–¿Vamos a matar al niño? – pregunta Peter, con aspecto asustado y nervioso, frotándose los brazos, con los ojos muy abiertos, una gran tripa sobresaliendo debajo de una camiseta de BRYAN METRO; está sentado en un destrozado butacón verde delante de la tele, viendo dibujos animados.

Mary está tumbada en el colchón de la otra habitación, espatarrada, completamente pasada, oyendo a Rick Springfield o a otro tonto del culo así en la radio, y yo me siento bastante mal y trato de liar este canuto y hago como que Peter no ha dicho nada, pero vuelve a hacer la pregunta.

–No sé si me lo estás preguntando a mí o a Mary o a uno de esos putos Picapiedra de la puta tele, tío, pero no lo preguntes otra vez -digo.

–¿Vamos a matar al niño? – pregunta.

Dejo de tratar de liar el canuto -los papeles de fumar están demasiado húmedos y se me deshacen entre los dedos- y Mary gime y dice un nombre.

El niño lleva atado en la bañera desde hace algo así como cuatro días y todos estamos un poco nerviosos.

–Estoy perdiendo la calma -dice Peter.

–Dijiste que iba a ser fácil de verdad -digo-. Dijiste que todo iba a ir perfectamente. Que todo saldría bien, tío.

–Pues la jodí. – Se encoge de hombros-. Lo sé. – Aparta la mirada de los dibujos animados-. Y sé que tú lo sabes.

–Mereces una medalla, tío.

–Mary no sabe nada. – Peter suspira-. Esa chica nunca se entera de nada.

–¿Así que sabes que yo sé que se jodió? – pregunto-. ¿Es eso?

Peter empieza a reírse.

–¿Vamos a matar al niño? – Mary se ríe con él y yo me seco las manos mientras los oigo.

Peter se pone en contacto conmigo a través de un traficante para el que yo solía trabajar y éste me llama desde Barstow. Peter está en Barstow con una india que se ligó junto a una máquina tragaperras en Reno. El traficante me da el número de un hotel del desierto y llamo a Peter y él me dice que viene a Los Ángeles y que él y la india necesitan un sitio donde quedarse un par de días. Hace tres años que no veo a Peter, desde que una hoguera que iniciamos quedó sin control. Le susurro, por el teléfono:

–Sé que andas jodido, tío.

Y él dice:

–Sí, claro, déjame que vaya ahí.

–No quiero que hagas esa puta movida que, según creo, vas a hacer -digo con la cara entre las manos-. Quiero que te quedes una noche y te largues.

–¿Quieres saber una cosa? – pregunta.

Yo no digo nada.

–No va a ser como tú piensas -dice.

Peter y Mary, que ni siquiera es india, vienen a Los Ángeles y me encuentran en una casa de Van Nuys hacia las doce de la noche y Peter se acerca y me agarra y dice:

–Tommy, colega, ¿cómo te ha ido, amiguete?

Yo me quedo allí, temblando y digo:

–Hola, Peter.

Está gordo, ciento cuarenta, ciento ochenta kilos, y tiene el pelo largo y rubio y grasiento y lleva una camiseta verde, salsa por toda la cara, señales de pinchazos en los brazos, y me cabreo.

–¿Peter? – pregunto-. Pero ¿qué cojones estás haciendo?

–Oye, oye, tío -dice él-. ¿Qué pasa? Toda va bien. – Tiene los ojos muy abiertos y una mirada rara y me está jodiendo.

–¿Dónde está la chica? – pregunto.

–Fuera, en la furgoneta -dice él.

Espero y Peter no se mueve.

–¿Fuera en la furgoneta? ¿Es eso? – pregunto.

–Sí -dice Peter-. Fuera en la furgoneta.

–Estoy esperando a que te muevas o algo así-digo-. ¿Por qué no vas a traer a la chica?

No hace nada. Se limita a seguir allí.

–¿La chica está en la furgoneta? – pregunto.

–Eso es -dice él.

Me está jodiendo de verdad.

–¿Por qué coño no la traes aquí, gordo de mierda?

Pero no hace nada.

–Mira, tío. – Suspiro-. Vamos a verla.

–¿A quién? – pregunta-. ¿A quién, tío?

–¿A quién crees tú que me refiero?

Por fin dice:

–Ah, claro, a Mary, eso es.

La chica está completamente pasada al fondo de la furgoneta y está bronceada y tiene el pelo largo y rubio, y está delgada por las drogas pero parece de buena disposición y es guapa. La primera noche duerme en el colchón de mi habitación y yo duermo en el sofá y Peter se queda sentado en el butacón viendo los programas de la tele de madrugada y creo que va una o dos veces a por comida pero estoy cansado y jodido e ignoro la situación.

A la mañana siguiente Peter me pide dinero.

–Es mucho dinero -digo yo.

–¿Qué quieres decir con eso? – pregunta él.

–Que has perdido la cabeza -digo-. Que yo no tengo nada de dinero.

–¿Nada? – pregunta. Se echa a reír.

–Lo has entendido perfectamente -señalo.

–Tengo que pagarle a un tipo de aquí.

–Lo siento, colega -digo-. No lo tengo.

No dice mucho más, se limita a volver a la habitación a oscuras con Mary, y yo voy al lavacoches de Reseda donde trabajo cuando no tengo otra cosa mejor que hacer.

Vuelvo a casa después de un día bastante jodido y Peter está en el butacón y Mary todavía sigue en la habitación del fondo oyendo la radio y me fijo en dos zapatos pequeños que hay junto a la mesa de la tele y le pregunto a Peter:

–¿De dónde sacaste esos zapatos tan pequeños, colega?

Peter está muy pasado, con una estúpida mueca de susto en su cara de globo, mirando los dibujos animados, y yo miro atentamente los zapatos y oigo a lo lejos llantos, golpes, una especie de zumbido al otro lado de la puerta del cuarto de baño.

–¿Es una… broma? – le pregunto-. Lo pregunto porque sé lo jodido que eres, colega, y sé que no se trata de una broma, tío, joder.

Abro la puerta del cuarto de baño y veo al niño, blanco, rubio, puede que de diez u once años, que lleva una camisa con un pequeño caballo, vaqueros de diseño descoloridos, y tiene las manos atadas a la espalda con una cuerda y los pies sujetos con otra y Peter ha metido algo en la boca del niño y ha puesto cinta aislante por encima y el niño tiene los ojos abiertos y llora, dando patadas a los costados de la bañera donde le ha metido Peter y cierro de un portazo el cuarto de baño y me pongo a gritarle delante de la cara:

–¿Qué cojones crees que estás haciendo, gilipollas? ¿Qué cojones has hecho, jodido gilipollas?

Peter está mirando tranquilamente la pantalla de la tele.

–Nos proporcionará dinero -murmura, tratando de apartarme.

Yo le aprieto con fuerza sus gordos y fornidos hombros y continúo gritando:

–¿Por qué?

Me domina el pánico y eso hace que levante el puño golpeando a Peter con él en la cara y Peter no se mueve. Se echa a reír, los sonidos que salen de su boca no tienen sentido, no tienen relación con nada de lo que yo haya oído alguna vez.

