I PARTE Capítulo I

Fue aquel año un verano muy caluroso, seco y sin lluvias. Las consecuencias no se hicieron esperar. Si bien en un principio los campesinos confiaron en una buena siembra, después, tras la canícula, confirmaron sus peores presagios. Muchos, llevados por las tradiciones ancestrales que aún se mantenían en ellos, creyeron que sus ofrendas realizadas a los dioses paganos de la naturaleza no habían sido escuchadas, aumentando más aún el sentimiento de infortunio que les deparaba en esos momentos tan delicados. Algunos sospecharon, como el inicio de una maldición, de esa sucesión de acontecimientos contrarios vividos en ese último año.

La mesa de Guillem presidía a las demás. No eran muchos los miembros de la comunidad de canónigos de la abadía, tenían la intención de ser doce ―como el número de los apóstoles―, pero hasta el momento solo llegaban a diez. Atrás quedaron los tiempos cuando contaba con una pequeña orden rudimentaria de tres presbíteros y un levita. Antes de pasar al refectorio, los monjes se lavaron las manos y entraron en sigilo, uno tras otro, según el cargo y orden de antigüedad. Desde una pequeña plataforma elevada, una vez sentados todos, fray Company comenzó a leer con una asombrosa calma un pasaje de las Sagradas Escrituras. Así se escuchó la lectura religiosa, mientras sus compañeros desayunaban en silencio.

Una vez finalizados los servicios Bernard, el joven diácono, se acercó al abad.
―Señor, ¿es cierto lo que dicen?
Guillem alzó el mentón y le miró tan fijamente que este tuvo que apartar la vista al verse amenazado. Con las palmas cerradas de su mano, pero apuntándole con el dedo índice, le espetó:
― ¡Calla y déjate de supercherías! Cuando sea la hora sexta estaré en la sala que hay al lado de la capilla de la iglesia.
Sin decir nada más, con paso firme desapareció entre los pasillos de la sala. De esta forma se dirigía siempre su superior a ellos. No había dado una orden, simplemente les informó de dónde se iba a encontrar por si alguien con un estatus social importante necesitaba de su persona antes de la cita. Fray Company, que había visto los hechos, recriminó a Bernard su actitud.
―Si tu inmaduro carácter nos trae problemas con el señor abad…, más vale que pienses en volver al pozo de donde vinisteis. ¡Rápido! Vete a cumplir con tus obligaciones, joven haragán ―le musitó.
Bernard agachó la cabeza. Él no había salido de ningún pozo oscuro, fue abandonado cuando nació y tuvo la suerte de ser encontrado por una familia pobre de campesinos, que se hicieron cargo de él hasta que ya no pudieron. Lo cuidaron bien, no tenían hijos, y Bernard se convirtió así en uno más de la familia. Con apenas cinco o seis años sus padres adoptivos lo tuvieron que entregar a la comunidad cristiana del valle. No fue gratis, ya que empeñaron su casa y el pequeño campo que poseían al abad. De esta forma, cuando llegara el momento de la hora suprema, su pequeña propiedad pasaría a engrandecer las posesiones que ya tenía el monasterio. Este era el precio. Bernard no lo comprendió, pero este bello gesto por parte de los que él consideraba sus padres le salvó la vida. La hacienda era demasiado humilde como para mantener a tres personas. Prefirieron empeñarlas en la educación de Bernard, para que tuviera un futuro mejor y no atarlo de por vida a la esclavitud de una pequeña porción de tierra. Hasta ese año eso era lo que él creía sobre su origen…, aunque ahora ya no estaba tan seguro. Con el tiempo y los años se adaptó bien, pero ya no se explicaba por qué continuaba allí.
Ager no era aún una villa muy grande, pero progresaba con rapidez. Su situación fronteriza, en la marca extrema, le daba las características propias de una villa de aventureros donde el fracaso y el éxito se dan paso de forma sucesiva con el transcurrir de los días. Habitaban gentes de todo tipo y de todas partes, desde los pioneros que buscaban una oportunidad, hasta los que venían atraídos por las promesas de indulto por deudas, se ignoraron delitos y se perdonaron pecados, todo con una condición: colonizar aquellos lugares. Como determinaban los usos y costumbres de la zona, sus gentes pagaban los impuestos a su nuevo señor y al abad. Ubicada la villa en mitad de una hondonada, en lo alto de una pronunciada colina, se podía ver el magnífico castillo. Desde este espacio elevado se controlaba todo el territorio. Fue aquí donde Arnau y Arsenda, señores del lugar, vasallos del conde de Urgell, decidieron, ya hace unos cuantos años, instalar su residencia.
