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STANISLAW LEM

La séptima Sally, o cómo la perfección de Trurl no llevó a nada bueno[26]

El universo es infinito pero con límites, y por lo tanto un rayo de luz, cualquiera que sea la dirección en que se desplace, volverá al cabo de billones de siglos —si tiene suficiente poder— al punto de partida. En esto no se diferencia del rumor que vuela de astro a astro y recorre todos los planetas. Un día Trurl oyó rumores lejanos acerca de dos poderosos constructores-benefactores tan sabios y tan talentosos que no tenían par. Corrió con la noticia a ver a Klapaucius, quien le explicó que éstos no eran rivales misteriosos, sino ellos mismos, cuya fama había circunnavegado el espacio. La fama, no obstante, tiene este defecto, el de no aludir nunca a los fracasos, aun cuando estos mismos fracasos sean producto de una gran perfección. Y quienquiera que dudase de ello, no tendría más que recordar la última de las siete excursiones al espacio de Trurl, efectuadas sin Klapaucius, quien, a la sazón, estaba retenido por tareas urgentes en su casa.

En aquella época Trurl era sumamente vanidoso y objeto de toda suerte de expresiones de veneración y honores, los que recibía como si no mereciese otra cosa y como si fueran algo enteramente normal. Se dirigió hacia el norte con su nave, por estar menos familiarizado con aquella región. Voló a través del espacio durante un período bastante prolongado, pasando por esferas llenas de estruendo de guerra así como por otras que habían alcanzado la paz perfecta de la desolación, cuando inesperadamente avistó un pequeño planeta, en realidad, un fragmento perdido, más que un planeta.

En la superficie de este pedazo de roca alguien corría de un lado a otro, saltando y agitando los brazos en forma muy extraña. Sorprendido ante esta escena de total soledad y preocupado al ver estos gestos de desesperación y quizá también de ira, Trurl aterrizó.

Se le acercó entonces un personaje de extraordinario porte, todo cubierto de iridio y vanadio que resonaban y se entrechocaban ruidosamente y que se presentó a sí mismo como Excelsius el Tártaro, soberano de Pancreonte y de Cyspenderora. Los habitantes de estos dos reinos, en un ataque de locura regicida, habían derrocado a Su Majestad y lo habían exiliado a este asteroide árido, para que vagara por siempre jamás entre las oscuras ondas y corrientes de la gravitación.

Al enterarse a su vez de la identidad de su visitante, el monarca depuesto comenzó a instar a Trurl —después de todo, Trurl era una especie de experto en buenas acciones— a que lo restaurara de inmediato en su trono. La idea de tal eventualidad hizo que la llama de la venganza brillase en los ojos del monarca y sus dedos de hierro aferraran el aire, como si éste fuese la garganta de sus amados súbditos.

