5

Llenar el tanque. Benigno se acomidió a prestarle ayuda al administrador. Testigos de la acción los niños, no Bartola. Desde luego Demetrio dijo que iba a efectuar uno de sus viajes de rutina a Sabinas y Nueva Rosita. Llevaría a las carnicerías tres chivas muertas y dos borregos vivos: ¡vaya!: la venta sobre pedido, misma que debió realizar tres días antes, pero ya sabemos por qué no fue así. Asimismo sabemos —y no debe dolernos— el hecho (no desgarrador) de que se iría para siempre. ¡Qué se jodan los jodidos! Él no. Él era estudiado. Él, por supuesto, desde muchos años atrás tenía su mira puesta en un lugar donde hubiese un desarrollo muy a las claras: ¡sociedad y más sociedad para conseguir miles de alivios sutiles y millones de agobios extravagantes y a fin de cuentas risueños! La pulsión de la vida en medio de un torbellino que jamás hastía… Si fuera en la ciudad soñada, la de los edificios altísimos… La condición: tener compañía. Renata y su amor perenne: recuperarla para colmarla. Dígase que era un fénix diminuto en espera. Ella se engrandecería con él. Y…

Demetrio salió de La Mena no sin antes decirle a Benigno: Ya sabes, vuelvo al mediodía?. Pero el peón, que era intuitivo, sospechó algo muy agrio, hasta qué grado razonable… Nada le dijo, ¿para qué? La sospecha no deja de ser del tamaño de una lasca, cosa de asirla y arrojarla: no llegará muy lejos… Cuando Benigno vio que la camioneta se alejaba de inmediato fue a revisar el recinto donde dormía el administrador. Comprobación: el susodicho no se había llevado sus maletas. Fuga con lo que traía puesto: el enchamarramiento inverosímil. Fuga con su fajo de billetes: obvio, dado que en Sabinas y Nueva Rosita se necesitaba andar con dinero. Entonces la serena conclusión: No hay duda, el administrador no volverá?. Aunque el lastre infeliz: Yo le di el norte para que se fuera?. Tal causalidad… indeliberada. Sea lo que fuere, conviene ahora poner aquí un punto.

Compra de maleta y de ropa en Monclova: Demetrio, en tránsito, ya estaba redondeando un plan con ingredientes de cinismo que, de principio a fin, le debía entusiasmar. Mal que bien le vino a la cabeza la relación añeja entre don Delfín y doña Zulema, eso como freno aleatorio y como disyuntiva si no angosta sí limitante. Lo limitante es que no podía robarse esa camioneta: tal fuero inigualable. El robo significaba ir a dar a Sacramento montado en el vehículo: ¡ea!: el diestro chofer arrogante. De hecho, supuso que la brecha anchurosa que conectaba a Monclova con Ocampo, pasando por Sacramento y otros pueblos, ya estaba lista, estrenarla, y he aquí el dato de microhistoria: para mediados de marzo de 1947 ¡ya! (esto hay que decirlo con júbilo, pero mejor no abundemos)… Lo insólito sería que él llegara presumido a donde su segunda madre como nunca antes. Sin embargo, a doña Zulema no podía mentirle: que la compra del mueble por necesidad; que con sus ahorros, ¡mangos!, aquello era un robo, por lo que don Delfín, toda vez que se hubiese enterado de la ausencia de Demetrio, más la ausencia del vehículo, iría a reclamarle a su amiga de toda la vida: Tu sobrino es un ladrón y, con todo respeto, un hijo de puta?. Luego añadiría tajante:

