10Sobre la represión de la sedición cromática
LA AGITACIÓN EN favor del proyecto de ley cromática universal continuó durante tres años; y pareció, hasta el último momento de ese período, que la anarquía estuviese destinada a triunfar.
Todo un ejército de polígonos, que luchaban como soldados rasos, fue totalmente aniquilado por una fuerza superior de triángulos isósceles; los cuadrados y los pentágonos, por su parte, se mantuvieron neutrales. Lo peor de todo fue que algunos de los círculos más capaces cayeron víctimas de la furia conyugal. Enfurecidas por la animosidad política, las esposas de muchas casas nobles aburrían a sus señores con ruegos de que abandonaran su oposición a la ley cromática; y algunas, al ver que sus súplicas resultaban infructuosas, se lanzaron sobre maridos e hijos inocentes y los mataron, pereciendo ellas mismas en el acto de la carnicería. Hay constancia de que durante esa agitación trienal perecieron en discordias domésticas veintitrés círculos como mínimo.
El peligro era realmente grande. Parecía que los sacerdotes no tuviesen otra alternativa que sometimiento o exterminio. Pero el curso de los acontecimientos cambió de pronto completamente por uno de esos pintorescos incidentes que los estadistas no deberían pasar por alto nunca, deberían prever a menudo y a veces quizás originar, teniendo en cuenta el vigor absurdamente desproporcionado con que apelan a las simpatías del populacho.
Sucedió que un isósceles de un tipo bajo, con un cerebro que apenas si superaba los cuatro grados, cuando estaba accidentalmente curioseando en los colores de un comerciante cuya tienda había sido saqueada, se pintó él mismo, o se hizo pintar (pues las versiones varían), con los doce colores de un dodecágono. Luego, entrando en la plaza del mercado, abordó con voz fingida a una doncella, que era la hija huérfana de un noble polígono, a cuyo amor había aspirado anteriormente en vano, y mediante una serie de engaños (ayudado, por una parte, por una cadena de accidentes afortunados demasiado larga para que la enumeremos aquí, y, por otra, por una fatuidad casi inconcebible y un desdén de las precauciones normales por parte de los parientes de la muchacha) consiguió consumar el matrimonio. La desdichada doncella se suicidó al descubrir el fraude del que había sido objeto.
Cuando la noticia de esta catástrofe se difundió de estado en estado hubo una gran conmoción entre las mujeres. La compasión por la infeliz víctima y la previsión de engaños similares de los que también podían ser objeto ellas, sus hermanas y sus hijas, las hicieron pasar a enfocar con una perspectiva completamente distinta el proyecto de ley cromática. Un buen número de ellas pasaron a declararse en contra de él; el resto no necesitó más que un pequeño estímulo para adoptar una posición similar. Los círculos, aprovechando esta oportunidad favorable, convocaron rápidamente una asamblea extraordinaria de los estados y se aseguraron de que asistiera a ella un gran número de mujeres reaccionarias, además de la guardia habitual de convictos.
En medio de una concurrencia sin precedentes, el círculo jefe de aquel período (que se llamaba Pantociclo) se levantó y fue saludado con los silbidos y abucheos de unos ciento veinte mil isósceles. Pero se aseguró el silencio declarando que en adelante los círculos adoptarían una política de claudicación; aceptarían el proyecto de ley cromática, sometiéndose a los deseos de la mayoría. La algarabía se convirtió inmediatamente en aplauso y el círculo jefe invitó entonces a los cromatistas, al caudillo de la sedición, a salir al centro de la cámara para recibir en representación de sus seguidores la sumisión de la jerarquía. Siguió luego un discurso, una obra maestra de retórica, que duró casi un día y al que ningún resumen puede hacer justicia.
En él declaró, con una apariencia seria de imparcialidad, que puesto que iban por fin a comprometerse ellos también con la reforma o innovación, era deseable que hiciesen un último repaso del perímetro de todo el asunto, de sus inconvenientes y de sus ventajas. Presentando gradualmente la mención de los peligros a los comerciantes, las clases profesionales y los caballeros, silenció los crecientes murmullos de los isósceles recordándoles que, pese a todos aquellos defectos, él estaba dispuesto a aceptar el proyecto si lo aprobaba la mayoría. Pero era evidente que todos, salvo los isósceles, estaban conmovidos por sus palabras y eran o neutrales o contrarios al proyecto de ley.
