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Siete

Dunstan miraba en dirección al bosque mientras escuchaba distraídamente el informe de Walter. Habían avanzado bastante ese día y se habían detenido lo bastante pronto como para permitirse salir a cazar algo para la cena. El tiempo se mantendría estable un día más, y estaban cerca ya de cumplir el encargo. ¿Por qué no se sentía mejor entonces?

Miró hacia la lumbre mientras se frotaba los tensos músculos de la nuca. Los hombres parecían estar de buen humor y hasta el viejo Benedict gastaba bromas a esa bruja que atendía a Marion… Marion… Había intentado ignorarla desde esa misma mañana, pero, como si tuviera voluntad propia, su mirada no dejaba de vagar hacia ella, buscándola una y otra vez.

Entornó los ojos al no verla inmediatamente y apretó la mandíbula mientras buscaba a su escudero con la mirada. Cuando por fin lo divisó, limpiando con los dientes los huesos de la cena, sintió un escalofrío por la columna.

—¡Cedric!

Asustado por la intensidad de la voz de su señor, el joven dejó caer el trozo de carne y levantó la cabeza hacia él. Dunstan cubrió la distancia que los separaba en dos zancadas.

—¿Qué haces que no estás con lady Warenne? —añadió.

—Se ha ido a la cama —respondió el chico, sonrojándose bajo la fulminante mirada de Dunstan.

—¿Y quién te ha dado permiso para abandonar tu puesto?

—Esto… nadie, milord. Sólo pensé que como estaba durmiendo…

Dunstan intentó controlar su impaciencia, pero una cólera atávica, mezclada con cierta emoción desconocida para él, amenazaban con apoderarse de él.

—¿Está Benedict vigilándola? —preguntó entre dientes.

—No, milord —Cedric miraba a su señor boquiabierto, demasiado ingenuo para comprender la magnitud de su error. Incapaz de fiarse de lo que pudiera decir, Dunstan se dio media vuelta y se dirigió a la tienda de la mujer, con Cedric pisándole los talones.

—Pero, milord, estaba cansada —protestó el chico.

Dunstan no aminoró el paso, esperando equivocarse y que la muchacha no hubiera sido tan estúpida. Rezó por que no lo hubiera sido. Sin más preámbulos, apartó el faldón protector de la tienda acompañado por el gemido ahogado de Cedric. En el interior, algo similar al bulto de un cuerpo yacía en el suelo, inmóvil a pesar de lo brusco de su entrada. A Dunstan se le heló la sangre en las venas.

Aunque su escudero pareció suspirar aliviado al ver el bulto, él no era un jovencito ingenuo. Llevado por la certeza, movió con la punta de la bota el bulto, que dejó a la vista un montón de ropa y almohadas bajo las mantas.

—¡Se ha ido! —chilló Cedric—. Pero yo no creí…

—¡Sí, se ha ido! Te lo dije, chico —gruñó Dunstan—. Cuando doy una orden, espero que se cumpla sin que nadie cuestione nada. ¡Nadie te ha dado permiso para pensar!

—¡Perdonadme, milord! —suplicó Cedric, hincándose de rodillas.

—¡Levántate! —siseó Dunstan—. Y ay de ti como la encontremos muerta.

Cedric dirigió una atónita mirada hacia el bosque y Dunstan la siguió, hacia los campos y el bosque que flanqueaban el camino. El sol se estaba poniendo por detrás de una colina, lanzando el fantasmagórico resplandor del ocaso a su alrededor, heraldo de la noche que no tardaría en llegar. Y entonces tendrían que guiarse sólo con la luna y las estrellas.

Dunstan sintió que se le caía el alma a los pies. Podía estar en cualquier parte: encima de un árbol, oculta en una cueva o hasta despeñada por un acantilado, y carecía de los medios para encontrarla. Era demasiado tarde. Dividir a sus hombres y enviarlos a buscar en medio de la noche sería tan imprudente como lo había sido ella huyendo. No podía hacerlo.

La voz de Walter lo arrancó de sus pensamientos.

—¿Ha vuelto a fugarse? —preguntó sin muestras de sorpresa.

—Sí.

—Será mejor que nos demos prisa —dijo Walter.

Sorprendido, Dunstan lanzó a su amigo una mirada interrogante.

Las sombras del atardecer ocultaban los ojos del caballero, que resplandecieron cuando miró a su señor al no obtener respuesta.

—Nos separaremos y así daremos con ella —añadió.

—No —objetó Dunstan—. Es demasiado peligroso. No puedo arriesgarme a separar a los hombres y enviarlos en medio de la noche al bosque para buscar una aguja en un pajar.

