John Fante
Pregúntale al polvo
Bruce me dice que las cosas han ido mal desde que Robert dejó el apartamento que compartían en la esquina de la Cincuenta y seis con Park y se fue con su padrastro a hacer un viaje en balsa por aguas bravas, por el río Colorado, dejando a Lauren, su novia, que también vive en el apartamento de la Cincuenta y seis esquina con Park, sola con Bruce, juntos los dos durante un mes. Yo no conozco a Lauren pero sé qué tipo de chicas atrae a Robert y tengo muy claro qué aspecto debe de tener, y luego pienso en las chicas a quienes puede gustarles Robert, guapas, de esas que hacen como que ignoran el hecho de que Robert, a los veintidós años, tiene unos trescientos millones de dólares, e imagino a esa chica, Lauren, tumbada en el futón de Robert, con la cabeza echada hacia atrás, y a Bruce moviéndose lentamente encima de ella, mientras cierra los ojos con fuerza.
Bruce me dice que la cosa empezó una semana después de que se fuera Roben. Bruce y Lauren habían ido al Café Central y después de devolver lo que habían pedido de comer y de decidir tomar sólo unas copas, estuvieron de acuerdo en que lo suyo sería sólo cuestión de sexo. Que aquello pasaba únicamente porque Robert se había ido al Oeste. Se dijeron uno al otro que, de hecho, no existía atracción mutua aparte de la física, y luego volvieron al apartamento de Robert y se acostaron. El asunto siguió así, me dice Bruce, durante una semana, hasta que Lauren empezó a salir con un magnate de la propiedad inmobiliaria, de veintitrés años, que tiene unos dos mil millones de dólares.
Bruce me dice que no se enfadó por culpa de eso. Pero que se sentía «ligeramente molesto» el fin de semana en que se presentó Marshall, el hermano de Lauren, que acababa de graduarse, y se quedó en el apartamento de Robert, de la esquina de la Cincuenta y seis con Park. Bruce me dice que la cosa entre él y Marshall se prolongó sencillamente porque Marshall se quedó más tiempo. Marshall se quedó semana y media. Y luego Marshall volvió al piso que tenía su ex novio en el SoHo, cuando su ex novio, un joven marchante de arte que tiene de unos dos a tres millones, dijo que quería que Marshall pintara tres columnas de adorno en el piso que compartían en Grand Street. Marshall tiene unos cuatro mil dólares y algo suelto.
Eso fue durante el período en que Lauren trasladó todos sus muebles (y algunos de los de Robert) a la casa que tenía en la Trump Tower el magnate de la inmobiliaria, el de veintitrés años. Durante ese período fue también cuando los dos carísimos lagartos egipcios de Robert aparentemente comieron unas cucarachas envenenadas y los encontraron muertos, uno debajo del sofá del cuarto de estar, sin cola, el otro despatarrado encima del Betamax de Robert. El grande costó cinco mil dólares; el pequeño había sido un regalo. Pero como Roben se encontraba en alguna parte del Gran Cañón, no había modo de ponerse en contacto con él. Bruce me cuenta que por eso dejó el apartamento de la Cincuenta y seis esquina con Park y se fue a casa de Reynolds, en Los Angeles, en la parte alta de Mulholland, mientras Reynolds, que más o menos tiene, según Bruce, lo que valen un par de falafels en PitaHut, sin incluir la bebida, está en Las Cruces.
Mientras enciende un canuto, Bruce me pregunta qué he andado haciendo, qué ha pasado por aquí, y me dice otra vez que lo siente. Le hablo de las clases, las recepciones, le cuento que Sam se acuesta con un redactor de la Paris Review que vino desde Nueva York el fin de semana dedicado a los editores, que Madison se afeitó la cabeza y Cloris creyó que le estaban dando quimioterapia y mandó todos los relatos que su amiga había escrito a unos redactores que conocía del Esquire, The New Yorker, Harper's, y que eso dejó a todo el mundo impresionado. Bruce dice que le diga a Craig que quiere que le devuelva la funda de su guitarra. Pregunta si voy a ir a East Hampton a ver a mis padres. Le digo que, como el curso intensivo está a punto de terminar y casi es septiembre, no veo para qué voy a ir.
El verano pasado Bruce estuvo conmigo en Camden y seguimos juntos el curso intensivo, y ése fue el verano en que Bruce y yo nos bañamos de noche en el lago Parrin y el verano en que él escribió la letra de la canción de Petticoat Junction por toda mi puerta porque yo me reía cada vez que él cantaba la canción y no porque la canción fuera graciosa, sólo era por el modo en que la cantaba: con la cara rígida pero completamente inexpresiva. Fue el verano en que fuimos a Saratoga y vimos a los Cars y, en ese mismo agosto, más adelante, a Bryan Metro. El verano fueron borracheras y noches y calor y el lago. Una imagen que no vi jamás: mis manos frías deslizándose por su espalda suave y mojada.
Bruce me dice que me toquetee, ahora mismo, en la cabina telefónica. La residencia en la que estoy se encuentra en silencio. Aparto un mosquito de un manotazo.
–No me puedo toquetear -digo yo. Me dejo resbalar poco a poco hasta el suelo, todavía con el teléfono en la mano.
–Ser rico es cojonudo -dice Bruce.
–Bruce -estoy diciendo yo-. Bruce.
Me habla del verano pasado. Menciona Saratoga, el lago, una noche de la que no me acuerdo en un bar de Pittsfield.
Yo no digo nada.
–¿Me estás escuchando? – pregunta.
–Sí -susurro yo.
–Oye, ¿no hay interferencias? – pregunta.
Yo estoy mirando fijamente un dibujo: una taza de capuccino rebosante de espuma y debajo de ella dos palabras garabateadas en negro: el futuro.
–Tranqui -dice Bruce, finalmente, con un suspiro.
Después de colgar vuelvo a mi habitación y me cambio. Reynolds me recoge a las siete y mientras vamos en coche a un pequeño restaurante chino de las afueras de Camden, baja el volumen de la radio después de que yo le diga que ha llamado Bruce; Reynolds pregunta:
–¿Se lo contaste?
Yo no digo nada. Hoy mientras comíamos me enteré de que Reynolds anda enrollado con uno de la ciudad que se llama Brandy. En lo único en que puedo pensar es en Robert que todavía sigue en una balsa, en algún sitio de Arizona, mirando una pequeña foto de Lauren, aunque es probable que no. Reynolds vuelve a subir el volumen de la radio después de que yo niegue con la cabeza. Miro por la ventanilla. Termina el verano, 1982.
Yo esperaba que nadie lo fuera a mencionar, pero según transcurría la noche me daba cuenta de que alguien diría algo. Lo que pasa es que no creí que fuese Raymond. Estamos los cuatro en Mario's, un pequeño restaurante italiano de Westwood Village, y es jueves y a finales de agosto. Aunque las clases no empiezan hasta principios de octubre, todo el mundo puede asegurar que se termina el verano, que ya ha terminado. No hay gran cosa que hacer. Una fiesta en Bel Air a la que nadie tiene demasiado interés en ir. Ningún concierto. Ninguno de nosotros tiene cita. De hecho, exceptuando a Raymond, no me parece que ninguno salga con nadie. Conque los cuatro -Raymond, Graham, Dirk y yo- decidimos salir a cenar. Ni siquiera me daba cuenta de que hacía «exactamente» un año hasta que me encuentro en el aparcamiento, al lado del restaurante, y casi me alcanza un rastrojo volante que pasa por delante de mí con demasiada rapidez. Aparco y sigo sentado en mi coche, dándome cuenta de la fecha que es y camino muy despacio, con mucho cuidado, hasta la puerta del restaurante y me detengo un momento antes de entrar: me quedo mirando el menú enmarcado en un cristal. Soy el último en llegar. Ninguno les está contando demasiadas cosas a los otros. Trato de llevar la charla hacia otros asuntos: el nuevo vídeo de Fixx, Vanessa Williams, cuánto dinero está recaudando Cazafantasmas, qué cursos vamos a seguir, qué tal si al día siguiente vamos a hacer surf. Dirk se dedica a contar chistes malos que todos nos sabemos y que a nadie hacen gracia. Pedimos. El camarero se marcha. Raymond habla.
–Hace un año. Exactamente -dice Raymond.
–¿De qué? – pregunta Dirk, sin el menor interés.
Graham alza la vista hacia mí, luego la baja.
Nadie dice nada, ni siquiera Raymond, durante largo rato.
–Ya lo sabes -dice, por fin.
–No -dice Dirk-. No lo sé.
–Sí que lo sabes -dicen Graham y Raymond al mismo tiempo.
–No, de verdad que no lo sé -dice Dirk.
–Déjalo, Raymond -digo yo.
–No, nada de «déjalo, Raymond». ¿Qué tal «déjalo, Dirk»? – dice Raymond, mirando a Dirk, que no nos está mirando a ninguno de nosotros. Se limita a estar allí sentado, con la vista clavada en el vaso de agua, que tiene mucho hielo.
–No seas gilipollas -dice, con suavidad.
Raymond se echa hacia atrás, con aire de satisfacción pero algo triste. Graham me vuelve a mirar. Yo aparto la vista.
–No parecía que hiciese tanto -murmura Raymond-. ¿No crees, Tim?
–Déjalo, Raymond -vuelvo a decir yo. – ¿De qué hace un año? – dice Dirk, mirando por fin a Raymond.
–Ya lo sabes -dice Raymond-. Ya lo sabes,
Dirk.
–No, no lo sé -dice Dirk-. ¿Por qué no nos lo cuentas? Venga, dínoslo.
–Yo no tengo nada que decir -murmura Raymond.
–Chicos, sois unos carapijos totales -dice Graham, jugueteando con un colín. Se lo ofrece a Dirk, que lo rechaza con la mano.
–Nada de déjalo, Raymond -dice Dirk-. Lo sacaste a relucir tú. Ahora cuéntalo, maricón.
–Diles que se callen -me dice Graham.
–Ya lo sabéis -dice débilmente Raymond.
–Cierra el pico -digo yo, con un suspiro.
–Cuéntaselo, Raymond -dice Dirk, desafiante.
–Desde que Jamie… -a Raymond se le quiebra la voz. Rechina los dientes, luego nos vuelve la espalda.
–¿Desde que Jamie qué? – pregunta Dirk, alzando la voz, que se hace más aguda-. ¿Desde que Jamie qué, Raymond?
–Chicos, sois unos carapijos totales. – Graham se ríe-. ¿Por qué no te callas?
Raymond susurra algo que no podemos oír ninguno de los demás.
–¿Qué? – pregunta Dirk-. ¿Qué has dicho?
–Desde que murió Jamie -admite Raymond por fin, entre dientes.
Por algún motivo esto cierra la boca a Dirk, que se echa hacia atrás, sonriendo, mientras el camarero trae la comida a la mesa. Yo no quiero garbanzos en la ensalada y ya se lo había advertido al camarero cuando pedimos, pero parece inadecuado decir nada. El camarero coloca un plato de mozzarella marinara delante de Raymond. Este clava los ojos en ella. El camarero se marcha, vuelve con la bebida. Raymond sigue mirando fijamente la mozzarella marinara. El camarero pregunta si está todo a nuestro gusto. Graham es el único de nosotros que asiente con la cabeza.
–Él siempre pedía esto mismo -dice Raymond.
–Por el amor de Dios, tranquilízate -dice Dirk-. ¿Qué más da? Pide algo distinto. Pide orejas de mar, por ejemplo.
–Las orejas de mar están muy buenas -dice el camarero, antes de irse-. Y también las uvas de mar.
–Me parece increíble que te comportes de este modo -dice Raymond.
–¿De qué modo? ¿Es porque no me comporto como tú? – Dirk agarra el tenedor, luego lo suelta por tercera vez.
–No, me parece increíble que te comportes así, como si todo esto te la sudara -dice Raymond.
–Puede que sí. Jamie era un gilipollas. Un tío simpático, pero también un gilipollas, ¿vale? – dice Dirk-. Y ahora vamos a dejarlo. No merece la pena seguir con ello.
–Era uno de nuestros mejores amigos -dice Raymond con aires de acusación.
–Era un gilipollas y no era uno de mis mejores amigos -dice Dirk, riendo.
–Tú eras su mejor amigo, Dirk -dice Raymond-. No hagas como si no lo hubieras sido.
–Me menciona en su agenda… cojonudo. – Dirk se encoge de hombros-. Por eso es. – Pausa-. Era un gilipollas.
–No te importa.
–¿El que haya muerto? – pregunta Dirk-. Lleva un año muerto, Raymond.
–Me resulta increíble que te importe un pijo, eso es todo.
–Si que me importe un pijo significa estar aquí llorando como un marica por ello… -Dick suspira, luego añade-: Mira, Raymond, de eso ya hace mucho tiempo.
–Sólo hace un año -dice Raymond.
Una noche, a fines de agosto, camino de Palm Springs, Jamie intentaba encender un canuto y, o perdió el control del coche porque iba muy deprisa o tuvo un reventón, el BMW se salió de la autopista y él se mató en el acto. Dirk le seguía en otro coche. Iban a pasar un fin de semana a la casa de los padres de Jeffrey en Rancho Mirage y se habían largado de una fiesta en Studio City en la que estuvimos todos, y fue Dirk el que tuvo que sacar el cuerpo destrozado y ensangrentado del coche de Jamie, y el que hizo señas de que se detuviera a un tipo que iba camino de Las Vegas para construir una cancha de tenis y el tipo fue en coche al hospital más cercano y la ambulancia llegó setenta minutos después y Dirk la esperó allí sentado en el desierto con la vista fija en el cadáver. Dirk nunca habló mucho de ello, se limitó a darnos unos pocos detalles una semana después de lo que pasó: el modo en que fue dando tumbos, el BMW se deslizó por la arena, estrellándose contra un cactus, y cómo asomaba por el parabrisas la parte de arriba del cuerpo de Jamie; el modo en que Dirk tiró de él, lo puso a un lado, registró los bolsillos de Jamie para hacerse otro canuto. Muchas veces he tenido la tentación de ir hasta donde tuvo lugar el accidente y echar un ojo pero ya nunca voy a Palm Springs porque siempre que estoy allí me siento fatal y es un coñazo.
–Chicos, encuentro increíble que no os importe -está diciendo Raymond.
–Raymond -decimos Dirk y yo al mismo tiempo.
–Lo que pasa es que no podemos hacer nada -termino yo.
–Sí. – Dirk se encoge de hombros-. ¿Qué podemos hacer?
–Tienen razón, Raymond -dice Graham-. Las cosas resultan borrosas.
–La verdad es que para mí es una especie de borrón enorme -dice Dirk.
Miro a Raymond y luego nuevamente a Dirk.
–Está muerto y todo lo que quieras, pero eso no significa que no fuera un gilipollas -dice Dirk, quitándose el plato de delante.
–No era un gilipollas, Dirk -le digo yo, y de repente me echo a reír-. Dirk el gilipollas, Dirk el gilipollas.
–¿Qué quieres decir con eso, Tim? – pregunta Dirk, mirándome fijamente-. ¿Es porque te levantó a Carol Banks?
–Dios santo -dice Graham.
–¿Qué es eso de que me levantó a Carol Banks? – pregunto yo, al cabo de un momento de silencio. Carol y yo nos estuvimos viendo ocasionalmente durante primero y segundo en la universidad. Ella se fue a Camden una semana antes de que muriese Jamie. Llevo un año sin hablar con ella. Ni siquiera creo que vuelva este verano.
–Se la follaba a tus espaldas -dice Dirk, y parece contento al decirme esto.
–Se la tiró diez, doce veces, Dirk -dice Graham-. A mí eso no me parece que fuera un asunto serio o algo así.
De todos modos a mí nunca me gustó de verdad Carol Banks. Perdí mi virginidad con ella un año antes de que en realidad empezáramos a salir juntos. Atractiva, rubia, animadora del equipo, buenas notas, nada muy especial. Carol siempre me ha llamado nonchalant, una palabra cuyo significado jamás entendí, y una palabra que busqué en bastantes diccionarios de francés y que nunca pude encontrar. Yo siempre sospeché que Jamie y Carol habían hecho algo, pero como Carol nunca me gustó mucho (sólo en la cama y ni siquiera allí estaba seguro del todo) sigo sentado a la mesa sin que me importe gran cosa, nada afectado por lo que sabían todos menos
yo.
–Vaya, hombre, de modo que todos lo sabíais, ¿no? – pregunto.
–Siempre me dijiste que en realidad Carol nunca te gustó -dice Graham.
–Pero lo sabíais todos, ¿no? – vuelvo a preguntar-. Raymond… ¿tú lo sabías?
Raymond mira de reojo durante un momento con los ojos fijos en un punto invisible y asiente con la cabeza, sin decir nada.
–¿Y qué? Bien poca cosa, ¿no? – dice Graham más que pregunta.
–¿Vamos a ir al cine, o qué? – pregunta Dirk, suspirando.
–Chicos, no consigo creer que no os importe -dice Raymond en voz bastante alta, de repente.
–¿A ti te apetece ir al cine? – me pregunta Graham.
–Chicos, no consigo creer que no os importe -vuelve a decir Raymond, en voz más baja.
–Yo estuve allí, tonto del culo -dice Dirk, agarrando el brazo de Raymond.
–Mierda, todo esto resulta demasiado violento -dice Graham, hundiéndose en su asiento-. Cállate la boca, Dirk.
–Yo estuve allí -dice Dirk ignorando completamente a Graham, y sujetando todavía la muñeca de Raymond-. Yo soy el que me quedé y le saqué del jodido coche. Soy el que le vio desangrarse hasta que murió. Así que no me toquéis los huevos con eso de que no me importa. Muy bien, Raymond. Me la suda.
Raymond ha empezado a llorar y se aparta de Dirk y se levanta de la mesa, dirigiéndose al fondo del restaurante, hacia el servicio de caballeros. Las pocas personas que quedan en el restaurante están todas mirando hacia nuestra mesa. La actitud distante de Dirk se viene un poco abajo. Graham tiene pinta de angustiado o algo así. Yo vuelvo a clavar la vista en una pareja de jóvenes que está dos mesas más allá de la nuestra, hasta que apartan la mirada.
–Alguien tendría que hablar con él -digo yo,
–¿Y decirle qué? – pregunta Dirk-. ¿Qué coño le vas a decir?
–Bueno, verás, hablar simplemente con él. – Me encojo de hombros.
–Yo no lo voy a hacer. – Dick se cruza de brazos y mira a todas partes excepto a mí o a Graham.
Me pongo de pie.
–Jamie pensaba que Raymond era un tonto del culo -dice Dirk-. ¿Te das cuenta? Le tenía manía. Era amigo suyo sólo porque lo éramos nosotros, Tim.
–Tiene razón, colega -dice Graham al poco.
–Yo creía que Jamie se había matado en el acto -digo allí quieto, de pie.
–Y así se mató. – Dirk se encoge de hombros-. ¿Por qué dices eso? ¿Por qué?
–Le dijiste a Raymond, bueno, que se desangró hasta que murió.
–Dios santo… ¿qué diferencia hay? Joder, lo digo en serio… -dice Dirk-. Por Dios, si sus padres tuvieron la mierda esa del velatorio en Spago, por el amor de Dios. Mira, déjalo ya, tío.
–No, la verdad, Dirk -estoy diciendo yo-. ¿Por qué le dijiste eso a Raymond? – Pausa-. ¿Es la verdad?
Dirk alza la mirada.
–Espero que le haga sentirse peor.
–¿Es eso? – pregunto, tratando de no sonreír burlonamente.
Dirk me mira con dureza, luego deja de hacerlo, perdiendo el interés.
–Es que tú nunca te enteras de nada, Tim. Tienes pinta de estar bien, pero no das una a derechas.
Me alejo de la mesa y voy al servicio de caballeros. La puerta está cerrada y por encima del sonido de la cisterna que descarga repetidamente consigo oír los sollozos de Raymond. Llamo con los nudillos.
–Raymond… déjame entrar.
La cisterna deja de sonar. Le oigo sorberse los mocos, luego sonarse la nariz.
–Estoy perfectamente -responde.
–Déjame entrar. – Hago girar el picaporte-. Vamos. Abre la puerta.
La puerta se abre. Es un cuarto de baño pequeño y Raymond está sentado en la taza del retrete, que tiene la tapa bajada, y rompe nuevamente a llorar, con la cara y los ojos rojos y húmedos. La emoción de Raymond me sorprende tanto que tengo que apoyarme en la puerta y limitarme a mirar, viendo cómo se retuerce las manos.
–Era amigo mío -dice él, entre hipidos, sin mirarme.
Yo me quedo mirando los azulejos amarillentos de la pared durante largo rato mientras me pregunto por qué cojones me habrá puesto el jodido camarero los garbanzos en la ensalada, cuando estoy completamente seguro de haberle dicho que no me los pusiera. ¿Dónde habría nacido el camarero, por qué trabajaba en Mario's; es que no se había fijado en la ensalada, o no me había entendido?
–También tú le caías bien -digo, al fin.
–Era mi mejor amigo. – Raymond intenta dejar de llorar dando puñetazos a la pared.
Procuro agacharme, prestar atención.
–Claro, claro -le digo.
–De verdad, lo era. – Raymond sigue sollozando.
–Venga, levántate -digo-. Todo se arreglará. Vamos a ir al cine.
Raymond alza la vista y pregunta:
–¿Lo crees de verdad?
–Sí, a Jamie tú también le caías bien. – Agarro a Raymond por el brazo-. No le gustaría que hicieras estas cosas.
–Yo le caía bien -dice para sí mismo, o lo pregunta.
–Sí, le caías bien. – No puedo evitar sonreír cuando digo esto.
Raymond tose y corta un trozo de papel higiénico y se suena la nariz, luego se seca la cara y dice que necesita algo de costo.
Volvemos a la mesa los dos y tratamos de comer un poco pero todo está frío, y mi ensalada ha desaparecido. Raymond pide una botella de vino bueno y el camarero la trae con cuatro copas y Raymond propone un brindis. Y después de tener llenas las copas nos apremia para que las alcemos y Dirk nos mira como si estuviéramos locos y se niega, vaciando la suya de un trago, antes de que Raymond diga algo como: «Por ti, colega, te echamos mucho de menos.» Yo alzo mi copa sintiéndome como un estúpido y Raymond me mira, con la cara hinchada, sonriente, con pinta de pirado, y en este momento de calma, cuando Raymond alza su copa y Graham se levanta a hacer una llamada telefónica, me acuerdo de Jamie, de repente y con tanta claridad que parece como si el coche no se hubiera salido de la autopista aquella noche en el desierto. Casi parece como si el tonto del culo estuviera aquí, con nosotros, y que si me diera la vuelta, estaría sentado ahí mismo, también con la copa alzada, sonriendo, moviendo la cabeza y murmurando la palabra «idiotas».
