Minnie
Se llamaba Minnie y era muy bonita; o, al menos, era bonita entonces. Cualquiera que haya pasado por el Espaciopuerto de Miami, en Terra Sol, la ha visto, seguro. Sentada en Recepción Interestelar con los ojos brillantes y la boca entreabierta, anhelante, o en la barra de tripulaciones bebiendo rodeada de gente de media galaxia.
Todo el mundo la quería: unos porque era dulce, otros porque era linda, los más porque era extraña, porque no la comprendían y por eso, o quizás a pesar de eso, la admiraban.
Había sido bailarina en un local del puerto y había hecho un poco de todo, pero eso se acabó cuando conoció a Vlad, el aldebarano.
Cuando yo la conocí, vendía paisajes, que pintaba con ceras de colores, de lugares de Terra en los que nunca había estado. Minnie era muy pobre; casi todo el mundo lo era en Sol. Y ella, sin un trabajo regular, carecía de los medios necesarios para viajar pero, con sus siete colores, pintaba los paisajes de los que oía hablar a la gente que pasaba, a los ciudadanos del Universo. De vez en cuando vendía alguno a una pareja de turistas o a un soldado que quería llevar algo exótico a casa, en algún lejano lugar entre las estrellas. Entonces su sonrisa se hacía misteriosa y, durante unos días, brillaba como si se hubiera encendido una luz en su interior.
Siete veces hice escala en Terra; tres de ellas en cargueros de mala muerte, sólo para verla. Su fe y su intensidad me fascinaban. En uno de mis viajes me contó su historia. Me contó cómo conoció a Vlad, un aldebarano alto y silencioso que compró su compañía por un precio irrisorio cuando ella era una de las chicas más cotizadas de Miami. Me habló de Vlad, de su mirada fría y burlona, de su pasión casi primitiva, de sus palabras. De cómo brillaban los lagos helados de su mundo lleno de flores de nieve y luz y de sus altas torres de plata reluciente.
El sentimiento de Minnie era tan intenso que, en medio de mi indiferencia por aquel aldebarano, me sentía inclinado a compartir su amor por él.
Sólo estuvieron juntos dos semanas, mientras la nave recogía su carga. Dos semanas en las que pasearon bajo árboles otoñales llenos de hojas amarillas y contemplaron el inmenso mar de Terra, azul y profundo, y bailaron e hicieron el amor. Dos semanas que cambiaron la vida de Minnie, pues fue entonces cuando decidió dejar su trabajo y cuando él le prometió volver a buscarla y llevarla consigo a su hogar, cerca de la inmensa Aldebarán.
Cuando me contó esto, sentada en la alfombra, frente a mí, en uno de los pocos locales donde aún se podía encontrar tabaco auténtico, sus ojos relucían como brasas. Habían pasado ya cuatro años de Terra desde que él se había ido pero su fe era inquebrantable. Le había dicho un proximano de una nave de combate que en el espacio el tiempo es muy distinto y que, lo que para ella eran largos años de espera, para un viajero era una pequeñez. Lo creyó y le dio fuerzas. Un biofísico de Base Hon le había asegurado que los aldebaranos olvidan lo que dicen y nunca cumplen sus promesas. Minnie lo había escuchado como al viento entre las hojas y había seguido esperando.
Vlad nunca le había escrito, era cierto, pero ella había oído decir que muchas de las culturas galácticas no tenían tradición escrita, que sólo sabían hablar y, por eso, no le extrañó el no recibir noticias.
—Por eso le espero aquí, en el puerto —me dijo, abrazándose las rodillas—. Sé que le gustará que yo esté aquí esperándolo cuando llegue. Además, es posible que no se acuerde de cómo se va a mi casa: dicen que los aldebaranos no tienen buen sentido de la orientación.
En aquella ocasión creo que yo aún pensaba que estaba loca. ¿Quién, si no un loco, podía confiar hasta tal punto en la palabra de un mercenario espacial como Vlad o como yo mismo?
