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Quince

Por experiencia, Marion imaginó que Dunstan dormiría como un tronco después de tan apasionada unión. Estaba roncando otra vez, buena señal de que no se despertaría con facilidad, y Marion sabía que era su oportunidad. Se deslizó fuera de la cama.

Se vistió sin hacer ruido, sin mirarlo. No quería recordar su tempestuosa y apasionada unión, porque se sentiría tentada de quedarse con un hombre que no la amaba, que ni siquiera creía en esos tiernos sentimientos.

Aunque Dunstan le había prometido un hogar y una familia, Marion sabía que su matrimonio sería un burda imitación de la vida feliz de Campion. Era una mujer inocente, pero veía con claridad la diferencia entre preocuparse de verdad por alguien y el deseo. Sospechaba que lo único que tendría por parte de su marido sería pasión. ¿Y qué ocurriría cuando se les terminara? No podría soportar otra vez que la recluyeran, enclaustrarse en vida…

Se tragó el nudo que se le había formado en la garganta y perdió unos momentos preciosos tanteando en la oscuridad en busca del cinturón de Dunstan y de la bolsa con sus joyas. Al encontrarlo junto a la cama, se dio cuenta de que Dunstan no esperaba que volviera a intentar huir ahora que estaban casados. La idea empujó el nudo de su garganta hacia el pecho, que se expandió, llenándola de anhelo y dolor.

Sabía que tenía que darse prisa, pero sus piernas se movían muy despacio, como si su cuerpo se mostrara reticente a seguir las órdenes de su cerebro. Pero sabía que esa noche sería la mejor para huir. Dunstan estaba dormido, confiado… y vulnerable. Marion no hizo caso de sus propias observaciones, pues no quería pensar en él como un ser vulnerable, pero no podía quitárselo de la cabeza. ¿Qué ocurriría cuando se despertara y viera que no estaba?

Se sentiría traicionado.

Tratando de ignorar una súbita y violenta lástima hacia el hombre que no la amaba, Marion obligó a sus rebeldes piernas a moverse y se acercó furtivamente a la ventana. Abrió los postigos y miró hacia la oscuridad. En la ciudad, la oscuridad parecía absoluta, y le llevó un rato ver el suelo. Había una buena distancia desde la estrecha repisa de la ventana, pero si lograba descolgarse por ella, creía que podría conseguirlo.

De repente, el sonido de voces procedentes de la calle la dejaron muda en el sitio, pues no tenía ganas de encontrarse con un grupo de malhechores, y menos a esas horas. No sabría decir cuántos eran, pero oyó la voz de uno de ellos, baja pero clara a sus oídos a medida que se acercaban.

—Están en esa posada —dijo.

—¿Estás seguro?

—Sí. El posadero dijo que un caballero grande y moreno, acompañado por una morena bajita, le alquiló una habitación. El hombre tenía miedo de traicionar a Wessex, pero se mostró más que dispuesto a aceptar mi dinero. No tendremos problemas para entrar.

Pasaron justo debajo de la ventana en la que Marion escuchaba, estupefacta. «Alguien los estaba buscando». ¡Su tío! Sin saber el tiempo que tenían antes de que aquellos forajidos irrumpieran en su habitación, Marion corrió a la cama. Colocó un dedo en los labios de Dunstan y acercó la boca a su oído.

—¡Hay unos hombres en el callejón! ¡Han venido a por nosotros! —susurró frenéticamente.

Dunstan no necesitó que se lo dijera dos veces. En un segundo estaba de pie, vistiéndose, mientras ella recogía sus pertenencias. Con asombrosa velocidad, Dunstan sacó su enorme y ágil cuerpo por la estrecha ventana y se dejó caer. Un momento después ella estaba en sus brazos y daban la vuelta al edificio, en dirección a los establos donde tenían el caballo.

Montaron en tenso silencio y salieron al galope en la oscuridad mientras resonaban en sus oídos los gritos decepcionados de sus perseguidores al hallar la habitación vacía.