Doy un sorbo, al principio con cuidado, temeroso de que el sorbo sirva para sellar algo.
–Lo siento -dice Dirk-. Sólo es… es que no puedo.
Miro el techo, luego el despertador digital de la mesilla, junto a la cama, que me dice que es casi mediodía, y espero inútilmente haber visto mal la hora, cerrando los ojos con fuerza, aunque cuando los vuelvo a abrir el reloj todavía sigue diciendo que son casi las doce. Levanto un poco la cabeza y miro los pequeños números rojos que parpadean en el Betamax y que me dicen lo mismo que las manecillas color melón del despertador: casi las doce de la mañana. Intento volver a dormirme pero el Librium que tomé al amanecer ya no me hace efecto y noto la boca reseca y espesa y tengo sed. Me levanto, despacio, y me dirijo al cuarto de baño y cuando abro el grifo miro al espejo durante largo rato hasta que no me queda más remedio que fijarme en las arrugas que se me empiezan a formar alrededor de los ojos. Desvío la mirada y me concentro en el agua fría que sale del grifo y que llena la especie de taza que formo con las manos.
Abro el armarito de las medicinas tirando del espejo y saco un frasco. Lo vacío y cuento los Librium que quedan: sólo cuatro. Vierto una cápsula verde y negra en la mano, la miro fijamente, luego la pongo con esmero junto al lavabo y cierro el frasco y lo vuelvo a guardar en el armarito de las medicinas y saco otro frasco de él y coloco dos Valium en la repisa, junto a la cápsula verde y negra. Guardo el frasco y saco otro. Lo abro, mirándolo con precaución. Me fijo en que no quedan demasiadas Thorazine y tomo nota mentalmente de que debo conseguir recetas de Librium y Valium y tomo un Librium y uno de los dos Valium y abro la ducha.
Entro en la ducha de grandes azulejos negros y blancos y me quedo allí. El agua, fría al principio, luego más caliente, me golpea en la cara con fuerza y me siento débil y poco a poco me pongo de rodillas, con la cápsula negra y verde todavía en el fondo de la garganta, e imagino, durante un instante, que el agua es de un fresco e intenso color verde mar, y separo los labios, echando la cabeza hacia atrás para que me entre un poco de agua que me ayude a tragar la pastilla.
Cuando abro los ojos empiezo a gemir al ver que el agua que cae sobre mí no es azul sino transparente y cálida y hace que la piel de mis pechos y estómago enrojezca.
Después de vestirme bajo las escaleras y me acongoja pensar en lo mucho que me lleva prepararme para enfrentarme al día. En los muchos minutos que pasan mientras recorro apáticamente el vestidor, en lo mucho que parece que me lleva elegir los zapatos que quiero, en el esfuerzo que debo de hacer para salir de la ducha. Es posible olvidarse de todo esto si se bajan las escaleras con cuidado, metódicamente, concentrándose en cada peldaño. Llego abajo y distingo unas voces que vienen de la cocina y me dirijo allí. Desde donde estoy distingo a mi hijo y a otro chico que están en la cocina buscando algo que comer, y a la muchacha sentada ante la enorme mesa de madera mirando las fotografías del Herald Examiner de ayer; se ha quitado las sandalias y lleva las uñas de los dedos de los pies pintadas con esmalte azul. El estéreo del estudio está encendido y alguien, una mujer, canta Encontré una foto tuya. Entro en la cocina. Graham levanta la vista de la nevera y dice, sin sonreír:
–Te levantas temprano.
–¿Por qué no has ido a clase? – pregunto, procurando que parezca que de veras me importa, mientras busco un Tab en la nevera.
–Los de segundo salimos pronto los lunes.
–Oh. – Le creo, pero no sé por qué. Abro el Tab y doy un trago. Tengo la sensación de que la pastilla que tomé antes se me ha quedado atascada en la garganta y se deshace. Tomo otro trago de Tab.
Graham pasa junto a mí y saca una naranja de la nevera. El otro chico, alto y rubio como Graham, está parado junto al fregadero y mira por la ventana en dirección a la piscina. Graham y el otro chico llevan sus uniformes del colegio y se parecen mucho: Graham pela la naranja, el otro chico mira fijamente el agua. Me cuesta mucho no encontrar desconcertante nada de lo que hace ninguno de los dos, de modo que me doy la vuelta, pero la visión de la muchacha, sentada a la mesa, con las sandalias junto a los pies y con el inconfundible olor de marihuana que procede de su bolso y su jersey, por algún motivo me parece muy desagradable y tomo otro trago de Tab y luego vacío lo que queda en el fregadero. Me dispongo a salir de la cocina.
Graham se vuelve hacia el otro chico.
–¿Quieres que veamos la MTV?
–Me parece que… bueno, no -dice el chico, con la vista clavada en la piscina.
Cojo mi bolso, que está en un hueco junto a la nevera, y me aseguro de que tengo dentro la cartera, porque la última vez que estuve en Robinson's no estaba. Me dispongo a salir por la puerta. La muchacha dobla el periódico. Graham se quita su jersey color borgoña. El otro chico quiere saber si Graham tiene la casete de Alien, el octavo pasajero. En el estudio la mujer está cantando Circunstancias fuera de control. Me encuentro mirando fijamente a mi hijo, rubio y alto y bronceado, con unos ojos verdes inexpresivos, que abre la nevera y saca otra naranja. La examina atentamente, luego alza la cabeza cuando se da cuenta de que estoy parada junto a la puerta.
–¿Vas a algún sitio? – pregunta.
–Sí.
Espera un momento y como yo no digo más, se encoge de hombros y se da la vuelta y empieza a pelar la naranja y en algún punto, durante el trayecto hacia Le Dome para reunirme con Martin para almorzar, caigo en la cuenta de que Graham sólo es un año menor que Martin y tengo que detener el Jaguar junto a un bordillo de Sunset y bajo el volumen de la radio y abro la ventanilla, luego el techo y dejo que el calor del sol de hoy caliente el interior del coche mientras me concentro en un rastrojo rodante que el viento empuja lentamente por un bulevar desierto.
Martin está sentado a la barra redonda de Le Dôme. Lleva traje y corbata y sigue impaciente con los pies el ritmo de la música que suena por la megafonía del restaurante. Me contempla mientras avanzo hacia él.
–Llegas tarde -dice, mostrándome la hora en un Rolex de ora.
–Sí, llego tarde -digo yo, y luego-: Vamos a sentarnos.
Martin mira su reloj y luego su vaso vacío y luego me mira de nuevo a mí y yo aprieto con fuerza mi bolso contra el costado. Martin suspira, luego asiente con la cabeza. El maître nos señala la mesa y nos sentamos y Martin se pone a hablar de sus clases en la UCLA y luego de que sus padres le fastidian, de que aparecen en su apartamento de Westwood sin avisar, de que su padrastro quería que asistiera a una cena que celebraba en Chasen's, de que no quiso ir a la cena que celebraba su padrastro en Chasen's y del hastío con que estuvieron discutiendo.
Yo miro por la ventana, a un criado hispano que está parado delante de un Rolls-Royce, contemplándolo fijamente mientras murmura algo. Cuando Martin empieza a quejarse de su BMW y de lo mucho que cuesta el seguro, le interrumpo.
–¿Por qué llamaste a casa?
–Quería hablar contigo -dice él-. Cancelar la cita.
–No llames a casa.
–¿Por qué? – pregunta-. ¿Te preocupa que se entere alguien?
Enciendo un cigarrillo.
Martin deja su tenedor junto al plato y luego aparta la vista.
–Estamos comiendo en Le Dôme -dice-. Me refiero a que… Dios santo.
–¿Todo bien? – pregunto.
–Sí. Todo bien.
Pido la cuenta y la pago y sigo a Martin hasta su apartamento de Westwood donde nos acostamos y le hago a Martin una felación y me lo trago todo de regalo.
Estoy tendida en una tumbona junto a la piscina. Hay ejemplares de Vogue y Los Angeles Magazine y la sección de espectáculos del Times amontonados junto a donde estoy tumbada pero no los puedo leer porque el color de la piscina atrae mi vista y miro fijamente y con ansia el agua color azul. Me apetece darme un baño pero el calor del sol ha recalentado demasiado el agua y el doctor Nova me ha advertido de los peligros que tiene tomar Librium si te pones a nadar.
Un empleado está limpiando la piscina. Es un chico muy joven y está muy bronceado y tiene el pelo rubio y no lleva camisa y lleva unos pantalones vaqueros blancos muy ajustados y cuando se agacha para comprobar la temperatura del agua, los músculos de la espalda se le marcan por debajo de su suave piel morena. El chico ha traído un casete portátil que está en el borde del Jacuzzi y alguien canta Nuestro amor está en peligro y yo espero que el sonido de la fronda de las palmeras a las que mueve el cálido viento llevará la música hasta el jardín de los Sutton. Me intriga lo intensa que parece ser la concentración del chico que se ocupa de la piscina, lo suavemente que se mueve el agua cuando pasa la red por ella, el modo en que vacía la red con que ha atrapado hojas y libélulas multicolores que parecen ensuciar la resplandeciente superficie del agua. El chico abre un desagüe y los músculos de su brazo se flexionan, levemente, sólo durante un momento. Y yo sigo mirando, paralizada, mientras él rebusca dentro del agujero redondo y empieza a sacar algo del agujero, con los músculos de los brazos momentáneamente flexionados de nuevo, y tiene el pelo rubio y alborotado por el viento, con vetas más claras debido al sol, y cambio de postura en la tumbona, sin apartar la vista.
El chico empieza a levantar el brazo del desagüe y saca dos grandes trapos grises que deja, goteando, en el cemento, y los mira fijamente. Mira fijamente los trapos durante mucho rato. Y luego se dirige hacia mí. Durante un momento siento pánico, me ajusto las gafas de sol, busco el aceite bronceador. El chico avanza lentamente hacia mí y el sol cae con fuerza y yo separo las piernas y me froto con aceite el interior de los muslos y luego las piernas, rodillas, tobillos. El chico está parado junto a mí. El Valium que tomé antes lo distorsiona todo, hace que los fondos se muevan de un modo ondulante. Una sombra me tapa la cara y eso me permite alzar la vista hacia el chico y en el estéreo portátil oigo Nuestro amor está en peligro y el chico abre la boca, los labios gruesos, los dientes blancos y limpios, y noto la abrumadora necesidad de que me pida que vaya a la furgoneta blanca aparcada al fondo del camino de entrada y que me ordene que me pierda en el desierto con él. Sus manos, que huelen a cloro, me extenderían el aceite por la espalda, el estómago, el cuello, y mientras me mira desde arriba con la música de rock procedente del casete y las palmeras agitadas por un ardiente viento del desierto y el resplandor del sol brillando en la superficie del agua azul de la piscina, me pongo tensa y espero que me diga algo, lo que sea, que suspire, que gima. Contengo la respiración, miro fijamente los ojos del chico, protegida por las gafas de sol, temblorosa.
–Tiene dos ratas muertas en el desagüe.
Yo no digo nada.
–Ratas. Dos ratas muertas. Quedaron atrapadas en el desagüe o a lo mejor cayeron, quién sabe. – Me mira sin expresión.
–¿Por qué… me cuentas… eso? – pregunto.
Se queda allí quieto, esperando que le diga algo más. Me quito las gafas de sol y miro hacia las cosas grises cerca del Jacuzzi.
–Llévatelas de aquí -consigo decir, bajando la vista.
–Sí, vale -dice el chico, con las manos en los bolsillos-. Es que no entiendo cómo quedaron atrapadas ahí.
La afirmación, de hecho una pregunta, la pronuncia de un modo tan lánguido que aunque no exige respuesta, le digo:
–Nunca lo sabremos… supongo.
Estoy mirando la portada de un ejemplar del Los Angeles Magazine. Un enorme arco de agua se alza hacia el cielo, un surtidor azul y verde y blanco.
–A las ratas les da miedo el agua -me está diciendo el chico.
–Sí -digo yo-. Eso he oído. Lo sé.
El chico regresa adonde están las ratas ahogadas y las agarra por unos rabos que deberían ser rosa pero que desde donde yo me encuentro veo que son azul claro y las mete en lo que creo que era su caja de herramientas y luego, para librarme de la idea del chico con las ratas, abro el Los Angeles Magazine y busco el artículo sobre el surtidor de la portada.
Estoy sentada en un restaurante de Melrose con Anne y Eve y Faith. Estoy tomando mi segundo bloody mary y Anne y Eve han tomado demasiados kirs y Faith pide lo que creo que es su cuarto gimlet de vodka. Enciendo un pitillo. Faith está contando que a su hijo, Dirk, le han quitado el permiso de conducir por ir a demasiada velocidad por la Pacific Coast Highway, borracho. Ahora Faith conduce el Porsche de él. Me pregunto si Faith sabe que Dirk les vende cocaína a los chicos del instituto de Beverly Hills. Graham me lo contó una tarde de la semana pasada en la cocina aunque yo no le había preguntado nada sobre Dirk. El Audi de Faith está en el taller por tercera vez en este año. Lo quiere vender pero no está segura de qué tipo de coche quiere comprar. Anne le dice que desde que le cambiaron el motor a su XJ6, el coche ha funcionado bien. Anne se vuelve hacia mí y me pregunta por mi coche, por el de William. A punto de sollozar, le digo que marcha estupendamente.
Eve no habla demasiado. Su hija está en un hospital psiquiátrico de Camarillo. La hija de Eve intentó suicidarse con una pistola disparándose en el estómago. No consigo entender por qué la hija de Eve no se pegó un tiro en la cabeza. No consigo entender por qué se tumbó en el suelo dentro del armario de su madre y se apuntó al estómago con la pistola de su padrastro. Trato de imaginar la secuencia de los acontecimientos que aquella tarde llevaron al disparo. Pero Faith se pone a hablar de los progresos de la terapia de su hija. Sheila es anoréxica. Mi propia hija conoce a Sheila y puede que también sea anoréxica.
Por fin, un incómodo silencio se impone en la mesa del restaurante de Melrose y yo miro a Anne que ha olvidado taparse las señales de las cicatrices de la operación para estirarle la piel de la cara que le hizo en Palm Springs hace tres meses el mismo cirujano que me hizo la mía y la de William. Pienso un momento en hablarles de las ratas del desagüe o del modo en que aparecía ante mis ojos el chico que limpiaba la piscina, pero en lugar de eso enciendo otro pitillo y el sonido de la voz de Anne rompe el silencio y me sobresalta y me quemo un dedo.
El miércoles por la mañana, después de levantarse de la cama, William me pregunta dónde está el Valium y después de lanzarme fuera de la cama para cogerlo de mi bolso y después de que él me recuerde que tenemos mesa reservada en Spago para toda la familia a las ocho y después de que yo oiga las ruedas del Mercedes en el camino de entrada y después de que Susan me diga que va a ir a Westwood con Alana y con Blair después de clase y que nos encontraremos en Spago y después de que me vuelva a dormir y de soñar con ratas que se ahogan en el Jacuzzi y con docenas de chicos que cuidan piscinas, desnudos, parados junto al Jacuzzi, riéndose, señalando las ratas ahogadas, con las cabezas moviéndose al unísono al ritmo de la música procedente de unos estéreos portátiles que llevan en sus dorados brazos, me despierto y bajo y saco un Tab de la nevera y encuentro veinte miligramos de Valium en un pastillero de otro bolso metido en el hueco junto a la nevera y tomo diez miligramos. Desde la cocina oigo a la muchacha pasando el aspirador en el cuarto de estar y eso me impulsa a vestirme y voy en coche a un drugstore Thrifty de Beverly Hills y me dirijo a la farmacia, con el frasco vacío que normalmente está lleno de cápsulas negras y verdes agarrado con fuerza en la mano. Pero el local tiene aire acondicionado y está fresco y la luz de los fluorescentes y la música ambiental que suena en lo alto como un ruido de fondo tienen un claro efecto relajante y aflojo la presión sobre el frasco de plástico marrón.
En el mostrador le tiendo el frasco vacío al farmacéutico. Este se pone las gafas y mira el recipiente de plástico.
Yo me examino atentamente las uñas de la mano y trato de recordar inútilmente el título de la canción que suena por el hilo musical.
–¿Señorita? – empieza el farmacéutico con timidez.
–¿Sí? – Me quito las gafas de sol.
–Aquí dice «para una sola vez».
–¿Qué? – pregunto, sobresaltada-. ¿Dónde?
El farmacéutico señala las palabras escritas a máquina de la parte de abajo de la etiqueta sujeta con cinta adhesiva al frasco junto al nombre de mi psiquiatra y junto a eso la fecha, 10/10/83.
–Creo que el doctor Nova ha cometido algún… bueno, algún error -digo yo muy despacio, insegura, echando una nueva ojeada al frasco.
–Bien -dice el farmacéutico, suspirando-. Pues yo no puedo hacer nada.
Me vuelvo a mirar las uñas y trato de pensar en algo que decir, que, finalmente, es:
–Pero… necesito más.
–Lo siento -dice el farmacéutico, claramente molesto, cambiando el peso de un pie al otro, nervioso. Me devuelve el frasco y cuando trato de volvérselo a dar, se encoge de hombros.
–Habrá razones por las que su médico no quiso que tomara más -explica amablemente, como si hablara con un niño.
Intento reír, me paso una mano por la cara y digo alegremente:
–Oh, él siempre me gasta esas bromas.
Pienso en el modo en que me miró el farmacéutico después de que yo dijera eso cuando vuelvo en coche a casa, y paso andando junto a la muchacha, y el olor a marihuana me alcanza durante un instante y me acompaña hasta el dormitorio. Cierro la puerta con pestillo y bajo las persianas y me quito la ropa y pongo una cinta en el Betamax y me meto bajo las frescas sábanas y lloro durante una hora y trato de ver la película y tomo algo de Valium y luego registro a fondo el cuarto de baño en busca de una antigua receta de Nembutal y luego ordeno los zapatos de mi armario y pongo otra película en el Betamax y luego abro las ventanas y el olor a buganvilla penetra por entre las persianas parcialmente bajadas y fumo un pitillo y me lavo la cara.
Llamo a Martin.
–¿Diga? – responde otro chico. – ¿Martin? – pregunto de todos modos. – No, lo siento. Hago una pausa.
–¿No está Martin?
–Un momento, voy a ver.
Oigo que deja el teléfono y trato de reírme ante la idea de que alguien, un chico probablemente bronceado, rubio, como Martin, que está en el apartamento de Martin, deja el teléfono y va a buscarle por el pequeño estudio de tres habitaciones, pero al cabo de un rato no me parece nada gracioso.
El chico vuelve al aparato.
–Creo que está en la… bueno, en la playa.
El chico no parece demasiado seguro.
Yo no digo nada.
–¿Quieres dejarle algún recado? – pregunta él, con tono furtivo, al cabo de una pausa-. Espera un momento. ¿Eres Julia? ¿La chica que conocimos Mike y yo en el 385 North? ¿Con el Volkswagen?
Yo no digo nada.
–Tenías tres gramos encima y un Volkswagen blanco.
Yo no digo nada.
–¿Eres o no?
–No.
–¿No tienes un Volkswagen blanco?
–Volveré a llamar.
–Como quieras.
Cuelgo, preguntándome quién será el chico, si sabrá lo mío con Martin y preguntándome si Martin estará tumbado en la arena, tomando una cerveza, fumando un pitillo bajo una sombrilla a rayas en la playa con las gafas de sol Wayfarer puestas, el pelo peinado hacia atrás, mirando fijamente hacia donde termina la tierra y se une con el mar, o si en lugar de eso estará en la cama tumbado debajo de un poster de las Go-Go's, estudiando para un examen de química y al mismo tiempo mirando los anuncios de coches en busca de un BMW nuevo. Me quedo dormida hasta que termina la cinta del Betamax y se oye chisporrotear la electricidad estática.
Estoy sentada con mi hijo y mi hija a una mesa de un restaurante de Sunset. Susan lleva una minifalda que compró en una tienda que se llama Flip, en Melrose, una tienda que está situada no demasiado lejos de donde me quemé el dedo cuando almorzaba con Eve y Faith y Anne. Susan también lleva una camiseta blanca con las palabras LOS ÁNGELES escritas a mano con un rojo que parece sangre que no se ha secado del todo y gotea. Susan también lleva puesto un viejo chaleco Levi's con una chapa de los Stray Cats pinchada en una de las descoloridas solapas y gafas de sol Wayfarer. Agarra la rodaja de limón de su vaso de agua y la muerde. No consigo recordar si ya hemos pedido la comida o no. Me pregunto qué es un Stray Cat.
Graham está sentado junto a Susan y estoy casi segura de que está fumado. Mira por las ventanas y sigue los faros de los coches que pasan. William está llamando por teléfono a los estudios. Parece que va a cerrar un trato que no está nada mal. William no ha sido concreto con respecto a la película ni sobre quién va a participar en ella o quién la va a financiar. Sin embargo me han llegado rumores de que se trata de la continuación de una película de mucho éxito que estrenaron el año pasado, en el verano de 1982, sobre un marciano muy chistoso que tenía pinta de uva; una uva grande y triste. William ha ido al teléfono del fondo del restaurante cuatro veces desde que llegamos y tengo la sensación de que William se levanta de la mesa y se limita a quedarse al fondo del restaurante, porque en la mesa de al lado de la nuestra hay una actriz que está sentada con un surfista muy joven y la actriz mira sin parar a William siempre que éste se encuentra en la mesa y sé que la actriz se ha acostado con William y que la actriz sabe que yo lo sé y cuando se cruzan nuestras miradas durante un momento, un accidente, las dos apartamos la vista bruscamente.
Susan se pone a tararear una canción para sí misma mientras tamborilea con los dedos en la mesa. Graham enciende un pitillo, sin que le importe que digamos algo, y sus ojos, enrojecidos y medio cerrados, se le humedecen durante un momento.