Por su situación estratégica, la villa era un verdadero cruce de caminos. El más importante era uno construido en época romana. Era una vía de norte a sur conscientemente empedrada, apta para el transporte de carros y caballerizas, que unía Lleida con el Pirineo, atravesando lugares como Balaguer, Castelló, Os, Tartareu, ascendía por la sierra del puerto y llegaba a Ager por el sur, y así, desde aquí comunicaba por diferentes itinerarios, seguía por las rutas que conducían al norte. En muchas ocasiones no era una vía segura, ya que unía los territorios de las taifas de Lleida con el condado de Urgell. Solo en tiempos de paz, los comerciantes iban y venían con sus mercancías intercambiándolas y vendiéndolas en los zocos de las ciudades musulmanas, o en los mercados cristianos de los Pirineos o del sur del país de los francos.
A los pies del castillo se encontraba apilada la villa. Unas doscientas casas, con sus huertos y corrales, se sitúan de forma escalonada a su alrededor. Existen tres iglesias: la de San Vicente y San Salvador, situadas en el centro del pueblo, y la más importante, la abadía de San Pedro, en lo alto de la suave colina, junto al castillo. Hay dos recintos de muralla: el soberano o superior, que protege el castillo y el templo principal, y el jusá o inferior, que rodea la villa. Los dos están reforzados con espléndidas torres y atalayas que cercan un perímetro, dando protección a sus habitantes. Se accedía al pueblo por tres puertas. La de San Pedro, en honor a la advocación a la que estaba dedicada su insigne y tan preciado templo, era la más importante, pero también había otras dos: la de Soldevila y San Martín, que tomaron el nombre de los arrabales que crecían situados junto a ellas. Pero aquella mañana, las tres puertas se hicieron pequeñas ante la gran multitud que se agolpaba en los portones. Gente de todo tipo de condición y oficios habían venido de diferentes lugares. Vasallos y caballeros, campesinos y clérigos, mujeres con niños en sus brazos, viejos apoyados en sus cayados, gente cristiana, incluso musulmanes y judíos se apiñaban juntos para subir, como si se tratase de una gran romería, en silencio, por las empinadas cuestas para llegar a la iglesia de San Pedro. Todos dejaron sus ocupaciones. Hoy era un día especial para ellos, el testamento de su señora iba a ser leído.
Bernard observó todo aquel movimiento desde lo alto de una construcción de madera que hacia la función de campanario. Su alma atormentada no pudo resistir lo que estaba viendo. Cientos de personas se acercaban al monasterio en un silencio que lo estremeció. A su mente le vinieron las palabras que escuchó de las gentes del lugar. El vulgo achacaba aquella racha de mala suerte a un espíritu del mal que vagaba por aquellas tierras y que por la noche se apoderaba de algunas personas que habían cometido algún crimen espantoso. No habría perdón para ellos hasta que no descansaran sus conciencias en paz. Bernard recapacitó; en silencio y abatido se marchó a su celda. Su alma debía encontrar la tranquilidad que buscaba, ya que ningún hombre ungido podría ofrecérsela por su terrible pecado.
Según la ley goda, costumbre que aún regía en aquellos parajes, el testamento, documento donde se reflejan las últimas voluntades del testador, debe leerse antes de que pasen seis meses después del óbito. Como exige la justicia, un juez debe proceder a la lectura en el altar de la iglesia delante de testigos y albaceas. Normalmente suele ser un acto íntimo, apenas tres o cuatro personas están presentes y algún que otro curioso. Hoy no iba a ocurrir así.
El abad Guillem, que ostentaba también el cargo de juez, abandonó el aula capitular donde había estado una hora repasando unos documentos para dirigirse a la iglesia de San Pedro, que se encontraba apenas unos pasos del templo. Por un momento dudó y tuvo la intención de dirigirse a sus aposentos, que estaban situados en el interior de una inmensa torre circular, a esperar allí hasta que llegara la hora sexta. La residencia del abad estaba situada a extramuros de la villa, ya que había abandonado las celdas del monasterio por resultarle incómodas. Su nuevo hogar era una fortificación que había sido construida por Arnau Mir. En un principio servía como elemento esencial en la defensa del valle, ya que desde su elevada fortificación se coordinaba con otras atalayas, comunicándolas entre sí. Había sido concebida como un baluarte defensivo, pero las sutiles y eficientes recomendaciones de Guillem que hizo a Arnau consiguieron que se convirtiera también en su propia residencia, acorde con su cargo y prestigio.
