6
Tras sacar a Eloy del calabozo y recorrer los cien kilómetros que nos separaban de El Paso, ya era demasiado tarde para coger el tren de la noche. Lee y yo cruzamos a pie el puente internacional sobre el Río Grande, echamos un vistazo a la vida nocturna de Juárez, regresamos a El Paso y pasamos la noche en una habitación de hotel. Mi tren salía a las nueve y veinte de la mañana.
Aquella noche no pude dormir. Me levanté varias veces para ir al baño y regresé a mi cama arrastrando los pies. Y en todas las ocasiones advertí que Lee me vigilaba con mirada cautelosa.
Dimos cuenta de un triste desayuno en la cafetería del hotel y bajamos en coche a la estación de la Southern Pacific a esperar el tren. Al parecer, Lee y yo teníamos poco que decirnos aquella mañana. Paseamos en silencio por el vestíbulo, estudiando a la gente, las revistas del puesto de periódicos y el horario de trenes por encima de las ventanillas de venta de billetes. Deseé que aquel tren no llegase nunca. Deseé que se averiara en Tucson o Deming, que se cayera al río en Las Cruces. Pero llegó.
Lee me condujo entre la multitud hasta las vías y continuamos, dejando atrás los vagones de aluminio, hasta el que me correspondía. El mozo, con su traje azul marino, esperaba junto a la escalerilla. Lee le enseñó mi billete, subimos al tren y yo me senté en mi asiento y coloqué la maleta en el portaequipajes. Mientras me acomodaba provisionalmente en mi sitio, advertí que Lee hablaba con el mozo y le ponía en la mano varios billetes verdes.
Afuera, el revisor echó una ojeada más a su Hamilton de oro colgado de una cadenita también de oro.
—¡Pasajeros al treeen! —gritó.
Lee se me acercó.
—Adiós, Billy. Dame la mano y… ¡hasta el año que viene!
Me dirigió aquella sonrisa cálida y bella que siempre me consolaba el corazón. Nos estrechamos la mano, me dio una palmada de despedida en el hombro, se dio la vuelta y se alejó por el pasillo a grandes zancadas hasta desaparecer de mi vista.
Miré por la ventana mientras arrancaba el tren. Allí estaba Lee, alto y delgado entre la muchedumbre de texanos y mexicanos que se apiñaba en el andén. Se quitó el amplio sombrero y lo agitó despidiéndose al pasar mi vagón. Le devolví el saludo y les vi a él, a la gente que le rodeaba y los edificios de la estación alejarse y perderse en el pasado lejano.
¿Perderse? No todavía. No para mí.
El mozo y el revisor estaban hablando en la parte de atrás del vagón. De mí, quizá; me daba la impresión de que los dos me miraban con un solo ojo. A pesar de todo, me levanté y anduve hasta la parte delantera del vagón. Noté cómo la mirada del mozo me seguía hasta que empujé la portezuela del servicio de caballeros.
Allí, solo, observé por la ventanilla cómo los suburbios cochambrosos y las zonas de carga de la estación de El Paso desfilaban ante mis ojos. Rodábamos ya a gran velocidad hacia el este, y sabía que tendría que saltar de aquel tren enseguida si no quería acabar en los desiertos del oeste de Texas.
Esperé otro minuto o dos antes de salir del servicio. El mozo y el revisor, aunque vueltos aún hacia mí, estaban estudiando un fajo de papeles que el revisor llevaba en la mano. Empujé la puerta, salí al atronador descansillo de paso entre los vagones y miré a mi alrededor buscando el tirador rojo.
FRENO DE EMERGENCIA
Lo encontré de inmediato, empuñé el tirador firmemente y tiré de él con todas mis fuerzas.
Nada ocurrió. Por un momento. Y luego los frenos neumáticos se accionaron, las inmensas ruedas se bloquearon, aullaron como almas en pena y el tren patinó hacia delante sobre el acero seco y caliente. Sentí el perno de enganche bajo la plataforma donde tenía los pies, sentí cómo el tren entero temblaba y se retorcía ante la violencia de la colisión entre velocidad y masa. A través del cristal de la puerta del descansillo vi al revisor avanzar hacia mí pesadamente, con la cara roja como un tomate. Abrí la puerta exterior, vi las chispas y los extremos de las traviesas moviéndose bajo mis pies, pero no demasiado rápido.
