Capítulo XXVI

Abdalá descansó dos días más en casa de su amigo. Tenía claro que hasta el momento los contactos que había mantenido para averiguar actividades de Hixam no le habían llevado a buen puerto. La cena con Abu Abas no le ofreció ninguna posibilidad, más bien al contrario, aquel mecenas del arte era un hombre a sueldo del gobernador Sulayman ibn Hud, con él no podía contar de ninguna de las maneras. Su propia ambición pasaba por el triunfo de Sulayman y no estaba dispuesto a renunciar a su sueño. En cierta manera le recordó a la causa que de joven defendió, pero ya no estaba para idealismos. Además, sabía que lo único que buscaba Abu Abas era reconocimiento hacia su persona y poder.

A su amigo ibn Zaydun no le quería implicar en sus acciones. Él era como Abdalá, alejado de la política y disfrutando de la compañía de su familia en Lérida. Ibn Zaydun estaba relacionado muy bien con las esferas del poder pero ya no quería colaborar con ellos, tenía las mismas impresiones que Abdalá, por mucho que se empeñaran en devolver al príncipe Hixam al califato, nada ni nadie les podría retornar a la época dorada de Córdoba. Tenían la sensación de que habían vivido algo único, irrepetible y que los hombres por avaricia se encargaron de destruirlo. Estos no eran mejores que los que gobiernan en las otras ciudades. Abdalá no quiso comprometer la hospitalidad de su amigo y por eso nunca le informó de las verdaderas intenciones de su visita.

Una mañana de finales de primavera, ibn Zaydun llevó a su amigo a dar una vuelta por los campos fértiles que había alrededor de la medina. Abdalá le comentó la intención de regresar a su casa, ya que debía entregar a sus señores las semillas de los árboles frutales que había comprado días atrás.

—Está bien, pero antes de marcharte quiero llevarte a un sitio muy especial. Esta noche iremos.
Cuando llegó media tarde, los dos amigos montaron sus caballos y abandonaron la ciudad.
—Esta vez regresaremos por la mañana.
Cabalgaron durante una hora en dirección al sur. En un cruce se toparon con otros caballeros que iban en dirección contraria a la suya. Era una escolta de cuatro soldados, en medio iba un hombre con ricas vestiduras, no intercambiaron palabra alguna. Llegaron a una almunia rodeada por un jardín que abastecía sus flores por un riachuelo. La imagen era idílica. Descabalgaron de sus monturas y pasearon en dirección a la casa.
—Estamos en los jardines de Wallada. Allá tiene su salón.
— ¿Quién es Wallada? —quiso saber Abdalá.
—La hija del califa Al-Mustaki. Abrió un salón aquí y os he de decir que es el más concurrido de la ciudad. A su servicio tiene esclavas que ofrecen el deleite de aquellos hombres que puedan pagar sus caros servicios. Todas ellas han recibido formación en Córdoba. En la ciudad hay un tratante de mujeres, compra a niñas cuando son pequeñas y las lleva al sur para que sean educadas como reinas. Cuando han recibido su formación las vende a precio de oro en las diferentes cortes que se han creado con la división del califato. Algunas de ellas tornan a Lérida, sus servicios son muy exclusivos.
—Mi buen amigo, creo que ya no tengo edad para poder disfrutar de los placeres de los que me habláis.
—Igual cambiáis de opinión y si no siempre podéis mantener una buena conversación con ellas o con algún noble que esté aquí. Dicen que a este lugar viene el mismísimo Sulayman y que Hixam se escapa de la alcazaba donde lo tiene confinado el gobernador por seguridad para visitar a estas doncellas.
Abdalá tuvo la sensación de que tal vez ahora estaba en el lugar correcto. Cuando dejaron los caballos se acercaron a un jardín iluminado con antorchas. Ibn Zaydun no tardó en presentarle algunos hombres que estaban tumbados con sus jarras de vino en amplios divanes. Las mujeres que allí estaban presentes les rellenaban las copas y no paraban de traer platas con suculentos manjares. Los jardines eran hermosos, adornados con plantas del desierto, entre los palmerales había un estanque artificial y en la orilla barcas para navegar. En el centro del lago había una cama cubierta con suaves telas de color de rojo.