Pero la suave luz de los primeros rayos del sol de la mañana iluminando el templo le hizo cambiar de opinión. Aquella visión le causaba una impresión de satisfacción. Apenas habían pasado unos cuantos años desde la consagración de aquella magnífica obra. Pese a que el trabajo no había concluido del todo, el aspecto que tenía era majestuoso. Mientras el abad avanzaba por el pasillo principal del templo, centraba su mirada en el ábside, al fondo de la nave, donde se recreaba observando las pinturas murales que la ornamentaban.
A mitad de recorrido una voz a su espalda le llamó. Era fray Amat, que se acercaba a su presencia de forma apresurada.
―Señor abad, señor abad…, ha ocurrido una desgracia…: hemos encontrado al joven Bernard ―tomó aire― ahorcado en su celda.
― ¿Qué? ―respondió atónito―. Pero si no hace nada estaba con nosotros.
―Ya lo sé, señor abad, no sé qué ha podido ocurrir. Los hermanos y yo nos fuimos cada uno a sus obligaciones, fray Eremir echó a faltar al joven, se dispuso a buscarlo y lo halló en su habitación sin vida. Que el señor se apiade de su alma ―dijo mientras se santiguaba.
―Escuchad, encargaos personalmente tú y fray Reneri de su cuerpo, que nadie conozca el suceso, y menos ahora que vienen todos hoy a la iglesia. No podemos ofrecer una imagen así al pueblo, creerían que estamos malditos o algo por el estilo. Esconded el cadáver en las cocinas. Mañana lo enterraremos de forma cristiana y discretamente… Yo ya lo comunicaré al castellano. Ahora marchad. ―El canónigo abandonó la iglesia tan rápido como entró―. «Pobre desgraciado…, sus remordimientos han acabado con él»― pensó el abad para sus adentros.
Guillem se dirigió a una pequeña habitación que había junto al altar de la iglesia de San Pedro. No quería ser molestado por nadie. Aquel era un lugar idóneo, se trataba de un espacio donde se guardaban la indumentaria para los actos solemnes. En un baúl tallado de fina madera guardaba con mucho celo, entre otras cosas, la mitra y el báculo, insignias de su poder. Nadie se atrevía a entrar en aquella cámara sin su consentimiento. Una vez en su interior, se inclinó ante una pequeña cruz de plata que colgaba de la pared, se arrodilló y se puso a orar en silencio mientras esperaba el momento, la hora sexta, según habían convenido con los testigos y albaceas. Cerró los ojos e intentó concentrarse, pero rápidamente vinieron a su cabeza recuerdos del pasado, sumiéndolo en un estado prácticamente de inconsciencia, llevado por la emoción al recordar aquella gran dama que tanto bien hizo a todos. No supo cuánto tiempo estuvo de esta manera, pero al volver en sí notó cómo sus ojos estaban humedecidos. A pesar de que la puerta estaba cerrada y él había dado orden de que no fuera importunado, se había alterado de sus pensamientos por un suave murmullo que venía del exterior. Un ir y venir de pasos sin oír ninguna voz era todo el ruido que escuchaba. No obstante, fue suficiente para volverlo otra vez a la realidad. Esto y un fuerte dolor en sus extremidades, entumecidas por haber pasado tantas horas en la misma posición.
El abad no era ni joven ni mayor, y aunque había sido una acción excesiva para él estar tanto tiempo en el mismo estado, se lo tomó como un último acto piadoso, tan poco frecuente en su persona, en honrar la memoria de Arsenda. Con alguna que otra dificultad se reincorporó e intento mover lentamente sus piernas para que volvieran a recobrar fuerzas. No fue rápido ni ágil, ya que estas, acostumbradas a soportar tan voluminoso peso, estaban últimamente poco ejercitadas.
― ¡Señor abad! ¡Señor abad! ―Una voz impaciente y nerviosa se escuchó a sus espaldas mientras, al mismo tiempo, se abría la puerta de la habitación.