–Mi coche hace algo así como un ruido raro -dice Susan-. Creo que será mejor que lo revise. – Pasa los dedos por la montura de sus gafas de sol.
–Desde luego, si hace un ruido raro, debes mirarlo -digo yo.
–Bueno, o sea, es que lo voy a necesitar. Voy a ver a los Psychedelic Furs, en el Civic, el viernes, y tengo que llevar mi coche como sea, oyes. – Susan mira a Graham-. Si es que Graham me ha conseguido las entradas.
–Sí, te he conseguido las entradas -dice Graham, con lo que suena como a gran esfuerzo-. Y ya te vale de decir «o sea».
–¿De dónde las has sacado? – pregunta Susan, tamborileando con los dedos.
–De Julian.
–No, de Julian no.
–¿Y por qué no? – Graham trata de sonar a fastidio, pero suena a cansado.
–Es un colgado, está pasado a todas horas. Probablemente habrá ligado unas entradas asquerosas. Está pasado a todas horas -repite Susan. Deja de tamborilear, mira directamente a Graham-. Igualito que tú.
Graham asiente lentamente con la cabeza y no dice nada. Antes de que pueda decirle que no discuta con su hermana, él dice:
–Sí, igualito que yo.
–Julian vende heroína -dice Susan, como quien no quiere la cosa.
Le echo una ojeada a la actriz cuya mano aprieta el muslo del surfista mientras éste come pizza.
–También es chapero -añade Susan.
Una larga pausa.
–Eso… ¿está dirigido a mí? – pregunto, suavemente.
–Eso es una tremenda mentira -consigue decir Graham-. ¿Quién te contó eso? ¿Esa puta de Valley? ¿Sharon Wheeler?
–Nada de eso. Sé que el dueño del Seven Seas se acuesta con él y que ahora Julian entra gratis y tiene toda la coca que quiere. – Susan suspira, sonríe cansinamente-. Además, resulta irónico que los dos tengan herpes.
Esto hace que Graham se ría por algún motivo y dé una calada a su pitillo y diga:
–Julian no tiene herpes y no se lo contagió el dueño del Seven Seas. – Pausa, expulsa el humo, luego-: Tiene una enfermedad venérea por culpa de Dominique Dentrel.
William se sienta.
–Dios santo, mis hijos están hablando de «éxtasis» y de maricas, vaya por Dios… quítate esas malditas gafas de sol, Susan. Estamos en Spago, no en el jodido club de la playa. – William termina la botella de un vino espumoso que por lo visto había perdido el gas unos veinte minutos antes. Nos lanza una ojeada a la actriz y a mí y dice-: Vamos a ir a la fiesta de los Schrawtz el viernes por la noche.
Estoy toqueteando mi servilleta y enciendo un pitillo.
–Yo no quiero ir a esa fiesta de los Schrawtz del viernes por la noche -digo sin alzar la voz, echando el humo.
William me mira y enciende un pitillo y dice, también sin alzar la voz, mirándome directamente:
–Entonces ¿qué es lo que quieres hacer en lugar de eso? ¿Dormir? ¿Quedarte tumbada junto a la piscina? ¿Contar tus zapatos?
Graham baja la vista, riéndose tontamente.
Susan da un sorbo a su agua, echa una ojeada al surfista.
Al cabo de un rato les pregunto a Susan y Graham cómo les va en la universidad.
Graham no responde.
Susan dice:
–Muy bien. Belinda Laurel tiene herpes.
Me pregunto si a Belinda Laurel se lo habrá contagiado Julian o el dueño del The Seven Seas. Tampoco estoy pasando un buen rato al aguantarme las ganas de preguntarle a Susan qué es un Stray Cat.
Graham habla desganadamente, dice:
–Se lo pegó Vince Parker, cuyos padres le compraron un 928 aunque saben que se mete cantidades de tranquilizantes para animales.
–Eso es… -Susan hace una pausa, busca la palabra adecuada.
Yo cierro los ojos y pienso en el chico que descolgó el teléfono en el apartamento de Martín.
–Asqueroso -termina Susan.
Graham dice:
–Sí, asqueroso de verdad.
William lanza una ojeada a la actriz que mete mano al surfista, y haciendo una mueca dice:
–Dios mío, chicos, sois unos morbosos. Voy a hacer otra llamada.
Graham, con pinta de cansado y resacoso, mira por la ventana hacia la Tower Records del otro lado de la calle con una nostalgia que me sorprende y luego cierro los ojos y pienso en el color del agua, en un limonero, una cicatriz.
El jueves por la mañana llama mi madre. La muchacha entra en mi habitación a las once y me despierta diciendo:
–No estoy aquí, Rosa, no estoy aquí…'' -digo yo y me vuelvo a dormir.
Después de despertar a la una y dirigirme a la piscina fumando un pitillo y tomando una Perrier, el teléfono suena en la caseta del jardín y comprendo que tendré que hablar con mi madre con objeto de librarme de ella. Rosa descuelga de modo que el teléfono deja de sonar, y eso hace que vuelva a la casa principal.
–Sí, soy yo. – Mi madre parece estar sola y enfadada-. ¿Dónde estabas? Llamé antes.
–Sí. – Suspiro-. De compras.
–Ah. – Pausa-. ¿Y qué compraste?
–Bueno… cosas para los perros -digo yo, y luego-: Estuve comprando unas cosas -y luego-: Para los perros -y luego-: ¿Cómo estás?
–¿Tú cómo crees que estoy?
Suspiro, me tumbo en la cama.
–No lo sé. ¿Como siempre? – y luego, al cabo de un momento-: No llores -digo-. Por favor. No llores, por favor.
–Resulta todo tan sin sentido… Continúo viendo al doctor Scott todos los días y sigo esa terapia y él no deja de decir «Saldrá adelante, saldrá adelante» y yo siempre le pregunto «¿Qué es eso de que saldré adelante», «¿Qué es eso de que saldré adelante?». Y luego… -Mi madre se interrumpe, sin aliento.
–¿Todavía te receta Demerol?
–Sí -dice ella, suspirando-. Todavía sigo con el Demerol.
–Bien, eso está… bien.
La voz de mi madre se vuelve a quebrar.
–No sé si podré seguir tomándolo. Mi piel, está toda… mi piel…
–Por favor.
–… amarilla. Está toda amarilla.
Enciendo un pitillo.
–Por favor. – Cierro los ojos-. Todo irá perfectamente.
–¿Dónde están Graham y Susan?
–Están… en clase -digo yo, tratando de no parecer demasiado dubitativa.
–Me habría gustado hablar con ellos -dice-. A veces los echo de menos, ya sabes.
Apago el pitillo.
–Sí. Bien. También ellos… te echan de menos, ya sabes, sí… -Lo sé.
Tratando de entablar conversación, pregunto:
–Oye, ¿que has hecho últimamente?
–Acabo de volver de la clínica y me dedicaba a ordenar el desván y encontré aquellas fotos que sacamos aquellas Navidades en Nueva York. Las estaba buscando. Tú tenías doce años. Cuando nos alojamos en el Carlyle.
En los últimos quince días mi madre parece que siempre está ordenando el desván y encontrando las mismas fotografías de aquellas Navidades en Nueva York. Recuerdo vagamente las Navidades. Las horas que tardó en elegir un vestido para que me lo pusiese en Nochebuena, luego el modo en que me cepilló el pelo con toques que se prolongaban mucho. Un espectáculo de Navidad en Radio City Music Hall y el bastón de caramelo que comí durante el espectáculo, que parecía un Santa Claus delgado y asustado. Además, estaba la noche en que mi padre apareció borracho en el Plaza y la pelea entre mis padres en el taxi durante el camino de vuelta al Carlyle y cómo les oí discutir aquella misma noche, más tarde, y que se rompían copas o vasos en la habitación de al lado de la mía. Una cena de Navidad en La Grenouille, en la que mi padre intentó besar a mi madre y ella se apartó. Pero lo que recuerdo con más claridad y lo que más me asusta es que durante ese viaje no nos hicimos fotos.
–¿Cómo está William? – pregunta mi madre cuando no le comento nada de las fotos.
–¿Qué? – pregunto yo, sorprendida, retomando la conversación.
–William. Tu marido -y luego, con cierto retintín-: Mi yerno. William.
–Está bien. Bien. Está bien. – La actriz de la mesa vecina a la nuestra de ayer por la noche en Spago besó al surfista en la boca cuando él quitó con un cuchillo el caviar de la pizza, y cuando me levanté para irme, me sonrió. Mi madre, con la piel amarilla, su cuerpo delgado y frágil debido a la falta de alimento, se muere en una casa enorme y vacía que da a la bahía de San Francisco. El chico que se ocupa de la piscina ha puesto trampas con mantequilla de cacahuete en el borde de la piscina. Sin precisión, con desgana.
–Me alegro.
No decimos nada durante casi dos minutos. Yo llevo la cuenta y oigo el tictac del reloj y a la muchacha tarareando una canción mientras limpia las ventanas de la habitación de Susan, y enciendo otro pitillo y espero que mi madre cuelgue pronto. Por fin mi madre se aclara la voz y dice algo.
–Se me está cayendo el pelo.
Tengo que colgar.
El psiquiatra al que voy, el doctor Nova, es joven y está bronceado y tiene un Peugeot y lleva trajes de Giorgio Armani y posee una casa en Malibú y se queja con frecuencia del servicio de Trumps. Su consulta está en Wilshire y se encuentra en un gran complejo de estuco frente a un Neiman Marcus y los días en que le voy a ver habitualmente aparco el coche en el Neiman Marcus y recorro la tienda hasta que compro algo y luego cruzo la calle. Hoy, en su consulta del décimo piso, el doctor Nova me cuenta que ayer por la noche durante una fiesta en el Colony una persona «intentó ahogarse». Le pregunto si era uno de sus pacientes. El doctor Nova dice que era la mujer de una estrella de rock cuyo single había sido número dos en la lista del Billboard durante las últimas tres semanas. Empieza a contarme quién más estaba en la fiesta cuando le tengo que interrumpir.
–Necesito que me vuelvas a recetar Librium.
El enciende un delgado pitillo italiano y pregunta:
–¿Por qué?
–No me preguntes por qué. – Bostezo-. Limítate a recetármelo.
El doctor Nova expulsa el humo, luego pregunta:
–¿Y por qué no te lo puedo preguntar?
Yo estoy mirando por la ventana.
–Porque te pido que no me lo preguntes -digo, en voz bastante baja-. Y porque te pago ciento treinta y cinco dólares por hora.
El doctor Nova da una calada a su pitillo, luego mira por la ventana. Al cabo de un rato pregunta, cansinamente:
–¿En qué estás pensando?
Yo sigo mirando por la ventana, ida, observando las palmeras agitadas por un viento ardiente que se destacan ante un cielo naranja y, debajo de ellas, un cartel de Forest Lawn.
El doctor Nova se aclara la voz.
Ligeramente irritada, digo:
–Limítate a extenderme la receta y… -Suspiro-. ¿De acuerdo?
–Sólo me preocupaba por ti.
Sonrío agradecida, incrédula. Él mira mi sonrisa, extrañado, inseguro, sin entender a qué se debe.
Veo el pequeño y viejo Porsche de Graham en Wilshire Boulevard y le sigo, sorprendida de que conduzca con tanto cuidado, de que encienda los intermitentes cuando quiere cambiar de carril, de cómo reduce la marcha y empieza a frenar ante los semáforos en amarillo y luego se detiene del todo cuando se ponen rojos, del cuidado con que conduce el coche por la carretera. Supongo que Graham se dirige a casa, pero cuando pasa Robertson, le sigo.
Graham sigue por Wilshire hasta que gira a la derecha por una calle lateral, después de atravesar Santa Monica. Me detengo en una estación de servicio Mobil y le observo mientras se detiene en el camino de entrada de un enorme edificio de apartamentos blanco. Aparca el Porsche detrás de un Ferrari rojo y se apea, pasea la vista alrededor. Me pongo las gafas de sol, subo el cristal de la ventanilla. Graham llama con los nudillos en la puerta de uno de los apartamentos que dan a la calle y el chico que estaba a principios de semana en la cocina de casa, el que miraba la piscina, abre la puerta y Graham entra y se cierra la puerta. Graham sale de la casa veinte minutos después en compañía del chico que sólo lleva puestos unos shorts, y se estrechan la mano. Graham se tambalea camino de su coche, dejando caer las llaves. Se agacha para recogerlas y después de tres intentos por fin las agarra. Se sube al Porsche, cierra la puerta y se mira el regazo. Luego se lleva el dedo a la boca y se lo chupa, levemente. Satisfecho, vuelve a bajar la vista hacia el regazo, mete algo en la guantera y se aleja del Ferrari marcha atrás y luego continúa por Wilshire.
De repente dan unos golpecitos en la ventanilla del acompañante y yo levanto la vista, sobresaltada. Es un guapo empleado de la estación de servicio que me pide que mueva el coche, y cuando arranco, en mi línea de visión se interpone una imagen de cuya validez tengo alguna duda: Graham en la fiesta de su sexto cumpleaños, con unos pantalones cortos grises, una camisa cara, mocasines, apagando todas las velas de una tarta de cumpleaños de los Picapiedra y William sacando un triciclo Big Wheel del maletero de un Cadillac plateado y un fotógrafo haciéndole una foto a Graham montado en el Big Wheel en el camino de entrada a casa, en la pradera y finalmente junto a la piscina. Mientras conduzco por Wilshire intento recordar algo más, pero no puedo, y cuando llego a casa no está el coche de Graham.
Estoy tumbada en una cama del apartamento de Martin en Westwood. Martin ha puesto la MTV y sigue con los labios lo que canta Prince y tiene las gafas de sol puestas y está desnudo y hace como que toca la guitarra. El aire acondicionado está conectado y casi puedo oír su zumbido, y trato de localizar de dónde procede, y Martin se pone a bailar delante de la cama, con un pitillo sin encender colgándole de los labios. Me doy la vuelta en mi lado de la cama. Martin quita el sonido del televisor y pone un antiguo álbum de los Beach Boys. Enciende el pitillo. Me tapo con la ropa de cama. Martin salta a la cama, se tumba a mi lado, desnudo, subiendo y bajando las piernas. Noto que alza la piernas muy despacio, y que luego las baja, todavía más despacio. Deja de hacer esto y entonces me mira. Busca debajo de la ropa de cama y se ríe burlonamente.
–Tienes las piernas suaves de verdad.
–Me he hecho la cera,
–Tremendo.
–Tuve que tomar una botella pequeña de Absolut para soportarlo.
De repente Martin se levanta de un salto, se pone encima de mí, gruñendo, imitando a un león o a un tigre o de hecho a un felino muy grande. Los Beach Boys están cantando No sería agradable. Doy una calada a su pitillo y alzo la vista hacia Martín que está muy bronceado y es fuerte y joven y tiene unos ojos azules que son tan imprecisos e inexpresivos que es imposible que no encandilen. En la pantalla del televisor hay una mazorca de maíz en blanco y negro y debajo de la mazorca las palabras «Muy importante».
–¿Estuviste ayer en la playa? – pregunto.
–No. – Sonríe-. ¿Por qué? ¿Creíste verme allí?
–No. Sólo lo suponía.
–Soy el que está más moreno de mi familia.
Tiene como media erección y me coge la mano y la coloca en torno al glande, guiñándome el ojo sarcásticamente. Quito la mano y le paso los dedos por el estómago y el pecho y luego le toco los labios y él se echa hacia atrás.
–Me pregunto qué pensarían tus padres si supieran que una amiga suya se acuesta con su hijo -murmuro.
–Tú no eres amiga de mis padres -dice Martin, dejando de sonreír durante un instante.
–No, sólo juego al tenis con tu madre dos veces por semana.
–Ya me gustaría saber quién es la que gana esos partidos. – Pone los ojos en blanco-. No quiero hablar de mi madre. – Trata de besarme. Yo le aparto y él se queda tumbado allí y se pone a toquetearse y tararea la letra de otra canción de los Beach Boys.
–¿Sabías que tengo un peluquero que se llama Lance y que Lance es homosexual? Creo que tú dirías que es «un homosexual total». Se maquilla y se pone joyas y habla muy afectadamente y constantemente me habla de sus jóvenes novios y es afeminado en grado extremo. De todos modos, fui hoy a su peluquería porque esta noche tengo que asistir a la fiesta de los Schrawtz, de modo que entré en el local y le dije a Lillian, la mujer que concierta las citas, que tenía hora con Lance y Lillian dijo que Lance se había tomado la semana libre y yo me quedé muy decepcionada y dije: «Bueno, pues nadie me lo había dicho», y luego: «¿Dónde está Lance? ¿Haciendo un crucero o algo así?», y Lillian me miró y dijo: «No, no está haciendo un crucero ni nada de eso. Su hijo se mató en un accidente de coche cerca de Las Vegas ayer por la noche», y yo volví a concertar otra cita y salí de la peluquería. – Miro a Martin-. ¿No lo encuentras extraño?
Martin está mirando al techo y luego me mira a mí y dice:
–Sí, extraño de verdad. – Se levanta de la cama.
–¿Adonde vas? – pregunto.
Se pone los calzoncillos.
–Tengo clase a las cuatro.
–¿Y no puedes faltar?
Martin se sube la cremallera de sus vaqueros desgastados y se pone un polo y unas playeras y cuando yo me siento en el borde de la cama, cepillándome el pelo, él se sienta a mi lado y, con una sonrisa muy juvenil, pregunta:
–Pequeña, ¿me podrías prestar sesenta pavos? Tengo que pagarle a un tipo las entradas para Billy Idol y se me olvidó ir al cajero automático y me encuentro en un lío… -La voz se le apaga.
–Sí. – Busco en mi bolso y le doy a Martin cuatro billetes de veinte y él me besa en el cuello y dice, como por cumplir:
–Gracias, pequeña. Te lo devolveré.
–Sí, me lo devolverás. Y no me llames pequeña.
–Puedes irte cuando quieras -dice mientras abre la puerta.
El Jaguar se avería en Wilshire. Voy conduciéndolo y el techo está abierto y la radio puesta y de repente el coche da unos tirones y comienza a inclinarse a la derecha. Piso el acelerador y lo hundo hasta la tabla y el coche vuelve a dar unos tirones y a inclinarse a la derecha. Aparco el coche, atravesado, junto al bordillo, cerca del cruce de Wilshire y La Ciénega, y al cabo de un par de minutos de intentar arrancarlo de nuevo quito las llaves de contacto y me quedo sentada en el Jaguar averiado con el techo abierto y oyendo pasar el tráfico. Por fin me apeo del coche y encuentro una cabina telefónica en la gasolinera Mobil del cruce de La Ciénega y llamo a Martin, pero responde otra voz, esta vez la de una chica, y me dice que Martin está en la playa y yo cuelgo y llamo a los estudios pero un ayudante de William me dice que éste está en el Polo Lounge con el director de su próxima película y aunque sé el número del Polo Lounge no llamo. Pruebo en casa, pero no están ni Graham ni Susan y la muchacha ni siquiera parece reconocer mi voz cuando le pregunto dónde están y cuelgo el teléfono antes de que Rosa pueda decir nada más. Me quedo en la cabina telefónica cerca de veinte minutos y pienso en Martin empujándome fuera de la terraza de su apartamento de Westwood. Por fin salgo de la cabina telefónica y consigo que un empleado de la estación de servicio llame al Auto Club y vienen y se llevan el Jaguar con una grúa al concesionario Jaguar de Santa Mónica donde mantengo una humillante conversación con una persa que se llama Normandie y me llevan en coche a casa, donde me tumbo en la cama y trato de dormir pero llega William y me despierta y le cuento lo que ha pasado y él murmura «muy típico» y dice que tenemos que ir a una fiesta y que la cosa se pondrá fea si no empezamos a prepararnos enseguida.
Me estoy cepillando el pelo. William está de pie ante el lavabo, afeitándose. Sólo lleva puestos unos pantalones blancos, con la cremallera bajada. Yo llevo puesta una falda y un sostén y me pongo una blusa y entonces dejo de cepillarme el pelo. William se lava la cara, luego se la seca con una toalla.
–Ayer recibí una llamada en los estudios -dice-. Una llamada muy interesante. – Pausa-. Era de tu madre, lo cual es raro de verdad. Primero, porque tu madre nunca había llamado a los estudios, y después porque a tu madre nunca le he gustado demasiado.
–Eso no es cierto -digo yo, luego me echo a reír.
–¿Sabes qué me dijo?
Yo no digo nada.
–Vamos, vamos, a ver si lo adivinas -dice él, sonriendo-. ¿No vas a intentar adivinarlo?
Yo no digo nada.
–Me dijo que le colgaste el teléfono. – William hace una pausa-. ¿Es cierto eso?
–¿Y qué si lo fuera? – Dejo el cepillo del pelo y me vuelvo a pintar los labios pero me tiemblan las manos y dejo de hacerlo y luego agarro el cepillo y comienzo a cepillarme el pelo otra vez. Por fin, levanto la vista hacia William, que me está mirando fijamente por el espejo, y digo sencillamente-: Sí.
William se dirige al armario y coge una camisa.
–La verdad es que pensaba que no era cierto. Se me ocurrió que a lo mejor el Demerol la afectaba o algo -dice, secamente. Me pongo a cepillarme el pelo con toques rápidos y breves-. ¿Por qué? – pregunta, curioso.
–No lo sé -digo yo-. Creo que no era capaz de hablar con ella.
–¿Le colgaste el teléfono a tu propia madre? – Se ríe.
–Sí. – Dejo el cepillo del pelo-. ¿Por qué te interesa tanto? – pregunto, súbitamente deprimida por el hecho de que el Jaguar tenga que estar en el taller cerca de una semana. William se limita a estar allí parado.
–¿Es que no quieres a tu madre? – pregunta, subiéndose la cremallera de los pantalones, luego se abrocha un cinturón Gucci-. Por Dios bendito, ¿es que no te das cuenta de que se está muriendo de cáncer?
–Estoy cansada. Por favor, William -digo.
–¿Y me quieres a mí? – pregunta él.
Se vuelve a dirigir al armario y saca una chaqueta.
–No. Creo que no. – Pronuncio estas palabras con claridad y me encojo de hombros-. Ya no.
–¿Y a tus puñeteros hijos? – Suspira.
