–Adelanta el reloj, tío -dice Roger.
–¿Qué dices, tío? – pregunto yo.
–Que adelantes el reloj. Hay diferencia horaria. Estamos aterrizando en Tokio. – Roger me mira fijamente, disimulando una sonrisa-. Tokio, Japón, ¿vale? – No hay respuesta, y Roger se pasa la mano por su pelo rubio hasta que se hace una pequeña cola de caballo en la nuca, suspirando.
–Pero… no consigo… ver… nada, tío -le digo, señalando lentamente la ventanilla.
–Eso es porque llevas puestas las gafas de sol, tío -dice Roger.
–No, no es eso… Está… de verdad… -busco la palabra adecuada-… bueno… oscuro -y luego-: tío..
Roger me mira durante un momento.
–Bueno, eso es porque las ventanillas están, bueno, ahumadas, ¿vale?
No digo nada.
–¿Quieres un Valium, un éxtasis, un chicle, qué? – ofrece Roger.
Niego con la cabeza, contesto:
–No… podría tener una sobredosis.
Roger se da la vuelta lentamente, avanza por el pasillo hacia la parte delantera del reactor. Al apretarme las yemas de los dedos, todavía frías debido a la ventanilla, contra la frente, se me cierran los ojos con fuerza.
Desnudo, despierto bañado en sudor, en una cama enorme de una suite del ático del Tokio Hilton, las sábanas arrugadas en el suelo, una chica desnuda y dormida a mi lado, con la cabeza encajada en mi brazo, que tengo dormido, y me sorprende el esfuerzo que me cuesta levantarlo. Mi codo se desliza cuidadosamente por la cara de la chica. Bolas de kleenex que le hice tragar se le pegan a los lados de las mejillas, en la barbilla, resecas. De espaldas, separado de la chica, hay un chico, de dieciséis o diecisiete años, puede que menos, oriental, desnudo, en el extremo opuesto de la cama, con los brazos colgándole por el borde, la suave piel beige de la parte baja de la espalda cubierta de verdugones rojos, recientes. Me estiro a por el teléfono de la mesilla de noche pero no hay mesilla y el teléfono está en el suelo, desconectado, encima de las sábanas húmedas. Resollando, me estiro por encima del chico, conecto el teléfono, lo que me lleva unos quince minutos, por fin le pregunto a alguien del otro extremo de la línea por Roger, pero Roger, me dice, está en un concurso de comedores de frutas y no está disponible.
–Llévense ahora mismo a estos dos chicos de aquí, ¿vale? – murmuro al auricular.
Me levanto de la cama, haciendo que una botella vacía de vodka golpee contra una de bourbon que se derrama encima de una bolsa de patatas fritas y un ejemplar de Hustler Orient en el que este mes sale esta chica de la cama, y me arrodillo, lo abro, sintiéndome raro mientras observo lo distinto que parece su coño en el desplegable comparado a cómo parecía hace tres horas y cuando me vuelvo y miro la cama, el chico oriental tiene los ojos abiertos y me mira fijamente. Me limito a quedarme allí, nada avergonzado, desnudo, con resaca, y miro fijamente a mi vez los ojos negros del chico.
–¿Te das pena? – pregunto, aliviado cuando dos tipos con barba abren la puerta y se dirigen a la cama, y yo entro en el cuarto de baño y cierro con pestillo.
Abro los grifos al máximo, con ganas de que el sonido del agua que golpea contra la inmensa bañera de porcelana apague el ruido de los dos roadies que se llevan al chico y a la chica fuera de la cama, fuera de la habitación. Me inclino hacia la bañera, asegurándome de que por el grifo sólo sale agua fría. Me dirijo a la puerta, apoyo el oído para descubrir si todavía queda alguien en la habitación y, casi completamente seguro de que no hay nadie, la abro, echo una ojeada, y en la habitación no hay nadie. De una pequeña nevera saco un cubo de plástico para hielo y luego me dirijo a la máquina del hielo que he pedido que coloquen en el centro de la suite y saco algo de hielo. Luego, según vuelvo al cuarto de baño, me arrodillo junto a la cama y abro un cajón y saco una caja de Librium y luego vuelvo al cuarto de baño y cierro la puerta y vacío el hielo del cubo en la bañera, asegurándome de que queda bastante agua en el fondo del cubo para que me ayude a pasar el Librium, y me meto en la bañera, me tumbo, con sólo la cabeza fuera del agua, inquieto por el hecho de que a lo mejor el agua helada y el Librium no combinen demasiado bien.
En el sueño estoy sentado en el restaurante de la parte más alta del hotel cerca de una pared con ventanas y mirando por encima de la sábana de luces de neón que pasan por ser una ciudad. Estoy bebiendo un Kamikaze y sentada frente a mí está la chica oriental del Hustler pero su suave cara cetrina lleva un maquillaje de geisha y ese maquillaje de geisha y el ajustado vestido de un rosa fluorescente y la expresión de sus rasgos planos y suaves y la mirada de sus inexpresivos ojos negros son de predador, me ponen incómodo, y de pronto toda la sábana de luces parpadea, se esfuma, suenan unas sirenas y unas personas en las que no me había fijado salen corriendo del restaurante, gritos, aullidos que llegan de la negra ciudad de abajo, y grandes arcos de llamas, naranjas y amarillas, que se destacan ante un cielo negro, salen disparados de diversos puntos del suelo y yo todavía sigo mirando a la geisha, con los arcos de llamas reflejándosele en los ojos, y la chica me murmura algo y no hay miedo en aquellos ojos húmedos y oblicuos porque ahora la chica sonríe cálidamente, repitiendo la misma palabra una y otra vez y otra y otra pero las sirenas y los gritos y varias explosiones anegan el mundo y cuando grito, dominado por el pánico, preguntándole qué está diciendo, ella se limita a sonreír, parpadeando, y saca un abanico de papel y no deja de mover la boca, formando la misma palabra, y yo me inclino hacia ella para oír la palabra pero por la ventana irrumpe una garra enorme, salpicándonos con cristales, y me agarra y la garra está caliente, late de odio y está cubierta de un lodo que empapa el traje que llevo puesto y la garra me saca por la ventana y yo me retuerzo en dirección a la chica, que vuelve a repetir la palabra, esta vez claramente.
–Godzilla… Godzilla, idiota… He dicho Godzilla.
Gritando en silencio, me levanta hacia su boca, a ochenta, noventa pisos de altura, mirando lo que queda de la destrozada pared de cristal, con un viento negro y frío soplando furiosamente a mi alrededor, y la chica oriental del vestido color rosa ahora está subida a la mesa, sonriendo y agitando su abanico hacia mí, gritándome «Sayonara», pero eso no significa adiós.
Algo más tarde, después de salir desnudo y sollozando de la bañera, después de que Roger haya llamado por una de las extensiones diciéndome que mi padre llamó siete veces durante las dos últimas horas (algo sobre una emergencia), después de que le diga a Roger que le diga a mi padre que estoy durmiendo o que he salido o lo que sea o que estoy en otro país, después de estrellar tres botellas de champán contra una de las paredes de la suite, por fin estoy en disposición de sentarme en una silla que he llevado hasta la ventana y mirar cómo es Tokio. Tengo una guitarra, intento componer una canción, porque durante la semana pasada unos cuantos acordes han estado dándome vueltas en la cabeza pero me cuesta trabajo ordenarlos y luego me pongo a tocar viejas canciones que compuse cuando tocaba con el grupo y luego miro los cristales rotos del suelo que rodean la cama, pensando: Esto puede ser una buena cubierta para el álbum. Luego recojo un paquete medio vacío de MM's y me las tomo con algo de vodka y luego como eso me sienta mal tengo que correr al cuarto de baño pero tropiezo con el cable del teléfono y me golpeo la mano contra un grueso trozo de cristal de una de las botellas de champán y durante largo rato me quedo mirándome la palma, un fino hilillo de sangre que corre en dirección a la muñeca. Sin poder quitarme el cristal sacudiendo la mano, me lo arranco y el agujero de mi mano parece suave y seguro y cojo el trozo de cristal manchado de sangre que todavía tiene parte de la etiqueta de Dom Perignon y tapo la herida volviendo a ponerlo encima de ella, pero el cristal se cae y una corriente de sangre llena la guitarra que ya empezaba a rasguear y la guitarra ensangrentada también quedaría muy bien en la funda de un disco y consigo encender un pitillo, aunque la sangre lo moja un poco. Más Librium y me quedo dormido, pero la cama tiembla y el movimiento de la tierra es parte de mi sueño, otro monstruo que se acerca.
El teléfono empieza a sonar, por lo que supongo que ya es mediodía.
–¿Diga? – respondo, con los ojos cerrados.
–Soy yo -dice Roger.
–Estoy durmiendo, Lucifer.
–Venga, levántate. Hoy tienes que comer con alguien.
–¿Con quién?
–Con alguien -dice Roger, irritado-. Venga, vamos a tocar algo.
–Necesito algo, lo que sea -murmuro, abriendo los ojos y las sábanas, la guitarra junto a las sábanas, cubierta de sangre seca, y algunas de las manchas son tan grandes que me llevan a abrir la boca, luego trago saliva-. Necesito algo, tío.
–¿Qué? – dice Roger-. ¿Qué pasa, tío? ¿Te has vuelto majara, o qué?
–No, necesito un médico, tío.
–¿Por qué? – Roger suspira.
–Me hice un corte en la mano.
–¿De verdad? – Roger parece aburrido.
–Estuve sangrando, bueno, bastante.
–Claro que sí. ¿Cómo te lo hiciste? – pregunta Roger-. En otras palabras: ¿te ayudó alguien?
–Me lo hice afeitándome… ¿qué huevos importa? Consígueme un médico.
Al cabo de un rato, Roger pregunta:
–Si ya no te sangra, será porque no tiene importancia, ¿no?
–Pero hay mucha… sangre, tío.
–Pero ¿te duele? – pregunta Roger-. ¿Te la notas?
Una larga pausa, luego:
–No, bueno, en realidad no. – Espero un momento antes de decir-: Más o menos.
–Te conseguiré un médico. Dios santo.
–Y una doncella. Un aspirador. Necesito un… aspirador, tío.
–Tú sí que estás hecho un aspirador, Bryan -dice Roger. Oigo risas al fondo, que Roger hace que callen chistando bien fuerte, luego me dice-: Tu padre llama sin parar. – Oigo que Roger enciende un pitillo-. Lo digo por si te interesa.
–Los dedos, Roger, no los puedo mover.
–¿No me oyes? ¿Qué coño te pasa?
–¿Qué quiere? ¿Es lo que quieres que te diga? – Suspiro-. ¿Cómo sabe dónde estoy?
–No lo sé. Un asunto urgente. ¿Está tu madre en el hospital? No estoy seguro. ¿Quién sabe?
Intento sentarme, luego enciendo un pitillo con la mano izquierda. Cuando se hace evidente que Roger no va a decir nada más, Roger dice:
–Te daré tres horas para que estés listo. ¿Necesitas más? Por el amor de Dios, espero que no, ¿vale?
–Sí.
–Y ponte algo de manga larga -advierte Roger.
–¿Qué? – pregunto, confuso.
–De manga larga, tío. Ponte algo de manga larga. Algo que no llame la atención.
Me miro los brazos.
–¿Por qué?
–Por varias cosas: porque, primero, estás mejor con manga larga; segundo, porque tienes marcas de pinchazos en los brazos; tercero, porque tienes marcas de pinchazos en los brazos; y cuarto, porque tienes marcas de pinchazos en los brazos.
Una larga pausa que finalmente rompo yo al decir:
–¿Coca?
–Bueno -dice Roger, luego cuelga.
Un productor de la Warner Brothers que está en Tokio para reunirse con unos representantes japoneses de Sony tiene treinta años y está calvo y tiene una cara como de máscara mortuoria y lleva puesto un kimono con zapatillas de tenis, mientras pasea con languidez por su suite, fumándose un canuto, y todo es estupendo y para morirse y Roger hojea un Billboard sentado en una cama gigantesca pero aún sin hacer, y el productor señala a Roger y dice fundamentalmente:
–Esa cola de caballo tan pequeña te queda bien de verdad.
Y Roger, encantado de que el productor se haya fijado en su pelo, asiente con la cabeza, se da la vuelta y enseña la cola de caballlo.
–¿Es como la de Adam Ant? – pregunta el productor.
–¿Tú qué crees? – Roger, que parece molesto, vuelve al Billboard.
–Sírvete sake.
Roger me lleva a la terraza de la mano, donde dos chicas orientales, puede que de quince o hasta de catorce años, están sentadas a una mesa llena de platos de sushi y de lo que parecen gofres.
–Uau -digo yo-. Gofres.
–No parece que tengas mucho que contar -dice Roger.
–¿Por qué no me dejas en paz? – imploro.
–Otra idea -dice Roger, poniendo una expresión espantosa-. ¿Por qué no te sientas aquí afuera?
Una de las chicas orientales lleva una braga de raso color rosa y los pechos al aire y es con la que estuve ayer por la noche y la otra chica lleva puesta una camiseta de PÓLICE, tiene un walkman y los ojos vidriosos. El productor se dirige a las puertas de la terraza y ahora habla con Manuel y le dice que comer algo que no tenga conservantes es fabuloso de verdad. Chasca los dedos al sentarse con expresión de dolor, haciendo gesto de que se cubra a la chica con la braga de raso color rosa. La chica, que tiene un corazón de hielo, se pone de pie, se dirige lentamente al interior de la habitación, enciende la televisión y cae al suelo dándose un porrazo.
El productor está sentado junto a la chica oriental del walkman, suspira, da una calada al canuto. Se lo ofrece a Roger, que dice no con la cabeza, luego a mí. Roger niega con la cabeza también por mí.
–¿Sake? – pregunta el productor-. Está muy frío.
–Estupendo -dice Roger.
–¿Bryan? – pregunta el productor.
Roger vuelve a negar con la cabeza.
–¿No habéis notado el terremoto? – pregunta el productor, sirviendo el sake en las copas de champán.
–Sí, yo lo noté -dice Roger, encendiendo un pitillo-. Terrorífico de verdad. – Y luego, después de echarme una ojeada-: Bueno, tampoco fue tan espantoso.
–No me fío de estos jodidos japos -dice el productor-. Espero que consiga sacarles algo.
–¿De qué se trata, tío? – Roger suspira, asintiendo cansinamente con la cabeza.
–Están construyendo un océano artificial -dice el productor-. En realidad, varios.
Me ajusto las gafas de sol, me miro las manos. Roger me reajusta las gafas. Esto impulsa al productor a volver a ocuparse de los negocios.
Comienza con gran seriedad:
–Una idea para una película. De hecho es una idea que ya se ha llevado a cabo a medias. Está, como si dijéramos, guardada en una caja fuerte protegida por algunos de los hombres más peligrosos de la Warner. – Pausa-. El motivo por el que recurrimos a ti, Bryan, es porque hay personas que recuerdan lo intensa que resultó aquella película sobre la vida del grupo. – Su voz se hace más aguda y se desvanece y examina mi cara a la espera de una reacción. Un trabajo duro.
–Quiero decir, Dios santo, que vosotros cuatro… Sam, Matt y… -El productor se interrumpe, chasca los dedos, mira a Roger en busca de ayuda.
–Ed -dice Roger-. Se llamaba Ed. – Pausa-. De hecho, cuando se formó el grupo se llamaba Tabasco. – Pausa-. Se lo cambiamos.
–Ed, eso es -dice el productor, haciendo una tímida pausa con tan falsa reverencia que casi consigue que se me salten las lágrimas-. Fue, como suele decirse, una «tragedia de verdad». Una auténtica pena. ¿No es así?
Roger suspira, asiente con la cabeza.
–Por entonces ya se habían separado.
El productor da una profunda calada a su canuto y mientras aspira el humo se las arregla para decir lo siguiente:
–Chicos, vosotros probablemente fuisteis unos de los pioneros del rock durante la década pasada y es una pena que os separaseis… ¿Te apetecen unos gofres?
Roger bebe delicadamente sake y dice:
–Una auténtica pena -y luego me mira-. ¿Verdad?
Yo suspiro y contesto:
–Sí, señor.
–Dado que la cosa va a ser tan moderna y tan rentable, sin explotar a nadie, pensamos que, bueno, con tu… -el productor mira a Roger en busca de ayuda, titubea- presencia, pensamos que quizá te interesara protagonizar una película.
–Recibimos muchos guiones. – Roger suspira, añadiendo-: Bryan rechazó Amadeus, de modo que se encuentra en una situación de privilegio.
–La película -continúa el productor- es básicamente del tipo estrella de rock del espacio exterior. Un alienígena, un E.T. que sabotea el…
Agarro el brazo de Roger.
–E.T. Un extraterrestre -dice Roger, en voz bastante baja.
Le suelto. El productor continúa.
–El E.T. sabotea la limusina del tipo después de una actuación en el Fórum y después de una persecución encarnizada le lleva al planeta donde mantienen cautiva a la estrella de rock. Bueno, también hay una princesa, por cuestiones de amor y todo eso. – El productor hace una pausa, mira esperanzado a Roger-. Para ese papel estamos pensando en Pat Benatar. Estamos pensando en una go-go.
Roger suelta una carcajada.
–Parece una pasada.
–El único modo en que el tipo se puede liberar es grabando canciones y dando un concierto para el emperador del planeta, que es básicamente, bueno, una tipa cachonda. – El productor hace una mueca, se estremece, luego mira preocupado a Roger.
Roger se aprieta el puente de la nariz y dice:
–Es una auténtica locura, ¿no?
–No es de mal gusto y tienes un ejemplar -le dice el productor a Roger-. Y en los estudios a todos les parece fabuloso que la idea esté metida en la caja fuerte.
Roger sonríe, asiente con la cabeza, mira a la chica oriental y saca la lengua, guiñando el ojo. Le dice al productor:
–A mí tampoco me aburre la idea.
Recuerdo la película que hicieron sobre el grupo y la película era bastante ajustada a no ser porque los que la rodaron se olvidaron de añadir las interminables demandas por paternidad, la vez que yo le rompí el brazo a Kenny, el líquido claro de las jeringuillas, a Matt llorando durante horas, los ojos de las fans y las «vitaminas», la cara que puso Nina cuando pidió un Porsche nuevo, la reacción de Sam cuando le dije a Roger que quería hacer un disco en solitario, unos cuantos datos que pasaron por alto los que rodaron la película. Los que rodaron la película al parecer eliminaron la vez en que llegué a casa y encontré a Nina sentada en el cuarto de baño de la casa de la playa, con unas tijeras en la mano, y cortaron el plano de la cama de agua agujereada y vaciándose. El montador pareció situar equivocadamente la escena en la que Nina trató de ahogarse una noche durante una fiesta en Malibú y cortaron la secuencia que seguía donde le apretaban el estómago y también lo siguiente, donde se acercaba a mí y decía: «Te odio», y apartaba de mí su cara pálida, hinchada, con el pelo todavía empapado y pegado a las mejillas. La película la hicieron antes de que Ed se tirara desde el tejado del Clift Hotel de San Francisco, de modo que tuvieron una excusa para que esa escena no apareciese en la película, pero no parece que hubiera excusa para que omitieran el resto y para que la película, hecha a base de cosas inventadas, pasta y porno, y un conjunto de datos idiotas, se hiciera tremendamente popular.
Un farol verde que cuelga de un toldo que protege la terraza me lleva de vuelta a la conversación: porcentajes, aprobación del guión, ganancias netas, condiciones que, incluso ahora, sigo encontrando raras, y miro la copa de champán de Roger llena de sake y la chica oriental de dentro se retuerce y patalea en el suelo, moviéndose en círculos, sollozando, y el productor se pone de pie, sin dejar de mirar a Roger, cierra la puerta y sonríe cuando dice: -Estoy muy agradecido.
Llamo a Matt. A la telefonista le lleva siete minutos ponerme con su número. Contesta Úrsula, la cuarta mujer de Matt, y suspira cuando le digo que soy yo. Espero cinco minutos a que vuelva y me imagino a Matt junto a Úrsula en la cocina de la casa de Woodland Hills, con la cabeza gacha. En lugar de eso, Ursula dice:
–Ahora viene.
Y oigo la voz de Matt al otro lado de la línea.
–¿Bryan?
–Sí, tío, soy yo.
Matt suelta un silbido.
–Vaya, tú. – Larga pausa-. ¿Dónde estás?
–En Japón, en Tokio, creo.
–¿Han sido… dos, tres años?
–No, tío, no ha sido… tanto -digo yo-. No lo sé.
–Bien, tío, me han contado que estabas, bueno, de gira.
–La gira mundial del 84, tío.
–Algo de eso había oído… -Su voz se desvanece.
Un tenso silencio roto únicamente por «sí» y «bueno».
–He visto el vídeo -dice.
–¿En el que sale Rebecca De Mornay?
–Bueno, no, en el que sale el mono.
–Ah… claro.
–Oí el álbum -dice por fin Matt.
–Oye… bueno, ¿te gustó, tío?
–¿Estás de cachondeo, tío? – dice él.
–¿Te pareció… bueno, tío? – pregunto.
–Un acompañamiento estupendo. Fuerte de verdad.