—Abdalá, mirad, os presento a Zaynat.
Aquella joven tenía una mirada intensa, sus ojos azulados se clavaban con ardor en los pensamientos de los hombres y decían de ella que era capaz de hacer perder la razón a cualquier persona que se lo propusiese.
—Seguro que está interesada en oír algún poema vuestro.
—Si mi señor lo desea —le miró la joven— os puedo acompañar con el suave sonido de mi laúd.
—Gracias, pero este viejo necesita comer un poco antes de recitar. Quizás más tarde, luego os buscaré.
Abdalá dejó a su amigo en buena compañía y él se perdió entre los otros clientes. Estuvo charlando con un comerciante de plata hasta que el sonido de una trompeta interrumpió la conversación. Al momento, las antorchas que iluminaban el recinto se apagaron gracias a los sirvientes que estaban allá apostados y que tras la señal convenida lo hicieron. La gente empezó a silbar y a chillar. De pronto un ruido de tambores y en el centro del jardín se encendieron cuatro velas. Hubo otra vez silencio y un reguero de fuego, como un riachuelo, iluminó una parcela dibujando un cuadrado de llamas. En su interior había una mujer. La música se escuchó con fuerza y aquella bailarina despertó de su aletargo para disfrute de los asistentes. Otra vez los movimientos sensuales de sus caderas al ritmo de las manos. Las mujeres habían desaparecido y en el jardín solo estaban los clientes. La bailarina terminó su representación en el mismo momento que la música cesó. Tras el espectáculo hubo un aplauso atronador.
—Ella es Wallada, mi buen amigo, además de mi amante. Divertíos, yo creo que voy a navegar un poco… —le dijo al oído entre risas ibn Zaydun.
Abdalá se quedó solo otra vez, al tiempo que regresaban las mujeres al jardín. El viejo musulmán esquivó a Zaynat. Aquella mirada lo había conmovido y no pretendía, a su edad, quedarse sin razón. Estuvo charlando con muchos hombres y compartió conversación con algunas mujeres. Sobre todo se interesaba en conocer detalles de su antigua ciudad y a veces reía cuando escuchaba las hazañas de algún hombre de su tierra que él conocía por amistad de antaño.
Tras estar sentado durante un buen rato decidió caminar entre aquellas flores y alejarse del bullicio de la gente. Se quedó inmóvil observando una flor cuando escuchó unos pasos a su espalda.
— ¿Quien anda ahí?
—No os asustéis mi señor, no vengo con malas intenciones.
—Salid a la claridad de la luna, una voz tan dulce no debe esconder su rostro—. Abdalá observó a una mujer joven, más bien era una niña, pero no cabía la menor duda de que era muy hermosa—. Creo… sinceramente y sin ánimo de ofenderos… que os equivocáis de persona… Yo — balbuceó— caminaba, simplemente quería observar.
—No os preocupéis, no era mi intención…
—Decidme, ¿cómo os llamáis?
—Me llamo Jalwa al-Abbar, soy hija del castellano de la fortaleza de Mequinenza. De pequeña fui enviada a Córdoba a casa del médico ibn al-Kinami. Allí aprendí el arte de la música, domino el canto y sé tocar a la perfección varios instrumentos que introdujo hace siglos el maestro Ziryab.
—Fantástico… Os auguro un futuro prometedor, pero ¿en qué puede ayudaros este viejo?
—Sé que escribís bellos poemas, Yo puedo interpretarlos pero carezco del arte para componerlos.
—Joven niña, eso fue hace mucho tiempo. ¿Pero quién os ha contado tales cosas?
—Domino el sigilo y muchos hombres me cuentan cosas al oído.
—Si no confiáis en mí, dudo que pueda ayudaros.
—Sé que el otro día estuvisteis recitando en casa de Abu Abas y tuvisteis mucho éxito.
— ¿Quién os lo ha contado?
—La información que quiero sé cómo obtenerla —eso le agradó a Abdalá—, los músicos que tocaron en esa fiesta están hoy aquí. Además, fueron los comentarios que escucharon los sirvientes de su propio amo.
—Muy bien, Jalwa. ¿Y qué queréis de mí?