–Nuestros puñeteros hijos.
–Nuestros puñeteros hijos. No te pongas tan pesada.
–Creo que tampoco -digo-. No estoy… segura.
–¿Por qué no? – pregunta él, sentándose en la cama y poniéndose unos mocasines.
–Porque… -Miro a William-. No los conozco.
–Vamos a ver, pequeña, eso es una evasiva -dice él, en tono de burla-. Yo creía que eras de las que decían que es más fácil que a uno le gusten los desconocidos.
–No -digo yo-. Eras tú el que lo decías y con relación al follar.
–Bien, pues como no parece que tengas ningún apego a nadie con quien no follas, creo que estamos de acuerdo en eso. – Se hace el nudo de la corbata.
–Estoy temblando -digo yo, confundida por el último comentario de William, preguntándome si me habré perdido una parte de su frase.
–Por el amor de Dios, necesito un pico -dice él-. ¿Podrías prepararme tú la jeringuilla? La insulina está ahí -dice, haciendo un gesto. Se quita la chaqueta, se desabrocha la camisa.
Mientras lleno una jeringuilla de plástico con insulina, tengo que resistir el impulso de llenarla de aire y luego clavársela en una vena y ver cómo se le contrae la cara, cómo se derrumba el cuerpo al suelo. Lleno la jeringuilla de insulina. Él deja al aire el antebrazo. Cuando clavo la aguja, digo:
–Eres un cabrón.
William mira al suelo y dice:
–No tengo ganas de seguir hablando.
Terminamos de vestirnos, en silencio, y luego salimos en dirección a la fiesta.
Mientras vamos en coche por Sunset con William al volante, un vaso de vodka sujeto entre sus piernas y el techo abierto y un viento ardiente soplando y un sol naranja poniéndose a lo lejos, le toco la mano con la que sujeta el volante y él la aparta y se lleva el vaso de vodka a la boca y cuando tomamos una curva y pasamos por Westwood puedo distinguir el apartamento de Martin.
Después de atravesar las colinas y encontrar la casa y después de que William le deje el coche a un criado y antes de dirigirnos a la entrada principal, vemos a una muchedumbre de fotógrafos alineada detrás de un cordón, y William me dice que sonría.
–Sonríe -me susurra-. O por lo menos inténtalo. No quiero ver otra foto como la última del Hollywood Reporter donde tienes esa cara de subnormal.
–Estoy cansada, William. Estoy cansada de ti. Estoy cansada de estas fiestas. Estoy cansada.
–El tono de tu voz podría haberme encandilado -dice él, agarrándome bruscamente del brazo-. Limítate a sonreír, ¿vale? Sólo hasta que hayamos pasado por delante de los fotógrafos. Luego me la suda lo que hagas o dejes de hacer.
–Eres… espantoso -digo yo.
–Tú no eres mucho mejor -dice él, tirando de mí.
William habla con un actor del que estrenan una película la semana que viene y estamos junto a la piscina y junto al actor hay un chico muy joven y muy bronceado que no escucha la conversación. Mira fijamente la piscina, con las manos en los bolsillos. Un viento cálido desciende de los desfiladeros y el pelo rubio del chico se mantiene perfectamente peinado. Desde donde me encuentro distingo los carteles, unos rectángulos débilmente iluminados, de Sunset, con luces fluorescentes. Doy un trago a mi copa y vuelvo a mirar al chico que continúa con la vista clavada en el agua iluminada. Toca un grupo y la suave y cadenciosa música y la luz procedente de la piscina y el chico tan guapo y los toldos a rayas amarillas y blancas que se levantan en una pradera alargada, espaciosa, y el viento cálido y las palmeras, con la Luna destacando sus frondas, actúan como anestésicos. William y el actor hablan de la mujer de una estrella de rock que trató de ahogarse en Malibú y el chico rubio al que miro fijamente aparta la vista que tenía clavada en la piscina y por fin se pone a escuchar.
–¿Les? Tienes a Fitzhugh en la línea tres.
Le digo a la chica que no estoy y me quedo junto a la ventana hasta que la fila va entrando y Tim desaparece por las puertas del vestíbulo y cuando me marcho pronto del despacho, hacia las cuatro, y estoy en el aparcamiento subterráneo, me apoyo en un Ferrari plateado y me aflojo la corbata, con las manos temblorosas debido al esfuerzo que me exige abrir la puerta del coche, y luego me marcho de Century City.
He vuelto a hacer y deshacer muchas veces la maleta más grande que tengo, inseguro de qué llevar aunque he estado con frecuencia en el Mauna Kea, pero esta noche, en este preciso momento, estoy teniendo problemas.
Debería comer algo -ya son más de las nueve-, pero no tengo demasiado apetito por culpa del Valium que tomé a primera hora de la tarde. En la cocina encuentro una caja de Triscuits y desganadamente tomo tres. Suena el teléfono mientras estoy volviendo a hacer la maleta, doblando una vez más un par de camisas.
–Tim no quiere ir -dice Elena.
–¿Qué quieres decir con eso de que Tim no quiere ir? – pregunto.
–No quiere ir, Les.
–Déjame hablar con él.
–No está en casa.
–Déjame hablar con él, Elena -repito.
–No está en casa.
–Ya he hecho las reservas. ¿Es que no sabes lo difícil que resulta conseguir habitaciones en el puñetero Mauna Kea durante el Día de Acción de Gracias?
–Sí, lo sé.
–Va a venir, Elena, tanto si quiere como si no.
–Oh, Les, por el amor de Dios…
–¿Por qué no quiere venir? – pregunto.
Elena hace una pausa.
–No cree que lo vaya a pasar bien.
–No quiere porque yo no le gusto.
–Maldita sea, Les, deja de sentir compasión por ti mismo -dice ella, aburrida-. Eso no es… verdad.
–¿Entonces qué es lo que pasa?
–Lo que pasa es…
–¿Lo que pasa qué es? ¿Qué demonios es lo que pasa, Elena?
–Lo que pasa es que… probablemente se sienta incómodo porque… -Elena pronuncia el resto de la frase con mucho cuidado- vayáis solos los dos cuando nunca habéis estado fuera de aquí solos.
–Quiero llevarme a mi hijo a Hawai un par de días, sin sus hermanas, sin su madre -digo yo, y luego-: Por Dios, Elena, nunca nos vemos.
–Me hago cargo, Les, pero ya tiene diecinueve años, por el amor de Dios -dice ella-. Si no quiere ir contigo yo no puedo obligarle a…
–No quiere ir porque yo no le gusto -digo, en voz muy alta, interrumpiéndola-. Lo sabes perfectamente. Yo también lo sé perfectamente. Y estoy completamente seguro de que fue él quien te obligó a que llamaras.
–Si crees eso de verdad, ¿entonces por qué le quieres llevar? – pregunta Elena-. ¿Crees que tres días van a cambiar algo entre vosotros?
Vuelvo a doblar otra camisa y la meto en la maleta, luego me siento en la cama.
–Me molesta mucho tener que intervenir en este asunto -dice por fin ella.
–Maldita sea -grito yo-. No debió haberte metido en esto.
–No grites.
–Me la suda. Mañana iré a recogerle a las diez y media tanto si ese hijoputa quiere ir como si no.
–Les, no chilles.
–Bien, pues no me saques de mis casillas.
–No quiero… -Elena vacila-. Todo esto no me hace ninguna gracia. Preferiría mantenerme al margen. Me molesta mucho tener que intervenir.
–Elena -le advierto-. Dile que va a venir. Sé que está ahí. Dile que va a venir.
–Les, ¿qué piensas hacer si decide que no va a ir? – pregunta ella-. ¿Matarle?
En el fondo de su casa, en su dormitorio, cierran de un portazo. Oigo suspirar a Elena.
–No me gusta tener que hacer esto. No me gusta tener que intervenir. ¿Quieres hablar con las chicas?
–No -murmuro yo.
Cuelgo el teléfono, luego salgo a la terraza del ático con la caja de Triscuits y me quedo junto a un naranjo. Circulan coches por la autopista, una hilera de color rojo, otra hilera de luces blancas, y cuando se me ha pasado el enfado, me queda una sensación de inquietud que parece extraña y desesperadamente artificial. Llamo a Lynch para decirle que me reuniré con él y O'Brien y Davies en Las Cruces pero contesta la novia de Lynch y cuelgo.
La limusina me recoge en mi oficina de Century City a las diez en punto. El chófer, Chuck, mete mis dos bolsas en el maletero después de abrirme la puerta. Camino de Encino para recoger a Tim, me sirvo un Stolichnaya, solo, con hielo, y me sorprende lo rápido que lo termino. Me sirvo otro medio vaso con mucho hielo y meto una cinta de Sondheim en el estéreo y luego me echo hacia atrás en el asiento y miro por las ventanillas de cristales ahumados de la limusina mientras ésta avanza por Beverly Glen hacia la casa de Encino donde Tim pasa unos días mientras está de vacaciones en la USC.
La limusina se detiene delante de la gran casa de piedra y distingo el Porsche negro de Tim que le compré cuando consiguió graduarse a duras penas en Buckley, aparcado junto al garaje. Tim abre la puerta principal de la casa, seguido por Elena, que saluda insegura con la mano en dirección a los cristales ahumados de la limusina y luego vuelve a meterse rápidamente en la casa y cierra la puerta.
Tim, que lleva una chaqueta de sport a cuadros, vaqueros y un polo blanco, tiene dos bolsas en las manos, se dirige a Chuck, que agarra el equipaje y le abre la puerta. Tim sonríe nerviosamente cuando entra.
–Hola -dice.
–Hola, Tim, ¿cómo te va? – pregunto, dándole una palmada en la rodilla.
Se retuerce, continúa sonriendo, con aspecto de cansado, intentando no parecer cansado, lo que le hace parecer todavía más cansado.
–Bien, bien, estoy estupendamente. – Se interrumpe durante un momento y luego pregunta, con desgana-: ¿Y cómo te va a ti?
–Bueno, estoy perfectamente. – Huelo a algo extraño, como a hierbas, que despide su chaqueta y me imagino a Tim en su habitación, sentado en la cama, esta mañana, fumando marihuana con una pipa, para reunir el valor suficiente. Espero que no lleve marihuana encima.
–Esto es… estupendo -dice él, paseando la vista por la limusina.
No sé qué decir de modo que le pregunto si quiere una copa.
–No, no me hace falta -dice.
–Venga, chico, toma una copa. – Me sirvo otro vodka con hielo.
–No me hace falta -dice él, esta vez con menos firmeza.
–De todos modos te serviré una.
Sin preguntarle lo que quiere le sirvo un Stolichnaya con hielo.
–Gracias -dice él, cogiendo el vaso, y dando un sorbo con mucho cuidado, como si estuviera envenenado.
Subo el volumen del estéreo y me retrepo en el respaldo y pongo los pies en el asiento de enfrente.
–¿Te van bien las cosas? – pregunto.
–No demasiado.
–¿No?
–Más o menos. ¿Cuándo sale el avión?
–A las doce en punto -digo yo, como quien no quiere la cosa.
–Oh -dice él.
–¿Qué tal anda el Porsche? – pregunto, al cabo de un rato.
–Bien, bien. Anda bien -concede, encogiéndose de hombros.
–Estupendo.
–¿Y qué tal… el Ferrari?
–Bien, aunque ya sabes, Tim, es una pena usarlo en la ciudad -digo yo, agitando mi vaso y haciendo tintinear el hielo-. No lo puedo conducir tan rápido como quisiera.
–Claro. – Piensa en eso, asintiendo con la cabeza.
La limusina entra en la autopista y empieza a tomar velocidad. La cinta de Sondheim termina.
–¿Quieres oír algo? – pregunto.
–¿Cómo? – pregunta, nervioso.
–Que si quieres oír algo de música.
–Oh. – Piensa en ello, todavía más nervioso-. Bueno, como tú quieras.
Sé que quiere oír algo de modo que enciendo la radio y encuentro una emisora de rock duro.
–¿Te apetece oír esto? – pregunto, sonriendo, subiendo el volumen…
–Da lo mismo -dice él, mirando por la ventanilla-. Está bien.
No me gusta nada este tipo de música y me cuesta mucho esfuerzo y otro vaso de vodka no poner de nuevo la cinta de Sondheim. El vodka no me está haciendo el efecto esperado.
–¿Quiénes son? – pregunto, haciendo un gesto hacia la radio.
–Bueno, creo que son Devo -dice Tim.
–¿Quiénes? – Le he oído.
–Un grupo que se llama Devo.
–¿Devo?
–Sí.
–Devo.
–Eso es -dice él, mirándome como si yo fuera idiota.
–Muy bien. – Me echo hacia atrás en el asiento.
Devo termina. Suena otra canción todavía más estruendosa.
–¿Quiénes son? – pregunto.
Él me mira, se pone las gafas de sol y dice:
–Missing Persons.
–¿Missing Persons? ¿Personas desaparecidas, quieres decir? – pregunto.
–Sí. – Se ríe un poco.
Asiento con la cabeza y bajo uno de los cristales ahumados.
Tim da un sorbo a su vaso y luego lo vuelve a dejar en el regazo.
–¿Estuviste ayer en Century City? – le pregunto.
–No. No estuve -dice sin entonación, sin emoción.
–Oh -digo yo, terminando mi copa.
Por fin se acaba la canción de Missing Persons. Interviene el locutor, que hace una broma, diciendo tonterías sobre unas entradas gratis para el concierto de fin de año que tendrá lugar en Anaheim.
–¿Trajiste tu raqueta? – pregunto, sabiendo que la traía, pues había visto que Chuck la metía en el maletero.
–Sí. Traje mi raqueta -dice Tim, llevándose el vaso a la boca y haciendo como que bebe.
Una vez en el avión, en primera clase, yo en el pasillo, Tim en el lado de la ventanilla, me noto un poco menos tenso. Tomo un poco de champán, Tim tiene un vaso de naranjada. Lleva el walkman puesto, lee un GQ que compró en el aeropuerto. Yo me pongo a leer el ejemplar de Hawai de James Michener que llevo al Mauna Kea siempre que voy y pongo mis auriculares en «Música hawaiana» y oigo cantar a Don Ho Tiny Bubbles una vez y otra y otra mientras volamos hacia las islas.
Después del almuerzo le pido a la azafata una baraja de cartas y Tim y yo jugamos unas cuantas manos de gin y le gano las cuatro partidas. Él mira por la ventanilla hasta que empieza la película. Mira la película y yo leo Hawai y tomo ron y Coca-Cola y después de la película Tim hojea el GQ, mira por la ventanilla la extensión de mar por debajo de nosotros. Me levanto y voy tambaleándome un poco borracho a la parte de arriba y tomo un Valium y vuelvo a bajar cuando nos disponemos a aterrizar en Hilo y cuando tomamos tierra Tim agarra con fuerza el GQ hasta que lo arruga y el avión se acerca a la puerta de embarque hasta detenerse.
Cuando nos bajamos del avión, una chica hawaiana de rostro dulce nos pone dos lei de color púrpura alrededor del cuello y nos encontramos con el chófer a la salida y se hace cargo de nuestro equipaje y nos sentamos en la limusina, sin hablar mucho, mirándonos apenas el uno al otro, y mientras vamos en el vehículo atravesando la humedad de la tarde a lo largo de la costa, Tim juguetea con la radio y sólo consigue encontrar una emisora de Hilo que pone antiguas canciones de los años 60. Miro a Tim y Mary Wells empieza a cantar Mi chico y él se limita a seguir allí sentado con el lei púrpura, que ya empieza a ponerse marrón, colgándole del cuello, con unos ojos inexpresivos que miran tristemente por las ventanillas de cristales ahumados, que observan la tierra verde, mientras sigue todavía agarrando con fuerza el GQ y me pregunto si estoy haciendo bien las cosas. Tim me devuelve la mirada y yo aparto la vista y una imaginaria sensación de paz nos invade tranquilamente a los dos, respondiendo a mi pregunta.
Tim y yo estarnos sentados en el comedor principal del Mauna Kea. El comedor tiene una pared abierta a la noche y distingo el lejano sonido de las olas que rompen en la playa. Entra la brisa en la sala en penumbra y la llama de nuestra vela titila durante unos momentos. Las campanillas que cuelgan del techo suenan suavemente. El chico hawaiano del piano colocado sobre un pequeño estrado semiiluminado que hay junto a la pista de baile toca Mack el navaja mientras dos parejas bastante mayores bailan tímidamente en la penumbra. Tim intenta, discretamente, encender un pitillo. La risa de una mujer se impone en el enorme comedor, dejándome, por algún motivo, desorientado.
–Por favor, Tim, no fumes -digo yo, tomando mi segundo Mai Tai-. Estamos en Hawai, por el amor de Dios.
Sin decir ni una palabra o hacer el menor gesto de protesta, sin siquiera mirarme, Tim apaga el pitillo en el cenicero, luego se cruza de brazos.
–Oye -empiezo, luego, me interrumpo.
Tim me mira.
–Vamos, vamos, adelante.
–¿Quién…? – Se me va la cabeza, pero se me ocurre algo-. ¿Quién crees que va a ganar la Super Bowl este año?
–No estoy demasiado seguro. – Empieza a morderse las uñas.
–¿Crees que lo conseguirán los Raiders?
–Los Raiders tienen posibilidades. – Se encoge de hombros, pasea la vista por la sala.
–¿Qué tal en la universidad?
–Estupendamente -dice él, perdiendo poco a poco la paciencia.
–¿Qué tal le va a Graham? – pregunto.
–¿Graham? – Me mira fijamente.
–Sí. Graham.
–¿Quién es Graham?
–¿No tienes un amigo que se llama Graham?
–No. No lo tengo.
–Pues yo creía que lo tenías. – Tomo un largo trago de Mai Tai.
–¿Graham? – pregunta él, mirándome fijamente-. No conozco a nadie que se llame Graham.
Esta vez quien se encoge de hombros soy yo, apartando la vista. Hay cuatro maricas sentados en la mesa de enfrente de la nuestra, uno de ellos un actor muy conocido de la tele, y todos están borrachos y dos de ellos no dejan de mirar a Tim con admiración, aunque éste no lo advierte. Tim vuelve a cruzar las piernas, se muerde otra uña.
–¿Cómo le va a tu madre? – pregunto.
–Le va estupendamente -dice él, su pie empieza a subir y bajar tan deprisa que resulta borroso.
–¿Y a Darcy y Melanie? – pregunto, agarrándome a algo. Casi he terminado el Mai Tai.
–Resultan un tanto molestas -dice él, mirando algo a mis espaldas, con un tono monótono y una cara que es una máscara-. Parece que lo único que hacen es ir en coche a una heladería Häagen-Dazs y coquetear con ese gilipollas total que trabaja allí.
Me río entre dientes, sin saber qué hacer. Atraigo la atención del camarero y le pido el tercer Mai Tai. El camarero lo trae enseguida y una vez que lo deja en la mesa, se termina nuestro silencio.
–¿Te acuerdas de cuando veníamos aquí, en verano? – pregunto, tratando de congraciarme con él.
–Más o menos -dice él, inexpresivo.
–¿Cuándo fue la última vez que estuvimos juntos aquí? – pregunto en voz alta.
–La verdad es que no me acuerdo -dice él, sin molestarse en pensarlo.
–Creo que fue hace dos años. ¿En agosto? – aventuro.
–En julio -dice él.
–Eso es -digo yo-. Eso es. Fue el fin de semana del cuatro de julio. – Me río para mis adentros-. ¿Te acuerdas de la vez que todos fuimos a ver los fondos marinos y a tu madre se le cayó la cámara de fotos al agua? – pregunto, sin dejar de sonreír entre dientes.
–Lo único de lo que me acuerdo es de las peleas -dice él, desapasionadamente, mirándome con fijeza. Le aguanto la mirada todo lo que puedo, luego la tengo que apartar.
Uno de los maricas le susurra algo a otro y los dos miran a Tim y se ríen.
–Vayámonos a la barra -sugiero, firmando la cuenta que el camarero debe de haber dejado cuando trajo el tercer Mai Tai.
–Como quieras -dice Tim, levantándose inmediatamente.
Ya estoy bastante borracho y avanzo titubeando por un patio, con Tim a mi lado. En la barra, una hawaiana vieja toca Canción de boda hawaiana al ukelele, vestida con una túnica de flores, con muchos leis al cuello. Hay unas cuantas parejas sentadas en algunas de las mesas y dos mujeres bien vestidas, puede que de treinta y pocos años, sentadas solas en la barra. Con un gesto, indico a Tim que me siga. Ocupamos dos taburetes junto a las mujeres de treinta y pocos años. Me inclino hacia Tim.
–¿Qué te parecen? – susurro, dándole un codazo.
–¿Qué me parecen quiénes? – pregunta él.
–Ya sabes a quiénes me refiero.
–¿A quiénes? – me mira, con enfado.
–A las de ahí al lado. Ésas.
Tim mira a las mujeres, hace una mueca de desagrado.
–¿Qué les pasa?
Una pausa. Le miro, sin habla.
–¿Es que no sales con chicas? – Todavía sigo susurrando.
–¿Qué?
–Chist. ¿No sales con chicas? – vuelvo a preguntar.
–Sí, con compañeras y otras así, pero… -Se encoge de hombros-. ¿Qué me estás preguntando?
El barman se nos acerca.
–Yo tomaré un Mai Tai -digo, esperando que no me patinen las palabras-. ¿Y tú, Tim? – pregunto, dándole una palmada en la espalda.
–¿Qué pasa conmigo? – pregunta él.
–Que qué quieres beber.
–No lo sé. Un Mai Tai, supongo. Lo que sea -dice, confuso.
Una de las mujeres, la más alta y con el pelo castaño, nos sonríe.
–La cosa se pone bien -digo, dándole un codazo a Tim-. La cosa parece que se pone bastante bien.
–¿Qué cosa? ¿De qué estás hablando? – pregunta Tim.
–Fíjate bien.
Apoyándome en la barra, me vuelvo hacia las dos mujeres.
–Muy bien, señoras mías… ¿qué es lo que están tomando esta noche? – pregunto.
La más alta nos sonríe y levanta un vaso con algo rosa helado y dice:
–Pahoihoi.
–¿Pahoihoi? – pregunto yo, sonriendo.
–Sí -dice ella-. Están deliciosos.
