5

Creo que fue unas dos semanas después cuando los funcionarios públicos se llevaron nuestro ganado.

Regresábamos al rancho con el crepúsculo, cegados por los últimos rayos del sol, que nos daban directamente en los ojos a través del parabrisas. En la trasera de la camioneta llevábamos comida por valor de cincuenta dólares, en su mayoría latas de conserva y frijoles secos. El viejo se preparaba para un largo asedio.

También habíamos recogido el correo: para mí, una carta de mi madre; para el abuelo, varias cartas de la Administración de Estados Unidos.

El viejo estaba un poco achispado, pero conducía sin dar demasiados bandazos. La camioneta rebotaba en los baches del camino al acercarse a la entrada de la verja, a sesenta y cinco kilómetros por hora.

El abuelo pisó el pedal del freno y la camioneta derrapó y se detuvo. Pero antes de bajarme a abrir el portón, nos dimos cuenta de que algo iba mal: el portón ya estaba abierto de par en par.

—¿Qué demonios estarán haciendo ahora? —murmuró el viejo.

Cruzó el umbral y frenó. Me bajé para cerrar el portón. Vi unos carteles de acero nuevos que brillaban colgados de los postes del portón:

 

PROPIEDAD DEL GOBIERNO DE ESTADOS UNIDOS.

NO PASAR

 

Se referían a nuestro rancho. Intenté arrancar aquellos engendros con las manos desnudas y sólo conseguí romperme una uña. El viejo vio lo que estaba haciendo y salió de la camioneta con un martillo de orejas en las manos. Arrancó los carteles de los postes y los arrojó lejos, a la maleza.

Volvimos a la camioneta. Y al poco nos detuvimos.

Una nube de polvo gigantesca se estaba levantando sobre las llanuras de sal donde se hallaban nuestros principales cargaderos para el ganado. En la base de la polvareda podíamos ver las siluetas pequeñas y borrosas de las reses, los caballos, los hombres y las máquinas. A través del aire sereno de la tarde nos llegaba el murmullo grave, amortiguado por la distancia, de la actividad animal.

Un coche se acercaba por el camino procedente de las llanuras, un jeep azul del Ejército del Aire donde brillaban los cascos blancos de la Policía Aérea.

Por costumbre, el abuelo alargó la mano hacia el revólver que llevaba en la guantera. Luego se acordó de mí y dejó caer la mano.

—Aún no vamos a presentar batalla —dijo, mientras entornaba los ojos a la luz del sol y daba caladas a su puro—. Todavía no. —Se colocó las manos en las caderas y esperó.

El jeep se aproximó aún más, con el motor quejumbroso por el esfuerzo y las ruedas lanzando densas cortinas de polvo amarillo, y se detuvo junto a nuestra camioneta. El conductor permaneció al volante, pero el capitán que iba sentado junto a él se apeó y vino hacia nosotros.

—¿Señor Vogelin? —preguntó, ofreciéndole la mano derecha a mi abuelo.

El viejo se negó a estrecharle la mano. Estaba un poco cansado de darles la mano a sus enemigos.

—Soy Vogelin —dijo—. Salgan de mi propiedad.

El capitán, un hombre joven y guapo, palideció ligeramente, pero no perdió la compostura.

—Lo siento mucho, caballero. Este terreno es propiedad del Estado.

—Y un cuerno —soltó el abuelo—. Ésta es mi casa. ¿Qué están haciendo aquí? —Señaló la polvareda que aumentaba sobre la llanura.

—Le estábamos esperando, señor Vogelin. Por eso he venido a buscarle. Siento tener que ser yo el que se lo comunique, caballero. Tenemos órdenes de reunir su ganado y sus caballos y sacarlos del rancho.

Yo observaba al viejo fijamente, seguro de encontrar en él una fuente de fuerza y valentía, y no pude detectar ningún cambio en la expresión pétrea de su rostro. Salvo, quizá, que se volvió aún más pétrea. Quizá más dura incluso que la piedra. El viejo daba la impresión de que podía convertirse en un hombre de metal ante mis propios ojos.

—Esas reses no están en venta —dijo el abuelo lentamente, mirando no al capitán, sino a lo que sucedía en las llanuras—. Están ustedes cargando mi ganado —dijo.