Walter abrió la boca dispuesto a discutírselo, para volver a cerrarla.

—El camino está tranquilo y ahí fuera no hay nada más que una mujer sola —razonó—. Si empezamos ahora…

Dunstan sacudió la cabeza, interrumpiendo el razonamiento de su vasallo.

—Hemos luchado juntos el tiempo suficiente para saber que eso sería una locura. Sí, probablemente no haya amenaza alguna entre estas colinas, pero no he sobrevivido tanto tiempo corriendo esos riesgos.

Un músculo vibró en la mejilla de Walter al escuchar la reprimenda oculta tras las palabras de su señor, pero Dunstan no le hizo caso. Dirigió la mirada hacia los árboles, tratando de decidir qué hacer. Debería abandonarla a su suerte, pero imaginársela sola en el bosque tocó una fibra sensible en su interior, oprimiéndole el pecho.

—¡Y qué pasa con la dama! No pretenderás dejarla marchar —argüyó Walter—. ¿Qué dirá tu padre?

Algo en la voz de Walter le hizo levantar la cabeza y mirar a su vasallo. ¿Era desprecio lo que había percibido? ¿Desdén? El rostro de Walter no reflejaba más que ásperas arrugas de concentración a la escasa luz del atardecer.

Dunstan se frotó la nuca. Encima estaba imaginando cosas. Tal vez estuviera oyendo pullas donde no las había debido a la frustración e impotencia que sentía. ¿Qué iba a hacer?

—Iré yo solo —dijo finalmente—. Y la encontraré.

«O lo que quede de ella», pensó con gravedad.

Lo cierto era que no se había parado a pensar en la reacción de su padre en caso de fracasar en la tarea que le había encomendado, y mucho menos en el caso de que la mujer a la que adoraba toda su familia muriera o desapareciera mientras estaba a su cargo. La desaprobación del conde o el desprecio de Simon se le antojaron, de pronto, menos importantes que en otro tiempo. En ese momento lo único que quería era encontrarla con vida.

Ya la mataría él mismo después.

Deteniéndose lo justo para recoger su morral. Dunstan se dirigió hacia el bosque. Cedric le suplicó que le dejara acompañarlo, pero él le ordenó que se quedara. El chico sólo retrasaría su avance. No quería distracciones mientras seguía el rastro de Marion en la oscuridad. Se paró un momento a considerar el funcionamiento de la mente femenina, pero decidió que era algo que escapaba a la comprensión de cualquier hombre cuerdo. En su lugar optó por seguir el camino más probable entre el campamento y el bosque.

Avanzaba poco a poco, tomando el camino más sencillo con la esperanza de que Marion no hubiera decidido desviarse. Si esperaba que nadie se percatara de su desaparición hasta la mañana, su intención sería la de poner toda la distancia que le fuera posible entre el campamento y ella. Dunstan sospechaba que ése era su plan, pero saberlo no lo reconfortaba. Por muy rápido que se moviera para alcanzarla, jamás daría con ella en medio de la oscuridad.

La negrura era casi absoluta bajo los árboles, cuyas ramas sólo dejaban que se filtraran débiles rayos de luna. Dunstan caminaba con sumo cuidado, temeroso de que se le pudiera pasar por alto su cuerpo, oculto fuera del sendero que había descubierto. La vereda serpenteaba constantemente entre troncos caídos y zanjas resbaladizas, y no pudo evitar preguntarse si no se habría partido el cuello en algún resbalón.

La verdad era que resultaba el menos grave de los destinos que se le ocurrían. Había muchos otros peligros, tantas amenazas para una mujer sola en un bosque extraño y de noche, que no quería ni pensarlo. Se concentró únicamente en seguirla, en una huella en el barro que divisó en un claro, en un arbusto que había sido removido, mientras intentaba pasar por alto el peso que le aplastaba los hombros, haciéndole sentir impotente por primera vez en muchos años.

Aunque no era un hombre supersticioso, lo que al final lo mantenía firme en su búsqueda era una fe ciega en que Marion estaba allí, a poca distancia. Y sin pistas que le sirvieran de guía, no se detuvo a cuestionarse de dónde había salido aquel sentimiento. Simplemente se guió por él, imprimiendo un paso urgente a sus zancadas.

Corría porque algo no iba bien. Lo percibía igual que percibía cuándo se acercaba una batalla… o una emboscada. El bosque estaba demasiado tranquilo. No se oía el habitual ruido de animales y hasta el aire susurraba que estaban en peligro. Dunstan se detuvo a escuchar con el alma en vilo.