¿Por qué me lo recomendaste? Así la regañiza de la segunda madre cuando… Más tormentos medio probables emplastaban la mente de Demetrio mientras conducía, toda una crisis tirante que, más bien, y a fin de cuentas, lo orientaría a un cometido invariable: dejar la camioneta a media cuadra de la casa de don Delfín, allá en Monclova. Acción temeraria a medianoche. La cosa era saber si… no se acordaba bien a bien de la ubicación de la casa, esa que no tenía patio frontal; sea que la puerta de entrada daba de sí a la calle: una pavimentada, ¡claro!, y luego los recuerdos baldíos: había una tienda grandiosa enfrente de, y un eucalipto a la vera de una banqueta quebrada —¿sí?, ¿tal vez?—, y un cine sin techo, con cartulinas de películas mexicanas pegadas sobre el enjarramiento blanco del local: más o menos la referencia de la imagen callejera que a Demetrio llamó la atención cuando estuvo por allá; otros detalles difusos: los que a medianoche no serían notados por él, porque aunque llegara de día a Monclova estaba obligado a esperar el total apaciguamiento nocturno (urbano, peligroso, Demetrio suponía tanto). Su plan: rentar un cuarto de hotel para hacerse guaje durante horas. En fin. Luego, afinando el procedimiento, consideró la ventaja de la puerta: ah, meter un recado por debajo: una síntesis argumental… ¡etcétera!… dicho sea: escritura telegráfica donde esbozara el motivo primordial de su abandono de empleo. No estaría mal que escribiera, entre otras cosas, que sin mujer era imposible trabajar como administrador; el señor lo entendería, ¿verdad? Él mismo le había recomendado que se trajera a una —¿se recuerda?—. Conseguir pluma y papel. Después. El primer engorro: sacar el dinero del banco. Luego abordar el tren para la ida de siempre hasta La Polka. Luego el brete de la lancha y del coche de caballos. Luego la contundencia: el invertir en un negocio en Sacramento: una tienda de abarrotes ¿o qué?

Tan absorto iba el agrónomo en su plan a porrillo que pasó Sabinas como si anduviese en la luna. A nadie le preguntó dónde empezaba la brecha anchurosa hacia Monclova. Como ya conocía la ciudad no le fue difícil hallar lo deseado.

Y se enfiló por ahí casi de modo subconsciente. Su buena estrella (su auxilio) otra vez relucía, aunque —veamos esto—: se le olvidó que traía en la cajuela de redilas dos borregos vivos y tres chivas muertas. De eso se acordó poco más allá: cuando ya llevaba una media hora de trayecto por la magnífica brecha, donde, por cierto, no había mucha circulación de vehículos: algún tráiler osado: ¡sí!; algún coche de cuatro puertas, con visera en el vidrio frontal: ¡por supuesto!; de refilón podemos mencionar algún ente a caballo; algún exprés; alguna camioneta…

Entonces la tentativa de regresarse a Sabinas para vender el animalero: ¡no!, al cabo de ir e ir campante hacia una entera libertad (más suya que nunca) le fastidió pensar en un retorno nada más por motivo de quitarse de encima lo que tanta complicación le traería en cuanto llegara a Monclova. Para esquivar tal brete halló otro brete con dosis de travesura, quiérase una solución arrebatada: poner en corta hilera a las chivas muertas —despellejadas, cual debe— a la orilla de la brecha; también otra de pieles (tres y tres, pues): eso al mejor hallador: la gracia de una irresponsabilidad bien calibrada; no olvido, sino juego embrollado…

Así lo hizo: ¡oh treta! Y en cuanto a los borregos vivos: ¡qué destino tan a sus anchas!: dejarlos a su arbitrio: que huyeran hacia una muy espaciosa felicidad montaraz. Ojalá que nadie se adueñara de ellos. Ningún corral futuro.

¡Ojalá!

Compasión en rebaja por mor de un buen augurio: ver alejarse a aquellos hijos de Dios, juntos como si fuesen hermanos que se quieren y siempre se respaldan. Adiós borregos. Demetrio se santiguó y ¡vámonos!