No tomaron el camino principal, sino que se internaron en la oscuridad hasta que Marion se sintió totalmente desorientada. Dunstan, sin embargo, parecía saber por dónde iban, así que no se lo discutió. Se quedó dormida contra su cuerpo, agradecida de que compartieran montura.

Dunstan había comprado también un arco y flechas en Stile del que hizo buen uso por la mañana para cazar la liebre que les sirvió de almuerzo. A Marion no se le daba mal cocinar, pero juró que nunca había comido algo tan bueno. Dunstan la recompensó con una de sus infrecuentes sonrisas y, por un momento, Marion se sintió contenta.

La calamidad que había estado a punto de tener lugar la noche anterior la había convencido de que, por el momento, estarían más seguros juntos. Seguía sin querer vivir siendo la esposa del Lobo de Wessex el resto de sus días, pero decidió que se quedaría cerca de él hasta que su tío dejara de ser una amenaza. Entonces ya decidiría qué hacer y adónde ir.

—Hiciste bien anoche, Marion.

Sorprendida al oír las palabras de Dunstan, ella levantó los ojos y lo encontró mirándola con gesto serio y orgulloso. Conmovida, Marion no pudo contener la oleada de amor que la inundó. Cuando la miraba de aquella manera, como si fuera su igual y no una mujer estúpida, sentía que el poder que emanaba de él la calaba hasta los huesos.

Dunstan poseía fuerza, dignidad, lealtad, ternura y una feroz idea de la protección. Si gruñera menos y mostrara más esta parte de su persona, se vería tentada de quedarse con él para siempre. Marion se tragó el último bocado con dificultad, resplandeciente de orgullo ante sus inusuales halagos.

—Tu atención y tu rapidez mental nos ha salvado la vida —añadió Dunstan. Tenía el gesto serio, y sus palabras fueron sencillas y sinceras. No se puso a despotricar de su inutilidad, durmiendo como un bendito en la cama, ni tampoco infravaloró la actuación de ella como habrían hecho otros.

Las palabras no se le daban bien y por eso la complacieron más. Le sonrió rebosante de amor, porque el Lobo no era la bestia que conociera semanas atrás.

—Gracias —dijo ella.

—Gracias a ti, esposa mía —contestó él con tono ronco.

Marion comenzó a pensar si se habría ganado, por fin, su respeto. Qué ironía que hubiera demostrado su valía justo cuando planeaba huir de él. Pidió a Dios que Dunstan no se enterara nunca. El carraspeo de éste llamó su atención y entonces se quedó sin aliento al ver la fugaz emoción que cruzó por su rostro.

—Parece que he salido bien parado con nuestro matrimonio —añadió.

Y la expresión desapareció mientras se levantaba a apagar el fuego. Ella lo miró boquiabierta, sin saber a ciencia cierta cómo responder. ¿Había pretendido ser sarcástico o hablaba en serio? ¿Se refería al descontento de ella o de verdad estaba satisfecho?

Demasiado confusa para responder, Marion no dijo nada y cuando quedó claro que Dunstan no tenía intención de añadir nada más, se levantó y se lavó las manos en el arroyo cercano. A su regreso, Dunstan estaba sentado con la espalda apoyada en un árbol, las rodillas dobladas delante de él. Estaba concentrado en la flecha que tenía en las manos.

Marion se dio cuenta de que no era una flecha cualquiera, sino la que le había arrancado del cuerpo al centinela el día del ataque a su campamento. Aún la llevaba consigo. Emitió cierto sonido sin darse cuenta, y Dunstan la miró con gesto interrogativo.

—No sabemos quiénes eran esos hombres —dijo él al ver su aflicción.

—No —convino ella, tras una breve vacilación. Ya le había contado la conversación que había oído desde la ventana, y aunque ella había dado por supuesto que eran hombres de su tío, nada en sus palabras confirmaba su identidad. Suspiró suavemente.

—Tal vez todo el mundo quiera matarnos.

Dunstan sonrió a pesar de todo.