Agucé la vista todo lo que pude y a través del polvo vi una hilera de camiones enormes en el camino junto a la rampa de carga central. Seis, siete, ocho camiones… no estaba seguro.

—Sí, señor —respondió el capitán—. Sólo nos falta un camión por llenar.

—Sabían que no estaba en casa.

—Sí, señor. Nos ordenaron proceder de esta manera.

Aún sin mirar al capitán, el abuelo dijo:

—Es una forma un poco cobarde de actuar, ¿no le parece?

Esta vez el capitán no se inmutó.

—Sí, señor —dijo—. Estoy de acuerdo con usted. Pero… —Calló, dudó.

—¡Demonios! Son ustedes una verdadera multitud, por lo que parece —protestó el abuelo—. Cada dos días una cara nueva. —Abruptamente, el abuelo cambió de tercio—. ¿Qué le ha pasado a Eloy? Sólo por encima de su cadáver habrían hecho algo así.

—¿Eloy? —dijo el capitán—. ¿Eloy…? ¿Se refiere usted a Peralta?

—Eloy Peralta —repitió el abuelo. Observaba las operaciones de carga a través del polvo y el resplandor cruel del sol.

—Si se refiere a su empleado… —El capitán hizo una pausa para lamerse el sudor del labio superior—. Si se refiere a Peralta, lamento comunicarle que le hemos detenido. De hecho, ya está en el calabozo. Nos dio unos cuantos problemas esta mañana…

—Debería haberme quedado en casa —dijo el abuelo—. Debería haber dejado que Lee trajera… —En voz más alta, preguntó—: ¿Se encuentra bien?

—¿Quién?

—Eloy, ¿se encuentra bien?

—Sí, señor Vogelin, no resultó herido. Nadie resultó herido, de hecho. Nos estamos esforzando para que la operación se lleve a cabo con limpieza, decoro y cortesía.

El capitán malgastaba su ironía con mi abuelo. El viejo no se molestaba en sonreír, ni se dignó mirarle. Mantenía la vista apartada de él, como si se encontrara frente a algo inmundo. Tras un silencio considerable y elocuente, se volvió hacia mí.

—Vámonos, Billy.

El oficial hizo un ademán nervioso.

—¿No tratará de interferir, verdad, señor Vogelin?

El hombre armado que iba al volante del jeep mantenía sus ojillos inyectados en sangre fijos en nosotros, con una sonrisa convulsa e intranquila en los labios. Un segundo policía aéreo iba sentado en el asiento de atrás. También él nos miraba con los ojos brillantes y el rostro bañado en sudor.

Aquellos dos hombres sentados en el jeep, sudorosos, callados, inmóviles, con armas automáticas enfundadas en las anchas caderas, me hicieron sentir náuseas.

—No —respondió el abuelo. Se subió a la camioneta y yo me subí a su lado.

—Tengo que pedirle que no interfiera —dijo el capitán con mucha seriedad, acercándose a la camioneta y colocando la mano en el marco de la ventana con el cristal bajado para retener al abuelo—. Entienda, señor Vogelin, que tengo órdenes de impedir cualquier tipo de interferencia con los bienes durante esta, eh, esta operación. El procedimiento es completamente legal.

—Un robo legal —dijo el abuelo. Encendió el motor—. Un robo legal. No —añadió, mientras metía la marcha corta—, no voy a interferir. Llévese a las pobres bestias. Lléveselas a todas; a fin de cuentas se están muriendo de hambre. Pero no intenten mandarme el dinero. No quiero dinero de manos de ladrones.

Pisó el embrague y nos pusimos en marcha. Miré hacia atrás por la ventanilla y vi al capitán caminando hacia el jeep con paso enérgico y subiéndose a él. Se disponían a seguirnos.

El sol se puso de repente al acercarnos a la llanura. El primero de los camiones de ganado se aproximó a nosotros, con los faros alumbrando a través del polvo y el crepúsculo. Después de ése llegaron otros: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. El abuelo se salió del camino. Paramos para contemplar el paso de la caravana. Cada camión transportaba unas veinticinco cabezas de ganado, los últimos restos del rebaño del Box V.