Cerré los ojos y salté. Aterricé con un golpe tremendo y salí rodando hacia delante con el ímpetu del tren. Cuando al fin me detuve, abrí los ojos, descubrí que seguía vivo, me levanté y eché a correr. Un clamor de gritos se elevó a mis espaldas. Crucé a la carrera las vías relucientes frente al avance de una silbante locomotora de maniobras, tropecé y caí, volví a levantarme y seguí corriendo hacia la valla de tela metálica que cercaba la zona de carga.
Alcancé la valla y trepé por ella con los dedos y las punteras de mis botas de vaquero, rodé sobre tres alambres de espino tendidos en la parte de arriba y me tiré al suelo, dejando atrás varios jirones de abrigo y pantalones. Oí los silbatos de los policías ferroviarios, pero aquello no iba a detenerme. Sin parar de correr, crucé la calle esquivando camiones a toda velocidad y me interné por un callejón estrecho.
A esas alturas me faltaba el aire y sentía en las costillas intensos pinchazos a causa del esfuerzo, pero no quise parar. Pasé junto a unos contenedores de basura y salté por encima de un borracho dormido hasta que llegué a la calle siguiente, doblé la esquina y reduje la marcha, jadeando como un perro.
Vi un autobús que cambiaba de carril para detenerse una manzana más adelante. Intenté echar a correr de nuevo, pero no fui capaz, y el autobús arrancó antes de que yo pudiera llegar a la parada. Había gente en las aceras: negros, mexicanos, vaqueros resacosos. Nadie me hacía ningún caso. Miré hacia atrás y no vi indicios de que me persiguieran. En la siguiente esquina volví a torcer, alejándome del ferrocarril al paso más rápido que pude, y busqué un lugar donde esconderme y descansar.
Otro callejón. Me interné en él, reconfortado por los muros cercanos, las traseras de los albergues para vagabundos, de los cafés, los bares y las tiendecillas. Una escalera conducía hasta la puerta de un sótano. La bajé a trompicones y me desplomé contra la puerta de acero, cerré los ojos y fingí que era invisible.
Pasados varios minutos, empecé a respirar otra vez con normalidad. Abrí los ojos. Un hombre con un mono de trabajo azul pasó caminando por la calle, me descubrió allá abajo, me miró titubeante y siguió su camino. Me quedé donde estaba, hasta que la puerta que tenía detrás se abrió de repente desde dentro y me caí sobre el costado.
Un negro vestido con vaqueros y una camiseta color café que llevaba una caja de cartón enorme al hombro me miró desde las alturas.
—¿Me dejas pasar, chaval?
Me aparté a un lado y él dio una zancada por encima de mis piernas, subió las escaleras con su carga y desapareció.
Me puse de pie, me sacudí un poco la ropa, me peiné con los dedos, di forma a mi sombrero de paja aplastado y caminé escaleras arriba hasta el nivel de la calle. Cuando llegué a la acera me paré, confuso e inseguro, no sabía qué dirección tomar. Estaba completamente desorientado. Entonces me di cuenta de que el sol de la mañana, que resplandecía a través del polvo y la contaminación de la ciudad, me daba directamente en la cara. Le di la espalda y me puse en marcha hacia el oeste, en paralelo a la vía del tren, que ahora quedaba a dos o tres manzanas hacia el sur. No sabía dónde estaba la estación de autobuses, pero pensé que probablemente se encontraría en el centro de la ciudad, no muy lejos de la estación de tren.
Mientras caminaba, magullado y cansado pero vagamente eufórico, no me olvidé de prestar atención a los inevitables coches patrulla. Cuando apareció el primero, dos manzanas más adelante, me metí en un bar. Tres parroquianos sentados en taburetes altos me miraron de arriba abajo; la camarera, una rubia flaca con el pelo moldeado con rulos, me observó frunciendo el ceño. Pero, antes de que pudiera decir nada, el coche patrulla había pasado de largo y yo volví a salir al calor despiadado de la mañana. Al verme reflejado en un escaparate, se me ocurrió que el sombrero de vaquero de paja podría delatarme a ojos de un policía concienzudo. Lo tiré en una papelera que encontré por el camino.