—Eso parece, ¿verdad, pequeña? —miró de nuevo el proyectil, dándole vueltas entre los dedos. De pronto, se inclinó hacia delante y olisqueó la punta. Entornó los ojos y sus facciones se tensaron, pero antes de que Marion pudiera preguntarle qué ocurría, se la llevó a la boca. Ella observó, atónita, cómo Dunstan apretaba la mandíbula y su hermoso rostro cobraba un aspecto más implacable que nunca.

—¿Qué pasa? —preguntó con un tono agudo.

Dunstan levantó la vista y, por un momento, la miró con gesto distante, como si no la conociera.

—Esta flecha ha sido fabricada con un tipo de cola hecha a base de pieles de animales en vez de cola de pescado —exclamó, y al ver el gesto de incomprensión de Marion añadió —: Es una sustancia mucho más cara y su uso no está muy extendido, pero yo sé de alguien que sólo utiliza este tipo de cola.

—¿Quién? —preguntó Marion, asustada de oír la respuesta.

—Mi vecino, Fitzhugh —contestó él con un siseo de desagrado.

Marion palideció. Había oído hablar a Dunstan de ese hombre, el enemigo de Wessex, pero ¿habría sido capaz de asesinar a toda su comitiva? Dunstan estaba haciendo un encargo para su padre al escoltar a una dama a su castillo. ¿Qué tendría que ver Fitzhugh con todo eso?

—Pero nuestro campamento estaba demasiado lejos de tus tierras como para atraer la atención de ese hombre —dijo Marion—. ¿Por qué habría de seguirte hasta tan lejos?

Hasta ella se sorprendió al ver el gesto de puro odio en el rostro de Dunstan, recordándole al feroz guerrero que podía ser.

—¿Por qué? —preguntó él con amargura. Sus ojos se toparon con los de ella por encima de la flecha que apretaba en una mano—. Te lo diré con una sola palabra, Marion: asesinato.

Marion ahogó un grito al oír la respuesta. Él le había hablado del acoso que el tal Fitzhugh llevaba a cabo sobre su pueblo y sus tierras, pero ¿asesinato a sangre fría?

—¿Por qué? —preguntó de nuevo. Dunstan emitió una áspera risotada.

—Porque ansia poseer Wessex. Como mis tierras son adyacentes a las suyas, lleva años pensando en ellas como si fueran suyas. He sabido que se puso como una furia cuando se enteró de que el rey me las había entregado. Aun así, él sabe perfectamente que no tiene ningún derecho sobre ellas, de modo que no puede obtenerlas legalmente.

Marion se quedó inmóvil cuando comprendió lo que Dunstan quería decir.

—¿Y su intención es conseguirlas matándote?

—La codicia puede empujar a un hombre a hacer cualquier cosa —contestó él y su tono se suavizó al añadir—: Igual que ha demostrado tu tío.

—Sí —admitió ella. Entonces frunció ligeramente el ceño, en una copia deslavazada del usual gesto de él—. Es lo mismo, ¿no? Él estaba dispuesto a matarme a mí para conseguir lo que es mío, igual que Fitzhugh quiere hacer contigo.

—Sí —convino él, los labios apretados en una sobria línea—. Parece que tenemos muchos enemigos, esposa mía, y pocos amigos.

Marion levantó la cabeza, ofendida.

—No. Eso no es cierto. Tenemos a tu padre, un conde poderoso, y a tus seis hermanos, hombres buenos, que estarán dispuestos a ayudarnos. Yo creo que valen más que muchos amigos.

Los implacables labios de Dunstan se suavizaron un poco.

—Tal vez, pequeña, pero primero tenemos que contactar con ellos.

—¿Entonces vamos a Campion?

Marion no pudo disimular la alegría que le daba la idea de volver a ver al conde y a sus hijos, pero rápidamente se lamentó por ello, porque Dunstan la miró de una forma extraña y como envuelta en un halo posesivo.

—No. Vamos a Wessex —respondió él con tono desafiante, como si esperara que ella objetara, pero Marion no hizo tal cosa.

Marion ocultó sus decepción con facilidad, poco deseosa de irritarlo aún más.

—A Wessex entonces —convino, aunque tenía muchas ganas de ver caras conocidas.