Uno de los camioneros nos saludó con la mano al pasar.

—¡Hola, John! —gritó.

El abuelo estaba mirando hacia otro lado.

Los camiones pasaron rugiendo, todos cargados de seres vivos: a través de las rejillas pude vislumbrar trozos de ijadas pardas y ojos como platos, y oí los mugidos de los terneros.

Detrás de los camiones iba una camioneta de media tonelada con dos caballos de silla —que no eran nuestros— en la trasera y dos vaqueros un tanto extraños en la cabina del conductor. Nos saludaron hoscamente, nosotros ni los miramos. Tras ella apareció otro jeep del Ejército del Aire, cubierto de polvo y cargado de soldados también polvorientos. Nos miraron mientras les mirábamos.

Nos disponíamos a marcharnos a casa cuando el primer jeep nos dio alcance y el capitán se apeó y vino a vernos de nuevo, aunque nadie le había llamado. Su rostro pulcro y bienintencionado nos hizo frente a través de la ventanilla abierta del lado del abuelo.

Le hicimos caso omiso durante un momento.

—¿Señor Vogelin? —dijo.

El abuelo no contestó.

—Señor Vogelin —repitió el capitán—. Quisiera disculparme por la parte que me ha tocado en este triste asunto. Toda la situación me avergüenza profundamente y no quería participar en ella de ningún modo, pero… pero no he podido librarme. —Sonrió, una sonrisa pesarosa—. Trabajo para el Gobierno. Tengo que hacer lo que me ordenan.

—No, no tiene que hacerlo —dijo el abuelo.

—¿Acepta usted mi disculpa?

El abuelo le miró por vez primera.

—No se preocupe por ello, hijo. Pero, por favor, salga de mi rancho y no vuelva jamás.

El rostro del capitán desapareció cuando el abuelo pisó el acelerador y la camioneta se puso en marcha. El abuelo no miró atrás ni una sola vez, pero yo sí lo hice, y vi la caravana de camiones y jeeps serpenteando hacia el este bajo cortinas de polvo dorado, llevándose con ellos el alma que animaba la vida de mi abuelo.

—Espero que se acuerden de cerrar el portón —dijo el abuelo en un susurro.

¿Por qué?, pensé. Ya no necesitamos portones. Ya no necesitamos vallas. Me entraron ganas de llorar. Me costó mucho trabajo contenerme, pero decidí esperar hasta quedarme solo. Si el abuelo no lloraba, yo tampoco iba a hacerlo.

Aquella tarde la puesta de sol sobre las montañas fue fastuosa: un circo brillante y jubiloso de nubes escarlata en un cielo radiante. El espectáculo me llenó de asco.

Llegamos a casa y aparcamos junto a la puerta de entrada para descargar nuestras provisiones de guerra. Crucita estaba sentada en la veranda con sus cinco hijos, esperándonos. Empezó a sollozar cuando nos acercamos a ella con pasos pesados.

—¡Señor Vogelin! —clamó—. ¡Señor Vogelin! —Y se acercó tambaleante al viejo, secándose su hermoso rostro con el delantal.

El abuelo le acarició los hombros.

—No llores, Crucita, no pasa nada. Todavía no estamos acabados. —Ella siguió gimoteando, apoyándose en él—. Por favor, no llores —dijo con ternura—. Prepáranos algo de comer. Tenemos hambre. El chico tiene hambre.

Mentiroso. Y yo tampoco tenía hambre. No tenía hambre de nada más que de guerra y venganza.

Los niños, morenos y sucios, solemnes como una hilera de búhos, estaban sentados en silencio y nos observaban.

—La comida está lista —avisó Crucita—. Ahora se la caliento un poquito.

Se dio la vuelta y entró en la casa delante de nosotros, que la seguimos cargados con nuestras cajas de raciones de combate. La casa estaba sombría y fresca, llena de penumbra oscura, colmada de un aire pesaroso, de desastre.

El abuelo encendió un par de lámparas de keroseno, mientras Crucita atendía a los frijoles, las patatas, la carne, los tacos, las enchiladas y el café sobre las llamas azules del fogón de gas.