–No me lo puedo creer -oigo murmurar a Tim a mis espaldas.
–Barman, por favor. – Miro al sonriente hawaiano de pelo gris que nos trae nuestros Mai Tai y consigo leer el cartelito que lleva sujeto-. Hiki, ¿por qué no les sirve a estas dos encantadoras damas otra ronda de…? – Miro a la mujer, todavía sonriendo.
–Pahoihoi -dice ella, sonriendo lascivamente.
–Pahoihoi -le digo a Hiki.
–De acuerdo, señor, muy bien -dice Hiki, alejándose.
–Bueno, se diría que las dos habéis estado hoy en la playa tomando un poco el sol. ¿De dónde sois? – le pregunto a una de ellas.
La que responde da un sorbo a su copa.
–Me llamo Patty y ésta es Darlene y las dos somos de Chicago.
–¿De Chicago? – pregunto, acercándome más-. Eso está muy bien.
–Sí está muy bien -dice Patty-. ¿De dónde sois vosotros?
–Somos de Los Ángeles -le digo. El sonido de una coctelera casi me deja fuera de combate.
–Oh, Los Ángeles -dice Darlene, mirándonos.
–Así es -digo yo-. Me llamo Les Price y éste es mi hijo, Tim. – Hago un gesto en dirección a Tim como si estuviera ofreciéndoselo, pero tiene la cabeza baja-. Bueno, es un poco tímido.
–Hola, Tim -dice Patty, cuidadosamente.
–Dile hola, Tim -le animo.
Tim sonríe educadamente.
–Va a la USC -añado, como ofreciendo una explicación.
La mujer que tocaba el ukelele empieza a cantar Tenías que ser tú y me encuentro moviéndome al ritmo de la música.
–Tengo una sobrina en Los Ángeles -dice Darlene, moderadamente animada-. Va a Pepperdine. ¿Conoces Pepperdine? – le pregunta a Tim.
–Sí. – Tim asiente con la cabeza, con la vista fija en su Mai Tai.
–Se llama Norma Perry. ¿Conoces a Norma Perry? Estudia segundo. – Darlene sigue dirigiéndose a Tim, dando sorbos a su Pahoihoi-. En Pepperdine.
Yo miro a Tim, que está negando con la cabeza, siempre con la vista clavada en su copa, con los ojos absolutamente vidriosos.
–No, bueno, verás, me temo, bueno, que no.
Los tres miramos a Tim como si fuera una especie de criatura exótica, más asombrados de lo que debiéramos por lo torpe y desmañado que parece. Sigue negando lentamente con la cabeza y tengo que hacer grandes esfuerzos para no seguir mirándole.
–Bueno, ¿hasta cuándo os quedaréis aquí? – pregunto, dando un largo trago al Mai Tai.
–Hasta el domingo -dice Patty. Lleva tal cantidad de jade en la muñeca que me sorprende que pueda levantar el vaso-. ¿Y vosotros dos?
–Hasta el sábado, Patty -digo yo.
–Eso está muy bien. ¿Y os vais a quedar los dos?
–Exactamente -digo, lanzando una ojeada amigable a Tim.
–¿No es estupendo, Darlene? – le pregunta Patty a Darlene, mirando a Tim.
Darlene asiente con la cabeza. – Padre e hijo. Muy bien. – Está terminando su Pahoihoi e inmediatamente ataca el que Hiki le coloca delante.
–Bien, espero no ser demasiado lanzado si te pregunto una cosa -empiezo yo, acercándome un poco más a Patty, que huele a gardenias.
–Seguro que no lo serás, Les -dice Patty.
Darlene ríe tontamente, inquieta.
–Joder… -murmura Tim, dando por fin un trago a su Mai Tai. Hago caso omiso del hijoputa.
–¿De qué se trata, Les? – pregunta Darlene.
–¿Quién acompaña a dos chicas tan guapas como vosotras? – pregunto, riendo un poco.
–Ya está bien -dice Tim, bajándose del taburete.
–Estamos solas -dice Patty, mirando a Darlene.
–Completamente solas -añade Darlene.
–¿Me puedes dar las llaves de la habitación? – pregunta Tim, extendiendo la mano.
–¿Adonde vas? – pregunto yo, sintiéndome algo más sobrio.
–A la habitación -dice él-. ¿Adonde creías que iba? Dios santo.
–Pero todavía no has terminado tu copa -digo yo, señalando el Mai Tai.
–No me apetece beber -dice él, sin entonación.
–¿Y por qué no? – pregunto, alzando el tono de voz.
–Lo terminaré yo si a él no le apetece -dice Darlene, y se ríe.
–Dame la llave -dice Tim, exasperado.
–Bien, entonces iré contigo -le digo, sin moverme.
–No, no, no, tú quédate aquí y pásalo bien con Patty y Marlene.
–Me llamo Darlene, cariño -dice Darlene, detrás de mí.
–Como sea -dice Tim, con la mano todavía extendida.
Busco la llave en el bolsillo y se la tiendo.
–Asegúrate de que pueda entrar -le digo.
–Gracias -dice él, retrocediendo-. Darlene, Patty, ha sido un… bueno, vaya. Ya nos volveremos a ver. – Se aleja de la barra.
–¿Qué le pasa, Les? – pregunta Patty, dejando de sonreír.
–Problemas en la universidad -digo yo, bastante borracho. Agarro el Mai Tai, llevándomelo a la boca sin beber-. Y con su madre.
Despierto temprano a Tim y le digo que iremos a jugar al tenis antes de desayunar. Tim se levanta con facilidad, sin protestar, y se da una larga ducha. Cuando ha terminado le digo que nos veremos en las pistas. Cuando llega, quince o veinte minutos más tarde, decido que debemos calentarnos un poco, golpear unas cuantas bolas. Sirvo yo, golpeando la pelota con fuerza. Tim no la alcanza. Vuelvo a servir, esta vez con más fuerza. Tim ni siquiera se molesta en golpearla. Vuelvo a servir. Tim falla. No dice nada. Vuelvo a servir. Me devuelve la pelota, gruñendo por el esfuerzo, y la brillante pelota amarilla pasa a mi lado como una especie de proyectil fluorescente. – No tan fuerte, papá.
–¿Fuerte? ¿Llamas fuerte a esto?
–Bueno, pues sí.
Vuelvo a servir.
Él no dice nada.
Después de ganarle cuatro sets, trato de ser simpático.
–Demonios, unas veces se gana, otras se pierde.
–Claro -dice Tim.
Por la razón que sea, se está mejor en la playa. El océano nos tranquiliza, la arena reconforta. Somos atentos el uno con el otro. Nos tendemos uno al lado del otro en sendas tumbonas debajo de dos palmeras de la arena. Tim lee un libro de bolsillo de Stephen King que compró en la tienda del hotel y escucha su walkman. Yo leo Hawai, levantando la cabeza de vez en cuando, concentrado en el calor del sol, la arena caliente, el olor a ron y loción para el sol y sal. Darlene pasa por delante y saluda con la mano. Le devuelvo el saludo. Tim se baja las gafas de sol.
–Fuiste bastante brusco ayer por la noche -le digo.
Tim se encoge de hombros en plan catatónico y se vuelve a ajustar las gafas de sol. No estoy seguro de que haya oído lo que dije por culpa del walkman pero comprende que he hablado. Es imposible saber lo que quiere. Mirando a Tim, uno no puede dejar de sentir que de él emanan grandes oleadas de inseguridad, una total ausencia de objetivo, de finalidad, como si fuera una persona a la que sencillamente no le importase nada. Tratando de no preocuparme por eso, me concentro en el mar en calma, en el aire. Dos de los maricones pasan cerca con brevísimos taparrabos y se sientan en el bar de la playa. Tim se estira para alcanzar la loción bronceadora. Se la doy. Se echa loción sobre los hombros bronceados y anchos y se vuelve a tumbar, limpiándose las manos en las musculosas pantorrillas. Me duelen los ojos por leer una letra tan pequeña. Parpadeo un par de veces y le pregunto a Tim si quiere ir a tomar una copa, puede que unos Mai Tai, o ron con Coca-Cola. No me oye. Le doy un golpecito en el brazo. Se sobresalta y se quita el walkman, que cae a la arena.
–Mierda -dice, recogiéndolo, y mirando si la arena lo ha estropeado. Satisfecho, se lo vuelve a colgar del cuello.
–¿Qué? – pregunta.
–¿Por qué no nos consigues unas copas?
Tim suspira, se levanta.
–¿Qué quieres? – pregunta.
–Ron y Coca-Cola -le digo.
–Muy bien. – Se pone una sudadera de la USC y se dirige sin ganas hacia el bar.
Me abanico con el ejemplar de Hawai y veo cómo se aleja Tim. Una vez en la barra se queda allí, sin tratar de atraer la atención de los camareros, esperando a que el barman se fije en él. Uno de los maricas le dice algo a Tim. Me incorporo un poco. Tim se ríe y le contesta algo. Y entonces me fijo en la chica.
Es joven, de la edad de Tim, puede que algo mayor, y está morena y tiene el pelo rubio y largo y camina lentamente por la orilla, ajena a las olas que rompen a sus pies, y enseguida se dirige al bar y cuando se me acerca un poco distingo su cara: morena, plácida, de grandes ojos que no parpadean aunque el sol brilla con fuerza. Se mueve con languidez, sensualmente, hacia la barra, y se sitúa junto a Tim. Éste todavía está esperando las copas, pensando en las musarañas. La chica le dice algo. Tim la mira y sonríe y el barman le tiende la copa. Tim se queda allí, hablan brevemente. Ella le pregunta algo cuando Tim empieza a dirigirse hacia donde yo estoy. El se vuelve a mirarla y asiente con la cabeza, luego se aleja, casi corriendo. Se detiene y se vuelve a mirar y luego se ríe para sí mismo y luego se acerca y me tiende la copa.
–He conocido a una chica de San Diego -me dice, distraídamente, quitándose la camiseta de la USC.
Yo sonrío y asiento con la cabeza y me quedo allí tumbado con la copa que está aguada y es espumosa y no es lo que yo pedí, y cuando cierro los ojos pienso que cuando los abra, cuando alce la vista, Tim estará delante de mí, haciéndome gestos de que le acompañe al agua donde hablaremos de cosas sin importancia, pero al abrir los ojos, Tim se sumerge en la rompiente con la chica de San Diego. Un Frisbee aterriza en la arena junto a mis pies. Veo un lagarto.
Más tarde, después de la playa, los dos estamos en el cuarto de baño, preparándonos para cenar. Tim tiene una toalla sujeta alrededor de la cintura y se afeita. Yo estoy en el otro lavabo quitándome el aceite solar de la cara antes de ducharme. Tim se quita la toalla, sin darle importancia, y se limpia la espuma que le queda en la cara.
–¿Te importa que Rachel venga a cenar con nosotros? – pregunta.
Le miro.
–En absoluto. ¿Por qué iba a importarme?
–Estupendo -dice él, saliendo del cuarto de baño.
–Dijiste que era de San Diego, ¿no? – pregunto, secándome la cara.
–Sí, va a la Universidad de California en San Diego.
–¿Con quién está aquí?
–Con sus padres.
–¿No querrán cenar con ella esta noche?
–Han ido a Hilo a pasar la noche -dice él, poniéndose los calzoncillos, buscando una camisa-. Por unos negocios que tiene su padrastro.
–¿Te gusta?
–Sí. – Tim examina atentamente una camisa lisa y blanca, como si fuera un libro que contuviera toda clase de respuestas-. Eso creo.
–¿Lo crees? Pasaste toda la tarde con ella.
Después de una ducha, me dirijo al dormitorio y luego al armario. Tim parece más contento y me alegra que haya conocido a esa chica; me da ánimos que cene con nosotros alguien más. Me pongo un traje de lino y me sirvo una copa del minibar y me siento en la cama, viendo que Tim se echa gel fijador en el pelo.
–¿Te alegra que hayamos venido? – pregunto.
–Claro -dice, sin entonación.
–Creía que no querías venir.
–¿Por qué pensaste eso? – pregunta él. Se echa más gel en los dedos, pasándoselos por su espeso pelo rubio, oscureciéndolo.
–Tu madre dijo que no tenías ganas de venir -le suelto yo, rápidamente, sin pensarlo. Doy un sorbo a la copa.
Me mira desde el espejo, con la cara empañada.
–No. Yo nunca dije eso. Tenía que preparar un trabajo para clase y, bueno… -Se peina, examinándose el cabello con atención. Satisfecho, se aparta del espejo y me mira, y al enfrentarme con aquellos ojos inexpresivos decido no seguir.
Nos encontramos con Rachel en el comedor principal. Está de pie junto al piano hablando con el pianista. Lleva una flor púrpura en el pelo y el pianista se la toca y ella se ríe. Tim y yo nos dirigimos hacia la chica. Ella se vuelve, mostrando unos ojos grandes y azules y nos dirige una sonrisa blanca y perfecta. Se toca el hombro y se acerca a nosotros.
–Rachel -dice Tim, un poco a desgana-. Te presento a mi padre. Les Price.
–Encantada, mister Price -dice Rachel, tendiéndome la mano.
–Hola, Rachel. – Le estrecho la mano, fijándome en que no lleva las uñas pintadas aunque las tiene largas y bien cuidadas. Suelto inmediatamente su mano. Ella se vuelve hacia Tim.
–Los dos tenéis un aspecto estupendo -dice.
–Tú estás muy guapa -dice Tim, sonriéndole.
–Sí -digo yo-. Muy guapa.
Tim me mira, luego a ella.
–Gracias, mister Price -dice Rachel.
El maître nos acomoda en el exterior. Sopla una cálida brisa nocturna. Rachel se sienta frente a mí y parece incluso más guapa a la luz de las velas. Tim, recién afeitado, con un carísimo traje italiano que le compré el verano pasado, con la piel más bronceada aún que la de Rachel, el pelo peinado hacia atrás, complementa a Rachel de un modo desconcertante, casi como si fueran parientes. Tim parece cómodo con esta chica y casi me siento contento por él. Yo pido un Mai Tai y Rachel una Perrier y Tim toma una cerveza. Después de terminar el Mai Tai y de pedir otro y después de escucharlos a los dos parlotear sobre la MTV, la universidad, los vídeos que les gustan, una película sobre una chica deforme que aprende a aceptarse a sí misma, me noto lo suficientemente relajado como para contar un chiste que termina con: «Por favor, ¿podría enjuagarme la boca?» Como los dos confiesan que no lo entienden y se lo tengo que explicar, lo dejo correr.
–¿Qué es eso que te pones en el pelo? – le pregunto a Tim.
–Es Tenax, papá. Es un gel para el pelo. – Me mira con gesto de enfado y luego a Rachel, que me sonríe.
–Era una simple pregunta -le digo, distraídamente.
–¿A qué se dedica, mister Price? – pregunta Rachel.
–Trátame de tú, Rachel -le digo.
–Muy bien ¿A qué te dedicas, Les?
–Me dedico a los negocios inmobiliarios.
–Ya te lo había contado yo -le dice Tim.
–¿Me lo habías contado? – pregunta ella, mirándome sin expresión.
–Sí -dice amargamente Tim-. Te lo conté.
Por fin ella aparta la vista.
–Lo había olvidado.
Una imagen de Rachel, desnuda, con las manos en los pechos, tumbada en mi cama, se impone, y la idea de tirármela me resulta de lo más atractivo. Tim intenta ignorar que la observo tan fijamente, pero sé que no me quita ojo y ve que miro atentamente a Rachel. Rachel coquetea audazmente conmigo y yo no dejo de pensar en si debería coquetear con ella. Traen la cena. La terminamos enseguida. Después pedimos más copas. Por entonces yo me encuentro lo suficientemente borracho para acercarme a Rachel y sonreírle sugerentemente. Tim está tan encogido que parece como si no existiera.
–¿Sabíais que Robert Waters anda por aquí? – nos pregunta Rachel.
–¿Quién? – pregunta Tim, hoscamente.
–Vamos, Tim -digo yo-. Robert Waters. Trabaja en Patrulla de vuelo, esa serie de la tele.
–Me parece que no veo demasiado la tele -dice Tim.
–Sí, debe de ser eso -digo yo, resoplando.
–¿No sabes quién es Robert Waters? – le pregunta Rachel.
–No, no lo sé -dice Tim, con tono áspero-. ¿Y tú?
–De hecho, yo le conocí el año pasado en la toma de posesión de Reagan -dice Rachel, y luego-: Dios santo, yo creía que todo el mundo sabía quién es Robert Waters. – Sacude la cabeza, divertida.
–Pues yo no lo sé -dice Tim, evidentemente irritado-. ¿Pasa algo?
–Bueno, resulta un tanto embarazoso. – Rachel sonríe, baja la vista.
–¿Por qué? – pregunta Tim, y parte de su frialdad se le evapora.
–Ha venido con otros tres tipos -digo yo.
–¿Sí? – pregunta Tim.
–Pues sí. – Rachel se ríe. – Uno de ellos trató de ligar con Tim hoy -le cuento a Rachel, temiendo su respuesta porque al principio no la hay, pero luego se echa a reír y entonces yo me río con ella. Tim no se ríe.
–¿Conmigo? – pregunta-. ¿Cuándo?
–En el bar -dice Rachel-. Hoy en la playa.
–¿Aquel tipo? – pregunta Tim, recordando.
–Sí, aquél -digo, poniendo los ojos en blanco.
Tim se ruboriza.
–Era amable. Era un tipo amable. ¿Qué pasa?
–Nada -dice Rachel.
–Estoy seguro de que era amable de veras -digo yo, riendo.
–Amable de veras -repite Rachel, riendo muy tontamente.
Tim la mira y luego me mira bruscamente a mí como si yo tuviera la culpa de algo, y luego de nuevo a Rachel y le cambia la expresión como si hubiera entendido algo que llevaba a otra cosa, y como si darse cuenta de ello le hiciese perder la tensión.
–Al parecer los dos os fijasteis -dice Tim, todavía sonriendo a Rachel, luego a mí con desagrado. Enciende un pitillo, desafiándome. Pero yo le devuelvo la sonrisa y hago como que no me doy cuenta.
–Eso parece -digo yo, dándole un golpecito en el brazo a Rachel.
–Vamos, Tim -dice ella, apartándose un poco-. Le gustas. Probablemente seas el chico más joven de por aquí.
Tim sonríe, da una profunda calada al pitillo.
–No me había fijado en cuántos «jóvenes» había por aquí. Lo siento.
–No deberías fumar -dice Rachel.
–Es lo que yo te digo, Tim -añado yo.
El la mira a ella, luego a mí.
–¿Por qué no? – le pregunta a Rachel.
–Te sienta mal -dice ella, muy seria.
–Eso ya lo sabe -digo yo-. Se lo dije ayer por la noche.
–No. Tú me dijiste que no fumara porque estábamos en Hawai, no porque me sentara mal -dice Tim, furioso.
–Bien, pues te sienta mal y además lo encuentro ofensivo -digo yo sin esfuerzo.
–No te estoy echando el humo a la cara -murmura él. Vuelve a mirar a Rachel para que le eche una mano-. ¿Te molesto a ti? Me refiero, bueno, a que estamos al aire libre.
–No deberías fumar, Tim -le dice ella suavemente.
Él se levanta.
–Bien, pues me voy a terminar este pitillo a otra parte, ¿vale? Como os molesta tanto… -Pausa, luego, a mí-: ¿Se pone bien la cosa esta noche, papá?
–Tim -dice Rachel-. No hace falta que te vayas. Siéntate.
–No -digo yo-. Déjale que se vaya.
Tim empieza a alejarse.
Rachel se da la vuelta en su silla.
–Tim. Dios santo.
Tim pasa junto a un par de macetas de palmeras enanas, por delante del pianista, de uno de los maricas, de una pareja de viejos que bailan entrando y saliendo del comedor.
–¿Qué es lo que le pasa? – pregunta Rachel.
No nos decimos nada más y escuchamos al pianista y las conversaciones apagadas que salen del comedor, el sonido de fondo de las olas que rompen en la orilla. Rachel termina una copa que no recuerdo que haya pedido. Yo firmo la cuenta.
–Buenas noches -dice ella-. Gracias por la cena.
–¿Adonde vas? – le pregunto.
–Por favor, due a Tim que lo siento. – Empieza a alejarse.
–Rachel -digo yo.
–Nos veremos mañana.
–Rachel…
Sale del comedor.
Abro la puerta de nuestra suite. Tim está sentado en su cama, mirando hacia la terraza, con las cortinas ondulando a su alrededor. La habitación está completamente a oscuras si se exceptúa la luz de luna y, aunque están abiertas las puertas de la terraza, apesta a marihuana.
–¿Tim? – digo yo.
–¿Qué? – Se vuelve.
–¿Qué te pasa? – pregunto.
–Nada. – Se pone lentamente de pie y cierra las puertas que dan a la terraza.
–¿Quieres que hablemos? – He estado llorando.
–¿Qué? ¿Me preguntaste si quería que habláramos? – Enciende una luz, sonriéndome con una sonrisa triste.
–Sí.
–¿De qué?
–Tú dirás.
–No tenemos nada de qué hablar -dice él. Pasea junto a la cama, despacio, pensativo, con andar cansado.
–Por favor, Tim.
–¿Qué? – Levanta los brazos, sonriendo, con los ojos muy abiertos e inyectados en sangre. Se quita la chaqueta y la deja caer al suelo-. No hay nada de qué hablar.
Lo único que puedo decir es:
–Dame una oportunidad. No me eches a perder todas las oportunidades.
–Tú no tienes ya ninguna oportunidad que se pueda echar a perder, colega. – Se ríe y luego vuelve a decir-: Colega.
–¿Qué quieres decir con eso?
–Nada. Nada de nada -dice Tim, menos cortante que antes. Deja de pasear y luego se sienta en la cama, dándome la espalda.
–Olvídalo -dice, bostezando-. No hay nada… de nada.
Me quedo allí de pie.
–Nada -dice otra vez-. Nada.
Paseo por los alrededores del hotel durante largo rato y por fin termino sentado en un pequeño banco que da al mar, junto a un foco que brilla en el agua. Dos mantas, atraídas por la intensa luz, nadan trazando círculos, formando olas con sus aletas. No hay nadie más mirando las mantas y yo clavo fijamente la vista en ellas durante lo que parece mucho tiempo. La Luna está alta y es pálida y brillante. Un loro grazna en el hotel. Estoy a punto de ir a recepción para que me cambien a otra habitación cuando oigo una voz a mis espaldas.