Otro largo silencio.
–Es, bueno, válido, tío, válido -dice Matt. Pausa-. ¿La que cuenta lo del coche, tío? Vi a John Travolta comprar un ejemplar en Tower. – Larga pausa.
–Te agradezco lo que dices, tío -digo-. ¿Vale?
Larga pausa.
–¿Estás, bueno, estás haciendo algo ahora? – pregunto.
–Estoy liado con algo de material -dice Matt-. A lo mejor me meto en el estudio dentro de un par de meses.
–Tre-men-do -digo yo.
–Vaya…
–¿Has hablado… con Sam? – pregunto.
–Precisamente hace… bueno, ¿como un mes? Con uno de sus abogados. Me tropecé con él. Por casualidad.
–¿Sam… está bien?
Sin parecer demasiado seguro, Matt dice:
–Estupendamente.
–¿Y… sus abogados?
Responde con una pregunta:
–¿Cómo le va a Roger?
–Roger es… Roger.
–¿Ya ha dejado la clínica de rehabilitación?
–Ya hace mucho tiempo.
–Sí, ya sé a qué te refieres. – Matt suspira-. Ya sé a lo que te refieres, tío.
–Bien, tío. – Respiro a fondo, me pongo tenso-. Me preguntaba si a lo mejor te apetecía, bueno, no sé, si a lo mejor nos veíamos y componíamos unas canciones juntos cuando haya terminado esta gira, si a lo mejor grabamos algo, tío.
Matt tose, luego al cabo de no demasiado tiempo, dice:
–Oye, tío, no sé si sabes que los viejos tiempos se han terminado y yo no creo que…
–Bueno, joder, tío, es que… -me interrumpo en mitad de la frase.
–Tienes que seguir por tu cuenta.
–Es que yo… yo, ya sabes, pero… -Empiezo a dar patadas a una pared y mis uñas se han hundido tanto en el vendaje de la herida que éste se mancha de sangre.
–La cosa se terminó, tío -dice Matt.
–Bueno, ¿crees que miento, tío?
No digo nada más, me limito a soplarme la palma de la mano.
–Bien, estuve viendo algunas de esas antiguas películas que Nina y Dawn rodaron en Monterrey -está diciendo Matt.
Trato de no escuchar, de no pensar en Dawn.
–Y lo más raro, pero también lo más cojonudo, es que Ed estaba bien de verdad, tío. De hecho, tenía una pinta estupenda. Moreno y en buena forma y no sé qué pasó. – Pausa-. No sé qué coño pasó, tío.
–¿Y a quién le importa, tío?
–Sí. – Matt suspira-. Tienes razón.
–Porque a mí no me importa, tío.
–Supongo que a mí tampoco me importa, tío.
Cuelgo, quedo fuera de combate.
Camino del concierto, sentado en la parte de atrás de la limusina, viendo por televisión combates de sumo que podrían ser una antigua película de Bruce Lee, el mismo anuncio sobre una limonada azul siete veces, lanzo cubitos de hielo que he chupado a la pequeña pantalla cuadrada. Bajo el cristal de separación y le digo al chófer que necesito muchos pitillos y el chófer busca en la guantera, saca un paquete de Marlboro y la cocaína que he esnifado antes no me está haciendo demasiado efecto, y parece aumentar el dolor de la mano y no dejo de tragar saliva pero los residuos quedan atascados en el fondo de la garganta de un modo molesto y bebo whisky, lo cual casi me elimina aquel sabor.
El escenario apesta a sudor y estamos a cuarenta grados y llevamos tocando como unos cincuenta minutos y lo único que quiero es cantar la última canción, y a la banda, cuando lo menciono entre un tema y otro, le parece una idea muy mala.
Todas las canciones son de los tres últimos álbumes en solitario, pero desde la primera fila oigo a los orientales gritando, sin pronunciar las erres, los nombres de los grandes éxitos que tocaba con el grupo y este grupo la emprende con el éxito más importante del segundo LP en solitario y no puedo asegurar si el público está entusiasmado aunque aplauda y haga mucho ruido y detrás de mí hay una tapiz de cien metros o así -BRYAN METRO GIRA MUNDIAL 1984- que se agita detrás de nosotros y me muevo lentamente por el enorme escenario, tratando de distinguir al público, pero unos potentes focos convierten aquel espacio en una masa moviente de oscuridad gris y cuando comienzo a cantar la segunda estrofa de la canción me olvido de la letra. Canto: «Pasa otra noche y todavía te preguntas qué pasó» y luego quedo bloqueado. De repente uno de los guitarristas hace un gesto con la cabeza y el del bajo se me acerca, el de la batería sigue manteniendo el ritmo. Yo ni siquiera toco la guitarra ya. Inicio la segunda estrofa otra vez: «Pasa otra noche y todavía te preguntas qué pasó…», y luego nada. El del bajo grita algo. Vuelvo la cabeza hacia él, la mano me duele mucho, y el del bajo suelta:
–Dale otra oportunidad al mundo.
Y yo digo:
–¿Qué?
Y el del bajo grita:
–Dale otra oportunidad al mundo.
Y yo digo:
–¿Qué?
Y el del bajo grita:
–Dale otra oportunidad al mundo… por Dios.
Y yo pienso que por qué coño tengo que cantar eso y luego que por qué coño compuse esa mierda y hago un gesto al grupo y pasamos al estribillo y terminamos la canción bien y no hay bises.
Roger me lleva en la limusina de vuelta al hotel.
–Una actuación espléndida, Bryan. – Roger suspira-. Tu concentración y dominio de la escena no se pueden mejorar. Mentiría si dijera que son mejorables. No tengo palabras.
–Tengo las manos… jodidas.
–¿Solamente las manos? – dice él, sin ponerse sarcástico de verdad, sin resabios en la voz, como una queja sorda tal vez, una observación que no merece la pena ni siquiera hacer-. Les diremos a los promotores que te has accidentado -dice Roger-. Le diremos a la gente que tu madre ha muerto.
Pasamos por una calle abarrotada hacia el hotel y todos tratan de mirar por las ventanillas de cristales ahumados cuando la limusina se encamina hacia el Hilton.
–Dios santo -murmuro para mí mismo-. Todos esos jodidos monos amarillos. Fíjate en ellos, Roger. Fíjate en todos esos jodidos monos amarillos, Roger.
–Todos esos jodidos monos amarillos compraron tu último álbum -dice Roger, luego añade, como para sí mismo-: Eres un carapijo descerebrado.
Suspiro, me pongo las gafas de sol.
–Me gustaría bajar de esta limusina y decirles a todos esos monos amarillos lo que pienso de ellos.
–Eso no va a pasar, pequeño.
–¿Por qué… no?
–Porque no estás presentable para tener un contacto directo con el público.
–Piensa en todas las palabras que riman con mi nombre, Roger.
–¿Son muchas? – pregunta Roger.
Roger y yo vamos en un ascensor.
–Consígueme una chica de la limpieza, ¿vale? – le digo-. Tengo la habitación hecha una auténtica ruina.
–Límpiala tú mismo.
–No.
–Te cambiaré a otra, ¿vale?
–Vale.
–Te conseguiré un piso entero, cadáver. Elige el que quieras.
–¿Por qué no me consigues una chica de la limpieza?
–Porque los encargados del Tokio Hilton parecen creer que violaste a dos de las doncellas. ¿Es cierto, Bryan?
–Defíneme, bueno, qué es una violación, Roger.
–Diré al servicio de habitaciones que te lleven un diccionario. – Roger pone una cara terrible.
–Me esforzaré.
Roger suspira, me mira y dice:
–Tienes la sensación de que no te vas a esforzar, ¿verdad? Te empiezas a dar cuenta de que quieres hacerlo pero ahora llegas a la conclusión de que el esfuerzo no merece la pena, que no tienes la fuerza suficiente o lo que sea, ¿verdad? – Roger se aparta, el ascensor se detiene poco a poco, al llegar a su piso. Roger hace girar una llave de modo que el ascensor no se abrirá hasta que llegue a mi piso y no a otro, como yo quisiera.
El ascensor se detiene en el piso que ha indicado Roger y salgo a un pasillo desierto y en penumbra y me encamino hacia mi puerta, rompiendo el silencio, chillando muy alto, dos, tres, cuatro veces, y busco la llave que abrirá la puerta y hago girar el picaporte y en cualquier caso la puerta está abierta y dentro hay una chica sentada en mi cama, que tiene sangre seca por todas partes, hojeando el Hustler. Alza la mirada de la revista. Yo cierro la puerta con llave y la miro fijamente.
–¿Eras tú el que gritaba? – pregunta la chica con voz cansada.
–Eso creo -digo yo y luego-: ¿Todavía no te has hecho amiga de la máquina del hielo?
La chica es guapa, rubia, está muy bronceada, tiene grandes ojos azules, sin duda californiana, lleva una camiseta con mi nombre, unos vaqueros recortados, muy ajustados y descoloridos. Tiene los labios rojos, brillantes, y deja la revista cuando avanzo lentamente hacia ella, y casi tropiezo con un consolador usado que Roger llama El Conseguidor. Ella me mira fijamente, nerviosa, pero el modo en que se levanta de la cama, caminando lentamente hacia atrás, parece demasiado calculado y cuando por fin choca contra la pared y se queda allí respirando a fondo y la alcanzo, tengo que ponerle las manos alrededor del cuello, con suavidad al principio, luego apretando, y ella cierra los ojos y yo la acerco a mí y luego golpeo su cabeza contra la pared, lo que no parece desconcertarla, esto me preocupa, hasta que abre los ojos y sonríe y con un rápido movimiento levanta la mano, con unas uñas largas afiladas y rosas, y me desgarra una camiseta de doscientos dólares, arañándome el pecho. Yo le doy un puñetazo muy fuerte. Ella me araña la cara. Yo la tiro al suelo y ella me escupe tapándome la boca con sus dedos, chillando aterrada.
Estoy en la bañera tomando un baño de burbujas. La chica ha perdido un diente y está desnuda y sentada en el retrete, sujetando un paquete de hielo del servicio de habitaciones (que trajo varios) a uno de los lados de su cara. Se pone en pie, tambaleante, y cojea hasta el espejo y dice:
–Creo que la hinchazón está disminuyendo.
Yo agarro un trozo de hielo que flota en el agua y me lo meto en la boca y lo mastico, concentrándome en lo despacio que lo mastico. La chica vuelve a sentarse en el retrete y suspira.
–¿No quieres saber de dónde soy? – pregunta.
–No -digo yo-. La verdad es que no.
–Soy de Nebraska. De Lincoln, Nebraska. – Una larga pausa.
–Y trabajaste en un centro comercial, ¿verdad? – pregunto, con los ojos cerrados-. Pero cerraron el centro comercial, ¿a que sí? Y ahora está desierto, ¿no?
Oigo que enciende un pitillo, huelo el humo, luego pregunta:
–¿Has estado allí?
–He estado en un centro comercial de Nebraska.
–¿Sí?
–Sí.
–Y ahora está hecho un asco.
–Hecho un asco -respondo.
–Totalmente.
–Totalmente hecho un asco.
Miro la piel arañada de mi pecho, las líneas hinchadas color rosa que se entrecruzan en la piel, encima de los pezones y pienso: Otra sesión de fotos sin camisa. Me toco los pezones levemente, aparto la mano de la chica cuando ella intenta tocarlos. Una vez que está adecuadamente lubricada se la vuelvo a meter.
Un gramo y estoy listo para llamar a Nina, a casa, allá en Malibú. El teléfono suena dieciocho veces. Por fin descuelga.
–¿Diga?
–¿Nina? – Sí.
–Soy yo.
–Oh. – Pausa-. Espera un minuto. – Otra pausa.
–¿Sigues ahí?
–Cualquiera diría que te importa -dice ella.
–A lo mejor me importa, cariño.
–Y a lo mejor no, carapijo.
–Dios santo.
–Estoy bien -dice rápidamente-. ¿Dónde estás tú?
Cierro los ojos, me apoyo en el cabecero de la cama.
–En Tokio. En un Hilton.
–Suena a un sitio con clase.
–Es con mucho el sitio más agradable en el que me he alojado nunca.
–Eso es estupendo.
–No pareces demasiado entusiasmada, cariño.
–¿No?
–Oh, mierda. Pásame a Kenny, quiero hablar con él.
–Está en la playa con Martin.
–¿Martin? – pregunto, confundido-. ¿Quién coño es Martin?
–Marty, Marty, Marty, Marty…
–Vale, vale. Claro, Marty. ¿Y cómo está Marty?
–Marty está estupendamente.
–¿Sí? Magnífico, aunque no tengo ni idea de quién es, pero, ¿puedo hablar con Kenny, cariño? – pregunto-. Me refiero a que si no puedes bajar a la playa y traerle.
–En otro momento, ¿vale?
–Me gustaría hablar con mi hijo.
–Pero él no quiere hablar contigo.
–Deja que hable con mi hijo, Nina. – Suspiro.
–Es inútil -dice ella.
–Nina… vete a buscar a Kenny.
–Voy a colgar el teléfono, ¿vale, Bryan?
–Nina, llamaré a mi abogado.
–Que le den por el culo a tu abogado, Bryan, que le den mucho por el culo. Me tengo que ir.
–Dios santo…
–Y no es una buena idea que llames aquí con demasiada frecuencia.
Un largo silencio porque yo no digo nada.
–Nunca es una buena idea el que hables con Kenny, porque le asustas -dice ella.
–¿Y tú no le asustas? – pregunto-. Medusa.
–No vuelvas a llamar nunca más. – Nina cuelga.
Sentado en una cafetería desierta (que Roger ha «acordonado» porque tiene miedo de que «la gente te pueda ver») en lo más profundo del Tokio Hilton, Roger me dice que vamos a ver como almuerzan los English Prices.
Roger lleva unas enormes gafas de sol negras y unos pantalones carísimos. Masca chicle.
–¿Quiénes? – pregunto-. ¿Quiénes?
–Los English Prices. – Roger lo vuelve a decir con claridad-. Un nuevo grupo. Los descubrió la MTV y los ha hecho famosos. – Pausa-. Famosos de verdad -añade torvamente-. Son de Anaheim.
–¿Por qué? – pregunto.
–Porque nacieron allí. – Roger suspira.
–Vaya, vaya -digo yo.
–Te quieren conocer.
–Pero… ¿por qué?
–Una buena pregunta -dice Roger-. Pero ¿te importa, en realidad?
–¿Por qué están aquí?
–Porque están de gira -dice Roger-. ¿Le estás pegando a la coca?
–Gramos y gramos y gramos -digo yo-. Si supieras cuántos, te morirías.
–Supongo que es mejor que lo del polvo de ángel del 82. – Roger suspira, cansado.
–¿Quiénes son esos tipos, Roger? – pregunto.
–¿Y quién eres tú?
–Bueno… -digo yo, confundido por la pregunta-. ¿Quién… piensas tú que soy?
–¿Alguien que trató de prenderle fuego a su ex mujer con un soplete? – sugiere.
–Entonces estaba casado con ella.
–Supongo que estuvo bien que Nina se arrojara al mar. – Roger hace una pausa-. Claro que eso fue tres meses más tarde, pero considerando lo lista que era cuando os conocisteis, me alegró que hubieran mejorado sus reflejos. – Roger enciende un pitillo, piensa que todo ha terminado-. Dios santo, no consigo creer que consiguiera ella la custodia. Pero luego me da miedo pensar en lo que le habría pasado a ese niño si te conceden la custodia a ti. El puto diablo habría sido mejor padre.
–Roger, ¿quiénes son esos tipos?
–¿No has visto la portada del último Rolling Stone? -pregunta Roger, chascando los dedos para llamar a una camarera oriental, joven y nerviosa-. Oh, lo olvidaba. Tú ya no lees esa revista.
–No después de aquella mierda que publicaron cuando la muerte de Ed.
–Tocado, tocado. – Roger suspira-. Los English Prices están muy bien. Un álbum muy bueno. Hongo venenoso, y un videojuego que hicieron sobre ellos con el que deberías probar a entretenerte en algún momento. – Roger señala su taza de café y la camarera, haciendo una respetuosa reverencia, se la llena-. Suena a hortera, pero no lo es. De verdad.
–Dios santo, estoy hundido.
–Los English Prices son buenos -me recuerda Roger-. Estratosfera no es una palabra inapropiada.
–Ya lo dijiste antes y sigo sin creerte.
–Mantén la calma.
–¿Por qué coño voy a tener que mantener la calma? – Miro directamente a Roger por primera vez desde que entramos en la cafetería.
Roger baja la vista hacia su taza y luego me mira y pronuncia cada palabra con mucho cuidado:
–Porque voy a ser su manager.
Yo no digo nada.
–Atraerán a muchísima más gente -dice Roger-. A muchísima más gente.
–¿Por qué? – pregunto de repente, comprendiendo que la pregunta es inútil, y lo mejor es que se quede sin respuesta.
–Porque son buenos -dice Roger-. Nosotros hemos reunido a bastante, pero no tanta.
–No habrá más giras, tío -digo-. Así de claro.
–Eso es lo que tú te crees, pequeño -dice Roger como quien no quiere la cosa.
–Oh, tío -es todo lo que digo.
Roger me mira.
–Mierda… aquí vienen los jodidos hijoputas. Mantén la calma.
–Me cago en Dios. – Suspiro-. Estoy tranquilo.
–Tú convéncete de eso y bájate las mangas.
–Estoy empezando a darme cuenta de lo muy profundamente que estás metido en mi vida -digo, y me bajo las mangas.
Cuatro miembros de los English Prices entran en la cafetería y cada uno de ellos lleva a una chica oriental a su lado. Las chicas orientales son muy jóvenes y guapas y llevan minifaldas a rayas y camisetas y botas de piel color rosa. El cantante solista de los English Prices también es muy joven, de hecho más joven que las chicas orientales, y lleva el pelo rubio platino muy corto y tiene una piel suave y bronceada y va maquillado y con los ojos pintados de rojo y vestido de cuero negro y lleva una pulsera con pinchos en la muñeca. Nos estrechamos la mano.
–Oye, tío, llevo siendo fan tuyo desde siempre -le oigo decir-. Desde siempre, tío.
Los demás miembros asienten con la cabeza muy serios para demostrar su acuerdo. Me resulta imposible no asentir o sonreír. Estamos sentados en torno a una gran mesa de cristal y las chicas orientales no dejan de mirarme, soltando risitas.
–¿Dónde está Gus? – pregunta Roger.
–Gus tiene mononucleosis. – El cantante solista se vuelve hacia Roger, sin dejar de mirarme.
–Le mandaré unas flores -dice Roger.
El cantante se vuelve hacia mí y explica:
–Gus es nuestro batería.
–Oh -digo yo-. Eso está… muy bien. – ¿Sushi? – les pregunta Roger.
–No, yo soy vegetariano -dice el cantante-. Además ya hemos comido hasta hartarnos en Spaghettis.
–¿Con quién?
–Con un importante ejecutivo de una casa de discos.
–Pues vaya -dice Roger.
–Da igual, tío -dice el cantante solista, dirigiendo toda su atención a mí-. Mira, llevo oyendo todos tus discos… bueno, los discos con el grupo… desde que me pueda acordar. Bueno… desde hace mucho tiempo, y nunca sospeché que un buen día te iba a decir… -se interrumpe y tiene problemas para pronunciar las siguientes palabras- que nos has influido.
El resto de los English Prices asienten, murmurando algo a la vez.
Trato de mirar al cantante a los ojos. Trato de decir:
–Estupendo.
Nadie dice nada.
–Oye -le dice el cantante solista a Roger-. Se muestra muy… bueno, sumiso.
–Sí -dice Roger-. De hecho le llamamos el Sometido.
–Eso es… cojonudo -dice aprensivo el cantante solista.
–¿A quién oías tú, tío? – me pregunta uno de ellos.
–¿Cuándo? – pregunto yo confuso.
–Bueno, verás, cuando eras niño, bueno, en el colegio y eso… Tus influencias, tío.
–Bueno… montones de cosas. Verás, no recuerdo bien… -Miro a Roger en busca de ayuda-. Prefiero no decirlo.
–¿Quieres que te repita yo la pregunta, tío? – pregunta el cantante solista.
Me limito a mirarle fijamente, incapaz de moverme.
–Es la vida -dice por fin el cantante solista, suspirando.
–Captain Beefheart, las Ronettes, las cosas radicales, ya sabes -dice Roger, alegremente, y luego-: ¿Quiénes son vuestras amigas? – Se ríe tímidamente y el cantante solista se ríe, ladrando casi, y el resto de la banda le sigue.
–Estas chicas son estupendas.
–Sí, señor -dice uno de ellos en un tono monótono, titubeando-. No entienden ni jota de inglés pero folian como conejas.
–¿Verdad que sí? – pregunta el cantante solista a la chica sentada junto a él-. ¿Verdad que follas muy bien, so puta? – pregunta, con expresión de sinceridad en la cara, asintiendo con la cabeza.
La chica observa esa expresión, se fija en el asentimiento de cabeza, en la sonrisa, y sonríe a su vez de un modo inocente y asiente con la cabeza y todos se ríen.