—Sí, vamos a Wessex —dijo él con rostro pensativo—. Pero con cautela, pequeña. Con mucha cautela.

 

 

La cautela los mantenía lejos de los caminos principales. En su lugar, avanzaban entre bosques y campos, y Marion no tenía idea de dónde se encontraban. Las largas jornadas de viaje eran agotadoras, tanto que cuando caía la noche, a menudo estaban demasiado cansados incluso para disfrutar de un poco de sexo en sus improvisadas camas.

Parte de ella echaba de menos la ardiente pasión, pero otra agradecía el respiro. No pensaba con claridad cuando Dunstan la tocaba, encendiendo aquella llama que ardía entre ellos, y se negaba a dejar que la lujuria dominara su mente. Había apartado el descontento por un tiempo, pero nada había cambiado en cuanto a su matrimonio. Bajo la superficie civilizada seguía habiendo conflictos que resolver.

Marion era de la opinión de que podía esperar a estar en un lugar seguro para hablar de ellos, ya fuera Campion, Wessex o incluso Baddersly, cuando su tío desapareciera. Entonces meditaría sobre ello y decidiría qué hacer.

Por amargo que le resultara estar con Dunstan, Marion no podía evitar aferrarse a él un poco más. La verdad era que su determinación a abandonar a su esposo se tambaleaba conforme iba pasando el tiempo. Pero no podía dejar de pensar que su vida con él no era prometedora. Puede que se hubiera ganado su respeto, pero no tenía su amor, y seguía siendo el hombre más testarudo, malhumorado y dominante sobre la faz de la tierra.

Ella le dejaba presionar hasta estar segura del terreno que pisaba, y entonces él salía hecho un basilisco, blasfemando y gruñendo, o cedía, con una sorprendida mirada de admiración en el rostro, y Marion sólo quería besarlo.

Un pensamiento muy peligroso. Marion trataba por todos los medios de contener su amor hacia él. Cada vez que permitía que se expandiera, sufría por el dolor sordo que le provocaba. Y además, tenían que concentrarse en el camino y los alrededores para sobrevivir, ahora que estaban cerca de casa.

Marion inspiró profundamente y echó un vistazo a su alrededor. La campiña le recordaba a Campion, con sus colinas pobladas de hayas y sus verdes valles.

—No podemos estar muy lejos de tu padre —dijo, albergando la esperanza de que pudieran detenerse un poco.

—No. Campion está a tres días de viaje, hacia el oeste. Está al suroeste de Wessex —dijo él lacónicamente, y Marion notó que su cuerpo se tensaba detrás del suyo—. Pero, mira, éstas son mis tierras.

—¿Ya? Son preciosas, Dunstan, tan verdes —contestó ella, con sincera aprobación.

Dunstan no se relajó. Seguía estando rígido, como si la vista de sus propiedades lo disgustara de alguna manera.

—No son tan vastas como Campion, pero son mías, ganadas con el sudor de mi frente —dijo con tono ronco—. No quiero que te sientas decepcionada cuando veas el castillo, porque aún no he terminado con las reformas. Te lo advierto, Marion, no es un lugar tan refinado como la casa de mi padre ni como tu castillo de Baddersly.

Marion sintió la traicionera oleada de amor que se abría paso por su pecho ante la demostración de vulnerabilidad mal disimulada de Dunstan y se apresuró a ahogarla.

—Dunstan, no me importa la riqueza. Ya deberías saberlo —respondió ella—. Estoy segura de que tu hogar será adecuado para nosotros.

Se le formó un nudo en la garganta, porque ¿cómo podía decirle que amaba sus tierras cuando todavía tenía la intención de abandonarlo? Viéndolo en retrospectiva, sabía que no debería haber llegado tan lejos con él, porque cada minuto que pasaba a su lado, estrechaba más su vínculo.

Dunstan resopló, como si su respuesta no lo hubiera convencido del todo, pero al poco notó que se relajaba.

—Me parece que Wessex me parecerá un palacio después de tanto tiempo por los caminos —dijo finalmente.