―Sí ―contestó Guillem sin girarse.
― ¡Ya están todos! Le esperan para la lectura… ¿Se encuentra usted bien?
Quien había irrumpido de forma tan brusca en su habitación era un caballero al servicio de la hueste de Arnau. Ninguno de sus canónigos hubieran osado interrumpirle de aquella manera. Evidentemente, no fue por iniciativa propia del hidalgo, sino que había sido mandado por el señor de Ager, impaciente, por culpa del retraso.
―Pronto, muy pronto ―pensaba para sí― esto cambiará, y hoy es un ejemplo de ello.
―Joven Isarn ―le habló sin girarse―, haz saber a nuestro señor que el abad en breves momentos se presentará ante el altar para oficiar, a los ojos de Dios, la lectura del testamento de nuestra honrada, y que el Todopoderoso la tenga entre sus brazos, amada señora Arsenda. Además, informa a nuestro señor que el motivo de mi retraso se debe a una merced que nuestra señora me ordenó que cumpliera momentos antes de la publicación de su declaración.-Confió en que los canónigos que estaban a su servicio hubieran ocultado el cuerpo y estuvieran ocupando sus lugares en la iglesia para no levantar sospecha alguna-.
―Que así sea, señor abad ―contestó el caballero, saliendo de la estancia con una suave reverencia a las espaldas de Guillem.
Isarn cerró la puerta, dejándolo a solas en su meditación. Nada era aleatorio en su proceder, su ambición se lo exigía. Con esta argucia consiguió unos instantes más de tiempo. Quería demostrar también con este gesto a los habitantes de Ager que él, Guillem, abad de la iglesia de San Pedro, en breve mandaría sobre todo el territorio, sin más autoridad que Dios y la sede episcopal en Roma, pero estos últimos, claro, estarían muy lejos como para preocuparse de un valle perdido en la frontera con Hispania. Pero aún era pronto, no debía incordiar a Arnau, el verdadero amo y señor del lugar.
Sin más dilación, comprobó que sus rechonchas piernas ya no tenían el color rojizo que habían adquirido momentos antes. Abrió el baúl, se puso las vestimentas acorde con su posición, cogió el báculo, la mitra y se puso su ribete en la cabeza. Ahora sí, ya estaba preparado.
Apenas unos pasos lo separaban de la pequeña habitación donde había estado recluido del altar. Con paso decidido salió de la estancia. Lo primero que le impactó fue ver la iglesia completamente agolpada de feligreses y, pese a ello, el silencio cómplice que había. Tras las reverencias efectuadas ante la cruz, cuando se incorporó observó al fondo las puertas abiertas del templo de par en par, pues no se podían cerrar. Esto le llamó la atención a Guillem. Cinco meses atrás, cuando se ofició el sepelio de Arsenda, se congregó en Ager una multitud de gentes venidas de todas partes como nunca antes se había visto. Cierto era que, pese a su estatus, era una mujer querida por todo el mundo; esto explicaba en parte la concurrencia. Pero también, y aprovechando la ocasión del banquete que se ofrecía en honor de la difunta, se presentaron de todos los rincones del condado todo tipo de almas famélicas atraídas por el festín que se daría en ese momento, y más sabiendo lo caritativa que era ella. Sobre todo, la segunda idea justificó al abad la masiva presencia de sus habitantes aquel día en el entierro. Pero hoy no, hoy no iba a haber ninguna comilona donde pudieran saciar su hambre, al menos aunque fuese por un día y, sin embargo, estaban todos otra vez allí.
Guillem miró las primeras filas del templo, observó en ellas todos los altos dignatarios que se habían dado cita. Todos menos uno. Sabía que ese ambicioso obispo de Urgell no estaría. Arnau y el abad no mantenían buenas relaciones con la sede episcopal del condado. Al menos en esto coincidían. La bula papal de Nicolás II tuvo la culpa. Desde que se les fue otorgada a los fundadores de la iglesia, allá por el 1060, todo cambió. En esta prerrogativa, la nueva iglesia de Ager quedaba sujeta a la santa sede de Roma. En consecuencia, el mismo pontífice eximía a San Pedro de Ager de toda jurisdicción episcopal. En una palabra: ningún obispo podía poner en ella entredicho ni excomulgar a sus individuos, y mucho menos cobrar los impuestos. Es decir, no había más autoridad que la suya ―más que la del abad, la de Arnau― y la del santo padre. Cuando la confirmación fue un hecho, el obispo de Urgell saltó de ira e impotencia, acusándolos de blasfemos y traidores, de ninguna de las maneras estaba dispuesto a perder atribuciones en sus territorios y no le faltaba día que enviara cartas a Roma para derogar este privilegio.