Volviéndose entonces a los trabajadores afirmó que no debían menospreciarse los intereses de éstos y que, si se proponían aceptar el proyecto de ley cromática, debían hacerlo al menos con pleno conocimiento de las consecuencias. Muchos de ellos, dijo, estaban a punto de ser admitidos en la clase de los triángulos regulares; otros preveían para sus hijos una distinción que no podían esperar para ellos mismos. Esa honorable ambición debería ser sacrificada ahora. Con la adopción universal del color, desaparecerían todas las distinciones; la regularidad se confundiría con la irregularidad; el progreso dejaría paso al retroceso; el trabajador quedaría degradado en unas cuantas generaciones al nivel de la clase militar e incluso de la presidiaria; el poder político estaría en manos del mayor número, es decir, de las clases delincuentes, que eran ya más numerosas que los trabajadores y que no tardarían en superar en número a todas las demás clases juntas, una vez quebrantadas las conocidas leyes naturales compensadoras.
Un murmullo apagado recorrió entonces las filas de los artesanos, y los cromatistas, alarmados, intentaron salir a la palestra y dirigirse a ellos. Pero su jefe se vio rodeado de guardias y obligado a guardar silencio mientras el círculo jefe con unas cuantas palabras apasionadas hacía un llamamiento final a las mujeres, proclamando que, si se aprobaba el proyecto de ley, ningún matrimonio sería ya seguro, ni estaría asegurado el honor de ninguna mujer; el fraude, el engaño, la hipocresía invadirían todos los hogares; la felicidad doméstica compartiría el destino de la constitución y fenecería en una destrucción acelerada. «Antes de esto», exclamó, «ven, muerte».
Ante estas palabras, que eran la señal acordada para entrar en acción, los presidiarios isósceles se lanzaron sobre los cromatistas y los traspasaron y destruyeron; las clases regulares abrieron sus filas y dejaron paso a una banda de mujeres que, bajo la dirección de los círculos, se desplazaron, invisible y certeramente, con la parte posterior primero, hacia los desprevenidos soldados; los artesanos, imitando el ejemplo de sus superiores, abrieron también sus filas. Bandas de presidiarios bloquearon al mismo tiempo todas las entradas con una falange impenetrable.
La batalla, o más bien la carnicería, fue de poca duración. Bajo la hábil dirección de los círculos la carga de casi todas las mujeres resultó mortífera y fueron muchísimas las que extrajeron su aguijón incólume, dispuesto para ensartarlo por segunda vez. Pero no fue necesario ningún segundo golpe; la chusma de los isósceles hizo el resto de la tarea por sí sola. Sorprendidos, sin dirección, atacados de frente por enemigos invisibles, y con la salida cortada por los presidiarios situados tras ellos, perdieron inmediatamente (a su manera) toda presencia de ánimo y alzaron el grito de «traición». Esto selló su destino. Cada isósceles pasó a ver y considerar a todos los demás isósceles como enemigos. En media hora no quedaba de toda aquella enorme multitud ni uno solo vivo; y los fragmentos de ciento cuarenta mil de la clase delincuente que se habían matado unos a otros con sus propios ángulos testimonió el triunfo del orden.
Los círculos se apresuraron a sacar el máximo partido de su victoria. Aunque no acabaron con los trabajadores, los diezmaron. Se convocó inmediatamente a la milicia de los equiláteros y todos los triángulos sobre los que había sospechas razonables de irregularidad fueron destruidos tras comparecer ante un tribunal militar, sin la formalidad de una medición precisa por parte del consejo social. Los hogares de las clases militar y artesana fueron inspeccionados en una serie de visitas que se extendieron a lo largo de un año; y durante ese período todas las ciudades, pueblos y aldeas fueron purgados sistemáticamente de aquel exceso de los órdenes inferiores que se había producido a causa de haberse pasado por alto el pago del tributo de delincuentes para las escuelas y universidades, y por la violación de las otras leyes naturales de la constitución de Planilandia. Se restauró así, de nuevo, el equilibrio de clases.
Ni que decir tiene que a partir de entonces se abolió el uso del color y se prohibió su posesión. Y pasó a castigarse con una pena grave hasta pronunciar una palabra que denotase color, salvo en el caso de los círculos o de profesores cualificados de materias científicas. Sólo en nuestra universidad, en algunas de las clases más elevadas y esotéricas (a las que yo no he tenido nunca el privilegio de asistir), parece ser que aún se practica un uso restringido del color con la finalidad de ilustrar algunos de los problemas más profundos de las matemáticas. Pero de esto sólo puedo hablar de oídas.
El color es en la actualidad inexistente en toda Planilandia. Sólo hay una persona viva que conozca el arte de fabricarlo: el círculo jefe, mientras lo es; y él se lo transmite en el lecho de muerte únicamente a su sucesor. Sólo lo produce una fábrica; y, para que nadie pueda revelar el secreto, se liquida anualmente a los trabajadores, y se introducen otros nuevos. Tan grande es el terror con el que nuestra aristocracia contempla, hoy incluso, los remotos días de la agitación en pro del proyecto de ley del color universal.