1
—Oye, mamá, ¿no has pensado en que podríamos vender esta casa para irnos a vivir a una ciudad?
—¿Te gustaría?
Dos tazones humeantes de café con leche para el saboreo pausado de Renata y doña Luisa, que, como si tuviesen tics, pellizcaban pedazos de pan dulce; en su mayoría eran pedazos ingeridos, en tanto que los otros quedaban como una siembra de burujos sobre la cubierta. En el centro de la mesa había una canasta repleta de plomos, conchas y pelonas. Merienda calurosa, medianamente acongojada.
—Es que en los últimos tres días no se ha parado en el negocio ni un solo comprador. Cada vez hay menos gente en Sacramento.
Para 1946 —año en el que debemos instalarnos— México arañaba el comienzo de la industrialización sistemática. Nacía la clase obrera y el éxodo de ilusos a las ciudades se convirtió en un asunto cotidiano. Algunas localidades, otrora agrícolas, pero bien pobladas, crecieron de manera anárquica en unos cuantos años, lo mismo que los entornos ya reconocidos como urbes. El fenómeno parecía incontenible, pero todavía gran número de personas se aferraba a la vida campirana y, sobre todo, pueblerina. En Sacramento, como en otros puntos de la región y del país, muchos trabajadores buscaban los centros industriales más al alcance, se acoplaban a los estrictos horarios laborales e iban y venían a diario del trabajo a sus dulces villorrios; otros, quizás los más, se resistían a hacer esos periplos simplemente porque la vida urbana terminaba por trastornarlos. Podríamos decir que el desplazamiento era similar a un gotero de abstergente: pocos decidían desarraigarse en definitiva, a bien de buscar otra suerte de vida, y preferían padecer las limitantes naturales de los pueblos a enredarse en ideas de urbanismo que les eran muy ajenas. De suyo, el avance industrial propiciaba que naciera un sinfín de fuentes de trabajo, puesto que la diversificación comercial crecía como si se tratara de un sistema circulatorio impensado. En las ciudades y en los pueblos grandes la actividad económica y laboral no se daba abasto. De modo permanente se necesitaba mano de obra, pero…
—Ten en cuenta que en una ciudad hay mucha competencia. No será nada fácil que nos vaya bien.
—Bueno, es que yo creo…
—Mira, nuestra papelería es la única de Sacramento. Por primera vez la gente de aquí no tiene que ir a otros lugares a comprar el material escolar para sus hijos. Ya verás que al paso del tiempo aumentará la clientela.
En un año, en dos, ¿ése era el paso del tiempo? Y mientras tanto la venta seguía cebándose: semanas de inanidad, de paciente postura tras el mostrador, con el vislumbre inútil de ver qué niño o qué madre se acercaba. En tal sentido desde un principio madre e hija se impusieron una norma que no sufriría alteración: no instigar a nadie a que entrara a comprar… El mostrador era una mesa cualquiera ¿ocurrencia moderna? También podía ser cosa novedosa lo del sillón giratorio para la despachadora, sobre todo si se considera que ninguna de ellas se entretenía dándose vueltas en aplaste. Así la estampa gris y aislada, misma que evidenciaba una rigidez apacible, y hasta romántica. Lo sentado: obligado: porque sí… Más personajes que personas eran ahora Renata y doña Luisa porque (también desde un principio) decidieron turnarse: dos horas cada cual, matiz de fastidio a causa de la pachorrez, y los relevos con exactitud, eso sí, hasta que llegaba el momento del cierre: justo a las seis de la tarde, reloj en mano, y nunca un minuto extra. Sea que a partir de esa y las otras ajustanzas lo entretenido era barrer, trapear, cocinar, y en el caso de Renata, en los días posteriores al encuentro con Demetrio, refundirse en su recámara para probar su destreza como escritora de cartas; de entrada eran retazos, párrafos en desorden, frases al desgaire; era también afanarse en la caligrafía. Es que tuvo la iniciativa de enviarle una extensa carta a Demetrio, pero las tantas correcciones la llevaron a intentar un comienzo tras otro, cada vez más elaborado, habida cuenta de la acusada explicación que Renata debía darle a su novio por el hecho de haberse comportado como una monja. Días turbios de escritura: hojas y hojas destinadas a un argumento que al más mínimo descuido podía exhibir contradicciones. Entonces el cuidado conceptual, con el ingrediente de saberse presionada, siendo que debía relevar a su madre, y la serie de interrupciones inevitables —reloj en mano— cuando la inspiración le estaba dando una soltura muy hacia arriba… Tardó más de dos semanas en concluir la carta (fueron siete cuartillas por ambas caras). No le fue agradable justificar una filosofía de la decencia cuando lo que más deseaba era referirse a la calentura sexual que Demetrio, sin querer, le despertó a partir de un levísimo roce de rodillas que hubo durante su encuentro.