El cantante solista, asintiendo con la cabeza y sonriendo, le pregunta a otra chica:
–Y tú haces unas mamadas tremendas, ¿verdad? ¿Te gusta cuando te pego en la cara con mi enorme polla, jodida puta amarilla?
La chica asiente con la cabeza, sonriendo, mira a las otras chicas, y los del grupo se ríen, Roger se ríe, las chicas orientales se ríen. Yo me río finalmente quitándome las gafas de sol, relajándome un poco. Se impone el silencio. Roger le dice a los del grupo que pidan unas copas. Las chicas orientales sueltan risitas, se ajustan sus diminutas botas color rosa, el cantante solista no deja de mirar mi mano vendada y me veo a mí mismo con la misma mueca ingenua, en una sesión de fotos, en la habitación de un hotel de San Francisco, dentro de tropecientos millones de dólares, dentro de otros diez meses.
En los vestuarios del local antes de salir a escena, estoy sentado en una silla delante de un enorme espejo oval mirando mi reflejo a través de las Wayfarer, y me veo a mí mismo mordisqueando unos rábanos. Roger entra, se sienta, enciende un pitillo. Al cabo de un momento yo digo algo.
–¿Qué? – pregunta Roger-. ¿Qué murmuras?
–No quiero salir ahí.
–¿Por qué? – Roger pregunta corno si hablara con un niño.
–No me encuentro bien. – Miro mi reflejo, inútilmente.
–No digas eso. Tienes muy buen aspecto.
–Sí, y tú vas a ganar el concurso de mister Amable cualquier jodido año de éstos -gruño, y luego añado más calmado-: Consígueme algo.
–¿Para qué? – pregunta él y luego, viendo que estoy a punto de saltar sobre él, se ablanda-. Era sólo una broma.
Roger hace una llamada telefónica, diez minutos después alguien me sujeta algo alrededor del brazo, da golpecitos en una vena, el pinchazo, vitaminas, diciendo que sí, un extraño calor que me recorre el cuerpo, elimina el frío, al principio muy deprisa, luego más despacio, sí, claro.
Roger se vuelve a sentar en el sofá y dice:
–No vuelvas a pegar a las groupies, ¿de acuerdo? ¿Me oyes? Ya estuvo bien.
–Oye, tío -digo yo-. A ellas… les gusta. Les gusta cuidarme. Yo les dejo que me… cuiden.
–Tranquilízate. ¿Me oyes?
–Tío, coño, jódete, lo haré otra vez si quiero.
–¿Qué me has dicho?
–Tío, soy Bryan…
–Ya sé quién eres -me interrumpe Roger-. Eres el mismo jodido carapijo que pegó a tres chicas durante la última gira, que amenazó a una con un cuchillo de trinchar. Esas chicas todavía están mal. ¿Te acuerdas de aquella puta de Missouri?
–¿Missouri? – me río.
–A la que casi mataste -dice Roger-. ¿No te refresca eso la memoria?
–No.
–Todavía le tenemos que pagar, y un maldito abogado…
–Te estás poniendo pesado, tío, y cuando te pones pesado… es mejor… bueno, es mejor que me dejes en paz.
–¿Te acuerdas de lo jodida que dejaste a aquélla?
–No insistas en cosas del pasado, colega.
–¿Sabes cuánto le tenemos que pagar a aquella puta todos los jodidos meses?
–Déjame en paz -susurro.
–Lleva un año en una silla de ruedas.
–Te voy a decir una cosa.
–Mira, no me vengas ahora con esa mierda de «oye tío, verás es que…».
–Tengo algo que decirte.
–¿El qué? ¿Vas a anunciar que te retiras? – suelta Roger-. Déjame que lo adivine… ¿que vas a llegar a lo más alto de las listas?
–Odio Japón -digo yo.
–Tú odias cualquier sitio -exclama Roger-. Lo odias todo, cabrón.
–Japón es tan… diferente -digo, por fin.
–Eso es un chiste. Siempre dices que todos los sitios son diferentes -suspira Roger-. Céntrate, por el amor de Dios, céntrate.
Vuelvo a mirar el espejo, oigo los gritos que llegan del público.
–Ajusta mis sueños por mí, Roger -susurro-. Ajusta mis sueños por mí.
En el avión alejándome de Tokio voy sentado solo al fondo jugueteando con los mandos de un pizarrín magnético y Roger está a mi lado cantando Over the Rainbow, pegado a mi oreja, las cosas cambian, se vienen abajo, se desvanecen, otro año, unos cuantos movimientos más, una persona a la que todo le da por el culo, un aburrimiento tan monumental que abruma, arreglos fugaces por parte de personas que ni siquiera sabes que exigen que pierdas el sentido de la realidad que podrías haber adquirido, expectativas tan irracionales que te vuelves supersticioso cuando piensas en cómo afrontarlas. Roger me ofrece un canuto y doy una calada y miro por la ventanilla y me relajo durante un momento cuando las luces de Tokio, que no me había dado cuenta de que está en una isla, se pierden de vista, pero esta sensación sólo dura un momento porque Roger me está contando que otras luces, en otras ciudades, en otros países, en otros planetas, quedarán pronto a la vista.
Querido Sean:
Supongo que no esperabas tener noticias mías. ¡Hablando de librarse de todo! Aquí estoy… en el extremo opuesto del país, en California, sentada en la cama, tomando una Coca-Cola light y oyendo a Bowie. Bastante raro, ¿verdad? Llevo una semana en Los Ángeles y todavía no me lo puedo creer. Durante el verano entero supe que vendría aquí pero en cierto modo la idea no era completamente real. Tampoco pasé mucho tiempo pensando en eso porque nada me habría preparado. Los Ángeles es completamente distinto.
Llegué al aeropuerto de Los Ángeles el martes por la tarde, medio loca por la falta de sueño y preguntándome qué demonios estaba haciendo aquí. Era como entrar en otro mundo. 40 grados a la sombra y la calle llena de gente guapa, todos rubios y bronceados (¡qué ejemplares!) mirando a la estratosfera, pasando junto a mí y dirigiéndose a sus coches. Me notaba tan pálida… algo así como lo que se debe de sentir siendo la única chica rubia en Egipto o algo por el estilo. Y tuve la espantosa sensación de que todos me miraban: no está bronceada, no es rubia, no es guapa, ¡ignorémosla! Lo único que hice en esos primeros días fue fumar Export As sin parar y mirar el suelo y sentir ganas de volver a Camden. No estoy segura de cómo se adapta una aquí. ¿Poniéndose morena? ¿Tiñéndose el pelo de rubio? Sé que parecerá paranoico, pero la verdad es que siento hostilidad por todas partes. Me estoy acostumbrando a ella, sin embargo.
Mis abuelos se alegraron mucho cuando me vieron. No son unas personas que manifiesten sus emociones, pero siempre he sido su meta favorita y se mostraron de verdad encantados. Camino de su casa, mi abuelo, que estaba tan moreno y tan sano que resultaba decididamente raro, me dio golpecitos en la mano y dijo: «A partir de ahora cuidaremos de ti… no te faltará nada», y no parecía que estuviese de broma.
La semana pasada estuve casi siempre haciendo turismo y asistiendo a fiestas y tratando de recuperar el sueño perdido. Pasamos un día en Disneylandia, que fue un viaje de verdad. Había visto fotos del sitio, pero deja que te diga una cosa, Sean: verlo es algo completamente distinto. El ayudante de mi abuelo sacó algo así como veinte rollos de fotos: yo al lado de Mickey Mouse (sintiéndome completamente estúpida), yo delante del Matterhorn, yo mirando pensativamente la Montaña Espacial, un pervertido vestido de Pluto acercándoseme (desagradable de verdad), yo con la Casa Encantada al fondo, etc. etc. etc. Me perdí en Disneylandia, que es bastante molesto. El sitio es un poco más pequeño de lo que yo esperaba, pero es maravilloso. También fuimos a cuatro museos de cera y luego anduvimos arriba y abajo en coche por Sunset Boulevard (Los Ángeles de noche es precioso). De hecho, la vida nocturna es intensa de verdad.
El viernes por la noche salí con una pareja, el señor y la señora Fang (ella es ejecutiva de la Universal y él productor de discos), a un club muy selecto, y bailé y me emborraché y me divertí mucho. ¡Y yo que había pensado que no tendría mucha vida social! Esta pareja y yo nos hemos hecho grandes amigos y él prometió presentarme a su hermana, que tiene más o menos mi edad y estudia en Pepperdine, la próxima vez que vaya a Malibú con ellos y todos sus amigos. Incluso me van a dar la llave del ático que tienen (bueno, en realidad es sólo de él) en Century City para que pueda quedarme siempre que quiera perder de vista a mis abuelos. También quieren que les acompañe la próxima vez que vayan a Springs (que es como llama todo el mundo a Palm Springs).
La ciudad, sin embargo, es tranquila. En especial comparada con Nueva York. Y todo parece muy limpio y se mueve con mucha mayor lentitud, de un modo nada tenso. Pero con todo, aquí no me siento segura. Me siento vulnerable… estoy en un ambiente muy abierto. Pero mis abuelos me aseguran que es bastante seguro y que ellos viven en la mejor parte de Bel Air, de modo que no me tengo que preocupar. Da igual, estoy tan acostumbrada a mi cómoda existencia en Manhattan-Camden que estar aquí parece una auténtica conmoción. Miro a todas estas personas que pasan: los hombres bronceados, guapos, sanos, y las mujeres tan elegantes, y todos conducen Mercedes y resulta difícil de describir.
En conjunto me siento más contenta y más libre de lo que me he sentido en mucho, mucho tiempo. Y me alegra haber venido. Creo que es algo que me va a sentar increíblemente bien. Creo que hice bien en no terminar el trimestre y venir aquí.
«Estoy a un millón de millas de distancia», cantan los Plimsouls en la KROQ y tengo que pensar que a veces las canciones resultan misteriosamente apropiadas. Pues la verdad es que me encuentro muy lejos de todo. Pero es una sensación agradable. Voy a estar aquí hasta febrero, así que no volveré a clase hasta marzo. Voy a ayudar mucho a mi abuelo en los estudios y a leer guiones y cosas así (estoy muy emocionada) y supongo que iré a Malibú y conoceré Palm Springs (me encanta que haya un par de sitios a los que pueda ir si alguna vez me canso de Los Ángeles, aunque ni siquiera me lo puedo imaginar). Bien, espero que me contestes. Me encantaría saber de ti. Sería una gran alegría.
Te quiere,
Anne
9 sept. 1983
Querido Sean:
¡Hola! Hoy pensé cómo estarás allá en Camden. Pasando el rato en el café, fumando sin parar, saltándote las clases. ¿Te sigue yendo todo bien o «aguantar bajo mínimos» es una frase todavía adecuada? Que me preocupe por ti es algo bastante idiota, pero en cualquier caso me preocupo por muchas cosas; por eso no queda forzosamente fuera de contexto. Bueno… ¿cómo te va? ¿Qué tal al volver a iniciar las clases? ¿Con quién andas por ahí? ¿En qué asignaturas te has matriculado? ¿Sigues llevando puestas casi siempre tus Wayfarer? (Yo las llevo puestas a todas horas.) ¿Ha cambiado algo? ¿Estás bien? Como puedes ver, no paro de hacer preguntas, Sean. De verdad, de verdad que espero que me escribas. Siento terriblemente que te haya molestado que me enamorase de ti. Me quedo tan atrapada en las cosas que sencillamente pierdo la perspectiva. Pero antes incluso de enamoriscarme de ti me gustabas mucho, y me molestaría muchísimo perder tu amistad porque… bueno, por lo que sea. Sé que no nos conocemos demasiado bien uno al otro y que como estábamos tan ocupados en Camden nunca pudimos hablar mucho. Todavía espero que tú y yo podamos conocernos bien. Supongo que lo que quiero decir es que hay muchas cosas tuyas que quiero saber. No sé. Quisiera que me escribieses.
Todavía lo paso bien. Por lo menos creo que lo paso bien. Me siento tan relajada que es difícil asegurarlo. Ahora estoy sentada junto a la piscina. Ya estoy empezando a ponerme morena, y aunque no te lo creas, ¡he dejado de fumar! Me estoy volviendo una persona sana. ¿Te lo puedes, bueno, como creer, totalmente? (una muestra de la jerga de Los Angeles).
Te quiere,
Anne
P.S. ¿Recibiste mi última carta? Escríbeme, por favor.
24 sept. 1983
Querido Sean:
Hola. (?) Me da como vergüenza escribirte porque supongo que estás cabreado conmigo o algo. ¿ Lo estás? Debe de haber sido por algo que dije en la última carta. ¿Piensas que me dejé llevar por el entusiasmo? Creo que lo entiendo, supongo. Tiendo a ser excesivamente entusiasta. Sé que podrías haberme escrito y decirme que cortara y que habría estado bien.
Por favor, Sean, hazte cargo de que esto me resulta duro. ¿Puedes perdonarme lo que he hecho, sea lo que fuere? Dios santo, imagino que en marzo vuelvo a Camden y te veo y me siento toda confusa y no sé qué hacer. Y a lo mejor tú ni siquiera hablas conmigo o algo parecido, algo igual de horrible. ¿No podrías escribirme y explicármelo todo? Por favor. Por favor.
Total, que estoy sentada junto a la piscina en esta casa enorme de Palm Springs. Es a última hora de la mañana y durante las últimas horas no he hecho más que estar sentada al sol y mirar las palmeras. Siento la tentación de darme un baño o tumbarme junto a la piscina y emborracharme o hacer cualquiera de las innumerables cosas decadentes que se hacen en Palm Springs. Pero siento demasiada pereza y la idea de relacionarme con estas odiosas personas tan morenas me llena de miedo. De verdad, justo ahora en la casa están las personas más estúpidas del mundo: ejecutivos maduritos de los estudios, con canutos colgándoles de los labios y encendedores de oro que tienen sólo para estas ocasiones. Rubias idiotas que apestan a aceite bronceador y a sexo. Viejas ricas con jóvenes atractivos (que por algún motivo, son todos gay). Miré en las estanterías de libros de esta casa y quedé muy confusa al encontrar todos esos libros pornográficos con títulos como El rancho del semental y Conos calientes en el Rancho Gestapo. Repugnante, ¿verdad?
Hace como una semana estaba sentada en el club nocturno más elegante de Los Ángeles con unos cuantos amigos y el disc jockey ponía a Yaz y Bowie y estaban conectados unos vídeos y yo llevaba tres gin tonics encima y me di cuenta de que da igual donde esté, porque siempre es lo mismo. Camden, Nueva York, Los Ángeles, Palm Springs, en realidad, parece que no importa. A lo mejor debería molestarme pero de hecho no me molesta. Lo encuentro tranquilizador o lo que sea. Hay un patrón al que me he acostumbrado y me gusta. ¿Me sienta bien? ¿Será así el resto de mi vida? ¿El resto del tiempo en Los Ángeles? No lo sé. Lo único en lo que pienso es que nada va a cambiar de la noche a la mañana y que lo mejor que puedo hacer es seguir intentándolo. Esto puede sonar como a que soy desgraciada o estoy deprimida, pero no es cierto. Estoy menos tensa y más contenta de lo que lo he estado en años. Llevo un mes lejos de Nueva York (todavía lo echo como de menos) pero eso le ha hecho maravillas a mi psique. No puedo decir que haya vuelto a ser la chica idealista de hace cinco años, pero estoy mucho menos deprimida y me noto mucho menos desesperada y confusa. Las cosas son como más fáciles. Creo que tenías razón cuando me dijiste aquella noche que yo debería «dejar este jodido infierno e ir a Los Angeles» (¿te acuerdas de eso?, estabas muy borracho). Tu consejo era bueno. Bueno, si no vuelvo más feliz, volveré sin duda más sana. Me ha dado por la manía de la comida sana que hay aquí. Y tomo vitaminas sin parar.
¿Qué puedo contar de la vida con mis abuelos? Son una pareja completamente normal y son encantadores de verdad conmigo. Me compran todo lo que quiero (debo admitir que aquí no me importa que me mimen y me malcríen). Parece que les encanta comprarme cosas y llevarme a restaurantes. Lo más agradable es que no esperan demasiado por mi parte, de modo que probablemente no les pueda decepcionar.
Me parece que esta temporada me estoy volviendo más filosófica, en especial aquí, en el desierto de las afueras de Los Ángeles. O a lo mejor sólo es una táctica para sobrevivir. Una cosa que estoy aprendiendo es a no esperar demasiado de las personas. Si uno espera, siempre te decepcionan. Y la verdad, no hay ninguna necesidad de sentir esas cosas. Por supuesto que todavía cometo un montón de errores, pero voy aprendiendo. «¡Ajá! – estarás pensando-. Apuesto lo que sea a que se refiere a mí.» Bien, pues a lo mejor tienes razón. Las cartas son un modo curioso de revelar cómo es una persona. Como no estoy segura de lo que piensas, lo único que puedo hacer es escribirte y esperar que no hagas pedazos mis cartas. ¿Las rompes? A lo mejor podrías meter una hoja de papel en tu máquina de escribir y teclear «Para de una vez» y mandármela (tienes mi dirección en Los Ángeles, ¿verdad?). ¿Tienes máquina de escribir? No soy insensible a las negativas definitivas aunque lamente perder tu amistad (somos amigos, ¿verdad?). Me parece que tengo la virtud de hacer que las cosas se compliquen. ¿Hago que sientas que las cosas son complicadas e incómodas entre nosotros? Sería espantoso. ¿No podríamos ser amigos sencillamente y olvidar lo que resulta complicado e incómodo? A lo mejor estoy siendo estúpida o simplista por creer que las cosas puedan ser tan fáciles, pero ¿por qué no?
De todos modos, ¿cómo estás? ¿Van bien las cosas ahí, en New Hampshire? ¿Con quién te ves? ¿Cómo pasas el tiempo? ¿En qué piensas? ¿Todavía pintas? Siento curiosidad por tus impresiones de ahora sobre ese sitio. ¿Cómo ves las cosas? ¿Cuál es tu estado de ánimo después de tres trimestres ahí? Por favor, escribe y cuéntamelo.
Acabo de ir a la cocina a por una Perrier y oí que un productor gordo y viejo le decía a un joven que se parece sorprendentemente a Matt Dillon que le desea y le necesita. ¿Por qué no me sorprende eso? Llevo mucho tiempo en Los Ángeles, Sean. Ya no me sorprende nada (!). ¿Me escribirás?
Te quiere,
Anne
29 sept. 1983
Querido Sean:
¿Recibiste mi última carta?
Mi abuelo se emborrachó mucho ayer por la noche y me dijo que todo está en decadencia y que estamos llegando al final de algo. Mis abuelos (que no son las personas más inteligentes del mundo) sienten que vivieron en la Edad de Oro y me dijeron que les alegra tener que morir cuando les llegue la hora. Ayer por la noche mi abuelo me dijo, después de una botella grande de Chardonnay, que tiene miedo por los niños y que tiene miedo por mí. Fue la primera vez que sentí que era sincero. Pero él quería decir eso de verdad. Y una mira a su alrededor y ve en la tele a todos esos pobres chicos de Beirut o Líbano o de donde demonios sean y oye cosas de esos traficantes de drogas a los que mataron a puñaladas en las colinas la noche pasada. Tengo que darle la razón hasta cierto punto. Tengo la sensación de que la gente se está volviendo menos humana y más bestial. Parece que siente menos y piensa menos, de modo que todo el mundo opera a un nivel muy primitivo. Me pregunto lo que veremos tú y yo durante nuestra vida. Parece que no haya ninguna esperanza aunque debamos seguir intentándolo, Sean (ya te he dicho que últimamente me estaba volviendo más filosófica). Supongo que podremos evitar ser un producto de nuestra época, ¿verdad? Contéstame, por favor. ¡Todavía te diviertes al sol!
Te quiere,
Anne
11 oct. 1983
Querido Sean:
¿Recibiste mis cartas anteriores? Ni siquiera estoy segura de si las recibiste. No dejo de escribirte cartas y de mandártelas y tengo la sensación de que las meto en botellas y las lanzo al Pacífico desde Malibú.
¡No consigo creer que lleve aquí mes y medio! Mis abuelos me dijeron hace unos días que les gustaría mucho que me quedara aquí durante un año. ¡No tuve valor para decirles que preferiría estar encerrada con llave en la Galleria durante todo un año! Sí, me gustaría largarme de aquí. He tenido más aventuras y he aprendido más sobre el mundo de lo que creía posible. Los Ángeles es un sitio estimulante y ya no estoy deprimida. Pero hay una diferencia entre estar de visita y quedarse a vivir aquí. No creo que pudiera estar aquí para siempre. Los Ángeles es como otro planeta. Me refiero a todos esos miles de surfistas rubios, de ojos azules, bronceados, con unos cuerpos perfectos que andan por la calle, camino de la playa, o van dentro de sus Porsches nuevos a cabalgar las olas (todos ellos colocados) y las mujeres guapas, mayores, oyendo la KROQ dentro de sus Rolls-Royce negros tan largos, tratando de encontrar sitio para aparcar en Rodeo Drive, no sé, pero todo me parece un poco raro. Y estoy como cansada de ir a los mismos clubes noche tras noche y tumbarme junto a la piscina esnifando esta coca increíble. (Sí, he probado algo de polvo blanco, todo, absolutamente todo el mundo hace lo mismo aquí y tengo que estar de acuerdo con ellos: es indudable que hace que los días pasen más deprisa.) Me gusta y no está nada mal pero no sé cuánto lo podré soportar. Cada día parece exactamente igual que el día anterior. Todos los días parecen el mismo. Es raro. Es como verte a ti mismo en la misma película, pero con una banda sonora distinta cada vez que la ves. Si me vieras aquí en el Voila's o el After Hours de Los Angeles, probablemente me dirías que tú le dijiste a Kenneth cuando él te preguntó (¡Le dije yo que te lo preguntase!, ¡sorpresa!) lo que pensabas de mí y tú dijiste «Es una chica muy triste y amanerada». (No te sientas molesto, no te lo echo en cara. Te perdono, con que no te preocupes.) Bueno, eso sólo es parte de mi vida en Los Ángeles.