Ahora bien, Trurl no tenía la menor intención de acceder a esta proposición de Excelsius, ya que hacerlo implicaría provocar infinitos males y sufrimientos, pero al mismo tiempo deseaba consolar y reconfortar de alguna manera al humillado rey. Después de reflexionar unos instantes, llegó a la conclusión de que aun en este caso, no todo estaba perdido, puesto que no sería imposible satisfacer del todo los deseos del rey, pero sin poner en peligro a sus antiguos súbditos. Trurl se arremangó, pues, y apelando a todas sus energías, creó al rey un reino flamante. Había muchas ciudades, ríos, montañas, bosques, arroyuelos, cielo con nubes, ejércitos llenos de armamento, plazas fuertes, castillos y cámaras para damas. Había además mercados abiertos, chillones y resplandecientes bajo el sol, días de trabajo agotador, noches de baile y canto hasta el amanecer y, por último, alegre entrechocar de las espadas. Trurl tuvo la precaución de incorporar a este nuevo reino una fabulosa capital, toda de mármol y alabastro, y de convocar a un consejo de venerables sabios, añadiendo palacios de invierno y residencias de verano, complots, conspiradores, falsos testigos, enfermeras, delatores, yuntas de corceles magníficos y plumas que ondeaban con su carmesí al viento. Luego inundó aquel ambiente con fanfarrias argentinas y veintiún cañonazos, agregando el indispensable ingrediente de traidores, héroes, más una pizca de profetas y videntes, un mesías y un bardo. Hecho lo cual se inclinó y puso en funcionamiento la obra completa, efectuando con gran destreza adaptaciones de último momento con sus instrumentos microscópicos con todo ya en movimiento. Y dio a las mujeres de ese reino, belleza, y a los hombres, hosco silencio y hostilidad cuando estaban ebrios; a los funcionarios, arrogancia y servilismo; a los astrónomos, amor entusiasta por los astros, y a los niños, una gran capacidad de hacer ruido. Y la totalidad, montada y pulida con la mayor precisión, cupo dentro de una caja, no muy grande, sino de un tamaño adecuado como para trasladarla con facilidad. Y se la regaló a Excelsius, para que reinase y ejerciese eternamente el dominio sobre ella. Pero primero le mostró la entrada y la salida de computación de este reino y cómo programar guerras, sofocar rebeliones, imponer tributos, recolectar impuestos, instruyéndolo además en cuanto a los puntos críticos y períodos de transición de aquella sociedad microminiaturizada —en otros términos, los máximos y los mínimos de los golpes de palacio y las revoluciones— y tan bien explicó todo al rey que éste, ducho en el manejo de tiranías, captó de inmediato las instrucciones y sin el menor titubeo, mientras el constructor lo observaba, lanzó una proclama de ensayo controlando con la mayor corrección los botones, en los cuales estaban grabadas las águilas imperiales y los leones reales. Estas proclamas declaraban el estado de emergencia, la ley marcial, el toque de queda y una leva especial. Pasado un año en el reino, período que apenas era un minuto para Trurl y el rey, por un acto de máxima generosidad, es decir, mediante un toque del dedo en los controles, el rey abolió una pena de muerte, hizo menos dura la leva, y se dignó levantar el estado de emergencia, con lo cual se elevó de la caja un tumultuoso clamor de gratitud, como el chillido de diminutos ratones que alguien recoge tomándolos por la cola. Y a través del vidrio curvado de la tapa fue posible ver en las carreteras polvorientas y en las riberas de los perezosos ríos —en los que se reflejaban las nubes como copos de algodón— a la gente llena de regocijo y de elogios para la benevolencia infinita y nunca superada de su señor soberano.

Y así, si bien al principio se había sentido ofendido por el presente de Trurl, en el sentido de que el reino era demasiado pequeño y semejante a un juguete de niño, el monarca vio por el grueso vidrio que éste hacía que todo pareciese de mayor tamaño. Quizá comprendió vagamente que aquí lo que importaba no era el tamaño, ya que el gobierno no se mide en metros ni kilogramos y las emociones eran de alguna manera las mismas, tanto las experimentadas por gigantes como por enanos. En vista de ello, dio las gracias al constructor, aunque con una actitud algo rígida. Quién sabe… tal vez le habría gustado aún cargarlo de cadenas y matarlo en la tortura, por precaución… Habría sido una forma segura de cortar en su origen cualquier rumor sobre la forma en que un hojalatero vagabundo y vulgar había regalado un reino a un poderoso monarca.

Excelsius tenía bastante sentido común, sin embargo, para decidir que tal medida era un imposibilidad, debido a una desproporción fundamental. En efecto, menos le habría costado a unas pulgas poner en cautividad a Trurl que al ejército del rey. Con otro frío saludo, el rey se metió bajo el brazo su orbe y su cetro, levantó la caja con un gruñido y se encaminó hacia su humilde choza de exiliado. Y con el paso alternado de días deslumbrantes y noches sombrías, según el ritmo de rotación del asteroide, el rey, reconocido por sus súbditos como el más grande del mundo, reinaba con la mayor diligencia, ordenando esto, prohibiendo aquello, decapitando, recompensando, y de este modo conduciendo sin cesar a sus pequeños a una lealtad y veneración del trono perfectas.