Pero eso no, mejor el aguante, entendido como la óptima vía vencedora, y en eso ¡la chispa!: es que pensó que debía hablar con la señora Zulema, la tía de Demetrio.
En la iglesia. El domingo. La coincidencia. ¿Y si no? De momento hubo otra chispa: aprovechar la ida al correo —le costó bastante trabajo meter en un sobre la gordura de su discurso amoroso— para al cabo ir a donde aquella señora. Cálculo: dos horas eran muchas, y llegó la ocasión:
—Mamá, voy al correo a dejar mi carta.
—No te tardes.
—No.
—Oye, ¿por qué no me permitiste leer la carta antes de que la metieras en el sobre?
—Mamá, son mis cosas…
Migaja de rebeldía y ¡qué bueno! Lo que no significaba que hubiese un comienzo de destrabe, aun cuando para Renata estaba claro que seguir viviendo en Sacramento no era más que un irse precipitando hacia un fondo de tristeza y muerte en vida. Por lo pronto la carta, la espera de respuesta: días, semanas: las lentitudes, la intemporalidad de las acciones señeras; asimismo, y de paso, saberse un alma intachable encerrada en un caserón y luego en un entorno donde no tenía la más mínima posibilidad de ser un ente anónimo. De alguna manera la prole de allí se enteraría de que en cierta fecha la joven hermosa (aunque diminuta) había salido a dejar la carta al novio gigante y de que, en consecuencia, estaba teniendo problemas con su madre por el simple hecho de estar enamorada de un fulano que aún no daba color; de que la papelería era un verdadero fracaso y de que el dinero de la herencia en cualquier momento se les esfumaría; de ahí otras deducciones menores, máxime que, tras depositar la carta, Renata fue a ver a doña Zulema. Fue vista, y el runrún —¡claro!— con su cuantía de hilos sueltos. Dos caras para una sola sorpresa (cejas altas y bocas abiertas): en la tienda de abarrotes de esa tía —también sin clientela—: ¡oooh! Hubo tres preguntas de la visitante y, bueno, la única respuesta que vale traer a cuento es ésta: No te preocupes, Renata. Lo que debo decirte es que mi sobrino Demetrio se fue entusiasmado. Ya eres una tentación para él y un ideal grandísimo. Y ahora abrázame, te lo suplico?. Gran abrazo cariñoso y duradero, que ¡fue visto a distancia!, ¡sí, fue visto!, ¡aaah!: la embrollada ternura… En fin, fue Zulema la que se desconectó a tiempo: Pues bien, ya puedes irte tranquila?. Regreso orondo de la chaparra. Callejeo. Hermosura. Así la dignidad en progresión: reciclándose (y con lastre a favor) a partir de una frase que para ella debió ser un lenitivo: Soy una tentación para él y un ideal grandísimo?. Mitad verdad, mitad mentira, ¿qué importaba? La esencia, abajeña, tendría cloqueo perpetuo y lo malo, por supuesto, sería la tardanza de la respuesta de Demetrio…
Para 1946 no había telégrafo en Sacramento. ¿Cuánto tiempo faltaba para que se diera ese milagro?