El tiempo que paso en los estudios es mucho más interesante y estimulante. He conocido a muchísimos actores y actrices famosos en este mes y pico. Mi abuelo parece conocerlos a todos. Debo de haber asistido a un millón de proyecciones. Y les he echado un ojo a muchísimos más guiones. Además, utilizo bastante «la jerga de los estudios» y empiezo a enterarme de cómo van las cosas. Es todo muy estimulante.
Sé que debería hablarte de este sitio, pero no consigo realizar un relato coherente. No tengo una base bastante firme para describirlo. No es que en realidad haya demasiadas cosas que asimilar o ver. Lo que pasa es que no tengo suficiente tiempo, con todas las fiestas y las proyecciones y mi trabajo en los estudios y todo… A propósito, ¿cómo van tus cuadros? ¿Todavía pintas? Sé que estás ocupado y que no estás obligado si no te apetece pero me encantaría que me mandases un poema o un dibujo o algo que hayas hecho últimamente, pero lo que más deseo es que te sientas tan feliz y tan sano y tan realizado como me siento yo. Y si tu vida no es demasiado turbulenta me encantaría recibir carta tuya. Aunque sólo fuera una.
Te quiere,
Anne
22 oct. 1983
Querido Sean:
Estoy en el ático de unos amigos, en Century City. Es como a última hora de la tarde y me siento muy relajada. Me dieron un Dalmane (creo que lo escribo bien) porque me dolía la cabeza y me dijeron que me sentaría estupendamente. Ahora me siento muy cómoda y relajada. Es la primera vez que recuerdo, desde que era niña, sentirme tan alegre y contenta de estar donde estoy. No sé si habrás probado algo así alguna vez, pero yo siempre me he sentido enseguida muy incómoda e impaciente con todo. Me aburría y me irritaba y sólo podía pensar en términos de futuro (puede que igual a como tú te levantaste de repente aquella noche cuando estábamos sentados en el café y me miraste y de pronto te marchaste). Siempre me he sentido nerviosa, como si no pudiera estar demasiado tiempo en el mismo sitio. Pero ha cambiado algo. De modo totalmente rad (abreviatura de «radical»), como decimos por aquí.
Esto no va a ser una carta de verdad porque vamos a salir a cenar pronto porque alguien reservó una mesa en Spago y nos iremos dentro de una hora o de hora y media, me dicen. Resumiendo, lo que te quiero decir básicamente es que pienso en ti y espero que estés bien. ¿Lo estás? ¿Me escribirás? Quiero saber de ti. Por favor.
Te quiere.
Anne
29 oct. 1983
Querido Sean:
Hay algo voluptuoso y maravilloso en el hecho de vivir en Los Ángeles. Siento que quisiera vivir para siempre. Todos los días hay una nueva aventura, una nueva persona con la que hablar, diferentes cosas que mirar cada noche. Es la primera vez que he sentido que me encuentro conmigo misma o algo así. Me siento relajada incluso en los peores momentos. A veces me noto sola, pero esos momentos son escasos comparados con los otros.
Aquí me relaciono con personas que no están tensas ni cansadas porque nadie exige mucho desgaste emocional. Están a salvo, pero no se dan cuenta de que son superficiales. No lo son. Me refiero a que claro que a veces me siento ansiosa y deprimida, pero por otra parte siempre hace sol y la piscina siempre está limpia y caliente de modo que nunca hace frío y me alegra estar acompañada de gente al aire libre.
Parte de esto tiene que ver con las personas con las que paso el tiempo. Todas están vivas y resultan interesantes y divertidas. Muchas de ellas trabajan en la industria discográfica o en los estudios y todas son personas lo bastante mayores como para darse cuenta de que no quieren que sus vidas se pierdan en el vacío. Parecen ofrecer su apoyo y me dan consejos a partir de su propia experiencia.
Bien, ¿has recibido todas mis cartas? No consigo recordar cuántas te he mandado, puede que cuatro o cinco. Ni una sola carta tuya, Sean. Estoy sorprendida. No, sólo era una broma. No estoy sorprendida, de verdad que no, supongo. Me hago cargo de que tu estado de ánimo puede ser tal que no te apetezca escribir. Pero mira, me gustaría saber cuál es ese estado de ánimo.
Te quiere,
Anne
10 nov. 1983
Querido Sean:
¿Cómo estás? Tu prolongado silencio no me ha hecho perder los nervios (¿debería?). Imagino que tu vida es como es y puedo entender perfectamente que no tengas energías ni ganas de escribir. Pero espero que no te importe el alud de cartas por mi parte.
Me resulta interesante que yo quiera escribirte. Podría contarte todos los detalles de mis aventuras sexuales y presumir de mis últimas conquistas. Pero esas cosas me parecen bastante idiotas. Me refiero a que suena a moderno, pero que en realidad es terriblemente poco original. Al cabo de un tiempo suena a, ¿y qué? Las drogas y el alcohol y el sexo son bastante vulgares (bueno, aquí puede que resulte un poco más llamativo, pero sigue siendo vulgar) sea donde fuere. Para mí han perdido encanto. Resulta divertido pero a eso se reduce todo. No sé en qué estado emocional te encuentras ni cómo te va la vida o cuánto karma tienes, pero me siento bastante bien donde estoy. Me refiero a que aquí hay como una diversión que acecha constantemente al conocer a todos estos chicos absolutamente atractivos (son estúpidos pero son tan guapos… ¿Celoso? No lo deberías estar) y en ir con todos esos chicos ricos y consentidos de Beverly Hills a los clubes o a la playa y dormir el día entero gracias al Valium, vestirse, pasar la noche entera bailando y bebiendo o lo que sea en casa de alguien en lo alto de Mulholland. Todo eso es divertido pero es también aburrido. Sin embargo, conocí a un chico…
Es jefe de producción de unos estudios de aquí y nos presentaron en una de las famosas fiestas de mi abuelo y nos hicimos amigos. Tiene un Ferrari 308-GTB y fuimos al desierto, a Palm Springs, y llegamos a su casa y hablamos. Sean, es un hombre fascinante. Se llama Randy y tiene treinta años y sale con una modelo que está en Nueva York esta semana para hacer una sesión de fotos y ha estado en todas las partes del mundo. Como decimos aquí: un intelectual total, muy distanciado y existencial en el mejor sentido de la palabra. Se lo conté todo de mí y de Nueva York y Camden, de mi vida, y le dejé que leyera algunos de mis relatos. Le gustaron pero fue lo bastante sincero como para decirme que no creía que fueran muy comerciales. De todos modos me dijo que le encantaría leer más cosas mías. También me dijo que conoce a tres vampiros que viven en Woodland Woods, pero aquí una aprende a aceptar lo bueno y lo malo.
Randy sólo es una de las muchas personas interesantes de aquí a las que he conocido.
Acabo de leer un guión fabuloso. Una nueva versión de El extranjero de Camus en la que Mersault es un punkie bisexual que baila break. Me lo enseñó Randy. Me encantó. Randy considera que «básicamente, no se puede rodar» y que filmar una naranja rodando por un aparcamiento durante tres horas atraería a más público.
Bien, espero que me escribas, pero si no me escribes… bien, ¿qué puedo decir?
Te quiere,
Anne
20 nov. 1983
Querido Sean:
Tengo que contarte más cosas de Randy (¿recuerdas?, el ejecutivo de los estudios). El y yo fuimos a su casa de Mulholland, y nos sentamos en su patio a ver la puesta de sol. La Luna estaba llena y ya visible mientras se ponía el sol. Todo estaba muy quieto y lo único que había éramos Randy y yo y su Ferrari, el viento, el Jacuzzi, los intensos colores del cielo. Compartimos un canuto (sí, fumé un poco) y pensé en lo encantador y relajante que era estar lejos de todo y de todos. Me ayuda a pensar con claridad, a tener las cosas más claras. En especial en Palm Springs, donde estoy completamente rodeada por el desierto, es tan reconfortante. Te lo puedes imaginar. No estoy muy segura de que haya una explicación psicológica para eso. Pero me siento muy tranquila, totalmente en paz, completamente relajada. Y creo que además ayudo a Randy. Cuando él dice que se siente vacío y perdido, yo le digo que no se sienta así y parece entenderlo. He escrito algunas cosas más y cuando no está cansado las lee y lo único que dice es que resultan un poco más comerciales que las anteriores y que probablemente funcionarán en el mercado extranjero. Son unas críticas constructivas, ¿verdad? Creo que la mayor parte de las veces tiene razón.
Randy me ha ayudado mucho en los dos últimos meses. Me hace estar menos a la defensiva. Ha viajado mucho, ha experimentado muchas cosas y ha leído mucho más que yo. Me fío de sus opiniones. De hecho es el mejor amigo que tengo aquí. La persona a la que le confío todo. Es un poco extraño, aquí estoy, en Los Ángeles, y mi mejor amigo es un ejecutivo de los estudios que tiene treinta años. ¿Verdad que es extraño?
Oye, cuídate y si encuentras algo de tiempo libre, me encantaría saber de ti. A propósito, si quieres puedes llamarme a casa de mis abuelos (213-275-9008) o a los estudios (sólo tienes que preguntar por Arme) o a casa de Randy (986-2030; no viene en la guía). Espero que te apetezca.
Te quiere,
Anne
27 nov. 1983
Querido Sean:
¡Hola! Estoy en un bungalow del Beverly Hills Hotel visitando a unos amigos de Randy. Estas últimas noches han sido las que he dormido mejor desde que estoy en Los Ángeles (estuve tomando tranquilizantes durante un tiempo y, la verdad, me jodió los hábitos de sueño). Hoy no he hecho nada excepto ver la MTV y estar tumbada junto a la piscina. Les dije a Randy (te acuerdas de Randy, ¿no?) y a otras personas que saldría a cenar con ellos esta noche pero no pude. Oh, querido, qué vida ésta. Te diré que he estado mintiendo con respecto a mi edad. Aquí todos parecen tan jóvenes, son tan jóvenes, que he empezado a sentirme vieja de modo que le digo a todo el mundo que tengo diecisiete o dieciocho años (tengo veinte). Randy cree que tengo dieciséis. ¿A que no te lo crees? Muchas veces tengo que decirme a mí misma, sí, Anne, ya estudias segundo en la universidad. Es curioso y un poco confuso pero supongo que no es muy importante. Bueno, ahora me tengo que ir. ¿No me vas a mandar una carta? ¿Una nota? Por favor.
Te quiere,
Anne
30 nov. 1983
Querido Sean:
Conque aquí estoy, escribiéndote otra vez. Este fin de semana van a ir a Palm Springs muchas personas. Es como muy difícil decir que no. Soñé contigo hace unas noches. (Yo y mis extraños sueños. ¿Te acuerdas del que te conté el trimestre pasado? Me interesó tanto que tomé nota de él para un trabajo de psicología de hace dos trimestres. No te preocupes, no menciono ningún nombre. ¿Por qué no te conté éste en su momento? Probablemente porque pensé que te desconcertaría.) El sueño era muy extraño. Tú estabas viviendo en Los Angeles y los dos éramos mucho mayores y me invitabas a la fiesta de tu cumpleaños y yo tenía que ir en avión desde algún sitio y tenía un viaje terrible. El resto del sueño era sobre la fiesta. Todos los que estaban en ella eran viejos y resultaba deprimente porque ninguno había cambiado y aunque era maravilloso verte y que fueras tan simpático como siempre, me sentía rara y fuera de lugar y odiaba a todo el mundo. En realidad no los odiaba pero no los podía soportar.
Sean, estoy pensando seriamente en quedarme aquí un poco más. He olvidado cómo son Nueva York y Camden y he olvidado muchas caras de allí y no sé si me atrevo a volver. Probablemente no me quede aquí pero he pensado en ello. Me da miedo ver a esas personas a las que llamaba amigas. Prefiero quedarme aquí y no, como decías tú tantas veces, «enfrentarme a ello». Aquí todos llevan unas vidas interesantes y emocionantes, y volver me parece decepcionante. (Dios santo, esta carta es tremendamente confusa, me pregunto si le encontrarás algún sentido. Si la encuentras ininteligible, prométeme que serás tan amable como para pasarla por alto, ¿vale?)
Bien, aquí todo es estimulante e interesante. Los Ángeles (como de costumbre) es muy divertida. Me he introducido de verdad en la vida social. (¡Conocí a los Duran Duran! Fue tan emocionante que casi me muero, de verdad.) He estado viendo a muchos chicos ingleses muy agradables. (Aquí hay muchos chicos ingleses, no me preguntes por qué.) Todos son jóvenes de verdad y están muy morenos y trabajan en las tiendas de Melrose. Randy es amigo de muchos de ellos. Uno de ellos, con el que Randy anda en particular, es Scotty, al que conocí en casa de Randy el otro día. Tiene diecisiete años y poderes psíquicos y trabaja en Flip y está lleno de energía y probablemente sea la persona más guapa que haya visto nunca. Ya planeamos ir juntos a la playa y a Springs y a algunas fiestas.
También soy amiga de la novia de Scotty, Christie (que a Randy no le gusta; a Christie tampoco le gusta Randy), que es modelo (ha salido en cinco anuncios de vaqueros Levi's y en un vídeo de ZZ Top, es muy atractiva: la reconocerías si la vieras).
Christie pasa mucho tiempo en Los Ángeles y en Nueva York (prácticamente vive en las dos costas). Es medio alemana y muy, muy dulce. Y luego está Carlos, que es el «confidente» de Randy. Tiene unos dieciocho años y es fascinante y trabaja de modelo de trajes de baño en International Male. Siempre está borracho y tratando de contar chistes. Básicamente es un liante. Carlos se está convirtiendo una de las personas de aquí a las que me siento más próxima. Además cree que soy una rubia increíble y tiene mucho Valium y practica una nueva especie de vudú que aprendió en Bakersfield.
En cualquier caso, siempre estoy muy ocupada. Voy a clase de aerobic con Christie por la mañana y también voy mucho a la playa, para ponerme más morena todavía. En realidad no he ido mucho por los estudios. He bailado sin parar y he tratado de escribir.
Ayer Randy estaba fastidiado por algo, de modo que cogimos su Ferrari y fuimos a Springs y él hablaba sin parar de sí mismo, ¿te das cuenta? Me dijo: «Quiero morir, quiero que todo termine», y cosas así. Bien, yo le enseñé unos leotardos nuevos que había comprado y le animé un poco y ahora todo va bien, pero aquello me sacó un poco de quicio. Bien, pues volvimos a Los Ángeles y fuimos a la playa y vimos la puesta de sol y todo resultó estupendo. Randy ha dejado de hablar de que se siente como si se estuviera desintegrando. (Sí, desintegrando, raro, ¿no?) Por favor, por favor, te lo suplico, escríbeme. ¿De acuerdo, Sean?
Te quiere,
Anne
5 dic. 1983
Querido Sean:
Apuesto lo que sea a que no supones quién te vuelve a escribir. Sí, soy yo otra vez. ¿Te importa? He tenido un día muy complicado y necesito relajarme un poco. No me apetece leer o ser creativa. Sólo quiero contar lo que pienso o algo así.
Un típico sábado. Me levanté tarde y compartí un canuto con Randy y Scotty que durmieron juntos fuera, mientras yo dormía en el piso de arriba, en la cama de Randy. Luego vimos la MTV durante mucho tiempo y luego fuimos a la playa y después de eso salimos a ver cómo rodaban el nuevo vídeo de Adam Ant, en Malibú, estaban los English Prices. Fue algo tremendo. Luego estuve en clase de aerobic y luego Randy y yo tomamos un par de copas y volvimos a ver la MTV. Y luego tratamos de dormir. Algunas noches ponemos todos los discos nuevos que a Randy le mandan por correo. Recibe todos los ejemplares de promoción de todos los malditos discos que se editan. Es tremendo. Y a veces los oímos. Lo que sea con tal de quitarle a Randy de la cabeza su manía de suicidarse. Ha vuelto a darle por ahí, Sean. Eso me asusta. Bien, dentro de media hora volveré a clase de aeróbic. Escríbeme, por favor.
Te quiere,
Anne
7 dic. 1983
Querido Sean:
Llovió por primera vez desde que estoy aquí. La temperatura bajó a veinticinco grados y llovió. Randy y yo haraganeamos por casa y leí unos guiones y vi la MTV. Conocí a Michael Jackson en una fiesta en Encino. Fue algo estupendo. Todavía estoy preocupada por Randy. Randy cree que le voy a dejar. Habla sin parar de que aquí todos están de paso, que no existen razones concretas para estar aquí. Randy le dio una paliza a Scotty y sólo deja que nos quedemos Carlos (que ahora es astrólogo) y yo en esta casa. Me parece que llevo aquí muchísimo tiempo. Mis abuelos no parecen notarlo o no les importa. Esto suena a como si no estuviera animada. Pero lo estoy. Todavía me divierto. Escríbeme. No he recibido ni una carta tuya, Sean. Escribe, por favor.
Te quiere,
Anne
10 dic. 1983
Querido Sean:
De nuevo he sentido la tentación de escribirle una carta a alguien del este. En este momento estoy tumbada en la cama de Randy porque hace un calor tan jodido que es imposible hasta pensar en hacer otra cosa. Fumar una maría buena de verdad y ver vídeos. Nada nuevo, ¿verdad? Pero me gustan los días así. Espero que duren para siempre. Diciembre es el mejor mes para las fiestas (o eso he oído) en Los Ángeles. El fin de año se acerca, con todas las promesas y esperanzas de un nuevo año que llega entero. Piensa en cuántas cosas cambian en sólo un año. Dios santo. Cuando pienso en lo que estaba haciendo en diciembre del año pasado y lo comparo con esto, resulta difícil imaginar que yo era la misma persona que ahora. Gracias a Dios, el tiempo pasa. Randy todavía está pasando una temporada difícil. Todavía se siente «en el limbo». Ahora está tumbado a mi lado. Bueno, en realidad él está en el suelo y yo en la cama. Carlos está afuera, tratando de tomar el sol que queda. Yo me ocupo de Randy lo mejor que puedo. Está adelgazando mucho. Ahora Randy se está riendo. Espera… muy bien, ahora parece mejor. Oh, Sean, no sé si voy a volver a Camden. La idea de volver con todos esos pseudointelectuales me parece espantosa. No creo que lo pueda soportar. De hecho no hay motivo para que vuelva a la universidad. Me refiero a que me encantaría muchísimo verte. Pero volver a New Hampshire me parece como un mal viaje.
¿Te gustaría que te mandara algo? ¿Qué tal una buena cantidad de Valium? (aquí todo el mundo parece tenerlo). No, no quiero contribuir a alimentar tu drogadicción (ja ja). Randy parece tener de todo. Cosas de las que ni siquiera sé los nombres (la gente de Los Ángeles no se priva de pastillas).
Todos (Randy, Carlos, un tipo que se llama Wallace el Roachclip y yo) pensamos ir a Palm Springs por Navidades. Depende de cómo se sienta Randy. Mis abuelos quieren que me quede con ellos, pero no sé si voy a ir. Puede que sí y puede que no.
Parece tan fácil estar aquí, en Los Ángeles, y entrar en la industria discográfica o trabajar en los estudios de mi abuelo (todavía no lo sé, aunque el mes pasado no anduve mucho por allí). Pero mis abuelos la verdad es que no notan mi ausencia. Los dos son adictos a los tranquilizantes. Hace poco descubrí que le pegan sin parar al Librium. Carlos acaba de entrar. Carlos dice «hola» y pregunta si eres guapo. ¿Qué crees que le dije? Nunca lo sabrás.
Cuando recibas esta carta tendré 21 años, o 18, depende de quién pregunte. ¿Dónde estaremos dentro de diez años? Me pregunto qué va a pasar entonces. Me pregunto qué está pasando ahora.
A un amigo de Carlos lo encontraron muerto en un cubo de basura en Studio City. Le habían pegado un tiro en la cabeza y lo habían despellejado. Espantoso, ¿no? Carlos no parece muy triste, pero es una persona muy fuerte de modo que no me sorprende. Carlos se limitó a poner un vídeo nuevo. Hemos estado viendo La noche de los muertos vivientes y El regreso de los muertos vivientes. ¿Las has visto tú? Randy las pone a todas horas. Las he visto un montón de veces desde que estoy aquí. Las dos son divertidas de verdad. Carlos trata de despertar a Randy para que vea la película. Carlos dice que Los Ángeles está lleno de vampiros. Yo tomo Valium.
