5Sobre nuestros métodos de reconocimiento mutuo

VOSOTROS, QUE GOZÁIS de la sombra además de gozar de la luz, que estáis dotados de dos ojos, tenéis un conocimiento de la perspectiva y el privilegio de disfrutar de diversos colores; vosotros podéis ver realmente un ángulo y contemplar la circunferencia completa de un círculo en la feliz región de las tres dimensiones… ¿Cómo podré, pues, conseguir que veáis claramente la dificultad extrema que tenemos nosotros en Planilandia para identificar nuestras recíprocas configuraciones?

Recordad lo que os expliqué antes. Todos los seres de Planilandia, animados e inanimados, no importa cuál sea su forma, ofrecen a nuestra vista la misma apariencia, es decir, la de una línea recta. ¿Cómo se puede entonces distinguir a uno de otro, si todos parecen el mismo?

La respuesta es triple. El primer medio de identificación es el sentido del oído, que está entre nosotros muchísimo más desarrollado que entre vosotros, y que no sólo nos permite reconocer por la voz a nuestras amistades personales, sino diferenciar entre las diversas clases, al menos por lo que respecta a los tres órdenes inferiores, los equiláteros, los cuadrados y los pentágonos, pues a los isósceles no los tengo en cuenta. Pero a medida que ascendemos en la escala social, va haciéndose cada vez más difícil el proceso de identificar y de que os identifiquen por la audición, en parte porque se asimilan las voces y en parte porque la facultad de identificar por la voz es una virtud plebeya no muy desarrollada entre la aristocracia. Y cuando existe peligro de impostura no podemos confiar en ese método. Entre nuestros órdenes inferiores los órganos vocales están desarrollados en mayor grado que el de la audición, de manera que un isósceles puede remedar fácilmente la voz de un polígono y, con cierto adiestramiento, hasta la de un círculo. Es más frecuente, por ello, que se recurra a un segundo método.

El principal método de reconocimiento entre nuestras mujeres y clases inferiores (enseguida hablaré de nuestras clases superiores) es tocar, en todos los casos tratándose de extraños y cuando de lo que se trata no es del individuo sino de la clase. De manera que el equivalente a lo que es la «presentación» entre las clases altas de Espaciolandia es entre nosotros el proceso de «tocar». «Permitidme que os pida que toquéis a mi amigo el señor Fulano de Tal y que seáis tocado por él» sigue siendo aún la fórmula habitual para una presentación entre los señores rurales más anticuados de las zonas alejadas de las ciudades. Sin embargo en las ciudades, y entre los hombres de negocios, las palabras «seáis tocado por» se omiten y la frase se abrevia en «Permítame que os pida que toquéis al señor Fulano de Tal»; aunque se da por supuesto, claro está, que el «tocamiento» ha de ser recíproco. Entre nuestros jóvenes caballeros aún más modernos y elegantes (que sienten una aversión extrema hacia el esfuerzo superfluo y una suprema indiferencia respecto a la pureza de su lengua materna) la fórmula se reduce aún más mediante el uso de «tocar» en un sentido técnico, queriendo decir «recomendar-con-la-finalidad-de-tocar-y-ser-tocado»; y en este momento el «argot» de la sociedad educada o elegante de las clases superiores sanciona un barbarismo como «señor Fulano, permitidme tocar al señor Mengano».

Que no suponga sin embargo el lector que «tocar» es entre nosotros el tedioso proceso que sería entre vosotros, o que consideremos necesario tocar por todo alrededor todos los lados de cada individuo para poder determinar la clase a la que pertenece. La larga práctica y el adiestramiento asiduo, que se inician en las escuelas y se continúan en la experiencia de la vida diaria, nos permiten diferenciar inmediatamente por el sentido del tacto entre los ángulos de un pentágono, un cuadrado y un triángulo de lados iguales; y no hace falta decir que el vértice estúpido de un isósceles acutángulo resulta obvio hasta para el toque más torpe. No es necesario, por tanto, como norma, más que tocar un solo ángulo de un individuo; y esto, una vez comprobado, nos dice la clase de la persona a la que estamos dirigiéndonos, salvo que pertenezca realmente a los sectores más altos de la nobleza. En ese caso la dificultad es mucho mayor. Está comprobado que hasta un doctor en humanidades de nuestra universidad de Wentbridge ha confundido un polígono de diez lados con uno de doce; y difícilmente podría pretender un doctor en ciencias de esa famosa universidad nuestra, o de fuera de ella, diferenciar con rapidez y seguridad entre un miembro de la aristocracia de veinte lados y uno de veinticuatro.

Los lectores que recuerden los resúmenes que hice antes del código legislativo respecto a las mujeres, se darán cuenta enseguida de que el proceso de presentación por contacto exige cierto cuidado y discreción. En caso contrario, los ángulos podrían infligir al tocador descuidado un daño irreparable. Es esencial para la seguridad del tocador que el tocado se mantenga absolutamente inmóvil. Un sobresalto, un cambio brusco de posición, sí, incluso un estornudo violento, se ha dado el caso de resultar fatales para el imprudente, y ahogar en ciernes más de una amistad prometedora. Esto es especialmente cierto entre las clases inferiores de los triángulos. El ojo está situado, en su caso, tan lejos del vértice que casi no pueden darse cuenta de lo que está pasando en la extremidad de su estructura. Tienen, además, un carácter tosco y áspero, insensible al toque delicado del polígono sumamente organizado. ¡Nada tiene de asombroso, pues, el que un movimiento involuntario de la cabeza haya privado al estado antes de ahora de una vida valiosa!