Al llegar a Monclova, ¿dónde el banco? Dio pronto con: de una vez el efecto: la extracción de la totalidad de su dinero, que aunada a la que traía en su haber: ¡albricias!, mediana riqueza: independencia; facilidad de eso, porque no tuvo ningún problema para que los empleados bancarios (peinadísimos) le dieran el matalotaje billetoso. Lo malo fue que dónde podía meterse tanto. Sus bolsas pantaloneras insuficientes: y: pidió una bolsa no transparente. Le dieron una de papel estraza de buen y cómodo tamaño, misma que metió en la guantera de la camioneta. Cerraría con llave el mueble en cuanto bajara, en definitiva, de él, esto es: en cuanto lo estacionara. Su deseo más apurón fue que don Delfín no anduviera paseándose por la ciudad, a bien de que no viera… ¡etcétera!

Enseguida la renta del cuarto de hotel: acción no problemática… por ventura, o por rebrillo de su estrella (sentido centelleo)… Descanso circunstancial, tras bañarse por fin bajo el chorro de una regadera: ¡oh!

Demetrio estaba viviendo el prodigio de esa urbe, no tan urbe, eso sí, pero…

Lozano, de resultas, a pie deambuló por el centro de Monclova. Debía comprar buena ropa y una maleta que tuviese candado y llavecita. Logro inmediato.

Cuando estuvo de vuelta en su hotel pidió en la recepción que le prestaran una pluma y un trozo de papel blanco, sin rayas, ¿eh?; ¡ándele!, todo estaba saliendo a la perfección. Su escribir contenido: la sustancia ideosa reducida a su esencia conceptual: veámosla, porque fue graciosa: Estimado don Delfín: junto con esta nota le dejo las llaves de la camioneta, misma que está estacionada a media cuadra de su casa. Lo que debo agregar es que me aburrí muchísimo en el rancho. El trabajo de administrador fue muy interesante, pero como nunca conseguí tener a mi lado a una mujer, mejor ya no le sigo. Le agradezco toda su confianza y sus atenciones. Demetrio Sordo?. Pudo ser más escueta la nota, pero así salió y tan-tan.

Cierto que ningún administrador anterior había tenido la anchurosa imaginación de él. Cierto que todos huyeron a pie de La Mena, seguro hacia Sabinas, y ¡pues qué honorables, pero también qué pobres diablos decentes! Demetrio, en cambio —y júzguelo usted—, quiso ser decente, ¿santo?, ¿sí o no?, sólo que de una manera bastante original, amén de más eficaz.

Ahora bien, ya urge cerrar esto con la acción anunciada en la nota escrita con una caligrafía harto llamativa. Perfilemos, entonces, la medianoche (¡ínclita!) como si sonara por doquier: ruido circundante —rasposo por pandeado— proclive a un terror cuya decantación hizo más fácil la maniobra de marras: dejar, dejar, dejar, huir sin correr rumbo al hotel, una vez que concluyó su trastada. Seguridad algo cochambrosa consignada en el aplomo de sus pasos taconeadores. Otro capítulo empezaba. Sea que debía empezar con su alivio histórico (de sonreír a sabiendas de que su cara tendría un aspecto aquilino, mismo que vio durante buen rato en un espejo ovalado), al cabo, entre cuatro paredes que olían a gloria florosa, y, bueno, el día siguiente sería el de la fuga agradable.

Otra vez la figura grandullona con la maleta exacta de acuerdo con lo guardado en retaque. Estampa casi añeja, casi irreal, casi caqui.

La estación de tren de Monclova no estaba tan poblada como en otras ocasiones, de ahí la conjetura al taz a taz: Me imagino que ya metieron muchísimas corridas de autobuses por la nueva brecha… Poco a poco la gente dejará de usar el tren…? ¿Qué se iba a equivocar? Sólo que el tren iba mucho más allá de Ocampo y anexas. Su derrotero era en Sierra Mojada, así que ¿más a gusto el viaje?

Demetrio se sintió un rey viajero. Asientos vacíos. Delirio. La poca gente en andas tenía la satisfacción de medio acostarse en lo acojinado de… La lentitud del viaje no importaba, sino…

Qué decir del maravilloso dormir.

Qué decir del olor novedoso del vagón: casi encapsulado, casi anestésico.