—Sí —se apresuró a decir Marion—. Se me han quitado las ganas de viajar. Sería feliz con una buena comida caliente y una cama blanda.

Demasiado tarde, se dio cuenta de la mala elección de sus palabras, porque la mención de una cama hizo que los dos cobraran conciencia de su proximidad en el caballo. Como si supiera que estaban hablando de él, el miembro de Dunstan se apretó contra sus nalgas, y Marion se sonrojó ante la evidente prueba de su deseo.

Él volvió a resoplar y a gruñir de forma ininteligible mientras Marion trataba desesperadamente de cambiar de tema.

—¿Nos queda mucho para llegar? —consiguió decir, nerviosa.

—No quiero ir directamente al castillo. Pasaremos primero por Seer's Hill.

—¿Qué es, algún lugar mágico? —preguntó Marion, girándose para mirarlo con una sonrisa.

—No —respondió él, curvando los labios hacia arriba—. Es un promontorio desde el que se puede ver toda la campiña, el valle y la colina sobre la que se asienta el castillo. Quiero echar un vistazo a mis tierras desde allí.

—¿No temes que Fitzhugh pueda darte problemas? —preguntó Marion, inquieta.

—No, pero sí quiero saber qué ha estado haciendo durante mi ausencia. Dejé varios soldados de guardia, y me gustaría saber que han aguantado bien las amenazas de mi vecino. Lamentablemente, tenemos que considerar todas las posibilidades, ponernos también en lo peor. Y, si fuera el caso, no me gustaría meterme en una trampa.

Marion se quedó inmóvil de consternación.

—Pero si fue Fitzhugh quien asesinó a nuestra comitiva, entonces pensará que estarás muerto —adujo ella—. No esperará que regreses a casa.

—Tal vez —contestó él con tono alarmante. Sus ojos se entornaron y su boca se tensó, y Marion supo que había algo que no le estaba contando. Parecía que seguía guardándose muchas cosas para sí, aun después de haberla tomado por esposa. Sin embargo, ella consideraba que debería conocer todos los detalles de lo que pudiera afectarlos, especialmente estando solos, sin soldados, sirvientes ni nadie dispuesto a ayudarlos a encontrar un refugio seguro.

Abrió la boca para protestar, pero un vistazo a su rostro bastó para hacerla callar. ¿Dios santo, qué más podía ocurrirles? Se dio la vuelta un tanto rígida, no muy segura de que tuviera el coraje suficiente para soportar la respuesta.

Su terror aumentó cuando Dunstan redujo la velocidad, le hizo un gesto para que no hiciera ruido y desmontó sigilosamente. Entonces la ayudó a bajar del caballo con un solo gesto silencioso y le dijo que tenía intención de subir a Seer's Hill solo.

—Pero, Dunstan…

—No discutas conmigo —gruñó, centrando su atención al frente—. Quédate aquí con el caballo y espérame. Sólo quiero echar un vistazo.

Como si se acabara de dar cuenta, volvió hacia ella y le acarició la mejilla.

—Volveré.

Aquello no la tranquilizó, pero sabía que era mejor no discutir con él cuando estaba de aquel humor de perros. Aunque lo que deseaba era arrojarse en sus brazos y besarlo con la ferocidad de un lobo, Dunstan tenía la mente en otra parte, y tenía la impresión de que no apreciaría la distracción. Asintió con la cabeza y lo dejó ir a regañadientes, suspirando suavemente mientras lo veía desaparecer entre la maleza.

Abrevó al caballo en un manantial y se sentó debajo de un árbol, estirando las arrugas de su desastroso vestido metódicamente. Se dijo que Dunstan la llamaría en cualquier momento para que subiera a admirar la vista de su hogar. Pero no lo hizo y ella no podía quedarse allí sentada sin hacer nada.

La quietud que antes parecía fortalecerla cuando tenía que enfrentarse a los cambios de humor de su tío parecía haberla abandonado, de modo que se levantó y se puso a dar vueltas por el claro como hacía Dunstan. Se inclinó para mojarse la cara y el cuello, y tardó un momento en darse cuenta de que el caballo había ido detrás de su nuevo amo.