—Siéntense —dijo—. Yo les sirvo.

Nos quitamos algo del polvo que nos cubría las manos y la cara bajo el grifo. El agua salía tibia tras haber estado todo el día en el depósito. Nos sentamos a la mesa y Crucita nos llenó los platos de comida.

—Mi Eloy —lloriqueó, de pie frente a nosotros con la cacerola— intentó pararlos, señor Vogelin. Pero eran muchísimos. No pudo hacer nada. Lo esposaron, lo llevaron al pueblo y creo que lo metieron al calabozo.

—Ya lo sé, Crucita —dijo el abuelo—. Volveremos al pueblo esta noche, pagaremos la fianza y le soltarán. —Jugueteó con la comida en el plato—. Pero tú y Eloy no podéis quedaros aquí más tiempo. Tendréis que marcharos hasta que este asunto se haya resuelto.

No me gustó cómo sonó aquella frase. Entonces pensé lo que diría la próxima carta de mi madre: «El colegio empieza dentro de tres semanas. Vuelve a casa inmediatamente».

Crucita, ni que decir tiene, protestó contra la orden del abuelo y juró que Eloy y ella no le abandonarían, que pelearían con él hasta el final. Así que el abuelo dijo que dejaría que Eloy se pudriera en la cárcel del condado, si ella así lo prefería. Y le ordenó que hiciera las maletas y estuviera lista para marcharse en una hora. Crucita se negó. El viejo se puso a gritarle. Y por fin ella dio su brazo a torcer y salió de la cocina, sollozando y lamentándose, y se dirigió a su propia casa con los niños trotando a su alrededor.

—¿Dónde está Lee? —me dijo el abuelo en un susurro.

Yo estaba preguntándome lo mismo. A regañadientes, nos obligamos a comer algo, nos levantamos, apilamos los platos en el fregadero (aunque esta vez no para Crucita) y fuimos a la camioneta a buscar el resto de nuestras provisiones.

El viejo acometió la tarea de fortificar la casa. Cerramos los pesados postigos de madera y pasamos los pestillos interiores. Acerrojamos y atrancamos la puerta de la cocina y la trasera y apilamos colchones contra ambas, sujetándolos con mesas, sillas y cabeceros de camas. Llenamos de agua la bañera y todos nuestros cubos, frascos de conservas y jarras de ron, por si al enemigo se le ocurría intentar cortarnos el suministro que venía del depósito. Dejamos abierta de momento la puerta principal, pues esperábamos que aún pasarían varias horas, o incluso días, hasta que empezara el asedio.

No había mucho más que hacer por el momento. El viejo me mandó a la casa de los Peralta para que comprobase si Crucita estaba lista.

Me habían gustado los preparativos militares —parecían tan prácticos—, pero este recado infantil me fastidió. Mientras avanzaba arrastrando los pies en la penumbra de agosto bajo los álamos rumorosos, percibiendo distraído el escándalo que armaban los caracateyes sobre el lecho seco del río, resolví hacer algo dramático y significativo. Aunque no sabía muy bien qué. En primer lugar, volvería a robar el revólver que estaba en la camioneta y me aseguraría de que permaneciera en mi posesión. Por algo se empieza.

Pasé junto al corral. Allí había tres caballos esperando, deseosos de grano. Eran Blue, Skilletfoot y el semental del abuelo, Rocky. Los demás ya no estaban.

Entré en la casa de los Peralta por la puerta principal, que se hallaba abierta, y me vi en una estancia calurosa y atestada donde Crucita estaba sentada en medio de un caos de cajas de cartón y maletas viejas. Llenaba un baúl de ropa y utensilios caseros. Las estampas sagradas todavía colgaban de las paredes: Jesucristo con el corazón sangrante, la Virgen con el Niño, ambos con pinta de gringos, y una fotografía coloreada del Papa, con su mitra y su báculo.

Crucita seguía llorando un poco mientras trabajaba, pero reparé en que se había lavado la cara y se había peinado, y los niños, que corrían por la casa, ahora transformada, tenían un aspecto limpio y aseado. Ella era capaz de aceptar lo inevitable: el abuelo y yo, no.