–Manta birostris, llamada también manta a secas. – Rachel sale de la oscuridad, lleva una ajustada camiseta con las palabras LOS ÁNGELES, y la flor de antes todavía en el pelo-. Son parientes de los tiburones y las rayas. Viven en las aguas cálidas del océano. Pasan la vida parcialmente enterradas en el barro del fondo o en la arena o bien nadando por las profundidades.
Se acerca al banco y se apoya en el poste del foco y contempla los dos grandes monstruos grises.
–Avanzan haciendo ondular sus grandes aletas pectorales y usan de timón sus largas colas. Se alimentan fundamentalmente de crustáceos, moluscos, gusanos marinos. – Hace una pausa, me mira-. Algunas mantas pesan más de ciento cincuenta kilos y se han capturado algunas que miden seis metros. Son muy temidas debido a su tamaño. – Sigue mirando el agua y continúa hablando, como si le leyera a un ciego-. De hecho son bastante huidizas. Sólo hacen naufragar barcos y cuando las atacan matan a los seres humanos. – Me mira-. Dejan unas huevas enormes de un color verde oscuro, casi negro, con pequeños zarcillos con los que quedan sujetas a las algas. Cuando los peces han salido de las huevas, éstas son arrastradas a la orilla. – Se interrumpe, luego suspira profundamente.
–¿Dónde aprendiste todo eso?
–Saqué sobresaliente en oceanografía.
–Oh. – Suspiro, borracho-. Eso es… muy interesante.
–Eso creo. – Vuelve a mirar a las mantas.
–¿Dónde has estado? – pregunto.
–Por ahí -dice ella, apartando la vista, como si la atrajera algo invisible-. ¿Hablaste con Tim?
–Sí. – Me encojo de hombros-. Está bien.
–¿No os lleváis bien? – pregunta.
–Tan bien como la mayoría de los padres y los hijos -digo.
–Es una pena -dice ella, mirándome. Se aparta del foco y se sienta en el banco junto a mí-. A lo mejor no te quiere. – Se quita la flor del pelo y la huele-. Pero supongo que es lo justo, porque tú tampoco le quieres.
–¿Crees que mi hijo es guapo? – pregunto.
–Sí. Mucho -dice-. ¿Por qué?
–Sólo quería saberlo. – Me encojo de hombros. Una de las mantas sube a la superficie y salpica agua con la aleta.
–¿De qué hablasteis esta tarde? – pregunto.
–No hablamos mucho. ¿Por qué?
–Sólo quería saberlo.
–De algunas cosas.
–¿De qué cosas? – la animo-. Rachel.
–De cosas, simplemente.
Contemplamos las mantas. Una de ellas se aleja. La otra continúa bajo el resplandor del foco.
–¿Te habló de mí? – pregunto.
–¿Por qué?
–Lo quiero saber.
–¿Por qué? – Sonríe, tímidamente.
–Quiero saber lo que cuenta de mí.
–No dijo nada.
–¿De verdad? – pregunto, levemente sorprendido.
–No habló de ti.
La manta sigue flotando en la luz.
–No te creo -digo yo.
–No tienes otro remedio -dice ella.
Al día siguiente, Tim y yo estamos en la playa, bajo un cielo tranquilo y despejado, jugando al backgammon. Gano yo. Él escucha su walkman, sin mostrar interés por el desarrollo del juego. Mira hacia la playa con un rostro desprovisto de emoción. Lanza los dados. Un pequeño pájaro rojo aterriza en nuestra sombrilla verde. Rachel se nos acerca, con un lei rosa y un pequeño bikini azul, sorbiendo una Perrier con una paja.
–Hola, Les. Hola, Tim -dice, muy contenta-. Un buen día.
–Hola Rachel -digo yo, alzando la vista del tablero del backgammon, sonriendo.
Tim asiente con la cabeza sin levantar la vista, sin quitarse las gafas de sol y sin despojarse del walkman. Rachel sigue allí de pie, mirándome primero a mí, luego a Tim.
–Bien, después nos vemos -dice, titubeando.
–Sí -digo yo-. Puede que en esa fiesta hawaiana.
Tim no dice nada. Rachel se aleja, volviendo al hotel. Yo gano la partida. Tim suspira y se reclina en la tumbona y se quita las gafas de sol y se frota los ojos. Puede que la suerte no nos haya acompañado desde el principio. Yo también me reclino, mirando a Tim. Tim mira el mar que se extiende como una sábana azul hasta el horizonte, y puede que Tim esté mirando más allá del horizonte, decepcionado al encontrar más de lo mismo, y el día empieza a refrescar aunque no sople viento y esa misma tarde, después, el océano se oscurece, el cielo se pone de color naranja y nos marchamos de la playa.
Mi padre me habla del matrimonio cuando viene a Camden en noviembre. Me lleva a la ciudad y me compra un par de libros, luego una cinta en Record Rack. En realidad no quiero los libros ni la cinta pero él insiste mucho en comprarme algo, de modo que me pliego y trato de parecer encantada con la cinta de Culture Club y los tres libros de poemas. Incluso le presento a dos chicas que nos encontramos en la librería de Camden que viven en mi misma residencia y que no me caen demasiado bien. Mi padre no deja de obligarme a que me ajuste la bufanda que llevo alrededor del cuello y se queja de que nieve tan pronto, del frío, habla de lo agradable que es Los Ángeles, de lo cálidos que son los días, de lo dulces que resultan las noches, de que debería matricularme en la UCLA o en la USC, y si no en la UCLA o la USC, en Pepperdine. Yo sonrío y asiento con la cabeza y no hablo mucho, sin saber cuáles son sus intenciones.
Mientras almorzamos en un pequeño restaurante de las afueras de la ciudad, mi padre pide vino blanco espumoso y no parece que le importe que yo pida un gin tonic. Después de pedir lo que vamos a comer y de que él haya tomado ya dos copas de vino espumoso empieza a mostrarse menos tenso.
–¿A qué se dedica mi pequeña punkie? – pregunta.
–Yo no soy una punkie -digo.
–Vamos, vamos, pareces un poco, bueno, un poco punkie. – Sonríe, y luego, después de que yo no añada más, pregunta-: ¿De veras que no lo eres? – Su sonrisa se apaga.
De pronto, sintiendo compasión por él, digo:
–Bueno, un poco, vaya.
Termino la copa masticando el hielo, y decido no dejar que vaya adelante con esa conversación, de modo que le pregunto por los estudios de cine, por Graham, por California. Comemos deprisa y yo pido otro gin tonic y él enciende un pitillo.
–No me has preguntado por Cheryl -dice él, por fin.
–¿No he preguntado?
–No. – Da una calada, suelta el humo.
–Sí, he preguntado.
–¿Cuándo?
–Cuando veníamos a la ciudad. ¿O no?
–Creo que no.
–Estoy casi segura de que pregunté.
–No recuerdo que lo hicieras, cariño.
–Bien, pues yo creo que pregunté…
–¿Es que no te gusta?
–¿Cómo es Cheryl?
Él sonríe, baja la vista, luego me mira.
–Creo que nos vamos a casar.
–¿De verdad?
–Sí.
–Vaya, eso es… en fin, enhorabuena -digo yo-. Estupendo.
Me mira burlonamente, luego pregunta:
–¿De verdad crees que es estupendo?
Me llevo el vaso a la boca y le doy un golpecito a un lado para que el hielo caiga al fondo.
–Bueno, poco a poco fui comprendiendo que la cosa iba en seno.
–Cheryl es estupenda. Os llevaréis bien. – Vuelve a titubear, duda si encender otro pitillo-. Ya verás cuando os conozcáis.
–Yo no me voy a casar con Cheryl. Te casas tú.
–Cuando me dices ese tipo de cosas, cariño, comprendo lo que sientes -dice.
Empiezo a acariciarle la mano por encima de la mesa pero algo hace que me interrumpa.
–No te preocupes -digo.
–He estado tan… solo -dice-. Llevo solo tanto tiempo que parece que siempre haya estado solo.
–En fin.
–Llega un momento en que necesitas a alguien.
–No me expliques esas cosas -digo rápidamente, aunque con menos dureza-. No es necesario.
–Quiero tu aprobación -se limita a decir-. Eso es todo.
–No la necesitas.
Se echa hacia atrás en su silla, deja el pitillo que iba a encender.
–La boda será en diciembre. – Hace una pausa-. ¿Cuándo piensas ir a casa?
Yo miro por la ventana la fría y dura nieve y las nubes grises del color del asfalto.
–¿Se lo has dicho a mamá? – pregunto.
–No.
A la hora de la comida, en el tren, el camarero me acomoda en una mesa con un viejo judío que no deja de leer un librito negro muy estropeado y de murmurar entre dientes algo que debe de ser hebreo. El judío no se parece nada a mi padre, aunque el modo en que se está comportando me recuerda la conducta de muchos de los amigos de mi padre que trabajan en sus estudios. Este hombre es mayor y lleva barba, pero es la primera vez desde aquel almuerzo con mi padre en que he estado tan cerca de un hombre durante una comida. No termino el sandwich que he pedido y que está bastante revenido, ni la sopa de verduras templada. En cambio, termino una copa pequeña de helado y tomo un Tab y voy a encender un pitillo cuando me fijo en que hay un no fumar en el vagón restaurante. Dejo el sandwich, miro el vagón abarrotado, me fijo en que todos los camareros son negros y que en los trenes de pasajeros van principalmente viejos y extranjeros. Jugueteo con el Marlboro, tratando de ignorar los murmullos del judío. Va pasando por las ventanas un paisaje sepia, casitas de adobe, madres jóvenes con pantalones vaqueros con las perneras cortadas y camisetas, que levantan a niños pequeños y rojos hacia el tren, saludando con la mano. Autocines desiertos, enormes basureros, más casas construidas con adobe. De vuelta a mi compartimiento, mientras miro el vestido, con el walkman puesto, escucho cantar a Boy George Iglesia de la mente envenenada, una canción de la cinta que me compró mi padre en noviembre pasado.
Las noches son duras. No consigo dormir ni siquiera después de tomar Valium, que sólo me atonta lo suficiente como para intentar a duras penas mantenerme en equilibrio mientras paseo por el estrecho compartimiento, según el tren va lanzado a través de los desiertos, se detiene de repente, sin avisar, haciéndome caer en la estrecha cama. Al abrir las cortinas no consigo ver nada, a no ser la punta encendida de mi pitillo reflejada en el cristal. Anuncian que hay arena sobre las vías. Son las tres de la madrugada y me duermo un rato y me despierto cuando el tren atraviesa una especie de tormenta eléctrica en la frontera de Arizona. Está completamente a oscuras y de pronto un rayo púrpura, violeta, atraviesa el cielo, iluminando pequeños pueblos durante un segundo. Cuando el tren atraviesa esos pueblos, se pueden oír campanas de aviso, semáforos en rojo, los faros de una camioneta solitaria que espera a que pase el tren. Y pasamos por estos pueblos, cada vez más pequeños, cada vez más separados unos de otros, y yo voy en tren no porque no me gusten los aviones ni porque quiera ver el país, sino porque no quiero pasar tres días en Los Angeles, ni con mi padre y Cheryl, ni con Graham ni con mi madre. Un centro comercial cerrado, el rótulo de neón de una estación de servicio, el tren se detiene y luego continúa, la inutilidad de posponer lo inevitable, el cerrarse de las cortinas.
A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, conozco a un chico muy rico de Venezuela, que lleva una chaqueta deportiva de Yves Saint Laurent y que también va a Los Ángeles. Ha estado recientemente en El Salvador y no deja de hablar de lo bonito que es el país y del concierto de Lionel Richie al que asistió allí. Mientras esperamos el desayuno, el chico hojea el último número de Penthouse y yo miro por la ventanilla las interminables praderas y las hileras de torres de las refinerías y los aparcamientos de remolques y las torres de enlaces radiofónicos que surgen de la tierra rojiza. Abro un cuaderno que llevo conmigo y trato de organizar unos trabajos que todavía tengo que terminar para el próximo examen, pero pierdo interés en cuanto me pongo a ello. El tren se detiene durante largo rato delante de un Pizza Hut en una ciudad sin nombre de Arizona. Una familia compuesta por cinco miembros sale del Pizza Hut y uno de los niños saluda al tren con la mano y yo me pregunto quién llevará a los niños a desayunar a un Pizza Hut; el chico venezolano le devuelve el saludo al niño de delante del Pizza Hut, y luego me sonríe.
Desayuno despacio, haciendo como que me concentro en las tortitas duras para que el chico venezolano no me pregunte nada. A veces levanto la vista y miro los pastos del otro lado de la ventanilla y el ganado que pace en ellos. Me saco un Valium del bolsillo y lo mantengo entre los dedos. Exceptuado el chico rico de Venezuela que ha estado en El Salvador, la única persona que quizá podría ser de mi edad es una chica negra de cara triste que me mira desde el otro lado del vagón restaurante, lo cual hace que apriete el Valium con más fuerza. Espero a que la chica negra aparte la mirada y cuando por fin lo hace, trago la pastilla.
–¿Jaqueca? – pregunta el chico venezolano.
–Sí. Me duele la cabeza. – Sonrío tímidamente, asintiendo.
La chica negra me mira una vez más y luego se levanta y ocupa su sitio una pareja de gordos que llevan muchas turquesas. El chico venezolano ahora mira el desplegable del centro de la revista y luego me mira a mí y sonríe y mi padre probablemente tenía razón cuando hace quince días me dijo por teléfono: «Deberías venir en avión», pero me asombra que de vez en cuando el suelo parezca alzarse por debajo del tren cuando éste pasa sobre ríos color chocolate o por encima de un barranco.
Llamo a Graham, mi hermano, desde la estación de Phoenix. Está tomando un baño caliente en Venice.
–¿Y qué consigues con eso? – digo, al cabo de un rato.
–¿A quién le importa? – dice Graham.
–Suena como si estuvieras colocado.
–No lo estoy.
–Se te pone la voz triste cuando estás colocado. Estás colocado.
–Todavía no.
–Estoy delante de una máquina tragaperras enorme, del tamaño de una cama de matrimonio -le digo a Graham-. Deberías hablar con él. – Enciendo un pitillo. Me duele.
–¿Qué? – pregunta Graham-. ¿Por qué me llamas? – Y luego-: ¿Hablar con… él?
–¿Es que no vas a hablar con él? – pregunto-. ¿Es que no vas a hacer nada?
–Oye, tía. – Oigo que Graham da una chupada, luego suelta el humo, lentamente. Su voz cae tres octavas-. ¿Qué quieres que haga?
–Sólo… hablar con él.
–Es que ni siquiera me cae bien -dice Graham.
–No deberías quedarte sentado sin hacer nada.
–¿Quién dijo que iba a quedarme sentado sin hacer nada?
–Tú lo dijiste, Graham; tú lo dijiste. – Estoy a punto de echarme a llorar. Trago saliva, intento controlarme-. Dijiste que ella había visto Flashdance nueve veces. – Me pongo a sollozar, en silencio, mordiéndome el puño-. Dijiste que era su… -Pausa-. Su película favorita…
–Probablemente la haya visto… -Se interrumpe-. Sí, nueve veces, probablemente sea verdad.
–Graham, por favor, aunque sólo sea una vez… -No está tan mal -dice finalmente Graham-. La verdad, es una tía bastante caliente.
Un Valium, una mirada fugaz por entre las cortinas, estaciones de tren de estilo español, carteles que anuncian NEEDLES o BARSTOW, coches que atraviesan el desierto de noche hacia Las Vegas, llueve otra vez y con fuerza, luces que iluminan los carteles de una carretera que lleva a Reno, grandes gotas de lluvia que golpean contra la ventanilla y se deshacen. Mi reacción al sorprenderme: un parpadeo. Una voz dice por megafonía: «Si alguno de los pasajeros habla francés, acuda por favor al vagón restaurante», y la petición parece tentadora; parece tan poco común que hace que me cepille el pelo, agarre una revista y me dirija al vagón restaurante aunque ni siquiera hablo francés. Cuando llego al vagón restaurante no veo a nadie que sea francés ni a nadie que parezca necesitar ayuda de nadie francés. Me siento, miro por la ventanilla, hojeo la revista, pero hay detrás de mí una borracha que parece que habla consigo misma, pero de hecho habla con la pareja de gordos de las turquesas, que tratan de no prestarle atención. La borracha no deja de hablar de las películas que ha visto en la televisión mientras estaba en casa de su hijo, en Carson City.
–¿Han visto Las locas peripecias de un señor Mamá"? -pregunta la borracha, la cabeza se le cae hacia delante.
–No -dice la gorda, con los brazos cruzados sobre un bolso turquesa que tiene en el regazo.
–Una peliculita encantadora… sencillamente encantadora -dice la borracha, que hace una pausa, esperando algún tipo de respuesta.
Una pareja con pinta de pobres de pedir, acompañada de tres niños pequeños, entra en el vagón restaurante y la madre se pone a jugar con uno de los niños a un juego en el que se utilizan gomas. Observo al niño más pequeño, que se come un paquete de mantequilla. Yo había esperado que no lo hiciera.
–¿No han visto Las locas peripecias de un señor Mamá? -vuelve a preguntar la borracha.
La mujer de las turquesas dice que no.
Su marido se toca la corbata de rayas rematada con un pequeño trozo de turquesa y vuelve a cruzar sus enormes piernas.
El ruido que hacen los niños, las preguntas de la borracha, las dos universitarias que sueltan risitas al hablar de Las Vegas, todo eso me molesta pero me quedo en el vagón restaurante porque me da miedo volver al compartimiento y ponerme a recordar mi destino. Otro pitillo, la luz de la llama del encendedor, luego es penumbra. El tren atraviesa un túnel y cuando sale por el otro extremo no hay diferencias tangibles. Uno de los niños grita al jugar:
–Dios te va a agarrar Dios te va a agarrar. – Y luego, más alto-: Padre, padre, padre. – Y el niño que ha comido el paquete de mantequilla señala a su padre, con los ojos muy abiertos, mirándole. El padre eructa, saca otro Parliament, enciende el pitillo y luego me mira y no es una mirada desagradable.
Cuando vuelvo a mi compartimiento, una hora más tarde, hay un mozo de cuerda, negro, que lo está arreglando. Ya ha terminado de hacer la cama, y limpia el pequeño espacio al que llaman cuarto de baño.
–¿Adonde va? – me pregunta.
–A Los Ángeles -le contesto, mirando el pasillo, a la espera de que se vaya.
–¿Y a qué va a Los Ángeles?
–A nada -digo, por fin.
–Ya me han dicho eso antes. – Se ríe ahogadamente, luego añade-: ¿A visitar a alguien?
–Mi padre se casa.
–¿Con una mujer agradable? – El mozo saca una bolsa de la papelera y la ata.
–¿Qué?
–Que si le gusta ella
El tren empieza a detenerse, se oye el sonido de los frenos, el sonido del tren suspirando.
–No.
–Nos volveremos a ver pronto.
Tengo vista a Cheryl por el verano, cuando vuelvo a Los Ángeles sin nada que hacer en particular. En cierto modo ya me ha ido hablando de ella mi padre cuando me llama al colegio mayor los domingos por la noche, pero siempre resulta ambiguo, y en cuanto se da cuenta de que la tiene allí a su lado, se muestra tímido y nunca dice gran cosa. Por lo poco que me ha contado Graham, tiene el pelo moreno con mechas rubias, es delgada, de veintipocos años, con vagas aspiraciones de ser presentadora de televisión. Cuando le insisto a Graham para que me cuente más detalles, Graham, muy pasado como siempre, añade: «Cheryl lee constante, desesperadamente, la Guía de los Piscis para 1984, de Sydney Omarr; Cheryl adora la película Flashdance, que vio cinco veces el año pasado cuando la estrenaron y tiene diez camisetas destrozadas que llevan pintada la palabra MANIACA; Cheryl hace ejercicios con las cintas de Jane Fonda en el Betamax; William invita a pizza a Cheryl en Spago.» Estas explicaciones siempre vienen seguidas de un: «¿Te haces una idea?», que Graham pronuncia de forma escasamente audible. Cuando pido más detalles, Graham dice:
–¿Es que nunca has salido con un profesor de ski?
No estoy segura de que mis padres ya se hayan divorciado del todo pero en esos días de agosto, después de quedarme en casa de mi madre sin haberme encontrado con ella, voy en coche a la nueva casa de mi padre en Newport Beach y Cheryl sugiere que vayamos de compras las dos juntas. Bullock's, Saks, un Neiman-Marcus que se acaba de inaugurar, donde Cheryl compra una chaqueta verde oliva espantosa, con estampados orientales en la espalda, una prenda que probablemente se pondrá mi padre. Cheryl habla entusiasmada de un libro del que nunca he oído hablar que se titula Megatrends. Cheryl y yo tomamos zumo de frutas y té en un café al aire libre del otro lado de un centro comercial que se llama Sunshine donde Cheryl parece conocer a los jóvenes que trabajan en la barra. Tofu endulzado con zumo, tés de hierbas, helado de yogur. Cheryl lleva un jersey rosa neón, roto en el hombro, con la palabra MANIACA escrita en azul cielo, y la camisa me hace saltar de una cosa a la otra. Cheryl habla de la serie de televisión que ve, que es sobre un hombre que intenta comunicarle a su familia que todavía sigue vivo.
–¿Te encuentras bien? – pregunta Cheryl.
–Sí. Estoy bien -digo yo, hoscamente.
–Pues no tienes buena cara -dice Cheryl-. Me refiero a que estás morena pero no pareces contenta.
–Estoy perfectamente.
–¿Has tomado alguna vez tabletas de óxido de zinc?
–Sí -digo-. Las he tomado.
–Pero todavía fumas.
–No mucho.
–Tu padre me prometió que lo iba a dejar -dice Cheryl, metiéndose una cucharada de yogur en la boca.
–Ya veremos.
–¿Fuma Graham?
–Sí. Y también en pipa.
–En pipa, no puede ser -dice Cheryl, horrorizada.
–A veces. Depende.
–¿De qué?
–De que le dé por usar papel de fumar -digo yo, y luego, cuando a este comentario recibo una mirada de incomprensión, añado-: O si no encuentra su pipa de agua.