Tenía miedo de preguntar el camino a alguien. Así que seguí andando sin descanso, siempre hacia el oeste, por las profundidades de El Paso, hacia la isla de edificios altos que se levantaba en su centro. El tráfico aumentó, las aceras se llenaron de gente y yo reparé en que las personas que me rodeaban tenían un aspecto diferente: no había tantos vaqueros ni mexicanos, y sí más texanos rubicundos con trajes de verano y muchas mujeres rubias de brillantes ojos azules con faldas de tubo, las pantorrillas doradas por el nailon y los pies enfundados en zapatos de tacón de aguja: criaturas extrañas e inquietantes que parecían incapaces de verme mientras yo me abría paso pesadamente entre ellas bajo la altura de sus hombros.
Un policía a pie apareció con la porra en la mano por la siguiente esquina, haciendo la ronda. Me escabullí por la puerta de una sombrerería femenina, donde varias de esas criaturas esbeltas de extremidades elegantes conversaban cacareando como gallinas sobre el murmullo incesante del aire acondicionado. Un rostro ceñudo y generosamente maquillado, de género ambiguo, se cernió sobre mí en cuanto pisé la blanda moqueta. Retrocedí hasta la puerta y me escurrí hacia fuera a espaldas del policía.
Por fin decidí que, si quería encontrar la estación de autobuses, no me quedaba más remedio que usar mis capacidades lingüísticas. Si no, corría el riesgo de cruzar la ciudad entera y tener que hacerlo de nuevo en la dirección contraria. Me detuve delante de un ancianito que vendía periódicos en la acera; aunque aparentaba noventa años, era más bajo que yo. Me explicó dónde estaba la estación de autobuses. Enfilé la calle que apuntaba su dedo nudoso y, efectivamente, un poco más adelante me encontré con el galgo de neón de la Greyhound, el consabido olor de los gases del diésel y el habitual grupo de reclutas y marineros morriñosos.
Conté el dinero que tenía, me compré un billete de ida a Baker y decidí comer algo. Me encaramé a un taburete junto a la barra y pedí dos hamburguesas con todos los acompañamientos, un batido de chocolate y una porción de tarta de manzana con helado de vainilla. En el rancho del abuelo había echado de menos ese tipo de comida basura, blanda y dulce.
Mientras comía, mantenía la vista fija en el espejo que había detrás de la barra del bar, observando el ir y venir de la gente a través de la puerta. Si aparecía un policía, saldría disparado al servicio de caballeros. Pero nadie me molestó.
Mi autobús, con dirección a Albuquerque y parada en Baker, Alamogordo, Carrizozo y Socorro, aún tardaría dos horas en salir. Cuando terminé de comer, decidí esconderme en el baño.
Me pasé un rato largo allí, sentado en uno de los cubículos, con la puerta cerrada con pestillo, leyendo un periódico para matar el tiempo. Cuando me cansé de aquello, empecé a rememorar en detalle mi escapada del tren y mi huida a través de la ciudad. Me pregunté si Lee se habría enterado ya de aquello y concluí que no era probable. Si lo supiera, adivinaría de inmediato a dónde me dirigía y cómo, y la próxima vez que viera unos pies por el hueco que quedaba bajo la puerta del cubículo, serían los suyos, enfundados en sus suntuosas botas marrones, y un instante después llegaría su voz, llamándome por mi nombre: «¡Billy! ¡Billy Vogelin Starr!».
Agité la cabeza, desperté. El recuerdo de un sueño flotó en mi mente y se perdió. Oí el estruendo del altavoz vomitando nombres conocidos: Alamogordo, Carrizozo, Socorro…
Me levanté de un salto, despierto y ansioso de repente, manipulé torpemente el pestillo, escapé, y caminando lo más rápido que pude sin llegar a correr, salí del servicio de caballeros y atravesé el vestíbulo de la estación hasta llegar a la dársena número 3, donde me esperaba el autobús, con la puerta plateada aún abierta. El conductor estaba picando el billete del último pasajero de la cola. Subí trotando, el tipo me miró atentamente de arriba abajo y aceptó mi billete con una expresión que se me antojó desconfiada.
