4
Pues bien, el verano prosiguió, cálido y seco y bello, tan bello que a uno se le partía el corazón al contemplarlo a sabiendas de que no era posible estar contemplándolo siempre: aquella luz brillante que vibraba sobre el desierto, las montañas moradas que campaban en el horizonte, las borlas rosas de los tamariscos, el cielo salvaje y solitario, los buitres negros que planeaban en el aire sobre los torbellinos, los cumulonimbos que se amontonaban muchas tardes y arrastraban tras de sí una cortina de agua que casi nunca tocaba la tierra, el silencio del mediodía, los suspiros de los caballos que se rebozaban en el polvo para secarse el sudor y espantar las moscas, los fascinantes amaneceres que inundaban la llanura y las praderas de una luz fabulosa, inverosímil, sagrada, los cactus cereus cuyas flores se abren y se cierran una sola noche, la luz de la luna que se colaba oblicua por la puerta abierta de mi habitación en el barracón, la imagen y el sonido de un chorro de agua fría surgiendo de un manantial tras un largo día al sol: podría enumerar los millares de cosas que vi y que nunca olvidaré, las mil maravillas y milagros que removían en mi interior algo que no podía comprender.
Pasamos junio y la mayor parte de julio sin que nos causaran muchos problemas ni la meteorología, ni DeSalius, ni la Administración de Estados Unidos. Algunas de las vacas enfermaron por comer espuela de caballero en las montañas, y cinco de ellas se hincharon y murieron. Es algo normal. Todas las demás salieron adelante, y aunque no se puede decir que engordaran, al menos no perdieron peso: se volvieron duras, secas y feroces. En otoño las enviaríamos al Medio Oeste para una ceba rápida a base de maíz y hierba antes de mandarlas al matadero. Así es la vida, al menos la de una vaca productora de carne. Lee Mackie venía a vernos todas las semanas y salía conmigo a hacer largas excursiones a caballo por las montañas. Me contaba historias de los viejos tiempos, cuando él era un muchachito, y de cómo había participado en la defensa del rancho contra las últimas incursiones de los apaches mescaleros. Todo mentiras, claro está, pero mentiras sanas, llenas de vigor, de romanticismo y de grandeza.
Lee estaba en el rancho el día en que se presentó allí el alguacil. Vino solo, vestido con un traje gris como un agente del FBI, aparentemente sin armas ni animosidad. Eso fue el 20 de julio, la fecha límite especificada en la orden de traslado definitiva del juez Fagergren.
El alguacil se apeó del coche y contempló la escena, al parecer sin inmutarse ante lo que veían sus ojos: los pollos paseándose por el patio, los perros ladrando a su alrededor, los hijos de los Peralta jugando bajo los árboles, la colada tendida a secar en la cuerda, Eloy arreglando el tejado del cobertizo para el heno, Lee Mackie herrando al viejo Skilletfoot, el abuelo remendando las correas de los estribos de su silla de montar.
Lee y yo estábamos planeando una excursión nocturna a caballo; saldríamos por la tarde. El viejo, ni que decir tiene, ya no se alejaba del rancho más que para hacer recados rápidos en el pueblo. Temía que las Fuerzas Armadas de Estados Unidos le confiscaran su casa en cuanto la perdiera de vista un segundo.
—Y bien, caballero —dijo el alguacil. Eso fue todo lo que dijo, de momento. Mirando a su alrededor con una expresión despreocupada y totalmente neutra, se quitó el sombrero, se secó la frente sudorosa con un pañuelo y volvió a ponerse el sombrero. No tenía demasiado aspecto de policía: era bajito, rollizo, de mediana edad y algo patizambo; su rostro era insulso e inocente como el de un cordero. Pero seguramente llevaría un revólver del calibre treinta y ocho con cañón recortado bajo el hombro de su holgado traje de verano, y en el coche tendría una ametralladora.
—Y bien, caballero —repitió, revelando su acento de Texas—. ¿Cómo le va, señor Vogelin? —Se dirigía a Lee.
Lee miró al hombre con dureza inquisitiva antes de responder:
—El señor Vogelin está ahí. —Señaló al abuelo con el dedo pulgar.
El alguacil se volvió hacia el viejo, sin inmutarse ante el escrutinio de Lee.
—Buenas noches, señor Vogelin. —Dijo «noches». Eran aproximadamente las cuatro de la tarde—. Me llamo Burr. El juez me manda a ver qué tal le va.
Al oír la palabra «juez», todos dejamos de trabajar y miramos al visitante.
—¿Es usted el alguacil? —preguntó el abuelo, mientras dejaba en el suelo su aguja de hierro y miraba al hombre con resolución resignada. A pesar de todas las pruebas que la razón le ofrecía, seguramente el viejo había abrigado de algún modo la esperanza de que aquel encuentro no se produjera nunca.