Y a través del silencio, Marion le habló, aunque no de la manera que a él le habría gustado. El sonido que rasgó la noche era un grito de miedo y dolor, y era Marion. Su cuerpo cobró vida de inmediato.

Ya tendría tiempo para maldecirse por arremeter como un loco, pero era lo único que podía hacer. Su visión se transformó en una mancha roja, como si su propia sangre hubiera inundado su cerebro, cegándolo. Todos sus años de entrenamiento se fueron por la borda en su ímpetu por llegar a ella.

Un segundo grito fue silenciado, amortiguado, pero seguía resonando en sus oídos, empujándolo a continuar. Dunstan desenvainó la espada justo cuando llegaba a un claro. Le bastó un momento para evaluar la escena, iluminada por una pequeña lumbre: Marion estaba tumbada; un hombre la sujetaba por los brazos, mientras que otro se inclinaba sobre ella y le levantaba las faldas. En menos de un segundo levantó la espada, abrumado por una sed de sangre desconocida, y lanzó un grito de guerra.

El hombre que estaba entre las piernas de Marion levantó la vista y una expresión de sorpresa se dibujó en su rostro antes de que Dunstan le cortara la cabeza de un solo tajo. Del corte brotó un chorro de sangre que hizo que el segundo hombre lanzara un chillido al tiempo que retrocedía, buscando a tientas algún arma. Pero Dunstan era demasiado rápido. Saltando por encima de Marion, le cercenó el brazo extendido y después le clavó la espada.

Dunstan se quedó allí de pie un rato, respirando entrecortadamente, el corazón martilleándole en el pecho, el cuerpo todavía tenso, barriendo la zona con los ojos en busca de más enemigos. Pero el claro estaba vacío. No se movía nada más que las llamas de la lumbre medio extinguida, y el único sonido era el burbujeo de la sangre que brotaba de las heridas de los muertos.

Tomó aliento, profunda y temblorosamente, mientras intentaba retomar la calma. No era fácil. Había tomado parte en batallas más feroces que aquélla infinidad de veces, había vivido más situaciones de verdadero peligro para su vida de las que podía contar y lo habían herido en varias ocasiones, como atestiguaban sus cicatrices. Pero nunca había sentido semejante sed de sangre, algo irracional y abrumador. Y aún no la había calmado. Cuando se dio cuenta de que lo que quería era reducir los cuerpos a pedazos, exhaló muy despacio el aire contenido y se dio la vuelta.

Salpicada de sangre, Marion yacía en el suelo con el vestido levantado hasta las caderas, y una de sus pálidas piernas reposaba junto al cuerpo descabezado de uno de sus atacantes. Tenía el hermoso cabello revuelto alrededor de la cara, enmarcando sus delicadas facciones, pálidas e inmóviles como la muerte. Dunstan se hincó de rodillas junto a ella y se obligó a hablar con calma.

Pero lo que le salió fue un susurro entrecortado.

—¡Marión! Marion… ¿estás herida? —desaparecida la amenaza contra su vida, Dunstan no sabía qué hacer. ¿Y si estaba herida? Él no sabía cómo curar, ni siquiera cómo socorrer, a un herido—. Marion, soy yo, Dunstan —dijo, levantando un poco la voz.

Al ver que ella no respondía, se quitó los guanteletes muy despacio, temeroso de asustarla, y le puso una mano en la frente. Marion levantó los párpados suavemente.

—Dunstan… —murmuró su nombre como una caricia.

El miedo que le atenazaba el pecho se alivió un poco y le tendió una mano. Ella la tomó y se levantó hasta quedar sentada, mientras él le estiraba las faldas para taparle las bien torneadas piernas, visibles a la luz de la lumbre. Cuando terminó se la encontró mirándolo con una expresión que no había visto nunca antes. Algo cercano al arrobo y la fascinación resplandeció en aquellos enormes ojos marrones. Entonces le rodeó el cuello con los brazos, ocultando el rostro en la tibia curva de la garganta que la cota de malla no le cubría, y se echó a llorar.

Dunstan la abrazó a regañadientes, estrechándola contra su pecho como no había hecho con ningún otro ser humano desde que Nicholas era un bebé. Él no estaba preparado para ofrecer consuelo. ¿Qué sabía él de eso? Sus años de soldado le habían enseñado a desdeñar ese tipo de cosas, y las mujeres que lo aceptaban en su cama sabían que no podían esperar de él más que un agradable revolcón. Pero aquella muchacha lo necesitaba.