—¿Adónde vas, chaval?
Tragué saliva antes de contestar.
—A Baker. —¿Acaso no podía leerlo en el billete?
—¿Sin equipaje?
—¿Qué?
—¿Dónde está tu equipaje?
—No… no tengo.
—A Baker, ¿eh?
—Sí, señor.
—¿Vives allí?
—Sí. Sí, señor.
A regañadientes, me devolvió el billete perforado. Durante un segundo ambos lo tuvimos agarrado, tirando de él en direcciones opuestas.
—¿Qué hacías tú solito en la gran ciudad? —me preguntó.
—¿Disculpe?
—Decía… —se interrumpió, suspiró, encogió los hombros estrechos—. Sube, hijo.
Encontré un asiento en la parte de atrás del autobús, entre los negros y los mexicanos, detrás de los soldados y los marineros y las mujeres de aspecto sureño. Poco después todos viajábamos sanos, salvos y confortables, a través de los atascos de las calles, hacia el norte, hacia el desierto, la libertad y la guerra.
Cuando, un rato más tarde, en plena hora de la siesta, el autobús paró ante el mixto de oficina de correos, tienda de comestibles y parada de autobús que era el garito de Hayduke en Baker, a mí aún no se me había ocurrido dónde podría esconderme durante el resto de aquel interminable día de agosto.
Dos personas se bajaron del autobús. Las seguí de cerca y, cuando entraron en la tienda de Hayduke, yo entré detrás de ellas. Por suerte para mí, no había nadie para atender a los clientes excepto el viejo Hayduke, que estaba ocupado clasificando el correo tras la reja de su cochambrosa oficina.
Los dos extraños se le acercaron; yo pasé de largo y me escabullí en el servicio de caballeros. Cerré el pestillo, trepé al lavabo y miré por la ventanita entreabierta.
No había mucho que ver: una parcela que se extendía desnuda hasta una valla a un kilómetro de distancia, atravesada por un camino por el que en aquellos momentos no pasaban coches. No podría marcharme en esa dirección sin que nadie me viera. Y tal y como yo concebía mi plan, tenía que volver al rancho sin que nadie se diera cuenta y, una vez allí, permanecer también escondido hasta que llegase el día señalado en que el viejo me necesitara.
Un cliente intentó abrir la puerta del servicio, no pudo, lanzó un juramento y se marchó. Pero volvería, y si no, otro lo haría. Miré hacia arriba y encontré lo que esperaba: una trampilla. Poniéndome de pie sobre la cisterna del váter, pude alcanzarla y abrirla. Pero antes de internarme en la negrura del ático, desatranqué la puerta del baño, una vez me hube asegurado de que nadie esperaba al otro lado.
Rápidamente, para que nadie tuviera la oportunidad de pillarme, me alcé a través del agujero del techo y volví a colocar la trampilla en su sitio.
Allí dentro estaba negro como la noche y no había nada en lo que apoyarse salvo las traviesas del techo. Un entramado de vigas no es que digamos la mejor cama del mundo. Esperé a que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad y miré a mi alrededor.
A poco más de un metro había una puerta en un tabique del ático. La atravesé y me encontré en el desván de Hayduke, iluminado por una ventana que daba a la calle principal de Baker. Aquello mejoraba considerablemente mi situación. Además, el desván tenía suelo y albergaba unos pocos muebles viejos. A excepción del calor asfixiante, no había mucho de lo que quejarse. Me senté junto a la ventana y, tras contemplar durante un rato la calle casi vacía, me quedé dormido.
Me desperté hacia el anochecer, con una sed terrible y las tripas rugiéndome de hambre. Además, el aire cargado y el calor me provocaron náuseas. Agucé el oído, atento a cualquier ruido de actividad en la tienda y la oficina de correos que tenía debajo. No oí nada. Sin lugar a dudas, el viejo Hayduke se habría marchado a casa hacía horas. Abrí otra trampilla, mucho mayor que la que se encontraba sobre el servicio de caballeros, y bajé por una escalerilla de madera clavada a la pared.