He oído que mi excelente abuelo (uno de los menos irregulares de su desdichada clase de los isósceles, que llegó a obtener, poco antes de su muerte, cuatro de los siete votos del consejo sanitario y social para el acceso a la clase de los equiláteros) deploraba a menudo con una lágrima en su ojo venerable un accidente de este género, que le había ocurrido al padre de su tatarabuelo, un respetable trabajador con un ángulo o cerebro de 59º30’. Según lo que él contaba, mi desventurado antecesor, que padecía de reumatismo, cuando le estaba tocando un polígono, atravesó involuntariamente en un movimiento brusco al gran hombre por la diagonal; y debido a ello, en parte como consecuencia de su largo período de prisión y degradación y en parte por la conmoción moral que afectó al conjunto de los familiares de mi ancestro, mi familia retrocedió un grado y medio en su ascenso hacia mejores posiciones. El resultado fue que en la generación siguiente el cerebro de la familia recibió una calificación de sólo 58º, y hasta cinco generaciones después no se recuperó el terreno perdido, alcanzándose los 60º completos, y se logró al fin ascender de la condición de los isósceles. Y toda esta serie de calamidades se debió a un pequeño accidente en el proceso de toque.

Me parece oír en este momento exclamar a algunos de mis lectores más ilustrados: «¿Cómo podéis tener noción vosotros, en Planilandia, de ángulos, grados y minutos? Nosotros podemos ver un ángulo, porque podemos ver, en la región del espacio, dos líneas rectas inclinadas una hacia otra; pero vosotros, que no podéis ver más que una línea recta cada vez, o en todo caso sólo una serie de trocitos de líneas rectas alineados, ¿cómo podéis diferenciar un ángulo y, menos aún, apreciar ángulos de diferentes tamaños?».

A esto respondo yo que, aunque no podamos ver ángulos, podemos deducirlos, y con gran precisión. Nuestro sentido del tacto, estimulado por la necesidad, y desarrollado por un prolongado adiestramiento, nos permite diferenciar ángulos con mucha más precisión que vuestro sentido de la vista, cuando no le ayuda una regla o medidor de ángulos. Tampoco debo pasar por alto que tenemos grandes ayudas naturales. Hay entre nosotros una ley natural según la cual el cerebro de la clase isósceles empieza en medio grado, o treinta minutos, y va aumentando (si es que llega a hacerlo) a razón de medio grado por generación; hasta que se llega al objetivo de 60º, en que se elimina la condición de servidumbre y el hombre libre ingresa en la clase de los regulares.

En consecuencia, la Naturaleza misma nos suministra una escala ascendente o alfabeto de ángulos, desde el medio grado a los 60º, especímenes del cual están presentes en todas las escuelas elementales del país. Debido a los esporádicos retrocesos, al aún más frecuente estancamiento moral e intelectual, y a la extraordinaria fecundidad de las clases delincuente y vagabunda, hay siempre un exceso enorme de individuos de medio grado y un grado en la clase, y una buena abundancia de especímenes de hasta 10º. Todos estos están absolutamente desprovistos de derechos civiles; y un gran número de ellos, al no tener siquiera inteligencia suficiente para las tareas de la guerra, son destinados por los estados al servicio de educación. Sujetos permanentemente con grilletes para eliminar cualquier riesgo, se les coloca en las aulas de nuestras escuelas primarias, donde son utilizados por el consejo de educación para impartir a los vástagos de las clases medias ese tacto y esa inteligencia de los que esas desdichadas criaturas carecen por completo.

En algunos estados se alimenta a veces a los especímenes y se les permite vivir unos cuantos años; pero en las regiones más templadas y mejor reguladas se considera que es más beneficioso a largo plazo, para los intereses educativos de los pequeños, prescindir de la alimentación y renovar mensualmente los especímenes; un mes es la duración media de la vida sin alimentos de la clase delincuente. En las escuelas más baratas, lo que se gana con la existencia más prolongada del espécimen se pierde, en parte, por los gastos de alimentación y en parte por la menor exactitud de los ángulos, que se deterioran tras unas semanas de «toque» constante. Hay que añadir también, al enumerar las ventajas del sistema más costosos que ayuda, aunque no se perciba apenas, a que disminuya la población isósceles excedente, un objetivo que tienen siempre en cuenta todos los estadistas de Planilandia. Así que en conjunto (aunque no ignoro que, en muchos consejos escolares de elección popular, hay una reacción en favor del llamado «sistema barato»), yo estoy por mi parte dispuesto a pensar que este es uno de los muchos casos en que lo caro resulta al final lo más económico.

Pero no debo permitirme que cuestiones de la política de los consejos escolares me desvíen de mi tema. Confío en que se haya dicho lo suficiente para demostrar que la identificación táctil no es un proceso tan tedioso ni impreciso como se podría suponer, y es claramente más fidedigno que la identificación auditiva. Sigue de todos modos en pie, como se indicó antes, la objeción de que este método no carece de peligros. Por esta razón muchos miembros de las clases medias e inferiores, y todos los de los órdenes poligonales y circulares sin excepción, prefieren un tercer método, cuya descripción se reservará para la sección siguiente.