¡Ay, Dios! Se levantó de un salto, segura de que a Dunstan se pondría furioso cuando el animal irrumpiera en su ensoñaciones. Se metió entre la maleza y alcanzó al caballo antes de que llegar a lo alto de la colina. Lo ató entonces a un árbol y se irguió en silencio, acariciando al animal en un gesto relajante para ambos.

Ladeó la cabeza y escuchó.

No se veían más que árboles por delante, y no se creía que, con sólo subir al promontorio, se pudiera disfrutar de una vista increíble. ¿Es que nadie se aventuraba nunca a subir a Seer's Hill o es que Dunstan había dado un rodeo antes de subir? Su sigiloso comportamiento la había puesto nerviosa, de pronto, la asaltó un terrible miedo por él. Sin detenerse a considerar sus actos, Marion subió un poco más y se detuvo a escuchar hasta que le llegó un sonido.

¿Voces? Marion se detuvo en seco. ¿Estaba Dunstan con alguien allí arriba sin que ella lo supiera? Se lo imaginó, contra su voluntad, en una cita clandestina con otra mujer, y se dio cuenta de que no sabía nada de su vida privada. Tal vez tuviera una amante, enfadada al enterarse de que se había casado.

Marion se quedó inmóvil, incapaz casi de respirar. A lo mejor era el momento de huir… podía bajar, llevarse al caballo y dejar a Dunstan en Wessex. «¡Vete, antes de que te destruya tu amor por él!».

La antigua Marion habría huido, incapaz de hacer frente a sus demonios. Pero la nueva, no podía hacerlo. A pesar de sus defectos, Dunstan no se merecía que lo dejara abandonado en el bosque, sin un caballo, y menos aún después de todo lo que había hecho por ella. La sensación de peligro que la había impulsado a subir la colina seguía estando en el aire. No podía dejarlo allí cuando podía estar en peligro.

Haciendo acopio de valor, Marion se obligó a continuar con sigilo, hasta que el sonido de una áspera risotada la dejó clavada en el sitio otra vez. Con un debilitador alivio, reconoció la voz y se dio cuenta de que no era una mujer, sino Walter, el vasallo de Dunstan. Sólo que sonaba diferente. Definitivamente distinto.

—Pensé que en algún momento volverías —dijo Walter—. Eres duro de matar, Dunstan, pero hace tiempo que lo sé. Fue una de las razones por las que me quedé tanto tiempo a tu lado, para que me mantuvieras con vida. Pero ahora soy yo quien tiene el poder de la vida y la muerte, y a ti te ha llegado la hora, amigo mío.

Walter, que siempre empleaba un tono de voz suave, hablaba muy alto y con un tono de áspera amargura.

—De no haber sido por esa estúpida muchacha, que no hacía más que tenerte jugando al gato y al ratón, habrías muerto con los demás. Pero era demasiado tarde para cambiar de planes, Dunstan, y te escapaste una vez más, con tu maldita buena suerte y tu pequeña heredera. El leal Dunstan que no debe decepcionar a su padre, que tiene que hacer siempre lo que es correcto.

Walter soltó un escupitajo con gesto desdeñoso y Marion se encogió de asco.

—Siempre alerta, siempre vigilante, ¡siempre acompañado por la maldita buena suerte de los De Burgh! Si hubieras dejado a la chica al final del grupo conmigo y no hubieras decidido que nos detuviéramos tan pronto, yo mismo la habría salvado, me la habría quedado para mí. No es mi tipo, pero habría disfrutado mucho con ella, ¡sólo por lo loco que estabas por ella! —Walter dejó escapar una cruel carcajada.

Marion se estremeció al oír el gruñido enfurecido de Dunstan. Por lo menos estaba vivo, pero ¿en qué condiciones? ¿Le habría hecho daño Walter? Marion necesitaba verlo desesperadamente con sus ojos, pero no se atrevía a mirar, porque después de lo que había dicho Walter de ella, no tenía ganas de que la descubriera.