Le golpeo la cara con fuerza y al cabo de seis puñetazos me agarra el brazo, retorciéndomelo con tanta fuerza que creo que me lo va a partir en dos, y caigo lentamente al suelo, primero una rodilla y después la otra, y Peter sigue retorciéndomelo con más fuerza y ya no sonríe y gruñe, en voz baja y muy despacio, cuatro palabras:

–Cierra… ese… jodido… pico.

Me da un tirón del brazo, retorciéndomelo todavía más, y caigo de espalda, y él me suelta y me quedo allí durante largo rato hasta que por fin me levanto y trato de beber una cerveza y me tumbo en el sofá y me duele el brazo y el niño deja de hacer ruidos al cabo de un tiempo.

Me entero de que el niño iba en monopatín por el aparcamiento de la Galleria y que Peter y Mary le estuvieron siguiendo la pista durante toda la mañana y Peter dice que «nos aseguramos de que no miraba nadie» y Mary (ésta es la parte que más me costó imaginar, porque no consigo entender que la chica se mueva) se acerca al niño cuando éste se ata el cordón de un zapato y Peter abre la puerta trasera de la furgoneta y sencillamente, sin ningún esfuerzo, agarra al niño, lo levanta y con toda tranquilidad lo mete en la parte de atrás de la furgoneta y Mary conduce hasta aquí y Peter me dice que aunque pensó en venderle el niño a un vampiro que conoce, que vive en West Hollywood, prefiere tratar con los padres del niño y que el dinero que consigamos servirá para pagar a un marica que se llama Spin y luego nos iremos a Las Vegas o a Wyoming y quedo tan desconcertado al oír esto que no consigo decir nada y ni siquiera tengo idea de dónde está Wyoming y Peter tiene que enseñarme un mapa de un libro y es un estado rojo que parece muy lejos.

–Las cosas no son así -le digo.

–Tío, el problema que tienes, lo que más te jode, es que siempre estás tenso, tío, no te relajas.

–¿Es cierto eso, tío?

–Te sienta mal. Te sienta muy mal, colega -dice Peter-. Tienes que aprender a dejarte ir, a flotar. A relajarte.

Pasarán tres días y Peter verá dibujos animados y se olvidará del niño que está en la bañera y hará, igual que Mary, como que el niño no existe, y yo intentaré mantener la calma, haciendo como que sé lo que van a hacer, lo que van a conseguir, aunque no tenga ni idea de lo que pasará.

Voy al lavacoches porque me despierto y Peter calentará una cuchara delante de la tele y Mary dará tumbos, delgada y morena, y Peter hará chistes mientras la pica y se picará él y antes de ir al lavacoches fumo costo y veo dibujos animados con Peter y Mary vuelve al colchón y a veces oigo que el niño patalea contra la bañera, completamente aterrado. Ponemos la radio alta, rogando que el chico pare, y meo en el fregadero de la cocina o voy a la estación de servicio Mobil del otro lado de la calle a cagar y no les pregunto a Peter y Mary si le dan de comer al niño. Volveré a casa del lavacoches y veo cajas vacías de Winchell y bolsas de McDonald's pero no sabré si la comida ha sido para ellos o para el niño y el niño se revuelve dentro de la bañera en plena noche e incluso con la radio y la tele puestas se le puede oír, dándote la esperanza de que lo oirá alguien de fuera, pero cuando voy fuera no se oye nada.

–Atiende, tú -dice Peter-. Atiende.

–¿Que atienda a qué cojones?

–A que no se oye nada -dice Peter.

–Estás… mintiendo -digo yo.

–Oye, Mary -grita él-. ¿Tu oyes algo?

–No se lo preguntes, tío -digo-. Está… jodida, tío.

–Por eso tienes que hacer algo -dice él.

–Mierda, tío -protesto yo-. Es todo por culpa tuya, tío.

–¿El que haya venido a Los Ángeles es culpa mía? – pregunta.

–El agarrar a ese niño.

–Por eso tienes que hacer algo.

Al cuarto día Peter se da cuenta de algo.

–No sé qué quieres decir de verdad cuando dices eso -le digo, a punto de llorar, después de que me explique su plan.

–¿Vamos a matar al niño? – repite, pero de hecho ya no es una pregunta.

A la mañana siguiente me levanto tarde y Peter y Mary están en la habitación del fondo totalmente pasados, tirados sobre el colchón, y la tele está encendida y bolas animadas, azules y borrosas y con cara, se persiguen unas a otras con martillos enormes y picos y el sonido está tan bajo que hay que imaginar lo que se dicen unas a otras y cuando estoy en la cocina abro una cerveza y meo en el fregadero y me meto en la boca lo que queda de un Big Mac que está sobre la encimera, masticando, tragando, y me pongo unos pantalones con peto nuevos y estoy a punto de irme cuando veo que la puerta del cuarto de baño está abierta y allí que voy, con cuidado, temiendo que Peter le haya vuelto a hacer algo al niño ayer por la noche, pero al final no consigo mirar, conque me limito a cerrar la puerta rápidamente y me dirijo en coche a Reseda, al lavacoches, porque hace dos noches entré, muy colocado, y el niño estaba boca abajo, con los pantalones enroscados en los tobillos, y tenía el culo manchado de sangre y me marché y la siguiente vez veo que el niño está limpio, vestido, incluso le han peinado, aunque sigue atado y con un calcetín en la boca, aterrado, con los ojos más rojos que los míos.

Llego tarde al lavacoches y un judío me grita algo y yo no contesto, me limito a entrar en un largo túnel oscuro y a salir por el otro extremo, donde seco un coche con un tipo que se llama Asylum que se considera «loco de verdad» y toda la gente del valle quiere que le laven el coche hoy y yo sigo secando los coches, sin preocuparme del calor que hace, sin mirar a nadie, sin hablar con nadie excepto con Asylum.

–Ya no estoy ni siquiera preocupado -le digo-. ¿Sabes? Ni desconfío ni nada.

–Vamos, que te la suda todo, ¿no? – pregunta Asylum-. ¿Es eso? ¿Me aclaro o qué?

–Sí -digo yo-. No me importa nada.

Termino de secar un coche y estoy esperando a que el siguiente salga del túnel y me fijo en un niño pequeño que está parado junto a mí. Lleva un uniforme escolar, mira cómo salen los coches del túnel, y poco a poco me va dominando la paranoia.

Sale un coche en la cinta continua y Asylum se dirige hacia mí.

–Ése es el coche de mi mamá -dice el niño.

–¿Sí? – digo yo-. ¿Y qué cojones pasa?

Me pongo a secar una furgoneta Volvo con el niño todavía a mi lado.

–Me estoy cabreando -le digo al niño-. No me gusta que me mires.

–¿Por qué? – pregunta.

–Porque me entran ganas de partirte la cara o algo así, ¿sabes? – digo, con los ojos entrecerrados debido al vapor.

–¿Por qué? – pregunta.

