirlo: tener hijos, trabajar, aprender a amar la nueva vida y la nueva tierra. El futuro. No hay que mirar atrás. El pasado es sólo el viejo hogar perdido en el tiempo y en el espacio; una amalgama de luchas, de odios y de destrucción. Los hombres del pasado no supieron aprovechar su mundo, su oportunidad. No hay por qué recordarlos con nostalgia; están muertos. Idella está viva y hay que ayudarla a que siga viviendo, a que crezca, a que se haga fuerte, grande y hermosa.

¡Palabras! ¡Sólo palabras! El pasado también estaba hecho de amor y de árboles y de pueblos junto al mar donde uno podía salir a pasear por las tardes al terminar el trabajo y encontrarse con gente y hablar de cosas pequeñas, sin importancia, pero buenas y aromáticas como la sal y la canela. El pasado era también la música y los bailes y el teléfono y la televisión y los anuncios. Sí, claro, había pobreza y explotación y consumismo, pero era bonito ver la tele aunque fuera en el escaparate de una tienda y era bonito pasarse el año ahorrando para comprar regalos de Navidad y entrar en una iglesia y oler las velas y el incienso y ver cómo brillaban las luces en las casullas verde y oro de los sacerdotes. Y también se podía salir al campo cálido y coger moras y setas y caracoles.

Sentada de nuevo en la mecedora, Paula recordaba y reinventaba escenas de los veranos de su niñez, los veranos en el campo, la vendimia, cuando la tierra empezaba a oler a otoño, los cestos cargados de uvas negras y apretadas, las uvas doradas, transparentes como gotas de luz, las avispas amarillas y negras en las acequias, los pájaros piando al amanecer, cuando la madre entraba en su cuarto a abrir las ventanas y olía a café y a pan tostado y se oían las protestas de sus hermanos pidiendo que los dejaran dormir un rato más y la escoba de la abuela barriendo las aceras alrededor de la casa, semioculta entre olivos y naranjos, rodeada de hortalizas y rosales, con jazmines, buganvillas y albahaca en las ventanas enrejadas.

También ése era el pasado que querían olvidar, el pasado que tenían que olvidar para poder soportar el presente.

A veces Paula pensaba si no hubiera sido mejor morir con todos los demás en la hoguera gigante, en la muerte de luz de su vieja casa, en lugar de seguir viva en el inmenso desierto de Idella donde no había olores, ni apenas sonidos, ni colores casi.

Sin embargo, sus hijos amaban esta tierra y también su marido, su Jan, el hombre por quien había recorrido millares de kilómetros de vacío helado para empezar una nueva vida juntos en un planeta limpio que brillaba al sol. Recordó al Jan de entonces: alto, rubio, pecoso, alegre y tranquilo, brillando con una luz interior entre los cientos de personas de aquel baile de fin de año. Recordó a su amiga Carmen diciendole: «Este es Jan Sorensen. Es noruego y en Abril se marcha a Idella». Su amiga Carmen, pizpireta y posesiva, abrazada a la cintura delgada de Jan, feliz de pasearse entre la gente con un héroe espacial, con uno de los primeros colonos. Recordó cómo, casi sin darse cuenta, estaba bailando con él, oyendo su voz firme y tranquila, de marcado acento extranjero, hablándole de la nueva vida en el planeta lejano, hablándole de cómo todo podría ser distinto y mejor si la gente dejara de empujarse y aplastarse en este hormiguero y se decidiera a trabajar por lograr algo bello en una tierra virgen.

Recordó el día en que presentó a Jan a su familia, la admiración de su padre por aquel muchacho delgado que iba a abandonar su mundo por un ideal, la sonrisa de la abuela, cuyo hijo mayor se había marchado a Australia a los veinte años a empezar su vida, el temblor de los ojos de su madre que mientras cenaban le preguntaba si no le daba miedo irse tan lejos y dejarlo todo por una ilusión, las palmadas que sus hermanos daban en los hombros de Jan, brindando una y otra vez por el nuevo mundo. Aquella noche su madre le preguntó si pensaba irse con él; mientras fregaba los platos, la abuela le sonreía y le hacía guiños maliciosos cuando Paula contestaba: «No lo sé, mamá, no lo sé», aunque sí lo sabía; entonces la abuela dijo:

—No seas tonta, hija; vete con él. Ése es un hombre de verdad, de los que ya no quedan. Si dejas que se te escape, te casarás con cualquier tonto y te pasarás la vida sintiendo no haberte ido.

—No digas esas cosas, mamá —cortó su madre— ¿cómo se va a ir Paula a ese lugar dejado de la mano de Dios? Tan lejos, tan distinto a nuestro mundo, tan…

Se puso a llorar y su abuela dijo, sin hacer caso del llanto de su hija:

—Estando con el hombre de una, cualquier tierra es buena, pero tú verás, Paulita.