Oye, Sean. He decidido que no voy a escribirte más a no ser que me contestes. No te lo voy a rogar más. Si no me escribes, no te volveré a escribir. Conque escríbeme.
Te quiere,
Anne
26 dic. 1983
Querido Sean:
Acabo de releer el borrador de esta carta y me he dado cuenta de que no dice nada de lo que está pasando en concreto. Lo siento, parezco incapaz de escribir una carta llena de noticias. Las descripciones me aburren, supongo, y lo mejor que sé hacer son estos borradores, que puede que para ti carezcan de sentido. ¿Cómo te va todo? ¿Qué tal las Navidades? Espero que lo hayas pasado bien. Ahora estoy en casa de Christie, sentada al lado de la piscina. Antes anduve de tiendas y compré unos pendientes, dos pares de zapatillas, una bolsa de naranjas y luego almorcé con una persona de los estudios que me pasa droga, luego hice pis en una maceta.
Randy sufrió una sobredosis hace una semana (creo que fue hace una semana). Bueno, por lo menos de eso es de lo que dicen que murió. Todos me dijeron que Randy tuvo una sobredosis, pero Sean, yo vi la habitación donde le encontraron y había mucha sangre. La había por todas partes. Había sangre en el techo, Sean. ¿Cómo puede haber sangre en el techo si tienes una sobredosis? Y en cualquier caso, ¿cómo puede llegar hasta allí? (Scotty dice que sólo si explotas.) Bien, fui a la playa con Lance (un punkie atractivo de verdad que trabaja en Poseur, en Melrose) y Lance me dio Seconal, que me ayudó mucho. Ahora me siento mucho mejor. De verdad.
Estuve hablando con mi madrastra sobre quedarme aquí. No quiero vivir con mis abuelos sino en casa de Randy (ya está limpia del todo, así que no te preocupes) con Carlos. Y también tengo el Ferrari de Randy, de modo que no me he quedado sin nada. Pero todavía nada es definitivo. No he pensado demasiado en ellos. ¿Vas a escribir?
Te quiere,
Anne
29 enero 1984
Querido Sean:
¿No parece que hace muchísimo que no te escribo? Supongo que ya no me apetece. Bueno, todavía sigo viva, de modo que no te preocupes. ¿Puedes creer que de hecho me quede aquí? ¿Que lleve aquí cinco meses? Dios santo. Bien, supongo que en otoño no voy a volver a Camden. Me he acostumbrado a las cosas de aquí. He andado mucho en coche y a veces voy a los estudios. A veces voy a Palm Springs. Por la noche no hay ruido.
Estoy colaborando en un guión con un tipo que conocí en los estudios que se llama Tad. No puedo hablar mucho del guión pero es sobre un campamento de verano y una serpiente enorme y da miedo de verdad. (A lo mejor te mando una copia.) Tad es un artista de verdad (pinta unos murales fantásticos en Venice) pero quiere escribir guiones de cine. Hace semanas que a Carlos no le ha visto nadie. Lo último que oí es que estaba en Las Vegas, aunque otra persona me dijo que encontraron sus dos brazos dentro de una bolsa en La Brea. Iba a escribir el guión conmigo. Le he enseñado una parte del guión a mi abuela. A ella le gustó. Dijo que era comercial.
Te quiere,
Anne
–Dios santo, Sting es muy atractivo -dice Christie con un gemido, o a lo mejor se trata de Randy.
Christie da otra calada al canuto, se tumba boca abajo y mira a Martin. Pero Martin se limita a asentir con la cabeza y se ajusta sus gafas de sol. Christie continúa mirándole. Martin no ha dicho ni palabra durante los últimos doce vídeos. He llevado la cuenta. Christie es mi novia, una modelo que creo que es de Inglaterra.
Me levanto, me siento, me vuelvo a levantar, me pongo los shorts y salgo a la terraza y me quedo allí con las manos en la barandilla, mirando Century City. El Sol se está poniendo y el cielo es naranja y púrpura y parece que va a hacer más calor. Respiro hondo, tratando de recordar cuándo llegaron Christie y Randy, cuándo los dejó entrar Martin, cuándo pusieron la MTV, cuándo se comieron la primera pina tropical, cuándo encendieron el segundo canuto, el tercero, el cuarto. Pero ahora, dentro, ha cambiado el vídeo y a un chico se lo chupa una nube gigante en forma como de televisión, con los colores del arcoiris. Christie está encima de Martin, en el sofá. Martin todavía tiene las gafas de sol puestas. El ejemplar de GQ que estaba mirando Martin ahora está en el suelo beige. Paso junto a ellos, luego por encima de Randy y entro en la cocina y saco una botella de zumo de albaricoque y arándano de la nevera y salgo al patio. Termino el zumo y veo que el cielo se oscurece más y cuando me doy la vuelta, veo que Martin y Christie probablemente estén en la habitación de Martin, probablemente desnudos encima de las sábanas beige con el estéreo encendido.
Jackson Browne canta suavemente. Me dirijo a Randy y le miro.
–¿Quieres salir a comer algo? – pregunto.
Randy no dice nada.
–¿Quieres salir a comer algo?
Randy se empieza a reír, con los ojos todavía cerrados.
–¿Quieres salir a comer algo? – vuelvo a preguntar.
Agarra el GQ y, sin dejar de reír, se lo pone encima de la cara.
–¿Quieres salir a comer algo? – pregunto.
En la portada está John Travolta y casi parece como si John Travolta estuviera tumbado en el suelo, riéndose, totalmente pasado, con unos pantalones vaqueros con las perneras cortadas. Me aparto y miro la pantalla de la tele: un avión de juguete con una estrella del rock dentro que trata de controlar los paneles con una mueca de desesperación y le canta a una chica que no le mira, que se pinta las uñas. Salgo del apartamento y conduzco hacia Wilshire y luego voy a un café de Beverly Hills que se llama Café Beverly Hills donde pido una ensalada y un té frío.
Me despierto de una especie de sopor a las once y veinte y cuando entro en la cocina en busca de una naranja o unas cerillas para mi pipa de agua encuentro una nota escrita en papel del Beverly Hills Hotel que dice que tengo que almorzar con alguien en una casa de las colinas de encima de Sunset donde alguien está dirigiendo un vídeo de un grupo que se llama los English Prices. Alguien ha dejado una dirección e indicaciones y después de cerca de una hora tumbado en la terraza, fantaseando bajo el sol en calzoncillos, oyendo el sonido de los vídeos, decido ver a esa persona para almorzar. Antes de irme, llama Spin y dice que desde que Lance se marchó a Venezuela le ha costado mucho trabajo encontrar buena coca y que hay montones de personas asustadas en la ciudad y que quizás abandonará la USC en otoño si no encuentra el Mercedes adecuado y que el servicio en Spago está empeorando.
–Pero ¿qué es lo que quieres? – pregunto, apagando la tele.
–Necesito algo de coca. Lo que sea. Cuatro, cinco onzas.
–Yo te la puedo conseguir, bueno… -me interrumpo-. El sábado.
–Colega -dice Spin-. La necesito antes del sábado.
–¿El sábado no? ¿Entonces cuándo?
–Esta noche por ejemplo.
–¿Y el viernes?
–Mañana.
–El viernes -suspiro-. Te la podría conseguir para esta noche pero la verdad es que no me apetece.
–Colega -suspira él-. No me gusta pero vale.
–¿Vale? Déjate caer por aquí el viernes -digo yo.
–¿El viernes? Vale. Te lo agradezco. Hay montones de personas asustadas en esta ciudad, colega.
–Sí. Lo sé -le digo-. Creo que entiendo más o menos de lo que hablas.
–El viernes, ¿vale? – pregunta él.
–Eso es.
Aparco el coche junto a la casa y subo los escalones que llevan a la puerta principal. Dos chicas, jóvenes y bronceadas y rubias, que llevan camisetas desgarradas y cintas en la cabeza, están sentadas en los escalones mirando las musarañas, sin decirse nada una a la otra, y me ignoran cuando paso a su lado para entrar en casa. Oigo música que llega de arriba y luego se interrumpe. Subo lentamente al piso de arriba y entro en una gran habitación que parece ocupar toda la segunda planta de la casa. Me detengo a la entrada y veo que Martin habla con un cámara y señala a Leon, que es el cantante solista de los English Prices y está fumando un pitillo y empuñando una pistola de juguete en una mano, y en la otra tiene un espejito en el que se retoca el pelo. Detrás de Leon hay una mesa alargada sin nada encima y detrás de ella el resto del grupo y han pintado el telón del fondo de detrás del grupo de un color rosa claro con rayas verdes y Martin se dirige a Leon, que deja el espejo de mano después de que Martin le dé un golpecito en la muñeca y Leon le entrega a Martin la pistola de juguete. Yo entro en la habitación y me apoyo en una pared, teniendo cuidado de no pisar los cables. Hay una chica sentada sobre un montón de almohadones cerca de donde estoy de pie y es joven y rubia y está bronceada y lleva una camiseta desgarrada y una cinta rosa en la cabeza sujetándole el pelo y cuando le pregunto qué hace aquí me dice que conoce algo a Leon y no me mira cuando dice esto y yo me aparto de ella y miro a Martin que ahora está encima de la mesa y se revuelca sobre ella y por el suelo y levanta la vista hacia la cámara, apuntando al objetivo con la pistola de juguete, y luego Leon se revuelca sobre la mesa y por el suelo y levanta la vista hacia la cámara, apuntando al objetivo con la pistola de juguete, y luego Martin se revuelca sobre la mesa y por el suelo y levanta la vista hacia la cámara, apuntando al objetivo con la pistola de juguete, y luego Leon se revuelca sobre la mesa y por el suelo y levanta la vista hacia la cámara, apuntando al objetivo con la pistola de juguete. Ahora Leon está de pie, con las manos en jarras, sacudiendo la cabeza, y Martin se tumba en el suelo alzando la vista hacia la cámara y me ve y se levanta y se me acerca, dejando la pistola en el suelo, y Leon la agarra y la huele y aquí básicamente no hay nadie.
–¿Pasa algo? – pregunta Martin.
–Me dejaste una nota -digo yo-. Algo sobre un almuerzo.
–¿La dejé?
–Sí -digo yo-. Me dejaste una nota.
–No creo que la haya dejado.
–He visto la nota -digo yo, inseguro.
–Bueno, a lo mejor la dejó alguien. – Martin tampoco parece demasiado seguro-. Si tú lo dices, colega… Pero si crees que la dejé yo, me dejas tieso, colega.
–Estoy seguro de que había una nota -digo yo-. Puede que tenga alucinaciones, pero hoy no.
Martin mira cansinamente a Leon.
–Bien, bueno, vale, bueno, sí. Podré dejar esto en unos veinte minutos y, bueno. – Llama al cámara-. ¿Todavía está averiado el aparato del humo?
El cámara está ahora en el suelo y responde, sin entonación:
–El aparato del humo está averiado.
–Vale, bien. – Martin mira su Swatch y dice-: Tenemos que hacer bien esta toma y… -la voz de Martin se alza pero sólo un poco- Leon está siendo un carapijo de verdad. ¿No es verdad, Leon? – Martin se frota la cara con la mano, lentamente.
En el otro extremo de la habitación Leon alza la vista de la pistola y avanza muy despacio hacia Martin.
–Martin, yo no voy a saltar de esa puta mesa al puto suelo y mirar a la puta cámara y pestañear. Nada de eso, coño. Es una puta mierda.
–Has dicho puta cuatro veces, cacho mierda -dice Martin.
–Mira, chico -dice Leon.
–Lo vas a hacer, tío -dice Martin como si le amenazase.
–No, Martin. No lo voy a hacer. Es una puta mierda y no lo voy a hacer.
–Pero si apareciste en un vídeo con unas ranas que cantaban -protesta Martin-. Saliste en un vídeo donde te convertías en un árbol, en un plato lleno de agua y en un plátano enorme que hablaba una cosa detrás de otra.
Uno de los miembros del grupo dice:
–Ha dado en el clavo.
–¿Y qué? – Leon se encoge de hombros-. Y tú has agarrado un herpes vírico, Rocko.
–¿Habéis olvidado que quien dirige esto soy yo? – pregunta Martin en general.
–Oye, tío, pero la puta canción la compuse yo, esclavo. – Leon mira a la chica que le conoce algo, que está sentada en el montón de almohadones. La chica sonríe a Leon. Leon la mira, confuso, luego aparta la vista, luego vuelve a mirar a la chica, luego vuelve a apartar la vista, luego vuelve a mirar, luego aparta la vista.
–Leon -está diciendo Martin-. Escucha, el vídeo carece de sentido sin esta toma.
–Pero es que te confundes, tío, pues la cuestión es que yo no quiero que tenga sentido. No necesita tener sentido -dice Leon-. ¿De qué coño estás hablando? ¿Sentido? Dios. – Leon me mira-. ¿Sabes lo que es tener sentido?
–No -digo yo.
–¿Ves? – dice Leon acusadoramente a Martin.
–¿Quieres que todos esos subnormales de como se llame, de Nebraska, vean tu vídeo en la MTV con la boca abierta, sin darse cuenta de que todo es una broma, pensando que después de que le pegues un tiro en la cabeza a tu novia y al tío con el que se lo pasaba tan bien, quieres decir precisamente eso? ¿Eh? No, no quieres decir eso, Leon. A ti te gusta la chica a la que le pegas un tiro en la cabeza. La chica a la que le pegas un tiro en la cabeza para ti es una flor, Leon. Tu imagen, Leon. Sólo te ayudo a dar forma a tu imagen, ¿vale? ¿Qué le pasa a un tipo agradable de Anaheim para que esté tan jodidamente confuso? Vamos a hacerlo de ese modo. Le llevó cuatro meses a un tipo escribir el guión, lo que bien pensado es bastante impresionante… y es tu imagen -insiste Martin-. Imagen, imagen, imagen, imagen.
Me llevo las manos a la cabeza y miro a Leon, que no está muy distinto de cuando le vi con Tim en Madame Wong's el martes pasado sino sólo un poco distinto, de un modo que no estoy seguro de cómo es.
Leon está mirando el suelo y suspira y luego mira a la chica y luego a mí y luego a Martin y tengo la sensación de que no voy a poder almorzar con Martin, y eso me da un poco de pena.
–Leon -dice Martin-, te presento a Graham, Graham te presento a Leon.
–Hola -digo yo, blandamente.
–¿Sí? – murmura Leon.
Hay una larga pausa, ésta en concreto distinta. El cámara se pone de pie, luego se vuelve a sentar en el suelo y enciende un pitillo. El grupo sigue allí quieto, sin dar pruebas de que vaya a moverse, mirando atentamente a Leon. El cámara dice otra vez:
–El aparato del humo está averiado.
Una de las chicas de fuera entra y pregunta si alguien ha visto su camiseta de KAJAGOOGOO tirada por alguna parte y luego a Martin si ya no necesita usarla.
–No, guapa, ya te usé del todo -dice Martin-. No es que diga que estuviste estupenda, pero cualquier día de éstos te daré un telefonazo.
La chica asiente con la cabeza, sonríe, se marcha.
–Está buena, ¿verdad? – dice Leon, mirando a la chica que se aleja-. ¿Te lo hiciste con ella, Rocko? – No lo sé -es la respuesta de Rocko.
–Sí, está bastante buena, se folló a todos a los que conozco, es un ángel, le cuesta acordarse de su número de teléfono, de cómo se llama su madre, de respirar. – Martin suspira.
–Pero la cuestión es que yo me la podría follar con toda facilidad -dice Leon.
La chica sentada en los almohadones que conoce algo a Leon baja la vista.
–Tú podrías follarte a una farola -dice Martin, bostezando, desperezándose-. A una farola, con tal de que esté limpia y de que parezca que tiene algo de talento. En definitiva, a una farola.
Me vuelvo a llevar las manos a la cabeza, luego me toco los pantalones vaqueros.
–Bien -empieza Martin-. Todo eso fue muy refrescante. Pero ¿qué hemos venido a hacer aquí, Leon? ¿Eh? ¿Qué hemos venido a hacer aquí.
–No lo sé. – Leon se encoge de hombros-. ¿Qué hemos venido a hacer aquí?
–Te lo estoy preguntando yo… ¿qué hemos venido a hacer aquí?
–No lo sé -dice Leon, volviendo a encogerse de hombros-. No lo sé. Pregúntaselo a él.
Martin me mira.
–Yo tampoco sé lo que hemos venido a hacer aquí -digo, sobresaltado.
–¿Cómo que no sabes lo que hemos venido a hacer aquí? – Martin vuelve a mirar a Leon.
–Mierda -dice Leon-. Hablaremos de ello después. Vamos a tomarnos un descanso. Tengo algo de hambre. ¿Sabe alguien quién tiene cerveza? Hal, ¿tú tienes cerveza? – le pregunta al cámara.
–El aparato del humo está averiado -dice el cámara.
Martin suspira.
–Escucha, Leon.
Ahora Leon se está mirando en el espejo de mano, retocándose el pelo, un enorme y tieso tupé de un rubio casi blanco.
–Leon, ¿me estás escuchando? – susurra Martin.
Me dispongo a irme, me dirijo a la puerta, paso sobre la chica del montón de almohadones, que se está echando una botella de agua por encima de la cabeza, de un modo triste o que no sé expresar. Bajo los escalones, paso junto a las chicas, una de las cuales dice:
–Bonito Porsche.
–Bonito culo -dice la otra.
Y luego me subo al coche y me alejo.
Después de terminar parte de una ensalada hecha con diez tipos de lechuga distintos, lo único que pidió, Christie menciona que a Tommy, que es de Liverpool, lo encontraron en México la semana pasada y que le había pasado algo raro porque su cuerpo estaba completamente desangrado y lo habían degollado y habían desaparecido algunos órganos vitales aunque las autoridades mexicanas dicen que Tommy «se ahogó», y que si no se ahogó exactamente entonces a lo mejor sólo se trataba de un «suicidio», pero Christie está segura de que no se ahogó en absoluto y estamos en un restaurante de Melrose y yo no tengo tabaco y ella no se quita las gafas de sol cuando me dice que Martin es un buen tipo, de modo que no puedo verle los ojos que de todos modos probablemente no me dirían nada. Dice algo sobre una culpabilidad inmensa y traen la cuenta.
–Olvídalo -digo yo-. La verdad que no me gusta demasiado que lo hayas sacado a relucir.
–Es un buen tipo -dice ella.
–Sí -digo yo-. Es un buen tipo.
–No lo sé -dice ella.
–¿Te acostaste con él?
Christie respira hondo, luego me mira.
–Parece ser que «está» con Nina.
–Pero me dijo que Nina está, bueno, loca -le digo-. Martin me dijo que Nina está loca y que obliga a su hijo a que vaya a un gimnasio y el niño sólo tiene cuatro años. – Pausa-. Martín me dijo que lo tuvo que evitar.
–No va a estar en mala forma sólo porque sea un niño -dice Christie.
–Ya veo.
–Graham -empieza Christie-. Martin no significa nada. Estuviste a punto de perder los nervios la semana pasada. No puedo soportar que te pases el tiempo sentado en una silla sin decir nada y con un aguacate gigante en la mano.
–Pero ¿ es que no estamos saliendo el uno con el otro, o algo por el estilo? – pregunto.
–Eso parece. – Christie suspira-. Ahora estarnos juntos. Ahora tomo una ensalada contigo. – Se interrumpe, se baja las Wayfarers de Martin, pero de todos modos no la estoy mirando-. Olvídate de Martin. Además, ¿a quién le importa si salimos con otras personas?
–¿Salir con ellas o follar con ellas?
–Follar. – Christie suspira-. Creo. – Pausa-. Supongo.
–Vale -digo yo-. ¿Quién sabe, verdad?
Más tarde pregunta, sonriendo, echándome loción solar:
–¿Te importó que me acostara con él? – y luego añade-: Bonita definición.
–No -digo yo, finalmente.
Me despierta el sonido de unos disparos. Miro a Martin, que está tumbado boca abajo, desnudo, respirando pesadamente, con Christie entre nosotros, con dos mullidos gatos de trapo y un conejillo de Indias que no había visto nunca, que lleva puesta una gargantilla de pequeños diamantes, y disparan otro par de disparos y los dos se sobresaltan en sueños. Me levanto de la cama y me pongo unas Bermudas y una camiseta de FLIP y bajo en el ascensor al portal. Cuando se abren las puertas del ascensor, disparan dos veces más. Atravieso despacio el portal a oscuras. El portero de noche, un tipo joven, bronceado, rubio, de unos veinte años, con un walkman colgado del cuello, está parado a la puerta, mirando afuera. En Wilshire hay siete u ocho coches de la policía aparcados frente al edificio del otro lado de la calle. Se oye otro disparo desde el edificio de apartamentos. El portero mira, confuso, con la boca abierta. En el walkman suenan los Dire Straits.
–¿Qué pasa? – pregunto.