–Haré como que no me entero de que hablas conmigo -le digo esperando que se marche.

–¿Por qué?

–Eres un jodido mamón que me hace una pregunta idiota como si fuera algo importante.

–¿Crees que es importante? – pregunta el niño.

–¿Estás hablando conmigo? – le pregunto al niño.

El niño asiente orgullosamente con la cabeza.

–No sé por qué necesitas hacerme esa pregunta, tío, no sé. – Suspiro-. Es una pregunta idiota.

–¿Qué es «necesitas»? – pregunta el niño.

–Idiota, idiota, idiota -murmuro.

–¿Por qué es idiota?

–Es innecesaria, retrasado mental de mierda.

–¿Qué es «innecesaria»?

Harto, me dirijo al niño.

–Lárgate de aquí, mamón.

El niño se ríe y se acerca a una mujer que toma un Tab y mira fijamente un bolso Gucci y seco el Volvo deprisa y Asylum me habla de una chica que se folló ayer por la noche que parecía una mezcla de murciélago y araña muy grande y por fin abro la puerta para que se suba la mujer del Tab y el niño y de repente hace tanto calor que tengo que secarme el sudor de la cara con una mano sucia y el niño sigue mirándome mientras la mujer se aleja conduciendo.

Peter sale hacia las diez de la noche porque tiene que hacer unas cosas y dice que volverá a las doce. Trato de ver la tele pero el niño empieza a revolverse y yo pierdo los nervios, de modo que entro en mi habitación, donde Mary está tumbada en el colchón, con las luces apagadas y las ventanas abiertas, pero sigue haciendo calor y la miro y le pregunto si quiere compartir un canuto.

Ella no dice nada, se limita a mover la cabeza despacio de verdad.

Me dispongo a irme, cuando Mary dice:

–Oye, tío… quédate… ¿por qué no te… quedas?

La miro.

–¿Quieres saber lo que estoy pensando?

Mary abre la boca, con los ojos casi en blanco.

–No.

–Estoy pensando, tía, esta chica está jodida -le digo-. Estoy pensando que cualquier chica que ande con Peter tiene que estar jodida.

–¿En qué más estás pensando? – susurra.

–No lo sé. – Me encojo de hombros-. Estoy… cachondo. – Pausa-. Peter no volverá a casa hasta… ¿cuándo? ¿Las doce?

–¿Y… qué más?

–Mierda, ¿por qué no te quedas y ves lo que pasa?

–Oye… -Traga saliva-. No… quiero verlo.

Me siento en el colchón junto a ella, que trata de sentarse pero termina por apoyarse en la pared y me pregunta por mi trabajo.

–¿De qué coño estás hablando? – pregunto-. ¿Quieres saber cómo me ha ido el día lavando coches?

–¿Qué… pasó? – Respira a fondo.

–Había un coche lavándose -le digo-. Había un niño monstruoso. Eso fue lo único interesante. Puede que haya sido el día más interesante de mi vida. – Estoy cansado y el canuto que he encendido se apaga demasiado pronto y me estiro más allá de ella y agarro las cerillas que hay junto a una cuchara y una bolsa de plástico asquerosa al otro lado del colchón y enciendo el canuto y le pregunto cómo conoció a Peter.

Ella no dice nada durante mucho tiempo y no puedo decir que eso me sorprenda. Cuando habla, lo hace en voz tan baja que casi no consigo oírla y me acerco a ella, que murmura algo y tengo que preguntarle qué está diciendo, y el aliento le huele a algo como a muerte. En la radio los Eagles cantan Tómalo con calma y trato de cantar con ellos.

–Peter hizo… algo horrible… en el desierto.

–¿Sí? – pregunto-. No lo dudo. – Otra calada y luego-: ¿Como qué?

Ella asiente con la cabeza como si agradeciera que le haya preguntado.

–Conocimos a un chico en Carson… y nos proporcionó un material bueno de verdad. – Se pasa la lengua por los labios y yo me pongo triste-. Y… anduvimos con él… cierto tiempo… y el tipo era amable de verdad y una vez cuando Peter salió a por unos donuts… salió a por unos donuts… y ese tipo y yo empezamos a hacer el tonto. Era agradable… -Está ida, tan drogada que yo también me coloco y ella se interrumpe y me mira para asegurarse de que estoy aquí, escuchando esto-: Peter entró…

Tengo la mano en su rodilla y ella la mira como si no le importase y yo vuelvo a asentir con la cabeza.

–¿Y sabes lo que hizo? – pregunta.

–¿Quién? ¿Peter? – pregunto-. ¿Qué?

–Adivínalo. – Suelta unas risitas.

Hago una pausa durante mucho tiempo antes de decir:

–¿Se comió… los donuts?

–Llevó al tipo al desierto.

–¿Sí? – Muevo la mano por su muslo, que es huesudo y duro y está cubierto de polvo, y deslizo la mano por él.

–Sí… y le disparó un tiro en un ojo.

–Uau -digo yo-. Sé que Peter haría una mierda así. De modo que no me sorprende ni nada de eso.

–Luego empezó a gritarme y le bajó los pantalones al tipo y sacó una navaja y le cortó… la cosa al tipo y… -Mary se interrumpe, empieza a soltar risitas, yo también empiezo a soltar risitas-. Y me la tiró y dijo: ¿es eso lo que quieres, so puta, es eso? – Se ríe histéricamente y yo también me río y seguimos riéndonos durante un tiempo que parece larguísimo y una vez que ella se interrumpe y empieza a llorar, con ganas de verdad, sollozando y todo eso, yo quito la mano de su pierna-. Es todo lo que tenemos que hablar -dice, sollozando.

De todos modos intento follármela pero ella está tan tensa y seca y colocada que me hago daño de modo que lo dejo durante un rato. Pero todavía sigo muy cachondo de modo que intento que me la chupe pero ella se duerme y la apoyo en la pared y se la meto en la boca pero eso no funciona y termino meneándomela pero ni siquiera me corro.

Me despierto porque están dando unos golpes tremendos a la puerta. Es tarde y el sol está alto y entra por la ventana dándome de lleno en la cara, y me levanto y paseo la vista alrededor y no veo a Peter ni a Mary por ninguna parte y me levanto pensando que son ellos los que llaman y voy y abro, cansado, fuera de combate, y es un chico joven y bronceado, con el pelo rubio, en bastante buena forma, camiseta sin mangas, náuticos, pantalones cortos, unas Vuarnet, y se queda allí como si fuera todo lo que necesito.

–¿Qué quieres, tío? – pregunto.

–Busco a alguien -dice, añadiendo-: tío.

–Pues ese alguien no está aquí -digo, disponiéndome a cerrar la puerta.

–Colega -dice el tipo.

–Quiero que te vayas -digo.

El tipo empuja la puerta con la mano y pasa junto a mí.

–Oye, tío -digo-. ¿ Qué coño quieres?

–¿Dónde está Peter? – me pregunta-. Ando buscando a Peter.

–No está.

El tipo mira por el apartamento, comprobándolo todo. Por fin se apoya en el respaldo del sofá y después de mirarme pregunta:

–¿Qué coño estás mirando?