Era una conversación que podía recordar con tanta claridad que le parecía estarla escuchando; otras, sin embargo, sólo habían quedado en su memoria como una película, de la que se conoce el argumento pero no las palabras, como cuando el día del compromiso formal, cuando Jan habló con sus padres y les dijo que querían casarse antes de que él se fuera, que él iría primero para poder construir una casa donde vivir decentemente y donde ella pudiera ser feliz. Y así se hizo.

Paula abrió los ojos. El sol se estaba ocultando ya. El largo día de Idella se acababa. Se apretó el chal contra el pecho y fue a encender las luces; toda la casa iluminada, como una estrella caída en el desierto, Campus Stellae. ¿Qué habría sido de la catedral, tan bonita, que vieron un verano en el Año Santo porque su madre quería ir allí con sus tres hijos? Todo habría sido destruido como Sodoma, ¿o era Babilonia?, en una inmensa llamarada de fuego blanco. Pero esta vez el Señor no había mandado a sus ángeles a salvar a nadie. O ¿quién sabe? Ellos se habían salvado. ¡Pero sus padres, su abuela, sus hermanos, sus tíos, sus primos, sus amigos!, ¿qué habría sido de todos?, ¿qué habría sido de Carmen, de aquel muchacho del baile? ¿Cómo se llamaba…? Bertrán, sí, se llamaba Bertrán; un nombre bonito, una bonita sonrisa.

Abrió un cajón de la cómoda de plástico y sacó una caja hecha de madera auténtica, de la tierra, uno de los pocos lujos que se habían podido permitir antes de que alguien decidiera que los colonos debían pasarse sin lujos, antes de que nacieran los niños. La nave de abastecimiento trajo el pedido, las tablas de pino que habían encargado y los sopis las entregaron una mañana. Eran para hacer una cuna que ahora se mecía estéril en el dormitorio. Con la madera que sobró hicieron la caja, para guardar las cosas de la Tierra. Acariciando la madera, recordó a Jan cuando recibieron las tablas. Silbaba como un jilguero mientras lijaba y medía.

Dejó la caja, sin abrirla, porque no quería ver de nuevo las mismas cosas. Había que pensar en el futuro. Metió la mano hasta el fondo del cajón y sacó un pedazo de tela que había sobrado de un vestido que le había hecho a Dolores para cuando se fue de la casa. Iba a hacerle una camisa a Jan, le hacía falta y sería una sorpresa. Buscó los patrones y extendió la tela sobre la mesa; colocó los pedazos de papel, amarillentos y gastados, con un cuidado infinito. Casi las mismas medidas de antes, de treinta años antes. Casi la misma medida de la camisa que había llevado el día de su boda; la camisa que su abuela se empeñó en coser a mano aunque entonces se podía entrar a una tienda y elegir tallas, telas y colores. También su vestido estaba hecho a mano, cosido por ella y por su madre. Fueron un día a la ciudad y compraron tela blanca, la mejor tela que encontraron. Suave y ligera como una espuma. Y compraron tul para el velo, porque en su pueblo las mujeres se casaban con velo, y florecillas de cera que imitaban azahar y zapatos de tacón y adornos de pasamanería para el borde del vestido. Hacía un día precioso, con un cielo azul radiante y una brisa fresca que venía del mar. Comieron en un restaurante cerca de la playa, rodeadas de paquetes, como en las películas americanas y luego, tomaron café con pastas a media tarde. Su madre estaba muy guapa. Con un vestido malva que la hacía más joven y todo el mundo les sonreía; las chicas de las tiendas eran simpáticas y jóvenes y le gastaban bromas porque se iba a casar. ¡Hasta el revisor del tren les dijo un piropo cuando volvían a casa! ¡Cuánta gente se encontraba uno antes!

Las manos, hábiles y rápidas, después de tantos años de trabajo, cortaron con firmeza la tela azul. De repente, sintió un mareo y tuvo que sentarse. Suspiró y cerró los ojos. Aún no había cumplido sesenta años y ya casi cualquier cosa era demasiado esfuerzo.

Tomó la Biblia, que siempre estaba encima de la mesa y, como siempre desde la destrucción del hogar, la abrió por el fragmento de Sodoma y Gomorra. Leyó en silencio, moviendo los labios ligeramente, hasta el final del pasaje. Cerró el Libro y pensó en la mujer de Lot. ¿Por qué habría desobedecido aquella mujer la orden del ángel? Sus pensamientos siempre volvían a esa pregunta. ¿Tanta era su curiosidad? ¿Tanta como para exponerse a su propia muerte y dejar abandonado a su marido y a sus hijas? Echó la cabeza atrás y volvió a cerrar los ojos. Mirar atrás destruye. ¿Dónde había oído eso? Su memoria ya no era tan buena como antes; ya no podía recordar cosas que antes había tenido tan claras. ¿Cómo se llamaba la nave que la trajo a Idella? Recordaba, sin embargo, los ojos de la azafata que le enseñó a usar el lavabo; unos ojos grandes y verdes, muy bonitos; la clase de ojos que ella siempre había querido tener en lugar de los suyos, negros como su pelo. Recordó la voz del hombre que asignaba las literas: Señorita Sorensen y su propia voz, joven, asustada: Señora Sorensen. Era la primera vez que lo decía en público y en voz alta. Perdone, señora, ¿cómo es que viaja usted sola? Mi marido ya está en Idella desde hace dos años, me espera allí.

