12Sobre la doctrina de nuestros sacerdotes

EN CUANTO A la doctrina de los círculos, puede resumirse brevemente en una sola máxima: «Atiende a tu configuración». Toda su doctrina, ya sea política, eclesiástica o moral, tiene por objeto la mejora de la configuración individual y colectiva… con especial referencia a la configuración de los círculos, a la que todos los demás objetivos se hallan subordinados.

Es mérito de los círculos el haber logrado reprimir con eficacia aquellas antiguas herejías que llevaban a los hombres a desperdiciar energías y sentimientos en la vana creencia de que la conducta depende de la voluntad, el esfuerzo, el adiestramiento, el estímulo, la alabanza o cualquier cosa que no sea la configuración. Fue Pantociclo (el ilustre círculo antes mencionado como el que sofocó la rebelión cromática) el que primero convenció a la humanidad de que la configuración hace al hombre; de que si, por ejemplo, naces isósceles con dos lados desiguales, te irá mal, seguro, a menos que te los hagas igualar, para cuyo fin has de acudir al hospital de isósceles; así mismo, si eres un triángulo, o un cuadrado, o incluso un polígono nacido con alguna irregularidad, te han de llevar a uno de los hospitales regulares a que te curen tu enfermedad; en caso contrario, acabarás tus días en la prisión del estado o a manos del ángulo del verdugo oficial.

Pantociclo atribuyó todas las faltas o defectos, desde la infracción más leve al crimen más atroz, a una desviación de la regularidad perfecta en la figura corporal, causada quizá (si no era congénita) por alguna colisión en una multitud; por olvidarse de hacer ejercicio o por hacer demasiado; o incluso por un cambio súbito de temperatura, consecuencia de un encogimiento o una expansión de alguna parte de la estructura demasiado sensible. Por tanto, para aquel ilustre filósofo, ni la mala ni la buena conducta justifican, en una consideración serena, ni la alabanza ni la vergüenza. Porque, ¿debes alabar, por ejemplo, la integridad de un cuadrado que defiende fielmente los intereses de su cliente o deberías más bien admirar la precisión exacta de sus ángulos rectos? O también, ¿por qué culpar a un isósceles ladrón y mentiroso cuando deberías más bien deplorar la desigualdad irreparable de sus lados?

Esta doctrina es teóricamente indiscutible; pero tiene inconvenientes prácticos. Al tratar con isósceles, si un granuja alega que roba porque no puede evitarlo a causa de su irregularidad, debes contestar que por esa misma razón, porque no puede evitar ser un incordio para sus vecinos, tú, el magistrado, no puedes evitar condenarle a ser consumido, y queda zanjado así el asunto. Pero en los pequeños problemas domésticos, donde la pena de destrucción, o muerte, queda descartada, hay ocasiones en que esta teoría de la configuración encaja mal; y he de confesar que a veces, cuando uno de mis nietos hexagonales alega como excusa de su desobediencia que un súbito cambio de temperatura le ha debilitado el perímetro, y que yo debería atribuir la culpa a su configuración y no a él, que lo único que necesita es que le fortalezcan con las golosinas más exquisitas, ni veo medio lógico de rebatirle ni de aceptar pese a ello, en la práctica, su conclusión.

Yo, por mi parte, pienso que es mejor considerar que un buen castigo o una severa regañina ejercen una influencia latente y fortificante en la configuración de mi nieto; aunque haya de confesar que no tengo ninguna base para pensar de esa manera. De todos modos, no soy el único que se salva así de ese dilema; pues he descubierto que muchos de los círculos más elevados, cuando ofician de jueces en tribunales de justicia, alaban y culpan a las figuras regulares e irregulares; y sé por experiencia que, en sus hogares, cuando regañan a sus hijos, hablan de «bien» y «mal» con la misma pasión y vehemencia que si creyeran que esos nombres representaran existencias reales, y que una figura humana es realmente capaz de elegir entre ellos.

Los círculos, que aplican constantemente su política de convertir la configuración en la idea rectora de toda inteligencia, invierten la naturaleza de ese mandato que regula las relaciones entre padres e hijos en Espaciolandia. Entre vosotros, se enseña a los hijos a honrar a sus padres; entre nosotros (aparte de los círculos, que son el objeto principal de universal homenaje) se enseña al hombre a honrar a su nieto, si lo tiene; o, si no, a su hijo. Pero «honrar» no significa sin embargo «indulgencia», sino una consideración reverente de sus más altos intereses; y los círculos enseñan que el deber de los padres es subordinar sus propios intereses a los de la descendencia, fomentando así el bienestar de todo el estado, además del de su propia descendencia inmediata.

El punto débil del sistema de los círculos (si puede un humilde cuadrado aventurarse a decir que alguna cosa circular contenga algún elemento de debilidad) me parece a mí que se halla en sus relaciones con las mujeres.

Como es de la máxima importancia para la sociedad el que se eviten los nacimientos de irregulares, se sigue de ello que ninguna mujer que tenga alguna irregularidad en su ascendencia es compañera adecuada para quien desee que su posteridad ascienda por grados regulares en la escala social.