–No estoy cabreado -digo-. Sólo estoy muy cansado. Lo único que quiero es que todo esto se termine pronto porque no lo puedo soportar más.

–Límitate a decirme dónde coño está Peter -dice el tipo.

–¿Cómo cojones lo voy a saber?

–Bien, colega -se ríe-, será mejor que le encuentres. – Me mira y dice-: ¿Sabes por qué?

–No. ¿Por qué?

–¿De verdad que lo quieres saber?

–Sí. Dije que quería saber por qué -digo-. Venga, tío, no seas tímido. He pasado una semana espantosa. Podemos ser amigos si…

–Te diré por qué. – Me interrumpe dramáticamente y, en una voz muy baja a la que empiezo a acostumbrarme, dice-: Porque Peter está… -Se interrumpe, luego-: Está -y otra pausa, luego-: Metido en la mierda hasta el cuello.

–¿Es eso verdad? ¿Sí? – pregunto como quien no quiere la cosa.

–Sí, es verdad -dice el tipo bronceado-. Señor.

–Sí, bien, le diré que apareciste por aquí y todo eso. – Abro la puerta para que salga y pasa junto a mí-. Y no soy mexicano.

–Sólo es un aviso -dice el tipo-. Volveré y si Peter no tiene eso, daos todos por muertos. – Me mira fijamente durante mucho tiempo este chico de dieciocho, diecinueve años, labios gruesos y rasgos inexpresivos que son tan comunes que no seré capaz de recordarlos, ni podré hablarle a Peter de alguna característica especial.

–¿Sí? – Me atraganto, cerrando la puerta-. ¿Qué vas a hacer? ¿Pegarnos una paliza de muerte?

Él sonríe de modo amable mientras cierro dando un portazo.

Me quedo en casa esperando a que aparezcan Peter o Mary y ni siquiera sé si van a aparecer y ni siquiera estoy seguro de lo que es «eso» de lo que hablaba el surfista, y me siento en el sofá mirando la calle por la ventana sin ver nada. Ni siquiera puedo pensar en que Peter vino y lo jodió todo, porque para empezar ya estaba jodido todo y si Peter no aparece esta semana se habría jodido la siguiente o el año que viene y al final resulta difícil pensar que suponga alguna diferencia porque uno siempre sabe qué va a pasar y por eso se queda sentado mirando por la ventana esperando a que entren Peter y Mary para rendirse.

Les hablo del surfista que vino.

Peter pasea por el apartamento.

–Creo que la he cagado o algo.

Mary empieza a decir:

–Te lo dije, te lo dije.

–Vete a la mierda -le dice Peter-. Tenemos que largarnos de aquí enseguida.

Mary está llorando.

–Yo no tengo nada que llevarme -le digo a Peter. Miro cómo pasea nervioso.

Mary va a la habitación del fondo, se deja caer en el colchón, se mete una mano en la boca, se la muerde.

–¿Qué cojones estás haciendo? – grita Peter.

–Yéndome a la mierda -dice ella sollozando, retorciéndose en el colchón.

Mientras ella sigue allí Peter se me acerca y busca en su bolsillo de atrás y me tiende una navaja automática y yo pregunto:

–¿Para qué es, colega?

–Para el niño.

Me había olvidado del niño y miro hacia la puerta del cuarto de baño, sintiéndome cansado.

–Si dejamos libre al niño -dice Peter-, le encontrará alguien y se lo contará y la habremos jodido.

–Podemos dejarle morir de hambre -susurro, mirando la navaja.

–No, tío, no -dice Peter, poniéndome la navaja en la mano.

La aprieto y se abre con un clic y tiene un aspecto espantoso, larga, pesada.

–Está tan jodidamente afilada -digo mirando la hoja, y luego miro a Peter para que me dé instrucciones y él aparta la vista.

–A esto tenemos que llegar, tío -dice.

Nos quedamos allí durante no sé cuánto tiempo y cuando empiezo a decir algo, Peter dice:

–Hazlo.

Le agarro y, estrechándole, le digo:

–Pero yo no protesto, ¿ves?

Me dirijo a la puerta del cuarto de baño y Mary me ve y corre, cojeando hacia mí, pero Peter le pega un par de veces, tumbándola de espaldas, y yo entro en el cuarto de baño.

El niño es pálido y guapo y parece débil y ve la navaja y se pone a llorar y escurre el cuerpo, tratando de escapar, yo no lo quiero hacer con la luz encendida de modo que la apago y trato de acuchillar al niño a oscuras pero me asusta mucho pensar en darle puñaladas a oscuras, de modo que enciendo la luz y me pongo de rodillas y hundo la navaja en su estómago, pero no lo bastante fuerte, conque se la hundo otra vez con más fuerza y él arquea la espalda y yo le vuelvo a apuñalar, tratando de desgarrarle pero el chico sigue sacando el estómago como si no lo pudiera evitar y yo le sigo apuñalando el estómago y luego el pecho pero la navaja se atasca en los huesos y el niño no muere de modo que trato de degollarle pero él baja el cuello y termino haciéndole un corte en la barbilla, abriéndosela, y por fin le agarro por el pelo y le echo la cabeza atrás y él todavía llora y sigue arqueando la espalda, tratando de liberarse, manchando de sangre toda la bañera debido a las heridas superficiales y Mary grita en el cuarto de estar y yo hundo la navaja en la garganta del niño, abriéndosela, y abre mucho los ojos y un gran surtidor de sangre caliente me golpea en la cara y noto su sabor y me limpio los ojos con la mano que todavía sujeta la navaja y la sangre brota por todas partes y al niño le lleva mucho tiempo dejar de moverse y yo estoy de rodillas, lleno de sangre, en parte púrpura, más oscura que las demás, y el niño se mueve con unos espasmos tranquilos y ya no llegan sonidos del cuarto de estar, sólo se oye el sonido de la sangre que entra en el desagüe de la bañera, y poco después entra Peter y me seca y susurra:

–Todo saldrá bien, tío, nos vamos al desierto, tío, todo irá bien, tío, chiss.

Y nos subimos a la furgoneta y nos alejamos del apartamento, de Van Nuys, y convenzo a Peter de que estoy bien.

Peter detiene la furgoneta en el aparcamiento de un Taco Bell del valle y Mary se queda al fondo de la furgoneta porque tiene temblores, y Peter es duro con ella cuando le dice que se calle y ella se encoge como un niño, arañándose la cara.

–Ha perdido la cabeza -dice Peter, mientras le pega un par de veces para que se calle.

–Y tú que lo digas -le digo.

Ahora estarnos sentados en una mesita debajo de una sombrilla rota y hace calor y mis pantalones con peto están empapados de sangre, y hacen ruido cada vez que muevo los brazos, me levanto, me siento.

–¿Sientes algo? – pregunta Peter.

–¿Cómo qué?

Peter me mira, piensa en algo, se encoge de hombros.

–En realidad no necesitábamos cepillarnos a ese chico -murmuro.