–¿Quieres venir conmigo a esa clase de aerobic de la plaza?
–¿Una clase de aerobic?
–Has dicho la palabra como si nunca la hubieras oído.
–Estoy cansada -digo-. Creo que me apetece irme.
–Esto es tofu con kiwi -dice ella-. Suena a locura total, pero está muy rico. No te burles.
–Lo siento de verdad.
Después, en el nuevo Jaguar de mi padre, Cheryl me pregunta:
–¿Te caigo bien?
–Eso creo. – Hago una pausa-. No lo sé.
–No resulta demasiado agradable, cariño.
–Pues es todo lo que te puedo decir.
El tren llega a Los Ángeles al oscurecer. La ciudad parece desierta. A lo lejos están las colmas y los cañones de Pasadena y los pequeños rectángulos azules de las piscinas iluminadas. El tren pasa junto a depósitos de agua secos y a enormes aparcamientos vacíos, corre en paralelo con la autopista y luego pasa delante de lo que parece una hilera interminable de almacenes desocupados, pandillas de jóvenes que se apoyan en las palmeras o se reúnen en los callejones traseros o en torno a coches con los faros encendidos, tomando cervezas; suenan los Motels. El tren avanza lentamente cuando enfila hacia Union Station, como si dudara, pasando junto a iglesias mexicanas y bares y un autocine donde ponen una película de terror con subtítulos. Las palmeras destacan ante una masa púrpura, un cielo color caramelo, una mujer pasa delante de mi puerta, murmurándole en voz alta a alguien, puede que a sí misma:
–Esto no es Silver Streak.
Al otro lado de la ventanilla un chico mexicano en una camioneta Chevrolet roja canta acompañando a la radio y me encuentro lo suficientemente cerca de él como para tocar su inexpresiva cara, tan seria, que mira fijamente hacia delante.
Estoy en una cabina telefónica de Union Station. Hace calor, incluso para ser diciembre y de noche. Tres chicos negros bailan break junto a la cabina. Me siento y saco mi agenda y marco el número de mi madre con cuidado, utilizando el número de la tarjeta de crédito de mi padre. Cuelgo el teléfono inmediatamente y observo a los que bailan break. Enciendo un pitillo, lo termino, luego vuelvo a marcar el número. Suena trece veces.
–¿Diga? – Por fin mi madre contesta.
–Hola… soy yo.
–Oh. – Mi madre parece nerviosa pero a cámara lenta, con una voz sin cuerpo, monótona.
Al cabo de un rato yo repito lo que he dicho.
–¿Dónde estás? – pregunta ella, vacilante.
–¿Estabas dormida?
–¿Qué hora es?
–Las siete -y luego-: de la tarde.
–No puede ser -dice ella, confusa.
–Acabo de llegar a Los Ángeles.
–Bien y… -Mi madre hace una pausa-. ¿Por qué?
–Porque he venido en tren.
–¿Y qué tal en… el tren? – pregunta mi madre, al cabo de mucho tiempo.
–Me gustó.
–¿Por qué demonios no has venido en avión? – pregunta cansinamente mi madre.
El chico venezolano pasa por delante, me ve y sonríe, pero cuando ve que estoy llorando, se asusta y se aleja rápidamente. Afuera espera una limusina, aparcada junto al bordillo. Un chófer lleva un cartel con mi nombre escrito.
–Bien, me alegra que estés de vuelta, ya sabes -dice mi madre-. Desde luego que sí. – Pausa-. Vienes a pasar las Navidades, ¿verdad?
–¿No has hablado con papá? – pregunto por fin.
–¿Por qué… iba a hablar… con él? – pregunta ella.
–Entonces, ¿no lo sabes?
–No. No lo sé.
Estoy sentada en el vagón restaurante del tren que empieza a alejarse de Los Ángeles. Tomo una copa, hojeo un Vanity Fair, tomo un Valium. Entra una pareja de surfistas en el salón y toman cerveza con las dos universitarias que hablaban de Las Vegas. Una mujer mayor se sienta junto a mí, cansada, bronceada.
–¿Vas al norte? – me pregunta.
–Sí -digo yo.
–¿A San Francisco?
–Cerca.
–Es un sitio muy bonito. – Suspira, luego añade-: Supongo.
–¿Adonde vas tú?
–A Portland.
–¿Es adonde va este tren? – pregunto yo.
–Eso espero -dice ella.
–¿Eres de Los Ángeles? – pregunto, atontada por el Valium, el Tanqueray.
–De Reseda.
–Un bonito sitio -murmuro, hojeando la revista, tranquila, sin tener idea de dónde se encuentra exactamente Reseda. Paso páginas de anuncios que presentan el mejor modo de vida posible-. Mira qué bonito. – Le tiendo lentamente la revista a la mujer, que la coge con el mismo espíritu con que le es ofrecida, aunque parezca como si no le apeteciera hacerlo.
Entro y lo único que dice Danny es:
–Ricky ha muerto. Lo degollaron. Se desangró. Llamó Biff.
Danny no se mueve ni explica el tono en el que Biff le dio la noticia y tampoco se quita las gafas de sol Wayfarer que lleva puestas aunque está dentro de casa y son casi las ocho. Se limita a estar allí viendo un programa religioso en la televisión por cable y yo no sé qué decir. Me reconforta que todavía siga allí, que no se haya marchado.
Ahora, en el cuarto de baño, mientras me desabrocho la blusa y me bajo la cremallera de la falda, grito:
–¿Grabaste el noticiario?
–No -dice Danny.
–¿Por qué no? – pregunto, haciendo una pausa antes de ponerme una bata.
–Quería grabar The Jetsons -dice sin entonación.
Yo no digo nada cuando salgo del cuarto de baño. Me dirijo a la cama. Danny lleva puestos unos shorts caquis y una camiseta de FOOTLOOSE que le dieron la noche de la fiesta del estreno en los estudios en los que trabaja su padre de ejecutivo encargado de la producción. Le miro, veo mi reflejo, distorsionado, en los cristales de las gafas de sol y luego, con la blusa y la falda en la mano, entro en el armario y las dejo en una cesta. Cierro la puerta del armario y luego me quedo parada delante de la cama.
–Levántate -le digo.
Él no se levanta, se limita a quedarse allí.
–Ricky está muerto. Se desangró. Parecía un negro. Llamó Biff -vuelve a decir, fríamente.
–Creí que te había dicho que mantuvieras el teléfono descolgado o desconectado o algo -digo, sentándome-. Creí que te había dicho que recibiría todas mis llamadas en la emisora.
–Ricky ha muerto -murmura Danny.
–Por algún motivo, hoy me han roto los limpiaparabrisas del coche -digo yo, al cabo de un rato, quitándole el mando a distancia y cambiando de canal-. Dejaron una nota. Decía Mi hermana.
–Biff. – Suspira y luego añade-: ¿Y tú qué hiciste? ¿Atracaste un Taco Bell?
–¿Me rompió Biff los limpiaparabrisas?
Nada.
–¿Por qué no grabaste las noticias esta noche? – pregunto, suavemente, tratando de no presionarle demasiado.
–Porque Ricky ha muerto.
–Pero grabaste The Jeffersons -digo yo en tono de acusación, tratando de no perder la paciencia. Cambio al canal de la MTV, un tímido intento por agradarle. Por desgracia, ponen un vídeo de Duran Duran.
-The Jetsons -dice él-. No The Jeffersons. Grabé The Jetsons. Quita eso.
–Pero tú siempre grabas las noticias -estoy gimoteando, aunque trato de no hacerlo-. Sabes que me gusta verlas. – Una pausa-. Creía que habías visto todos los episodios de The Jetsons.
Danny no dice nada, se limita a volver a cruzar sus largas y esculturales piernas.
–¿Y qué hacía el teléfono colgado? – pregunto, tratando de que parezca un chiste.
Se levanta de la cama tan de repente que me sobresalta. Se dirige a las cristaleras que dan a la terraza y mira los desfiladeros. Fuera hay luz y calor y todavía es posible distinguir más allá de Danny el calor que se alza de las colinas y entonces digo:
–No te vayas.
–Ni siquiera sé lo que estoy haciendo aquí -dice él.
–Entonces, ¿por qué estás aquí? – pregunto yo, casi con aire obediente.
–Porque mi padre me echó de casa -dice él.
–¿Por qué? – pregunto yo.
–Porque mi padre me preguntó: «¿Por qué no consigues un trabajo?», y yo le contesté: «¿Por qué no me chupas la polla?» -dice Danny. Hace una pausa y, habiendo leído cosas sobre Edward, me pregunto si lo habrá dicho de verdad, pero entonces Danny añade-: Estoy harto de esta conversación. Ya hemos hablado de esto muchísimas veces.
–No creo que hayamos hablado ni una sola vez -digo yo, en voz bastante baja.
Danny da la espalda a las cristaleras, se apoya en ellas y traga con fuerza, mirando fijamente el nuevo vídeo que ponen en la MTV.
Aparto la vista de él, siguiendo su mirada hacia la pantalla de televisión. Una chica con un bikini negro está siendo acosada por tres hombres enmascarados, musculosos y casi desnudos, que tocan la guitarra. La chica corre dentro de una habitación y se pone a arañar las persianas mientras una especie de niebla de humo empieza a llenar la habitación. El vídeo termina de un modo u otro, y me vuelvo para mirar a Danny. Sigue con los ojos fijos en el televisor. Un anuncio del concurso de «Días sin huella» con Van Halen. David Lee Roth con pinta de pirado y dos chicas semidesnudas, una a cada lado, mira de reojo a la cámara y luego pregunta:
–¿Qué tal un paseíto en mi limusina?
Vuelvo a mirar a Danny.
–No te vayas -digo, con un suspiro, tratando de no parecer patética.
–Voy a participar en ese programa -dice él, con las gafas de sol todavía puestas.
Me inclino a desconectar el teléfono y pienso en los limpiaparabrisas que me rompieron.
–Conque vas a participar en el concurso de «Días sin huella», ¿eh? – pregunto-. ¿De eso estábamos hablando?
Estoy almorzando con Sheldon en un restaurante de Melrose. Es mediodía y el restaurante ya está abarrotado y en silencio. Suena un rock suave por el sistema estéreo. Llega un viento fresco procedente de tres grandes ventiladores plateados colgados del techo. Sheldon bebe Perrier y yo espero su respuesta. El deja el largo vaso helado y mira afuera por la ventana y de hecho clava la vista en una palmera que encuentro desoladora.
–¿Sheldon? – digo.
–¿Quince días? – pregunta él.
–Me tomaré sólo una semana si no puedes conseguir que sea más tiempo. – Miro mi plato: una ensalada Caesar enorme y sin tocar.
–¿Y para qué necesitas esa semana? ¿Adonde te vas? – Sheldon parece interesado de verdad.
–Quiero irme a algún sitio. – Me encojo de hombros-. Tomarme unos días libres.
–¿Y adonde vas?
–Adonde sea.
–¿Dónde es adonde sea? Cheryl, por Dios.
–No lo sé, Sheldon.
–¿Es que te quieres deshacer de mí, pequeña? – pregunta Sheldon, con una tímida sonrisa.
–¿Que es esto, Sheldon? ¿Qué coño pasa? ¿Puedes conseguirme una semana libre o no? – Agarro una cuchara, la emprendo con la ensalada, me la llevo a la boca. La lechuga cae al plato. Dejo la cuchara. Sheldon parece tan desconcertado que tengo que apartar la vista.
–Sabes, bueno, sabes que lo intentaré -dice Sheldon, con aire tranquilizador, todavía sorprendido-. Sabes que haré por ti lo que sea.
–¿Lo intentarás? – pregunto yo, incrédula.
–No confías mucho en mí. Ese es tu problema -dice Sheldon-. No tienes confianza en mí. Y no vas al gimnasio.
–¿Mi agente diciendo que no confío en él? – pregunto-. Mi vida debe de ser un desastre.
–Deberías hacer ejercicio. – Sheldon suspira.
–No es que no confíe en ti, Sheldon. Sólo que necesito ir a Las Cruces a pasar una semana. – Vuelvo a picar mi ensalada, asegurándome de que Sheldon se fija en que he agarrado un tenedor.
–Veré lo que puedo hacer. Hablaré con Jerry. Y Jerry hablará con Evan. Pero ¿sabes lo que dicen ellos? – Sheldon suspira, mirándome y olvidándose de la palmera-. No se puede sacar agua del sol.
–¿De qué coño estás hablando? – digo yo, y luego-: ¿Te has chutado o qué, Sheldon?
Llega la cuenta y Sheldon saca su cartera y luego una tarjeta de crédito.
–¿Todavía vives con ese chico tan guapo? – pregunta con un acento de desdén evidente.
–Me gusta, Sheldon -digo, y luego con menos confianza-: Y yo le gusto a él.
–Estoy seguro de ello. Claro que estoy seguro de que le gustas, Cheryl -dice Sheldon-. No quieres postre, ¿verdad?
Niego con la cabeza, tentada. Por fin me pongo a comer el resto de la ensalada, pero se acerca un camarero y se lleva el plato. En el restaurante, se nota, me reconocen todos.
–Deja de poner esa cara -dice Sheldon. Vuelve a guardarse la cartera en el bolsillo.
–¿Me podrás conseguir esa semana libre?
Sheldon me mira y yo trato de sonreír y dejo la servilleta en la mesa, haciendo como que soy una persona normal.
–Últimamente has hablado, bueno, has hablado mucho por teléfono -apunta Sheldon, en voz bastante baja.
–Podrías haberme localizado en la emisora -digo yo.
–¿Hablaste últimamente con William?
–Me parece que no tengo ganas de hablar con William.
–Pues yo creo que él quiere hablar contigo.
–¿Cómo lo sabes?
–Me he encontrado con él un par de veces. – Sheldon se encoge de hombros-. Por ahí.
–Dios del cielo -digo yo-. No tengo ninguna gana de ver a ese gilipollas.
Un chico mexicano se lleva los vasos de agua.
–Cheryl, la mayoría de las personas que conozco hablan con sus ex maridos si sus ex maridos quieren hablar con ellas. No es tan importante. ¿Qué pasa? ¿Es que ni siquiera puedes hablar por teléfono con él?
–Puede localizarme en la emisora -digo yo-. No quiero hablar con William. Es un ser patético. – Vuelvo a mirar por la ventana, fijándome en dos quinceañeras con el pelo rubio corto, que llevan minifaldas y pasan andando junto a un chico rubio y alto, y el chico me recuerda a Danny. No es que el chico tenga una pinta exacta a la de Danny, no la tiene, sino que se trata de ese aire de apatía, ese modo en el que se mira en el reflejo de la ventana del restaurante, las mismas gafas de sol Wayfarer. Y durante un momento se las quita y me mira directamente aunque no me vea y se pasa la mano por el pelo corto y rubio y se da la vuelta y las dos chicas se apoyan en la palmera que miraba fijamente Sheldon y encienden unos pitillos y el chico se vuelve a poner las gafas de sol y se asegura de que no están torcidas y se da la vuelta y se aleja Melrose adelante y las dos chicas se apartan de la palmera y siguen al chico.
–¿Le conoces? – pregunta Sheldon.
William me llama a la emisora hacia las tres. Yo estoy en mi mesa trabajando en un artículo sobre el vigésimo aniversario del asesinato de Kitty Genovese. Me dice que últimamente mi teléfono comunicaba sin parar y que deberíamos de cenar un día, esta misma semana. Le digo que he estado muy ocupada, que estoy cansada, que tengo mucho trabajo pendiente. William no deja de repetir el nombre de un restaurante nuevo de Sunset.
–¿Qué es de Linda? – Me doy cuenta de que no debería haber dicho esto, que a William podría parecerle que estoy considerando su ofrecimiento.
–Ha ido a pasar un par de días a Palm Springs.
–Pero ¿qué pasa con Linda?
–¿Qué es lo que pasa?
–¿Qué le pasa a Linda?
–Creo que te echo de menos.
Cuelgo el teléfono y examino las fotos del cuerpo de Kitty Genovese y William no vuelve a llamar. Me maquillo, Simón habla de un guión que está escribiendo sobre uno que baila break en West Hollywood. Una vez que empieza el noticiario miro directamente a la cámara y espero que Danny esté viendo la tele pues es la única vez que me mira. Sonrío calurosamente antes de cada pausa publicitaria aunque pueda resultar poco apropiado y al final de la emisión tengo la tentación de decir: «Buenas noches, Danny.» Pero en el Gelson's de Brentwood veo a un niño pequeño muy quemado en una cuna y recuerdo el modo en que William dijo: «Creo que te echo de menos», justo antes de que yo le colgara, y cuando salgo del supermercado el cielo es de color púrpura y está en calma.
Hay un pequeño Volkswagen blanco aparcado a la entrada junto al Porsche rojo de Danny, que está aparcado junto a un espinardo rodante gigantesco. Paso junto a los coches y aparco mi Jaguar a la entrada del garaje y me quedo sentada dentro durante largo rato, antes de apearme y cargar con la bolsa de alimentos. Entro y los dejo en la mesa de la cocina y abro la nevera y tomo la mitad de un Tab. Hay una nota de la muchacha escrita en un inglés macarrónico; dice que llamó William. Me dirijo al teléfono, lo descuelgo y arrugo la nota. Un chico, puede que de unos diecinueve o veinte años, con el pelo rubio corto y la piel muy bronceada, que sólo lleva unos shorts azules y sandalias, entra en la cocina, deteniéndose de repente. Nos miramos uno al otro durante un momento.
–Bueno, hola -digo yo.
–Hola -dice el chico, empezando a sonreír.
–¿Y tú quién eres?
–Bueno, me llamo Biff. Hola.
–¿Biff? – pregunto-. ¿Tú eres Biff?
–Sí. – Se dispone a salir de la cocina-. Ya nos veremos.
Me quedo allí con la nota sobre William todavía arrugada en la mano. La tiro y subo la escalera. La puerta delantera se cierra de un portazo y distingo el sonido del Volkswagen que arranca, sale marcha atrás del camino de entrada, y se aleja por la calle.
Danny está tumbado en mi cama bajo una delicada sábana blanca, viendo la televisión. Hay kleenex arrugados esparcidos al lado de la cama, en el suelo, junto a una baraja de cartas del tarot y un aguacate. En la habitación hace calor y abro las puertas de la terraza, luego me meto en el cuarto de baño, me pongo la bata y avanzo en silencio hacia el Betamax y rebobino la cinta que está puesta. Miro por encima del hombro a Danny, que sigue mirando la pantalla del televisor, cuya visión yo le impido. Aprieto el play y sale un concierto de los Beach Boys. Quito la cinta, la vuelvo a rebobinar, y aprieto el play de nuevo. En esta parte tampoco hay nada. La cinta no está grabada.
–¿No grabaste las noticias de esta noche?
–Sí, las grabé.
–Pues aquí no hay nada. – Señalo el Betamax.
–¿De verdad? – Suelta un suspiro.
–No hay nada.
Danny piensa un momento, luego suelta:
–Vaya, tía, pues lo siento. Tuve que grabar el concierto de los Beach Boys.
Luego hay una pausa.
–¿Tuviste que grabar el concierto de los Beach Boys?
–Era el último concierto antes de que muriera Brian Williams -dice Danny.
Suspiro, tamborileo con los dedos en el Betamax.
–No, no era Brian Williams, subnormal. Era Dennis Wilson.
–Para nada -dice él, incorporándose un poco-. Era Brian.
–Te has olvidado de grabar el programa dos noches seguidas. – Me meto en el cuarto de baño y abro los grifos-. Y era Dennis -grito.
–No sé dónde cojones habrás oído eso -le oigo decir-. Era Brian.
–Era Dennis Wilson -digo yo, en voz muy alta, comprobando el agua.
–Nada de eso. Estás completamente equivocada. Era Brian -dice él. Se levanta de la cama envuelto en la sábana, agarra el mando a distancia, y se vuelve a tumbar en la cama.
–Era Dennis. – Salgo del cuarto de baño.
–Brian -dice él, cambiando al canal de la MTV-. No puedes estar más equivocada.
–Era Dennis, carapijo de mierda -le grito mientras salgo de la habitación y bajo la escalera, pongo en marcha el aire acondicionado y luego abro una botella de vino blanco en la cocina. Saco una copa del aparador y vuelvo a subir.
–William llamó esta tarde -dice Danny.
–¿Qué le dijiste? – Me sirvo una copa y la bebo, tratando de calmarme.
–Que estábamos a punto de follar y que no te podías poner al teléfono -dice Danny, sonriendo.
–Bueno, no estuviste lejos de la verdad.
–Así es -suelta él, cambiando de canal.
–¿Por qué no dejas descolgado el jodido teléfono? – le grito.
–Estás loca. – Se sienta de repente-. ¿Qué cojones pasa con el teléfono? Estás loca, estás… estás… -duda, incapaz de encontrar la palabra adecuada.
–¿Y qué hacía ese surfista en mi casa? – Termino la copa, siento algo de náuseas, luego me sirvo otra.
–Se llama Biff -dice Danny, a la defensiva-. No hace surf.
–Bueno, pues parecía molesto de verdad -digo yo, en voz alta, sarcástica, quitándome la bata.
En el cuarto de baño me introduzco en el agua caliente, cierro los grifos, me tumbo dando sorbos al vino. Danny, envuelto en la sábana, entra y echa los kleenex en la papelera y luego se seca la mano en la sábana. Baja la tapa del retrete y se sienta y enciende un canuto que tiene en la mano. Yo cierro los ojos, doy un largo trago de vino, sólo se oye la música que llega de la MTV, el gotear de uno de los grifos, Danny que da caladas a un canuto muy fino. Me acabo de dar cuenta de que hoy Danny se ha teñido el pelo de blanco.
–¿Quieres una calada? – pregunta, tosiendo.
–¿Qué? – pregunto yo.
–¿Una calada? – Me tiende el canuto.
–No -digo-. No quiero.
Danny se arrellana en la tapa del retrete y yo me siento cohibida de modo que me pongo boca abajo pero resulta incómodo y me pongo de costado y luego boca arriba pero en cualquier caso él no me está mirando. Tiene los ojos cerrados. Habla en un tono monótono.