Recordaba los nervios, la inquietud del encuentro con Jan, con su marido de una semana, al que no había visto desde hacía tanto tiempo. Durante esos dos años y durante los meses que pasó en la nave, miraba su foto todas las noches y pensaba si habría cambiado mucho, si la seguiría queriendo igual, si sería el mismo muchacho bueno y alegre con el que se había casado en la ermita del mar. Y sí, sí lo era. Era el mismo Jan el que fue a esperarla al campo de aterrizaje. Más delgado, más nervioso, pero el mismo. Recordaba el temblor de su cuerpo cuando la abrazó, la presión de su mano en la de ella mientras pasaban el control de llegada.

Estaba mareada. Sentía una angustia creciente que no la dejaba pensar; tenía calor y, a la vez, temblaba. No se encontraba bien; tenía que llamar al médico. Quizá su presión arterial había subido demasiado. Sabía que no debía excitarse, pero ¿cómo iba a excitarse estando sola en una casa en mitad del desierto de Idella bajo un cielo negro inundado de estrellas?

Le dolía la cabeza. La cabeza. Como si toda su sangre estuviera dentro de su cabeza y no pudiera pasar por sus venas. Intentó levantarse. No podía. Sentía que se caería de la mecedora si intentaba moverse de nuevo. Pasará. Tiene que pasar. Su corazón latía apresuradamente y su mente se esforzaba por serenarse. Las palabras brotaban a borbotones en su cerebro pero sus labios no podían moverse tan deprisa: Tengo que terminar la camisa de Jan. No puedo morirme ahora, no me voy a morir ya, así, sola y sin haber terminado la camisa. Tengo que ponerme bien para ir a trabajar. Pronto construirán la red de transportes y podremos ir a ver a los niños y a los nietos. Tengo que pedirle a Jan que me traiga tela para hacerme otro vestido. No puedo ir a verlos con el que tengo. Una tela azul, como su camisa. No, no está bien para mi edad, ya no soy tan joven. ¡Qué angustia, Señor, qué angustia! ¡Jan, dame la mano, Jan! Me ahogo, tengo frío, no puedo respirar. Dios mío, Dios mío, ayúdame, no me dejes. ¡Jan! ¿Dónde estás, Jan? ¡Mira, mira! Se ve el mar. Huele a naranjos, a limoneros, a sal. Mira, Jan, ¿no lo ves? ¿Dónde estás? Dame la mano. Quiero levantarme, hay mucho que hacer. Hay que construir Idella, hay que construir un mundo. ¡Qué frío hace, Jan!, ¿por qué no me abrazas? ¿Dónde estás? Hay que construir un mar y ponerle barcos y gaviotas. Está muy oscuro. Hay un ruido raro, ¿no lo oyes?, como de un río que corre por un barranco. ¡Sí, aquí, en mi cabeza, Jan!, ¿no me oyes? Quiero estar contigo. Yo no me volveré, te lo prometo. No te abandonaré. No miraré atrás. Ya me acuerdo de dónde lo había oído. En el libro de los sopis dice: No hay que mirar atrás. El pasado mata, el pasado destruye, como a la mujer de Lot.

Nos hemos salvado, Jan, amor mío. Hemos salido de Babilonia y Babilonia está muerta, ¿o era Sodoma?, sí, Sodoma y Gomorra, no sé, no me acuerdo, ya no me acuerdo de nada. No importa, es mejor así. Hay que hacer el futuro. Yo te ayudaré, Jan, yo te ayudaré. No hace falta el mar; tenemos el desierto. Tenemos nuestro mundo. ¡Tenemos a Idella, Jan!, dame la mano. Soy muy feliz. Lo entiendo todo. Lo entiendo. Te quiero mucho, Jan. Te quiero. Te quiero.

Cuando Jan cortó el contacto del tractor frente a la puerta, no había nadie en la entrada de cristales. Con un extraño presentimiento, el hombre entró en la casa. Paula tenía la presión muy alta y, aunque sabía que no debía hacerlo, le gustaba recordar cosas pasadas que la excitaban y la exponían a… Pero no, no quería ni pensarlo, Paula era fuerte, no pasaría nada. Y, además, Paula era toda su vida. ¿Qué haría él si ella…?

En el comedor, sentada junto a una tela azul extendida sobre la mesa, lista para transformarse en una camisa, Paula, serena y hermosa como una estatua de sal, le sonreía.