Una sola bombilla eléctrica brillaba débilmente en la oficina de correos tras el muro de buzones, sin apenas modificar la luz crepuscular que inundaba el establecimiento. Un hombre pasó por delante caminando y oí sus botas repiquetear sobre el pavimento. Fui gateando hasta la nevera de las bebidas sin alcohol y cogí un refresco de naranja. Me sentó bien. Me bebí otro refresco, gateé hasta donde estaba la bollería y me comí seis magdalenas de chocolate, que volvieron a despertarme la sed. Volví gateando hasta la nevera y me bebí dos refrescos de naranja más.
Aquello era un robo, por supuesto. Tras una lucha titánica con mi conciencia, decidí no dejar ningún dinero en la caja registradora de Hayduke. No porque no pudiese permitírmelo —todavía me quedaban diez dólares—, sino principalmente porque robar me producía un placer profundo y auténtico. Comí más magdalenas, bebí más refresco y esperé a que cayera la noche.
Cuando lo hizo, me dirigí a gatas hasta la puerta trasera y me escurrí al exterior, sumiéndome en el bendito frescor de la oscuridad. Por primera vez en cinco horas tuve la posibilidad y me sentí libre de ponerme de pie.
El descampado se abría hacia el este. Caminé en dirección sur por detrás de los edificios desperdigados de Baker, crucé la autopista a un kilómetro de distancia del pueblo y me dirigí al noroeste, hacia el camino que conducía al Box V.
Tal vez estuviera un poco desorientado. Aunque las luces del pueblo me servían de guía, tardé una hora en llegar al camino. Y a esas alturas ya volvía a estar hambriento y sediento. Me maldije por haberme olvidado de traer comida y bebida de la tienda de Hayduke. Pero ya era demasiado tarde.
Me dirigí hacia el oeste a paso firme, sintiéndome tan ligero como una planta rodadora, a pesar del hambre y la sed, o quizá a causa de ellas. Caminaba alegremente mientras contemplaba las evoluciones de las estrellas y, una por una, iba cantando todas las canciones que Lee me había enseñado aquel verano. La luna no saldría esa noche, pero mi visión nocturna era buena. El camino se extendía frente a mí tan claro como una autopista iluminada.
No pasó mucho tiempo, sin embargo, hasta que empecé a cansarme. Me acosté en la arena de la cuneta para descansar y me quedé dormido, no sé cuánto tiempo, hasta que el aire frío de la noche me caló los huesos, me desperté y seguí caminando.
Un avión pasó tronando por el cielo, con el dispositivo de poscombustión incandescente como una estrella roja. Entonces oí otro ruido: un automóvil. Miré hacia atrás y vi un par de luces que titilaban a poca distancia, rebotando hacia mí sobre los baches del camino.
Presa del pánico, me alejé de él corriendo hasta chocar con una valla de alambre de espino. El desierto llano y abierto me rodeaba. No tenía dónde esconderme. A gatas, crucé la valla, que volvió a desgarrarme la chaqueta, y me oculté tras una mata de planta de sal, estirándome boca abajo sobre la arena. A mi lado algo emitió un zumbido agudo. Por un instante no comprendí lo que era. Supongo que asumí inconscientemente que era una langosta, hasta que vi los anillos oscuros y la cabeza en forma de pica levantarse a poca distancia de mi mano extendida; entonces, sin pensarlo siquiera, escapé de allí rodando, corrí hasta la siguiente planta de sal y volví a arrojarme al suelo.
El coche pasó de largo, con los faros traseros reluciendo a través del polvo. ¿Sería el coche de Lee? No podía estar seguro; era posible. Me levanté y eché a andar hacia el camino. Fue entonces cuando me asaltó de repente el terror, al tomar plena conciencia de lo que podía haber supuesto aquel cordel vibrante de veneno. Tuve que sentarme y descansar un poco más hasta que por fin el corazón dejó de latirme como una locomotora y mis nervios se hubieron calmado lo suficiente como para retomar el control de mis músculos y extremidades.