Me pregunté adonde iría. Mientras la ayudaba a acabar de rellenar el baúl, me lo contó sin que yo le dijera nada: ella y los niños se quedarían con unos parientes en El Paso hasta que el señor Vogelin los mandara a buscar; Eloy trabajaría para su hermano, que tenía un pequeño bar y una bodega en Las Cruces, a sólo treinta y dos kilómetros de El Paso. Se las arreglarían.

Oí un coche que se acercaba por las barrancas. Dejé a Crucita, salí corriendo y vi el automóvil acercarse. Era Lee con su cochazo. Los faros barrieron el patio, giraron dejando atrás el corral y los ojos brillantes de los caballos y enfocaron la camioneta del abuelo al detenerse. Las luces se apagaron. Corrí a saludarle.

Tenía el semblante muy serio, pero me dedicó una sonrisa cuando le agarré el brazo.

—Hola, Billy, ¿por qué estás tan alterado? ¿Dónde está el viejo?

—Dentro de casa. Jo, Lee, cómo me alegro de que hayas venido.

Me rodeó los hombros con el brazo.

—Espero que no sea demasiado tarde.

Entramos en la casa y encontramos al abuelo junto a la chimenea del salón, limpiando su escopeta y su carabina a la luz de las lámparas de keroseno.

—Esto parece la guerra —dijo Lee, con una sonrisa cansada.

El abuelo musitó alguna clase de respuesta mientras extraía un trapo blanco y limpio del cañón de la carabina. Con el mecanismo abierto, levantó el arma hacia la luz y miró a través del cañón.

—¿Dónde te habías metido? —preguntó.

—¿Qué? Acabo de enterarme —dijo Lee—. Esos cerdos miserables… John, tengo que decirte que es la jugada más sucia y rastrera que he visto nunca. Cobarde y marrullera. Una historia así debería publicarse en todos los periódicos del país. A lo mejor se publica. Quizá, si consiguiéramos darle suficiente publicidad, todavía podríamos espantar al Ejército del Aire. Cosas más raras se han visto.

El abuelo no dijo nada, se limitó a abrir la escopeta de doble cañón.

—No necesitamos publicidad —dije, a sabiendas de que me metía donde no me llamaban—. Necesitamos munición. —Me acordé del revólver en la camioneta. Me dirigí hacia la puerta.

—Quédate aquí, Billy —ordenó el viejo—. Mantén las patitas alejadas de ese revólver.

Lee se me acercó y me palmeó el hombro.

—Es un buen chico, John. Deberías sentirte inmensamente agradecido de tener contigo a un chaval como éste.

El viejo miró hacia la luz de la lámpara a través de los cañones de la escopeta.

—Tienen bastante buena pinta —farfulló. Pero enganchó un trapo nuevo a la baqueta de limpieza.

Se produjo un breve silencio mientras le observábamos trabajar. Lee dijo:

—Supongo que estás seguro de que esto es lo que quieres hacer. Es decir, enfrentarte con ellos y echarlos a tiros.

—Bueno… —El abuelo miró a Lee con una sonrisa maliciosa—. Es el método tradicional.

Lee calló de nuevo antes de preguntar:

—¿De verdad estás planeando… de verdad esperas un ataque? —Contempló las ventanas atrancadas.

—Hoy se han llevado casi todo mi ganado —dijo el viejo—. Me imagino que yo soy el siguiente. —Miró alrededor, buscándome—. ¿Crucita está lista?

—Sí, señor. Casi.

El abuelo se volvió hacia Lee.

—¿Quieres echarme un cable esta noche?

Lee levantó las manos en un gesto de sorpresa.

—¿A qué te crees que he venido?

—Sólo preguntaba. Bueno, pues si quieres ayudarme, ¿por qué no te llevas a Crucita y a los niños, pagas la fianza de Eloy, y los acercas a coger el autobús a El Paso? No, casi mejor, llévatelos directamente a El Paso. A ellos… y algo más.

Me levanté.

—Siéntate, Billy —me ordenó el abuelo.

Me senté. La puerta principal estaba abierta; un ejército de polillas de todo tipo se arremolinaba contra la mosquitera.

—Vale —dijo Lee—. ¿Esta noche?