En cuanto a Trurl, regresó a su base y contó a su amigo Klapaucius, no sin orgullo, cómo había hecho uso de su genio de constructor para satisfacer las aspiraciones autocráticas de Excelsius y al mismo tiempo salvaguardar las aspiraciones democráticas de sus antiguos súbditos. Pero Klapaucius, con la consiguiente sorpresa de Trurl, no tuvo palabras de elogio para él. En verdad, parecía haber un reproche implícito en su expresión.

—¿Te entendí correctamente? —preguntó por fin—. ¿Diste a ese déspota brutal, a ese negrero, a ese sádico voraz y experto en dolor, le diste una civilización entera sobre la cual reinar y tener dominio eterno? ¿Y dices, además, que hubo gritos de júbilo por la revocación de una parte mínima de sus crueles decretos? Trurl, ¿cómo pudiste hacer tal cosa?

—¡No hablas en serio! —exclamó Trurl—. Realmente, el reino entero cabe dentro de una caja de un metro, por medio metro, por sesenta centímetros… Es sólo un modelo…

¿Un modelo de qué?

—¿Qué quiere decir «de qué»? De una civilización, claro, salvo que es cien millones de veces más pequeña.

—¿Y cómo sabes que no existen civilizaciones cien millones de veces mayores que la nuestra? Y si las hay, ¿sería la nuestra un modelo? ¿Y qué importancia tienen, de todos modos, las dimensiones? A los habitantes del reino contenido en esa caja, ¿no les lleva meses un viaje desde uno de sus confines hasta la capital? ¿Y acaso no sufren, no conocen el peso del trabajo duro, no mueren?

—Un momento, sabes muy bien que todo eso ocurre sólo porque yo los programé y no son, entonces, genuinos…

—¿Que no son genuinos? ¿Quieres decir que la caja está vacía, y que los desfiles militares, las torturas y las ejecuciones son solamente una ilusión?

—No, una ilusión no, puesto que tienen realidad, aunque exclusivamente como fenómenos microscópicos que yo provoqué mediante la manipulación de los átomos —dijo Trurl—. Lo importante es que estos nacimientos, amores, actos de heroísmo y denuncias no son nada más que el baile minúsculo de los electrones en el espacio, precisamente dispuesto merced a la destreza de mi nave no lineal que…

—¡Basta de jactancias, ni una palabra más! —dijo bruscamente Klapaucius—. ¿Son, o no, autoorganizadores estos procesos?

—¡Claro que son autoorganizadores!

—¿Y tienen lugar entre nubes infinitesimales de carga eléctrica?

—Sabes muy bien que sí.

—¿Y los hechos fenomenológicos de amaneceres, crepúsculos, y batallas sangrientas se generan con la concatenación de variables reales?

—Sin duda.

—¿Y no somos también nosotros, si nos analizas físicamente, mecanísticamente, estadísticamente y meticulosamente, nada sino el baile minúsculo de nubes de electrones? ¿Cargas negativas y positivas dispuestas en el espacio? ¿Y no es nuestra existencia el resultado de colisiones subatómicas y del juego recíproco de las partículas, a pesar de que nosotros mismos percibimos esos saltos mortales moleculares con el temor, el anhelo, la meditación? Y cuando sueñas despierto, ¿qué aparece en tu cerebro sino el álgebra binaria de circuitos que se conectan y se desconectan, el vagabundeo constante de los electrones?

—¡Vaya, Klapaucius, no pensarás equiparar tu existencia a la de un reino de imitación encerrado en una caja de vidrio! —exclamó Trurl—. ¡Realmente, vas demasiado lejos! ¡Mi idea fue simplemente crear un simulacro de estado, un modelo cibernéticamente perfecto, nada más!