–No lo sé. Creo que un tipo tiene a su mujer ahí arriba y, bueno, amenaza con disparar contra ella o algo así. Algo parecido, vaya -dice el portero-. A lo mejor ya le ha pegado un tiro. A lo mejor ya ha liquidado a un montón de gente.
Me acerco a él principalmente porque me gusta la canción del walkman. En el portal hace frío y se nos ve el aliento.
–Creo que hay un grupo de geos en el edificio tratando de hablar con él -dice el portero-. No creo que debas abrir la puerta.
–No la voy a abrir -digo yo.
Otro disparo. Llega otro coche de la policía. Luego una ambulancia. La que fue mi madrastra durante unos diez meses, con la que terminé acostándome un par de veces, se apea de una furgoneta, la iluminan y se coloca delante de una cámara. Yo bostezo, estremeciéndome.
–¿Te despertaron los disparos? – pregunta el portero.
–Sí. – Asiento con la cabeza.
–Eres el que vive en el piso once, ¿verdad? El que dirige vídeos, Jason o algo así, te visita mucho.
–¿Martin? – digo yo.
–Sí, hola, me llamo Jack -dice el portero.
–Yo me llamo Graham. – Nos estrechamos la mano.
–He hablado un par de veces con Martin -dice Jack.
–¿De qué?
–Sólo de que él conoce a uno de un grupo en el que yo estuve a punto de tocar. – Jack saca un paquete de pitillos, me ofrece uno. Tres disparos más, luego un helicóptero empieza a trazar círculos-. ¿A qué te dedicas tú? – pregunta.
–Estudio.
Jack me enciende el pitillo.
–¿Sí? ¿Y dónde estudias?
–Bueno, estudio… -Me interrumpo-. Bueno, estudio en la U… bueno, en la USC.
–¿Sí? ¿A qué curso vas? ¿A primero?
–Empezaré segundo en otoño -le digo-. O eso creo.
–¿Sí? Estupendo. – Jack piensa en ello durante un momento-. ¿Conoces a Tim Price? Es un tipo rubio. Guapo de verdad, pero, bueno, la peor persona del mundo. Creo que pertenece a un club de estudiantes.
–Creo que no -le digo. Llega un grito espantoso desde el otro lado de Wilshire, luego humo.
–¿Y a Dirk Erickson? – pregunta él.
Hago como que pienso en eso durante un minuto, luego contesto:
–No, creo que no. – Pausa-. Pero conozco a uno que se llama Wave. – Pausa-. Está muy en forma y su familia es prácticamente dueña de Lake Tahoe.
Llega otro coche de la policía.
–¿Estudias tú? – pregunto, al cabo de un rato.
–No, en realidad soy actor.
–¿Sí? – pregunto-. ¿En qué películas has trabajado?
–En un anuncio de chicle. En un anuncio de Clearasil. – Jack se encoge de hombros-. Como uno no esté dispuesto a hacer cosas espantosas en esta ciudad es difícil conseguir trabajo… y quiero trabajar.
–Claro, eso supongo.
–En realidad quiero trabajar en la industria del vídeo -dice Jack,
–Claro -digo yo-. El vídeo, colega.
–Sí, por eso Mark es un contacto bueno de verdad.
Hay un ruido tremendo, luego más humo, luego otra ambulancia.
–Querrás decir Martin -digo yo-. Probablemente te vendría bien, colega, aprender correctamente los nombres.
–Eso, Martin -dice él-. Es un buen contacto.
–Sí, es un buen contacto -digo, lentamente. Termino el pitillo y me quedo junto a la puerta, esperando oír más disparos. Cuando parece que no van a pasar muchas cosas más, Jack me ofrece un canuto y yo niego con la cabeza y digo que voy a tomar un poco de zumo y luego a dormir algo más-. Hay dos gatos de trapo y un conejillo de Indias que nunca había visto arriba, en mi cama. – Pausa-. Además necesito tomar un poco más de zumo.
–Claro, colega, claro, me hago cargo -dice el portero, con voz alegre-. Tío, el zumo está muy bien.
El costo tiene un olor dulzón y casi me entran ganas de quedarme. Otro disparo, más gritos. Me dirijo hacia el ascensor.
–Oye, creo que va a pasar algo -dice el portero cuando me meto en el ascensor.
–¿Qué? – pregunto, mientras mantengo las puertas abiertas.
–A lo mejor va a pasar algo -dice el portero.
–¿Sí? – digo yo, sin saber qué hacer. Miro al portero, que sigue en el portal, fumando un canuto, y los dos nos quedamos esperando.
Recibo una llamada de mi madre, del abogado de mi padre y de alguien de los estudios donde trabaja mi padre, a las once de la mañana siguiente. Escucho, luego les digo que iré en avión a Las Vegas hoy mismo, y cuelgo para hacer la reserva de los billetes.
Martin se despierta, me mira bostezando. Me pregunto dónde estará Christie.
–Tío -se queja Martin, desperezándose-. ¿Qué hora es? ¿Pasa algo?
–Son las once. Ha muerto mi padre.
Una larga pausa.
–Tú… ¿tenías padre? – pregunta Martin.
–Sí.
–¿Cómo fue? – Martin se sienta, luego se vuelve a tumbar, confuso-. ¿Cómo, tío?
–En un accidente de aviación -digo yo.
Cojo la pipa de la mesilla de noche, busco un encendedor.
–¿Hablas en serio? – pregunta.
–Sí.
–¿Y cómo te ha sentado? – pregunta-. ¿Lo puedes soportar?
–Sí, supongo -digo, dando una chupada.
–Uau -dice él-. Supongo que lo siento. – Hay una pausa-. ¿Lo debo sentir?
–No hace falta -digo, marcando información del aeropuerto de Los Ángeles.
Me dirijo al lugar del accidente con un especialista en los motores de los Cessna 172 que tiene que sacar fotos del estado del motor para los archivos de su empresa y con un guardabosques que hace de guía montaña arriba y que fue la primera persona en aparecer por donde se estrelló la avioneta el viernes. Me reúno con los dos en mi suite del MGM Grand y subimos a un todoterreno que nos lleva hasta más o menos media ladera. Desde allí seguimos a pie por un estrecho sendero muy empinado y cubierto de hojas secas. Camino del lugar del accidente hablo con el guardabosques, que de hecho es un tipo joven, puede que de diecinueve años, más o menos de mi edad, y guapo. Le pregunto al guardabosques qué pinta tenía el cuerpo cuando lo encontró.
–¿Lo quieres saber de verdad? – pregunta el guardabosques, y en su cara tranquila y cuadrada se insinúa una sonrisa.
–Sí. – Asiento con la cabeza.
–Bien, te parecerá espantosamente divertido pero cuando lo vi por primera vez, no sé, me pareció algo así como una… como una miniatura de Darth Vader de cincuenta kilos -me dice, rascándose la cabeza.
–¿Una qué? – pregunto.
–Sí, como una miniatura de Darth Vader. Un Darth Vader en pequeño. Ya sabes. Darth Vader, el de La guerra de las galaxias, ¿entiendes? – El guardabosques dice esto con un leve acento que no consigo localizar.
El guardabosques, con el que me parece que estoy empezando a coquetear o algo así, continúa. El torso y la cabeza estaban completamente sin piel y sentados muy tiesos. Lo que quedaba de los huesos del brazo descansaba donde debían de haber estado los mandos. De la cabina no quedaba nada.
–El torso estaba sentado allí, en el propio suelo. Estaba completamente achicharrado, negro, y se le veían los huesos por muchos sitios. – El guardabosques deja de andar y mira la montaña-. Sí, tenía muy mal aspecto, pero he visto a muchos con peor aspecto todavía.
–¿Por ejemplo?
–Una vez vi a un gran grupo de hormigas negras arrastrando parte del intestino de una persona para llevárselo a su reina.
–Es… impresionante.
–Eso digo yo.
–¿Y qué más? – pregunto-. ¿Darth Vader? Uau, tío.
El guardabosques me mira y luego al especialista en motores que va delante de nosotros y continúa sendero arriba.
–¿Te interesa de verdad?
–Eso creo -digo.
–Bueno, pues alrededor había muchas moscas. Apestaba -dice el guardabosques.
Después de caminar durante otros cuarenta minutos llegamos al lugar del accidente. Busco con la mirada lo que queda del avión. La cabina está casi totalmente destrozada y no queda mucho más excepto los extremos de las alas y la cola, que está intacta. Pero no hay morro y el motor está completamente aplastado. No han encontrado la hélice, aunque la han buscado intensamente. Tampoco hay cuadro de mandos, ni siquiera trozos fundidos. Parece que el chasis de aluminio del avión se destrozó debido al impacto y luego se fundió.
Como los pequeños Cessna son unas avionetas que pesan muy poco, consigo levantar la cola y apartarla. El especialista me dice que el fuego que fundió el avión probablemente lo provocó la rotura debido al impacto de los depósitos de combustibles. En un Cessna los depósitos de combustible están en las alas, a ambos lados de la cabina. También encuentro trozos de hueso entre las cenizas y piezas de la cámara de fotos de mi padre. Me detengo junto a una roca al lado del guardabosques mientras el especialista en los Cessna nos saca vacilante unas fotografías que quiero tener.
Ese mismo día, más tarde, y después de una siesta, también hablo con el patólogo, y me dice que al cuerpo lo movieron para bajarlo de la montaña metido en la bolsa de plástico, y por tanto, lo que recibió en el laboratorio de patología era muy diferente de lo que indicaban los primeros informes. El patólogo me cuenta que encontró la mayoría de los órganos irreconocibles «en cuanto tales órganos» debido al impacto devastador y a los severos daños y quemaduras que sufrió mi padre. Dado que el cuerpo es irreconocible, la identificación se hizo a partir de los dientes postizos. La dentadura original de mi padre quedó destrozada en un accidente de coche cuando tenía veinte años, me entero.
En el vuelo de vuelta a Los Ángeles voy sentado junto a un viejo que no deja de tomar Bloody Marys y de murmurar para el cuello de su camisa. Cuando el avión inicia el descenso me pregunta si es la primera vez que visito Los Ángeles y yo le digo que sí y el hombre asiente con la cabeza y me coloco los auriculares y oigo a Joan Jett y the Blackhearts cantando ¿Me quieres tocar? y me pongo tenso cuando el avión atraviesa la niebla para aterrizar. Cuando me levanto, para sacar mi bolsa del compartimiento de encima de los asientos, se me cae el encendedor en el regazo del viejo y éste me lo da, sonriendo y, sacando un poco la lengua, me ofrece un papel en una película pornográfica protagonizada por unos negros muy guapos. Lo único que llevo en la bolsa es un par de camisetas, un par de vaqueros, un traje, un ejemplar de GQ, una carta sin abrir de mi padre, que nunca me mandó, la pipa de agua para fumar maría y un puñado de cenizas en un pequeño recipiente negro; lo demás lo he apostado en una mesa de blackjack del casino del Caesars Palace. Cierro el compartimiento de arriba. El viejo, arrugado y borracho, me guiña el ojo y dice:
–Bienvenido a Los Ángeles.
–Gracias, colega -le digo yo.
Abro la puerta del apartamento y entro y pongo la televisión y dejo la bolsa en el fregadero. No está Martin. Abro una botella de zumo de albaricoque y manzana de la nevera y me siento en la terraza esperando a que lleguen Martin o Christie. Me levanto, abro la bolsa y saco el GQ y lo leo en la terraza y luego termino el zumo. El cielo se oscurece. Me pregunto si habrá llamado Spin. No oigo que Martin abre la puerta. Oigo ruidos de que sacan cubitos de hielo de la nevera.
–Tío, vaya calor que hizo hoy -dice Martin, con una toalla de playa en la mano y un balón de voleibol.
–¿De verdad? – le pregunto-. Oí que había nevado.
–¿Jugaste en el casino?
–Perdí casi veinte mil dólares. Estuvo bien.
Al cabo de un rato Martin dice:
–Llamó Spin.
Yo no digo nada.
–Está todo jodido, Graham -dice Martin-. Deberías haberle llamado.
–Bueno -digo yo-. Le llamaré.
–Tenemos reserva en Chinois a las nueve.
Le miro.
–Estupendo.
La música del televisor llega hasta la terraza. Martin se vuelve y entra en el apartamento.
–Voy a tomar una granada, luego me daré una ducha, ¿vale?
–Sí. Vale. – Yo dejo también la terraza y trato de encontrar el número de Spin, pero luego sigo a Martin al cuarto de baño y más tarde encuentro los vaqueros Guess de Christie al lado de la cama de Martin y debajo de ellos hay una bayoneta.
Al día siguiente estamos en Carny's y Martin toma una hamburguesa con queso y no consigue creer que una ex novia mía salga en la portada de People de esta semana. Le digo que yo tampoco me lo puedo creer. Termino unas patatas fritas, tomo un trago de Coca-Cola y le digo a Martin que me apetece colocarme. Martin también se acostó con la chica de la portada del People de esta semana. Me fijo en que un Mercedes rojo pasa lentamente bajo el calor, con un chico sin camisa al volante, con el que también se ha acostado Martin, y durante un instante mi reflejo y el de Martin destellan en el costado del coche. Martin empieza a quejarse de que todavía no ha terminado el vídeo de los English Prices, que Leon crea problemas, que el aparato del humo todavía no funciona, que probablemente nunca funcionará, que Christie es bollera, que el amarillo es su color favorito, que recientemente se ha hecho amigo de un tipo que se llama Roy.
–¿Por qué ruedas esas cosas? – pregunto.
–¿Vídeos? ¿Por qué?
–Sí.
–No lo sé. – Me mira y luego mira los coches que pasan por Sunset-. No todo el mundo tiene un papá y una mamá ricos. Quiero decir una mamá. Y… -le da un trago a mi Coca-Cola-, no todo el mundo trafica con drogas.
–Pero tus padres están forrados -protesto.
–Forrados se puede interpretar de muchas maneras, colega -dice Martin.
Suspiro, agarro una servilleta de papel.
–Eres un auténtico… enigma.
–Oye, Graham. Me molesta tener tu casa tomada por asalto. Pagas la cuenta en Nautilus, en Maxfield's. Todo eso.
Pasa otro Mercedes rojo.
–Oye -está diciendo Martin-. Después de estos dos próximos vídeos seré famoso.
–¿Famoso?
–Sí, famoso -dice él.
–¿Cómo de famoso? ¿Muy famoso? ¿O sólo famoso a medias? – pregunto.
–Puede que famoso de verdad -dice él-. Los English Price son muy buenos. Saldrán mucho en la MTV. Serán teloneros de Bryan Metro.
–¿Sí? – pregunto-. ¿Son buenos?
–Claro que sí. Leon es una estrella.
–¿Te acostaste con Christie mientras yo estaba fuera? – pregunto.
Me mira, y gruñe:
–Tío, claro que me acosté con ella.
Christie y yo estamos haciendo cola para ver una película en Westwood. Casi son las doce de la noche y hace mucho calor y Westwood está abarrotado. Las aceras están tan llenas de gente que de hecho la cola se funde con los que pasan por la calle y con los del otro extremo de la cola que salen de las zapaterías y de los sitios donde venden helado de yogur y pósteres. Christie toma un helado italiano y me cuenta que Tommy se encuentra actualmente en Delaware y que fue a Monty y no a Tommy a quien encontraron apuñalado en San Diego, no en México, desangrado, no a Tommy, como le habían contado, porque recibió una postal con una foto de Richard Gere de Tommy y que a Corey lo encontraron metido en un barril metálico enterrado en el desierto. Me pregunta si Delaware es un estado y le digo que no estoy seguro pero que de lo que sí estoy seguro es de que esta mañana vi a Jim Morrison en un lavacoches de Pico. Tomaba una soda sin meterse con nadie. Christie termina el helado y se limpia los labios con una servilleta de papel, y se queja de sus hombreras.
Dos personas de delante de nosotros están hablando de una detención por drogas que hubo en Encino ayer por la noche, y de que se acerca implacablemente el año nuevo. Me fijo en una chica hispana que cruza la calle, en dirección al cine. Mientras cruza la calle con pasos largos y decididos, un Rolls-Royce descapotable negro casi la atropella, pero frena. Los de la acera contemplan la escena en silencio. Una chica, tal vez, dice «oh no». El conductor del Corniche, un tipo bronceado, sin camisa y con una gorra de marino, que fuma un puro, grita:
–Mira por donde andas, hispana de mierda.
La chica, ajena a todo, se dirige tranquilamente al otro lado de la calle. Me seco el sudor de la frente y veo que la chica, sin perder la calma, se dirige a una palmera y se apoya en ella, tiene la camiseta en la que está escrito CALIFORNIA empapada de sudor, sus pechos se destacan debajo del algodón, del cuello le cuelga una cruz de oro, pequeña, y como no se da cuenta de que la miro continúo con los ojos clavados en la suave cara tostada y en los ojos negros inexpresivos y en la tranquila y aburrida expresión, y ahora se aparta de la palmera y avanza hacia donde estoy yo, todavía mirando, paralizado, y se dirige hacia mí lentamente, y el viento ardiente sopla, la multitud se aparta un poco, el sudor de su cara se le seca cuando llega junto a mí y dice, abriendo mucho los ojos, con un susurro:
–Mi hermano.
Yo no digo nada, me limito a devolverle la mirada.
–Mi hermano -vuelve a susurrar ella.
–¿Qué? – dice Christie-. ¿Qué quieres? ¿La conoces, Graham?
-Mi hermano -dice la chica una vez más, y luego se aleja. La pierdo de vista entre la multitud.
–¿Quién era? – pregunta Christie cuando la cola empieza a avanzar hacia el cine.
–No lo sé -le digo, mirando hacia donde se ha ido la chica, que desde luego merecía la pena que la siguiera.
–La verdad… están invadiendo la ciudad -dice Christie-. Probablemente esté muy pasada. – Entrega su entrada y me tiende la mía. Las personas que hablaban de la detención por drogas y del año nuevo miran a Christie como si la reconocieran.
–¿Qué dijo? – pregunto.
–¿Mi hermano? Creo que es una especie de enchilada de pollo con mucha salsa -dice Christie-. A lo mejor es un taco, ¿quién sabe? – Se encoge de hombros, incómoda-. Estas hombreras me están matando y hace tanto calor…
Entramos al cine y nos sentamos y empieza la película y después de la película, circulando en coche por Wilshire, de vuelta al apartamento, llegamos a otro semáforo en rojo y en una parada de autobús hay cinco punkies mexicanos que llevan camisetas con cruces negras y calaveras de color azufre pintadas en ellas y nos miran a los dos, que vamos en el BMW descapotable de Christie, y yo les devuelvo la mirada y una vez en el apartamento nos ponemos a follar y Martin nos mira parte del tiempo.
Esta noche Martin dice algo sobre un club nuevo que abrieron en Melrose, conque vamos a Melrose en el descapotable de Martin, que Nina Metro le regaló por Halloween, y Martin conoce al dueño del club y entramos gratis sin problemas. Dentro hay mucha animación, la gente baila, ponen todo el tiempo un vídeo con la escena de la ducha de Psicosis en las pantallas de encima de la barra y esnifamos algo de coca en el cuarto de baño y conozco a una chica que se llama China que me dice que me parezco a Billy Idol, sólo que en más alto, y me doy de nances contra Spin.
–Oye, ¿qué ha sido de ti? – pregunta, gritando por encima de la música, mientras mira cómo apuñalan una y otra vez a Janet Leigh.
–En Las Vegas -le digo-. Brasil. Dentro de un tornado.
–¿Sí? ¿Tienes algo? – pregunta.
–Claro. Lo que quieras -le digo.
–¿Sí? – dice, alejándose-. Tengo que hablar con China. Creo que Madonna está aquí.
–¿Madonna? – le pregunto-. ¿Dónde?
No me oye.
–Estupendo. Te llamaré el viernes. Iremos a Spago
–Yo no tengo prisa -digo yo.
Me despido con la mano y termino bailando con Martín y dos chicas rubias a las que conoce, que trabajan en RCA, y luego volvemos todos al apartamento de Wilshire y nos colocamos de verdad y nos turnamos con tres chicos que estudian en un instituto que conocimos afuera, esperando en un aparcamiento, al otro lado de la calle del club de Melrose.
Voy en coche al Beverly Center y ando por allí, mirando las tiendas de ropa, hojeando las revistas de las librerías, y hacia las seis me siento en un restaurante desierto del piso más alto del centro comercial y pido un vaso de leche y unas pastas, que no como, sin saber por qué las pedí. A las siete, después de que hayan cerrado la mayoría de las tiendas, decido ir a una de las películas de uno de los catorce minicines del piso más alto del centro comercial, no demasiado lejos de donde estoy sentado. Saco la entrada y compro unos gofres y me siento en una de las pequeñas salas y veo una película, aturdido. Cuando se termina la película decido volver a ver la primera parte porque no me acuerdo de lo que pasó antes de que empezara a prestar atención. Después de ver nuevamente los primeros cuarenta minutos voy a un cine parecido pero más pequeño, sin importarme que me pueda ver alguno de los acomodadores, y me quedo sentado allí a oscuras, respirando lentamente. Hacia las doce de la noche estoy casi seguro de que he estado en todos los cines durante cierto tiempo, de modo que me marcho. Llego a la puerta por donde entré y la encuentro cerrada con candado y doy la vuelta y me dirijo al otro extremo del centro comercial y también encuentro cerrada la salida. Voy al segundo piso y encuentro cerradas con candado las dos salidas. Bajo por las escaleras mecánicas, que no funcionan, hasta el primer piso y llego a un extremo del centro comercial y lo encuentro cerrado. Pero encuentro el otro extremo abierto y salgo y me dirijo adonde he aparcado el coche y me subo al Porsche y pongo la radio.