—Mi señor, con toda humildad, me gustaría recitar vuestros poemas en las fiestas, vos no sois de aquí, y si me hicierais llegar los versos que escribís yo los recitaría con todo mi talento. Mi formación sería más completa y tal vez tuviera una oportunidad para abandonar este lugar.
—Vuestra ama no estará muy contenta con vuestras intenciones.
—Ella no mira por mí, es egoísta y es justo que tenga mis ilusiones en un jardín propio.
—Está bien, joven niña. —Abdalá reflexionó la propuesta—. Dime una cosa, antes de llegar aquí vimos una escolta de jinetes… ¿quiénes eran?
—El príncipe omeya —Abdalá reflejó en su rostro curiosidad y la joven muchacha, enseñada a interpretar las facciones de la cara, entendió rápidamente el mensaje—. Sí, maestro, Hixam visita esta casa con asiduidad. Walada se jacta con frecuencia de que es su amante y en más de una ocasión nos dice que cuando su príncipe vuelva a gobernar la tierra del al-Ándalus, ella se convertirá en una mujer importante en su harem. Así se lo ha prometido él.
— ¿Y por qué marchaba tan pronto?
— ¿Pronto? Lleva todo el día en la almunia, simplemente que sus visitas no suelen coincidir cuando abrimos el jardín para el público para no relacionarse el príncipe con la gente. Lo hace por precaución, así se lo ha ordenado nuestro gobernador, entiende que el príncipe omeya frecuente nuestra casa pero como condición ha de ser la discreción. Teme que haya un atentado contra su persona, por eso el príncipe siempre reside en la alcazaba y no se deja ver por la medina.
Aquella niña estaba muy bien educada y Abdalá no dudó de que su precio valía su peso en oro. En una conversación de poco tiempo, Jalwa le reveló una serie de confidencias que ayudaban su trabajo.
— ¿Te parece un hombre honrado? Contesta con franqueza, por favor.
—Pienso que es tan despreciable como muchos de los que hay en esta velada. Si lo que queréis saber es si tiene el vicio del vino, sí, y mucho. La arrogancia es otra característica suya y, por lo que comenta algún sirviente, los contactos con Walada le proporcionan dolor en sus relaciones… ¿Me entendéis? —Abdalá dijo sí con la cabeza—. Se suelen reunir una o dos veces cada quince días y siempre es en el jardín, bueno, más bien en el centro del lago donde Walada lleva allí a sus clientes más selectos —el viejo musulmán se alegró por su amigo—, pasan la tarde y luego se marcha con su escolta, no más de cuatro o cinco caballeros, ya sabéis, para no llamar la atención. ¿Os sirve?
—Me parece magnífica tu observación.
—Maestro, por vuestra expresión he adivinado que la información que os he dicho es de gran valor para vos. Lo que hagáis con ella no es de mi incumbencia, pero si sirve para sellar una relación con vos estaría agradecida. Creo que uno necesita del otro.
—Una última pregunta, ¿el gobernador Sulayman frecuenta también el jardín?
—No, maestro, la poca gente que ve la escolta marchar de aquí piensan que es Sulayman, ya va bien para no centrar la atención sobre el príncipe.
—Está bien, me has convencido, tendrás mis versos pero tú serás mis ojos y mis oídos en esta almunia. Estaremos en contacto.
La velada acabó para Abdalá como le auguro su amigo. Ibn Zaydun estuvo desaparecido toda la noche y el viejo musulmán durmió solo en una de las estancias de la almunia. Tras regresar a Lérida, los dos amigos se despidieron y el maestro le apalabró que volvería a visitarlo, su condición de mercader así lo requería.
Abdalá abandonó Lérida con una comitiva de mercaderes que cogían el camino de poniente y se dirigían a Balaguer. Desde allí, remontaría el río Farfaña y se dirigiría a Ager pasando por Castelló, Os de Balaguer, Tartareu —el último hisn o fortaleza musulmana de la zona— y Alberola, remontaría la sierra del puerto y descendería hacia el valle de Ager. Una vez allí descansaría un par de días y marcharía a Llordá.