—¿He puesto el dedo en la llaga, Dunstan? —preguntó Walter, provocando a su antiguo señor—. ¿No llegaste a tocarla? ¡Pues debes de ser el único, porque tengo entendido que todos tus hermanos, y hasta tu padre, se la fueron pasando hasta gastarla bien gastada!

Hubo una pausa y Marion percibió que la falta de reacción de Dunstan frustraba a su enemigo, porque cuando Walter habló de nuevo, lo hizo con un gruñido impaciente.

—Pero como buen hijo que es, Dunstan jamás tocaría a una mujer a su cargo. Y sin importarle que mueran todos sus hombres, él debe entregarla sana y salva en su casa —se burló Walter.

—Busqué tu cuerpo entre los muertos, pero no lo encontré —dijo Dunstan.

Marion tembló de alivio al saber que estaba lo bastante bien para hablar. La sencilla afirmación le dio el porqué de su sigiloso acercamiento a Wessex. Al no saber si su vasallo estaba vivo o muerto, si habría huido, se habría ocultado o se habría unido a sus enemigos, Dunstan había optado por acercarse con cautela. Pero no había sido lo bastante cauteloso.

—¿Por qué, Walter? ¿Por qué te has vuelto contra mí después de todos estos años?

Aunque hablaba con voz serena y clara, Marion notó en su corazón el dolor que le había provocado la traición de su vasallo.

—¿Por qué? Por dinero, por supuesto. Dinero, tierras y poder. Lo que quiere todo hombre, Dunstan. Verás, no todos somos ricos y consentidos De Burgh, y tenemos que esforzarnos mucho para conseguir lo que tenemos. Pues este caballero no volverá a hacerlo. Ya me he cansado de recibir órdenes.

—¿Y quién te va a proporcionar todas esas riquezas, Walter?

—¡Fitzhugh, como ya deberías saber! Me casaré con su hija y tendré todo lo que siempre he deseado.

—¿Eres capaz de casarte con esa arpía? —el tono de Dunstan delataba su incredulidad.

—La ataré a la cama y la montaré hasta que sepa quién es su amo —le espetó Walter—. ¿Y qué me importa su temperamento? ¡Todo esto será mío!

—¿Wessex?

Marion notó el dolor que delataba la voz de Dunstan y le dieron ganas de llorar. Pero Walter continuó como si tal cosa.

—Sí, Wessex. Tu hombre al cargo, Collins, no supuso mucho trabajo, y ahora estoy yo al mando. Y una vez desaparecido Fitzhugh, todo esto será mío. ¡Todo, Dunstan! Tal vez le haga unos cuantos herederos a esa bruja Fitzhugh y dé comienzo mi propio linaje, para que rivalice con la sangre moribunda de Campion.

Dunstan resopló de rabia.

—¡Todo promesas! Sólo un necio confiaría en Fitzhugh. No compartirá nada, como bien deberías saber. Antes de que salgas de la cama de su hija te habrá clavado un cuchillo en la espalda y será él quien se quedará con todo, Walter. Todo para él.

—¡Cállate!

—Piénsalo, Walter. Piensa en la forma de actuar de Fitzhugh —dijo Dunstan—. Piensa en lo mucho que codicia estas tierras. Te utilizará para lo que quiera, y después…

—¡Cállate!

Marion se sobresaltó al oír el grito. «Santo Dios, ¿qué le ha hecho?». Se apretó la boca con el puño para no llorar y descubrir su presencia.

—Cállate y levanta, Dunstan —ordenó Walter—. Tenía pensado darte una muerte rápida, en recuerdo de nuestra amistad, pero gracias a tu cháchara te has ganado un destino mucho más interesante. ¡Te llevaré con Fitzhugh y dejaré que se ocupe él de ti! Tal vez unos días en tus propias mazmorras borren tanta fanfarronería De Burgh.

Walter lanzó otra carcajada que heló la sangre de Marion. Oyó caballos y, asomando la cabeza entre el follaje, vio a Walter y a otros dos hombres a caballo. Al principio no veía a Dunstan. Por un momento pensó que lo había matado al final. Pero entonces lo vio, atado detrás de los caballos, aquella figura grande y orgullosa que la dejaba sin aliento.