El alguacil asintió.
—Sí señor, soy el alguacil. —Metió la mano en el interior de la chaqueta y buscó algo a tientas. Noté cómo la mano de Lee se tensaba sobre mi hombro mientras a los dos nos asaltaba el mismo pensamiento absurdo: está buscando las esposas.
Pero no: como la mayoría de los que visitaban el rancho por aquellos días, sacó un documento.
—Verá usted, señor Vogelin, aquí tengo un papel que me han mandado entregarle.
Se lo tendió al abuelo. El abuelo no hizo ademán alguno de cogerlo. El alguacil se lo acercó más. El abuelo no pensaba mover un dedo para aceptarlo. Tras una pausa incómoda, el alguacil retiró el brazo tendido, desdobló el documento y lo examinó. Lo examinó durante mucho tiempo, al parecer le costaba entenderlo.
—Verá, señor Vogelin, le explico lo que pone en el papel; este papel es una prórroga de la Orden de Desalojo. —Levantó la vista para mirar al abuelo—. Supongo que ya sabe que tenía usted que haberse marchado de aquí, con todos sus bienes muebles, hoy a más tardar. —Calló y esperó a que el abuelo respondiera.
—Todavía estoy aquí —contestó el abuelo—. No voy a marcharme. No vamos a marcharnos.
—¿No? Bueno… —Se encogió de hombros—. Me parece que el juez ya supuso que usted seguiría por aquí. Este papel significa que tiene usted dos semanas más para desalojar el terreno. El tribunal le concede una prórroga aunque usted no la haya solicitado. Dos semanas más.
El alguacil farfullaba. Parecía soñoliento y aburrido. Era una tarde muy calurosa. Unos treinta y nueve grados a la sombra.
El abuelo no dijo nada. El alguacil esperó, sin decir nada tampoco. En medio del silencio todos podíamos oír el canto maniaco de las langostas.
—Estoy obligado a entregarle este papel, señor Vogelin.
El hombre volvió a ofrecer aquel documento de aspecto oficial a John Vogelin, y el viejo volvió a negarse a aceptarlo. El papel se quedó colgado en el aire entre los dos, suspendido de los dedos de un alguacil de Estados Unidos.
—No lo quiere —afirmó el alguacil.
El abuelo no respondió. Todos miramos al alguacil. La apatía parecía cernirse sobre él como las sombras de los árboles. Tenía los ojos entrecerrados. Me dio la impresión de que nos encontrábamos ante un tipo con alguna clase de retraso mental.
—Bueno, si no lo quiere, se lo dejo aquí.
Miró a su alrededor buscando un lugar donde colocar el papel. La superficie horizontal que le quedaba más a mano era el extremo de uno de los postes del corral. Allí colocó el documento, y al cabo de un par de segundos, la brisa se lo llevó volando al interior del corral, donde aterrizó entre el barro y el estiércol, junto al abrevadero, y espantó a dos mariposas amarillas.
El alguacil se metió las manos en los bolsillos, removió los pies y miró al suelo.
—Hay otra cosa que tengo que decirle, señor Vogelin. —Parpadeó y estornudó. Quizá tuviera la fiebre del heno—. Sí. Es sobre su ganado, señor Vogelin. —El alguacil parpadeó de nuevo con la vista fija en el suelo—. Si usted no lo traslada… lo trasladaremos nosotros. Y usted correrá con los gastos. Es lo que me han mandado decirle.
—Gracias —dijo el viejo.
—Tendremos que llevarnos las reses a El Paso y subastarlas. Lo que saquemos será… será para usted, menos los gastos. —El alguacil empezó a bostezar—. ¿Algo que preguntar antes de que me vaya, señor Vogelin?
—¿Cuántos hombres traerá con usted la próxima vez? —preguntó el abuelo.
El alguacil se rascó el cuello y se balanceó de un pie al otro, reflexionando sobre la materia.
—¡Vaya, yo qué sé, señor Vogelin! ¿Cuántos cree que me harán falta? —Nos miró de soslayo a mí y a Lee un momento y guiñó el ojo. No nos hizo ninguna gracia. Miró al suelo—. Supongo que traeré a todos los que pueda reunir —dijo.
—Necesitará más —le advirtió el abuelo.
El alguacil reprimió otro bostezo.
—Bueno, puede que tenga razón, señor Vogelin. Sí, señor, puede ser. Ya veremos. De todas formas, espero que no esté usted aquí… dentro de dos semanas.
—Aquí estaré. Esperándoles. —La voz del abuelo no aumentó de volumen, pero se cargó de oscura intensidad—. Y voy a decirle algo que más le vale entender bien: le pegaré un tiro al primero que se atreva a poner un pie en mi casa. Recuérdelo. Dígaselo a los periodistas si quiere. Mataré al primero que toque mi casa.