Volví a los cinco años. Minnie seguía en el espacio-puerto pintando paisajes y bebiendo beer. Ahora bebía más, pero era sólo porque el negocio no marchaba bien y los muchachos eran generosos con ella. No me reconoció al principio; luego, cuando le refresqué la memoria, se alegró de veras y me invitó a fumar. Yo, en un impulso repentino, le compré un cuadro; una cosa pequeña con montañas y nieve, con unos animales desconocidos, grandes y marrones. Le conté que había estado preguntando en todas las naves aldebaranas que había visto si conocían a un tal Vlad que hacía tiempo solía viajar a Terra, pero que no había sacado nada en limpio. Me contestó sonriendo:
—El espacio es grande, Joel.
Creo que fue entonces cuando me enamoré de ella. Entonces o quizá cuando me confesó su primer gran secreto: que estaba ahorrando todo el dinero de sus cuadros para poder ir a Aldebarán. Le habían contado que cuando un hombre lleva mucho tiempo viajando por el espacio, a veces, su organismo no puede resistir más el esfuerzo y le prohíben volver a embarcar. No sólo se lo prohíben sino que le retiran la licencia oficial y es repatriado para siempre.
—También hay algunos que mueren —me dijo, abriendo mucho los ojos— pero claro, ése no puede ser el caso de Vlad: él es muy fuerte.
Dio una larga chupada al cigarrillo y continuó, con una naturalidad tal que llegó a emocionarme:
—Así que he pensado que lo mejor sería ir allí. Ya sé que es mucho dinero y que me costará mucho tiempo pero ¿te imaginas cómo debe de estar sufriendo al pensar que ya nunca volveremos a vernos? Tengo que ir. ¿Verdad que es lo mejor?
No tenía fuerzas para decirle que no. Pero tampoco podía decir que sí. La miré fijamente; estaba mareado y sentía que me ahogaba, que no podía seguir. Ella continuaba esperando mi respuesta. Entonces, así, de golpe, le dije que la amaba le pedí que se casara conmigo.
Me miró apenada, repentinamente entristecida, como se mira a un niño tonto del que, sin embargo, se esperaba algo mejor. Metió una mano dentro de su mono azul y sacó una bolsita que llevaba colgada del cuello. Vació su contenido en su mano izquierda y me la tendió diciendo:
—Pero, Joel, amigo, estoy comprometida. Soy suya, ¿ves?, suya para siempre, él me lo dijo.
En la mano tenía una piedra pequeña, brillante y roja como una gota transparente de sangre humana.
Continuó con voz soñadora:
—Cuando él, cuando Vlad se fue, yo le di el anillo de oro que mi madre me dio siendo niña y él me dio esto. En su mundo eso es como un casamiento, como una firma. Es más que una firma porque es para siempre. Nos pertenecemos, ¿lo entiendes, Joel?
No le dije nada.
No le dije que el suelo de Immalia está cubierto de piedrecitas rojas como la suya. No le dije que Vlad era un bastardo que se había burlado de ella y que no volvería jamás a la vieja y olvidada Terra y que, aunque volviera, no la recordaría. No le dije que en los mundos de Aldebarán no hay flores de hielo y luz y torres de plata.
No me habría creído. Era demasiado hermosa, demasiado ingenua, demasiado ¿quién sabe qué?
Nunca más he vuelto a Terra. Quizá Minnie ya ha ahorrado para su pasaje, quizás ha muerto, quizá sigue en Miami, Terra, Sol, esperando a Vlad.
Si alguna vez vais allí, si la veis, decidle por favor que Joel, que nunca le dio ninguna prenda, no la ha olvidado, que la ama todavía.
Que Joel, de Rigel, que ya no puede volar, la espera y la seguirá esperando. Eso es todo.
¡Ah!, y, por favor, apuntadle mi dirección. Los rigelianos no sabemos escribir.