Prólogo
Inglaterra 1270
El sonido de jinetes que se acercaban la dejó helada, aferrando en sus manos las riendas, más frías que el viento otoñal que le agitaba la capa. Pese a estar a casi dos días de distancia del castillo de Baddersly, Marion seguía temiendo la persecución de su tío y sus soldados. Había aprovechado la ausencia de éste y su senescal para huir, con el pretexto de salir en peregrinación, aunque lo cierto era que a Harold Peasely le desagradaría, por mucho que el viaje fuera en nombre del Señor. La perseguiría y cuando diera con ella… Marion se estremeció sólo de pensarlo.
Si lograra llegar al convento… Allí encontraría refugio, porque ni siquiera su tío podría tocarla en ese lugar. Llevaría una vida austera y pura, a salvo tras sus muros, en compañía de otras mujeres que se convertirían en su familia, en lugar de formar una ella misma.
Marion tragó con dificultad al pensar en lo que le iba a costar su retiro forzoso. Hubo un tiempo en que había soñado con casarse y tener hijos, pero su tío no tenía la intención de ceder a otro hombre la custodia que poseía sobre las tierras y demás posesiones de su sobrina. Por eso la había mantenido oculta, sola la mayor parte de las veces, víctima de sus atroces cambios de humor.
Con una penetrante mirada, Marion centró la atención en los viajeros que se les aproximaban, y se relajó ligeramente cuando vio que no vestían los colores de su tío. Sin embargo, al observarlos más de cerca, Marion se percató, con creciente preocupación, de que formaban un grupo de aspecto descuidado y bastante peligroso.
Pese a que la Iglesia promulgaba que no se podía hacer daño a los peregrinos, asesinos y bandidos campaban a sus anchas por los caminos, y el grupo de jóvenes siervos y libertos que había reunido para que la acompañaran no ofrecía demasiada protección. Los hermanos Miller podían blandir porras, sí, pero unos críos como ellos no serían rival frente a una banda de salteadores armados.
Como si le hubieran leído la mente, los hombres espolearon a sus caballos y se lanzaron en ensordecedor tropel hacia ellos, enarbolando sus crueles armas. Marion ahogó un grito de miedo cuando golpearon fuertemente a John Miller, el joven que encabezaba su pequeña comitiva. Su palafrén se tropezó, nervioso. Junto a ella, su doncella, Enid, empezó a gritar como una loca, atrayendo la atención de uno de los atacantes, un gigante barbudo que se plantó a su lado en menos que cantaba un gallo. Antes de que Marion pudiera decir esta boca es mía, el hombre sacó a rastras de la silla a la alterada Enid.
Marion sintió, horrorizada, cómo se le encogía el corazón y, por un momento, se quedó mirando sin saber qué hacer, inmóvil, mientras el hombre manoseaba a su sirvienta. Finalmente, Marion se obligó a ponerse en movimiento y sacó con calma la pequeña daga que llevaba oculta. Se movía como si estuviera dentro de un sueño, y tenía la impresión de que el mundo se movía muy despacio a su alrededor; el entrechocar de las armas y los gritos de sus acompañantes se diluyeron en un zumbido bajo, mientras espoleaba a su montura en dirección al hombre que tenía atrapada a Enid.
Marion sabía que debía apuntar directamente al corazón, y se dispuso a atacar, pero años de sumisión a quienes la superaban en tamaño y fuerza, le sujetaron la mano, dejándola impotente ante aquella pesadilla.
Y después fue demasiado tarde. El bestia aquél la había visto. Soltó una carcajada al ver el diminuto cuchillo y, de un guantazo, la tiró de la silla como si fuera una mosca molesta. Marion cayó en el suelo de espaldas, notando que se quedaba sin aire y que la cabeza empezaba a darle vueltas y más vueltas…