–No. No tenías por qué hacerlo -dice Peter.

–Me contaron que hiciste algo horrible en el desierto, tío.

Peter está comiendo un burrito y dice:

–Estoy pensando en Las Vegas. – Se encoge de hombros-. ¿Qué es eso tan horrible?

Miro el taco que me compró.

–No lo encontrará nadie -dice, con la boca llena.

–Hiciste algo horrible -digo-. Me lo contó Mary.

–¿Algo horrible? – pregunta, confuso, sin fingir.

–Eso es lo que me contó Mary. – Me estremezco.

–Define «horrible» -dice, terminando el burrito muy deprisa, y luego, una vez más-: Las Vegas.

Agarro el taco y me lo voy a comer cuando veo sangre en mi mano y dejo el taco y me la quito y Peter come parte de mi taco y yo como algo y él lo termina y nos subimos a la furgoneta y nos largamos al desierto.

12

EN LA PLAYA

–Imagina cómo sueña un ciego -dice.

Yo estoy sentado junto a ella en la playa de Malibú, y aunque se está haciendo tarde de verdad los dos tenemos puestas las Wayfarer y aunque llevo tumbado al sol, en la playa, junto a ella, desde las doce del mediodía (ella ha estado en la playa desde las ocho), todavía tengo algo así como resaca debido a la fiesta a la que fuimos ayer por la noche. No consigo recordar la fiesta demasiado bien pero creo que fue en Santa Mónica, aunque podría haber sido más lejos, a lo mejor en Venice. Las únicas cosas que se me pasan por la cabeza son tres depósitos de óxido nitroso en una terraza, el estar sentado en el suelo junto al estéreo, a Wang Chung sonando, una botella de Cuervo Gold en la mano, un mar de peludas piernas bronceadas, alguien diciendo a gritos «Vamos a Spago, vamos a Spago» con una falsa voz aguda, una y otra vez.

Suspiro, no digo nada, me estremezco un poco y le doy la vuelta a la cinta de los Cars. Distingo a Mona y a Griffin en la playa, más abajo, caminando lentamente por la orilla. Ya ha oscurecido excesivamente para llevar puestas las gafas de sol. Me las quito. La vuelvo a mirar. La peluca ya no está ladeada, la enderezó mientras yo tenía los ojos cerrados. Luego levanto la vista hacia la casa, luego vuelvo a mirar a Mona y a Griffin, que parece que se acercan aunque puede que no. Me apuesto diez dólares a que evitarán dirigirse hacia aquí. Ella no se mueve.

–Tú no puedes entenderlo, no puedes comprender el dolor -dice, pero sus labios apenas se mueven.

Vuelvo a mirar fijamente la playa, la puesta de sol rosa que va a la deriva. Trata de imaginar a una persona ciega soñando.

Me lo dijo por primera vez en el concierto.

Fui con ella y con Andrew, que iba con Mona, y teníamos a aquel extraño conductor de la limusina que se parecía a Anthony Geary, y yo y Andrew habíamos alquilado unos esmóquines que venían con unas pajaritas que eran demasiado grandes y tuvimos que pararnos en el Beverly Center a comprar unas nuevas y teníamos unos seis gramos que llevábamos Andrew y yo y un par de cajas metálicas de cigarrillos Djarum y ella parecía muy delgada cuando yo le sujeté con un alfiler el ramillete de flores al vestido, y sus manos, huesudas, temblaban cuando me sujetó con un alfiler una rosa en la manga. Muy colocado, evité sugerirle que la podría sujetar en otra parte. El concierto se celebraba en el Beverly Hills Hotel. Yo coqueteaba con Mona. Andrew coqueteaba conmigo. Nos detuvimos en el Polo Lounge y esnifamos coca en el cuarto de baño. Ella no dijo nada entonces. Fue más tarde, en la fiesta de después del concierto, en el yate de Michael Landon, después de que se nos terminase la coca, mientras salíamos de la cabina de abajo, cuando dijo que había un problema. Subimos a la cubierta de arriba y yo encendí un pitillo y ella no dijo nada más y yo no pregunté, porque la verdad es que no lo quería saber. La mañana era fría y todo parecía gris y triste y yo volví a casa muy salido, cansado, tenía la boca reseca.

Me pide, de hecho lo susurra, que quite a los Cars y ponga la cinta de Madonna. Hemos venido a la playa todos los días durante las tres últimas semanas. Es lo único que quiere hacer. Tumbarse en la playa, al sol, lejos de la casa de su madre. Su madre está rodando exteriores en Italia, luego en Nueva York, luego en Burbank. Yo he pasado las tres últimas semanas en Malibú con ella y con Mona y uno de los novios de Mona. Hoy le toca a Griffin, un playboy con mucho dinero y muy simpático y que es dueño de un club gay del oeste de Los Ángeles. Mona y sus novios a veces se quedan en la playa con nosotros pero no mucho. Desde luego, no tanto como ella.

–Pero si ni siquiera se pone morena -tuve que hacer notar una noche.

Mona abanicó una mano delante de mi cara, encendió velas, se ofreció a leerme la palma de la mano, se colocó mucho. Ella incluso parece más pálida cuando yo o Mona le echamos aceite solar por el cuerpo, que está empezando a parecer consumido de verdad, un bikini mínimo que ya empieza a sobrarle le cubre una carne que tiene el mismo color que la leche. Dejó de depilarse las piernas porque ya no tenía fuerzas y todos se niegan a depilárselas y los pelitos negros se notan demasiado, grasientos debido al aceite solar, y sobresaliéndole de las piernas.

–Antes era tremenda de verdad -le grité a Mona cuando estaba llenando una bolsa, disponiéndome a irme el domingo pasado. Alta (todavía parece alta, pero más que nada un esqueleto alto) y rubia (por alguna extraña razón ha comprado una peluca negra cuando se le empezó a caer el pelo) y su cuerpo era flexible, cuidadosamente musculado, aerobizado, y ahora en realidad parece una mierda. Y todos lo saben. Un amigo mío y suyo, Derf, de la USC, que vino el miércoles a follar con Mona, me dijo mientras enceraba su tabla de surf, señalando con la cabeza hacia ella, que estaba sola, en la misma posición, bajo el cielo nublado, sin sol:

–Tiene una pinta de mierda, colega.

–Pero se está muriendo -dije yo, comprendiendo adonde quería ir.

–Sí, pero sigue teniendo una pinta de mierda -dijo Derf, encerando la tabla mientras yo la miraba, asintiendo con la cabeza.