Estoy esperando solo en un semáforo de la esquina de Beverly con Doheny, y pongo la radio más alta. Un chico negro sale corriendo del aparcamiento del supermercado Hughes de la esquina de Beverly y pasa junto a mi coche. Le siguen dos dependientes de la tienda y un guardia de seguridad. El chico tira algo a la calle y se pierde en la oscuridad de West Hollywood, seguido por los tres hombres. Me quedo sentado dentro del Porsche, muy quieto, mientras el semáforo se pone verde, y pasa un espinardo rodante. Me apeo del coche, con cuidado, y me dirijo al cruce y miro qué es lo que ha dejado caer el chico. No vienen coches por ninguna de las cuatro calles que se cruzan aquí y tampoco se oye nada, a no ser el zumbido de las luces fluorescentes de la calle y los Plimsouls que suenan en la radio y recojo lo que ha dejado caer el chico. Es un paquete de solomillo y lo examino atentamente bajo la luz de un neón. Veo que algo del jugo se ha salido del plástico que lo envuelve y se me desliza por el brazo hacia la muñeca, manchando el puño de la camisa blanca de Commes des Garçons que llevo puesta. Vuelvo a dejar el trozo de carne en el suelo, con cuidado, me limpio la mano en la culera de los pantalones vaqueros, luego me subo al coche. Bajo el volumen de la radio y el semáforo se vuelve a poner verde y llego a otro que está en amarillo, y ahora en rojo, y apago la radio y pongo una cinta y conduzco de vuelta a mi apartamento de Wilshire.
–Vaya, vaya -le digo-. Muy bien. Pareces joven de verdad. – Aunque sé que no puede tener más de dieciséis años, puede que incluso quince si Júnior está trabajando a la puerta esta noche, y que es muy excitante si uno considera lo que podría pasar-. Me gustan las jóvenes -le digo-. No demasiado jóvenes. ¿De diez años? ¿De once? Para nada. Pero ¿de quince? – digo-. Oye, sí, está muy bien. Podría terminar en la cárcel, pero ¿qué más da?
Ella se limita a mirarme sin expresión, como si no hubiera oído ni una palabra, luego se retoca los labios en el espejito de una polvera y me mira un poco más, me pregunta lo que significa la palabra «invisible».
Estoy completamente empeñado en llevarme a esta puta a mi casa de Encino y casi me empalmo mientras la espero cuando va al servicio de señoras y les dice a sus amigas que se marcha con el chico más guapo del local mientras yo sigo en la barra tomando vino tinto espumoso casi totalmente empalmado.
–¿Cómo se llama esto? – le pregunto al barman, un tipo de buen aspecto de mi edad, señalando la copa.
–Vino tinto espumoso -dice él.
–No me quiero emborrachar mucho -le digo mientras sirve otra ronda a un grupo de estudiantes-. Nada de eso. Esta noche no.
Me vuelvo y miro a toda esa gente que baila en la pista y creo que me he follado a la disc-jockey hace como un millón de años pero no estoy seguro y ha puesto una tremenda canción de rap negro y yo siento hambre y me quiero largar y entonces llega la chica, lista para que nos vayamos.
–Es el Porsche color antracita -le digo al aparcacoches y la chica queda impresionada-. Va a ser estupendo -digo-. Estoy muy salido -le digo, pero tratando de no parecer demasiado ansioso.
La chica pone una cinta de Bowie mientras nos dirigimos en coche hacia el Valley. Le cuento un chiste de etíopes.
–¿Qué es un etíope con semillas de sésamo en la cabeza?
–¿Qué es un etíope? – pregunta ella.
–Una hamburguesa de un cuarto de libra -digo-. Es que me parto de risa, de verdad.
Llegamos a Encino. Abro la puerta del garaje con el mando a distancia.
–Uau -dice ella-. Tienes una casa muy grande. – Y luego-: ¿Me llevarás a casa después?
–Sí, claro que sí -digo yo, abriendo una botella de fumé blanco-. Algunas chicas son estúpidas pero eso me gusta cuando folio.
Entramos en el dormitorio y la chica se pregunta dónde están los muebles.
–¿Dónde están los muebles? – se queja.
–Me los comí. Cierra la boca, ponte un esterilete y túmbate -murmuro, señalando hacia el cuarto de baño, y añado-: Luego te daré algo de coca -aunque no le digo qué significa luego, ni siquiera lo insinúo.
–¿Qué quieres decir? ¿Un esterilete?
–No querrás quedarte embarazada, ¿verdad? Terminarías pariendo algún espanto. Un monstruo. Una especie de bestia. ¿Eso es lo que quieres? – pregunto-. Dios santo, hasta el que te practicara el aborto perdería la cabeza.
La chica mira la cama y luego me mira a mí y luego trata de abrir la puerta de la otra habitación.
–Nada de eso. – Se lo impido-. Esa habitación no. – La empujo hacia la puerta del cuarto de baño. Ella me mira, haciendo como que está borracha, luego entra, cierra la puerta. De hecho la oigo tirarse un pedo.
Apago las luces y, con un Bic, enciendo las velas que compré ayer por la noche en la Pottery Barn. Me quito la ropa, tocándome, ya empalmado, me tumbo en la cama, esperando, muerto de hambre.
–Ven de una vez. Ven.
Se oye la cisterna del retrete, la chica utiliza el bidé y sale, con los zapatos en la mano, y parece sorprendida al encontrarme tumbado en la cama con una erección gigante, pero hace como si nada. No le apetece hacerlo, pero sabe que ya es demasiado tarde y eso me excita más y suelto unas risitas y ella se quita a ropa, preguntando:
–¿Dónde está la coca? ¿Dónde está la coca?
–Después, después -le digo, y la atraigo hacia mí.
A ella en realidad no le apetece follar de modo que trata de chupármela y yo dejo que lo haga durante un rato aunque no sienta nada, con que luego me pongo a follármela a fondo, mirándola a la cara cuando me corro, como siempre, y ella pierde la cabeza cuando ve mis ojos, negros y brillantes y ve los terribles dientes, la boca desgarradora (lo que Dirk piensa que parece «el ano de un pulpo»), y me desgañito encima de ella, el colchón debajo de nosotros se empapa con su sangre y ella también se pone a gritar y entonces le pego con fuerza, dándole puñetazos en la cara hasta que queda sin sentido y la llevo fuera, hasta la piscina, y junto a la luz que llega de debajo del agua y la Luna, esta noche, en Encino, le chupo la sangre.
Me reúno con Miranda en el Ivy de Robertson para cenar a última hora y ella tiene una pinta, dicho con sus propias palabras, «absolutamente fabulosa». Miranda es «cuarentona», lleva el pelo negro peinado liso hacia atrás, una mecha blanca cayéndole a un lado, un cutis moreno pálido, y unos pómulos altos y marcados, dientes del color del relámpago, y lleva puesto un original vestido de terciopelo de Lagerfeld, de Bergdorf Goodman, que compró cuando estuvo en Nueva York la semana pasada a pujar en Sotheby's por una botella de agua que al final subió a un millón de dólares y a asistir a una fiesta privada con objeto de recoger fondos para George Bush, que, según Miranda, está «arrasando».
–Aunque seas mayor que yo, unos veinte años o así, siempre pareces increíblemente joven -le digo-. Eres sin ninguna duda una de mis personas favoritas de Los Ángeles.
Esta noche estamos en el patio y hace calor y hablamos tranquilamente de que a Donald le utilizan de un modo bastante promiscuo en una serie de fotos sobre trajes de lino del número de agosto de GQ y que si uno mira con mucho cuidado al modelo que está junto a él se distinguen cuatro pequeños puntitos rojos en su cuello bronceado, en los que no se fijó el maquillador.
–Donald es perverso de verdad -dice Miranda.
Estoy de acuerdo y pregunto:
–¿Qué es algo superfluo? Chocolatinas de menta para etíopes después de cenar.
Miranda se ríe y dice que yo también soy perverso y se echa hacia atrás en su asiento, dando un sorbo a mi Stoli con lima, encantada.
–Oh, mira, ahí está Walter -dice Miranda, incorporándose un poco-. Walter, Walter -le llama, agitando la mano.
Yo desprecio a Walter -cincuentón, maricona, agente de ICM-, cuyo mayor logro, en algunos círculos, es que les chupó la sangre a todos los actores del Grupo de los Mocosos excepto a Emilio Estévez, que me dijo una noche en On the Rox que a él no le interesaba «lo de Drácula y mierdas así». Walter avanza hasta nuestra mesa, con un esmoquin de Versace absolutamente hortera, y habla del estreno de Paramount de esta noche y de que la película recaudará 110 millones de dólares sólo en el país y que se ligó a una de las estrellas de la película aunque la película sea una mierda, y coquetea sin ninguna vergüenza conmigo y yo no quedo nada impresionado. Se larga.
–Valiente mierdoso, un maricón total -murmuro yo… y luego sólo quedamos Miranda y yo.
–Cuéntame lo que has estado leyendo últimamente, cariño -pregunta ella, después de que nos traen unos filetes Nueva York muy poco hechos, sanguinolentos y au jus, y les hacemos los honores-. A propósito, esto es… -echa hacia atrás la cabeza, masticando- delicioso. – Y luego-: Oh, pero qué dolor de cabeza.
–A Tolstoi -miento-. Nunca leo. Es aburrido. ¿Y tú?
–Yo adoro absolutamente a Jackie Collins. Una porquería maravillosa -dice ella, mientras mastica, y una línea oscura de jugo se le desliza por la pálida barbilla cuando toma dos Advil, que traga con un poco de au jus. Se limpia la barbilla y sonríe, pestañeando con rapidez.
–¿Cómo está Marsha? – digo, dando un sorbo de vino tinto espumoso.
–Todavía está en Malibú con… -y ahora Miranda baja la voz y menciona a uno de los Beach Boys.
–No puede ser, colega -exclamo yo, riéndome.
–¿Iba a mentirte a ti, cariño? – dice Miranda, abriendo mucho los ojos, pasándose la lengua por los labios.
–A Marsha durante mucho tiempo sólo le interesaban los animales, ¿verdad? – pregunto-. ¿Vacas? Caballos, pájaros, perros, ¿verdad?
–¿Qué opinas tú del control de la población de coyotes del verano pasado? – pregunta Miranda.
–Ya me han hablado de ello -murmuro.
–Cariño, debería ir a Calabasas, a los establos, y chuparle toda la sangre a un jodido caballo en sólo media hora -dice Miranda-. Quiero decir, mierda, cariño, las cosas llevan un tiempo siendo totalmente absurdas.
–Personalmente no soporto la sangre de caballo -digo yo-. Es como demasiado líquida, demasiado dulce. Aparte de eso, soy capaz de hacérmelo con cualquiera, pero sólo cuando me siento deprimido.
–El único animal al que no puedo soportar es el gato -dice Miranda, masticando-. Y eso porque muchos de ellos tienen leucemia y montones de otras enfermedades espantosas.
–Unas criaturas asquerosas. – Me estremezco.
Pedimos otras copas y compartimos otro filete antes de que cierren la cocina y luego Miranda me confía que la otra noche casi se dedica a hacer sexo en grupo en casa de Tuesday con varios estudiantes de la USC.
–Me dejas de piedra, Miranda -digo-. ¿Cómo puedes ser tan mala? – Tomo lo que queda del vino espumoso, que esta noche tiene demasiadas burbujas.
–Cariño, créeme, fue una especie de accidente. Una fiesta. Muchos jóvenes atractivos. – Guiña el ojo, pasando el dedo por una copa de Moët-. Estoy segura de que puedes imaginar lo que pasó.
–Eres perversa de verdad -le digo, soltando una risita-. ¿Cómo conseguiste salir del… embrollo?
–¿Qué crees tú que hice? – dice ella, burlonamente, terminando el resto de champán-. Les chupé todo lo que tenían vivo. – Pasea la vista por el patio casi vacío, despide con la mano a Walter cuando éste se sube a su limusina con una chica con pinta de colegiala de seis años, y Miranda dice, en voz bastante baja-: Semen y sangre son una combinación deliciosa, y ¿sabes qué?
–Estoy fascinado.
–A esos absurdos chicos de la USC les encantó mucho. – Miranda se ríe, echando la cabeza hacia atrás-. Volvieron a hacer cola y, claro, me gustó mucho volverles a satisfacer y todos se desmayaron. – Se ríe con más ganas y yo también me río y luego ella se interrumpe, mirando el helicóptero que cruza el cielo y que despide un cono de luz-. El que me gustaba entró en coma. – Mira tristemente hacia Robertson, donde hay un espinardo rodante pequeño con el que los aparcacoches juegan al fútbol-. Se le partió el cuello.
–No te pongas triste -digo yo-. Ha sido una velada deliciosa.
–Vamos a ver una película porno barata a la sesión de medianoche de Westwood -sugiere ella, con los ojos que le brillan ante su propia sugerencia.
Vamos al cine después de cenar, pero antes compramos dos enormes filetes crudos en un Westward Ho y los comemos en la primera fila y yo coqueteo con una pareja de estudiantes, una de las cuales me pregunta dónde compré el chaleco, con la carne colgándome de la boca, y Miranda ha comprado incluso servilletas de papel.
–Te adoro -le digo, una vez que empieza la película-. Porque has tenido la idea perfecta.
Estoy en otro club, Rampage (pero hay que pronunciarlo en francés) y encuentro a una puta del Valley con falsa pinta de cachonda que parece retrasada y estúpida de verdad, como si estuviera completamente pasada o borracha o algo pero tiene tetas grandes y un buen cuerpo, no demasiado, puede que un poco delgado, y su vacuidad me excita.
–Normalmente no me gustan las chicas delgadas -le digo-. Pero tú eres estupenda.
–¿Es que las chicas delgadas no la chupan bien? – pregunta ella.
–Oye… eso está muy bien -le digo.
–¿Tú crees? – pregunta ella, tranquila, como sin ganas.
Subimos a mi coche y nos dirigimos al Valley, a Encino. Le cuento un chiste.
–¿Qué es un etíope con un turbante?
–¿Es un chiste?
–Un alfiler -digo-. Es que me parto de risa. Aunque debes admitir que es una barbaridad.
La chica está demasiado pasada para reaccionar ante el chiste pero se las arregla para preguntar:
–¿No vive por aquí Michael Jackson?
–Sí -digo yo-. Es vecino mío.
–Estoy impresionada de verdad -dice ella, la muy ingrata.
–Sólo fui a una fiesta después de la gira Victory y fue una mierda de verdad -le digo-. Y de todos modos, odio a los negros.
–No es precisamente lo más agradable que podrías decir.
–Muy amable -gruño.
Una vez en mi habitación follamos salvajemente y cuando se empieza a correr empiezo a chuparle y morderle la piel del cuello, jadeando, babeando, y encuentro la yugular con la lengua y me pongo a chuparle la sangre y ella se ríe y gime y se corre con más intensidad y tengo la boca llena de sangre que salpica el techo, y entonces empieza a pasar algo raro y me noto cansado de verdad y con náuseas y tengo que quitarme de encima de ella y entonces me doy cuenta de que la chica no está borracha ni ha fumado maría sino que ha tomado algo, como ahora dice ella:
–… las jodidas drogas.
–¿Éxtasis? ¿LSD? ¿Caballo? – apunto.
La chica sigue tumbada en silencio.
–Oh, Dios santo, no -digo, dándome cuenta-. Es heroína -protesto-. Mierda. Ahora me está pegando a mí.
Me dejo caer al suelo, desnudo, me duele mucho la cabeza, este jodido veneno se me agarra al estómago, y voy a cuatro patas hacia el cuarto de baño, y esta jodida puta drogada que ha salido de su sopor, anda a cuatro patas a mi lado, chillando:
–Vamos a jugar vamos a jugar vamos a jugar a que tú eres un vaquero y yo una mujer india, ¿lo entiendes?
Yo le suelto un gruñido, tratando de asustarla, le enseño los dientes, las encías, mi espantosa boca, mis ojos negros, sin párpados. Pero ella no pierde la cabeza, sólo se ríe, totalmente colocada. Por fin llego al retrete y vomito su sangre y luego me desmayo con la puerta cerrada, en el suelo. Me despierto a la noche siguiente, fuera de combate, con sangre seca de la chica por la cara y el cuello y el pecho. Me la limpio con una larga ducha caliente y una esponja y luego paso al dormitorio. Sobre la cama, escrito en un sobre de cerillas de California Pizza Kitchen, está el nombre de la chica y un número de teléfono y debajo de eso: «Fue algo tremendo.» Voy a la otra habitación, tomo unos Valium, abro mi ataúd y duermo una pequeña siesta.
Me despierto más tarde, inquieto, todavía un poco débil, contento con el nuevo ataúd guateado que me hizo ese tipo de Burbank: con FM, casete, despertador digital, sábanas de Perry Ellis, teléfono, un pequeño televisor en color con vídeo incorporado y cadenas por cable (MTV, HBO). Elvira es la mujer de aspecto más cachondo de la tele y presenta ese programa sobre películas de terror los domingos por la noche que es mi programa favorito y me gustaría conocer a Elvira y a lo mejor algún día la conozco.
Me levanto, tomo las vitaminas, hago ejercicio con pesas mientras oigo un CD de Madonna, tomo una ducha, me examino el pelo, rubio y abundante, y se me ocurre que debería llamar a Attila, mi peluquero, y concertar una cita para mañana por la tarde y luego llamo y le dejo un mensaje. Ha venido la asistenta y ha limpiado, que es lo que debe hacer, y le he especificado que si alguna vez intenta abrir mi ataúd cogeré a sus dos hijos pequeños y los convertiré en tostadas humanas con lechuga y salsa y me los comeré, muchas gracias. Me visto: Levi's, mocasines sin calcetines, una camiseta blanca de Maxfield's, un chaleco Armani.
Voy en coche al Sun 'n' Fun, un salón de rayos UVA abierto las veinticuatro horas, en Woodman, y me doy una sesión de diez minutos, luego me dirijo a Hollywood puede que a ver a Dirk, que se dedica fundamentalmente a los chicos guapos, a los chaperos de Santa Mónica, en bares y gimnasios. Le gustan las sierras mecánicas, que están muy bien si tienes un sitio insonorizado como lo tiene Dirk. Paso junto a un callejón, cuatro aparcamientos, un 7-Eleven, numerosos coches de la policía.
Es una noche cálida y llevo el techo abierto y la radio muy alta. Me detengo en Tower Records y compro un par de cintas, luego entro en el Hughes que está abierto las veinticuatro horas en la esquina de Beverly con Doheny y compro muchos filetes por si la semana que viene no me apetece salir porque la carne cruda está bien aunque el jugo sea demasiado líquido y no lo bastante salado. La chica gorda de la caja coquetea conmigo mientras relleno un cheque de setecientos cuarenta dólares, sólo he comprado solomillo. Paso por un par de clubs, locales donde entro gratis o conozco a los porteros, echo un ojo al ambiente, luego ando un poco más en coche. Pienso en la chica que me ligué en Powertools, en el modo en que la llevé en coche a una parada de autobús de Ventura Boulevard, y la dejé allí, esperando que no se acuerde. Paso en coche delante de una tienda de artículos deportivos y pienso en lo que le pasó a Roderick y me estremezco, siento náuseas. Pero tomo un Valium y enseguida me siento bastante bien, y paso delante del mural de Sunset que dice DESAPAREZCA AQUÍ y en un semáforo en rojo en el que estamos parados les guiño el ojo a dos chicas rubias, las dos con walkman, que van en un 450SL descapotable, y les sonrío y ellas sueltan unas risitas y yo me pongo a seguirlas por Sunset, pensando en detenerme y a lo mejor tomar un sushi con ellas, y estoy a punto de proponerles que se detengan cuando de repente veo aparecer ese rótulo del drugstore Thrifty, con la enorme t minúscula de neón azul que se enciende y se apaga, por encima de edificios y murales, y la Luna está muy baja, justo encima, y me voy acercando a ella, y me siento débil y hago un giro totalmente ilegal cambiando de sentido y todavía me siento como enfermo pero algo mejor cuanto más me alejo de la Luna, con el espejo retrovisor bajado, y me dirijo a casa de Dirk.