El viaje no duró más de una semana. No hubo complicaciones y los caminos estaban fuertemente vigilados. El único momento de miedo fue cuando arribó a la sierra del puerto, allí unos soldados lo increparon y lo empujaron durante un rato. Le extrañó ver la guarnición con muchos más hombres de los que vio la última vez, además, algunos de ellos llevaban el escudo condal en sus telas. Lo interrogaron durante un buen rato y solo lo dejaron en paz cuando dijo que al único que daría explicaciones era a Galcerán Erimany y les enseñó una carta hecha de su puño y letra. Aquello frenó la actitud de la soldadesca. Lo escoltaron hasta el castillo y allí el castellano de la villa se hizo cargo de él.
—Soltad a ese hombre de inmediato y volver a vuestro sitio.
Los soldados obedecieron sin rechistar.
—Perdona, Abdalá, los hombres están nerviosos y, ya sabes, en esa zona siempre tenemos disgustos. Si hubierais notificado vuestro regreso hubiera mandado una escolta a la sierra.
—Gracias, señor —Abdalá estaba maravillado de lo importante que era su persona por gozar del favor de sus señores—, no quería molestaros. Además, la mercancía no ha sufrido daño alguno. ¿Por qué hay tantos soldados? En la otra parte de la frontera todo está muy tranquilo.
—Vaya, veo que no lo sabéis. El conde Armengol está aquí, bueno, en Llordá y mañana se espera su presencia, junto con los señores de Tost en Santa Liña, en la villa de aquí al lado.
—La conozco… ¿Pero qué hace aquí?
—Ha venido para confirmar los derechos a los nuevos habitantes que se instalen allí. Es una carta franca, Abdalá, y sirve para promover la repoblación de la zona. Tras la conquista de la campaña pasada ha quedado algo deshabitada y, ya sabes, si el conde concede favores a sus gentes como pagar menos impuestos, pues eso, la gente se anima y se arriesga a habitar una zona de frontera. Mañana se firmará el acta oficial, por eso los soldados del conde y algunos míos controlan los pasos. Lo hacemos para evitar sustos… Somos precavidos.
—Descansaré hoy aquí, como tenía previsto, y mañana partiré a Santa Liña para reunirme con ellos.
—Cabalgad conmigo. Quedaos en el castillo y mañana os iré a buscar— se giró y ordenó a su sirviente—. Preparad los aposentos y dadle algo de comer. —Decididamente, el viejo musulmán, gracias a su ama, disfrutaba de respeto entre los cristianos.
A la mañana siguiente Abdalá cabalgó con el castellano de Ager y otros soldados hasta Santa Liña. Una multitud de campesinos se agrupaba en el descampado que había a las afueras de la villa. Allí, encima de la tarima, pudo ver a lo lejos a sus señores, también al conde y a su esposa. Se acercaron hasta que pudo escuchar el discurso:
«En nombre de Dios eterno, misericordioso y piadoso, yo, Armengol, por la gracia de Dios, conde y marqués, y mi mujer Constanza, condesa, a vosotros, los hombres de Santa Liña, tanto los que residís como los que vendrán a residir. Es cosa cierta y manifiesta que vinieron Arnau Mir y sus caballeros a mí a pedirme una carta de franquicia para el castillo de Santa Liña y sus términos —a continuación el conde describió la demarcación— y a mediodía con la fuente de Almahaleva o el monte de la sal. De todo lo que se incluye en estas cuatro delimitaciones os concedo el censo y su uso, excepto el diezmo. Y si yo o mis hijos o algún hombre o alguna potestad intenta ir en contra de esta escritura de franquicia, que no la pueda reivindicar, sino que pague a los hombres de Santa Liña cincuenta libras, y de ahora en adelante que esta escritura conserve ahora y siempre todo su valor».
Una vez finalizada la lectura, el conde y su esposa, junto con muchos caballeros, abandonaron el lugar. Allí se quedaron los señores de Tost y Abdalá creyó que era el momento de rendir cuentas.
— ¿Cómo ha ido el viaje?
—Muy bien, señor. He comprado semillas, especias y, si me lo permitís, también una bonita prenda de seda —rebuscó entre su alforja—. Este tiraz para que resalte aún más si cabe la belleza de nuestra señora.