Saludo con la mano a Mona y Griffin cuando pasan cerca de vuelta a casa, luego miro el paquete de Benson Hedges mentolados que hay junto a ella, al lado de un cenicero de La Scala y el casete. Empezó a fumar cuando se enteró. Yo me tumbo en su cama viendo la MTV o algo en el vídeo y ella enciende pitillos sin parar, tratando de tragar el humo, con náuseas, o cerrando los ojos. A veces ni siquiera lo puede tragar. A veces deja el pitillo en el cenicero, que normalmente ya tiene cinco o seis pitillos aplastados sin fumar, y enciende otro. No puede soportarlo, el olor, la primera chupada, el encenderlo, pero quiere fumar. Las reservas de mesa en Trumps o en Ivy o en Morton's terminan inevitablemente con la indicación: «Sección de fumadores, por favor», y dice que ahora ya no importa, mirándome, como esperando a que yo diga algo pero sólo digo sí, sin perder la calma, espero. Conque lo enciende, da una chupada, tose, cierra los ojos, toma un pequeño sorbo de Coca Cola Light («No hay problema -protesta-. Que le den por el culo a la sacarina») que seguramente estaba caliente encima de su tocador. A veces se queda sentada allí durante dos horas y mira cómo se convierten en ceniza los pitillos y luego enciende otro y me dice que antes o después aprenderá o que ya se le quitarán las ganas, que eso me eliminaría cualquier fastidio, y veo que abre un nuevo paquete y Mona mira también y a veces lleva puestas las gafas de sol para que nadie se dé cuenta de que ha estado llorando y dice que el sol le molesta, o de noche dice que le molestan las luces de la casa, que por eso se pone las Wayfarer, o que le molesta el resplandor de la gran pantalla de la tele, que de todos modos miraba, que por eso le duelen los ojos, pero yo sé que está muy fastidiada, que ha llorado mucho.

No hay nada que hacer aparte de sentarse aquí al sol, en la playa. Ella no dice nada, apenas se mueve. Me apetece un pitillo pero aborrezco el mentol. Me pregunto si Mona ha dejado algo de costo. Ahora el sol está bajo, el océano se oscurece. Una noche de la semana pasada, mientras ella recibía tratamiento en Cedars, Mona y yo fuimos al Beverly Center, vimos una película mala y tomamos unas margaritas en el Hard Rock y luego volvimos a la casa de Malibú y follamos en el cuarto de estar, mirando el vapor que se alzaba del Jacuzzi durante lo que pudieran haber sido horas. Pasa un jinete a caballo por delante de nosotros y alguien le saluda con la mano pero el sol se pone detrás del jinete y tengo que entrecerrar los ojos para ver quién es y sigo sin saberlo. Estoy empezando a tener un fuerte dolor de cabeza, que sólo calmará el costo.

Me levanto.

–Voy a la casa.

Bajo los ojos hacia ella. El sol, que se hunde, se refleja en sus gafas, se pone naranja, se desvanece.

–Estoy pensando en irme esta noche -digo-. Volver a la ciudad.

Ella no se mueve. La peluca no parece tan natural como parecía al principio y eso que entonces parecía de plástico, dura y demasiado grande.

–¿Quieres algo?

Creo que dice que no con la cabeza.

–Vale -digo yo y me dirijo a la casa.

Mona está en la cocina, mirando por la ventana, limpiando una pipa de agua, observando a Griffin. Éste se quita el traje de baño y, desnudo, se limpia la arena de los pies. Mona sabe que estoy en la habitación y dice que es una pena que el sushi que almorzamos no la animara. Mona no sabe que ella sueña con rocas que se funden, con que conoce a Greg Kihn en el vestíbulo del Chateau Marmont, con que habla con el agua y el polvo, y que la banda sonora es un popurrí de los Eagles, Una tranquila sensación de paz, sonando muy alto, atronando, y que chorros turquesa de napalm iluminan la letra de Amala locamente garabateada en una pared de cemento, una tumba.

–Sí -digo yo, abriendo la nevera-. Una pena.

Mona suspira, sigue limpiando la pipa de agua.

–¿Terminó Griffin las Coronitas que quedaban? – pregunto.

–Puede ser -murmura ella.

–Mierda. – Me quedo allí mirando la nevera, con la respiración convirtiéndose en vapor.

–Está enferma de verdad -dice Mona.

–¿Sí? – digo-. Y yo estoy jodido. Me apetecía una Coronita. Muchísimo.

Griffin entra, con una toalla alrededor de la cintura.

–¿Qué vamos a cenar? – pregunta.

–¿Bebiste tú las Coronitas que quedaban? – le pregunto.

–Oye, colega -dice, sentándose a la mesa-. Tranquilo. Y anímate.

–¿Mexicana? – sugiere Mona, cerrando el grifo.

Nadie dice nada.

Griffin tararea una canción, distraído, con el pelo mojado, peinado hacia atrás.

–¿Qué te apetece, Griffin? – vuelve a preguntar Mona, suspirando, secándose las manos-. ¿Te apetece comida mexicana, Griffin?

Griffin levanta la vista, sobresaltado.

–¿Mexicana? Sí, bien. ¿Con salsa? ¿Y unas patatas fritas? Por mí, bien.

Abro la puerta, salgo al patio.

–Eh, tío, cierra la nevera -dice Griffin.

–Ciérrala tú -le digo.

–Llamó ese traficante -me dice Mona.

Asiento con la cabeza, no me molesto en cerrar la puerta, bajo los escalones hacia la arena, pensando en dónde preferiría estar. Mona me sigue. Me detengo, me vuelvo.

–Esta noche me voy a largar -le digo-. Llevo demasiado tiempo por aquí.

–¿Por qué? – pregunta Mona, apartando la vista.

–Es como una película que ya he visto y sé lo que va a pasar -le digo-. Sé cómo va a terminar todo.

Mona suspira, sigue allí parada.

–Entonces, ¿qué estás haciendo aquí?

–No lo sé.

–¿Estás enamorado de ella?

–No, pero ¿qué más da? – pregunto-. ¿Arreglaría eso algo? – pregunto-. Si estuviera enamorado… ¿iba a servir de algo?

–Es que parece como si todo estuviera en la periferia -dice Mona.

Me alejo de Mona. Sé lo que significa la palabra irse. Sé lo que significa la palabra muerte. Lo puedo soportar, me calmaré si vuelvo a la ciudad. Ahora la estoy mirando. Todavía suena Madonna pero las pilas están muy gastadas y la voz se oye de un modo tembloroso y lejano, y ella no se mueve, ni siquiera advierte mi presencia.

–Será mejor que nos vayamos -digo-. Está subiendo la marea.

–Me quiero quedar -dice ella.

–Pero empieza a hacer frío.

–Me quiero quedar. – Y luego, más débilmente-: Necesito más sol.

Una mosca de un montón de algas aterriza en un muslo blanco, huesudo. No se molesta en espantarla.

–Pero si no hay sol, colega -le digo.

Empiezo a alejarme. Y qué, murmuro para mis adentros. Cuando quiera venir, lo hará. Imagina a una persona ciega soñando. Vuelvo hacia la casa. Me pregunto si Griffin seguirá por allí, si Mona habrá reservado mesa para cenar, si Spin habrá vuelto a llamar.

–Sé lo que significa la palabra muerte -me digo en un susurro, con la voz más baja posible, porque suena como un mal presagio.