Dirk vive en una casa enorme de viejo estilo español que construyeron hace mucho tiempo en las colinas; entro por la puerta de atrás y me dirijo a la cocina. Oigo la tele atronando arriba. Hay dos sierras para metal en un fregadero lleno de agua color rosa y unas cervezas y sonrío para mí mismo, hambriento. Siempre que oigo en las noticias que encontraron muerto cerca de la playa a un joven, o a parte de su cuerpo, un brazo o una pierna o un torso, metido en una bolsa cerca del paso subterráneo de la autopista, tengo que susurrarme «Dirk». Saco dos Coronitas de la nevera y subo a su habitación, que tiene la puerta abierta y está a oscuras. Dirk está sentado en el sofá, con una camiseta de PHIL COLLINS y vaqueros, un sombrero en la cabeza y hecho un brazo de mar, viendo Chicos malos en el vídeo, liando un canuto y con aspecto de estar ahíto; una toalla ensangrentada en el rincón.
–Hola, Dirk -digo.
–Hola, colega. – Se vuelve.
–¿Pasa algo?
–Nada. ¿Y a ti?
–Se me ocurrió pasar por aquí, a ver cómo van las cosas. – Le tiendo una de las Coronitas. La abre. Me siento a su lado, abro la mía, tiro la chapa encima de la toalla ensangrentada, debajo de un poster de las Go-Go's y de un estéreo nuevo. Un montón de huesos mancha el fieltro de una mesa de billar, debajo de ella hay un revoltijo de calzoncillos mojados, salpicados con puntos violeta y negros y rojos.
–Gracias, tío. – Dirk toma un trago-. Oye… -sonríe-, ¿qué es algo marrón y lleno de telas de araña?
–El ojo del culo de un etíope -digo yo.
–Muy bien. – Intercambiamos una palmada.
En el patio, una bolsa con carne, pesada debido a la sangre, cuelga de una viga de madera y las moscas revolotean alrededor, y cuando gotea se dispersan y luego se vuelven a agrupar. Debajo han puesto luces de Navidad en torno a un gran espinardo rodante. Un murciélago rubio bate las alas, y se pone cómodo en las vigas de encima de la bolsa de carne y las moscas.
–¿Quién es? – pregunto.
–Es Andre.
–Hola, Andre. – Le saludo con la mano.
El murciélago contesta con un chillido.
–Andre tiene resaca -Dirk bosteza.
–Las drogas.
–Es que cuesta mucho tiempo sacarle a alguien el cráneo por la boca -dice Dirk.
–Eso parece. – Asiento con la cabeza-. ¿Tienes alka-seltzer?
–¿Quieres?
–Bonito tucán -digo, fijándome en un pájaro comatoso metido en una jaula que cuelga cerca de las puertas que llevan a la terraza-. ¿Cómo se llama?
–Bok Choy -dice Dirk-. Oye, si vas a por ese alka-seltzer prepárame una mimosa, ¿quieres?
–Dios santo -susurro-. La de cosas que ha visto este tucán.
–El tucán no se entera -dice Dirk.
Hay bolsas para cuerpos junto al Jacuzzi, unas velas encendidas rodean el agua humeante, un recuerdo de los parientes que no estarán tan angustiados como deberían estar, una prueba que no pasarán.
Bajo la escalera, encuentro el alka-seltzer, le preparo una mimosa a Dirk, luego vemos una película, tomamos más cerveza, hojeamos unos ejemplares de GQ, Vanity Fair, True Life Atrocities, fumamos hash, y es entonces cuando huelo la sangre, un olor procedente de la habitación de al lado.
–Creo que tengo síndrome de carencia -digo-. Creo que me voy a volver loco.
Dirk rebobina la película y empezamos a verla otra vez. Pero no consigo concentrarme. Pegan sin parar a Sean Penn y yo cada vez tengo más hambre pero no digo nada y luego termina la película y Dirk cambia al canal de la HBO, donde ponen Chicos malos, de modo que nos ponemos a verla otra vez y fumamos algo más de hash y por fin me tengo que levantar y paseo por la habitación.
–Marsha está con uno de los Beach Boys -dice Dirk-. Me llamó Walter.
–Sí -digo yo-. Estuve cenando con Miranda en el Ivy la otra noche. ¿No te parece increíble?
–Es fabuloso. Y lo entiendo. – Se encoge de hombros-. No he llamado a Marsha desde… -Se interrumpe, piensa en algo, dice, dubitativo-: Desde lo de Roderick. – Cambia de canal, luego vuelve al mismo.
Ya nadie menciona demasiado a Roderick. El año pasado, al parecer, Marsha y Dirk iban a cenar con Roderick a Chinois y cuando se pasaron por su casa de Brentwood encontraron en el fondo de la piscina vacía de Roderick un estaca de madera (que en realidad era un bate de béisbol Wilson 5 que alguien había afilado toscamente), en el cemento cerca del desagüe, que estaba todo arañado (Roderick presumía de sus garras, en las que se hacía la manicura), y arena gris-negruzca y polvo y montones de ceniza estaban esparcidos en una esquina. Marsha y Dirk habían cogido la estaca, que estaba impregnada de salsa de ajo Lawry, y la quemaron en la casa vacía de Roderick y nadie ha visto a Roderick desde entonces.
–Lo siento, tío -dice Dirk-. Eso me mete el miedo en el cuerpo.
–Venga, colega, no hablemos de eso -digo yo.
–Como quiera, profesor. – Dirk imita a Félix el Gato, se pone sus Wayfarer y sonríe.
Ahora paseo por la habitación a oscuras, llegan gritos procedentes de la tele, avanzo hacia la puerta, el olor es rico y muy intenso, y respiro nuevamente a fondo y es dulce también y decididamente masculino. Espero que él me ofrezca algo pero no quiero comportarme como un ansioso y me apoyo en la pared y Dirk habla de conseguir unas cervezas en Cedars y yo avanzo hacia la puerta, pasando por encima de la toalla empapada de sangre, tratando de abrirla como quien no quiere la cosa.
–No abras esa puerta, colega -dice Dirk, en voz baja, con las gafas de sol todavía puestas-. No entres ahí.
Aparto la mano muy deprisa, me la meto en el bolsillo, haciendo como si nunca hubiera intentado abrir la puerta, silbo una canción de Billy Idol que no me puedo quitar de la cabeza.
–No iba a entrar ahí, colega. Tranquilo.
Dirk asiente lentamente, se quita el sombrero, cambia a otro canal, luego de nuevo a Chicos malos. Suspira y se quita algo de una de sus botas de vaquero.
–Todavía no está muerto.
–No, no, si lo entiendo, colega -le digo-. No te preocupes.
Bajo la escalera, traigo más cervezas, y fumamos más hash, contamos más chistes, uno sobre un oso koala y otro sobre negros, otro sobre un accidente de aviación, y luego vemos el resto de la película, prácticamente sin hablar, con largas pausas entre las frases, incluso entre las palabras, salen los títulos de crédito y Dirk se quita las gafas de sol, luego se las vuelve a poner, y yo estoy muy colocado. Él me mira y dice:
–Ally Sheedy queda muy guapo cuando le pegan -y luego ahí fuera, como en un rito, empieza una tormenta.
Estoy en Phases, en Studio City, y se hace tarde y estoy con una chica de pelo rubio largo que puede que tenga veinte años a la que vi por primera vez bailando Material Girl con un idiota y está aburrida y está conmigo y yo estoy aburrido y quiero irme de aquí y terminamos nuestras copas y vamos a mi coche y nos subimos y yo estoy algo borracho y no enciendo la radio y el coche está en silencio cuando la chica baja su ventanilla y Ventura está tan desierto que todo sigue en silencio, si se exceptúa el aire acondicionado, y ella no dice ni palabra sobre lo bonito que es mi coche y finalmente le pregunto a la muy puta, mientras abro tontamente el techo para impresionarla, al acercarnos a Encino:
–¿Cuántos etíopes entran en un Volkswagen? – y saco un Marlboro de mi chaqueta, empujo el encendedor, sonriendo.
–Todos -dice ella.
Detengo el coche en el arcén de la carretera, los neumáticos chirrían, y paro el motor. Quedo allí sentado, esperando. De algún modo se ha encendido la radio y suena una canción pero no sé de qué canción se trata y salta el encendedor. Me tiembla la mano y miro fijamente a la chica, apartándome, con el pitillo todavía en la mano. Creo que pregunta qué pasa pero yo ni siquiera la oigo y trato de calmarme y estoy a punto de seguir hacia Ventura pero entonces tengo que parar y mirar una vez más a la chica que, aburrida, pregunta que qué estoy haciendo y yo la sigo mirando y luego, muy despacio, con el pitillo todavía en la mano, vuelvo a empujar el encendedor, espero hasta que se calienta, salta, enciendo el pitillo, suelto el humo mirándola, me aparto, y luego le pregunto con mucha tranquilidad, desconfiadamente, puede que un poco confuso.
–Vale -respiro a fondo-. ¿Cuántos etíopes entran en un Volkswagen? – No respiro hasta que la oigo contestar. Me fijo en un espinardo rodante que sale de algún sitio y oigo que roza el parachoques del Porsche.
–Ya te dije que todos -dice la chica-. ¿Vamos a tu casa o qué?
Me recuesto en el asiento, fumo un poco más, y pregunto:
–¿Cuántos años tienes?
–Veinte.
–No. De verdad -digo yo-. Venga. Quedará entre nosotros. Y ahora estamos solos. No soy policía. Dime la verdad. No tendrás el menor problema si me dices la verdad.
Piensa en ello, luego pregunta:
–¿Me darás un gramo?
–Medio.
Enciende un canuto que confundo con un pitillo y dirige el humo hacia el techo y dice:
–Vale. Tengo catorce. Tengo catorce. ¿Qué te parece? – Me ofrece el canuto.
–No -digo, sin cogerlo.
La chica se encoge de hombros.
–Sí -dice. Otra calada.
–No -vuelvo a decir yo.
–Sí. Tengo catorce. Celebré mi bar-mitzvah en el Beverly Hills Hotel y fue terrible y cumpliré quince en octubre -dice, aspirando humo.
–¿Cómo te las arreglaste para entrar en el club?
–Con un carné de identidad falso. – Busca en su bolso.
–¿Confundes Hello Kitty con Louis Vuitton? – murmuro en voz alta, agarrando su bolso y oliéndolo.
Ella me enseña el falso carné de identidad.
–Adivina quién lo hizo, genio.
–¿Cómo sé yo que es falso? – pregunto-. ¿Cómo sé yo que no me estás engañando?
–Examínalo con cuidado. Sí. Nací hace veinte años, en 1964, muy bien. – Se ríe.
Se lo devuelvo.
Luego vuelvo a arrancar el coche y mirándola todavía enfilo Ventura Boulevard y me dirijo hacia la oscuridad de Encino.
–Todos. – Me estremezco-. Fiú.
–¿Dónde está mi gramo? – pregunta ella entonces-. Oh, mira, rebajas en Robinson's.
Enciendo otro pitillo.
–Normalmente no fumo -le digo-. Pero tú me afectas de un modo raro.
–No deberías fumar. – Bosteza-. Esas cosas matan. Por lo menos eso es lo que siempre decía mi odiosa madre.
–¿La mataron los pitillos a ella? – pregunto.
–No, la degolló un maniaco -dice-. No fumaba. – Pausa-. Me han criado unos mexicanos. – Otra pausa-. Deja que te diga una cosa, no lo estoy pasando demasiado bien.
–¿No? – Sonrío macabramente-. ¿Crees que me van a matar los pitillos?
Da otra calada a su canuto y lo termina y entro en mi garaje y luego nos dirigimos al dormitorio y todo se acelera, está claro adonde lleva la noche, y ella examina la casa y pide un vodka doble con hielo. Le digo que hay cerveza en la nevera y que, joder, la coja ella misma. Suelta una especie de silbido y se dirige a la cocina, murmurando:
–Dios santo, mi padre era más educado.
–No puedes tener catorce años -digo yo-. Para nada. – Me quito la corbata y la chaqueta, y de una patada tiro los mocasines.
La chica vuelve con una Coronita en una mano y un canuto nuevo en la otra. Va demasiado maquillada y lleva unos espantosos pantalones vaqueros blancos Guess, pero tiene pinta de artificial, como la mayoría de las chicas.
–Jodida y desgraciada puta -murmuro.
Me tumbo en la cama, boca arriba, y apoyo la cabeza en unas almohadas, la miro, acomodándome.
–¿No tienes muebles? – pregunta.
–Tengo una nevera. Tengo esta cama -le digo, pasando las manos por las sábanas de diseño.
–Sí. Es cierto. Chico, has dado en el clavo. – Se mueve por la habitación, luego se dirige a la puerta del fondo y trata de abrirla, pero tiene la llave echada.
–¿Qué hay ahí? – pregunta, mirando el gráfico horario de amanecer/atardecer para esta semana que recorté del Herald-Examiner y sujeté con cinta adhesiva a la puerta.
–Simplemente otra habitación -le digo.
–Oh. – Me mira, por fin un poco asustada.
Me quito los pantalones, los doblo, los dejo en el suelo.
–¿Por qué tienes tanta, bueno…? – Se interrumpe. No prueba la cerveza. Me mira, confusa.
–¿Tanta qué? – pregunto, desabrochándome la camisa.
–Bueno… tanta carne -dice, mansamente-. Me refiero a que hay mucha carne en la nevera.
–No lo sé -digo yo-. ¿Será porque tengo hambre? ¿Porque me horroriza el pescado? – Dejo la camisa junto a los pantalones-. Coño.
–Oh. – La chica sigue ahí de pie.
No digo más, apoyo la cabeza en la almohada. Me quito lentamente los calzoncillos y le hago un gesto para que se acerque y ella se acerca despacio, desamparada, con la cerveza entera, una rodaja de lima en la parte de arriba, un canuto que se ha apagado. Las pulseras de sus muñecas parece que están hechas con piel.
–Oye, escucha, esto… bueno, esto te va a sonar muy raro -tartamudea ella-. Pero ¿eres…?
Ahora está más cerca, flotando, sin darse cuenta de que sus pies no tocan el suelo. Me levanto, con una tremenda erección a punto de salir disparada delante de mí.
–¿Eres, bueno…? – La chica deja de sonreír-. Bueno, un… -No termina.
–¿Un vampiro? – sugiero yo, sonriendo.
–No… un agente -pregunta, en serio.
Cuando le digo que no, que no soy un agente, se queja y ahora la tengo sujeta por los hombros y la llevo muy despacio, con mucha tranquilidad, al cuarto de baño y mientras la desnudo, arrojando la camiseta de ESPRIT a un lado, encima del bidé, ella no deja de soltar risitas nerviosas, totalmente colocada, y de preguntar:
–¿No te parece raro?
Luego, por fin su joven y perfecto cuerpo está desnudo y me mira a los ojos que tengo completamente empañados, negros y sin fondo, y ella se echa hacia delante, sollozando incrédula, y me toca la cara y yo sonrío y le toco el coño liso y sin pelo y ella dice:
–Ten mucho cuidado. No me dejes marcas, ¿eh?
Y luego yo suelto un grito y salto sobre ella y le abro el cuello y luego la folio y luego juego con su sangre y luego le desgarro el coño, de hecho se lo arranco del cuerpo, y chupo su estómago, intestinos, por la gigante cavidad rojinegra que acabo de formar, arrancando montones de carne, que uso de lubricante para masturbarme y después de eso, en principio, todo está perfecto.
Esta noche conduzco por Ventura camino de la consulta de mi psiquiatra, sobre la colina. Antes esnifé un par de líneas y en el casete atruena Chicos de verano y yo canto al mismo tiempo, saltándome los semáforos, pasando por delante de la Galleria, pasando por delante de Tower Records y la Factory y el cine La Reina, que cerrarán pronto, y paso por delante del nuevo Fatburger y del Nautilus gigante que acaban de abrir. Antes recibí una llamada de Marsha, invitándome a una fiesta en Malibú. Dirk me mandó unas pegatinas de ZZ Top para que las pusiera en la tapa de mi ataúd y yo creo que son demasiado horteras pero de todos modos me quedaré con ellas. Esta noche contemplo a todas estas personas dentro de sus coches y he estado pensando mucho en las bombas nucleares porque he visto un par de pegatinas en los coches protestando contra ellas.
En la consulta del doctor Nova paso un mal rato.
–¿Qué tal estás esta noche, Jamie? – pregunta el doctor Nova-. Pareces… agitado.
–Tengo esas imágenes, tío, no, esas visiones. – Le digo-. Visiones de misiles nucleares que arrasan este sitio.
–¿Qué sitio, Jamie?
–El valle, el valle entero. Todas las chicas pudriéndose. The Galleria es sólo un recuerdo. Desaparece todo. – Pausa-. Todo se evapora. – Pausa-. ¿Es la palabra adecuada?
–Uau -dice el doctor Nova.
–Sí, uau -digo yo, mirando por la ventana.
–¿Y a ti que te pasará? – pregunta.
–¿Por qué? ¿Crees que eso me va a detener? – pregunto a mi vez.
–¿En qué piensas?
–¿Crees que una jodida bomba atómica va a terminar con todo esto? – digo-. Para nada, colega.
–¿Terminar con todo el qué? – pregunta el doctor Nova.
–¿Sobreviviremos a eso?
–¿Quiénes sobreviviremos?
–Nosotros llevamos aquí desde siempre y probablemente nosotros sigamos también aquí para siempre. – Me miro las uñas.
–¿Y qué hacéis vosotros? – pregunta el doctor Nova, casi sin prestar atención.
–Andar por ahí. – Me encojo de hombros-. Volar. Revolotear amenazadoramente sobre ti igual que jodidos cuervos. Imagina el cuervo más grande que hayas visto nunca. Imagínatelo revoloteando amenazadoramente.
–¿Cómo están tus padres, Jamie?
–No lo sé -digo y luego, con la voz convirtiéndose en un grito-: Pero yo llevo una vida tranquila y tú no quieres volver a recetarme Darvocet…
–¿Y qué piensas hacer, Jamie?
Considero mis opciones, luego explico tranquilamente:
–Esperaré -le digo-. Una noche te esperaré en tu dormitorio. O debajo de la mesa de tu restaurante favorito y te mutilaré el pie.
–¿Es eso… una amenaza? – pregunta el doctor Nova.
–O cuando lleves a tu hija al McDonald's -digo-. Yo estaré disfrazado de Ronald McDonald o de Grimace y me la comeré en el aparcamiento mientras tú miras.
–Ya hemos hablado de eso otras veces, Jamie.
–Esperaré en el aparcamiento o en el patio del colegio de tu hija o en un cuarto de baño. Estaré acurrucado en tu cuarto de baño. Seguiré a tu hija a casa desde el colegio y después de joderla bien jodida me esconderé en tu cuarto de baño.
El doctor Nova se limita a mirarme fijamente, aburrido, como si mi comportamiento resultara explicable.
–Yo estaba en la habitación del hospital cuando tu padre murió de cáncer -le digo.
–Ya me lo has contado antes -dice él distraídamente.
–Se estaba pudriendo, doctor Nova -digo-. Yo le vi. Vi cómo se pudría tu padre. Les conté a todos mis amigos que tu padre murió de una gangrena. Que se metió un tampón en el culo y lo dejó allí demasiado tiempo. Murió gritando, doctor Nova.
–¿Has… matado a alguien recientemente, Jamie? – pregunta el doctor Nova, sin mostrarse afectado de modo demasiado visible.
–En una película -digo-. Mentalmente. – Suelto unas risitas.
El doctor Nova suspira, me examina, inseguro.
–¿Qué es lo que quieres?
–Quiero esperarte en el asiento de atrás de tu coche, babeando…
–Ya te he oído, Jamie. – El doctor Nova suspira profundamente.
–Quiero que me vuelvas a recetar Darvocet; si no, esperaré junto a esa encantadora piscina con el fondo negro que tienes una noche cuando salgas a darte un baño, doctor Nova, y te arrancaré las venas y los tendones de tu musculoso muslo. – Ahora estoy de pie, y doy unos pasos.
–Te recetaré el Darvocet, Jamie -dice el doctor Nova-. Pero quiero que me visites de un modo menos irregular.
–Estoy muy tenso -digo yo-. Tú estás tranquilo mientras vienen.
Llena una receta y luego, mientras me la tiende, pregunta:
–¿Por qué debería de tenerte miedo?
–Porque soy un hijoputa fuerte y bronceado y mis dientes están tan afilados que, a su lado, una navaja de afeitar parecería un cuchillo para la mantequilla. – Hago una pausa-. ¿Necesitas alguna razón mejor?
–¿Por qué me amenazas? – pregunta él-. ¿Por qué debería de tenerte miedo?
–Porque voy a ser la última imagen que verás -le digo-. Tenlo en cuenta.
Me dirijo a la puerta, luego me doy la vuelta.
–¿Cuál es el sitio donde te sientes más seguro? – pregunto.
–En un cine vacío -dice el doctor Nova.
–¿Cuál es tu película favorita? – pregunto.
–Vacation, con Chevy Chase y Christie Brinkley.
–¿Cuál es tu cereal favorito?
–Mini Wheat escarchado o algo que lleve salvado.
–¿Cuál es tu anuncio de la tele favorito?
–Aspirina Bayer.
–¿Por quién votaste en las últimas elecciones?
–Por Reagan.
–Define el punto de fuga.
–Defínelo tú. – Está llorando.
–Nosotros ya hemos estado allí -le digo-. Nosotros ya lo hemos visto.
–¿Quiénes sois… vosotros? – Se queda sin respiración.
–Una legión.