Exhausto como un ternero recién marcado, atravesé gateando el alambre de espino y retomé la marcha tambaleándome, en pos del runrún del coche que iba apagándose y de las minúsculas lucecitas rojas. Éstas desaparecieron enseguida y el ruido del motor se perdió en la distancia por completo. Continué mi pesado avance bajo el silencio de las estrellas, con la cabeza gacha y los brazos colgando como muertos; las manos me pesaban como dos piedras.
Horas más tarde —o lo que se me antojó como horas más tarde— avisté los límites del rancho del abuelo, el gran portón cuadrado que se alzaba negro contra el azul oscuro de la noche. Hasta que casi hube llegado a él no vi el jeep aparcado junto a la entrada, ni el brillo de los cascos, ni el fulgor de un cigarrillo incandescente, ni oí el murmullo de voces ni el zumbido eléctrico de una radio.
Me detuve y observé la escena, tan aturdido por el hambre, la sed y la fatiga que apenas me importaba ya si me descubrían o no. Al final decidí no rendirme, no aún, y di un largo rodeo para esquivar el jeep y el portón, trepé un par de vallas y volví a dirigirme hacia el camino una vez estuve lo bastante lejos de los guardias.
Por lo menos ahora sabía dónde estaba. El cuartel general del rancho —casa, comida, agua y una cama— no se encontraba a más de cinco kilómetros de distancia. Esa idea me dio fuerzas para seguir adelante. Continué la marcha arrastrando los pies por el polvo, tropezando en los salientes de las rocas enterradas, soñando con agua y carne —sí, era carne lo que me apetecía ahora— y un rincón oculto donde acostarme a dormir durante unos cuantos días.
Unos faros delanteros emergieron del lecho del Río Salado y me apuntaron desde el otro lado. Volví a escapar aprisa del camino y a esconderme tras un arbusto, asegurándome antes de que no había ninguna serpiente de cascabel esperándome. El coche se acercó, atravesando a gran velocidad las llanuras de álcali y reduciendo la marcha al subir por la ladera entre las rocas. Lo vi pasar, demasiado cansado como para sentir más que una leve curiosidad. Pero esta vez estaba seguro de que era el coche de Lee, y me pareció ver a dos hombres en los asientos delanteros. Eso significaba que el abuelo había abandonado el rancho para unirse a mi búsqueda.
Me llevó otra hora comprender el posible significado de aquello. Cuando por fin me di cuenta, ya era demasiado tarde. Me incorporé, corrí hacia la carretera y grité con todas mis fuerzas hacia los faros traseros que se alejaban:
—¡Abuelo! ¡Lee! ¡Parad! ¡Esperadme! ¡Abuelo…!
Demasiado tarde: el coche siguió avanzando, las luces se perdieron en la distancia. ¿Cómo iban a oírme? Las lágrimas me surcaron el rostro mientras yo, de pie en medio del camino, contemplaba impotente las luces del coche fundirse en la oscuridad, y oía el quejido del motor volverse más y más débil y desvanecerse al ascender hacia el cielo interminable.
¿Qué podía hacer ahora? No lo sabía. No se me ocurría absolutamente nada. Me volví hacia las llanuras y con un esfuerzo inmenso caminé y caminé y caminé, bajé la pendiente, crucé el kilómetro y medio del lago seco, dejé atrás los corrales grandes y los cargaderos, subí la cresta que quedaba más allá de ellos y luego bajé por el último kilómetro y medio de camino serpenteante que me separaba del Salado y de los edificios del rancho.
Cuando por fin llegué, estaba demasiado cansado para comer. En lugar de ir hacia la casa, me dirigí directamente al corral y al establo, aferrado aún a la idea de que tenía que esconderme.
Me escurrí por entre las traviesas del corral, bebí hasta saciarme de la tubería que chorreaba sobre el abrevadero y me tambaleé hasta el cuarto de arreos.
Lo último que vi, antes de arrebujarme en una mantilla y desplomarme sobre la paja, en el suelo, fue la pálida cinta del alba sobre la barranca. Los párpados se me cerraron, la cabeza dejó de darme vueltas, las lágrimas se evaporaron de mis mejillas y el mundo, el mundo entero en toda su amplitud, con sus montañas, sus policías, sus pumas, sus caballos, sus mujeres y sus hombres se derritió como si fuera un sueño.