8

Ella por acá y él por allá, como predicción, acaso porque el azar quiso que no coincidieran en Sacramento madre e hijo. Doña Telma llegó como a eso de las tres de la tarde, mientras que Demetrio desde temprano, muy cargado de ansiedad, se esfumó. Tal vez a esas alturas del día se estaba dando el acuerdo laboral entre él y don Delfín, pero hasta mañana la noticia —¡ojalá!— acá, y, ahora sí, a expensas de dilucidar lo que más vale la pena, mejor será centrarnos en el encuentro inesperado entre estas señoras, así como en la euforia de la sorpresa. ¡Tú aquí!, ¿por qué? No fue —hay que decirlo de nuevo— buena anfitriona doña Zulema. No cerró la tienda, menos le ofreció mínimamente una taza de café a su querida parienta: la cortesía para el degusto en el mostrador de despacho comercial, no, y pongamos en lo más alto su desidia. Entonces la recién llegada hizo la petición: Dame siquiera un poco de agua, no seas mala?. Penosa fue y vino la interpelada con dos vasos de agua para enseguida darle aire al tema de Demetrio; que avanzaba a todo dar su romance; que andaba buscando trabajo en esa región, de ahí su ida a Monclova. Torrente de datos de grande o poca monta, mismos que hicieron entristecer a doña Telma: su queja al sesgo, como adelanto básico, en lo concerniente al enojo ardoroso del hijo, que había huido de Parras sin siquiera plantarle un beso donde se debe dar: en la mejilla (por ejemplo), o en la frente, o en la mano. Sin embargo, doña Telma no quiso revelar el motivo del enojo. El punto de gravedad —a galope hasta ahí— ni por error; es que era preferible eludir lo que la avergonzaba: la indiscreción de haber visto el dineral metido en la maleta cuando el hijo estaba dormido; luego que ella lo despertó para… ¡Vaya!, que quedara flotante toda esa pesadez; de ahí la impostura del adjetivo «inexplicable», que fue y seguía siendo mole tremebunda harto difícil de quitarse de encima, y la deducción melodramática: Creo que mi hijo ya no me quiere. Estoy más sola que nunca, porque también mis hijas no me procuran. La verdad es que no sé qué hacer. Por eso vine a Sacramento?. Más y más goteo infeliz de sentimentalismo, sin rumbo, sin suelo incluso (doña Zulema oyendo ¿con sorna?), o bien que estaba a un tris de darse una contundencia, como ser el perdón arrodillado al momento en que Demetrio apareciera: ¿sería para tanto? Mañana tal pantomima, aunque: No permitiré que te humilles ante él?. Ahora que ¿cómo hacer para que el grandullón se apiadara?, ¿qué desplante sería eficaz? De una vez veamos la escena que, de suyo, es merecedora de un párrafo aparte.

Cosa de mucha terquedad el ver por más de dos horas el poniente pueblerino desde calle arriba, más bien desde la puerta de la tienda esos cuatro ojos prestos, a expensas de un vislumbre gozoso tras detectar la aparición lejana de Demetrio, entonces que ambas dijeran al unísono: ¡Míralo!, ya viene?, y doña Telma se arrodillara (endenantes) con ridícula emoción senil. ¡Levántate, no seas necia! Sin embargo, la teatralidad ocurrió, ¡claro!, un poco menos grave.