—¡Trurl! ¡Nuestra perfección es nuestra maldición, porque hace recaer sobre cada una de nuestras empresas una infinidad de consecuencias imprevisibles! —dijo Klapaucius con voz estentórea—. ¡Si un imitador imperfecto, movido por el deseo de infligir dolor, se construyese para sí un ídolo primitivo de madera o de cera, y le diese otros rasgos improvisados de ser con sentimientos, la tortura que le impusiese seria en verdad una mezquina burla! ¡Pero consideremos una serie de cambios introducidos a esta práctica! ¡Pensemos en el escultor siguiente, que fabrica un muñeco con una grabación en el estómago capaz de lanzar gritos bajo sus golpes, una muñeca que al ser golpeada, suplica que tengamos piedad, no ya un ídolo primitivo, sino una homeóstata, una muñeca que derrama lágrimas, una muñeca que sangra, una muñeca que teme a la muerte, a pesar de que a la vez anhela la paz que sólo la muerte puede traernos! ¿No ves que cuando el imitador es perfecto también tiene que serlo la imitación y la semejanza se transforma en la verdad y la comedia, en realidad? Trurl, tomaste un número incontable de criaturas capaces de sufrir y las dejaste libradas para siempre al régimen de un malvado tirano… ¡Cometiste un crimen terrible, Trurl!

—¡Eso es puro sofisma! —vociferó Trurl, tanto más fuerte porque advertía la fuerza del argumento de su amigo—. Los electrones circulan no sólo por nuestro cerebro, sino también en las grabaciones fonográficas, lo cual no prueba nada y decididamente no ofrece base alguna para tus analogías hipostáticas! Los súbditos de ese monstruoso Excelsius mueren en realidad cuando los decapitan, y sollozan, pelean y se enamoran, puesto que fue así como fijé los parámetros, pero no es posible afirmar, Klapaucius, que sientan nada en el proceso… ¡Los saltos de los electrones en la cabeza de ellos no te dirán nada semejante!

—Y si yo mirase dentro de tu cabeza, tampoco vería nada, salvo electrones —replicó Klapaucius—. Vamos, no finjas no comprender lo que te digo. ¡Sé muy bien que no eres tan tonto! ¡Una grabación fonográfica no cumplirá tus encargos, no pedirá piedad ni caerá de rodillas! ¿Dices que no hay forma de saber si los súbditos de Excelcius se quejan cuando los golpean, exclusivamente porque los electrones saltan dentro de ellos, como las ruedas que giran y producen la imitación de una voz, o si se quejan realmente, es decir, porque realmente experimentan dolor?, ¡distinción sutil, ésta! No, Trurl, un ser que sufre no es el que te entrega su sufrimiento para que lo toques, lo peses, lo muerdas como una moneda. ¡Sufriente es el que se comporta como un sufriente! ¡Pruébame aquí, y ahora mismo, en forma definitiva, que no sienten, y que no piensan y que en modo alguno existen como seres conscientes de estar encerrados entre dos abismos del olvido (el abismo anterior al nacimiento y el abismo que sigue a la muerte), pruébame esto, Trurl, y te dejaré en paz! ¡Pruébame que sólo imitaste el sufrimiento y que no lo creaste!

—Sabes muy bien que es imposible —repuso Trurl en voz baja—. Aun antes de tomar mis instrumentos, cuando la caja estaba todavía vacía, debí prever la posibilidad de obtener precisamente tal prueba… para poder descartarla. Porque de otro modo, el monarca de ese reino habría tenido la impresión de que sus súbditos no eran tales, sino fantoches, marionetas. Trata de comprender… ¡No había otra manera de hacerlo! Cualquier factor que hubiese destruido en lo más mínimo la ilusión de una realidad total también habría anulado la importancia, la dignidad de gobernar, para convertirla en un simple juego mecánico…

—¡Comprendo, comprendo demasiado bien! —dijo Klapaucius—. ¡Tus intenciones fueron las más nobles…! ¡Sólo quisiste construir un reino tan verosímil como fuese posible, tan semejante a un reino de verdad, que nadie, absolutamente nadie, pudiese establecer la diferencia, y en esto me temo que hayas tenido éxito! Han pasado pocas horas desde tu regreso, pero para ellos, los que están prisioneros en esa caja, han transcurrido siglos enteros… Cuántos seres, cuántas vidas malgastadas, y todo para satisfacer y nutrir la vanidad del rey Excelsius!