—Abdalá es preciosa. Mirad, Arnau —cogió la prenda entre sus manos—, qué calidad, es hermosa. Te doy las gracias, mi buen amigo.
—No seas tan zalamero con mi mujer si no quieres vértelas conmigo —dijo el caballero en tono jocoso.
—Arnau, no seas descortés, ya sabes que no me gusta que seas así
—Está bien, tan solo era una broma. ¿Estuvisteis en Lérida?
—Sí.
— ¿Cómo es? ¿Es tan grande como dicen? ¿Y sobre sus campos?
—Lérida es una ciudad magnífica. Goza de buen clima y la tierra está preparada con acequias y acueductos para que llegue el agua a todas partes. Existen túneles subterráneos que transportan el agua desde el río a la ciudad y…
— ¿Habéis dicho túneles de agua? Eso son acueductos, ¿no? Pero por debajo de la tierra, en Barcelona no eran así. ¿Es típico de vuestra cultura?
—No, mi señora. Los túneles que abastecen de agua a las ciudades vienen de épocas antiguas, los romanos conocían esta técnica y nosotros la hemos copiado. Su utilización es extendida. —Arsenda disfrutaba escuchando a ese hombre que le hablaba siempre de relatos antiguos. Con Abdalá aprendió mucho más que con aquellos libros de las horas que le hacían memorizar cuando era una niña y vivía en el Monasterio de Barcelona—. Se llaman coracha. Los griegos la utilizaron en la isla de Samos.
—Contad la historia, por favor —dijo de forma impaciente.
—El tirano Polícrates quiso abastecer la ciudad de Samos con agua fresca. El proyecto lo llevó a cabo el ingeniero Eupalinos y, para evitar ser obstruido el canal por el enemigo en época de guerra lo diseñó bajo tierra.
— ¿Pero eso es posible?
—Sí, mi señor, horadaron la montaña en ambos extremos a la vez. Eupalinos utilizó cálculos geométricos y, tras años de excavaciones, unieron los puntos.
— ¿Y en Lérida hay un túnel que atraviesa una montaña?
—No hay una montaña, pero sí un túnel subterráneo que desvía agua del río a la ciudad.
— ¿Y qué me decís del interior de Lérida?
—Existe un gran templo para que acudan los fieles a cumplir las obligaciones sagradas. En su pared hay un reloj de sol. Esto es un artilugio que sirve para controlar las horas, el conocimiento del día nos ayuda para planificar nuestra vida diaria… Es como para los cristianos el lenguaje del tañir de las campanas.
— ¿Y cómo funciona ese reloj?
—Se debe a la sombra que se proyecta en la pared. En el muro están dibujadas las casillas en las que nosotros dividimos el tiempo, la sombra transcurre con el camino que hace el sol y descansa en su mansión correspondiente. Hay zoco o mercado está justo al lado y en él podéis encontrar infinidad de productos.
— ¿Veis, Arsenda? Su mercado al lado del templo. Abdalá, si vuestra cultura es tan piadosa, ¿qué hace un templo al lado del mercado? Vos me habéis dicho en más de una ocasión que Jesús, nuestro Jesús, es considerado por los musulmanes como un hombre santo, como un profeta, aunque no el último, por eso está vuestro Mahoma, pero si conocéis la vida de Jesús, vuestro hombre santo también, existe un pasaje en la Biblia donde, enojado, entra en un templo que profanan los mercaderes y los expulsa. Nosotros, los cristianos, conscientes de la necesidad del mercado, lo situamos fuera de la ciudad, a extramuros, lejos de nuestros templos.
—Mi señor, no es el santuario el que queda profanado por tener un mercado vecino, sino que este resulta bendecido por la proximidad de aquel.
—No os entiendo. Mirad a los judíos. Ninguno de ellos se dedica a trabajar las tierras, todos al comercio, son capaces de vender hasta a su madre, y si te prestan dinero, luego lo tienes que devolver con intereses. Eso es usura y está condenado en nuestra religión. Sinceramente, Abdalá, tus ciudades no me convencen. Recordad que vuestro profeta Mahoma tenía como oficio mercader.