Colocó torpemente la mano en la enredada cabellera, y se alegró de notar que la vida latía debajo. Estaba bien. Dios se había apiadado de ella. Dunstan notó el escalofrío que le recorría el cuerpo y se dijo que la reacción de Marion era la habitual después de lo que le había sucedido. No podía ser su propio cuerpo el que temblaba como un niñito al ver un poquito de sangre. Gracias a Dios que no era sangre de ella.

Los dedos de Dunstan se sumergieron entre la mata de rizos, espesos y sedosos como el más suntuoso de los tejidos. ¡Y gruesos! Podía sentir el peso de la cortina cayéndole sobre la mano. Pensó en el placer que sentiría un hombre introduciendo la mano en ese cabello, anclándose a él, y de inmediato sacó la mano y la posó en un hombro.

Se dijo que habían estado a punto de violarla. Se dijo que estaba muerta de miedo y sólo se había arrojado a sus brazos en busca de consuelo. Se dijo que era una mujer conflictiva como pocas, que se encontraba en aquella situación precisamente porque era imprudente, y a él no le gustaba.

Pero, por mucho que se reconviniera, estaba empezando a cobrar demasiada conciencia de la mujer que tenía entre sus brazos. Las lágrimas que había derramado en su cuello se secaron con la brisa, despertando en su piel una incitante sensación. Notaba su cálido y suave aliento en la garganta, y su aroma a tierra y flores. Sus generosos pechos se encontraban cómodamente alojados contra su torso y sus caderas casi chocaban contra las de él. Se maldijo una y mil veces cuando sintió que su entrepierna cobraba vida.

Como si lo hubiera notado, Marion levantó la cabeza, pero en su rostro no había acusación alguna. Aquellos enormes ojos oscuros lo contemplaban como nadie lo había mirado nunca, con aquella mezcla de arrobo y algo más. ¿Podría ser deseo? Dunstan notó que la chispa se encendía entre los dos, caldeando el aire, arrasando todo lo demás. Posó ambas manos sobre sus hombros. Marion entreabrió los labios. Dunstan se acercó más a ella, estremeciéndose de deseo, y maldijo en voz queda.

Apartándola con brusquedad, se puso en pie antes de tomarla allí mismo, lo cual lo dejaría al mismo nivel que aquellos bandidos. Era cierto que tras una escaramuza con la muerte, un hombre anhelaba reafirmar que estaba vivo, de la manera que tuviera más a mano, pero aquello no era justificación. La muchacha no era ninguna fulana, y tampoco estaban cómodamente arrebujados en un campamento seguro. Con una última imprecación, Dunstan se dio media vuelta, casi esperando verse rodeado. ¿Qué clase de lujurioso descerebrado sería si se quedaran allí tumbados como si estuvieran en una excursión campestre?

A juzgar por el aspecto del campamento, los dos hombres que había matado no estaban solos al principio, y sus compañeros podrían volver en cualquier momento.

—Debemos irnos —dijo sin prestar atención a las sensibilidades de Marion. Su cerebro trabajaba a toda velocidad y no dejaba de maldecirse por su jactanciosa arremetida en el claro. ¿Por qué no había dejado con vida a uno de ellos, al menos el tiempo suficiente para descubrir qué se traían entre manos?

Dunstan se frotó la nuca. Nunca, desde que comenzara a aprender los rudimentos del combate en las rodillas de su padre, se había comportado de manera tan impetuosa. La sed de sangre que se había apoderado de él momentos antes, ahora se le antojaba algo molesto que se había adueñado de su sentido común y su autocontrol. Con una queda imprecación, Dunstan miró el cadáver, deseando que pudiera hablar. Lamentablemente, aquel hombre no le diría nada ya, de modo que se dio la vuelta para salir de allí, pero entonces algo le hizo darse la vuelta para estudiar más de cerca al desgraciado.

Pese a ir vestido con sencillas prendas de lana, llevaba una espada. No era muy habitual. Allí había algo raro, algo que le resultaba familiar sin embargo. Se agachó y procedió a registrar el cuerpo, pero no halló más que una bolsa con unas pocas monedas. Si era un ladrón, aún no había conseguido botín… o no le habían pagado. Dunstan entornó los ojos.

—¿Qu-qué haces? —preguntó ella con voz temblorosa.

—Nada —respondió él con tono cortante—. ¿Puedes caminar?

Ella lo miró con unos ojos llenos de confusión que le recordaron a un cervato extraviado. Le dieron ganas de ponerse a maldecir allí mismo. No quería lastimarla, pero ya había perdido bastante tiempo arrullándola. El peligro los acechaba. Podía olerlo.