13

EN EL ZOOLÓGICO CON BRUCE

Hoy estoy en el zoológico con Bruce y justo en este momento estamos mirando los flamencos rosa sucio, algunos posados sólo sobre una pata, bajo un cálido sol de noviembre. Ayer por la noche pasé en coche por delante de su casa de Studio City y vi la silueta de Grace deslizándose por delante de la pantalla de vídeo gigante que está colocada frente al futón en el dormitorio del piso de arriba. El coche de Bruce no estaba en el camino de entrada, aunque no sé con seguridad qué significa eso, puesto que el coche de Grace tampoco estaba. Bruce y yo nos conocimos en los estudios que ahora dirige mi padre. Bruce escribe guiones para Corrupción en Miami y yo estudio el penúltimo curso en la UCLA. Se suponía que Bruce dejaría a Grace ayer por la noche y hoy es evidente, en este mismo momento, que no lo ha hecho. Vamos en coche hasta la colina del zoológico casi en completo silencio si se exceptúa este nuevo grupo de salsa del casete y los comentarios de Bruce sobre la calidad del sonido que amortiguan el silencio entre canciones. Bruce es dos años mayor que yo. Yo tengo veintitrés.

Es un día de entre semana, un jueves a última hora de la mañana. Pasan niños de los colegios, formando filas torcidas, mientras nosotros miramos los flamencos. Bruce fuma sin parar. Unos mexicanos en su día libre toman latas de cerveza metidas en bolsas de papel, se detienen, miran, murmuran cosas, sueltan unas risitas de borrachos, señalan los bancos. Yo me arrimo más a Bruce y le digo que necesito una Coca Cola Light.

–Duermen como mujeres -dice Bruce, de los flamencos-. No consigo entenderlo.

Me fijo en que hay literalmente centenares de niños de los colegios, cogidos de la mano por parejas, pasando junto a nosotros. Le doy un codazo a Bruce y él se aleja de las aves y yo me río ante la gran cantidad de niños. Bruce pierde interés por las desconcertantes caras sonrientes y señala un cartel: REFRESCOS.

Una vez que los niños quedan fuera de mi vista, el zoológico parece desierto. La única persona a la que veo durante nuestro paseo hasta el puesto de refrescos es a Bruce, que va delante de mí. El zoológico está tan vacío que podrían matar a alguien y nadie lo notaría. Bruce no es del tipo de hombres con los que salgo normalmente. Está casado, no es alto, y cuando llego junto a él paga mi Coca Cola Light con el dinero mío que se quedó en el aparcamiento. Se queja de cómo encontraremos a los gibones, dice algo sobre que los gibones tienen que estar por aquí. Esto significa que no estamos hablando de Grace pero espero que me sorprenderá. No le pregunto nada debido a lo molesto que parece por no encontrar a los gibones. Pasamos delante de más animales. Unos pingüinos con calor, de aspecto espantoso. Un cocodrilo se mueve lentamente hacia el agua, evitando un gran espinardo rodante seco.

–Ese cocodrilo te miró, cariño -dice Bruce, encendiendo otro pitillo-. Ese cocodrilo pensó: mmm.

–Apuesto lo que sea a que estos animales no son muy felices que digamos -le comento, cuando miramos a un oso polar, con trozos de su piel azules debido al cloro, que se arrastra hacia un estanque poco profundo, un glaciar falso.

–Vamos, vamos. – Bruce se muestra en desacuerdo-. Claro que son felices.

–Pues no lo parecen -digo yo.

–¿Qué es lo que quieres que hagan? ¿Tirar cohetes? ¿Bailar? ¿Te he dicho lo bien que te queda esa blusa?

Un barril flota en el agua color meados y el oso polar evita el agua, dando vueltas a su alrededor. Bruce se aleja. Yo le sigo. Ahora él está buscando las onzas, que ocupan un lugar importante en la lista de lo que debe ver. Encontramos el lugar donde se supone que deben estar las onzas, pero están escondidas. Bruce enciende otro pitillo y me mira.

–No te preocupes -dice.

–No me estoy preocupando -digo yo-. ¿No tienes calor?

–No -dice él-. La chaqueta es de lino.

–¿Qué es eso? – pregunto, mirando un ave grande de aspecto extraño-. ¿Un avestruz?

–No. – Suspira-. No lo sé.

–¿No es un… emú? – pregunto.

–Nunca he visto ninguno -dice él-. De modo que ¿cómo lo voy a saber?

El ojo empieza a palpitarme y tiro lo que queda del refresco en un cubo de basura cercano. Entro en unos servicios mientras Bruce mira una vez más los osos polares. En los servicios me echo agua a la cara, deseando dominar un ataque de ansiedad. Una negra enseña a un niño pequeño a sentarse en el retrete sin caerse. Aquí hace más fresco, el aire es dulzón, desagradable. Me coloco las lentes de contacto con rapidez y salgo para reunirme con Bruce, que me señala una gran cicatriz roja que se entrecruza con los negros puntos de sutura que recorren el lomo de uno de los osos polares.

Bruce mira a un canguro que da saltos aburridos hacia un encargado del zoológico, pero no deja que el encargado le agarre. Levanta indeciso una pata y hace un sonido de desaprobación, un sonido horrible, y el encargado le agarra por la cola y se lleva arrastrando al animal. Otro canguro está mirando, desde un rincón, aterrado, mascando nervioso unas hojas marrones. Nos alejamos.

Todavía tengo sed pero todos los puestos de refrescos por los que pasamos están cerrados y no consigo encontrar una fuente. La última vez que nos vimos Bruce y yo fue el lunes pasado. Me recogió con su Porsche verde y fuimos a los estudios al estreno de una nueva comedia con sexo para adolescentes y después a cenar a un sitio tex mex, en Malibú. Cuando se fue de mi apartamento aquella noche discutió conmigo sus planes para dejar a Grace, que se ha convertido en una de las actrices jóvenes favoritas de mi padre, y de la que Bruce me dice que nunca ha estado enamorado de verdad, aunque de todos modos se casó con ella, por motivos «todavía desconocidos», hace un año. Sé que no ha dejado a Grace y estoy un noventa y nueve por ciento segura de que me lo explicará todo más tarde pero también espero que empiece él y ésa es la razón por la que ahora está tan callado, porque me sorprenderá más tarde, después del almuerzo. Fuma pitillo tras pitillo.

El canguro que queda protesta y da saltos en círculo, luego se detiene con un espasmo súbito. Aunque Bruce tiene veinticinco años parece más joven y esto se debe principalmente a su aspecto juvenil, su cara lampiña, sin pelo, siempre sin necesidad de afeitarse, su abundante pelo rubio cortado a la última moda, y como le pega a muchas drogas está más delgado de lo que probablemente estaría pero se encuentra en buena forma y tiene una dignidad que la mayoría de los hombres que conozco no tiene, ni nunca tendrá. Desaparece camino arriba. Le sigo a un mundo nuevo: cactos, elefantes, más aves extrañas, grandes reptiles, rocas, África. Una banda de chicos hispanos anda sin rumbo, nos siguen, hacen novillos o a lo mejor no y yo miro el reloj para comprobar que no llegaré tarde a mi clase de la una.