—Arnau, no juzgues a Abdalá, no mires sus diferencias como defectos, no lo compares con nuestras costumbres. Si realmente observas con el corazón verás que son más las cosas que nos unen que las que nos diferencian. Ellos admiten a Jesús como profeta, aceptan las antiguas escrituras, rezan tantas veces al día como nosotros, practican el ayuno en el ramadán, al igual que los buenos cristianos practicamos el ayuno entre semana, y qué deciros de las fiestas santas con las prohibiciones de comer carne durante días… Al fin y al cabo, tan solo somos hombres que compartimos un destino: vivir juntos.
—Bien, bien, no juzgaba a nuestro amigo Abdalá. Por cierto — bajó el tono de voz—, ¿conseguiste averiguar los movimientos de ese príncipe?
—Sí, mi amo, tengo un contacto que nos llevará a él cada vez que queramos.
— ¿Y es de fiar?
—El oro compra todas las voluntades.
—Pues tendrás tanto como necesites. Ahora podéis iros.
—Mi señor, he reparado en una cosa. Para que mis viajes a la medina resulten poco sospechosos, creo que sería interesante crear un ardid. He pensado en un negocio que se situaría a las afueras de la medina. Allí pondremos a nuestro intermediario, que será de fiar. Nos dedicaremos a transportar frutas y verduras desde Lérida a Ager. De esta forma obtendré alimentos para la dieta de mi señora y para justificar los viajes que haga en busca de información.
—Me parece una idea genial. Contad con ello.
—Abdalá, hablaremos en Llordá. Tengo ganas de que me cuentes con detalle cómo fue tu encuentro con vuestro amigo —le dijo a modo de despedida Arsenda.
Abdalá se retiró a descansar y dio por cumplido aquel viaje. Se quedaron solos los dos señores.
—Arnau, ¿por un momento te has parado a pensar si realmente nosotros estamos equivocados? Quiero decir, ¿acaso no luchamos por un mismo dios que llamamos de forma diferente en otros lugares? ¿Tan diferentes son las personas?
—Arsenda, ¿cómo osas pensar así? ¡Somos cristianos!
—Pues mirad cómo se comportan los ministros que proclaman la palabra de Dios en la Tierra. Sabéis tan bien como nos, como ha dicho Abdalá, que las voluntades se compran con dinero, y cuando no es así topamos con hombres tan intransigentes que no aceptan otra verdad que la suya.
—Mi querida esposa, creo que pasas mucho tiempo conversando con ese musulmán y tal vez te ha influido en tu manera de pensar.
—Seguro que es así. Yo no estoy cuestionando mi fe, todo lo contrario, mirad la relación que tenemos con Abdalá. Los hombres son hombres y han de saber convivir entre ellos, independientemente de cuál sea su religión.
—Pues procurad de no dar vuestra opinión delante de algunas personas… Nos traería muchos problemas.
— ¿Ves? A eso me refiero. Tal vez todo sería más fácil si aprendiéramos a respetarnos mutuamente y no impusiéramos nuestro deseo por la fuerza. —Arsenda observó la cara de preocupación de su marido—. Tengo la sensación de que la religión actúa en muchas ocasiones como pretexto para justificar nuestro odio hacia los demás.
—Pero nosotros no somos así.
— ¡Te equivocas, Arnau! Creemos luchar por nuestra fe, pero en realidad lo hacemos por el nombre de nuestros padres, su recuerdo y su pérdida ha marcado nuestras vidas y nosotros buscamos ahora la forma de compensar el vacío que nos produjo su desaparición.
— ¿Y qué hay de malo en ello? Nuestros padres murieron a manos de los infieles y no pienso descansar hasta que se haga venganza.
—Con tus palabras me das la razón.
— ¿A dónde quieres ir a parar? —dijo un malhumorado Arnau.
—Temo por si nos estamos equivocando con nuestro hacer. Yo no busco una venganza ni tengo intención de ir hasta la capital del alÁndalus a desagraviar a mis antepasados. Solo espero que este odio no nos arrastre a nosotros, a mi familia, a lo que realmente me importa, tú, yo y nuestros hijos…
—Dios está de nuestra parte, hacemos lo justo… Ya está bien por hoy… Vamos a descansar a Llordá.