—¿Puedes caminar? —repitió. Ella asintió con la cabeza y él le tendió la mano para ayudarla a levantarse—. Entonces vamos. Tenemos que irnos de aquí.

Echó un último vistazo al campamento y decidió dejar que el fuego se extinguiera por sí solo. En caso de servir de baliza luminosa para el resto del grupo, no quería llamar su atención extinguiéndolo.

—¿Qué vas a hacer con… ellos? —preguntó Marion. Le temblaba la voz y vio que se abrazaba fuertemente la cintura mientras observaba los cadáveres. La ira burbujeaba dentro de sí, ira hacia los hombres culpables de que aquella muchacha se sintiera así en ese momento, y hacia sí mismo por no haber llegado antes, por no haber sido capaz de proporcionarle lo que necesitaba y por no haber estado más alerta.

—Los dejaremos aquí para los carroñeros —respondió él con un gruñido.

Acto seguido echó a andar hacia los árboles, fijándose en las huellas que marcaban el paso de más de dos hombres. Ahogó una imprecación. Tenían que salir del claro y del sendero, y buscar un lugar en el que descansar. Era evidente que no eran los únicos que andaba por ahí fuera esa noche, y pocos hombres rondaban a oscuras por los bosques con buenas intenciones.

—Dunstan —dijo Marion, tirándole de la manga.

Cuando se dio la vuelta, ella deslizó la mano hasta la de él, como si hallara consuelo en el contacto. Él le apretó los dedos con torpeza en un intento de tranquilizarla y salió del claro, llevando a Marion de una mano y la otra descansando sobre la empuñadura de su espada.

Una vez bajo los árboles, se detuvo para dejar que sus ojos se adaptaran a la escasa luz, pero enseguida continuó, alejándose del sendero hasta donde no hubiera posibilidad de encontrarse con otros viajeros. Cuando por fin se detuvo, miró las copas de los altos robles, examinándolos lo mejor posible desde la oscuridad. Se acercó a uno que tenía una grieta en el tronco.

—Pasaremos aquí la noche.

La pequeña mano de Marion se agitó dentro de la palma de Dunstan.

—¿No podemos volver con el resto de la comitiva?

—No. Hay más bandidos por ahí fuera, y, con esta luz, no puedo saber con seguridad lo que se traen entre manos. Sabemos que, por lo menos, algunos de ellos no intentarán atacar a ninguna mujer.

Marion le aferró con más fuerza la mano y, esta vez, el apretón tranquilizador de Dunstan le resultó más natural.

—Dado que eres capaz de dormir como un bebé en lo alto de un árbol, estarás perfectamente cómoda —señaló con ironía.

—Pero… pero… —tartamudeó Marion, y Dunstan curvó los labios hacia arriba. Acto seguido la sujetó por la cintura y la alzó, colocándola en el codo que formaba la rama de un roble inmenso. Seguía barbotando cuando él trepó a continuación y se sentó, apoyando la espalda contra el tronco.

—¿Pero qué? —preguntó Dunstan con calma. Pese a haberla encontrado escondida en la copa de un árbol la primera vez que intentó fugarse, suponía que no le haría demasiada gracia pasar la noche en una rama. Después de todo, no creía que muchas damas encontraran cómoda una cama allí arriba.

—Pero… no esperarás que duerma aquí, ¿verdad?

—¿Por qué no? —preguntó Dunstan. Aunque con un oído puesto en el bosque, empezaba a disfrutar de la situación. Marion se había recuperado lo bastante para disfrutar de unas bromas. Estaba ansioso por oírla admitir que su historia de que se había quedado dormida en aquel árbol era una mentira y gorda. Tal vez lograra sonsacarle alguna otra verdad. Aguzó el oído, ansioso, de pronto, por oír su confesión, pero cuando habló, no fue para quejarse de la cama, sino de la compañía.

—No sería muy apropiado estar aquí sola contigo —protestó.

Dunstan echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada sin poder contenerse.

—No me hagas reír. Debemos guardar silencio. Ahora calla e intenta descansar —reconoció la forma de su cuerpo en la oscuridad y sonrió.

Sinceramente, ¿qué clase de mujer no veía el peligro en escaparse por el bosque en mitad de la noche, sola, y, sin embargo, se sentía amenazada ante la idea de pasar la noche con él? La luz de la luna se coló entre las hojas, iluminándole la cara, y Dunstan alcanzó a ver cómo se humedecía los labios antes de quedar en sombras nuevamente.

Su sonrisa se desvaneció. Tal vez Marion tuviera razón, pensó desalentado. Tal vez corriera más peligro del que sospechaban.