La irregularidad de un varón es una cuestión de medición, pero como todas las mujeres son rectas, y por tanto podríamos decir que visiblemente regulares, hay que idear algún otro medio de establecer lo que debo llamar su irregularidad invisible, es decir, sus irregularidades potenciales en relación con sus posibles vástagos. Esto se realiza mediante un cuidadoso control del linaje, que supervisa y preserva el estado; y a la mujer que no tenga un linaje oficialmente convalidado no se le permite casarse.

Sería lógico suponer que los círculos (orgullosos de su ascendencia e interesados en una descendencia que podría quizás desembocar en el futuro en un círculo jefe) ponen más cuidado que nadie en elegir una esposa que no tenga ninguna mancha en su blasón. Pero no es así. Lo de poner cuidado en la elección de una esposa regular parece disminuir a medida que se asciende en la escala social. Nada podría inducir a un isósceles con aspiraciones, que tuviese esperanzas de engendrar un hijo equilátero, a tomar una esposa que cuente con una sola irregularidad entre sus ancestros; un cuadrado o pentágono, convencido de que su familia se halla en un firme proceso de ascensión, no investiga más allá de la generación número quinientos; un hexágono o dodecágono es aún más despreocupado respecto al linaje de su esposa; pero se ha conocido el caso de un círculo que tomó deliberadamente a una mujer que había tenido un bisabuelo irregular, y todo por causa de una cierta superioridad del lustre, o por el atractivo de una voz suave… que entre nosotros, aún más que entre vosotros, se considera «una cosa excelente en una mujer».

Tales matrimonios mal aconsejados son, como podría esperarse, estériles, si no desembocan en irregularidad positiva o en disminución de lados; pero ninguno de estos males ha resultado ser hasta ahora disuasión suficiente. La pérdida de unos cuantos lados en un polígono de elevado desarrollo no es fácil de apreciar, y se repara a veces mediante una operación con buenos resultados en el Instituto Neoterapéutico, como he explicado antes; y los círculos están demasiado dispuestos a aceptar la infecundidad como una ley del desarrollo superior. Sin embargo, si no se pone coto a ese mal, la gradual disminución de la clase circular puede muy pronto acelerarse, y puede no estar muy lejano el día en que, al no ser ya capaz la especie de producir un círculo jefe, caiga sin remedio la constitución de Planilandia.

Se me ocurren unas palabras más de advertencia, aunque no pueda mencionar fácilmente un remedio. El tema se relaciona también con nuestras relaciones con las mujeres. Hace unos trescientos años, el círculo jefe decretó que, puesto que las mujeres eran deficientes en lo referente a la razón, pero están abundantemente dotadas en lo relativo a la emoción, no se las debía seguir tratando como racionales, ni debían recibir ninguna educación intelectual. La consecuencia fue que no se les enseñó ya a leer, ni incluso a dominar la aritmética lo suficiente para permitirles contar los ángulos de su marido o de sus hijos; y, a causa de ello, su capacidad intelectual fue decayendo gradualmente de generación en generación. Y este sistema de quietismo o no educación de las mujeres prevalece aún.

Temo que esta política, aunque motivada por las mejores intenciones, se haya llevado tan lejos como para que repercuta dañinamente sobre el propio sexo masculino.

Porque la consecuencia es que, tal como están ahora las cosas, nosotros los varones tenemos que dirigir una especie de existencia bilingüe y casi podría decir que bimental. Con las mujeres hablamos de «amor», «deber», «bien», «mal», «piedad», «esperanza» y otros conceptos irracionales y emotivos, que no tienen existencia alguna, y cuya invención no tiene más objeto que el de controlar las exaltaciones femeninas; pero entre nosotros, y en nuestros libros, tenemos un vocabulario, y casi puedo decir un idioma, completamente distinto. «Amor» se convierte entonces en «la previsión de beneficios»; «deber» se convierte en «necesidad» o «aptitud» y se transmutan correspondientemente otras palabras. Además, utilizamos con las mujeres un lenguaje que indica la máxima deferencia hacia su sexo; y ellas creen a pies juntillas que ni el propio círculo jefe es objeto de más devota adoración de lo que lo son ellas. Pero a espaldas suyas se las considera y se habla de ellas (todos menos los muy jóvenes) como si fueran poco más que «organismos sin inteligencia».

También es completamente distinta nuestra teología en los aposentos de las mujeres que nuestra teología en otros lugares. Pero mi humilde temor es que este doble adiestramiento, tanto en el lenguaje como en el pensamiento, imponga una carga demasiado pesada a los jóvenes, sobre todo cuando se les aparta a los tres años de edad del cuidado materno y se les enseña a olvidar el viejo lenguaje (salvo con la finalidad de repetirlo en presencia de sus madres y ayas) y a aprender el vocabulario y el idioma de la ciencia. Creo que se aprecia ya una menor capacidad para captar la verdad matemática en el momento actual en comparación con el intelecto más robusto de nuestros ancestros de hace trescientos años. No digo nada ya del posible peligro que podría significar el que una mujer aprendiese alguna vez subrepticiamente a leer y transmitiese a su sexo el resultado de su repaso de una sola obra de literatura popular; ni de la posibilidad de que la indiscreción o la desobediencia de algún niño pudiese revelar a una madre los secretos del dialecto lógico. Considerando simplemente el debilitamiento del intelecto masculino, hago esta humilde apelación a las más altas autoridades para que reconsideren la normativa de la educación femenina.