—Ya. Ahora mismo.

—¿Tú te quedas?

—Claro. No volveré a salir del rancho. He aprendido la lección. La próxima vez será en una caja de madera, con los pies por delante, a menos que la Administración me deje en paz.

—No lo harán. —Lee me lanzó una mirada incómoda—. Billy…

—Llévatelo —le pidió el viejo—. Mételo en el tren. Y asegúrate…

—¡Un momento! —aullé, volviendo a levantarme.

—Y asegúrate de que sigue en el tren cuando salga de la estación.

—¡No! —chillé—. No. No me voy. Quiero quedarme. Por favor, abuelo.

—Su maleta está en la entrada —dijo el abuelo—. Ya está preparada. Llévatelo de aquí, Lee.

—Claro. —Lee volvió a mirarme, sonriendo pero claramente incómodo—. Me parece que te vas a casa, Billy.

—¡Por favor! —grité—, por favor, abuelo, no me obligue usted a marcharme. Ahora no. Me necesita. Quiero ayudarle. Por favor.

—Coge tu maleta, Billy.

—Yo la traigo. —Lee salió de la habitación y volvió al momento con mi equipaje en la mano—. ¿Está todo aquí? —nos preguntó.

—Yo no la he preparado —contesté con amargura.

—Sí, está todo —respondió el abuelo—. Todas sus cosas. Llévatelo, Lee. Si necesitas una cuerda, hay una en la camioneta.

—Mi sombrero —dije débilmente. Recogí el sombrero de paja estropeado y arrugado de la cornamenta de ciervo que estaba junto a la chimenea. Y cambié bruscamente de actitud—. No me voy. Señor, no me voy. No puede obligarme.

El viejo colocó la escopeta sobre la mesa. Se inclinó apoyándose en las manos y me miró detenidamente. Todavía tenía la colilla del puro en la boca.

—¿Qué es lo que has dicho? A lo mejor estoy un poco duro de oído esta noche.

—Vamos, Billy —dijo Lee, mientras yo miraba al abuelo con la boca abierta, buscando las palabras para mi súplica. Dios, ¿qué podía decir? Estaba aturdido por el asombro, la decepción y la impotencia.

Lee me rodeó suavemente el brazo con sus grandes dedos.

—Quedas detenido, Billy. Vámonos.

—Perdona que no te ofrezca un trago esta noche, Lee —se disculpó el abuelo—. Me concederás que lo primero es sacar de aquí a esta mujer y estos niños, y a Eloy de la cárcel, cuanto antes.

—Ya ha estado allí muchas veces —dijo Lee.

—Ya lo sé.

—¿Cómo? —prorrumpí—. ¿Cómo que mujer y niños? No soy un niño. No me llame usted niño.

—No se refería a ti, Billy.

—Quise decir a la mujer, a los niños y a Billy Vogelin Starr —dijo el abuelo—. Perdóname.

Lee aumentó la presión sobre mi brazo y me empujó suavemente hacia la puerta. Me incliné hacia delante. Mis piernas parecían paralizadas.

—¿Quieres que te lleve en brazos? —preguntó Lee.

Mis piernas empezaron a revivir.

—Iré andando. Dame la maleta. —Le quité la pesada maleta de la mano a Lee, me encasqueté el sombrero en la cabeza e inicié la marcha, arrastrando la carga. Antes de empujar la puerta mosquitera me detuve para hacer una última súplica al abuelo. Me daba la espalda y parecía enorme, como un oso—. Abuelo… —empecé.

—Adiós, Billy. —No se volvió a mirarme.

De repente dejé caer la maleta, corrí hasta él, le abracé por la cintura y empecé a sollozar. El viejo me apretó el hombro, me besó la frente y me empujó rudamente hacia Lee.

—Mándalo a casa, Lee. Por favor, sácalo de aquí.

Lee agarró la maleta con una mano y a mí con la otra, juntos salimos a trompicones de la casa y nos sumimos en la noche. A tientas llegamos hasta el enorme coche, bajo los árboles. Más allá de las hojas pendía un mar de estrellas titilantes. Lee me empujó al interior del automóvil y cerró de un portazo. Fuimos a casa de Crucita.