Nos conocimos en una fiesta final de rodaje de los estudios. Bruce se acercó adonde yo estaba, me ofreció un vaso de agua fría y dijo:

–Te pareces a Nastasja Kinski.

Yo me quedé allí, muda, e hice un concentrado esfuerzo que duró nueve segundos para descodificar ese gesto. A las tres semanas de vernos me enteré de que estaba casado y me maldije terriblemente toda aquella tarde y la noche después de que me dijera eso en Trumps, un viernes antes de que él tuviera que volar a Florida a pasar el fin de semana. Yo no reconozco las señales que acompañan una aventura con un hombre casado porque básicamente en Los Ángeles no los hay. Después de que me enteré, las cosas adquirieron sentido, pero para entonces ya era «demasiado tarde». Un gorila está tumbado de espaldas, jugando con una rama. Estamos lejos pero todavía le puedo oler. Bruce se dirige a los rinocerontes.

–Les gusta estar aquí -dice, mirando a un rinoceronte que está tumbado inmóvil, y que estoy casi segura de que no está vivo-. ¿Por qué no les iba a gustar?

–Están encerrados -digo yo-. Los han metido en jaulas.

Junto a las jirafas, encendiendo otro pitillo, haciendo una broma sobre Michael Jackson, Bruce dice:

–No me dejes.

Es lo que dijo cuando el Vogue inglés me ofreció un trabajo absurdamente bien pagado que yo no era capaz de hacer y que me buscó mi padrastro y que, pensándolo bien, debería de haber aceptado y lo dijo otra vez antes de que se fuera a pasar el fin de semana a Florida, dijo:

–No me dejes.

Y si no me lo hubiera pedido, le habría dejado, pero como me lo pidió, me quedé, las dos veces.

–Bien -murmuro yo, frotándome un ojo con mucho cuidado.

Todos los animales me parecen tristes, en especial los monos, que se pelean sin el menor entusiasmo, y Bruce hace una comparación entre los gorilas y Patti LaBelle y encontramos otro puesto de refrescos. Pago yo su hamburguesa porque él no lleva dinero en metálico. Vinimos hoy al zoológico porque un amigo de Bruce le ha prestado su tarjeta de socio. Cuando le pregunté qué tipo de persona puede ser socia del zoológico, Bruce me hizo callar con un suave beso, una caricia, un leve apretón en la nuca, me ofreció un Marlboro Light. Bruce me tiende una factura. Me la guardo en el bolsillo. Una pareja de recién casados con un niño muy pequeño se sienta en una mesa al lado de la nuestra. La pareja me pone nerviosa porque mis padres nunca me llevaron al zoológico. El bebé agarra una patata frita. Me estremezco.

Bruce saca la carne de la hamburguesa y se la come sin hacer caso del pan, que le parece poco sano, «me sienta mal». Bruce nunca desayuna, ni siquiera los días en que va al gimnasio, y ahora tiene hambre y mastica ruidosamente. Yo mordisqueo un aro de cebollas, riéndome para mis adentros, y él no hablará hoy de nosotros. Se me pasa por la cabeza, y me quedo dándole vueltas hasta que por fin se desvanece, que nada impide su divorcio de Grace.

–Vamos -digo yo-. A ver más animales.

–No tengas prisa -dice él.

Pasamos junto a unas llamas inútilmente orgullosas, un tigre que no podemos ver, un elefante al que parece que le hayan pegado una paliza. Hay un cartel al lado de la jaula de algo a lo que llaman bongo: «Se ven raramente debido a su extremada timide2, y a las manchas de sus costados y lomo, que se confunden con las sombras.» Los babuinos se pavonean, haciéndose los machos, rascándose con descaro. Las hembras se agarran patéticamente a la piel de los machos, limpiándolos.

–¿Qué estamos haciendo aquí? – pregunto-. ¿Bruce?

En un determinado momento Bruce dice:

–¿No estamos demasiado lejos para volver cuando queramos?

Yo miro lo que creo que son avestruces.

–No sé si lo estamos -digo-. Sí.

–No, no lo estamos -grita él, adelantándose.

Le sigo hasta donde se detiene, mirando una cebra.

–«La cebra es un animal de un aspecto realmente magnífico» -lee lentamente Bruce en un cartel que cuelga junto a la cerca.

–Tiene un aspecto… muy de Melrose -digo yo.

–Tengo la sensación que te has comido un adjetivo, cariño -dice él.

Un niño aparece de repente a mi lado y saluda a la cebra con la mano.

–Bruce -empiezo-. ¿Se lo dijiste?

Nos dirigimos a un banco. Se ha nublado pero todavía hace calor y viento y Bruce fuma otro pitillo y no dice nada.

–Quiero hablar contigo -digo, cogiéndole las manos, apretándoselas, pero siguen sin vida en su regazo.

–¿Por qué unos animales tienen jaulas grandes y otros no? – pregunta.

–Bruce, por favor. – Empiezo a llorar. De pronto el banco se ha convertido en el centro del universo.

–Los animales me recuerdan cosas que no puedo explicar -dice él.

–Bruce -digo, entre sollozos.

Alzo rápidamente una mano hasta su cara, tocándole la mejilla suavemente, haciendo presión.

Me coge la mano y la aparta de él y la pone entre nosotros, en el banco, y me dice muy deprisa:

–Escucha… me llamo Yocnor y soy del planeta Arachanoid que está situado en una galaxia que la Tierra no ha descubierto todavía y probablemente nunca descubrirá. Según vuestro cómputo temporal, estoy en vuestro planeta desde hace cuatrocientos mil años y me mandaron aquí a obtener datos de vuestra conducta que por fin nos permitan invadir y destruir todas las galaxias existentes, incluida la vuestra. Será un mes terrible, pues la Tierra será destruida de tal modo que sufriréis un dolor a un nivel que vuestra mente nunca será capaz de entender. Pero tú no experimentarás esto de primera mano porque pasará en el siglo XXIV de la Tierra y habrás muerto mucho antes. Sé que te resultará difícil de creer, pero por una vez te estoy diciendo la verdad. No volveremos a hablar de esto nunca más. – Me besa la mano, luego mira la cebra y al niño que lleva una camiseta de CALIFORNIA, que todavía sigue allí, saludando al animal con la mano.

Camino de la salida encontramos a los gibones. Es como si aparecieran de repente, materializándose sólo para Bruce. Yo nunca he visto a un gibón y ahora no tengo ganas especiales de ver uno, de modo que en definitiva es una experiencia poco iluminadora. Me siento en otro banco y espero a Bruce, con el sol atravesando la neblina, y se me ocurre que Bruce podría no dejar a Grace y también se me ocurre que podría enamorarme de otra persona y que podría dejar la universidad e ir a Inglaterra o por lo menos a la costa Este. Hay muchas cosas que me podrían mantener lejos de Bruce. De hecho, las posibilidades parecen mucho mejores. Pero no lo puedo evitar: cuando salimos del zoológico y subimos a mi BMW rojo y él lo arranca, digo para mis adentros: tengo confianza en este hombre.

FIN

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04/11/2009

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