Bajo su mirada horrorizada, Walter clavó espuelas y su caballo echó a andar, arrastrando a Dunstan por el suelo.

Marion se hincó de rodillas y se le escapó un sollozo. ¿Qué podía hacer? La respuesta no tardó en aparecer. «Tienes que ir a Campion, Marion».

Sacudió la cabeza, temblando de miedo y desesperación. Tenía una idea general de la dirección en que se encontraban las tierras del conde, pero no poseía un gran sentido de la orientación. Estaba a varios días de viaje y ahora ya conocía los peligros que aguardaban a los viajeros solitarios, por no mencionar el peligro de encontrarse con Walter o sus hombres. No le quedaba casi comida y no tenía armas, excepto una pequeña daga. ¿Cómo llegaría a Campion?

Clavada de rodillas, se recordó que no hacía tanto tiempo había intentado fugarse en medio de la espesura sola, pese al miedo y su falta de preparación. Se dijo que ese viaje no sería diferente. Pero ella sabía que lo era, porque la vida de Dunstan estaba en peligro.

Era una ironía que fuera precisamente ella, una mujer menuda y estúpida, la única persona en el mundo capaz de ayudarlo en esos momentos. Ella, la frágil y temerosa Marion Warenne. Wessex se alzaba entre él y una muerte segura.

Marion levantó la cabeza muy despacio y se puso en pie con elegancia. Era el momento de aceptar el reto de ser la esposa del Lobo de Wessex.

 

 

La primera noche fue la peor. Tenía un miedo atroz a los depredadores, pero no quería arriesgarse a hacer fuego, así que trepó a un árbol. Se hizo un ovillo en una rama, incómoda, mientras recordaba la noche que durmió en un lugar parecido con Dunstan. Creía que no pegaría ojo, pero al final se durmió de cansancio.

Cabalgó a lo largo de todo el día siguiente, agradecida al sol que la ayudaba a no perderse. Agotadas las provisiones, comió los frutos secos y las bayas que encontró por el camino, rezando por que le proporcionaran fuerza suficiente para continuar. Cada vez que flaqueaba, pensar en su esposo, encerrado en algún lugar oscuro, húmedo e insalubre, sin apenas comida ni agua, la impulsaba a continuar.

El tercer día amaneció nublado. Temía perderse, pero no podía quedarse allí, así que continuó. De vez en cuando aprovechaba la salida del sol para guiarse como había hecho Dunstan, e intentaba no desfallecer. Se encontró con unos viajeros en un camino, pero temerosa de que pudieran hacerle algo, decidió optar por otra senda.

Cuando el cielo se oscureció ante la amenaza de lluvia, empezó a desesperar. No tenía idea de donde estaba y pensar en la inminente tormenta agotó las fuerzas que le quedaban. Ascendió por una colina y vio un campo y la sombra de los hombres que lo estaban trabajando, pero, esta vez, no retrocedió. Cansada, hambrienta y asustada, dirigió su montura hacia el más alto de ellos, para que le indicara cómo llegar a Campion y dónde conseguir comida y refugio de la lluvia.

Seguía teniendo sus joyas. Si eran hombres decentes, podría pagarles. Y si resultaban ser unos malhechores… no podría evitarlo, porque se le agotaba el tiempo y las alternativas. Observó las nubes negras y se echó una mano a la daga.

El hombre alto se fijó en ella y dejó el trabajo para mirarla. Marion sintió gran alivio al ver que no llevaba ningún arma. Entonces un rayo de sol se coló por entre las nubes y le iluminó el rostro, risueño bajo la cabellera gruesa y oscura. Marion creyó que se iba a desmayar de alivio.

—¡Geoffrey!

Al oír su nombre, el hombre la miró con más detenimiento y se quedó boquiabierto al reconocerla.

—¡Geoffrey!

En un último impulso, Marion se dirigió hacia los brazos de su cuñado, llorando incontrolablemente.