Así, en cuanto Demetrio hubo llegado, solícita la madre acudió a abrazarlo. Ya ustedes se imaginarán la perorata del perdón implorante: rodeos verbales como envolturas mal hechas, lo que fue acallado al momento en que el grandullón se sacudió el abrazo y empezó a soltar su rosario de novedades, indiferente a las pantomimas de la madre llorosa, que por cierto fue vista de refilón por algunos transeúntes. Es que la escena se dio en la banqueta; habría sido preferible en el interior de la casa, pero tal reconcomio de privacidad iba en contra de emitir argumentos tan al rojo vivo, consistentes en… bueno, retomemos algo de la vociferación de doña Telma: ¡Fíjate lo que he hecho!: venir hasta acá para que me perdones… Yo que te presté una maleta para que cupiera tu ropa y tu dinero… Yo que le subí la bastilla a tus pantalones?, y de más a menos las gradaciones de cuantas chuladas dignas de sacar a flote, hasta que Demetrio opuso, a modo de desahogo, la alegría de haber sido contratado por don Delfín para que se encargara de administrar tres ranchos que estaban allá por el rumbo de Sabinas; que le pagaría muy bien, pero que nada más ciertos fines de semana tendría tiempo libre. De hecho, la retahíla iba para largo, pero doña Zulema lo interrumpió con una orden: ¡Metámonos, por favor! No me gusta el exhibicionismo?. Obediencia, pues, para con la directora teatral, y ya en la salita se produjo la misma escena: la madre intentando abrazarlo y él disuadiéndola con manotazos al tiempo que iba subiendo de tono su discurso imparable. ¡Ni modo!, aunque, dado que aquello amenazaba con ser duradero, sobrevino otra orden de doña Zulema, ésta sí fue definitiva:

—¡Ya perdónala, Demetrio!, pobrecita de tu madre. Y él, orondo y displicente aún, masculló:

—¿Sabes qué, tía? Desde hace varios días he estado pensando varias cosas al respecto. Ahora quiero dejar pasar un buen rato para que me decida a perdonarla.

Llorando a lágrima viva doña Telma se fue a refugiar a una habitación.

Que Demetrio intentara continuar informando a medias lo de que gran parte de su dinero la había depositado en un banco de Monclova, en una cuenta mediante la cual siempre tendría disponible su…

—¡No sigas! Ve a pedirle perdón a tu madre. Te lo exijo.

—Ni usted ni Dios Padre sirven para exigirme nada.

Ahora mismo me voy a dormir al monte.

—¿Al monte? Por favor, Demetrio, no seas ingrato. Tu madre es una mujer mayor, debes compadecerla. Estás cometiendo un gran error.

Palabras oportunas ¿por torcedoras? Dos sujetos a punto de lloro. Dos enrojecidos, dicho sea. Y el sobrecogimiento sentimental ¡a ultranza! El grandullón fue en pos de su madre chiquita.

Allá la encerrona lacrimógena.

Acá, en la salita, el temblor de una anfitriona que a poco se ufanaba de haberse comportado como una mandona sensible.

Hemos de saber, pues, que en toda la noche madre e hijo no salieron de aquella habitación repleta de santos. Asimismo, que rezaron a conteste y que durmieron juntos. Estuvo bien que no cenaran. Les habría hecho daño. Estuvo bien que a la mañana siguiente salieran de la habitación tomados de la mano. Ambos pimpantes y al parecer sin nada feo que aún les atravesara su alma. Dormir juntos, pero sin rozarse. Por lo demás, los tres a la mesa y con desayuno de huevos estrellados, pan y café con leche. La plática fue de sumo agrado.

Planes sobre planes.

Ninguna traba de nadie contra nadie. Fluidez ¿eventual?

Doña Telma se resignó a regresar sola a Parras. No se atrevió a convencer a su hijo de que mandara al diablo ese trabajo rancheril tan desventajoso… Y se recalca: no se prestaba la ocasión para manifestar el más sesgado reproche de ninguna de esas señoras. Soltura de rienda, entonces, ex profeso. Inteligencia de revés, por ende, la de aquellas señoras que estaban dejando correr un oprobio. La síntesis común de un desdichado silogismo era ésta: que por sí mismo Demetrio se diera sus frentazos. Ni Parras, ni Sacramento, ni Monclova, sino el aislamiento macabro ¡allá!, donde ¡sepa!, por los dizque alrededores de Sabinas, Coahuila. Lo no dicho, pero sí pensado por dos cabezas llenas de canas.