Sin decir una sola palabra más, Trurl volvió corriendo a su nave, pero vio que su amigo iba detrás. Cuando hubo ascendido al espacio, puesto proa entre los dos grandes haces de llama eterna y abierto del todo el acelerador, Klapaucius le dijo:

—No tienes compostura, Trurl. Siempre actúas primero y piensas después. ¿Y ahora qué piensas hacer cuando lleguemos allá?

—¡Le quitaré el reino!

—¿Y qué piensas hacer con él?

—¡Destruirlo! —estaba por exclamar Trurl, pero con la primera sílaba, por poco se ahogó al advertir lo que estaba diciendo. Por fin murmuró:

—Llamaré a elecciones. Que ellos elijan gobernantes justos entre ellos mismos.

—Los programaste a todos para que fuesen señores feudales o vasallos sin arraigo. ¿Para qué serviría una elección? Primero tendrías que desarmar la estructura entera del reino y volver a armarla desde el principio…

—¿Y dónde termina el cambio de estructuras y comienza la manipulación de mentes? —preguntó Trurl. Klapaucius no tenía respuesta para esto y ambos continuaron el vuelo sumidos en un sombrío silencio, hasta que avistaron el planeta de Excelsius. Volaban en círculo en torno de él, disponiéndose a aterrizar, cuando vieron un espectáculo sorprendente.

El planeta entero estaba cubierto de infinidad de señales de vida inteligente Puentes microscópicos, como líneas diminutas, cruzaban cada arroyo y riacho, mientras que los charcos, al reflejar las estrellas, mostraban gran cantidad de bateos microscópicos, semejantes a fichas flotantes… El lado nocturno de la esfera mostraba puntos de ciudades llenas de luces parpadeantes y en el lado diurno se distinguían las metrópolis florecientes, a pesar de que los habitantes mismos no resultaban visibles a causa de su tamaño, ni aun por medio de las lentes más poderosas. Del rey no había ni rastros, como si se lo hubiese tragado la tierra.

—No está aquí —susurró Trurl, impresionado—. ¿Qué han hecho con él? De alguna manera consiguieron irrumpir a través de las paredes de la caja y ocupar el asteroide…

—¡Mira! —dijo Klapaucius, señalando una nubecita no mucho mayor que un dedal y en forma de hongo que se levantaba muy despacio en la atmósfera—. Descubrieron la energía atómica… Y allá… ¿Ves el pedacito de vidrio? Son los restos de la caja, han hecho con ellos una especie de templo…

—No comprendo. Era sólo un modelo, después de todo. Un proceso con un gran número de parámetros, un simulacro, un juego para entretenimiento de un monarca, con la indispensable realimentación, variables, multistatos… —murmuró Trurl, atónito.

—Sí. Pero cometiste el error imperdonable de perfeccionar demasiado tu réplica. Como no deseabas construir un simple mecanismo de reloj, inadvertidamente, con tu estilo esmerado… creaste aquello que era posible, lógico, e inevitable, aquello que habría de transformarse en la antítesis misma de un mecanismo…

—¡Basta, por favor! —dijo Trurl.

Ambos se quedaron contemplando mudos el asteroide, cuando inesperadamente algo chocó con la nave espacial, o mejor dicho, la rozó apenas. Vieron entonces este objeto, porque estaba iluminado por una estela llameante que brotaba de su cola. Una nave, probablemente, o quizás un satélite artificial, aunque de notable semejanza con una de esas botas de acero que llevaba Excelsius. Y cuando los constructores levantaron la vista, vieron un cuerpo celeste que brillaba muy alto sobre el diminuto planeta —antes no había estado allí— y reconocieron en aquella esfera fría y pálida, los rasgos severos de Excelsius en persona, que de algún modo se había convertido en la Luna de los Microminianos.

Reflexiones.