El alguacil sacudió la cabeza con tristeza.
—Vamos, vamos, señor Vogelin, no diga esas cosas. —Hablaba dirigiéndose al suelo, sin mirar al viejo—. Señor Vogelin, eso es un delito grave, amenazar a un agente de la autoridad. Por favor, no diga esas cosas.
De pronto el viejo perdió los estribos.
—¡Fuera de aquí! ¡Fuera de mi propiedad! ¡Está invadiendo una propiedad ajena! ¡Largo de aquí!
Los dedos de Lee me apretaban con fuerza el hombro.
—John —dijo con voz queda—. Tranquilo…
—Este terreno es ahora propiedad del Estado, señor Vogelin —informó el alguacil. Hizo una pausa y después remató la idea—. Usted es el que está invadiendo una propiedad ajena, señor Vogelin.
—¿Qué? —rugió el abuelo—. ¿Qué ha dicho?
Lee me soltó el hombro y se acercó al alguacil.
—Es mejor que se marche, jefe. Es mejor que se marche inmediatamente. —Clavó la vista en el hombre hasta que éste bajó la cabeza y miró al suelo.
—Ya me voy —dijo el alguacil. Retrocedió unos pasos, levantó una mano lánguida e hizo un movimiento vago en el aire, un gesto de despedida—. Nos vemos, supongo. Aunque ojalá que no. O sea, no aquí. Espero que nos veamos en otro sitio. —Nos dio la espalda y caminó hacia el coche con su paso desgarbado de tipo bajito, gordo y asimétrico. Las moscas revoloteaban en torno al fondillo de sus pantalones.
Le observamos meterse en el coche y alejarse conduciendo.
—Menudo payaso —masculló Lee.
—Le mataré como vuelva por aquí con sus traspiés y sus balbuceos —amenazó el abuelo.
—Menuda insolencia —dijo Lee—. Vaya forma de comportarse. Haciendo el payaso con asuntos serios. Qué mala educación y qué insolencia… insolencia de la peor clase.
El viejo Skilletfoot empezó a piafar y resoplar, mientras seguía esperando a que acabáramos de herrarle las pezuñas traseras. Lee descargó su rabia contra el caballo:
—¡Estate quieto, so! ¡So! ¡Maldito jamelgo malcriado de lomo raído, morro de camello, cola de escoba, cuello de borrego…! ¡So, so, te digo!
Y Skilletfoot obedeció.
Tras la cena, una vez que Crucita hubo lavado los platos y regresado con su verdadera familia, Lee y yo empezamos una partida de ajedrez en mi tablero de viaje. Lee no prestaba ninguna atención a la partida, sino que seguía discutiendo con el abuelo sobre el mismo tema tedioso e interminable. Le gané holgadamente en catorce jugadas, tras dejarle reducido al rey, el alfil, los dos caballos y unos pocos peones desperdigados.
Jugamos otra partida. Volví a ganarle. Pero no sólo estaba perdiendo la partida, también estaba perdiendo la disputa con el viejo. O al menos no la estaba ganando. Iniciamos una tercera partida.
—¡No! —tronó el viejo, con el puro en la mano—. ¡No! —rugió, como hizo miles de veces aquel verano—. ¡Este rancho no está en venta! ¡No está en venta, demonios! Soy demasiado viejo para mudarme. ¡Tendrán que sacarme de aquí en una caja de madera, rediós! Y, mira, a lo mejor por el camino hasta me llevo por delante a unos cuantos funcionarios públicos. —Aquello era una declaración firme, pronunciada sin la menor vacilación.
—Sólo tratan de cumplir con su deber, John.
—Yo también. Con mi deber.
—Hay una palabra que describe a los tipos como tú —dijo Lee, dirigiéndome una sonrisa pícara.
—Palabras, palabras.
—La palabra es… anacronismo.
—¿Anarquismo?
—También.
—Jaque —solté con rotundidad.
—No tengo miedo a las palabras —dijo el viejo—. Llámame lo que quieras. Mientras seas educado…
—Hombre, John, eso por descontado.
—Jaque —repetí—. Te toca mover, Lee.
—Cuento con tu apoyo hasta el final, Lee.
—¿Qué has dicho, Billy?
—Tu rey… está… en jaque.
—Ah, sí… Es verdad. ¿Y ahora qué hago con él?
Armándome de paciencia, señalé a la dama.
—Ella puede salvarte, Lee.
—Sí —dijo—, la dama. —Y miró su reloj de pulsera—. Se está haciendo un poco tarde.
—Sí —convino el abuelo.
—Te toca mover, Lee.