Los abrazos de despedida, por fin, a temprana hora. Convengamos en que los tres durmieron a la intemperie, cada cual en su catre, por supuesto sin encobijamiento… Es que el calor de esa vez…

Ay, la retirada de doña Telma, cargando una maleta no muy pesada. Caminaba (apuntemos su faldeo en concordancia con su encogimiento de hombros) con ganas de empequeñecerse, bajo, digamos, la autoridad del sol. Al parecer su desaparición sería real, no obstante haber sido perdonada y aun cuando su hijo hizo las veces de bebé en la cama compartida. En tanto la borraba el resplandor surgía en tía y sobrino una suerte de hipótesis relativa a que la señora había adquirido un verdadero empaque materno, esto es, ya podía situarse en un limbo y esperar a que las circunstancias trajeran dicha o desgracia sin que ella tratara de modificar su curso. Quizás no volvería a ver a su hijo, quizás pronto sí, o a saber, pero mientras abordaba el coche de caballos que la llevaría a La Polka, y luego la lancha y luego el tren, supo que su traslado agobiante había sido efectivo, puesto que hubo sembrado en Demetrio una incertidumbre sentimental, acaso una posibilidad de regreso o una ficción a la mitad que tal vez jamás se completara. En adelante la resignación haría su magia y acá los mirones atónitos (doña Zulema y Demetrio) como que así lo estaban entendiendo. Creo que no debemos seguir mirándola para no entristecernos?, dijo la tía, al tiempo que, estrechándole un brazo, jaló sutilmente al sobrino al interior de la tienda. Adentro el reacomodo de ideas, aunque antes hubo una petición: Abrázame, Demetrio. Quiero sentir que me quieres tanto como a tu madre y tanto como a Renata?. El grandullón se resistió. Un abrazo, en ese momento, significaba estremecimiento, y pues no, melcocha de más, por saneo ¿para qué?, o por algo mucho más simple: no podía jugar con su arrepentimiento, no tenía por qué prodigar lo que aún le lastimaba, y lo dijo sin elaboración: Ahora no, tía. Tal vez mañana la abrace?. Ahorro, en consecuencia, de explicaciones, y distancia y reserva y un poco de sal echada a esa dulzura que amagaba con desquiciarlo. Respeto redundante en pasos hacia atrás (tres) de doña Zulema, que tampoco aguantó tal rechazo así como así; de hecho hubo un efecto lateral: Te pido de favor que mientras estés conmigo no te vayas a dormir al monte?. ¿Qué responder a eso?, ¿con una mueca risueña? ¡Ni siquiera!, sino —como fue— con un vistazo dirigido al techo de carrizo, donde —cosa de tanteo cejijunto— Demetrio descubrió tres nidos de golondrina: abandonados ya, a la buena de un desmoronamiento cuyos terrones se desprendían, acaso, ¿un día sí y otro no? Sentir —¿qué?— la desconexión a poco. ¡Pues bien!, lo que hizo Demetrio, yéndose pasitamente a su refugio, fue continuar viendo los esparcidos tesoros del techo. Loco abstraído ¡adrede! El remate: un encierro. Masturbación en vías… Maldita sospecha… Santidad solitaria, en cambio, sólo que su arrepentimiento no daba para un goce tan de a tiro mecánico, ninguna recompensa a lo bestia, e incluso lo peor: ningún anonadamiento subconsciente. Pero la intuición de doña Zulema se estaba afinando y ¿qué procuraría aquél? Otro daño festivo, por supuesto, ¿o qué entretenimiento empedernido? Lo que hizo ella fue tocarle la puerta tratando de ser bien suave (toquidos gratos, voz grata): Demetrio, me gustaría que hoy en la noche compartieras conmigo mi cama. No te tocaré. Sólo quiero sentir que soy el reemplazo de tu madre?. De allá adentro vino un «veremos» y digamos que aquí terminó un episodio de afectos confusos.