Pues sin duda cada vez que llora la mujer cabe suponer que siente pena.

Andrew Marvel.

«No, Trurl, un ser que sufre no es el que te entrega su sufrimiento para que lo toques, lo peses, lo muerdas como una moneda. ¡Sufriente es el que se comporta como un sufriente!». Resulta interesante la elección de palabras de Lem para describir sus fantásticos simulacros. Las palabras como «digital», «no lineal», «realimentación» «autoorganizador» y «cibernético» aparecen una y otra vez en sus relatos. Tienen un sabor anticuado, diferente al de los términos que figuran en los debates actuales sobre la inteligencia artificial. Mucho del trabajo en IA se ha desplazado en direcciones que tienen poco que ver con la percepción, el aprendizaje y la creatividad. En su mayor parte está orientado hacia procesos tales como simular la capacidad de utilizar el lenguaje y hacemos uso del término «simular» con toda intención. A nuestro parecer, muchas de las partes más difíciles y apasionantes de la investigación en inteligencia artificial están por hacerse y el carácter «autoorganizador», «no lineal» de la mente humana retomará entonces como un importante misterio que debemos encarar. Entretanto, Lem destaca en forma vivida algunas de las pistas poderosas y cautivantes que tendrían que involucrar dichos términos.

En su novela «Hasta las pastoras se ponen tristes». Tom Robbins nos ofrece un pasaje de notable semejanza con la visión de Lem de un diminuto mundo manufacturado:

Para la Navidad de ese año Julian regaló a Sissy una aldea tirolesa en miniatura. La artesanía era notable.

Había una diminuta catedral cuyas ventanas con vitraux hacían de los rayos de sol una ensalada de fruías. Había una plaza y un Biergarten. Los sábados por la noche el Biergarten se volvía muy ruidoso. Había una panadería con un eterno aroma de pan caliente y pastel. Había una municipalidad y una estación de policía, con secciones que revelaban a un mismo tiempo aspectos de la burocracia y la corrupción. Había tiroleses pequeñitos con pantalones conos de cuero, de intrincadas costuras y, debajo de los pantalones, genitales de manufactura igualmente excelente. Había comercios de equipos para esquiar y muchas otras cosas interesantes, incluyendo un orfelinato. El orfelinato había sido designado especialmente para que se incendiase y quedase reducido a sus cimientos cada Nochebuena. Los huérfanos corrían entonces por la nieve con sus camisones en llamas. Terrible. En la segunda semana de enero, aproximadamente, llegaba un inspector y escarbaba entre las ruinas, murmurando: «Si sólo me hubiesen escuchado, esos niños estarían con vida hoy.»[27]

Si bien el tema recuerda mucho el de Lem, es muy diferente en cuanto a sabor. Es como si dos compositores hubiesen aparecido al mismo tiempo con la misma melodía, pero armonizada en forma diametralmente opuesta. Lejos de llevarnos a imaginar que los sentimientos de sus personajes diminutos son genuinos, Robbins nos hace verlos tan sólo como increíbles (cuando no increíblemente tontas) expresiones de un trabajo de relojería.

La repetición del drama del orfelinato año tras año, eco de la idea nietzscheana de la eterna repetición de un hecho —de que todo lo que ha sucedido volverá a ocurrir una y otra vez— parece quitar a este pequeño mundo todo significado. ¿Por qué habría de sonar tan hueca la repetición del lamento del inspector de siniestros? ¿Construyen los pequeños tiroleses el orfelinato ellos mismos, o bien existe un botón marcado «RESET»? ¿De dónde vienen los nuevos huérfanos, o es que vuelven los «muertos» a la «vida»? Como en el caso de otras fantasías incluidas aquí, a menudo resulta instructivo reflexionar acerca de los detalles que se omiten.

Ciertos toques estilísticos sutiles y ciertos recursos narrativos pueden significar toda la diferencia entre que nos convenza o no el carácter genuino de los diminutos personajes. ¿Qué opina el lector?

D. R. H.

D. C. D.