–Hoy Biff estaba en Sunset y llegó a un semáforo y dijo que vio a una vieja deforme con una cabeza enorme y unas manos hinchadas y muy gordas y daba gritos, interrumpiendo el tráfico. – Da otra calada al canuto-. Y estaba desnuda. – Echa el humo, luego dice, en tono amable-: Estaba en una parada de autobús del Strip, más o menos cerca de Hillhurst-. Da otra calada al canuto, mantiene el aire dentro.
Imagino la escena perfectamente y, después de pensar en ella, pregunto:
–¿Por qué demonios me cuentas eso?
Se encoge de hombros, no dice nada. Se limita a abrir los ojos y mira la punta roja del canuto y la sopla. Me estiro hasta el borde de la bañera y me sirvo otra copa de vino.
–Cuéntame algo -dice por fin.
–¿Cosas de la emisora?
–Lo que sea.
–¿Que… quiero un hijo? – dijo yo, siguiéndole la corriente.
Tras una larga pausa, Danny se encoge de hombros, dice:
–No me jodas.
–¿Que no te joda? – Cierro los ojos y pregunto sin entonación-: ¿Has dicho que no te joda?
–No te burles de mí, tía -dice, se levanta, dirigiéndose al espejo. Se rasca una marca imaginaria de su barbilla, se vuelve.
–No tendría sentido -digo, de pronto.
–Soy demasiado joven -dice él.
–Ni siquiera consigo acordarme de cuándo te conocí -digo tranquilamente, luego alzo la vista hacia él.
–¿Qué? – pregunta, sorprendido-. ¿Y esperas que me acuerde yo? – Deja caer la sábana y se dirige desnudo al retrete y se sienta y da un trago a la botella de vino blanco. Noto una marca en la parte interior de su muslo y me estiro y le toco la pierna. Él se aparta, da una calada al canuto. Dejo mi mano allí, en el aire y la recojo, confusa.
–¿Alguien listo se burlaría de mí si te pregunto en qué piensas?
–He estado… -Se interrumpe, luego continúa lentamente-. He estado pensando en lo terrible que fue cuando perdí la virginidad. – Hace una pausa-. Llevo pensando en eso todo el día.
–Normalmente eso se piensa cuando la pierdes con un camión ero. – Una larga y odiosa pausa. Me doy la vuelta-. Fue una estupidez, perdona. – Me apetece volver a tocarle pero en lugar de eso doy un trago al Chardonnay.
–¿Qué es lo que te hace tan jodidamente perfecta? – Entrecierra los ojos, aprieta la mandíbula. Se levanta, se agacha, agarra la sábana, entra en el dormitorio. Salgo de la bañera y me seco y, un poco borracha, entro desnuda en la habitación, agarrando la botella de vino y mi copa, y me meto con él debajo de la sábana. Cambia de canal. No sé por qué está aquí Danny ni dónde nos conocimos y está tumbado a mi lado, desnudo, viendo vídeos.
–¿Sabe tu marido algo de esto? – pregunta, con un tono falso de diversión-. Dice que todavía no os habéis divorciado del todo. Dice que todavía no es tu ex.
Yo no me muevo, ni contesto, y durante unos momentos no veo ni a Danny ni a nada de lo que hay en la habitación.
–¿Qué dices?
Necesito otra copa de vino, pero me obligo a esperar unos cuantos minutos antes de servírmela. Otro vídeo. Danny tararea la canción. Recuerdo estar sentada dentro de un coche en el aparcamiento de la Galleria y a William cogiéndome la mano.
–¿Importa algo? – digo yo una vez que termina el vídeo. Cierro los ojos, haciendo como si no estuviera aquí. Cuando los abro, la habitación ya está a oscuras y miro a Danny y él sigue con la vista clavada en la televisión. En la pantalla hay una foto de Los Ángeles de noche. Una raya roja sobrevuela el paisaje de neón. Aparece el nombre de una emisora de radio de la ciudad.
–¿Todavía te gusta? – pregunta Danny.
–No, la verdad es que no. – Doy un sorbo al vino-. Y a ti, ¿te gusta él?
–¿Quién? ¿Tu marido?
–No -le digo yo-. Biff, Boff, Buff, como se llame.
–¿Qué?
–Que si te gusta -vuelvo a preguntar-. ¿Más que yo?
Danny no dice nada.
–No tienes que responder ahora mismo. – Podría haberlo dicho con más acritud pero me contengo-. Cuando te apetezca.
–No me preguntes esas cosas -dice él, con sus ojos gris azulado inexpresivos, medio cerrados-. No me preguntes esas cosas. No me las preguntes nunca.
–Es todo tan absurdo… -Suelto unas risitas.
–¿Qué dijo Tarzán cuando vio que los elefantes bajaban la colina? – pregunta, bostezando.
–¿Qué?
Todavía suelto risitas, con los ojos cerrados.
–Ahí vienen los elefantes bajando las colinas.
–Creo que ya me lo habían contado. – Pienso en los largos dedos morenos de Danny y luego, con menos ganas, en donde le termina el moreno de la piel, donde le empieza otra vez, en sus labios que no sonríen.
–¿Qué dijo Tarzán cuando vio que los elefantes bajaban de la colina con unos impermeables puestos? – pregunta.
Termino el vino y pongo la copa en la mesilla de noche, junto a la botella vacía.
–¿Qué dijo?
–Ahí vienen los elefantes bajando de la colina con unos impermeables puestos. – Espera mi respuesta.
–¿Dijo eso? – pregunto al fin.
–¿ Qué dijo Tarzán cuando vio a los elefantes bajar de la colina con unas gafas de sol puestas?
–Me parece que no me apetece saberlo, Danny -digo yo, con la lengua espesa, volviendo a cerrar los ojos.
–Nada. No dijo nada -dice Danny, sin interés-. No los reconoció.
–¿Por qué me estás contando eso?
–No lo sé. – Pausa-. Para divertirme, supongo.
–¿Qué? – digo, aunque me patina la lengua-. ¿Qué dijiste?
–Para divertirme.
Me quedo dormida a su lado durante unos momentos y luego me despierto pero no abro los ojos. Respiro de modo regular, noto que dos o tres dedos se me deslizan por la pierna. Quedo perfectamente quieta, con los ojos cerrados, y Danny me toca, sin ningún calor en su tacto, y luego salta suavemente encima de mí y yo sigo quieta pero tengo que abrir los ojos porque estoy respirando toda agitada. En el momento en que los abro, se le pone blanda, se le baja. Cuando despierto en plena noche, se ha ido. Su encendedor, que parece una pistolita de oro, está en la mesilla de noche al lado de la botella de vino vacía y la copa y recuerdo que cuando me lo enseñó por primera vez pensé que iba a disparar de verdad y cuando no disparó sentí que mi vida se convertía en un anticlimax y le miré a los ojos, y su mirada lo volvió todo sin sentido, con aquellos ojos incapaces de recordar nada. Me hundí más profundamente en ellos hasta que me sentí cómoda.
A las once me despierta una música desde abajo. Me levanto rápidamente, me echo una bata por encima, bajo las escaleras, pero sólo es la muchacha, que limpia los cristales de las ventanas del estudio, mientras oye a Culture Club. Le digo gracias y miro por la ventana que está limpiando la muchacha y me fijo en que los dos hijos pequeños de la muchacha se están bañando en uno de los extremos de la pequeña piscina. Me visto y espero dando vueltas por la casa a que vuelva Danny. Salgo, miro el sitio donde estaba aparcado su coche, y luego busco con la vista al jardinero, que por algún motivo no ha aparecido en tres semanas.
Me reúno con Liz para almorzar en Beverly Hills y nada más pedir agua veo a William, que lleva una chaqueta sport de lino beige, unos pantalones blancos con pinzas y unas gafas de sol muy caras, parado junto a la barra. Se acerca a nuestra mesa. Me disculpo y voy a los servicios. William me sigue y yo me detengo a la puerta y le pregunto qué hace aquí y él dice que siempre viene a almorzar a este sitio y yo le digo que vaya coincidencia y él dice, admite, que a lo mejor había hablado con Liz, que a lo mejor ella le mencionó algo sobre que hoy iba a almorzar conmigo en Bistro Gardens. Le digo a William que no me apetece verle, que la separación había sido idea suya, que quien conoció a Linda fue él. William responde a mis acusaciones diciéndome que sólo quiere hablar y me coge de la mano y me la aprieta y yo me aparto y vuelvo a la mesa y me siento. William me sigue y se pone en cuclillas junto a mi silla y después de pedirme por tres veces que vaya a su casa con él para hablar y de que yo no diga nada se marcha y Liz murmura unas disculpas y de repente, inexplicablemente, siento tanta hambre que pido dos entrantes, una ensalada grande y una tarta de naranjas amargas, y me las como enseguida, vorazmente.
Después del almuerzo echo a caminar sin rumbo fijo por Rodeo Drive y entro en Gucci, donde estoy a punto de comprarle una cartera a Danny, y luego salgo de Gucci y me apoyo en una de las columnas doradas del exterior de la tienda bajo un calor achicharrante y un helicóptero baja en picado y vuelve a elevarse y un Mercedes hace sonar el claxon en dirección a otro Mercedes y me acuerdo de que tengo que salir en la edición de las once de los jueves y me protejo los ojos del sol con la mano y me equivoco de aparcamiento y, después de recorrer otro bloque entero, recuerdo donde dejé el coche.
Salgo de la emisora después de que termine el noticiario de las cinco, diciéndole a Jerry que estaré de vuelta para el noticiario de las once, a eso de las diez y media, y que Cliff puede ocuparse de los adelantos y me subo al coche y salgo del aparcamiento de la emisora, y me encuentro circulando en dirección al aeropuerto de Los Ángeles. Aparco y me dirijo a la terminal de American Airlines y voy a la cafetería, asegurándome de que hay una mesa libre junto a la ventana, y pido café y contemplo cómo despegan los aviones, echando ocasionalmente una ojeada a un ejemplar de L.A. Weekly que traje conmigo del coche, y luego esnifo un poco de la cocaína que me dio Simón esta tarde y me entra diarrea y luego recorro el aeropuerto y espero que me siga alguien y camino de una terminal a otra, mirando por encima del hombro con expectación, y dejo la terminal de American Airlines y me dirijo al aparcamiento y me acerco a mi coche, cuyos cristales están ahumados, y los limpiaparabrisas siguen arrancados, y tengo la sensación de que hay alguien esperando, agazapado en el asiento de atrás, y me acerco más al coche, miro dentro, y no tengo total certeza, pero estoy casi segura de que no hay nadie dentro y me subo y salgo del aeropuerto y paso junto a los moteles de uno y otro lado del Century Boulevard, que lleva al aeropuerto. Siento la tentación, brevemente, de entrar en uno de ellos, sólo para tener la pasajera sensación de estar en otra parte, y las Go-Go's cantan Head Over Heels por la radio y desde el aeropuerto conduzco a West Hollywood y me encuentro en un cine de reestreno del Beverly Boulevard donde ponen una antigua película de Robert Altman y aparco el Jaguar, saco la entrada y entro en la pequeña y vacía sala bañada por una luz roja, y me siento sola, delante, y hojeo el L.A. Weekly y el cine está en silencio si se exceptúa un álbum de los Eagles que suena en alguna parte y alguien enciende un canuto y el dulzón e intenso olor a marihuana me distrae del L.A. Weekly, que se me cae al suelo después de ver un anuncio del Danny's Okie Dog, un despacho de perritos calientes de Santa Barbara Boulevard, y las luces se apagan y alguien bosteza detrás y los Eagles dejan de oírse, se levanta un telón deslucido y después de terminar la película salgo y me subo al coche y cuando el coche se detiene delante de un bar gay de Santa Monica decido no ir a la emisora para el noticiario de las once y vuelvo a arrancar y me alejo del bar y paso junto a dos jóvenes que se gritan algo uno al otro a la puerta.
Canter's. Entro en la enorme tienda de alimentos precocinados iluminada por fluorescentes para conseguir algo de comer y comprar un paquete de tabaco y así tener algo que hacer con las manos, pues echo en falta el L.A. Weekly que se me cayó al suelo en el cine de reestreno. Me siento a una mesa junto a la ventana y examino el paquete de Benson Hedges, luego miro por la ventana y veo que los semáforos cambian del rojo al verde al amarillo al rojo y que nadie pasa por el cruce y que las luces siguen cambiando y pido un sandwich y una Coca Light y sigue sin pasar nadie, ni coches ni personas, no pasa nadie por el cruce durante veinte minutos. Me traen el sandwich y lo miro sin interés.
Un grupo de punkies se sienta en una mesa de enfrente de la mía y no dejan de mirarme, susurrando. Una de las chicas, que lleva un viejo vestido negro y el pelo muy corto y en punta, teñido de rojo, le da un codazo al chico que tiene al lado y el chico, probablemente distraído, alto y desgarbado, que lleva el pelo a lo mohicano, me mira y se levanta y se dirige a mi mesa. De repente, los punkies quedan en silencio y miran al chico, expectantes.
–¿No sale usted en los noticiarios o algo así? – pregunta en un tono de voz tan alto que me sobresalta.
–Sí.
–Es usted Cheryl Laine, ¿verdad? – pregunta.
–Sí. – Levanto la vista, tratando de sonreír-. Quisiera encender un pitillo, pero no tengo fuego.
El chico me mira, hace un breve gesto de impotencia ante lo que he dicho, pero se recupera y dice:
–No tengo fuego pero, oiga, ¿podría firmarme un autógrafo? – Me mira descontrolado y añade-: Soy un gran admirador suyo. – Agarra una servilleta de papel y se rasca la cabeza-. Es usted mi presentadora favorita.
Los punkies se ríen histéricamente. La chica con el pelo rojo en punta se tapa la cara con unas manos menudas y da patadas en el suelo.
–Claro -digo yo, humillada-. ¿Tienes algo con qué escribir?
El chico se vuelve y grita:
–Oye, David, ¿tienes algo con qué escribir?
David niega con la cabeza, con los ojos cerrados y la cara contraída por la risa.
–Creo que tengo yo -digo, abriendo mi bolso. Saco una pluma y él me tiende la servilleta de papel-. ¿Qué quieres que ponga?
El chico me mira inexpresivo y luego mira hacia la otra mesa y empieza a reírse y se encoge de hombros. – No sé.
–Bien, ¿cómo te llamas? – pregunto, apretando la pluma con tanta fuerza que temo partirla.
–Spaz. – Se vuelve a rascar su pelo a lo mohicano.
–¿Spaz?
–Sí. Con una ese.
Yo escribo: «Para Spaz, con mis mejores deseos, Cheryl Laine.»
–Oye, muchísimas gracias, Cheryl -dice Spaz.
Vuelve a la mesa donde se ríen los punkies, ahora con más fuerza. Una de las chicas le quita el autógrafo a Spaz y lo mira y se ríe, enterrando la cabeza entre las manos y volviendo a patear el suelo.
Dejo con mucho cuidado un billete de veinte dólares encima de la mesa y tomo un sorbo de Coca Light y luego intento levantarme de la mesa sin llamar la atención y me dirijo a los servicios. Los punkies gritan:
–Hasta luego, Cheryl -y se ríen todavía con más ganas.
Una vez en el servicio de señoras me encierro en un retrete y me apoyo en una puerta que está llena de grafitis mexicanos y contengo la respiración. Encuentro el encendedor de Danny en el fondo del bolso y enciendo un pitillo pero me sabe amargo y lo arrojo en la taza del retrete y luego vuelvo a atravesar Canter's, que está casi vacío, evitando la mesa de los punkies, y luego estoy dentro de mi coche mirando mi reflejo en el retrovisor: ojos enrojecidos, una mancha negra en la barbilla, que trato de quitarme. Arranco el coche, dirigiéndome hacia una cabina telefónica de Sunset. Aparco el coche, dejando el motor en marcha, la radio encendida, y marco mi número y me quedo dentro de la cabina a la espera de que conteste alguien y el teléfono suena y suena y cuelgo y vuelvo al coche y arranco en busca de un café o una estación de servicio porque necesito utilizar el servicio pero todo parece cerrado y me dirijo al Hollywood Boulevard, buscando un cine, y por fin termino de vuelta a Sunset y conduciendo hacia Brentwood.
Llamo con los nudillos a la puerta de William. Le lleva un tiempo acudir. Pregunta:
–¿Quién es?
Yo no digo nada, me limito a volver a llamar con los nudillos.
–¿Quién es? – pregunta él. Parece preocupado.
–Soy yo -digo, y luego-: Cheryl.
Hace girar la cerradura y abre la puerta. Lleva puesto un traje de baño Polo y una camiseta que tiene escrito CALIFORNIA en brillantes letras azules, una camiseta que le compré yo el año pasado, y lleva puestas las gafas y no parece sorprendido de verme a su puerta.
–Estaba a punto de meterme en el Jacuzzi -dice William.
–Necesito usar tu cuarto de baño -digo yo, tranquilamente. Paso junto a él y atravieso el cuarto de estar y entro en el cuarto de baño. Cuando salgo, William está parado junto a la barra.
–¿Es que no conseguiste encontrar otro cuarto de baño por ahí? – pregunta.
Me siento en una butaca delante de un televisor enorme, ignorándole, pensando qué voy a decir.
–No.
–¿Te apetece una copa?
–¿Qué hora es?
–Las once -dice él-. ¿Qué quieres beber?
–Cualquier cosa.
–Tengo zumo de piña, de arándanos, de naranja, de papaya.
Yo había creído que se refería a algo de alcohol, y repito:
–Cualquier cosa.
Se dirige al televisor y éste se enciende con un súbito relámpago y William sube el volumen en el momento en que el presentador dice:
–… las noticias del canal nueve con Christine Lee, sustituyendo a Cheryl Laine…
William vuelve a la barra y sirve dos copas y, por suerte, no me pregunta qué hago aquí. Apago la televisión en la primera pausa para los anuncios.
–¿Dónde está Linda? – pregunto.
–En Palm Springs -dice él-. En un seminario sobre no sé qué. – Un prolongado y tenso silencio, y luego-: Al parecer son muy divertidos.
–Me alegro mucho -murmuro-. Seguís llevándoos bien.
William sonríe y me trae una copa que huele mucho a guayaba. Doy un sorbo cauteloso, luego dejo la copa.
–Acaba de volver a decorar el piso. – Hace un gesto con las manos y se sienta en un sofá beige frente a la butaca-. Aunque el piso es algo temporal. – Pausa-. Todavía sigue en la Universal. Está perfectamente. – Da un sorbo a su zumo.
William no dice nada más. Vuelve a dar otro sorbo a su zumo y luego cruza sus bronceadas y peludas piernas y mira por la ventana las palmeras iluminadas por los faroles de la calle.
Me levanto de la tumbona y paseo nerviosa por la habitación. Me dirijo a la estantería y hago como que leo los títulos de los libros del largo estante de cristal y luego los títulos de los vídeos de los estantes de abajo.
–No tienes buena cara -dice-. Tienes tinta en la barbilla.
–Me encuentro bien.
A William le lleva cinco minutos decir:
–Puede que debiéramos haber seguido juntos. – Se quita las gafas, se frota los ojos.
–Dios santo -digo, irritada-. No, no deberíamos haber seguido juntos. – Me doy la vuelta-. Sé que no debiera haber venido.
–Estaba muy equivocado. ¿Qué quieres que te diga? – Baja la vista hacia sus gafas, luego hacia sus rodillas.
Me alejo de la estantería y me dirijo a la barra y me apoyo en ella y hay una larga pausa y luego él pregunta:
–¿Todavía me deseas?
Yo no digo nada.
–No tienes que contestarme -dice él, que parece confuso, esperanzado.
–Esto no tiene sentido. No, William, no lo tiene. – Me toco la barbilla, mirándome los dedos.
William mira su copa y antes de dar un sorbo, dice:
–Pero tú siempre mientes.
–No me vuelvas a llamar -digo yo-. Por eso he venido. A decirte eso.
–Pues yo creo que todavía… -Pausa-. Te deseo.
–Pues yo… -Hago una pausa tímida-. Deseo a otra persona.
–¿Te desea él? – pregunta con un énfasis tranquilo, y esa pregunta me deja tocada, y me desplomo en el elevado taburete gris de la barra.
–No te vengas abajo -dice William.
–Todo se está yendo a la mierda.
William se levanta del sofá, deja su vaso de zumo de papaya y se dirige tranquilamente hacia mí. Me pone la mano en el hombro. Me besa el cuello, me toca un pecho. Me aparto hasta el otro extremo de la habitación, secándome la cara.
–Resulta sorprendente verte así -consigo decir.
–¿Por qué? – pregunta William desde el otro lado de la habitación.
–Porque nunca sentiste nada por nadie.
–Eso no es cierto -dice él-. ¿Y qué pasa contigo?
–Nunca has estado vivo.
–Yo estaba… vivo -dice, débilmente-. ¿Vivo?
–No, no lo estabas -digo yo-. Ya sabes a lo que me refiero.
–¿Entonces cómo estaba? – pregunta.
–Estabas… -Hago una pausa, miro la extensa alfombra blanca, la cocina blanca, las sillas blancas que brillan en el suelo de azulejos blancos-. Bueno, no estabas muerto.
–¿Y esa persona con la que estás? – pregunta, con un hilo de voz.
–No lo sé. Está… -tartamudeo-. Es agradable. Me sienta bien.
–¿Te sienta bien? ¿De quién se trata? Parece una vitamina. ¿Qué quieres decir con eso? ¿Es bueno en la cama o qué? – William levanta los brazos.
–Eso es -murmuro yo.
–Bueno, si me hubieras conocido cuando yo tenía quince años.
–Tiene diecinueve -digo, interrumpiéndole.
–Dios del cielo, diecinueve -suelta él.
Me dirijo a la puerta, dejando una escena que no me resulta desconocida, y me vuelvo para mirar a William y siento algo que no me agrada sentir. Imagino a Danny, esperándome en el dormitorio, llamando por teléfono, un fantasma. De vuelta a casa, está encendida la televisión y también el Betamax. La cama está sin hacer. Una nota encima de ella dice: «Lo siento… ya nos veremos por ahí. Llamó Sheldon y dijo que tenía buenas noticias. Puse el vídeo a las 11 para que grabase el programa. Lo siento. Hasta la vista. P. S. Biff dice que estás muy buena», y debajo, el número del teléfono de Biff. La bolsa con ropa que Danny tenía al lado de la cama ha desaparecido. Rebobino la cinta me tumbo y veo el noticiario de las once.