La ágil maniobra política del abad y de los señores de Ager transformó al monasterio en una pequeña sede independiente dentro del obispado del condado. Así se convirtió en una jurisdicción eclesiástica vere nullius, según la forma canónica adecuada, es decir, un pequeño obispado sin obispo, autónomo, con su propio territorio, en el que ejercía con plena autoridad y jurisdicción el abad, poseyendo un tribunal propio que apelaba directamente a la nunciatura.
Los dominios del monasterio se extendían desde el Montsec hasta la llanura de Urgell, y desde el río noguera Pallaresa hasta los límites propios del obispado de Roda, en tierras de Aragón. La capitalidad de esta prelatura era el monasterio de San Pedro, sede principal del abad, en la villa de Ager. Cerca de cuarenta parroquias con sus términos y tierras estaban sujetas al monasterio. Todo el honor de cuanto poseía el cenobio, incluso hasta su nominación como abad, se lo debía a Arnau y Arsenda, señores del valle. Pero ahora ya estaba ávido de poder y harto de ser el segundón en todas las decisiones importantes. Reclamaba para sí mayor gloria.
Guillem vio a Arnau, no aparentaba la edad que tenía, pasaba ya los sesenta años de edad, pero aún conservaba ese porte enérgico de poder y autoridad que inspiraba sumisión. Las semanas posteriores a la muerte de Arsenda, Arnau no salió de las habitaciones del castillo. La proximidad de sus estancias con la cripta de la iglesia, comunicados por un pasillo, le facilitaba la tarea de ir a orar durante horas y a cualquier momento sin ser molestado. Llevaba así meses y su aspecto había empeorado. Pese a conservar aún la figura de un aguerrido caballero, su rostro era pálido y la expresión de sus ojos adivinaba una tristeza infinita, difícil de consolar.
A su lado, sus fieles vasallos, curtidos guerreros que le servían en la mesnada, caballeros que controlaban con gran disciplina todo el territorio. Allí estaban el vicario Galcerán Erimany, Dalmau, Pere, Ponç Onofre…, todos con él, como siempre había sido. Entre aquella multitud pudo percibir Guillem algunas miradas hostiles hacia su persona. El abad cogió el pergamino, un suave temblor circuló entre sus manos, lo abrió suavemente y se dispuso a su lectura:
―En el nombre de Cristo. Os hago saber que este instrumento es el testamento que hizo nuestra honorable señora Arsenda el 23 de mayo de 1068, en presencia de testigos y albaceas que han jurado hoy sobre el altar que se encontraban presentes en la disposición testamentaria de nuestra amada dama.
Guillem descansó unos instantes para tomar aire, su mirada recorrió todo el templo, su voz, intensa y poderosa le estaba acompañando. No era muy buen orador, pero la fuerza de sus discursos, basados en una firme y tenaz oratoria, obtenía unos resultados eficaces.
―«Yo, Arsenda, repleta de pecados, temiendo la muerte cercana, pero con la mente sana, considero mis cosas y de qué manera quiero que sean distribuidas después de mi muerte, yo presente y dictando, lo hago escribir en esta página. ―El abad, mientras escuchaba lo que leía notó que su voz poderosa y distante se había convertido en una más cálida, mucho más cercana―. Elijo como albaceas a mi marido y señor Arnau, al juez Guillem y a mi hermana Ermesenda. A los cuales pido, y por la confianza que tengo en ellos, tanto como puedo los conjuro, que todo lo que en mi testamento ordenaré de forma puntillosa, como acostumbro, con mis propias manos firmaré, para que todo lo que deje sea fielmente distribuido…».
El abad notó sus ojos humedecidos. Él, acostumbrado a controlar hasta el más mínimo detalle en sus discursos, no pudo dominar el acto involuntario de una lágrima recorriendo sus mejillas. Levantó la cabeza y observó a su público. No era el único a quien también le estaba ocurriendo lo mismo.